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Iniciado por Khram Cuervo Errante, 29 de Diciembre de 2013, 21:27

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Khram Cuervo Errante

Se acabó


Se le habían acabado las pilas. Tuve que levantarme para apagar el televisor, ya que al mando de la tele se le habían acabado las pilas. Entonces me llamaron al móvil. Contesté inmediatamente, era Lin. Había conseguido la droga.

La última vez que había esnifado fue cuando me levanté de la cama, y a duras penas me quedaban polvos blancos para aguantar un par de días más. Se me estaban acabando y necesitaba que Lin me vendiese unos cuantos gramos más, aunque lo cierto era que el dinero que me quedaba también estaba a punto de esfumarse.

Fui a darme una ducha. A Lin le gustaba que sus clientes tuviesen buen aspecto, no quería que la gente le viese relacionarse con pordioseros, por muy drogadictos que fuésemos. Me puse lo más elegante que tenía, un traje que usaba para las entrevistas de trabajo, cuando aún me dignaba a presentar algún currículum. Bajé a la calle para coger el coche, pero no arrancaba. La batería del coche se había agotado. Parecía ser que había dejado las luces encendidas por accidente durante toda la noche y era imposible arrancar el coche. Era domingo, y el taller mecánico estaba cerrado, con lo cual, era imposible moverse en coche.

Lin estaba en otra ciudad a treinta kilómetros, no podía ir andando. Podía coger un tren, pero en la estación últimamente hacían varios controles antidroga y no me hacía mucha gracia acabar detenido, así que no me quedaba más remedio que quedar con él mañana. Cuando cogí el móvil para llamarle, su batería también estaba agotada y no podía llamarle. No recordaba que el móvil me hubiese avisado de que le quedaba poca batería, pero eso se solucionaba rápidamente subiendo a casa y buscando el cargador.

Ya en casa, busqué el cargador entre todos los trastos de mi habitación, pero lo único que conseguí fue derramar una lata de cerveza que había por el suelo, llenándolo todo de un fuerte olor a alcohol. Me cabreé. Traté de fumarme un cigarrillo, pero la cajetilla que guardaba en el bolsillo de la chaqueta estaba vacía y no me quedaban. Fui a buscar una cerveza a la nevera, pero la última era la que había tirado por el suelo. De hecho la nevera estaba completamente vacía.

Aquello parecía una puta broma de mal gusto. Se acabaron las pilas del mando de la tele, se me estaba acabando la droga, el dinero; la batería del coche se había esfumado, al igual que la del móvil, y además no me quedaban cigarrillos ni cervezas. Todo se estaba acabando, incluida mi paciencia.

Fui al baño. Sentado en la taza del váter pude ver un pequeño cable negro colgando del enchufe del baño. Era el cargador del móvil. Hace un par de días tenía el portátil cargando en mi habitación, así que puse el móvil a cargar en el baño y me había dejado olvidado el cargador allí. Desde que tomo drogas mi cuerpo se siente mejor, pero olvido constantemente pequeños detalles como estos. Mi cerebro se está yendo a la mierda, aunque lo cierto es que me importa muy poco.

Volví corriendo a mi habitación para buscar mi móvil y poder conectarlo, pero sin previo aviso me resbalé y al cabo de un instante mi cuerpo se encontraba volando por los aires. Me había olvidado de toda la cerveza que había derramado en el suelo y patiné completamente al pisarla. No recordaba algo que había pasado hacía apenas diez minutos, y mis reflejos también eran una mierda. Las drogas habían cambiado la forma de reaccionar de mi cuerpo.

De hecho no sé por qué le echaba la culpa a las drogas, si el causante de todo aquello había sido yo. Yo era el que quería ir a comprar droga porque consumo, yo era el que había esnifado la droga que me jodía la cabeza, yo era el único causante de acabar lentamente con mi vida.

No pude hacer nada para evitar el golpe contra el suelo. Giré la cabeza, y vi como un pequeño charco de sangre se formaba a mi alrededor.  Intenté levantarme, pero no sé si fue el aturdimiento por el golpe, si me había roto alguna vértebra o si las drogas me estaban jugando una mala pasada, pero no podía moverme. Me estaba desangrando y poco a poco perdía el conocimiento. Se acercaba mi fin.

Si lo pensaba con detenimiento mi último día había sido una mierda: las pilas, la droga, el dinero, la batería, la cerveza, el tabaco... Y ahora mi vida. Todo se me había acabado, aunque en cierto modo sabía que tarde o temprano llegaría este momento. Mi vida se acababa.

Moví la cabeza y puede ver el despertador sobre la mesilla de noche. Miré la hora de mi muerte: las diez. Aquello era imposible, era casi la hora de comer, por lo menos eran las dos, no podían ser las diez de ninguna manera. Entonces lo comprendí: al despertador también se le habían acabado las pilas.

Y entonces, todo se acabó.

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Khram Cuervo Errante

Fragmento

Corría aterrorizada, amparada por la tormenta demencial que de pronto se había desatado sobre nuestras cabezas. Trataba de escapar de aquello que habitaría mis pesadillas durante quizás años, trataba de dejar atrás los restos del poblado que hacía escasas horas era mi hogar.

Tropezaba, caía sobre charcos de lodo, me levantaba veloz como los relámpagos del cielo, reemprendiendo de nuevo mi frenética huida de aquellos que habían irrumpido de pronto en mi vida, alzando el acero y derramando la sangre de los míos sobre el suelo. Había sido una carnicería, una matanza desenfrenada sin razón alguna más que el odio y la diversión. Y yo huía de ello, de encontrar la muerte como lo había hecho mi familia, de que me diesen alcance y jugasen conmigo como con una muñeca indefensa como hacían con mujeres y niñas para acabar matándome cuando se cansasen. Tenía miedo, pánico, y por ello corría todo lo que me permitían mis piernas aunque mi corazón latiese desbocado y mis pulmones fuesen a estallar.

Sólo me detuve cuando sentí que estaba lejos, cuando me sentí algo más segura bajo el abrigo de un bosquecillo de a saber dónde. Me adentré en su interior y esperé sentada bajo un árbol a que cesase la lluvia, sucia y empapada, abrazada a mí misma tratando de retener un mínimo de calor. Estaba agotada, pero no podía dormir; no sólo temblaba por estar calada hasta los huesos y el frío entrase en mí, y por ello mis ojos escrutaban entre los troncos esperando que en cualquier momento tuviese que volver a huir hasta que mi cuerpo no pudo más y caí rendida del agotamiento.

Fue un sueño vacío, fugaz, y cuando me desperté no me sentí en absoluto descansada; aún tenía el miedo dentro de mí y, ahora, el cuerpo agarrotado también. No sabía cuánto tiempo había pasado pero... ¿qué más daba? Nadie me esperaba en ningún sitio y no tenía a dónde ir. ¿O, quizás sí? Lo recordaba vagamente porque nunca hacía mucho caso a la anciana de nuestra tribu, pero mencionó algo de una ciudad, una en una isla al oeste del continente, una que era el refugio de los caminantes, de nuestra raza, cuando estaban desamparados.

No tenía ganas de moverme, siendo sincera, prefería quedarme ahí acurrucada, desaparecida del mundo. Pero me sentía sola, terriblemente sola, y dolida por haberlo perdido todo. Y tenía miedo, quería que me protegiesen. Mi tribu siempre había sido muy atenta y siempre decía que era especial, por eso no estaba acostumbrada a ser tan independiente como otros de mi raza. Por eso necesitaba a alguien; no podía vivir así, sola y acurrucada. Por eso me levanté, temblorosa y con dificultad; hasta me caí al intentarlo la primera vez. Y avancé hacia el oeste.

Así pasé los siguientes días, abandonando mi refugio arbóreo sólo para orientarme, porque me daba miedo caminar por la calzada y me sentía más segura entre troncos y ramas. Además, conocía unas pocas bayas y raíces comestibles que eran mi único alimento; la carne de los animales sólo era una tentación inalcanzable para mí.

