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Comunidad CientoSeis => Literatura => Proyecto Bardha => Mensaje iniciado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:15

Título: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:15
Prefacio

Un relato es un concepto finito. Tiene una introducción, presentación de personajes, nudo, desenlace, etc, y final. Debe ser cerrado.
No obstante, la Historia es un concepto infinito, abierto, lleno de historias paralelas y secuenciales. Por tanto, siempre se pierde algo al narrar la Historia.

Particularmente, la historia de los goganu es realmente larga e intrincada, pues sucesos y personajes de unas eras afectan determinantemente las eras futuras, quizás más de lo que estamos acostumbrados. Empiece por donde empiece siempre podría empezar antes. Así pues, he tenido que afrontar la dificultosa tarea de marcar un comienzo, al menos para esta serie de relatos. Leéis bien, serie, pues los hechos a narrar son tan variados que no pueden ser recogidos en un solo relato.



Aparición de los humanos en Elyamabor: Año 710 d.f.A (-405 Avadur)

RELATO I: LA BÚSQUEDA

Introducción:
Año: 980 d.f.A (-135 Avadur)

   El camino estaba lleno de baches, hasta el punto de que en varias ocasiones las ruedas del carruaje se habían salido de salido de sus ejes. Seguramente un fesfo habría perdonado aquellas incomodidades al verlas compensadas por el magnífico espectáculo natural que ofrecía el paisaje. La tierra estaba totalmente oculta por una superficie de hierba fuerte y flexible, que se mostraba lozana gracias al clima húmedo y lluvioso del lugar. Los árboles eran esbeltos y sanos, de profundas raíces y elevadas ramas. Pequeños matojos, matas y arbustos se encargaban de evitar que se viera la parte más mínima de suelo desnudo. Aquél bosque no había sufrido un incendio en siglos, lo que lo convertía en una auténtica rareza. A ello quizás se debiera lo apartado que se encontraba y el difícil acceso que había a él. Se situaba casi diríase que parapetado entre varias montañas que brotaban como al azar pero que, casualmente, conformaban una espléndida defensa para el valle que dormía entre ellas.
   Todo aquello, como quedó dicho, habría hecho las delicias de cualquier fesfo digno de su raza. No obstante, ningún miembro de la comitiva era fesfo. Se trataba de la raza a la que más indiferencia le producían los bosques, con lo que todo aquél verdor, aquella fortaleza natural, aquella explosión de colores de las flores y su aroma no quedó grabado en la memoria de ninguno de ellos.

   La gran carroza parecía la imitación a muy pequeña escala de una montaña. Tenía unas amplias faldas, desde las que se iba estrechando uniformemente hasta llegar a una cima coloreada de blanco como la nieve. De ella tiraban cuatro bestias en las que merece la pena centrar la atención.
   Su cabeza era grande y cubierta de una fina pelusa parda. De ella salía una nariz rosada, justo encima de una boca grande llena de dientes diminutos y afilados. Sus bigotes eran largos y finos, sensibles a cualquier cosa que los rozara, o simplemente removiera el aire a su alrededor. Sus ojos eran pequeños, pero inteligentes. La cabeza estaba firmemente asentada en un torso ancho y musculoso. Las patas eran eran cortas y fuertes, terminadas en largas pero aparentemente inofensivas garras. Era una criatura que parecía más diseñada para cavar que para correr.
   Sobre estas extrañas criaturas montaban unos sujetos pequeños. Los jinetes llevaban prendas largas, seguramente procedentes de un animal. Hablaban entre sí en susurros, como tratando de no despertar a quien iba en la montaña-carroza.
   Turumirut iba en la bestia más a la derecha. Tenía una barba negra bien recortada y una complexión robusta. Iba ataviado con una cota de malla sobre prendas pardas, y llevaba una interesante hacha pequeña colgada del cinto. Iba diciendo:
   -Este sitio es siniestro. ¿Qué opinas tú, Hakimutami?
   El interpelado era su compañero del animal de al lado, un individuo corpulento algo entrado en años, de barba castaña descuidada y un ligero sobrepeso.
   -Nunca había visto un valle tan ancho, Turumirut. Te aseguro que tengo la piel de gallina, y eso que yo he estado en lugares donde nadie más ha estado.
   -¿Estamos muy lejos de la montaña puntiaguda? -preguntó el jinete de la bestia siguiente, penúltima de la izquierda. Se trataba de un joven alto de mirada habitualmente perdida y bastantes granos en la cara. Turumirut le había conocido el día de la partida. Se llamaba Munkuhautat, aunque le gustaba que le llamara Haut.
   -Aún nos quedan dos días para llegar. Y más nos vale darnos prisa. Su Majestad -dijo Hakimutami, señalando hacia atrás, al carro del que tiraban sus bestias- está de un humor de mil demonios.
   -Ten más respeto -amonestó Turumirut-. Además, habla bajo, no sea que despierte.
   -Envidio a los otros -replicó-. Se han adelantado tanto que no pueden oír los berrinches de Su Majestad.
   -Calla. Como te escuche te encerrará en una planicie hasta el fin de tus días. Y si no lo hace su Majestad, lo haré yo, como no pares.
   -Lo mejor será apresurarnos. ¡Arre, urúa!

   Hakimutami tiró de las riendas, y la bestia aceleró precipitadamente. La montaña-carroza sufrió un ligero bamboleo mientras los otros animales se acompasaban a la velocidad de su hermano. Los jinetes contuvieron el aliento unos segundos, esperando oír una alterada amonestación desde dentro. Por suerte, Su Majestad parecía tener el sueño pesado.
   El cuarto jinete, que iba más a la izquierda, era un joven mudo que en ese momento hacía un gesto negativo con la cabeza mirando a Hakimutami. Su verdadero nombre, así como su origen, eran un misterio, de modo que simplemente le llamaban mudito. Sólo el explorador podía rivalizar con mudito en parquedad de palabras, con la desventaja de que el explorador no era mudo.

   Avanzaron por el camino, si es que se podía llamar así, durante unas horas más hasta que llegaron a un río donde les esperaba el resto de la comitiva. Allí había unas treinta personas, con sus animales. También había tres montaña-carrozas más, aunque no tan grandes como la que llevaban Turumirut y sus compañeros. Todos se habían detenido frente al río y simplemente estaban parados esperando, mirando las aguas ensimismados.
   Quizás un warfo hubiera encontrado cierto placer en el canto de aquella corriente de agua cristalina. Quizás sus pupilas se habrían dilatado con aquella visión, y con la de los peces vigorosos nadando ya fuera con o contra la corriente. Para el warfo hubiera sido una visión para el recuerdo.
   No obstante aquellos extraños y pequeños jinetes no se llenaban el corazón con aquella visión, ni con la agradable humedad que entraba en sus pulmones y  por todos los poros de su piel. Ellos más bien la miraban con temor.
   Entre los presentes sonaban varias voces, y se podían escuchar algunas conversaciones.
   -Mira, un río. ¡Qué miedo!
   -Vamos, vamos. Sabíamos que este momento llegaría.
   -Pero, ¿Qué hacemos ahora? Nos damos la vuelta, ¿no?
   -A mí nadie me dijo que había un río en el camino- decía un personaje larguirucho de ropas delicadas y aspecto altanero-. Yo no pienso cruzarlo, ¿y si me ahogara?
   Desde lo alto de su montura, Hakimutami le respondió con sarcasmo:
   -Nadie dice que lo tengamos que cruzar a nado, senescal.

   El senescal le miró. Tenía los ojos afilados y la boca en una mueca de perpetuo desprecio. Se encontraba en medio de la comitiva. A su izquierda estaba la señora Haaba, junto con las doncellas Lilé, Suidé y Abindé. Turumirut creía que cada una era más tonta que la anterior. Lilé tenía cierta gracia infantil, que la disculpaba ligeramente de sus inmaduros comentarios. Suidé, por el contrario, tenía un lenguaje pícaro y erótico que se guardaba mucho de pronunciar cerca de Su Majestad. Abindé era reservada y poco agraciada por sus formas escasamente desarrolladas. Lilé era la que había mencionado su miedo al mirar el río. Ahora estaba señalando unos peces que saltaban. Abindé estaba a su lado con la boca abierta.
   Cerca de ellas había tres chicos de su misma edad. Naubu, Saigu y Tutmat eran hermanos, y hacían de cazadores, leñadores y cualquier cosa que se precisara de ellos. Eran muy voluntariosos pero algo cortos de entendederas. En varias ocasiones Turumirut había tratado de enseñarles a leer, apiadándose de la ignorancia de los muchachos. Sin embargo, siempre que parecían haber aprendido algo conseguían olvidarlo al día siguiente.
   Al lado de los hermanos estaba el pequeño regimiento que Su Majestad había creído oportuno traer. El capitán Mikandum, padre también de Suidé, gobernaba a sus diez hombre como si se tratase de una legión completa. Era un hombre inaccesible y frío, de gran tenacidad y fortaleza física y mental. No obstante, el capitán y sus diez hombres -Turumirut no había tratado de memorizar sus nombres, pues eran todos prácticamente iguales- miraban las aguas embravecidas del río con recelo.
   Cerca había tres diplomáticos y cuatro cortesanas cuyos nombres Turumirut tampoco tenía ganas de recordar. Sentados en el suelo había seis humanos cabizbajos. A las damas de la corte siempre les gustaba tener humanos cerca, pues se les podía dar órdenes sin oír rechistar. Estos humanos no estaban encadenados puesto que habían sido adiestrados desde pequeños para servir, y sólo sabían hacer eso. Turumirut echó en falta las figuras de los dos médicos. Uno de ellos, Iuskutami, era un anciano que había gozado de gran renombre en su profesión hacía cincuenta años. Ahora era sólo un viejo decrépito que había sido seleccionado únicamente por la simpatía que despertaba en la corte, dado que había atendido en su infancia a la mitad de los cortesanos. El otro médico era Kaikare, una mujer delgada de mediana edad algo obsesionada por la higiene que había sido discípula de Iuskutami.

   Los jinetes que llevaban la montaña-carroza de Su Majestad se apearon de sus monturas y se acercaron al grupo. Al verlos, muchos otros se apearon también. Por lo visto, la visión de tanta agua corriente les había entumecido el cerebro y se habían quedado allí parados nadie sabe cuantas horas.
   Turumirut habló:
   -Vamos, señores. Tranquilidad ante todo. Debemos esperar a que llegue el viejo.
   -¿Y si, mientras esperamos, comemos algo? -preguntó una mujer regordeta de mediana edad con una diadema dorada adornando su frente. Turumirut no alcanzó a recordar su nombre, pero sí recordó que era una de las cortesanas, seguramente viuda de algún noble. Ella era la responsable del tamaño de la comitiva. Inicialmente iban a haber ido quince personas, número que a la mujer pareció poco digno, y fue añadiendo gente, curiosamente amigos, familiares y siervos suyos.

   Ante la propuesta, muchos se dirigieron a una de las carrozas, custodiada por un cocinero muy pequeño y feo. Su mandíbula cuadrada sobresalía más de lo habitual, dándole aspecto de bruto, cosa que sus ojos cejijuntos no ayudaban a paliar. Su voz era sorprendentemente armoniosa para un individuo de su apariencia:
   -No es hora de comer.
   -Venga, Iza, no te cuesta nada -rogó la mujer gorda. Turumirut empezaba a cansarse.
   -Hay un horario de comidas. Además, últimamente ha desaparecido algo de comida. Sospecho que alguien roba por las noches.
   La mujer gorda se calló. Turumirut estaba sorprendido. Se acercó a Iza y le preguntó en voz baja:
   -¿Ella roba comida?
   -No. Pero por su aspecto nadie creería en su inocencia si la acusara de ello. Y lo sabe.
   La mujer no volvió a hablar en el resto del día.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:15
Wind_master

Es una sorpresa encontrar ciertas trazas de humor en un relato sobre de Bardha. Eso de que a los goganu les perturbe tanto cruzar un río creo que ha sido un buen punto, a parte de lo pintoresco de los personajes.

Vamos a ver como se desarrolla la historia.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:15
   Aquello avivó los comentarios, que comenzaron a aumentar de intensidad. Todos querían hablar a la vez siguiendo la primitiva costumbre de que quien hablaba más alto tenía razón. En medio de aquél barullo habló Hakimutami, con una expresión facial que indicaba que estaba preso de la alarma:
   -Escuchad eso- dijo. Todos se quedaron en silencio. Luego, comenzaron a girar la cabeza a todas partes para ver si oían algo.
   A lo lejos, por encima del canto del agua, se oía un rumor inconexo. Hakimutami se había llevado la mano al cinto, donde llevaba una espada corta, como por instinto.
   -¿Qué puede ser?-preguntó alguien.
   -Será mejor que alguien investigue-dijo Turumirut. Luego, dirigiéndose a un joven que no se había apeado de su montura, pidió-. Riusaidat, ¿puedes echar un vistazo?
   El joven asintió en silencio y, tras una suave indicación a su urúa, se alejó de allí.

   Riusaidat se sentía libre, de nuevo, alejado de las palabras y las personas, solo con su animal explorando un territorio desconocido. Tenía esa sensación cada vez que le mandaban a realizar su cometido, la exploración del terreno. Al contrario que los otros, pudo disfrutar del paisaje solitario donde sólo las plantas eran testigos de su paso y nadie le pedía explicaciones. Sintió la energía que su urúa de carreras le transmitía a través de las riendas, y quiso ser libre.

   Luego, se concentró en su labor. El sonido le guió corriente abajo, donde las aguas eran más tranquilas y el río se ensanchaba. A lo lejos pudo ver diminutos puntitos que se movían y avanzaban hacia él. Se ocultó tras árboles y cambios de rasante para cercionarse de lo que veía. A una distancia de más de un kilómetro había un grupo de gente, como ellos, desconcertados ante el río. Y, como ellos, traían consigo algunas carrozas, no tan ostentosas como las montañas-carroza, sino redondeadas por la parte de arriba, lo que recibía el nombre de colina-carroza.
   Riusaidat comenzó a contar y memorizar. Tres colina-carrozas, veinte personas, ocho de ellas armadas. El estandarte que llevaba una de las carrozas mostraba tres círculos dispuestos a la misma distancia unos de otros. Era una marca desconocida para el explorador, muy diferente del tipo de estandartes del sur.
   Al cabo de unos segundos, su vista se agudizó lo suficiente para ver escenas concretas. Los que no llevaban armas eran gente de avanzada edad, hombres y mujeres. Todos miraban a uno en especial, que debía de ser su jefe. Era de mediana edad. Tenía la barba recogida en una larga trenza, y parecía cojear del pie derecho. La conversación se había vuelto audible por la proximidad, además de que el jefe empleaba el método de hablar alto para demostrar su autoridad. Su voz era clara y poderosa, acostumbrada a dar órdenes:
   -Necesitamos avanzar -decía-. Construiremos un puente si es preciso.
   -Majestad- Riusaidat creyó haber oído que decía uno de ellos-, vayamos río abajo, tiene que haber un asentamiento fesfo cerca.

   La conversación siguió por otros derroteros. Al cabo de unos minutos decidió que ya había visto y oído suficiente.

   A su regreso al punto donde se había detenido la comitiva contó todo lo que había visto con el menor número de palabras posible. Siguió sin apearse de su montura.
   -¿Qué significa eso? -preguntó el senescal.
   -Esperemos a que llegue el viejo para hacer cualquier cosa -dijo Turumirut.
   -El viejo, el viejo- murmuró el senescal -. Siempre lo mismo.
   -Su Majestad confía en él, y yo confío en el buen juicio de Su Majestad.
   -¿Por qué no despertamos a Su Majestad? -preguntó Hakimutami-. Será más rápido que esperar al viejo.