Me sentí un poco salvaje al vivir de la naturaleza, cada momento alerta a lo que me rodeaba, moviéndome buscando protección. Pero no me importaba realmente, los humanos necesitan de las ciudades tanto como nosotros necesitamos de los nuestros: pequeños núcleos, grupos, tribus o comunidades en las que nos movemos, pero vivimos de lo que nos ofrece la naturaleza y unidos a ella, como los dríades. Me hubiese sentido hasta bien de no ser porque cada noche las pesadillas me recordaban por qué había acabado así.

Una noche, no obstante, una brillante luz que se filtraba entre los árboles me atrajo como un insecto. Habían pasado ya días desde la masacre, pero aún no había olvidado el calor de una hoguera y mi cuerpo se estremeció al recordarlo y añorarlo. Quería ir, aunque no fuese seguro. Tenía miedo, así que sólo me acercaría un poco a ver quienes eran, qué hacían... intenté ser sigilosa, una sombra.

Cuando ya estaba casi en la linde del bosquecillo distinguí las figuras, amparadas por la luz de las llamas y parapetadas por los tres carros. En total, eran seis: cuatro hombres, una mujer y un niño en sus brazos. Y, sobre el fuego, carne asándose lentamente. Olía muy bien, demasiado... pero no podía ir; eran humanos, a saber lo que me harían.

-¡Eh, tú! -Me quedé paralizada. Me habían visto, ¿pero cómo...? Oh, mierda, sin darme cuenta me había adelantado demasiado. Retrocedí, volviéndome para correr-. No te muevas o te ensarto.

Me volví poco a poco; de reojo vi que uno de los hombres tenía una ballesta en sus manos. Podía arriesgarme a correr, sería difícil darme, aunque aquellas armas eran tan mortíferas como certeras, ¿podría...? Como leyéndome la mente, me advirtió de nuevo, preparándose aún más para disparar. Temblaba, sentía el miedo cuando me ordenó acercarme. No estaba segura de hacerlo, ¿pero qué opción me quedaba? Si no le hacía caso podía morir ahí mismo...

Impotente, me acerqué a la luz rezando a la madre naturaleza.

-Reil, detente. -La mujer se adelantó de pronto, bajándole el arma-. Es sólo una niña.
-Pero podría tener compañeros ahí escondidos. -El hombre volvió a apuntarme con la ballesta, firme-. No sería la primera vez que se intenta usar un cebo.
-Oh, mírala... ¿de verdad tiene cara de ser una bandida? -La verdad es que la imagen que ofrecía debía de ser pésima: sucia y cubierta de arañazos, con la ropa destrozada, temblando y poco a poco más consumida. Casi parecía más bestia que un ser humano-. Venga, vamos pequeña, ven al fuego...

No debía ir, eran humanos, los humanos eran malos, eran los que mataron a mi gente. Aún así, era joven y no sabía controlarme, El calor de la hoguera, de la manta que me ofrecía, de la jugosa comida... antes de darme cuenta me había acercado al fuego y estaba probando un poco de lo que había en el puchero. Sabía... sabía a hogar, sabía a la comida de mi madre, haciéndome saltar las lágrimas. Aquello provocó que la mujer me abrazase desconcertada pero protectora, adoptándome de algún modo.

Sin embargo, no me sentía cómoda. Sí que quería cariño y afecto para reemplazar el de mi familia, pero este lo encontraba extraño y encima proveniente de una humana. No podía odiarla, era demasiado amable, pero a medida que pasaban los días estaba más nerviosa y no paraba de darle vueltas a la idea de huir.

Decidí que era el momento cuando comentaron que estábamos cerca de una ciudad. Allí sería un buen lugar, quizás encontraría algún caminante que me ayudase a llegar a la isla de nuestra especie.

-Qué ganas de llegar por fin a Theyll y dormir en una cama de verdad. -Acabábamos de terminar la cena y ahora era el momento en que charlaban o reposaban la comida antes de echarse a dormir-. Tengo la espalda hecha polvo.
-Yo me conformo con un buen baño para quitarme toda la mugre -contestó al mercader la mujer del grupo, apoyándose luego sobre su marido y añadiendo con tono pícaro-. Aunque no me importaría una buena cama.
-¿En serio estáis pensando en dormir o en sexo? -Inquirió incrédulo otro de los hombres. Los demás se le quedaron mirando, curiosos y sorprendidos-. ¡Vamos a Theyll, a la capital del imperio! Y somos mercaderes con los carros cargados; no puedo esperar a ver las montañas de oro que voy a conseguir cuando venda todo.
-Mucho hablar de montañas de oro y esas fantasmadas, pero aún no nos has explicado qué es lo que tienes para hacerte rico.

Todos los demás asintieron ante esas palabras, y yo misma me acerqué un poco a mirar. Aquel hombre presumía todas las noches de la fortuna que iba a sacar, pero nunca había dicho de qué, quizás por miedo a que le robásemos. Viendo ya el fin del viaje tan cerca -o quizás los generosos tragos a su petaca que había ido dando a lo largo de la cena-, se decidió a dejarnos ver su tesoro. Fue a su carro y, tras abrir uno de los barriles, volvió con un frasco.

-Aún no están del todo, les faltan un poco... -iba diciendo mientras lo abría. Parecía estar bien cerrado, porque le costó quitar la tapa, y cuando lo hizo salió un vapor que me revolvió el estómago-, pero cuando estén, serán auténticas joyas.

Lo que sacó me pareció lo más lejano a una joya. De hecho, fue lo que terminó de provocar que vomitase la cena. Tuve que salir corriendo a unos matorrales para no hacerlo ahí en medio, y cuando volví noté que no fui la única en sentir repulsión.

-¡Estás jodidamente loco, eres un enfermo! -Bramaba el marido de la mujer mientras ella escondía la vista de su hijo-. ¿¡Cómo coño llamas joyas a unos ojos!?
-Deberían encerrarte. -Uno de los mercaderes agarró un cuchillo-. O matarte directamente por arrancárselos a personas...
-No me adjudiques crímenes que no he cometido. -Era asqueroso, no dejaba de sonreír burlonamente. Volvió a dejar el ojo en el frasco, sellándolo, y enseñando un colgante. Este parecía como de piedra, esférica, con un gran punto negro en su centro. Excepto esa zona, el resto cambió poco a poco de un azul celeste a un amarillo dorado-. Quedan así cuando terminan de macerar. Las fibras del iris se funden con la cubierta y se libera el pigmento. Es... fascinante cómo los ojos de los caminantes cambian de color según el estado de ánimo.
-¿Cómo has conseguido tantos? -El ambiente se había relajado un poco; seguían recelosos, pero ya no tan tensos como antes. Yo, sin embargo, me sentía mareada, necesitaba sentarme. Aunque no quería mirar, el frasco, la "piedra", me atraían como imanes.
-Tuve la suerte de coincidir con un grupo de mercenarios hace unas semanas. Iban de caza. Una comunidad de caminantes estaba asolando la zona y...
-¡Mientes! -Grité, callándole. Le miraba furiosa, temblando de rabia-. No estábamos asolando nada. ¡Nosotros somos buenos para la tierra, la volvemos fértil! ¡Vosotros nos masacrasteis sin motivo!

Lloraba slenciosamente sin poder evitarlo. Aún dolía la pesadilla de aquella noche. Los demás se pusieron de nuevo alerta y, si antes estaban preparados para abatir al comerciante de ojos, ahora se disponían a hacerlo conmigo.

-Tus ojos... -Había una nota de temor y de sorpresa en su voz. Y de desprecio, asco.
-Es una inhumana -acabó otro de los hombres, tratándome como si fuese una plaga.
-Sabía que no era trigo limpio, debería haberle clavado una flecha entre los ojos cuando la encontramos.
-Pe-pero... -No lo entendía. ¿Por qué ese odio?-. ¡Es él quien ha matado! ¡Yo no he hecho nada!

Nadie me escuchaba, todos se volvían cada vez más amenazantes, incluso la mujer me tenía miedo. Y él, el asesino, sonreía victorioso, sintiéndose a salvo, triunfador. Aquello rebasó mi límite, no podía soportar que aquel individuo saliese indemne. Quería que pagase, que hubiese justicia, que alguien lo aplastase y clamase venganza por toda mi gente.

Y como si un dios me hubiese escuchado, mi deseo se hizo realidad.

Una gran roca aplastó al hombre tras surgir de la nada.

Todos tardamos unos segundos en reaccionar. Yo me sentí fría de repente, calmada y cansada. No entendía nada, pero... estaba satisfecha con lo que había pasado, desconcertada pero satisfecha. El resto no. La mujer chilló, la cuerda de una ballesta disparó el proyectil, una espada corta fue desenvainada y el cuchillo cada vez estaba más cerca de mí. Me daba rabia, odiaba que los humanos fuesen tan crueles con los que no eran como ellos, que fuesemos estorbos y que sólo por miedo tuviésemos que desaparecer. Hervía de ira por ello.

Una lengua de fuego se materializó y consumió la flecha, el cuchillo y la mano que lo sostenía. Se extendió por el cuerpo del hombre que fue engullido por las llamas mientras chillaba de dolor. Un fuego que había salido de mi mano extendida, en un vano intento de defenderme... ¿o quizás una sentencia hacia él? No lo sabía realmente, porque una parte de mí sabía cómo darle rienda suelta a algo que se había acumulado dentro de mí y estaba bullendo buscando una forma de salir al exterior.

Todos alzaron las armas contra mí y trataron de alcanzarme, yo era una amenaza. No quería morir, presa del pánico intenté manejar aquella cosa que había en mi interior, darle forma, pero no era capaz de controlarla .Y pronto todos empezaron a arder.

No quedó rastro de aquellos humanos, sólo cenizas que el viento se llevó consigo. Estaba de nuevo sola, esta vez asustada hasta de mí misma.

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Khram Cuervo Errante

Bosquejo.

El agua sucia y salada de la ducha se le había colado hasta la garganta.

—¡Que abras la puerta por amor de Dios!

Se refería a la puerta de su cuarto, no a la del baño. Una cortina adornada con dibujos de animales sonrientes era lo único que impedía que vieran su cuerpo desnudo desde la ventana.

Lucía cerró la llave de la ducha y se cubrió con una toalla. La luz de aquella mañana le permitió ver la silueta de la estudiante. Cabello hasta los hombros y estatura de uno ochenta, alguien fácil de reconocer. Removió el seguro de la puerta y la abrió por primer vez en dieciocho horas.

—Entra.

La chica entró rápidamente y Lucía cerró a igual velocidad. El rostro de aquella estudiante no presagiaba nada bueno. Tenía la cara llena de barro y una expresión de querer morirse.

—¿Qué es lo que te aflige? —preguntó Lucía.

Su visitante tomó asiento en la cama sin hacer, mirando, como siempre hacía, el montón de dibujos de caballos pegados alrededor de toda la habitación.

—La misma pregunta te hago a ti. ¿Qué es lo que te aflige? No has salido de este cuarto en mucho tiempo. Parece que te hubieras olvidado de nosotras.

—No lo he hecho, por Dios, no lo he hecho. ¿Por qué tienes la cara llena de barro?

—Porque me he caído al venir —dijo pasándose la palma de la mano por la mejilla—. Ya era muy tarde cuando mis brazos reaccionaron a la caída.

—Tu uniforme no parece sucio.

—¿Y eso qué importa? —la chica que no tenía nombre se levantó de la cama bruscamente y se dirigió a la ducha a lavarse—. Vístete pronto, que hoy debemos ir de nuevo.

Pero Lucía no hizo nada más aparte de quedarse mirando cómo aquella chica se secaba la cara con de uno de  los animales de la cortina, el Koala sonriente que ella tanto quería y que había dibujado montones de veces en sus cuadernos aunque la mitad de la escuela lo conociera y utilizara para cubrirse con él. La asombraba cómo hacía aquello con tanta tranquilidad, como si ella misma, en su cuarto, no tuviera una de aquellas cortinas a las qué cogerle afecto.

Sin embargo, al terminar de lavarse el rostro, aquella chica ya no tenía cara de querer morirse, sino de estarse muriendo.

—A este punto ya deberías estar lista —dijo—. ¿Recuerdas la última vez, cuando eras tú la que solía afanarme? ¿Cuando eras quien iba a mi cuarto e levantarme, traerme el desayuno y recordarme la hora cada cinco minutos? Te espero bajo el Árbol.

No dijo nada más antes de irse corriendo. El sonido de las zapatillas contra el suelo de madera se le quedaron grabados en la cabeza al ponerse el uniforme. Salió sin echarle seguro a la puerta, con esperanza de no tardarse mucho.

El suelo del pasillo estaba lleno de hojas muertas. Lo único que llegaba a escuchar eran los crujidos al pisarlas con los zapatos. La residencia de estudiantes parecía estar abandonada. De quinientos cuartos, sólo sesenta estaban en uso. Lucía vivía en uno de los cuartos más lejanos, aquellos pegados al bosque, donde no había tal cosa como vecinos o estudiantes que pasaran por el pasillo.

El camino hacia el Árbol era un sendero de hierba alta y lleno de pantano fuera de los terrenos de la escuela. Aunque toda la zona era un bosque, el Árbol era un lugar especial. Ellas se ocupaban de controlar la maleza alrededor de la pequeña colina donde estaba situado el Árbol. Llegar allí normalmente les tomaba quince minutos.

La reunión de hoy era especial, como todas las que habían tenido. Era ella, la chica que la buscaba a su cuarto y otra más, el trío que se ocupaba de la pequeña tarea que se les había otorgado desde hacía más de ocho meses.

El Árbol estaba ubicado frente a sus ojos, con dos personas esperándola debajo. El pantano allí era tan denso y copioso que dudó llegar en los prometidos quince minutos. Las dos estudiantes se quedaron mirándola con los brazos cruzados, hasta que finalmente pisó hierba seca.

Nada más había subido a la pequeña colina cuando la chica sin nombre señaló a espaldas suyas con un movimiento de la cabeza. Tras ella, venía la visitante de ese día siguiéndole las huellas que había dejado en el pantano. La expresión en su rostro delataba cansancio e impaciencia.

—Es imposible llegar aquí sin una mancha de suciedad —indicó la chica sin nombre, mirando cómo aquella figura delgada se las apañaba en un camino que parecía cambiar de rumbo a cada paso. Lucía no podía estar más de acuerdo.

—La idea es esa —contestó Sara.

Cuando llegó a la colina le sudaba todo el cuerpo y sus zapatillas estaban cubiertas de barro.

—Buenos días —dijo Sara—, ¿cómo está?

—Mal —la visitante puso cara de enfado, resistiéndose las ganas de jadear—. El camino  hacía aquí es una muy fea porquería. Me he ensuciado toda. Creí que aquella chica había elegido un buen camino, pero el agua acabó por entrarme en los zapatos. ¿Cómo se llama?

—Su nombre es Lucía. Y sí, hemos descuidado mucho el lugar, no venimos aquí hace más de setenta días. Antes solíamos hacerlo con más frecuencia. ¿Qué habrá pasado?

La visitante ignoró la pregunta, y procedió a rascarse la cabellera rubia con ambas manos.

—¿Quién ha dejado la nota sobre mi cama? —empezó a decir— Al principio creí que la nota la había escrito yo misma teniendo en cuenta que nada más yo poseo las llaves de mi cuarto, y que éstas todavía seguían en mis bolsillos al momento de hallar la nota. Suena absurdo, pero nada más encontraba esa probabilidad. Quizá lo que mi antigua compañera de habitación decía sobre que yo hablaba dormida se haya manifestado de forma más exagerada en la mismísima noche de ayer. Pero al leer detenidamente la nota, fuera de mi sensación de disgusto y algo de miedo, llegué a la conclusión de que era imposible que la hubiese escrito yo y que además tenía que venir aquí mismo donde me citaba la bendita nota, para finalmente salir de la duda.