   Una voz sonó detrás de ellos:
   -Su majestad ya está despierta.

   Había hablado una mujer robusta y madura, aunque todavía hermosa. Vestía una sencilla túnica bajo su manto de piel de oso. Tenía el pelo castaño y recogido en una ancha trenza. Los rasgos de Su Majestad eran austeros y poderosos, como tallados en roca.
   -Mi reina- susurró Turumirut.
   Hakimutami intentó arrodillarse inmediatamente, y sólo un gesto de su monarca se lo impidió.
   -Mi buen vasallo- dijo ella-. Esperar al anciano sería perder demasiado tiempo. Hay que encontrar una forma de cruzar. Buscad un puente o construidlo. ¿No habéis encontrado a nadie que viva por esta zona para preguntarle?
   -No hemos visto ningún asentamiento, Majestad, pero el explorador ha localizado un grupo de gente viniendo hacia nosotros.
   -¿Pueden ser peligrosos? -preguntó la reina, manteniendo el dominio sobre sus emociones.
   -No es probable. Ellos traían carrozas, como nosotros, y muchos de sus integrantes eran de avanzada edad.
   -Entonces estoy segura de que vienen a lo mismo que nosotros. ¿Estás seguro de que son de nuestra raza?
   -Riusaidat así lo afirmó.
   -Entonces estemos tranquilos. El aire libre es el lugar menos propicio para que la gente de nuestro tipo se dé al vandalismo, y menos a la guerra.
   -Majestad- intervino el senescal-. Si lo precisáis, yo mismo me adelantaré para dar la bienvenida a nuestros hermanos.
   -No hay que pasarse, Zutaimut-dijo la reina-. Por más que sus intenciones no sean hostiles, no debemos olvidar que estamos en tierras extranjeras. Los conflictos entre norte y sur no han terminado y sería degradante mostrar tanta pleitesía- después, tras una ligera reflexión, añadió-. Me resulta extraño que no haya nadie por la zona. Alguien tendrá que vivir aquí y saber dónde está el puente.
   -Me temo que esta tierra está vacía- dijo el senescal Zutaimut-, seguramente por los sucesos que todos conocemos.

   La expresión de la reina cobró un signo de temor:
   -¿Creéis que nos encontramos en peligro ahora?
   -Nadie está a salvo en Bardha...- dijo el senescal.
   -...salvo bajo una gran montaña -terminó Turumirut, casi inconscientemente, la frase popular.
   -Si al menos eso último fuera cierto -suspiró la reina. Después se se alejó hacia la carroza.

   Turumirut se dirigió al centro de la comitiva. Allí, un diplomático de avanzada edad instruía a los demás:
   -Hemos recorrido, aproximadamente, ochocientas millas desde que salimos de Muhenbarat. El río que nos bloquea el paso no es otro que el Argra, uno de los más largos del mundo. ¡Ya os dije que lo cruzáramos en el paso de Minrisha, cuando sólo era un arroyo! Pero os negasteis.
   -El puente parecía poco seguro -dijo alguien.
   -¿Y ahora? -dijo el diplomático señalando al río-, ¿crees que el puente es suficientemente seguro?

   -Escuchadme -dijo Turumirut-. Debemos encontrar un puente. Su Majestad ha insinuado que en caso de no encontrarlo, deberíamos construir uno. No sé los demás, pero yo no tengo costumbre de construir puentes, ni ganas de aprender.
   -Pero, Turumirut -dijo sorprendido el diplomático-. Manda al explorador, que para eso está.
   -Mi señor Nawat, el tiempo apremia. Debemos buscar más deprisa de lo que puede hacerlo una sola persona. Yo mismo iré a explorar si es preciso.

   Riusaidat, que seguía sobre su urúa, había escuchado lo que se esperaba de él y no había perdido tiempo en prepararse para partir. Se despidió del grupo con una especie de gruñido, sólo para dejar constancia de que se iba a cumplir su tarea.

   -Riusaidat es tan callado -suspiró Lilé al verle galopar con el viento agitando su cabello.
   -Ojalá yo fuera su montura -murmuró Suidé pícaramente.

   Había comenzado a soplar una fuerte brisa. Un issfo quedaría de inmediato prendado por ese tipo de viento. Hubiera podido saber a través de su suave beso en el rostro que procedía de las altas cumbres de montañas lejanas. Así se lo indicaban su frescor y esencia, tan vital que se podía decir de ella que satisfacía el alma.
   Un issfo hubiera olvidado las penalidades de un viaje largo y difícil por la oportunidad de sentir el suave empuje de la brisa lozana que limpiaba y purificaba sus pulmones. Hubiera dado nombre, seguramente, a aquel viento, y lo hubiera catalogado, alcanzando a averiguar su genealogía más antigua, pues los vientos no tienen secretos para los issfos.
   Pero aquellas criaturas al borde del río no se sentían besadas por la brisa, sino azotadas. No disfrutaban de ella, sino que la sufrían. Corrieron a guarecerse tras sus carrozas para evitar la desagradable sensación de empuje.

   Dentro de su carruaje, la reina estaba cabizbaja. En una mano sostenía un collar de diamantes pulidos de forma tan exquisita que devolvían aumentada la luz que caía sobre ellos. Pero ella no lo sostenía como lo haría otro. No trataba de sentirse orgullosa poseedora de una joya de semejante valor. Al contrario, aquel objeto sólo le traía melancolía. Miró a través de una lupa uno de los diamantes. Allí había un nombre grabado: "Marviné".
   Entonces se llevó el collar al corazón y susurró el nombre del artista, mientras una lágrima solitaria se desplazaba por su mejilla. El nombre quedó silenciado por el ruido del viento.

   El súbito viento pilló desprevenido a Riusaidat. Miles de hojas, arrancadas violentamente de sus ramas, caían contra él con fuerza mientras el cielo se oscurecía y el ambiente comenzaba a humedecerse. El frío se volvió más penetrante y, de algún modo, todos los olores se amplificaron. La resina y las fragancias florales nunca soñaron con atrapar de tal forma la conciencia de Riusaidat ni de nadie de su raza.
   Pero a Riusaidat, al contrario de lo que cabría prever, aquello le daba fuerzas. Le encantaba todo aquello que debería disgustarle. Aquél viaje había sido lo mejor que le había ocurrido en la vida. De repente experimentó una sensación de júbilo que nunca creyó llegar a alcanzar, y rió como no había reído en años, con un sonido alegre y esperanzado. Allí, a galope sobre su propio urúa, era verdaderamente libre. Lejos de todos los ojos que le habían observado con aire crítico se sentía vivo y lleno de energía. Acarició la idea de galopar más lejos, más allá del horizonte, y no volver jamás. Encontraría quizás una tierra nueva e inexplorada, ansiosa de que alguien la habitara y le pusiera nombre. O quizás llegaría a un poblado donde podría empezar todo de nuevo.
   Las aguas del río se habían vuelto turbulentas, formando remolinos y espuma como acompañando su renovada vitalidad. Del cielo cayeron algunas gotas que humedecieron su piel. Miró arriba y descubrió que las nubes negras y densas ya habían cubierto el Sol. Agradeció la luz difuminada que le regalaba la incipiente lluvia.
   El terreno era cada vez más irregular, y se veía surcado por pequeños flujos de agua producidos más arriba por la lluvia, que comenzaba a anticipar una intensidad desconocida para el jinete. El urúa se estaba portando perfectamente. Era una criatura con una gran resistencia a la humedad y al frío. Sólo ante repentinas corrientes de aire frío lanzaba algún débil quejido. Riusaidat sabía que otras razas daban nombre a sus monturas, de modo que decidió probar a hacerlo él mismo. Mientras galopaba, oteando la lejanía en busca de algún puente, habló con su animal.
   -¿Qué nombre te gustaría?
   -...
   -Ya sé que no nos conocemos mucho. Aunque, en realidad, llevamos juntos todo el viaje, lo que debería bastar para  conocernos. ¿Te gustaría llamarte "Sombra galopante"?
   El urúa gimió con un deje de disgusto. Riusaidat se apresuró a rectificar.
   -Vale, no soy muy bueno inventando nombres. ¿Qué tal "rayo", o "lluvia", "Gemido"...? ¿Te gusta Céfiro? Es el nombre de un viento, ¿sabes?
   El urúa parecía ponerse nervioso por momentos. Era obvio que estaba oliendo algo, y miraba de izquiera a derecha rápidamente.
   -Pero, ¿qué te pasa? -murmuró el jinete.
   -Creo que Céfiro está muy bien.

   Riusaidat quedó petrificado, mirando su urúa con desconfianza. Éste parecía tranquilo, galopando normalmente, como si la cosa no fuera con él. Riusaidat le preguntó:
   -¿Has... has hablado?
   -A tu derecha.
   La voz era la misma de antes, y ahora la percibió mejor. Era una voz madura, muy controlada y profunda. Parecía el producto de una intensa educación y una gran elegancia natural. Además, como le había indicado, venía de la derecha. Riusaidat miró con cuidado. Allí sólo había árboles, o eso parecía. Aguzando la vista, a la vez que se acostumbraba a la vertiginosa sucesión de troncos, logró ver algo, como una silueta, que se desplazaba tras aquella cortina de madera. La silueta le siguió hablando.
   -Riusaidat Muhenkiri. Nunca te había oído hablar hasta ahora, y me sorprendes conversando con un animal. Dime ¿me reconoces?
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:17
Wind_master

Grandes guiños tiene este relato, como los comentarios picantes de la sirvienta o lo de la carroza-colina, que me han arrancando alguna sonrisa. También ese refrán popular sobre vivir debajo de una gran montaña, hace que todo el relato se vea más humano.

Buen trabajo, Master.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:17
Khram Cuervo Errante 

Veo que los goganu van cogiendo cuerpo. Enhorabuena.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:17
   Zutaimut estaba sentado en una de las montaña-carrozas resguardado de la lluvia, apretujado junto a otros diez que habían tenido la misma idea que él. Otros habían corrido a otras carrozas, y sólo los seis humanos seguían bajo la lluvia, puesto que las damas de la nobleza habían insistido en que morirían si tenían que soportar el olor de los individuos de esa raza tan de cerca. Precisamente una de las cortesanas estaba quejándose en ese momento:
   -Sabía que se nos olvidaba algo. Un sastre. Llevamos ochocientas millas de viaje, y yo ya me he cansado de los diez vestidos que traje. Además, algunos ya no están en tan buenas condiciones como cuando partimos.
   -Eso es normal, mi señora -dijo Hakimutami con desparpajo-. Esto no es una excursión campestre. Además, de poco le iba a servir un sastre sin tejido que coser.
   -Le advierto que como no modere sus modales irá a hacer compañía a esos seis.
   -¿Quién me va a obligar?
   La dama hizo un aspaviento, que sin duda debió de ser muy educado, al dirigir su mirada a otro lugar. Hakimutami suspiró:
   -Daría lo que fuera por algo de cerveza. Me pregunto cómo lo estará pasando Turumirut ahí fuera bajo la lluvia. Desde luego, esto es tener mala suerte.
   -Y que lo digas -dijo Zutaimut-. Esto es mucho peor que la meseta de la semana pasada. ¿Recuerdas? Llevamos sin entrar en una cueva, ¿cuánto tiempo?
   -¿Mil años? -suspiró Hakimutami.
   -No. Un mes, quizás. El centro de este continente no tiene suficientes cuevas. Habría que pedir a alguien que construyera unas cuantas.
   -¿Te acuerdas de hace tres semanas, cuando nos equivocamos de ruta? -dijo Hakimutami algo divertido-. Tardamos tres días en darnos cuenta.
   Algunos más se rieron. Era una forma de olvidar la lluvia. Zutaimut, en el mismo tono alegre, dijo:
   -De no ser por ese error, no tendríamos que cruzar este río.
   La risa se contagiaba, y muchos encontraron divertido el comentario hasta la carcajada. Zutaimut continuó:
   -Y no sabéis lo mejor -se tomó un tiempo para respirar entre carcajadas-. Fui yo quien se equivocó de ruta y le pasé malas instrucciones a la avanzadilla. No me había atrevido a decirlo en todo este tiempo.

   Riusaidat encontró las carrozas como se las había encontrado. Los urúa estaban bastante incómodos bajo la lluvia, aunque se dijo que en realidad él también debería estarlo, pues se había calado hasta las cejas. Tras los pasos de su urúa, a una distancia considerable, se oían otros pasos más silenciosos. Mientras avanzaba contó, además de las monturas, siete figuras empapadas refugiadas bajo la mala protección de un árbol. Este número le sorprendió. Le era fácil presuponer que seis de ellas eran los humanos que habían traído, o eso le indicaba la estatura de sus siluetas. Pero, ¿quién sería el séptimo?
   La séptima figura pareció verle puesto que saludó con fuerza, tras lo cuál se llevó las manos a la cara y estornudó. Al llegar junto a él, Riusaidat al fin le identificó:
   -Zutaimut -dijo-, ¿qué haces aquí fuera?
   -Nada, nada. Al parecer los miembros de mi carroza ya no me querían a su lado... no sé por qué. Bueno, ¿has encontrado el puente?
   -No, pero he encontrado algo mejor. Hay que avisar a todo el mundo -Luego, mirando a alguien que venía tras él a mucha distancia, dijo-. Acércate.
   Zutaimut atisbó una figura sombría acercándose por detrás del silencioso muchacho. Lo primero que alcanzó a ver fue un pelaje grisáceo envolviendo un animal con muchos dientes. Dio un paso atrás, asustado, dispuesto ya a llamar a Naubu, Saigu y Tutmat. Después miró hacia arriba y preguntó.
   -¿Es él?
   La figura le respondió:
   -Zutaimut. No tienes buen aspecto.
   La gente se había comenzado a asomar desde las carrozas. Pronto se oyeron algunas voces que preguntaban:
   -¿Quién va?
   Riusaidat respondió elevando la voz:
   -Decid a su Majestad que el anciano ha llegado.

   Todos miraron a la figura, asombrados. Antes del viaje nunca habían oído hablar de ese personaje. Ni había sido presentado a nadie, ni siquiera a la corte. Durante la travesía había estado ausente casi tanto tiempo como acompañando a la comitiva. Cuando se ausentaba parecía que nunca había existido, puesto que no dejaba señal alguna que indicase qué dirección había tomado. Cuando llegaba, parecía que siempre había estado con ellos por la normalidad en sus palabras. Su aspecto era el de una persona de gran edad, aunque se mantenía erguido y su barba blanca era todavía abundante. Sus ojos eran fríos como el hielo. Su montura no era un urúa, sino un lobo enorme.
   Ante la presencia del viejo todos mostraban algo parecido a un temor reverencial. Todos menos uno:
   -De poco nos servirá si no trae un puente con él -dijo Hakimutami desde una carroza.
   -Os traigo algo mucho mejor que un puente- dijo el anciano.
   -Pues lo que necesitamos es un puente.
   -Os traigo una cueva -continuó el anciano. La palabra produjo como ecos, pues al poco el aire se había impregnado de ella. El viejo señaló en sentido contrario al río-. Cerca de aquí, en esa dirección, está la entrada a una cueva profunda que nos llevará a la otra margen del río. Moveos deprisa si no queréis que la noche caiga sobre nosotros.
   Mientras las palabras eran asimiladas por todos, Zutaimut le dirigió unas palabras en voz baja al anciano. Por alguna razón no se sentía seguro cerca de él y, sobretodo, de su montura.
   -Anciano. El explorador – lo dijo como si Riusaidat no estuviera allí- ha avistado un grupo de gente situado río abajo. ¿Qué debemos hacer?
   El anciano se marchó ignorándole.