—No has cometido ningún error al venir —dijo Sara, agarrando una bolsa negra que estaba en el suelo—. Has hecho lo correcto, esto es justo lo que esperábamos.

—¿Pero quién lo ha hecho? —insistió la visitante—. ¿La del interrogante en la cara, la muda, o tú?

—Lo he hecho yo —le respondió Sara, y sacó un pedazo de pan caliente de la bolsa. El olor tentaba a Lucía, quien no había desayunado —Y lo he hecho por encargo. Verás, la escuela te ofrece una posibilidad de graduarte.

—"Graduarse" es como le llamamos a esto que estamos haciendo ahora mismo —dijo la chica sin nombre—. Pero lo que vas a hacer es dejar la escuela. Finalmente saldrás de aquí a un mundo que te ofrece mejores posibilidades. Entenderás por qué hacemos esto en secreto.

Sara se acercó a la visitante y le ofreció el trozo de pan, que ésta, al estar confundida por las palabras que se le acaban de decir, aceptó sin pensar.

—Has de comer esto y seguir la dirección que Lucía te va a dar a continuación.

—Esta vez has de confiar en el camino que Lucía te señale —dijo la chica sin nombre—, tal y como han hecho las otras cuatro que ella ha guiado antes de ti.

La visitante fruncía el ceño, perpleja, mirando al vacío, como si las sospechas que tuviera por años al fin acabaran de encajar. Y esto era justo lo que pasaba. Lucía temió por un momento que la chica acabara en el suelo debido a la poca fuerza que mostraban sus piernas.

—Tienes que comerte el pan —dijo Sara, cambiando de tono—. O sino no podrás irte.

—Comprendo.

La visitante partió el pan en dos pedazos con las manos, para tragarse uno y  luego el otro, pero se metió ambos a la misma vez. Lo tragó todo sin si quiera masticarlo, ni hacer ningún esfuerzo. Era como si se le hubiese disuelto en la boca.

—Señálenme el camino —ordenó la visitante, pálida y temblorosa.

Las tres miraron a Lucía esperando que obedeciera. Ella había hecho la tarea cuatro veces, así que ya sabía qué decir. Levantó el brazo izquierdo y señaló hacia al norte.

—Hacia allá, tras la maleza —le empezaban a temblar las piernas y la boca al hablar. Por un momento temió que se le olvidaran las palabras—. A unos quince minutos a pié, hallarás un lago. Las instrucciones desde este punto son obvias. Es decir, nada más al encontrar el lago ya sabrás qué hacer. Ahora, mira mi dedo índice y marca una línea imaginaria. Has de seguir ésta línea imaginaria para no perderte. Si te distraes puedes correr el riesgo  de perderte. No te salgas de la línea. Un paso mal dado y podrías perderte...

—Va a perderse si sigues haciendo temblar el dedo, Lucía —le dijo Sara—, tienes que calmarte.

La visitante no dijo nada. Se quedó mirando el dedo de Lucía varios segundos y luego dirigió los ojos hacia el bosque. Lucía empezaba a ver también la cara de muerto en aquella chica, pero no le importó, porque momentos después la visitante había desaparecido en el camino que ella le había señalado, arrastrando las zapatillas entre el pantano.

—La has salvado, Lucía, bien hecho —le dijo Sara.

—Nuestra tarea ha finalizado, por hoy al menos —el horrible aspecto de la chica sin nombre parecía haber desaparecido tras sonreír por primera vez, orgullosa de haber cumplido con lo que se le había ordenado.

—Una tarea más significa que estamos cerca de irnos de aquí también, Lucía —decía Sara, también
sonriendo—.  Es cosa de alegrarse.

Lucía no estaba alegre precisamente, no después de que viera la cara de la visitante al irse. Las reacciones de sus compañeras se le hacían exageradas y fuera de lugar, teniendo en cuenta que habían hecho y dicho exactamente lo mismo en las otras cuatro ocasiones.

—¿Por qué las alegra hacer esto? —les preguntó— ¿No saben el montón de pesadillas que me han causado estas reuniones?

La torre del reloj, a la distancia, justo arriba de los árboles que las separaban de la escuela, daba las nueve en punto.

Las dos chicas se giraron para verle la cara, estaban a punto de marcharse, pero Lucía las detuvo antes de que dieran el primer paso. Si segundos antes estaban sonriendo ahora sus expresiones no mostraban rastro de tal cosa.

—¿No te lo acabamos de decir? —le preguntó Sara, sacándose una sonrisa a la fuerza.

—Esa razón es pura mierda —contestó al borde del desespero.

Ambas se acercaron, la tomó una de los brazos y otra de las piernas, y la lanzaron colina abajo. Dio cuatro vueltas y cayó con la cara entre el pantano. Se incorporó torpe y confusa, enceguecida por el sol, tratando de orientarse, pero eso no fue necesario porque se ocuparon de orientarla a la fuerza.

—Clara nos ha contado una historia el otro día —le empezó a decir una voz que no pudo reconocer—. La historia que nos contó no era ficticia, estaba lejos de las absurdeces que nos suele contar en el comedor. Era sobre ella misma. La engañaron para sacarse el ojo. Desde el instante que mencionó aquello, supe que la iban a tener en cuenta para futuras tareas. ¿Quién iba a imaginárselo? Todo el mundo pensaba que lo había perdido a causa de un accidente. Pero no, se lo ha sacado ella misma, por imbécil. Por ello debe graduarse.

—Y tú eres quien la va a sacar de aquí. —dijo la otra voz—. ¿No te lo he dicho antes?
Es para que saltes de alegría.

—No puedo. Clara es mi única amiga —fue lo que alcanzó a decir tras escupir el pantano que se le había adherido al labio.

—Lucía, las personas que se van de aquí empiezan a ser parte de otro mundo —dijo la primer voz—. Estamos encerradas todas en este bosque. Te lo dijimos la primer vez. ¿Por qué crees que está disminuyendo el número de estudiantes?

Lucía no contestó.

—Si eso no te pone feliz, es porque estás gravemente enferma, Lucía. Y no puedes enfermarte, necesitamos tu dedo.

La abandonaron en el pantano, escondida entre la maleza. El reloj seguía dando las nueve en punto cuando se sintió con ganas de moverse. Se limpió como pudo el rostro con la manga de la camiseta blanca, manchándola de barro y sangre.

No se encontró a nadie en el camino. Era como si todo el lugar fuera para ella sola. Las puertas que pasaban a su lado estaban cerradas con candados del tamaño de un puño, abandonadas para siempre. Tardó casi una hora en llegar a su cuarto con aquellos músculos doloridos.

Cuando abrió la puerta, por un instante se preguntó si la habitación que estaba frente a sus ojos era la suya. Los dibujos habían sido retirados de las paredes. El montón de caballos que dibujara a lo largo de cinco años ya no  estaban más para acompañarla. Ahora alcanzaba a ver el interior de las otras habitaciones con claridad tras los huecos entre las tablas. Sus ojos se dirigieron involuntariamente al cuarto que tenía a la derecha, donde solía haber un cuadro colgado en la pared: el retrato de una mujer, ahogado por el polvo.

—¿Recuerdas la primer historia que te conté, Lucía? —le preguntó la Clara que tenía en la cabeza.

—¿La de los muertos que se movían solos? —respondió su voz inmediatamente.

En su cabeza, Clara sonreía al cielo rodeada de árboles que susurraban obscenidades.

—Me basé en tí para escribirla.

Lucía imploró a sus caballos que ahora yacían desparramados en las dos habitaciones contiguas, próximos a ser consumidos por la mugre y el polvo. La imagen la aterraba, así que agarró la mesa donde solía dibujar y la lanzó a las tablas que encontró más débiles, pero no le sirvió de nada. Su cuerpo se quejaba por el esfuerzo que había hecho, haciéndola sentir impotente e insignificante. Salió del cuarto y se sentó en el pasillo, incapaz de soportar la imagen de sus animales encerrados. Era probable que no volviera a entrar, eso pensaba ella en ese momento.

Pero al menos sabía qué hacer. Tenía que matar las dos estudiantes que se hacían llamar sus amigas. Lo haría tal y como había soñado. Agarraría el lápiz y les dibujaría heridas por todo el cuerpo, mientras ellas la miraban con esa expresión moribunda, ahora bien justificada. Era lo justo por lo que le habían hecho a sus caballos. Clara se lo agradecería, quizá  escribiera una historia con ella como protagonista. Quizá le pidiera su opinión y consejos sobre qué historias contar y cuáles no. Aunque Lucía no se engañaba pensando que una cosa así sucedería, menos eliminando a sus dos compañeras.

Así que hizo lo que normalmente ella haría en tal situación: nada. Porque Clara era una imbécil que merecía "graduarse", y porque sus historias no valían nada si Lucía no era la que las escuchara primero. No le importaba de qué forma había perdido el ojo, pero por lo menos había algo en lo que ella y sus dos "amigas" estaban de acuerdo.

Se levantó con el oído zumbándole y asqueada por su propio olor, decidida a llevar a cabo la tarea que la esperaba la mañana siguiente. Era la primer vez que tenía una reunión seguida de la otra en tan poco tiempo. Su cara brillaba de excitación, como si derepente hubiera descubierto la razón de su ser. Quizá había venido al mundo para el mero propósito de enviar a sus compañeras al otro mundo. Abrió la puerta de
su cuarto y se lanzó a la cama privada de sábanas, con los ojos cerrados para evitar mirar los caballos que la observaban esperando el rescate. El sueño la alcanzó dos horas después con una sonrisa de satisfacción en la cara.

La despertó la primera luz de la mañana. Al recordar lo que había pasado el día anterior, se levantó con brusquedad, cerró los ojos y se pegó a la pared para guiarse con las manos hasta la puerta, pero no la abrió. Se quedó parada mirando sus zapatillas sucias, pensando, porque empezaba a ver las cosas desde otro punto de vista, un punto de vista que no había tenido en cuenta la tarde pasada cuando trataba de dormir.

Pero ya era demasiado tarde. Abrió la puerta y sus ojos se encontraron con el bosque, y entonces recordó las palabras que le habían dicho cientos de veces, que todas estaban atrapadas. Aunque Clara sería libre, y ella no, porque sería la misma Lucía quien le daría la libertad.

Empezó a correr pero sus músculos se quejaron al primer paso, obligándola a caminar nuevamente con lentitud. No se rindió, en todo caso, ella tenía que llegar antes que Clara. Tenía que salvarla, aunque fuera una imbécil. En su mente empezaron a aparecer imágenes de Clara caminando por el bosque, siguiendo la línea imaginaria que Lucía le había dado, pero sólo era el sueño que había tenido minutos antes.

El pantano era cada vez más insoportable. Normalmente andaría con cuidado, temiendo perder una zapatilla, pero ahora ya no, la prioridad era llegar antes que Clara. El cielo se volvía más claro a medida que avanzaba,
asustando a Lucía quien empezaba a creer que no llegaría a tiempo. Avanzaba tan rápido como podía, mareada, mojada en su propio sudor y sintiendo punzadas en el estómago. Pero eso no importaba, porque tenía que llegar al Árbol antes que Clara, y enviarla a donde fuera que la guiara la línea imaginaria.

—Ésta vez señalaré al este —musitó para sí misma—. Al este no hay ningún lago, solo hay... salvación.

Bajo el Árbol no había nadie. Agudizó la vista para confirmarlo, pero el descuido le costó un tropiezo con una piedra veinte metros antes de llegar. Cayó con la cara  contra el pantano. De repente se manifestó el precio a pagar por el sobre esfuerzo que había obligado hacer a su cuerpo. El pecho le quería reventar. Trató de levantarse pero sus brazos cedieron, indómitos. Levantó el rostro para respirar, con el mundo dándole vueltas y la vista estropeada, intentando mirar hacia el Árbol. No vio a nadie.

Se mantuvo en esa postura esperando a que se le aclarara la vista, sin perder la esperanza, pero tampoco llegaba nadie, y el sol ya estaba bien alto. Cuando pudo volver a levantarse parecían haber pasado horas.

Caminó pacientemente hacia la colina, donde se recostó a esperar a Clara, o a Sara, o incluso a la chica sin nombre quien no se había presentado tampoco esa mañana. No podía esperar para enviar a Clara a la libertad. El mero pensamiento bastó para animarla. Se limpió el pantano de la cara con la hierba húmeda.

Habían pasado veinte minutos cuando Lucía descubrió la bolsa negra de la que Sara sacara el trozo de pan el día anterior. Todavía quedaba un pedazo bien grande, que no dudó en tragárselo. Agarró hojas del árbol y empezó a partirlas por la mitad para matar el tiempo, mirando hacia la entrada entre la maleza, expectante. Minutos después empezó a sentir sed, y a recordar a los caballos que había perdido, lo que la llevó a
caminar alrededor de la colina creyendo que eso la mantendría lejos de esos pensamientos.

El sol ya estaba por ocultarse pero el reloj de la torre seguía dando las nueve en punto. Lucía estaba acostada, mirándolo, esperando el movimiento del reloj, pero aquello nunca iba a pasar. Tenía lágrimas secas en las mejillas y una cabeza llena de predicciones pesimistas. Aunque ya había tomado una decisión. Se incorporó y señaló al este con el dedo índice de su delgado brazo izquierdo. Estaba a punto de empezar a decir las frases cuando se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era ridículo.

Se preguntó si no tendría la cara de muerta que tanto despreciaba.

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Khram Cuervo Errante

#3
Relato eliminado a petición de su autor.

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Khram Cuervo Errante

El club Anansie

DECLARACIÓN DE COMPROMISO PARA NUEVOS MIEMBROS

Mediante el presente documento yo, ______, con documento de identidad ______, certifico mi ingreso en la asociación de fines particulares CLUB ANANSIE.


1. Renuncio a emprender acciones legales contra el CLUB ANANSIE en concepto de daños psicológicos o físicos, aunque estos puedan suponer lesiones permanentes o mi fallecimiento.

Entiendo que en caso de negligencia la responsabilidad recae sobre su autor material y sus cooperadores necesarios, no sobre el CLUB ANANSIE.


2. Certifico que el CLUB ANANSIE me provee de la información y las herramientas necesarias para combatir las situaciones de riesgo inevitable.


3. Certifico también que el CLUB ANANSIE dispone de procedimientos internos para la exclusión y denuncia de miembros negligentes.


4. Me comprometo a no revelar a nadie la existencia del CLUB ANANSIE sin la autorización expresa de sus coordinadores, ni tampoco la naturaleza de sus actividades.


Firma del concurrente            Firma del coordinador


Düsseldorf, a 14 de Septiembre de 2013





Nadie le había dicho a Paula cuándo sería la primera visita del Club. Formaba parte de su espíritu: podía tener lugar en cualquier momento, en cualquier lugar.

Ya habían pasado dos semanas desde que se aprobó su solicitud, tiempo más que suficiente para localizarla. Ella misma les proporcionó suficientes datos personales: Paula Kaufman, Calle Rohmer 28 3ºE, Düsseldorf – trabajando en el salón de tatuajes Brutal Ink, Avenida Leonhardt 11; y añadió un par de fotografías algo antiguas pertenecientes a sus veintimuchos en vez de sus actuales treinta y dos, antes de que su melena rubia le llegase hasta la cintura. Había optado por aquellas fotos porque por aquel entonces estaba un poco menos rellenita que ahora.

Debían andar cerca. Les había buscado con inquietud entre los extraños con los que se cruzaba. Desconfió de cada mirada que pareciese clavarse en ella en el transporte público, y cuando un coche pasaba demasiados días aparcando cerca de su casa no podía evitar mirar a través de los cristales. No había encontrado ninguna prueba segura de su presencia, aunque sí varios indicios intranquilizadores – en particular, un Opel azul que juraría haber visto tanto en su calle y en la de su madre como en el barrio de su lugar de trabajo. Pero teniendo en cuenta que ella partía desde la clara certeza de que tarde o temprano estarían ahí observándola, le era difícil determinar hasta qué punto eran sospechas razonables  y hasta qué punto se trataba de paranoia.