   Todos se pusieron en marcha. Algunos montaron sus urúa mientras que otros permanecieron en las carrozas, que eran enganchadas de nuevo para que las bestias tiraran de ellas. La comitiva se puso en movimiento a los pocos minutos. Hakimutami, ayudado por mudito y Haut, era el que más espoleaba a las criaturas para que avanzaran más deprisa. Delante de todos iba el anciano montado en su lobo, indicando el camino.
   Riusaidat, por alguna razón, encontró que se había puesto al lado del viejo, muy a pesar de su urúa, que aún miraba al lobo con desconfianza. No sabía por qué, pero aquél hombre era tan diferente de los demás que parecía ejercer cierto influjo sobre él. No trató de establecer conversación. Las palabras aún se le atragantaban en la boca cuando iban dirigidas a otra persona. Pero, al contrario que los demás, el viejo parecía muy feliz viajando en silencio.
   La montaña-carroza de Su Majestad se abría paso dificultosamente por el mar de ramas bajas y el terreno rugoso, pero un esfuerzo extra de las bestias de tiro consiguió situarla en cabeza, cosa que había sido bastante inusual a lo largo del viaje. La entrada de la carroza estaba tapada por una puerta de madera ricamente decorada y adornada con una ventanilla tapada por una cortina que, en ese momento, se descorría dejando ver la cara serena de su Majestad.
   La reina miró a Riusaidat un instante antes de poner toda su atención en el anciano. Éste le devolvió la mirada, pero su Majestad no pareció conforme. Parecía enojada cuando habló:
   -¿Por qué os habéis demorado tanto en esta ocasión?
   -Me entretuve.
   -Os hemos necesitado mucho.
   -Pero seguís aquí, ¿no? Habéis superado los obstáculos con mucho acierto sin ayuda.
   -Y vienes ahora -el anciano no dijo nada, de modo que la reina preguntó-: ¿Por qué? ¿Acaso crees que no habríamos podido cruzar el río sin tu ayuda?
   -Puede. Pero, Majestad, no importan mis motivos. Contad conmigo como contáis con el buen tiempo o con la oportunidad de encontrar una buena cueva. No podéis pretender tener siempre buen tiempo, o que el camino siempre sea bajo tierra. No obstante, al camino le importa muy poco si es de vuestro agrado.

   La reina cerró la cortina con una indignación que, a decir de Riusaidat, era en parte disimulada. Luego, la volvió a abrir, despacio, pues parecía que se le había olvidado algo:
   -Por cierto -dijo ella-, hay una comitiva más en las cercanías. Creo que vienen a lo mismo.
   -Eso es bueno -se limitó a decir el anciano.
   -¿Qué deberíamos hacer al respecto?
   El anciano no respondió. La reina volvió a cerrar su cortina, y al poco tiempo su carroza fue quedando atrás.

   El avance resultó más rápido de lo que hubiera podido preverse sobre un terreno irregular y mojado. Los urúa realizaban sorprendentemente bien su labor y no hubo ningún incidente. Los humanos seguía al grupo a pie, prácticamente corriendo para evitar alejarse mucho.

   Al final de la comitiva se agregó un antiguo miembro. Hakimutami le sonrió con alegría:
   -Turumirut. Ya creía que te habías perdido.
   -Teniendo en cuenta la claridad de las señales que has dejado, casi se diría que es lo que querías, amigo -respondió éste, airado.
   -Venga -intentó conciliar Iza, el cocinero, que había viajado con ellos desde el principio-. Las señales te las pusimos entre todos. Quizás por eso eran un poco incoherentes. Pero, nos has encontrado, ¿No es eso lo que importa?
   -Contadme todo lo que ha pasado.
   -Ha llegado el viejo -dijo Hakimutami. Turumirut alzó una ceja para indicar una moderada desconfianza- y nos va a llevar a una cueva –Y Turumirut sonrió lleno de confianza.

   Al cabo de unos minutos la comitiva se detuvo en seco. Al final de ella, Turumirut y sus compañeros miraban a todas partes pidiendo explicaciones. La propia reina se asomó desde su montaña-carroza para ver qué sucedía. Delante, en la cabeza del grupo, se oían algunos ruidos extraños, seguidos del sonido de pisadas sobre suelo húmedo, barro y charcos.
   Zutaimut llegó hasta donde se encontraba Su Majestad y le dijo algo en voz baja. Ella pareció muy sorprendida por lo que escuchó, hasta tal punto que salió de su carroza y no le importó caminar sobre la tierra y ensuciarse el manto. Avanzó acompañada de Zutaimut, y seguida de Turumirut y Hakimutami.
   Al final, en la parte delantera del grupo, encontraron  la razón de la parada. Allí había unos ocho hombres armados, lanzando miradas de desconfianza a Mikandum y sus hombres. También había tres ancianos y un hombre de mediana edad que arrastraba la pierna derecha. El viejo miraba la situación entre alarmado y divertido. Alrededor del punto del conflicto se había formado un amplio círculo de gente, la mayoría cortesanos, que miraban con curiosidad. Una de las cortesanas dio un gritito al ver a la reina.
   -Ah, Majestad -dijo la cortesana-. Menos mal que llegáis. Aquí puede ocurrir una carnicería.
   La reina observó la situación, e inmediatamente se dirigió al viejo.
   -Anciano- su voz era tan dura que en ella se podría forjar una espada-. ¿Qué broma es esta?
   Él la miró con fingida inocencia:
   -¿A qué os referís?
   -No sé por qué, pero creo que tienes algo que ver en esto -acusó ella.

   El líder de la otra comitiva alzó la voz:
   -Y yo quisiera saber quién eres tú.
   Turumirut prácticamente asió su hacha al decir:
   -Ten más respeto, cretino. Estás hablando con la reina de Muhenbarat.
   Los ocho soldados del hombre cojo saltaron como el mecanismo de una ratonera, y en un instante todos tenían sus espadas en la mano. Ello produjo una reacción idéntica en los diez de la reina. No tardaron en escucharse las típicas bravuconadas que se intercambian los bandos antes de cada batalla. La reina trató de disculparse por la excesiva reacción de su siervo, pero el líder exclamó:
   -Ella puede ser reina en el sur, pero yo soy rey aquí, en el norte. Sabed que habláis con el rey Kisteras de Elisbarat.
   Al fin, el anciano alzó la voz. Ésta sonó muy diferente a como había sonado hasta entonces. Seguía siendo armoniosa y educada, pero ahora tenía unas notas de autoridad de que había carecido antes. Se podría decir que sólo él tenía una auténtica voz para dar órdenes. No era fuerte, no era enfadada. Era simplemente honesta, y esa honestidad le daba toda su fuerza.
   -Dejad de comportaros como críos. Todos hemos venido a lo mismo, así que bajad las armas -orden que fue acatada inmediatamente por los soldados ante la estupefacción de los capitanes, que ya hubiera querido para sí una voz semejante- y sigamos adelante. Y no me obliguéis a intervenir cada vez que os encontréis a otro grupo. Ya os adelanto que va a haber muchos encuentros.

   El rey Kisteras se sintió repentinamente un poco ridículo, y se vio forzado a pedir disculpas directamente a la reina y a Turumirut:
   -Majestad, perdonad mi impertinencia.

   Los dos grupos siguieron avanzando encabezados por el viejo. Al cabo de unos minutos habían desaparecido las diferencias, y ambas comitivas avanzaban como si fueran una. En el grupo del rey sólo había vejestorios o soldados, cuyo líder -que resultó ser un general- acabó trabando amistad con Turumirut y Hakimutami, en cuanto compartió con ellos unas cervezas.

   La entrada de la cueva era pequeña y parecía haber sido disimulada tras varias ramas. Se encontraba en la pared de una elevación rocosa de escasa altura. Naubu, Saigu y Tutmat se apresuraron a despejar la entrada, relativamente ayudados por los torpes intentos de los seis humanos de aparentar estar haciendo algo útil. De la otra comitiva los ancianos se excusaban en su edad, y los soldados en la incomodidad de sus uniformes.
   Una vez pudieron pasar, prácticamente se atropellaron para hacerlo. Aquello sí que era una cueva, a los ojos de Turumirut. Casi se sentía en casa, en la lejana Muhenbarat. Aunque en el sur las cuevas no eran tan frías, y Muhenbarat era bastante más seca que esta, los miembros de la comitiva de la reina se sintieron cómodos y distendidos por primera vez en un mes. Al fin pisaban su propio terreno.

   Los de la comitiva del rey Kisteras no parecían tan relajados. Era obvio que ellos habían hecho un viaje mucho más corto, y hacía muy poco tiempo que todavía tenían el privilegio de avanzar bajo tierra. No obstante, también se percibía cierto alivio de sus filas.

   Individuos de otras razas no habrían encontrado nada interesante allí abajo. Algunos, incluso, habrían sentido claustrofobia. Pocos podían sentirse a gusto en una gruta como esa, salvo la raza a la que pertenecía la comitiva, pues sólo a ellos les había sido dada la toda la inmensidad de espacio bajo la tierra. Sólo ellos encontraban placer en el vientre de Bardha, y sólo ellos sabían admirar la belleza subterránea que en ese momento les rodeaba.
   Su raza había construido bajo tierra. Allí habían descubierto secretos profundos y olvidados, y cámaras repletas de cristales con un brillo superior al del Sol. Habían sufrido las cicatrices que asolaban Bardha como en su propia carne, y llorado con la desaparición de montañas o colinas.
   Ellos eran los goganu, dignos y orgullosos hijos de Bardha, dueños de toda la riqueza bajo el suelo que otros pisan.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:18
Wind_Master 

Vaya, esto va rápido. :D
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:20
PRIMERA PARTE

Capítulo 1

   El Palacio Blanco estaba hecho completamente de mármol. El color que desprendía estaba surcado por las impurezas propias de esa roca que, no obstante, le dan toda su belleza. Su estructura vertical era más ancha en la base que en la cima. Su fachada era curva, y estaba ricamente adornada de columnas, pilares, vigas, frontones y una gran variedad de elementos. Era realmente una pieza arquitectónica ostentosa, a la que algunos con malas intenciones calificaban de "monstruo grotesco".
   Serían alrededor de cincuenta los escalones que era necesario ascender para llegar a su puerta, aunque cada uno de ellos no tenía una altura superior a cinco centímetros. Todo él estaba construido en el centro del reino de la montaña puntiaguda, Uyukbarat, es decir, en el corazón de la propia montaña. Hubiera sido de esperar una oscuridad casi impenetrable, pero en su lugar el palacio y toda la ciudad estaban perfectamente iluminadas gracias la ingeniería de la luz, que les permitía sacar el máximo provecho de los rayos que pasaban por unos pequeños orificios practicados en la ladera de la montaña. No obstante esa fuente, la mayor parte de la luz procedía de láminas luminiscentes situadas en las calles y en las fachadas de las casas a modo de farolas.
   Tenso, Washivan cerró su mano sobre su colgante, una hermosa pieza de oro con un diamante en el centro que representaba la imagen de un sol. En ese momento notó que su abuelo se le apoyaba en el brazo mientras jadeaba. El Palacio Blanco no era un lugar cómodo para vivir, y menos para un anciano de más de cien años como Wistum. Había demasiadas escaleras y demasiada distancia de una punta a otra. Washivan había propuesto que se trasladaran a un solo ala del palacio, donde se llevaría todo lo importante, y se vaciara el resto. Pero la reacción de su abuelo había sido tan airada que no volvió a mencionar el tema.
   En aquella posición tenían una vista bastante buena de la ciudad. Justo enfrente estaba el gran foro, donde la multitud se aglomeraba cuando se la llamaba para que el monarca le quería dirigir un discurso desde el balcón principal del palacio. Más allá estaba la calle principal, que seguía recta hasta terminar, muy lejos, en la propia entrada a la montaña. Washivan se lamentó al ponderar la pequeñez de Uyukbarat.

   Respirando con dificultad, su abuelo volvió a estremecerse. Las personas que había a su lado también se estremecieron. Junto a ellos había alrededor de veinte médicos, lo que significaba cuarenta ojos registrando el menor temblor bajo la piel de Wistum. Su anciano abuelo parecía totalmente deformado por la artritis. La cabeza salía formando un ángulo prácticamente de noventa grados con el cuerpo, y sus articulaciones eran grandes e hinchadas. Hacía tiempo que ya no se ocupaba él mismo de su cuerpo, con lo que se había dejado crecer la barba que, ahora, le llegaba por los pies. Wistum miraba pesadamente las dos nuevas comitivas que habían llegado seguramente de muy lejos.
   Era obligado atenderles.
   -¿Quienes son esta vez?-preguntó con un débil siseo Wistum. Su voz débil como la de un pajarito moribundo rompió el corazón a su nieto.
   -Creo que uno de ellos es el rey Kisteras de Elisbarat.
   Lentamente el anciano Wistum tosió mostrando su gran malestar. El nombre de Elisbarat y de su familia real no era de su agrado. Washivan prosiguió.
   -Y creo que la otra es la reina de Muhenbarat.
   Ahora el anciano tosió, sorprendido esta vez. Luego consiguió gruñir enfadado:
   -Podría perdonar los agravios que hemos sufrido de manos de Elisbarat y sus reyes, pero no así los del sur. ¡Sureños! nada menos que de Muhenbarat. Washivan, ¿qué significa esto? ¿Dónde ha ido a parar la grandeza de este reino cuando nuestros enemigos más antiguos se presentan ante nuestra puerta, esperando halagos y regalos antes que hierro y fuego? Y estos que se presentan confiados ante nuestras puertas son sólo una parte. El resto de ellos vagabundea por mi ciudad llenando las calles y los comercios con su inmundicia. Wikusayum el grande no lo habría tolerado.
   Todos los médicos le miraron con preocupación. Su corazón era demasiado débil como para aguantar un ataque de ira. Washivan consiguió tranquilizarle con frases cargadas de la palabra honor. Wistum se calmó, pero no escuchó las hhalagadoras palabras que los senescales de la reina del sur y el rey de Elisbarat le prodigaron. Cuando terminaron de presentarse, Wistum hizo un gesto a su portavoz.
   Orondo era la palabra que mejor describía a Nokembum, demasiado bien alimentado por una mano demasiado vieja y cansada para discutir con él. Dijo con voz aflautada:
   -Reyes extranjeros, su Majestad, el rey Wistum de Uyukbarat, da su consentimiento en que asciendan la escalera de mármol para conferenciar con él... por supuesto, después de las debidas reverencias.

   El rey Kisteras no lo dudó y, al cabo de un segundo, su nariz prácticamente tocaba el sueño blanco. Toda su comitiva le imitó al acto, con mayor o menor voluntad. El portavoz Nokembum estaba visiblemente complacido por la muestra de servilismo, aunque no así el rey Wistum, que miró a los arrodillados con desprecio mientras murmuraba al oído de su nieto:
   -Esta muestra de humildad no compensa para nada los agravios que hemos sufrido de su familia.
   
   -El gesto os halaga -dijo Nokembum a los Elisbaratinos, que recuperaron su verticalidad con alivio. Luego, se dirigió a los de Muhenbarat-. Su Majestad espera.
   Su Majestad, la reina, miraba con expresión desafiante al gordo portavoz, apenas interesada en el doblado rey anfitrión. Las palabras que salieron de su boca quizás no fueron las más oportunas que pronunció en su vida.
   -Decid a Su Majestad que nadie que lleve sangre de Aiubor en sus venas se arrodillará jamás.

   Oyendo esto, Kisteras, a su lado, la miró con asombro mientras murmuraba por lo bajo:
   -¿Qué hacéis? Somos invitados, por lo que debemos acatar.
   Burlonamente, Nokembum se llevó las manos a la cabeza lleno de disgusto en un gesto exageradamente teatral.
   -Has ofendido gravemente a su Majestad, señor de la gloria de Elyamabor. Y tu insensatez es doble, por cuanto el suelo que pisas le pertenece a él. Estás a su merced, mujer. Si él te dice que te arrodilles, te arrodillas y golpeas la cabeza contra el suelo hasta que te sangre la frente.
   Rápidamente los médicos prestaron atención al sonido que emitía el anciano rey Wistum. pese a que pudieran parecer estertores, no era sino una risa desenfadada. Al notar esto, los médicos se calmaron, pero Nokembum se quedó helado. Su rey dijo, esta vez en voz sorprendentemente alta, como si hubiera recuperado parte de su vitalidad:
   -Hacéis bien, Majestad. Y yo no os permitiría ascender si os hubiérais inclinado.
   Al oír estas palabras muchos se sorprendieron. Los primeros fueron los médicos, que no cabían en sí de gozo al comprobar la fortaleza de su paciente. Nokembum se sentía ligeramente estúpido. También lo estaba la propia reina, que había esperado un trato muy diferente por parte del rey de Uyukbarat, cuya antipatía por el sur era casi legendaria. Por su parte, Kisteras alzó la voz lleno de preocupación:
   -Y yo sí me he arrodillado. ¿Significa eso que no puedo acompañaros?

   Dado que Wistum callaba, quien le respondió fue su nieto, Washivan, quien todavía sostenía en parte el peso de la menguada figura de su abuelo.
   -Descuidad, rey Kisteras. No se puede exigir tanto a gente corriente como a quien desciende del esplendor del reino perdido.
   Entonces todos parecieron conformes, aunque en la cabeza de Kisteras los engranajes rugían con una idea: Le había llamado gente corriente. Ligeramente ofendido, emitiendo sólo un quejido por el dolor que le producía su pie derecho, comenzó a avanzar subiendo los escalones. Fue seguido por su comitiva, y por la reina y la suya. Los escalones eran engañosos, pues en su blancura hacían difícil diferenciar cuándo empezaba uno y terminaba otro, cosa que junto con la práctica inutilidad de su pie derecho dificultó enormemente el ascenso a Kisteras.

   Cuando llegaron arriba se encontraron con la maltrecha figura de Wistum, que de cerca era aún más lastimera que en la distancia. Su piel caía en pliegues desagradables tanto cuando sonreía como cuando permanecía serio. Sus ojos, ligeramente blanquecinos, asomaban bulbosos en su rostro. Nuevamente, fue Washivan quien habló:
   -Os alojaréis en el palacio mientras esperamos que vengan los demás reyes. El ama de llaves, la señora Sulk os enseñará vuestras habitaciones -mientras decía esto apuntó con la mirada a una mujer menuda y entrada en años que aguardaba junto al grupo anfitrión-. Pero no podemos dar alojamiento a todos, sólo a los monarcas y a sus más inmediatos auxiliares. Los demás deberéis buscar un techo en cualquier posada de la ciudad.
   Ante esas palabras parte de los séquitos pidió permiso a sus reyes para buscar alojamiento. Entonces, Wistum pareció sorprendido de algo que acababa de notar. Habló al oído en voz muy baja y débil a su nieto, quien seguidamente les transmitió el motivo de la preocupación del rey:
   -¿No os acompañaba un extraño anciano montado en un... lobo? -No estaba seguro de haber entendido correctamente la última palabra.
   Realmente creyó haber dicho una estupidez, pero la reacción de los otros le alivió. La reina fue la que habló:
   -El anciano se ha ausentado. Al parecer quiere se el primero en dar la bienvenida a los demás grupos.
   -¿Más grupos? -murmuró enojado Wistum -¿Cuántos? ¿Os lo ha dicho?
   -Dijo que esperaba la llegada de cuatro más.
   La figura del rey Wistum palideció. Torció la boca como si hubiera probado algo en mal estado y, mientras le daba un ataque de tos, insistió a su nieto para que le ayudara a entrar en el palacio. Nokembum explicó:
   -A su Majestad no le agradan este tipo de visitas. Si quedan cuatro por llegar, contándoles a ustedes dos y a los seis que llegaron esta semana, se habrán reunido aquí los doce señores de los goganu de occidente.
   Olvidando sus propias razones para haber acudido a Uyukbarat, Kisteras preguntó:
   -¿Por qué habrán venido todos ellos?
   -¿No es obvio? -respondió el orondo portavoz-, por lo mismo que vosotros. De algún modo todos os habéis puesto de acuerdo para venir aquí. Sólo celebro que el lugar del encuentro haya sido este, así nuestro anciano rey no ha tenido que sufrir las dificultades de un largo viaje.
   Se acercó el ama de llaves, una mujer pequeña y adusta, con una voz intransigente que parecía más apropiada para un sargento. Ella ofreció a guiarles a sus habitaciones, aunque más bien pareció que ella iba a ir de todos modos y que más les valía acompañarla para enterarse de dónde dormirían. La primera sensación que experimentó la reina de Muhenbarat al atravesar el portal marmóreo fue de enormidad.

   Vacua no era exactamente la palabra, pues el gran volumen estaba perfectamente bien decorado. Ella, que había nacido en el seno de una de las familias goganu más antiguas y grandiosas de Bardha, educada en la más elevada doctrina, no estaba preparada para el espectáculo que se abría ante sus ojos. En el interior, las paredes -también de mármol- estaban cubiertas por enormes tapices que mostraban únicamente paisajes de todo lo que había sido el gigantesco reino de Elyamabor, extinto hacía más de un siglo, y que había tenido su capital en Uyukbarat, y su gobierno en el propio palacio blanco. Los actuales inquilinos del palacio no eran otros que los descendientes en línea directa de la gloriosa dinastía que había dirigido semejante territorio.
   A los techos, plagados de lámparas de extraordinaria luz, que se curvaban en lo alto formando intrincados grabados y entramados, se unían el oro y la plata que abundaban por doquier adornando fabulosas y ciclópeas estatuas de reyes del pasado, que custodiaban el ancho pasillo.
   Zafiros, rubíes y otras piedras preciosas les contemplaban en sus engarces de oro. Mientras avanzaban por pasillos y pasillos de mármol, Nokembum se acercó a la reina de Muhenbarat y le preguntó con aire azorado:
   -Majestad, espero no importunarla con esta pregunta.
   -Adelante.
   -A la hora de presentarles me he encontrado en una extraña situación. Nombré correctamente al rey Kisteras, por supuesto, pero a vos no he podido hacerlo, porque no conozco vuestro nombre. Espero que entendáis lo confuso que me siento.
   -No os sintáis confuso. De donde vengo las reinas no tienen nombre. Yo una vez tuve uno, pero eso ya no tiene importancia.
   Quizás Nokembum quedó aliviado con esas palabras. Pero añadió:
   -Y, en lo referente a mi forma de hablaros hace un momento, en la escalinata, me gustaría que disculpaseis el celo con el que guardo el honor de mi rey. Espero no haberos ofendido gravemente.
   -Pero, señor -dijo la reina-, alguien como vos no puede llegar a ofenderme.
   Ufano, Nokembum sonrió tontamente, sin saber muy bien cómo tomar la respuesta de la reina.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:20
Wind_master

Brillante, Master. Poco a poco se van reuniendo los soberanos goganu, y me intriga sobremanera el asunto que han de tratar.
Por cierto, se te ha escapado una faltilla en la frase "no escuchó las hhalagadoras palabras" ;)

PD: Cuidado con el color.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:21
Khram Cuervo Errante

Sólo se me ocurre una palabra: maravilloso.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:21

   En el norte las ciudades, particularmente la ciudad-reino de Uyukbarat, eran muy diferentes de las ciudades del sur. Uyukbarat se trataba de un reino muy pequeño, tan solo una montaña. Había menos luz que en el sur, y la población era más despreocupada, menos obsesionada por la nobleza y el estrato social. La roca sobre la que se había construido era de extraordinaria dureza, lo que había permitido horadarla en multitud de sentidos y niveles convirtiendo a la ciudad en una malla tridimensional que ocupaba una parte importante del volumen de la montaña.
   Zangoloteaba mucha gente por la calle principal. Esta no estaba encerrada entre dos elevadas paredes, como en la mayoría de los reinos del sur, sino que las casas que la flanqueaban estaban libres del peso de la roca sobre ellas. El techo del reino se perdía en lo alto como una inmensa bóveda que protegía todos los edificios, seguramente imposible de ver a falta de una luz correctamente orientada para vislumbrarlo.
   Privilegiada por su luminosidad, la ciudad bullía de vida. Sus habitantes parecían haberse puesto de acuerdo para salir todos a la calle principal y recorrerla varias veces, pues tal era la cantidad de gente allí. Había todo tipo de locales, casas y comercios. La propia calle principal era un bazar atiborrado de productos deseosos de ser adquiridos por los primeros incautos que se dejasen llevar por la voz hábil de los tenderos. Riusaidat no pudo evitar notar todo esto y sentir un extraño hormigueo en la cabeza, como si se encontrase donde realmente debería haber estado siempre. Iba por la calle principal, una avenida de una anchura descomunal, acompañado de un grupo formado por Turumirut, Hakimutami, mudito, Haut e Iza.
   El feo cocinero parecía querer percibir la ciudad por medio del olfato. Tenía la cabeza alzada y la nariz alerta al más leve olor. En lo que iba de trayecto había localizado tres cocinas mediante ese procedimiento, y las había desaconsejado aduciendo que el tipo de cocina no era bueno, o que no estaba acostumbrado a él.
   Riusaidat prestó atención a Hakimutami, en el centro, quien mirando a ambos lados embobado decía:
   -Yo he estado en sitios que no soñarías, pero esto tampoco está tan mal.
   En el lado derecho, Turumirut hablaba con Haut sobre las costumbres locales:
   -¿Lo has visto? Cuando les miras, no bajan la cabeza. Aquí, mirarse a los ojos no es de mala educación.
   -Y he notado que no encadenan a sus humanos. Podría ser peligroso.
   -Quizás los eduquen bien, como a los seis que llevábamos en la comitiva.
   -No lo creo -dijo Haut, añadiendo-. Todo parece producto de una cultura más relajada en lo que se refiere a educación.
   -Pero habrás de admitir que la ciudad es bonita. El palacio del fondo reluce como una piedra preciosa, ¿no crees?
   -Muy reluciente, sí.
   Zagales y niños de todas las edades jugaban en una calle perpendicular. Hakimutami dijo:
   -Me pregunto qué habrá sido de nuestros soldados.
   -Creo que todos han ido a los barracones -dijo Turumirut-. En todo caso, su lugar es más cerca de la reina que de nosotros.
   -¿Y nuestro senescal, Zutaimut?
   -Él estará con la reina, igual que el resto de los diplomáticos.
   -¿Y los humanos que traíamos?
   -Creo que eran el regalo que traíamos para el rey de aquí.

   Intersecando la calle central había otras numerosas calles que, a lo lejos, hacían una curva. Al principio no lo habían notado, pero al cabo de un buen rato de camino descubrieron que en la calle había un aire extraño, como un temor colectivo que manaba de todas las caras sonrientes. También observaron muchas cosas que no debería haber allí, como el brillo metálico de una coraza asomando bajo una túnica, o el reluciente filo de un hacha poco disimulada entre trapos.
   Ñoño era el adjetivo que se podía aplicar a muchas de las cosas que se vendían por allí. Tampoco tardaron en notar  las grandes diferencias de lenguaje que les separaban de los transeúntes. Allí usaban expresiones muy extrañas, y usaban algunos sonidos que producían dolor en sus oídos.

   -Atención -dijo la voz armoniosa de Iza-, huelo otra cocina. Y ésta si es buena, chicos.
   -¿Hacia dónde?-preguntó Turumirut.
   Iza señaló hacia una posada de aspecto bastante estropeado. Los constructores no habían tenido mucho cuidado al dar forma a las paredes, y éstas estaban abombadas hacia fuera o hacia dentro. La ventana no parecía puesta ahí a drede, o eso indicaba su forma irregular y el hecho de que pareciera haber crecido más de lo esperado por el dueño. La puerta simplemente parecía la entrada a una gruta oscura. Se levantaba cuatro pisos sobre la altura de la calle, y cada piso tenía un aspecto semejante. En la entrada había un cartel con el nombre "El goganu alegre" con la ele tumbada. Los seis se miraron y luego miraron la posada. Luego los cinco restantes vieron cómo Iza corría a la entrada, segundos antes de ir tras él.
   Generalmente, como habían ido observando, había un humano en los portales de las posadas. Esta no era una excepción. El humano iba bien vestido para lo que era de esperar en esa raza. Tenía la nariz aguileña y ojos astutos. Nada más verles les hizo señas para que entrasen:
   -Bienvenidos -decía-, la casa del goganu alegre es su hogar. Encontrarán buena cama y mejor cocina.

   Obedecieron sin rechistar. Dentro hacía frío. El suelo estaba mal puesto y las baldosas, allí donde había, bailaban al pisarlas. Había una especie de comedor bastante grande a un lado, donde unas pocas personas se calentaban ante el fuego de la chimenea. Iza repasó el lugar con una gran sonrisa haciéndoles un gesto a sus compañeros para  que pasaran.
   Una vez dentro se quedaron esperando a que llegase alguien, hasta que Hakimutami bramó:
   -¿Es que aquí no atiende nadie?
   -¿Traéis hambre?-dijo una voz femenina cargada de misterio.
   La voz procedía de una mujer que en ese momento estaba descendiendo unas escaleras de caracol. Sus ojos eran de un interesante color verde, y sobre su cara caían rizos de su hermosa cabellera castaña. Tenía una nariz perfecta, y una mueca jocosa en la boca.
   -¿Qué vais a tomar?
   -Cerveza- dijo Hakimutami, seguido de Haut.
   Iza en seguida tomó la palabra para preguntar a la posadera sobre las comidas, las especias, las formas de preparación y los tipos de ingredientes que se empleaban. Cada respuesta de la posadera aumentaba la sonrisa del cocinero. Al final, éste dijo:
   -He encontrado el paraíso.

   -Disculpen-dijo una voz tras ellos. Al volverse vieron a un hombre con un frondoso bigote, que les preguntó -: ¿De dónde son?
   Turumirut se temió que en aquella tierra no se tratara muy bien a los extranjeros, y que aquél hombre les quería meter en una encerrona, o buscaba jaleo, de modo que comenzó a inventar una elaborada excusa que les permitiera ser de Uyukbarat y explicara también por qué no se les había visto por allí nunca. No obstante, Hakimutami se bastó para tirar por tierra su plan, diciendo:
   -Somos de la gloriosa tierra de Muhenbarat, en el sur. Ya sabes, la tierra de la nobleza.
   Turumirut se golpeó la frente. Pero la reacción del desconocido fue muy distinta a la que había esperado. Dijo:
   -Fabuloso. Yo también soy del sur, de Irimbuk. Y mis dos colegas -dijo, señalando a otros dos-, también.
   -Qué increíble coincidencia-dijo asombrado Hakimutami.
   -No es coincidencia, amigo-respondió el hombre del bigote-. Permitid que me presente. Yo soy Aralsut, y mis amigos son Burkumat y Hinduisat, conde de Irim.