Tampoco habría esperado verles con facilidad: eran escurridizos como serpientes. Le había llevado un año y dos meses llegar a contactar con ellos, y ni así había llegado a verse nunca con ninguno de los coordinadores.
Paula oyó hablar de ellos por primera vez en internet, en un foro sobre vida nocturna repleto de mensajes de dudosa credibilidad. Un anónimo bajo el nick aeolo877 decía ser un chico de Bremen y relataba –omitiendo todos los detalles comprometedores– una experiencia desde la misma posición en la que ahora se encontraba Paula.
Aun si la historia fuese falsa, la idea arraigó en la imaginación de Paula hasta asentarse. Por muchos días que pasaban se encontraba a sí misma incapaz de dejar de pensar en ella, asustada y fascinada a partes iguales. Su curiosidad no se quedaría tranquila hasta investigar si era real, si era posible...si ella podría participar.

Casi todos los días dedicaba un buen rato a rastrear la web en busca de historias similares. Tres meses más tarde encontró su segunda referencia en el remoto blog de otro chico anónimo que decía ser de Düsseldorf, como ella. Lo relataba con cierta vergüenza por no haber ido bien del todo, pero se culpaba a sí mismo. Decia que no se había preparado psicológicamente lo suficiente.

Durante mucho tiempo estuvo intentando sin éxito contactar con él y con los autores de otras referencias que fue encontrando. Fue laborioso. Todos ellos eran anónimos, probablemente usando cuentas de correo secundarias que no revisaban con frecuencia. La dificultad radicaba más en eso que en su secretismo. Los miembros del Club, por supuesto, querían nuevos miembros para el Club. Pero era complicado reclutarlos sin chocar con la ley.
Un día Paula se encontró con la respuesta de una chica de nick redshanered entre su email:

"Club Anansie.

Es todo lo que me dejan decirte: como comprenderás, te tiene que introducir un miembro que te conozca personalmente. Disculpa que yo no me ofrezca, prefiero mantenerme en el anonimato. Y no puedo ponerte en contacto con otro, no conozco a ningún otro miembro por su nombre.

Suerte."


Una búsqueda exhaustiva llevaba a una web casi en blanco con ese titulo. Sin imágenes, ni formato, ni la más mínima explicación. Sólo un enlace hacia algo que parecía una base de datos. Y no se podía acceder sin contraseña.

Rastrear al propietario de la web resultó imposible, pero al menos Paula tenía ahora un nombre. Llevó la investigación a la calle. Un par de fines de semana al mes los dedicaba a viajar de un lado a otro de Alemania en busca de todas las play parties a las que pudiese asistir. Allí preguntaba por el Club, pero a pocos les sonaba más que como leyenda urbana.
Algunos, no obstante, sí que creían en su existencia. Habían leído u oído algunas de las historias que ella había encontrado, solo que ninguno había sentido curiosidad por ir más allá. Al revelarles que deseaba ser miembro reaccionaban con menos sorpresa y repulsión de la que experimentaron los amigos de Paula al saberlo. Era un alivio: entre sus colegas hubo muy pocos con los que pudiese comentarlo, y casi todos amenazaron con llevarla a un psiquiatra. Sólo cuando estas personas decían ser capaces de comprender su interés, Paula lograba sentirse – quizás erróneamente – algo menos desequilibrada. Una chica en Köln llegó incluso a decirle que la informase si tenía éxito en su búsqueda, por si se animaba también a inscribirse.

El golpe de suerte vino en Berlín, donde la existencia del Club era una leyenda urbana de pleno derecho. Paula conoció a alguien que conocía a alguien que conocía a alguien, y tiró del hilo.
Su intermediario fue un tal Jürgen, un cuarentón moreno con aspecto de ejecutivo frenético. Paula se arregló un poco para la cita con algo de maquillaje, botas altas de cuero y una deliciosa blusa ajustada de color verde hoja; pensaba que podría mejorar sus posibilidades. Lo que consiguió, sin embargo, fue inspirar en aquel tipo un par de miradas de hambre lobuna que la hicieron sentir incómoda.

Se citaron a primera hora de la mañana en una anodina cafetería al este de la ciudad. Jürgen le confirmó que uno de sus mejores amigos era miembro del Club desde hace años. Según decía, podría llegar a ponerla en contacto con los coordinadores; su dilema estaba en si confiar en ella o no.
Técnicamente las actividades del Club no eran ilegales, pero algunos miembros demasiado entusiastas habían llegado a merecerse problemas con la justicia y otros miembros demasiado endebles los habían ocasionado. Por suerte nadie había llegado aún a revelar a la policía el papel mediador del Club, pero los coordinadores temían que alguien lo hiciese algún día. Ocasionaría una batalla judicial que podían ganar, pero con dificultad. Y a costa de una mancha imborrable en la imagen pública de sus miembros tras el aireo de su vida privada.
Así que tenían que asegurarse de que cada nuevo miembro no sería demasiado entusiasta, ni demasiado endeble, ni un policía o detective privado entrometido.

Aunque a Paula siempre la acompañaba algo de inocultable timidez, ella y Jürgen se cayeron bien. Dieron un paseo y hablaron de todo un poco, no solamente del Club. No la juzgó en ningún momento por desear ser miembro, ni le preguntó en cuál de los dos lados quería participar. Ella se lo especificó por si acaso podía suponer un problema para la inscripción, pero Jürgen le explicó que –hasta donde él sabía – cualquier miembro del Club podía solicitar tanto lo uno como lo otro.

–¿Y qué es lo más solicitado?–le preguntó Paula.
–Ni idea. Tendrás que preguntarle a mi amigo.
–¿Me lo vas a presentar, entonces?
–Hmmm...–con una sonrisa, Jürgen frunció los labios fingiendo duda.–No sé yo...

Paula le devolvió la sonrisa y agachó un poco la cabeza.

–¡Vengaaa...!–le animó.
–Bueno, vale. Pero con una condición.
–¿Cuál?
–Que la próxima vez que vengas a Berlín me hagas un hueco para salir a almorzar.

Paula aceptó de buen grado.

Tras terminar su paseo, Jürgen le propuso llamar ya a su amigo para ahorrar trámites y a ella le pareció bien. Se sentaron en un banco cerca del Ernst-Thälmann-Park. Él sacó su móvil y ella se encendió un cigarrillo.

–Erik, estoy con la tal Paula. La veo muy legal, bastante avispada. No parece tener nada raro. Yo le daría el sí, no creo que haya problema. ¿Te pongo con ella?

Jürgen le tendió el móvil. A Paula la recorrió un discreto escalofrío de nerviosismo.

–...Hola.–saludó a quien sea que estuviese al otro lado de la línea, disimulando su agitación.

Le respondió una voz cálida y firme. Parecía ser un hombre de mediana edad.

–¿Qué tal, Paula? Jürgen me acaba de hablar muy bien de ti.
–Bueno...no será para tanto.–contestó sin pensar, y se arrepintió al momento. Su respuesta la hizo sentir vulnerable. Añadió cualquier cosa para disimular.–Él también es majo.
–Claro, ¡por eso es mi amigo!–Erik parecía de buen humor.–Oye, pues si quieres podríamos almorzar los tres el miércoles. Por si con él te sientes más cómoda.

"Más bien al revés", pensó Paula. Por suerte no le hizo falta decirlo en voz alta.

–Pues es que solo estoy aquí este fin de semana. Me voy mañana domingo.
–¡Vaya! Bueno, yo llego a Berlín en tres horas. Por la tarde estaré trabajando, pero tengo una media hora antes de entrar. ¿Te gusta la comida tailandesa?

Tres horas y veinte minutos más tarde, Paula y el tal Erik estaban almorzando en un restaurante asiático bastante genérico cerca del aeropuerto, con sillas, mesas y paredes todas de madera y decorado por cuadros tan floridos como poco originales. Él resultó ser un tipo sorprendentemente normal, un campechano cincuentón rapado y con gafas de montura de cobre.
En lo que Paula más se fijó fue en sus enormes manos, con las uñas bastante largas pero impecablemente limpias. Y sobre la muñeca derecha, semioculta bajo una pulsera de metal, se adivinaba un reciente moratón.

Charlaron con normalidad, bajando un poco la voz de vez en cuando para hablar del Club. Erik le contó sus experiencias, le habló un poco de los otros miembros a los que había conocido y reconoció, con algo de lástima, que había bastantes menos mujeres que hombres.

–¿Puedo hacerle una pregunta?–Paula recordó algo.
–Por supuesto. Y puedes tutearme.
–Pues...¿hay medidas de seguridad? Por si sucede una...emergencia.
–Claro.–Erik levantó la mano izquierda para enseñarle un dispositivo que llevaba pinzado al reloj de pulsera: un pequeño cuadrado de plástico gris algo más grande que una moneda de dos euros.–A todos los miembros nos dan esto. Es un busca con un GPS. Tenemos un amigo en la comisaría de Bremen, le untamos un poco todos los meses. Tiene un programita informático en su ordenador para convertir cualquier señal que le manden estos juguetitos en una alerta policial anónima en la ciudad que sea; tú pulsas este botón y la policía se da por enterada al instante. Aunque si no te fías puedes llevar también algún arma, por si las moscas.

A Paula le costaba imaginarse con una pistola en el bolso, pero no era descabellado. Además, probablemente no necesitaría llegar a usarla más que con fines intimidatorios. Lo complicado era llegar a adquirirla. Puede que un cuchillo fuese suficiente, pensó. Erik se dio cuenta de que quizás había hablado demasiado y trató de quitarle hierro al asunto:

–En cualquier caso...te lo aseguro, dudo que vayas a necesitarla nunca. Las malas visitas son mucho más infrecuentes de lo que podrías esperar.
–¿Se puede solicitar una sola visita?–Paula bajó aun más la voz.
–Por supuesto. Se solicitan de una en una. Puedes participar una sola vez y no volver a pensar en ello jamás.
–¿Y qué se solicita más? ¿Visitar...o ser visitado?
–¿Tú qué crees, Paula?–Erik forzó una pequeña sonrisa. No alcanzó a borrar la expresión grave que le había dejado su pregunta.

A Paula le llegó el contrato por correo al cabo de un mes. Estaba acompañado del GPS y de una larga carta de bienvenida que detallaba todos los procedimientos.

Paula eligió ser visitada.

Habían pasado quince días desde entonces.
Una fiesta de cumpleaños había llevado a Paula a un barrio lejano al norte de la ciudad. Su amiga Melissa había puesto casa y bebidas, y aunque Paula prefirió no beber se pasó la noche desbarrando con sus amigas como si lo hubiese hecho. Pasadas las cuatro de la madrugada y sin autobuses, todas se despidieron y cada una salió hacia una dirección diferente. A Paula le esperaba una media hora de callejeo solitario hasta llegar a casa, pero no le importaba andar. La intranquilidad de saberse observada venía de la mano de una paradójica sensación de seguridad al conocer para qué tenía que estar preparada.
El repiqueteo de sus pasos a lo largo de la acera era lo único en todo el barrio que rompía el asfixiante silencio de la madrugada. No había un alma alrededor. Además, muy pocos vehículos pasarían a esta hora por esta calle de escaso interés con naves industriales a un lado y varios bloques residenciales baratos al otro. El primer y único coche que encontraría se dejó escuchar por su espalda cuando llevaba media calle recorrida; provenía del mismo cruce que ella y conducía en su dirección. Distraída por el ruido del motor, Paula se volvió hacia el coche que se le acercaba.
Reconoció el mismo Opel azul que había estado en su calle, en la de su madre y en su trabajo.

El coche aparcó a su lado. Paula se detuvo un instante por curiosidad y observó que sólo había una persona dentro de él: un hombre de facciones duras, con canas prematuras entre sus cabellos oscuros y la piel muy blanca, quizás sólo unos pocos años mayor que ella. La estaba mirando a los ojos y sus miradas se cruzaron.
El corazón de Paula empezó a latir a toda velocidad. Su reacción instintiva fue darle la espalda y retomar el paso; mientras tanto, él ya se estaba bajando del coche y caminaba en línea recta hacia ella. No intimidaba por su físico –era algo bajito y nada corpulento– pero sí por la brusquedad con la que se movía.

–Eh, tú.

Al llegar a su altura, el hombre tiró de su brazo con fuerza para girarla hacia él. Paula repasó en un segundo todas las caras que recordaba haber visto últimamente y no encontró a este hombre entre ellas. Bastó ese segundo para que él alcanzase su hombro izquierdo con ambas manos. Para tirarla al suelo le dio un agarrón tan violento que hizo crujir su espalda, y ni así fue suficiente. El sentido del equilibrio de Paula le permitió adelantar un pie antes de darse de bruces contra el suelo, pero no la protegió de un segundo agarrón aún más fuerte.

Cayó de boca sobre la acera y sintió algo de sangre resbalar desde su nariz. Él se agazapó sobre su cuerpo con una rodilla contra el suelo. Le costaba mirarla a los ojos tan de cerca: su mirada pasaba sobre su cara como si no tuviese ojos en los que detenerse. Con su mano izquierda sacó de su bolsillo un pañuelo de papel y alargó el brazo hasta su cara para limpiar su sangre, con algo de burla. Con la mano derecha sacó de su cinturón una navaja de mariposa. No la acercó a su piel, pero dejó que marcase la distancia entre su posición y la de ella.

–Calladita.–le ordenó.

Sin bajar la navaja en ningún momento y al mismo tiempo sin mucha pinta de estar dispuesto a usarla, tiró de su cuerpo esperando arrastrarla. Paula acertó a incorporarse, pero no pudo evitar dejarse empujar hasta el callejón. Era un hueco ajardinado entre dos de los bloques residenciales parapetado por altos setos a su alrededor. Los vecinos podrían llegar a escucharla si gritaba alto, pero no sería fácil verles desde una ventana salvo las más altas.

Paula no sabía hasta qué punto debería resistirse. ¿No le volvería más violento? ¿Se esperaba de ella que luchase? ¿Acaso le apetecía continuar con esto? Su cuerpo estaba frío salvo por la adrenalina, que se debía más bien a su instinto de supervivencia. Él se cambió la navaja –ahora cerrada– a la mano izquierda y con la derecha empujó a Paula contra uno de los setos. Recorría su cuerpo con unos ojos hambrientos que recordaron a Paula a los de Jürgen, aunque con una notable diferencia. La suya era una mirada desafiante, de curiosidad; mientras que la de este hombre era impaciente, de posesión. Recordaba haber sido objeto de miradas como esa otras veces. Nunca habían llevado a nada bueno.

Sus pensamientos se reflejaron en su rostro y él pudo entreverlos. Por primera vez desde que se bajó del coche le devolvió la mirada. Más que asustada o entretenida o cualquier otra cosa, a juzgar por su expresión Paula parecía condescendiente con él y eso le hacía sentir incómodo. Intentando marcar su control, el hombre pálido recortó de golpe la distancia entre sus caras hasta distinguirse reflejado en el iris de sus ojos. Paula sintió su respiración sobre su piel y el olor a menta de sus cabellos.

–¿Qué pasa?–desafió a Paula por su distracción.
–...Nada.–ella respondió muy rápido y sólo con un delgado hilo de voz.

Ya a tan poca distancia, él avanzó hasta sus labios. Paula apartó la cabeza con disgusto, dejando que se encontrase con su mejilla. Recibió una bofetada por su insumisión, y la misma mano le agarró la cara para que esta vez no pudiese escapar. Se encontró con un beso grande que se forzaba a sí mismo a hacerse pequeño, como si tratase de no ser todo lo brutal que le apetecía. A ella no le salía responder con sus labios.
Las manos del hombre pálido estaban calientes. Atravesaron su melena rubia hasta llegar a su cuello, y luego se colaron bajo su blusa abriendo botones por el camino en busca de su sostén. Lo apartaron por la fuerza y se quedaron acariciando sus pechos mientras le mordía el cuello.