   Los mencionados se acercaron y saludaron con una reverencia. Burkumat era un hombre de avanzada edad, con una cicatriz que le recorría la cara, pasando por uno de los ojos, que estaba ausente. Hinduisat era joven, e iba ataviado con una rica túnica de apariencia muy suave. Riusaidat consideró que debían estar diciendo la verdad sobre su origen, pues sus vestimentas y la forma de hablar de Aralsut eran típicamente sureñas.
   -Un conde -sonrió Hakimutami alegremente-. Nosotros también tenemos uno, está aquí mismo- pero antes de decir quién era, Turumirut le dio un pisotón y el grandullón entendió la indirecta, aunque ello le tomó unos segundos.
   Aralsut prosiguió:
   -Hemos venido en la escolta de su majestad el rey de Irimbuk. Llegamos hace apenas una semana, y desde entonces han llegado cinco grupos más. Siete, si les contamos a ustedes y a los otros que llegaron esta mañana acompañándoles.
   -Pero, ¿A qué se debe todo esto? -preguntó Haut-. ¿Por qué de repente todo el mundo viene al mismo sitio?
   -Señor-dijo Aralsut-. Todos vienen a lo que vienen todos.


   Fuera de Uyukbarat el tiempo era cada vez más frío, anticipando un invierno helador. El anciano agradeció la compañía de su lobo mientras esperaba sentado sobre una roca. El terreno no había tenido tiempo de secarse del todo, por lo que no podía simplemente tumbarse en él. El aire todavía anticipaba más lluvias. Sus oídos no tardaron en advertirle de la proximidad de una nueva comitiva. Se levantó e hizo algunos estiramientos antes de montar para salir a su encuentro.
   El bosque que rodeaba Uyukbarat era bastante despejado, permitiendo una buena visibilidad a mucha distancia. Así pudo localizar con precisión al siguiente grupo, que se encontraba a una considerable distancia ladera abajo. Se trataba de una comitiva mediana, de apenas veinte hombres y mujeres, sorprendentemente sin soldados a la vista. El anciano se felicitó por ello mientras montaba en el lobo para ir a su encuentro.
   El camino estaba resbaladizo y enlodado. La región no tenía suficiente vegetación para asentar la tierra, y ésta acababa por enfangarse a la menor lluvia. No obstante, logró llegar abajo sin mayores incidentes. No tardó en reconocer el país de procedencia de la comitiva por su estandarte, tres triángulos dispuestos uno sobre otro. Se dio tiempo para cambiar su acento y dirigirse cortésmente a ellos. Cuando estuvo preparado, bajó el camino para encontrárselos:
   -¿Habéis tenido un buen viaje?
   Mucha gente se sentía recelosa ante la visión de un anciano montado en un enorme lobo, pero al cabo del tiempo acababan permitiéndole acercarse un poco. La comitiva estaba formada totalmente por cortesanos, propio de un reino no dado a la guerra. También era muy ostentoso, como contrapunto al estilo espartano de los pueblos belicosos. La reina, una mujer muy alta, iba ricamente engalanada y mostraba una hermosa corona de oro. Se aproximó a él y le dijo:
   -El viaje no ha terminado aún, anciano. Aunque te damos las gracias por la guía que ocasionalmente nos has prestado.
   -No gastéis los halagos conmigo. Guardadlos para la corte del rey Wistum. Temo que ese anciano no esté de buen humor cuando os reciba.
   -Wistum no me asusta. Ha muerto.
   El anciano se mostró inquieto:
   -¿Qué decís?
   -La noticia llegó el mes pasado a Witbor. Ahora gobierna Washivan en su lugar, y se prepara una rebelión contra él. Como ves, anciano, tengo toda la información del mundo en mis manos.
   El anciano se relajó:
   -Ah, rumores -murmuró tan bajo que la reina no pudo oírle. Luego le dijo con media sonrisa-. Tened la bondad de no airear esa información. Tal vez no sea conveniente que se sepa.
   -No temas por ello anciano. Y gracias por venir a recibirnos. Ahora permite que sigamos nuestro camino.

   El anciano se alejó con prisa. Sólo cuando estuvo bastante lejos se permitió soltar la carcajada que venía pugnando por escapar. Decidió sentarse a esperar a los siguientes. Ya habían llegado nueve. Los acontecimientos se sucedían más deprisa de lo que le habría gustado, y el día que tanto temía se acercaba cada vez más deprisa. Quedó sobrecogido por cómo se habían desarrollado los hechos. Luego, se miró las manos surcadas de arrugas y plagadas de manchas y se preguntó si podría llevar a cabo lo que se esperaba de él.
   El lobo se sentó a sus pies y le dirigió una mirada suplicante.
   -¿Quieres jugar?-le preguntó el anciano-. Es imposible. Estamos esperando invitados.
   El lobo miró para otra parte. De pronto, su expresión cambió completamente. Se volvió fiera, y comenzó a enseñar los dientes. Pero no al anciano, sino a algún lugar más abajo. El anciano le preguntó:
   -¿Qué tienes? ¿Qué has encontrado?
   El lobo lanzó unos pocos gruñidos. El anciano comprendió que su animal había olido algo que no le gustaba nada. Quizás, pensó, se trataba de un olor rancio, carne podrida o algo parecido. O quizás era otra cosa. Se levantó y oteó aquél valle hasta que encontró unos puntitos que se desplazaban por el camino. Debía de tratarse de una nueva comitiva. Se acercó lentamente para ver mejor. Cuando pudo distinguir al grupo quedó inmediatamente sorprendido. Estaba compuesto sólo por cuatro personas. Por lo relajados que estaban era obvio que no venían de muy lejos, no obstante, era un grupo demasiado pequeño. Y ninguno de ellos parecía ostentar título alguno.
   Con la intención de desvelar aquellos misterios, el anciano galopó con su lobo aproximándose al lugar dando un amplio rodeo. No le llevó demasiado tiempo alcanzar el camino que había seguido la comitiva. A partir de ese punto fue ascendiendo lentamente, ocultándose tras el escaso follaje y confiando en sus habilidades para pasar desapercibido.
   Le llevó bastante tiempo localizar de nuevo al grupo, hasta el punto de creer que los había perdido. Pero, al fin, los encontró tras el siguiente arbusto. Efectivamente, eran sólo cuatro. Iban vestidos con túnicas blancas, todos exactamente iguales, incluso en las facciones de sus rostros. El anciano trató de hacer memoria de los reinos goganu occidentales, y de las distintas costumbres y vestimentas de cada clan, pero no encontró nada en su memoria que se pareciese a eso. El asunto comenzó a intrigarle. Estaba claro que aquello no estaba previsto, y a él no le gustaba no haber previsto algo, de modo que optó por la solución más sencilla.
   Sin el menor disimulo abandonó su escondite acompañado, por si acaso, de su intimidante amigo. Se encontraba delante de los cuatro caminantes, bloqueando el camino. Esperó a que ellos hicieran el primer movimiento, pero como no lo hicieron, se vio obligado a hablar él.
   -¿Quiénes sois?

   Los cuatro le miraron a la vez, sin un ápice de asombro o sorpresa en sus miradas vacías. Uno de ellos respondió:
   -Somos los siervos del Señor de Urdur.
   -¿El señor de Urdur? -repitió perplejo el anciano-. No sé quién es.
   -No necesitáis saberlo todavía -dijo otro-. Debemos continuar el viaje.
   -Pero, ¿A dónde vais?
   -A Uyukbarat.
   -¿Para qué?
   -Venimos a lo que vienen todos.

   De cerca se podía ver que sus rostros eran totalmente inexpresivos. Sus ojos eran indiferentes y de color negro. Sus túnicas eran largas, pero livianas. No debían de representar una gran protección contra el frío y el viento. Eran individuos altos y delgados, quizás más de lo que se podía notar por sus vestimentas, como revelaban unos brazos estrechos y unos rasgos faciales marcados.
   Eran calvos, y tenían grabado un extraño tatuaje en la cabeza. El anciano agudizó la vista para estar seguro de lo que veía, y cuando lo estuvo sintió una gran inquietud. El tatuaje se trataba de un dragón enroscado, sin extremidades, cuyo cuerpo parecía formado por secciones. De su cabeza sobresalían dos largos cuernos con una curvatura que los mantenía cerca de la forma circular del cuerpo. El anciano reconoció inmediatamente las implicaciones que eso tenía. Los cuatro extraños caminantes parecieron percibir la extrañeza del anciano, porque uno de ellos le preguntó:
   -¿Reconoces tú este símbolo?
   -No hay goganu en el mundo que no lo reconociese- respondió el anciano-. Lo que quiero saber es qué derecho creéis tener para grabároslo en la frente -sus palabras habían brotado frías y cargadas de tensión.
   Otro de los caminantes le respondió, con la misma voz que su compañero:
   -Servimos al más grande de los goganu. Él fue quien nos los grabó.
   -Nadie es dueño de ese símbolo -replicó el anciano.
   -Nuestro señor, lo es- dijo un tercero.
   El cuarto habló:
   -Ahora, déjanos seguir.

   El anciano estaba perplejo:
   -¿Ni siquiera os preguntáis quién soy yo para haceros todas estas preguntas y bloquearos el camino?
   -Nuestro señor ya nos ha dicho quién eres, y de dónde procedes. Tenemos un mensaje de nuestro amo para ti, pero este no es el momento de dártelo. Si quieres conocerlo, tendrás que dejarnos avanzar.

   El anciano se lo pensó. Al final, bastante enfurecido, les dio la espalda y se alejó con su lobo. Dejó pasar bastante tiempo, para alejarse lo suficiente, antes de sentarse y relajarse. El lobo le miró.
   -Ya sé lo que piensas -le dijo el anciano a su animal-. Pero no les voy a impedir el paso. No tengo ese poder -y añadió-. Ni ganas. Ahora voy a descansar. Avísame si ves a alguien.

   El lobo siguió tenso durante un rato, hasta que el olor de los caminantes se hubo disipado.
   Aquella tarde no corría ni la más leve brisa de aire, produciendo una sensación de calor incómoda. El cielo estaba despejado, como en un desierto, cansado de derramar su agua sobre la tierra. Aquello dio tiempo para que se secase el suelo y la mayoría de los charcos que se habían formado el día anterior.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:21
Wind_master

Si no me equivoco, ese dragón representa a la civilización perdida de Aiubor. En ese caso, esto se vuelve mucho más interesante.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:22
   La cena resultó una sobrecogedora explosión de olor y sabor. Seguramente fue la mejor noche para la caja de la posada, contando el número de comensales. Sólo para pronunciar sus nombres eran necesarios varios minutos, no obstante, la atenta Sivenia, la posadera, lo intentó a petición popular:
   -Pero no lo haré si no os calláis- aseguró.
   -Venga, di nuestros nombres -vociferaron los primeros borrachos.
   -Cuando diga vuestro nombre, levantad la mano para que los demás os conozcan-dijo Sivenia-. ¿Preparados? A ver. Empezaré con los de la reina del sur:
   «Hakimutami». El interpelado se levantó y repartió besos con las manos. Obviamente era el más borracho del lugar.
   «Turumirut». Él no llegó a tanto como su compañero. Se limitó a asentir.
   «Iza, mudito, Haut, Naubu, Saigu, Tutmat», todos saludaron.
   «Lilé, Suidé, Asindé». La primera se cubrió avergonzada. La segunda saludó con las dos manos a los hombres del lugar, y la tercera se quedó embobada.
   -Ahora los del rey de Irimbor:
   «Aralsut, Burkumat, Hinduisat -quien añadió enérgicamente: "Conde de Irim" -, Nominat, Zasurii, Kurumbut».
   -Ahora, los de la reina de Witbor:
   «Siesaurai, Mireibt, Doribr, Ingri, Zaukai», todos saludaron e hicieron gestos cómicos.
   -Ahora los de Elisbarat...
   Hubo siete nombres en esas filas. Luego, Sivenia pasó a los del rey del suroeste, y después a los de la marquesa del centro. Cuando terminó suspiró, agotada. Había recordado los cuarenta nombres con asombrosa precisión. La multitud aplaudía apretujada en las cuatro únicas mesas del local. Sólo uno se sentía fuera de lugar.
   Riusaidat contempló la escena desde su posición. No había tocado el alcohol, y aquella situación no le parecía en absoluto divertida. La posadera se había acordado de todos. Desde el más alto hasta el más bajo. Desde el más elegante hasta... bueno, hasta Iza. Incluso se había acordado de mudito. Y él seguía allí, como un tonto, sin nadie que se acordara de él.
   La había mirado toda la tarde, sintiendo una extraña sensación en el pecho cada vez que ella se acercaba. La encontraba extraordinaria en todos los aspectos, y de algún modo él nunca había sido tan consciente de su existencia como lo fue las pocas veces que Sivenia le miró. La primera vez fue al entrar, un instante, mientras examinaba el aspecto de sus nuevos clientes. La segunda fue al servir los platos. De algún modo sus miradas se habían cruzado en ese instante, pero él apartó la mirada de inmediato, sin saber muy bien por qué.
   La tercera vez era aquella misma. Riusaidat prácticamente pegó un brinco al notar que ella le estaba mirando.
   Pensó: "Ahora se sentirá incómoda por haberme olvidado en su recopilación."
   Pero ella le sonreía de una forma especial que Riusaidat no alcanzaba a comprender. Era una mirada de complicidad, la primera que él recibía desde que tenía memoria. Pero, ¿complicidad? ¿De qué? Empezaba a hervirle la cabeza, y de pronto pensó que sería buena idea vaciar su vaso lo antes posible.

   Sivenia se sentó, y pidió a todos que la imitaran. Deberían haber estado sentados hacía un buen rato, pero siempre había uno o dos que se ponían de pie para brindar, y entonces inevitablemente otros tantos se levantaban, y ya no se volvían a sentar. La posadera había accedido a las múltiples peticiones de unirse al banquete, y había aceptado llena de agradecimiento.
   La comida se había distribuido por los platos generosamente. Allí había de todo, lo que no dejaba de ser sorprendente para una posada de un aspecto tan lamentable. Había gran cantidad de carne en su salsa, frutas como para llenar una cueva, hortalizas, especias exóticas venidas seguramente de oriente, y gran cantidad de setas.

   La comida había establecido unos lazos muy fuertes entre los comensales. Goganu del norte y del sur habían dejado a un lado sus diferencias y conversaban animadamente en la misma mesa, comiendo de la misma fuente. Incluso se aceptaban bromas étnicas entre ellos, que tocaban desde la absurda forma de hablar de los del sur hasta la estúpida forma de vestir de los del norte.
   -Pero vosotros también tenéis ese sonido -decía Siesaurai, una goganu del este, dirigiéndose a Hakimutami y Turumirut, y por tanto a todos los goganu del sur-. Por ejemplo, ¿Cómo la llamáis a ella? -dijo, señalando a Suidé.
   Haut susurró algo al oído de Hakimutami, seguramente alguna gracia que no tenía valor de decir en público. No obstante, el barrigón de su amigo sí lo tenía:
   -"Bombón".
   Las carcajadas de contagiaron de mesa en mesa. Suidé parecía complacidísima
   -La llamáis "Suidé", ¿Lo veis? Pues ese sonido lo empleamos en cualquier parte de las palabras, no sólo al final.