Paula se sentía en una montaña rusa en la que, sí, ella había solicitado montarse, pero no por ello se hacía menos estremecedora. El nudo en el estómago y la fragilidad que sentía al verse en un lugar tan público le daban a todo una sensación de irrealidad que la tenía en una nube. Sus manos no sabían adónde ir, si replegarse tras su espalda o agarrarse al hombre al que en realidad no tenía ganas de tocar. Optó por esto último porque el seto sobre el que estaba apoyada tenía algunas ramitas puntiagudas que la incomodaban al apoyar las manos. Posó sus manos sobre la espalda del hombre sin la menor intención de acariciarle, sólo para tener algo a lo que agarrarse; el seto era blando y se sentía inestable.

Las manos pálidas bajaron por su vientre llevándose algunos botones más por delante. Él parecía más abstraído que juguetón, con aspecto de que lo que estaba haciendo le requería mucha concentración. Sus dedos terminaron abriéndose paso por su pantalón, desabotonándolo y dejándolo caer al suelo. Se deslizaron más allá de sus muslos sin apartar su ropa interior. Acariciaban su piel, que allí parecía más suave que en el resto de su cuerpo. Recorrieron sus labios muy despacio de arriba a abajo, de una comisura a otra, y luego en el sentido contrario. No los encontró del todo húmedos, pero sí lo suficiente como para poder deslizarse con suavidad.

La respiración de Paula se volvió más fuerte, y sentir sus piernas desnudas multiplicó su miedo a que alguien pasase andando por el hueco del callejón y les viese. Él apartó su cabeza cansado de besar y morder para poder ver –y admirar– el cuerpo de ella mientras la tocaba. Su mano izquierda estaba guardando la navaja en el bolsillo para poder bajarse la cremallera. Ahora que él había alejado su cabeza, Paula podía volver a mirarle a la cara y lo hizo, por curiosidad. Todavía parecía ensimismado, como si no quisiese ver que ella también estaba allí, e incluso reaccionó con algo de molestia cuando se encontró con sus ojos. A ella se le hacía desalentador verle así. Y por si fuera poco, cuando empezó a tocarse observó en él que permanecía flácido, muy flácido. Tanto que si a estas alturas todavía seguía así, parecía poco probable que fuese a llegar a levantarse.

Instintivamente y con algo parecido a lástima, las manos de Paula iban a bajar desde su espalda hasta su muslo para tratar de ayudar. Fue una acción que hizo sin pensar; estaba acostumbrada a ello tras haberse visto antes en esa situación. Él reconoció sus intenciones al instante y encontró en ellas la misma condescendencia que había observado antes. Le cortó el movimiento de un manotazo antes de que llegase hasta él.

–No.–el hombre pálido trató de sonar amenazador, pero pareció más bien un berrinche.

Sus manos no llegaron a tener más efecto sobre sí mismo del que estaban teniendo sobre Paula. Ella le sostuvo la mirada desafiante, percibiendo que le incomodaba y disfrutando con ello. A él no le hizo ninguna gracia.

–No me mires así.–trató de castigar a Paula con otra bofetada, pero no le salió muy fuerte. Su mano se quedó a medio gas por el camino.

Para distraerla, dos dedos volvieron bajo su ropa interior y se introdujeron en su interior. Paula no pudo reprimir un gemido, aunque más de sorpresa que de excitación. Se revolvió un poco para acomodarse y casi llegó a disfrutar del vaivén de su mano. Le resultaba más fácil ahora que se sentía más segura al percibirse con poder sobre él.

Pero mientras tanto, él con su mano izquierda continuaba tratando de desbloquearse a sí mismo sin éxito.

Permanecieron así durante un rato más hasta que la realidad resultó demasiado obvia. El hombre pálido apartó su mano de ella, dio un paso atrás para desaprisionarla y se subió la cremallera.

–Mariposa.–pronunció.

Paula se quedó con la boca abierta. Es lo último que se habría esperado que sucediese.

–¿...Qué?
–Si tú puedes decirlo yo también, ¿no? Mariposa.–repitió con resignación la palabra de seguridad.
–...Oh.

Ella no tenía ni idea de cómo reaccionar.

–...Claro, de acuerdo.–asintió con algo de timidez.

Se recompuso como pudo y recogió su pantalón del suelo para volvérselo a poner. No pudo evitar preguntarse si habría hecho ella algo mal; la lógica parecía decir que no. Le notó a él avergonzado y frustrado, con la mirada perdida. Definitivamente debía ser una persona muy diferente de la que había intentado ser esta noche.

–Lo siento, es que es mi primera visita. –se excusó él, sintiéndose observado por su mirada.– Y tú no te has dado cuenta, pero...tienes ahí...

Extrajo de su bolsillo un pañuelo como el que había sacado antes y estiró el brazo hasta Paula para limpiar algo de sangre que le había vuelto a salir de la nariz. Fue con la primera bofetada. La sangre estaba a punto de resbalar hasta sus labios.

Paula sintió que la miraba en busca de comprensión, sintiendo haber fallado. Sus ojos ya no eran hambrientos, ni siquiera intensos; sólo marrones y nada más.

–Me distraía. Me da demasiado reparo llegar a hacerte daño de verdad.

Halagada, ella forzó una sonrisa y trató de contestar con amabilidad.

–Primero, no tienes que pedirme disculpas. Si tú necesitabas parar, pues parábamos y no tiene nada de malo.–Paula se imaginaba perfectamente cómo se sentiría.–Y sobre lo del daño...si me hubieras llegado a molestar, yo también te habría parado.
–Da igual. Para entonces ya te habría dado algún mal golpe.
–Bueno, pues...eso...es cosa mía.–le recordó Paula.–Yo me arriesgo a eso porque quiero, porque me gusta. No necesito que te reprimas.
–Ya, pero...no sé yo.

Pasearon de vuelta hasta su coche. El chico no parecía dejar de darle vueltas a la cabeza.

–Mira...¿cómo te llamas?–Paula sabía que él debía conocer su nombre desde hace días. Lo justo sería preguntar por el suyo.
–Conrad.–su voz natural era bastante más cálida.
–Vale. Pues mira, Conrad. Tú...no eres un violador. Si lo fueras, estarías haciendo esto de verdad y no a través del Club.

Conrad se asomó por un momento a su propio abismo. Miró a Paula a los ojos, y ella le reconoció algo asustado de sí mismo.

–¿Y si es sólo un escalón anterior?–le preguntó Conrad.

Paula conocía perfectamente sus dudas.

–No creo. Mira cómo te ha salido tu primer intento. No es que sea impensable, pero...te preocupas por qué está bien y qué está mal.
–Pero yo he disfrutado haciéndote daño, Paula.–reconoció.–¿Por qué crees que traía los pañuelos? Sabía que no iba a poder evitar hacerte sangre. Y que una parte de mí iba a disfrutar haciéndotela. Si hubiésemos seguido...esa parte de mí habría disfrutado haciéndote más daño.
–¿Y qué? Yo...

Al verse a punto de confesar, Paula se sintió mucho más vulnerable de lo que se había sentido con los pantalones bajados en el callejón. Sus labios no querían terminar de decir la frase, pero tampoco podía olvidar que este chico estaba haciendo un esfuerzo por sincerarse con ella. Se merecía recibir lo mismo.

–Yo disfruto recibiendo daño.

Conrad disimuló su sorpresa. Sabiendo que se ofrecía voluntariamente a esto, se lo esperaba; pero no por ello le chocaba menos escucharla reconocerlo. Estando en el extremo opuesto, no lograba comprenderlo.

–¿...Cómo, Paula? ¿Cómo es posible?
–Hay muchas formas de hacer daño, Conrad. Y cuando recibo daño, yo...me odio un poco menos por mis impulsos de hacer daño a los demás.

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