   La conversación saltaba con facilidad entre varios temas que no tenían nada que ver. Hablaron de comida, mujeres, e incluso de política, aunque llegado ese momento, Sivenia lanzó otro tema de conversación muy acertadamente, puesto que si había algo capaz de romper aquella armonía, era la política.
   También hablaron, ligeramente turbados, de los acontecimientos que les habían llevado allí. No era un tema agradable, pero era inevitable, puesto que muchos grupos habían perdido miembros debido a esos acontecimientos. Al hablar de ello bajaban la voz hasta convertirla en un susurro. Intercambiaron información sobre sucesos desastrosos que en realidad no hubieran querido conocer. Con algo de tiempo, la conversación volvió a girar sobre temas más alegres.
   Riusaidat estaba sentado junto a sus amigos, entre Haut y mudito, pero era como si estuviera en el rincón más oscuro y alejado de la sala, o mejor, en otro planeta. No se veía capaz de meter baza en conversación alguna. Incluso mudito asentía fuertemente, y atraía una mínima parte de atención. Él, en cambio, era invisible.
   Normalmente no daba importancia al hecho de ser ignorado, pero por alguna razón serlo en ese momento le sentaba muy mal. Creyó ver a Sivenia mirarle una vez más, ¿o había sido una casualidad que él mirara justo cuando los ojos de ella pasaban de alguien a su izquierda a alguien a su derecha? No lo podía saber, y esa incertidumbre lo mataba.

   De algún modo, la conversación giró hacia la propia posadera. Una muchacha rolliza, cuyo nombre sin duda se había pronunciado, pero Riusaidat olvidaba, le estaba preguntando a Sivenia:
   -¿Cómo es que llevas todo esto tú sola?
   -No estoy sola -respondió la posadera sonriente-. Nismut me ayuda mucho.

   "Oh", pensó Riusaidat. Nismut era nombre de varón. Repentinamente se sintió todavía más idiota. Seguramente Sivenia estaba comprometida con el tal Nismut, o incluso casada con él. No sabía por qué pensaba eso, pero le deprimía bastante. Fuera como fuera el tal Nismut, estaba seguro de que sería mucho mejor que él. Se limitó a asentir con una sonrisa y centrarse de nuevo en su vaso.
   -¿Y tus padres? -preguntó la misma muchacha rolliza.
   La expresión de Sivenia se volvió triste al contestar:
   -No tengo padres.
   -Oh, cuanto lo siento -dijo azorada la primera.
   La mesa donde se encontraban se volvió en ese momento menos ruidosa. La gente estaba escuchando aquello. Sivenia decía, sencillamente:
   -No importa. Como no les conocí no puedo deprimirme recordándoles -sus ojos parecían querer decir otra cosa.

   Riusaidat la miró directamente, quizás por primera vez. Algo había cambiado. Ya no era simplemente "la posadera". Ahora había algo más. Descubrió que se compadecía de ella. Su mente resonaba con los ecos de mil pensamientos a la vez, pero sólo uno llegó a su consciencia: Eran iguales.


   Washivan contemplaba la ciudad, apenas iluminada ya por las farolas de luz verde de las calles, desde un balcón en la torre más alta del Palacio Blanco. En ese lugar se podía ver sin dificultad cómo la columna de humo que salía de la chimenea de una pequeña posada ascendía uniéndose a muchas otras hasta perderse en la oscuridad del techo del reino. Seguramente ese humo entraría por uno de los conductos que la ingeniería de ventilación había construido a tal efecto. Sería canalizado y enviado finalmente fuera de la montaña, garantizando la pureza del aire que entraba por conductos más bajos.
   Todo aquello no era sino una muestra más del dominio de su raza, de su reino y de su clan. Poco tenía que envidar la montaña puntiaguda, Uyukbarat, a las islas flotantes que los issfos ocultaban de ojos extraños tras grandes cúmulos de nubes y vapor. No serían aquellas producto de un trabajo más eficiente ni mejor que el que había convertido una caverna enorme bajo la montaña en el hogar de miles de seres vivientes.
   El príncipe recapacitó sobre ello mientras observaba los símbolos dispuestos por el reino. A lo lejos se veía la avenida circular, que rodeaba la ciudad formando un círculo casi perfecto, roto sólo en la entrada a la misma, donde una gran plaza daba la bienvenida a los visitantes. Las calles se disponían bien como radios o como circunferencias concéntricas. Y el centro de todas ellas, de donde partían los radios, era el Palacio Blanco. Washivan imaginó la ciudad desde arriba, sintiendo un escalofrío. Se trataba de la figura de un dragón enroscado, con dos largos cuernos y un cuerpo segmentado sin extremidades. Lo único que había fuera de lugar en la imagen era el propio palacio, que aparecería como un punto blanco. Aquél era su estandarte, colgado en todas las agujas del palacio, y en todas torres de la ciudad: El punto dentro del círculo.

   Miró hacia abajo y contempló a sus súbditos vivir tranquilamente sus vidas. Para ellos, los acontecimientos que estaban tomando lugar eran tan solo una incomodidad. Alguien se encargaría de resolverlo todo. El peligro que asolaba Bardha había despertado de nuevo, e incluso la notable protección de una montaña no era suficiente para afrontarlo. Washivan imaginó que estaba viviendo el fin de los días.
   Siempre había querido ser un rey del que cupiera estar orgulloso. Había aprendido todo lo que había podido de todas las fuentes. Había sido uno de los pocos monarcas en superar personalmente los retos necesarios para visitar el Archivo Goganu de Elyamabor. Aquello había sido seis años atrás, pero lo recordaba como si fuera ayer.
   Rememoró la impresión que le habían causado los miles, o quizás millones de libros clasificados y catalogados en estanterías que no parecían agotarse. Había sido testigo de los conocimientos acumulados por su raza tras milenios. Recordó el tacto de los legajos en sus manos, y las hojas increíblemente antiguas deslizarse temblorosamente y revelarle sus secretos. Allí había aprendido la historia negra, la que no se contaba más allá de los muros del Archivo. Allí había descubierto el significado del dragón enroscado, y recordó haber sentido miedo.

   Ahora lo tenía ante sí. Lo había descubierto nada más volver de su viaje. La impresión fue sobrecogedora. El símbolo había estado allí desde la construcción de la ciudad. Era la guía que había permitido dicha construcción. El dragón, rodeando el reino, había observado crecer y morir a cada miembro de la dinastía. Washivan volvió a sentir miedo.
   -¿Qué hacéis aquí a estas horas, mi señor? -preguntó una voz afilada.
   Washivan respondió:
   -Miro el reino, pero es ello lo que me devuelve la mirada.
   Tras él se acercó una figura envuelta en una túnica oscura. Era una figura baja, de rostro ancho que estaba siempre sonriente. Sus ojos estaban ocultos por una banda de tela negra, pues se encontraban cerrados desde hacía mucho tiempo por la ceguera, pero se desenvolvía sorprendentemente bien ayudado por su bastón, una hermosa pieza de madera tallada terminada en un orbe blanco con un punto negro en el centro.
   Muchos tomaban aquél orbe con el punto como una forma algo arcáica del estandarte de Uyukbarat, pero Washivan había descubierto la verdad hacía tiempo. El príncipe le dijo:
   -Omk. ¿No te agravaba el reúma el tiempo frío y húmedo?
   -He venido para complacer a su alteza- dijo el ciego con una reverencia-. Hace tiempo que vengo notándoos inquieto. Permitidme el honor de ayudaros a soportar vuestra carga.
   Washivan hizo una pregunta. Era una cuestión importante.
   -¿Percibes algún peligro para el reino?
   Pero no era la que le afligía. Washivan cerró su mano sobre su colgante. Omk tomo aire, como si el peso de la pregunta fuese demasiado para él. Luego dijo:
   -Uyukbarat desaparecerá antes de dos años.
   Washivan le dirigió una mirada cargada de sorpresa. El ciego le mostró una sonrisa humilde. Sus movimientos eran extremadamente suaves y continuos, tanto que parecía mecerse con la más suave brisa. Sus manos, delgadas y afiladas como garras, sujetaban con fuerza el bastón. El príncipe siguió la conversación:
   -¿Es una especie de amenaza?
   -Yo no osaría amenazaros.
   -Entonces, ¿una premonición?

   El ciego calló, pero su sonrisa se volvió más amplia. Washivan le preguntó:
   -¿Cuáles son los peligros que acechan al reino?
   -Uno de ellos es un anciano que monta un gran lobo gris.
   La mente de Washivan funcionó con rapidez. Recordaba que su abuelo había preguntado por la ausencia de un anciano montado en un lobo. Entonces le había parecido algo trivial, pero parecía cobrar importancia a la luz de las palabras del ciego. El hombre continuó:
   -El otro es alguien mucho más antiguo, al que ya no se puede calificar de goganu.
   -¿Te ríes de mí, Omk?
   -Me inspiráis demasiado respeto como para hacer eso, alteza -por sorprendente que fuera, parecía decir la verdad.

   Washivan decidió ignorar el último comentario del ciego. Volvió a mirar la ciudad, con sus luces y sus sombras. Los fuegos de los hogares podían verse a través de las ventanas, lo que convertía a su reino en un mar de luciérnagas. Cuando volvió a mirar para hacer su verdadera pregunta al ciego, Omk había desaparecido sin dejar el más mínimo rastro.
   El príncipe echó un último vistazo a la ciudad antes de abandonar el balcón para entrar en el palacio. La torre era, a su juicio, un pésimo elemento arquitectónico. Un lujo, algo totalmente inútil, cuyo propósito parecía haber sido el de proporcionar un medio para el suicidio. Pocos estaban físicamente preparados para subir todos aquellos escalones, y la única recompensa era el balcón, el punto más alto del reino -exceptuando la cumbre de la propia montaña-. Sólo desde allí uno podía pensar que era dueño de lo que veía.
   La torre era también un calendario. A decir de Washivan, un calendario bastante mediocre. En la pared a lo largo de la escalera de caracol que subía hasta arriba había una pintura conmemorando los hechos más importantes del reino.
   Conforme se subía a la torre, uno podía ver todos los acontecimientos en orden histórico. El primero estaba marcado con el año 346, y mostraba a Wikat I conquistando la cima del monte Uyukbarat. Conforme se ascendía se podían ver los sucesivos miembros de la dinastía. Estaban los tres corregentes, que habían unificado todas las montañas del noroeste y habían creado el gran reino de Elyamabor. Era la primera vez desde la caída del reino fantástico que un territorio era considerado suficientemente noble como para tener la terminación -"bor".
   Más arriba había pinturas que mostraban escenas palaciegas e idílicas cacerías. La fecha 680 estaba desgarrada, y la pintura que había estado allí, borrada. Washivan lo lamentaba, aunque lo comprendía. Era difícil para un rey aceptar la caída de su reino. Aquel año marcaba el fin de Elyamabor, cuando los distintos clanes se habían separado entre sí y habían dejado como único atisbo de la antigua grandeza la montaña puntiaguda, Uyukbarat.
   A partir de ahí las escenas eran cada vez más mediocres. El último acontecimiento registrado era tan solo el nacimiento del propio Washivan, y se encontraba a muy poca distancia del final de la torre. Realmente, pensó el príncipe, no hay espacio en la torre para más historia. La vida de Uyukbarat terminará pronto, y esto parecían saberlo quienes construyeron esta torre con la altura precisa.
   No obstante, él estaba en la cima. Sonrió mientras bajaba los peldaños uno a uno, pues estaba recorriendo la historia al revés, dejando atrás el final de la misma y avanzando hacia la gloria.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:22
Wind_master
¿Ha terminado esta saga, Master?
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:22
No. Eso era el primer capítulo de la primera parte. Aún queda muchísimo.
No sé. Me ha dado por escribir mucho.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:22
Wind_master

Eso es bueno, Master. Aprovecha antes de que se te escape la inspiración. :P :P
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:23
Capítulo 2

   Aquel día amaneció nublado. Los habitantes de Uyukbarat pudieron percibirlo por la falta del aporte lumínico que generalmente inundaba el reino procedente de arriba. Ahora no podían contar más que con sus placas luminiscentes, que desprendían una luz azulada y frágil. Las corrientes de aire atravesaban los conductos de ventilación a gran velocidad, y pasaban como una ráfaga por el pequeño reino, saliendo tan deprisa como habían entrado. El frío, al que la propia roca de la montaña contribuia en gran medida, comenzaba a hacerse incómodo incluso para la gente acostumbrada a él. La población de la montaña todavía no se había dado por enterada de que el día había nacido, y muchos aún se desperezaban en sus habitaciones.
   Bajo aquella luz, el palacio bien podría haberse llamado Palacio Azul o, incluso, en un derroche de sarcasmo, Palacio Celeste. Sus cinco agujas parecían desaparecer en la oscuridad, demasiado finas como para presentar una superficie suficiente para ser iluminada. Su estructura era telescópica, es decir, estaba formado por varios pisos, cada uno más estrecho que el anterior. No obstante, los arquitectos habían sido lo bastante originales para dar personalidad a una forma tan extraña. Cada piso era menor que el inferior, pero no siempre con la misma proporción.
   Nuevamente, el rey Wistum esperaba en lo alto de la escalinata, acompañado por su nieto, su portavoz y sus veinte médicos.

   Wistum reflexionó sobre toda aquella situación. A primera vista su menguada y torpe figura ofrecía un blanco fácil: apenas un anciano de apariencia más frágil que un bebé, totalmente decadente. Su posición, a plena vista y elevado sobre el nivel de la calle, ofrecía ventaja a un posible enemigo. No había hombres armados a su alrededor para defenderle, como era tan del gusto de otros monarcas menos hospitalarios. Desde cualquier punto de vista parecía un enemigo accesible y fácil de vencer. Sonrió pensando en los cien arqueros que, ocultos desde todas las ventanas del palacio, examinaban hasta el más mínimo movimiento del menor de los músculos de los visitantes. La hospitalidad, se dijo, no debía estar reñida con la seguridad.
   Washivan permanecía fielmente a su lado, dispuesto a aguantar el peso de su abuelo si fuera preciso. El joven miraba a los recién llegados con indiferencia, como había hecho con muchos de los anteriores. Para él, por más que sus cabezas estuvieran adornadas de grandes coronas llenas de piedras, no eran más que vasallos rebeldes que habían abandonado a su señor y a su verdadero reino, Elyamabor, cuyo último reducto era la montaña Uyukbarat.
   Al pie de la escalinata había otros dos grupos. Aquello parecía premeditado, pues desde el primer momento todas las comitivas habían llegado en parejas. La situación no gustó a Washivan, que se temía una conspiración o, cuando menos, sospechó que los visitantes se habían puesto de acuerdo en algunas cosas al margen de la montaña puntiaguda. Abandonó esos pensamientos para prestar atención a las comitivas.

   La primera era muy pequeña, contando sólo con tres personas. Estaba liderada por una mujer menuda y fea, de mucha edad. Sus ojos eran grandes, pero estaban casi ocultos por unos párpados que parecían haberse rendido a la gravedad. Llevaba el pelo gris recogido en un complicado moño. Su sonrisa parecía una mueca burlona. Tenía las manos apoyadas en un pequeño bastón de metal con brillos dorados. Su senescal era un anciano tan viejo como ella, cuya voz brotaba de una barba blanca y espesa para decir:
   -Su Majestad, la reina Mim décima de Belaim, se presenta ante el gran rey Wistum de Uyukbarat con un presente.
   La tercera persona de la comitiva de Mim, un chico de apenas diez años, dio un paso al frente y se arrodilló alzando un cojín que tenía en las manos. En el cojín había algo que despedía un brillo blanco. Nokembum se acercó. Washivan observó a su portavoz mirar extrañado el objeto, tomarlo pesadamente en sus manos y regresar. Al llegar, Nokembum les mostró el regalo. Wistum gruñó de disgusto:
   -¡Un huevo!
   Efectivamente, se trataba de un extraño huevo blanquecino bastante grande. Washivan quería controlarse, pero la rabia de su abuelo se contagiaba con facilidad. Consciente aún de la necesidad del protocolo, dejó que Nokembum hablara tras indicarle lo que pensaban al respecto. El portavoz tramó una exagerada respuesta sarcástica y se dirigió a la comitiva de Mim para decir:
   -Aceptamos vuestro regalo azorados. Nos apena quedarnos con el bien más valioso de  Belaim. ¿Está segura su majestad Mim de que puede permitírselo?
   Mim sonrió divertida, pero dijo por lo bajo:
   -Realmente es nuestro bien más preciado. Más aún que nuestras minas de diamantes. Por favor, aceptadlo. Tal vez llegue el día en que lo apreciéis tanto como nosotros.

   Nokembum, que aún sostenía el huevo, echó una última mirada a Washivan, que asintió. El portavoz dejó el extraño regalo en manos de un auxiliar, que seguramente lo llevaría a algún almacén donde no volverían a saber de él. O incluso se lo llevaría a su casa, donde a la noche cenarían una buena tortilla.

   La otra comitiva constaba de ocho miembros, todos ellos engalanados hasta las cejas. Por su vestimenta ostentosa hasta el ridículo, el rey parecía salido de algún circo. Era un hombre joven de aspecto saludable, con un bigote frondoso, largo y muy cuidado. Su corona parecía confeccionada con todos los metales, e incluso ostentaba algunas plumas. Su senescal era una mujer alta y delgada, de ojos azules y nariz respingona, que se encargó de presentar a su grupo:
   -El rey de Turaibarataim, duque de Ubundaibarat, marqués de Nusarin, conde de Burumkiri, barón de Burumkakiri y señor de las colinas de Sisautami, Sahamir primero, el grande, saluda al rey Wistum. Para mostrar su buena voluntad, con gran generosidad ha traído un presente para que disfruten de él todas las generaciones venideras que gobiernen la montaña puntiaguda.

   Wistum refunfuñaba con tanta fuerza que se le podría haber oído al otro lado de la ciudad. Gruñía por lo bajo:
   -Se ha sacado todos sus títulos como si por ser señor de tres colinas fuera más importante que yo. No ha mencionado la palabra Uyukbarat, el nombre oficial de mi reino. Ha venido para burlarse de mí.
   Se silenció un poco mientras esperaba que sucediese algo. Los ocho miembros de la comitiva de Sahamir no parecían llevar ningún regalo. ¿Sería aquello otra broma? "Quizás me regalarán un diamante invisible", pensó amargamente. La paciencia de los demás también se estaba agotando, hasta que Nokembum preguntó:
   -¿Y bien?
   -Por favor -dijo la senescal- esperad un momento.
   Los ocho miembros de su grupo miraron hacia atrás a la vez. Wistum, Washivan y Nokembum echaron una mirada en aquella dirección. Desde su posición en lo alto de la escalinata del Palacio Blanco se tenía una vista muy buena de la calle principal, que se extendía kilómetros hasta llegar a la misma entrada al reino -al menos, la entrada oficial. Se trataba de una avenida extraordinariamente ancha, pese a lo cual "algo" avanzaba ocupando casi todo el espacio disponible a lo ancho.
   La multitud estaba conmocionada a la vista de semejante obsequio, que seguía su avance imparable. Estaba montado sobre una estructura con ruedas, e iba tirado por cerca de cien urúas. Wistum se enojó pensando en la suciedad que estaban dejando a su paso.
   Conforme se acercaba, se podían distinguir detalles, pero era algo tan extraño que tenían problemas para asimilar su esencia. Sólo cuando estuvo a cien metros, Washivan supo de qué se trataba. Llegaba hasta tan alto como la parte más alta de palacio, excluyendo las agujas y torres. Estaba hecho de madera, y tenía las velas recogidas. Wistum jadeó, al borde de un ataque:
   -¡Un barco!
   Sahamir tomó la expresión como una muestra de complacencia, y dijo:
   -No os veáis obligados a compensarme. Tomadlo como un regalo por el que no pido nada a cambio.

   Esta vez fue Washivan quien gruñó, pero en un tono controlado y bajo para evitar que el invitado le oyera:
   -¿Qué vamos a hacer con un barco? ¿De qué nos sirve a los goganu?

   El ama de llaves apareció como de la nada y se llevó a seis personas, los tres de la comitiva de Mim, y a Sahamir y dos de sus auxiliares. Wistum se quedó mirando el barco con una expresión cercana al odio. Nokembum le preguntó:
   -¿Qué vamos a hacer con esto?
   -Dame una antorcha -fue la respuesta decidida de su abuelo.
   -No -se apresuró Washivan-. El humo que saldría de tanta madera tardaría días en disiparse. Tampoco sería educado sacarlo fuera del reino. Me temo que no puede ir a ningún sitio.
   -Pero no se puede quedar ahí, bloqueando el foro -espetó el rey.
   Nokembum dijo, solícito:
   -Me encargaré de buscar algún lugar para el barco, Majestad.


   Riusaidat vagabundeaba por las calles de Uyukbarat junto con Lilé, Suidé y Abindé. En realidad no sabía cómo había sucedido aquello. La fiesta del día anterior se había extendido, con una sucesión de bebidas cada vez de mayor graduación y peor sabor, hasta la madrugada, momento en el que dos guardias con mala cara aparecieron por la puerta de la posada y amenazaron con meterlos a todos en el calabozo. A esas alturas la bebida había hecho estragos en los cerebros de la mayoría, que sólo con gran dificultad pudieron subir las escaleras a los pisos superiores, donde les esperaban las habitaciones.
   La posadera, que no había tomado ni una gota de alcohol, ayudó a muchos a encontrar los cuartos. Éstos consistían en grandes espacios con muchas camas, consistentes en sacos de plumas más o menos grandes. La intimidad era un lujo. Muchos dejaron caer sus cuerpos abotargados. Si alguno caía sobre un lecho y no sobre el duro suelo era pura casualidad. Riusaidat había conseguido apartar uno de los sacos hacia una esquina, donde apenas fue molestado. Tuvo un sueño intranquilo.

   Por la mañana se había despertado con mucho frío, pues las brisas que azotaban la montaña parecían campar libremente por la habitación. Turumirut, Haut e incluso mudito habían presentado un aspecto horrible. El último se sujetaba la cabeza con las manos, como si temiera que le fuera a explotar. De Hakimutami no se sabía nada. Las diez personas, de las cuarenta en total, que había en la habitación parecían pegados a sus sábanas. Así había comenzado el día.

   Al bajar los dos pisos hasta la planta baja se había encontrado con el humano que les recibió a la posada el día anterior, mientras agitaba con brío una escoba por el suelo. Era un hombre alto y calvo, de edad indefinida. Le devolvió la mirada y le dedicó una fea sonrisa para volver a su labor. El humano preguntó:
   -¿Has dormido bien?
   Riusaidat no estaba acostumbrado a tratar con humanos, y menos a que le tratasen informalmente. Pero respondió:
   -Muy bien, gracias.
   -Me va a costar mucho limpiar este salón -recriminó el humano. Riusaidat optó por ignorar el comentario.

   También escuchó el ruido de agua corriente y platos en la cocina. Quizás le dolía un poco la cabeza de modo que no coordinaba bien sus pensamientos, por lo que decidió ir a ver qué pasaba. Avanzó unos pasos, atravesó un par de arcos que hacían de puertas -y que posiblemente en otro tiempo hubieran sido puertas de verdad, de madera y todo-, y se personó en la cocina. Era una habitación pequeña y no muy limpia. Quien quiera que fuera su encargado no sabía realizar correctamente su labor.
   Riusaidat tragó saliva al ver que quien allí estaba era Sivenia, vuelta de espaldas y fregando los platos. Él se dio cuenta de que estaba solo con ella. Se preguntó si podría hablar con la posadera un rato, pero no se le ocurrió qué decir. Entonces la miró. Parecía tensa. Quizás hubiera notado que él estaba ahí, aunque había entrado con mucha discreción.

   Como no se le ocurría nada que decir, decidió que lo más inteligente era no decir nada. Además, aún estaba enfurruñado porque ella le había ignorado la noche anterior. Había comenzado a salir de la posada cuando una voz estridente le llamó desde arriba.
   -Riusaidat- era una voz que pretendía ser armoniosa.
   Por la escalera aparecieron tres figuras. Se trataba de las tres inseparables amigas, Lilé, Suidé y Abindé. Riusaidat se sorprendió de ver a Suidé en pie, pues aún tenía vivo en el recuerdo la cantidad de alcohol que había tomado la ardiente joven el día anterior. Sin duda, la bebida había causado algún efecto. Ahí estaban los ojos cansados y ojerosos. Lilé estaba perfectamente, pues aunque durante la fiesta había hecho como que bebía, Riusaidat la sorprendió en alguna ocasión escupiendo lo que parecía haber tragado, o derramando su jarra como por descuido. Abindé era... Abindé. Seguramente ni siquiera le hubieran dejado beber. Riusaidat no lo sabía, pues ni siquiera la había mirado el día anterior.
   La que había pronunciado su nombre debió de haber sido Suidé, pues había sonado soñoliento y cansado. Lilé tenía una voz mucho más inocente, y Abindé una voz mucho más estúpida. Suidé, al verle, se abalanzó en sus brazos. Ruisaidat, que no lo había anticipado, sólo pudo quedarse ahí inmóvil y petrificado.
   -Riusaidat -dijo ella-. Oh, llévanos a dar una vuelta por la ciudad.
   -¿Yo? -preguntó él, notando que el ruido del fregar de los platos tras él había cesado justo en ese instante, y sintiendo dos ojos clavados en su nuca.
   -Eres el único hombre que sigue entero esta mañana -replicó Suidé -Además, no pretenderás que tres doncellas vayan solas y sin protección por estas calles desconocidas. Podría pasarnos algo.
   -Por fa- pidió Lilé.
   Riusaidat no había tenido más remedio que acceder.

   Y allí se encontraba él, en una callejuela de aspecto insalubre por la que Suidé se había empeñado en pasar. Aquello no se parecía nada a la calle principal. Es más, ni siquiera estaba dentro del círculo que delimitaba la ciudad, sino en una galería lateral. A los lados, en lugar de casas, había dos paredes de piedra que se juntaban en lo alto a bastante distancia, salpicadas de pequeñas ventanas contrahechas. El camino caía en una pendiente pronunciada, tanto que a Riusaidat le daba la impresión de que ya no estaban directamente bajo la montaña.
   Había un desagradable olor a humedad y moho impregnando todas las superficies del lugar, y la oscuridad llenaba la galería, pues al parecer los ingenieros de luz de la ciudad no habían tenido en cuenta los caminos secundarios. O puede que éstos no estuvieran ahí cuando los ingenieros crearon sus trampas de luz.
   Riusaidat observó extrañado la pobreza del lugar. Había agua -o él quería creer que era agua- corriendo por el suelo galería abajo, estancada en algunos puntos donde alcanzaba la profundidad de dos pies, y seres inmundos revoloteaban sobre ella. El suelo era la propia roca viva, sin baldosas ni pulido de ningún tipo. Por las paredes se veían lombrices y otras criaturas menos atractivas.

   Un grupo de gente, apenas diez goganu de aspecto deplorable, estaba congregado alrededor de algo. Al acercarse, Riusaidat vio que el centro de atención de aquellos era un urúa moribundo, tumbado en medio del camino, con media cara hundida en un charco. Imaginó que aquellas personas estaban allí para transportarlo a una cuadra limpia, o algo parecido. Lo que vio fue otra cosa.
   Los diez goganu empujaron el cuerpo del urúa hasta dejarlo pegado a la pared, a un lado, y luego siguieron su camino. Riusaidat inmediatamente pensó en Céfiro, y en lo poco que le gustaría que se le tratase así. Sintió asco de la gente de la ciudad. Había gente con mala cara mirándoles directamente. Suidé tampoco parecía complacida por lo que veía, de modo que insistió en que regresaran al círculo de ciudad.

   Al salir a una calle pavimentada y amplia, los cuatro respiraron con fuerza para purificar sus pulmones del ambiente por el que habían pasado. Suidé dijo, apenada:
   -Creía que el norte era una tierra de liberación y felicidad.
   -Hay pobreza en todas partes -se limitó a responder Riusaidat-. Estoy seguro de que lo que hemos visto es lo menos malo que había por ese camino.

   Avanzaron por la calle recta y luminosa que tenían ante ellos. Se trataba de un radio, de modo que al fondo se veía, como una perla muy lejana, el Palacio Blanco. El paso por la galería les había dejado pocas ganas de visitar el resto de la ciudad, de modo que deambularon sin prestar atención a lo que veían. Su charla se volvió circunstancial, haciendo notar el aspecto de la gente y de la calle.
   Tras recorrer un tramo bastante largo sin que nadie dijera nada, Suidé inquirió a Riusaidat:
   -¿Crees que soy bonita?
   -Eh -error. la pregunta le había pillado desprevenido, y era de esas preguntas a las que había que responder de inmediato-. Por supuesto.
   -¡Has dudado!
   -No.
   -Entonces cásate conmigo -dijo Suidé con una sonrisa maliciosa.
   -No -error. Lo había dicho demasiado rápido.
   -¿Es porque no te parezco bonita? Muy bien, se lo diré a Hakimutami, a ver qué opina de tu caballerosidad.

   Cuando, al fin, regresaron a la posada, el humano que había allí les saludó cordialmente mientras les sujetaba la puerta para que pasaran. El interior estaba desierto. Nadie podría haber dicho que cuarenta personas habían despertado allí aquella mañana. Riusaidat llegó a creer que se habían confundido de posada, hasta que vio a Sivenia tranquilamente bajar por las escaleras. Ésta se le quedó mirando perpleja, hasta que reparó en las otras tres.
   Riusaidat la saludó con un gesto de la cabeza, pero justo cuando quería hablar con ella para preguntarle lo sucedido, se le adelantó Lilé:
   -Sivenia -dijo ella-, ¿Dónde están todos?
   -Algunos siguen durmiendo -respondió la posadera-, pero muchos otros se han ido a buscar a cuatro amigos vuestros -entonces hizo una mueca de concentración y dijo-. Ya recuerdo. Están buscando al tal Hakimutami, y a esos tres que no parecían muy listos, Naubu, Saigu y Tutmat. Nadie les ha visto esta mañana, y no parecen haber dormido aquí.
   -Ese viejo gordo -suspiró Suidé-. Se habrá emborrachado tanto que seguramente se fue de juerga con los otros tres. ¿Qué se le va a hacer?

   Riusaidat consideró que su deber era ayudar en la búsqueda. Al fin y al cabo, Hakimutami y los otros formaban parte de la comitiva, igual que él. Y muchos que no formaban parte de ella le estaban buscando. Pero miró a Sivenia. Quizás debería decirle que se él se unía a la búsqueda. Sería un gesto educado, una explicación de a dónde iba. Claro que quizás a ella no le importase en absoluto. Siguió pensando en si decírselo o no, hasta que descubrió que la posadera había vuelto a desaparecer escaleras arriba.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:23
Wind_master

Te insto a continuar, Master. Sólo tú puedes darle ese toque mágico a los relatos.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:24
   Zutaimut, el senescal de la reina de Muhenbarat, estaba descubriendo todo un nuevo mundo de gentes y costumbres, sentado como estaba en una larga mesa codo a codo con senescales de otros muchos reinos goganu. Había nada menos que doce estandartes. Zutaimut reparó en todos ellos, recordando a duras penas sus clases de etnografía goganu.
   «Tres círculos, situados a la misma distancia entre sí» era el estandarte de Elisbarat. El senescal no supo muy bien qué significaba.
   «Tres triángulos, uno encima de otro» representaba la disposición norte sur de las montañas de Witbor. Las sillas bajo el estandarte estaban ocupada por varias mujeres. Una de ellas era delgada tenía cara afilada que no perdía detalle de lo que sucedía a su alrededor. Incluso captó la mirada de Zutaimut, quien inmediatamente pasó al siguiente.
   «Un huevo», el estandarte de Belaim. Aquella era gente muy extraña, se dijo Zutaimut. Sólo tenían un diplomático representándoles, un hombre anciano cuya barba blanca le cubría enteramente la boca.
   El siguiente estandarte contenía las figuras de un león, un urúa, un dragón y un cisne, sosteniendo entre todos cinco montañas sobre las que había la figura de un goganu sosteniendo a su vez un orbe. Se dijo que aquél no debía ser otro que el estandarte de Turaibarataim, pues ese reino se caracterizaba por una ostentación fuera de la lógica. Había siete personas bajo aquél estandarte, de ricas ropas y redondos cuerpos.
   A continuación reconoció las formas sencillas del estandarte de su propio país, Muhenbarat. Un simple cuadrado con un círculo dentro. El significado se había perdido hacía mucho, pero era una forma muy fácil de reconocer.
   El siguiente estandarte era el del reino anfitrión, Uyukbarat: Un círculo alrededor de un punto grande. Tampoco tenía idea de lo que podía significar. A juicio de Zutaimut, la mayoría de los estandartes eran hechos ad hoc, cuando nacía el reino, para distinguirlo de otros. No creía que realmente hubiera una simbología detrás, ni mucho menos que representase algo que tuviera que ver con el país. Volvió a mirar el círculo y el punto, creciendo su convicción. ¿Qué podía simbolizar aquello?
   Había hecho un repaso a los seis estandartes de su lado de la mesa. A continuación, pasó a los seis estandartes de enfrente. Estaban las cinco estrellas de Irimbuk, el triángulo invertido de Totaim, el castillo de la marca de Nor, el libro de Yodabuk, el urúa de Kitabor y... Zutaimut parpadeó y volvió a mirar. Luego parpadeó con más fuerza. Quizás había acontecido un cambio en el estandarte de Naukbarat y él no había sido notificado.
   -Imposible -pensó-. Y si hubieran cambiado el sencillo negro que era su estandarte, no lo hubieran hecho por eso -y recordó que la representación de Naukbarat aún no había acudido a Uyukbarat.

   Zutaimut miró un momento más el estandarte. En él había un dragón enroscado de cuerpo segmentado y sin patas. Había cuatro sillas bajo ese signo. Estaban ocupadas por unos hombres de aspecto serio, muy delgados y exactamente iguales unos a otros. Iban vestidos con una sencilla túnica blanca. Eran los únicos en la mesa que no probaban bocado, y tenían tatuado en la frente el mismo símbolo de su estandarte.
   Zutaimut se aproximó a su compañero de la izquierda, precisamente el portavoz Nokembum, que en ese momento acababa de recuperar el aliento tras haberse atragantado con un trozo de carne.
   -Disculpe, ¿quiénes son esos? -indicó con la mirada hacia los cuatro bajo el signo del dragón-. No reconozco ese estandarte.
   -¿Esos? Bueno, amigo, esos tienen una historia interesante -respondió Nokembum-. Dicen representar al señor de Urdur, que es una cordillera nauseabunda al norte de aquí. Digo nauseabunda porque ciertamente el olor que viene de ella es muy desagradable. Nadie se acercaría allí para contemplar el paisaje. Hay historias que hablan de extrañas criaturas surgidas de aquellas cavernas.
   -Ya, todo eso es muy interesante, pero ¿qué me dices de ese símbolo? -señaló al dragón-. Bueno, yo creía -y ahora hablaba en un tono más bajo, como si fuera una conspiración- que estaba prohibido.
   -¿Perdón?
   -Nadie puede usar ese estandarte -explicó Zutaimut-. Ya sabes por qué.
   -Cierto -Nokembum pareció ver al dragón por primera vez-. Bueno, está sobre fondo negro.
   -¿Y?
   -Que quizás ya no se considere lo mismo, ¿no?

   Zutaimut decidió no perder de vista a los cuatro comensales. La conversación en la mesa tocaba muchos temas y, aunque los cuatro del dragón no parecían interesados en ninguno, el senescal de Muhenbarat no pudo evitar atender a algunos de ellos. En cierta ocasión, un diplomático bastante inepto de Turaibarataim preguntó:
   -¿Alguien sabe por qué estamos aquí?
   -¿Comer? -respondió una embajadora de Witbor sarcásticamente.
   -Estamos esperando al último rey goganu -esclareció el senescal de Belaim.
   -¿Y una vez llegue? -quiso saber el primero.

   En ese momento llegaron los ayudantes prestos a servir el segundo plato. Nadie prestó atención a la pregunta, salvo, quizás, Zutaimut. El senescal recopiló todo lo que sabía del caso. Rememoró el momento en que había conocido al viejo del lobo. Había sido una tarde soleada, precisamente la misma en la que había tenido la noticia del nacimiento de su primer nieto. El senescal se permitió un momento enternecido al recordar cómo el pequeño le había tirado de la barba la primera vez que le vio.
   Volvió al hilo de sus pensamientos. El viejo había aparecido montado en su gran lobo a las puestas de palacio, y había pedido, aunque con voz contundente, ver a la reina. Su Majestad parecía informada de la extraña visita, y se recluyó con el anciano en la sala de audiencias. Al salir, la reina dio orden de formar una comitiva para hacer un largo viaje al norte.
   En los días siguientes el anciano se dejó ver mucho por el palacio, y Zutaimut había tenido ocasión de examinarle meticulosamente. El lobo parecía muy bien amaestrado, no así su dueño, que recorría el reino como una plaga dando su opinión sobre cómo deberían hacerse las cosas. En cierto momento el senescal tuvo ocasión de tener una charla con el anciano.
   Éste parecía cansado, pues acababa de llegar de un largo viaje, y Zutaimut aprovechó para servirle algo de comer y hablar con él. Su intención era conocerle mediante su voz. El senescal se sentía orgulloso de su conocimiento sobre las voces de los goganu, y cómo estas revelaban aspectos de la personalidad. Así pues, no le interesaba tanto lo que diría el anciano sino cómo lo diría. Empleó con él toda su astucia:
   -¿Viene de un largo viaje? -le preguntó mientras le servía una bebida.
   El anciano se limitó a aceptarla. Se puso a beber lentamente. Cuando daba un respiro, Zutaimut aprovechaba:
   -¿Ha llovido?
   Y entonces el anciano volvía a beber, más despacio que antes. Una nueva pausa, un nuevo intento del senescal:
   -Me han dicho que ha llegado hasta Irimbuk. ¿Qué tal va el reino?
   -...
   -Ese lobo suyo, ¿cómo se llama?
   -...
   -¿Le apetece algo de comer?
   -...
   -¿Tiene usted familia?
   Sólo ante esa pregunta el anciano pareció reaccionar, pero no fue positivamente. Le dirigió a Zutaimut una mirada cargada de resentimiento. Después le devolvió la jarra, que había terminado, y se alejó.
   El senescal, como rememoró, había tenido la ocasión de hablar con el anciano, pero no la supo aprovechar. Por alguna razón, el anciano no parecía interesado en absoluto en responderle. Al principio se tomó aquella reacción muy a mal, como si cada silencio fuera un insulto a su persona. Más adelante decidió devolverle la estrategia, y fue Zutaimut quien ignoraba al anciano. Mas, como éste nunca se dirigía al senescal, la táctica quedó deslucida.
   A lo largo del tiempo el anciano se había convertido en una figura más, que a veces estaba y a veces desaparecía misteriosamente. Aquello había ocurrido durante el viaje, pensó el senescal. El viaje, que seguramente era culpa del viejo, fue preparado con inmediatez. El anciano partió con ellos desde Muhenbarat. Iba montado en su lobo delante de todos, encargándose de que nadie se perdiera. Pero un buen día desapareció sin dar explicaciones ni dejar rastro. La desaparición había sido tan repentina que incluso parecía que su imagen en el recuerdo sólo había sido una alucinación.
   El grupo había continuado el viaje durante más de cien millas, hasta volver a encontrarse con el viejo. Éste reapareció como si nunca se hubiera ido. La reina se lo recriminó vivamente, consiguiendo tan solo que él desapareciera durante otras cincuenta millas. La siguiente vez que se le vio, la reina le trató con respeto.
   Y Zutaimut le odiaba por todo ello.


   La sala de audiencias quizás no era el mejor lugar para hacer las presentaciones entre monarcas, si bien es cierto que semejante aglomeración de cabezas coronadas se daba una vez cada cien años, tiempo suficiente para que quien había aprendido la lección cediera su puesto a otro.
   La reina de Muhenbarat hizo el único saludo que se permitía: unir ambas manos por los dedos. Cualquier otro tipo de saludo podría tomarse, bien como muestra de superioridad, o bien como sumisión. La persona a la que iba dirigida el saludo era el rey de Totaim, llamado Woriaiban, un hombre ancho de sonrisa fácil. Él llevaba puesta una cota de malla. Se trataba de una especie de tradición, recordó la reina, de la que los totaimenses se sentían orgullosos. Decían ser el "Escudo del norte". Por su parte, la reina vestía sencillas túnicas y mantos para protegerla del creciente frío. No se podría decir de ninguno de los dos monarcas que hacía ostentación de su posición, por lo que era de suponer que ambos deberían entenderse bien.
   Woriaiban tenía una voz dulce y agradable, y su conversación era a la vez bonachona e inteligente. Su único defecto desagradable era la falta de un diente que deslucía su, por otra parte, perpetua sonrisa.
   -¿Cómo ha sido el recibimiento que Wistum le ha preparado? -preguntaba él.
   -No como esperaba. Por lo que había oído, el rey de Uyukbarat no tenía ningún aprecio por la gente del sur, e incluso había tenido encerrado al príncipe Subarakut, ahora rey de Irimbuk, una vez que había acudido aquí.
   -Sí, el episodio del "secuestro real", como fue llamado en Irimbuk. Desde entonces Subarakut odia al norte más de lo que Wistum puede odiar el sur.
   -¿Por qué ese odio por el sur? -preguntó la reina de Muhenbarat-. En el sur no odiamos al norte. Hace más de trescientos años que no hay enfrentamientos. De hecho, los enemigos más tardíos de los reinos del norte han sido otros reinos del norte.
   -Es muy sencillo, Alteza -respondió Woriaiban-. El sur recibió la herencia de Aiubor. El norte sólo pudo copiar los nuevos conocimientos. Además, en el sur siempre se vanaglorian de su nobleza, pese a que por lo que sé muy pocos allí son nobles.
   -Entonces, la razón del odio es la envidia -dictaminó la reina.
   -En el fondo, sí, pero no debéis decir esto a nadie del norte o se enfadará mucho.
   -¿No sois vos mismo rey aquí, en el norte?
   Woriaiban pensó un segundo, y luego la miró con una sonrisa.
   -No soy envidioso. O al menos, puedo decir que no envidio las cosas del pasado, sino las del presente -y, cambiando de tema, añadió-. ¿Os interesa conocer a la marquesa Ia de Nor?

   La marquesa de Nor, una mujer joven y obesa se había acercado. Tras los saludos corteses, Ia habló a Woriaiban:
   -Vamos, Alteza, os estáis perdiendo todos los chistes de Nebanas y los cotilleos de Irbii.
   Woriaiban se alejó del lado de la reina de Muhenbarat para acompañar a Ia.


   Wistum estaba sentado de lado sobre cómodos cojines. Sus huesos le dolían al más mínimo movimiento, de modo que pasaba la mayor parte del tiempo quieto, dedicado a su mayor pasión, la lectura. No obstante, dado que sus ojos le fallaban, no podía leer a través de ellos, de modo que se valía de alguien para que fuera sus ojos.
   Washivan estaba sentado enfrente de su abuelo, sosteniendo un ejemplar bien conservado de "Pensamiento y reflexión", un tratado de filosofía de un eminente pensador goganu, a la sazón rey del reino perdido de Aiubor, Turayan el longevo. Los ojos de Washivan eran rápidos como su lengua. Nunca había cometido error alguno al leer a su abuelo ninguna obra, por compleja que fuera o extrañas expresiones que tuviera. No obstante, la lectura de un texto de Aiubor, sobretodo tratándose de Turayan, era un ejercicio intelectual doble de gran profundidad que Washivan asumía siempre como un reto.
   En la habitación, a parte del auxiliar del rey, había un niño sentado en un sofá frente a un libro de ilustraciones, con un aspecto totalmente aburrido. Cada minuto observaba fijamente el reloj de la pared, o se perdía en el movimiento de su péndulo antes de volver a sus ilustraciones, momento en que pasaba una página.
   El príncipe Washivan contempló la belleza de aquellas palabras. Comenzó con las propias letras. Las consonantes eran un conjunto extrañamente armonioso de rectas perpendiculares, mientras que las vocales destacaban por su redondez. Habían sido diseñadas por el fundador del reino perdido, Aiurat primero, de quien se decía que había sido discípulo del primero de los dragones, cuando éste ya agonizaba en su cueva del corazón del mundo.
   Las palabras habían sido elegidas cuidadosamente, dando la impresión cada una de ser la más acertada para contribuir al texto. A su vez, las palabras se unía entre sí mediante complicadas estructuras, mucho más profundas de lo habitual en cualquier texto, haciendo un uso intensivo de todas las capacidades sintácticas que dotaban a la lengua de los habitantes de Aiubor. Se trataba de una lengua antigua, pero no muerta, pensó Washivan, pues era la que usaban goganu de distintos países para comunicarse entre sí. Si desapareciera el aiuborino, el único idioma capaz de reemplazar su función sería el awisa, pero lo haría con grandes restricciones, pues era el idioma de los poetas, de difícil acceso para la gente prosaica.
   El rey Turayan parecía resucitado a través de las palabras que Washivan leía de su libro.
   -"Hay una terrible ley que parece regir Bardha con puño de hierro, por la cual cuanto más preciado, tanto más costoso es de conseguir aquello que anhela el espíritu, sea éste de metal, tierra, agua o aire. Muchos ejemplos ilustran el funcionamiento de este perverso designio, de los cuales el más famoso es sin duda el ciclo de Aiurat y los dragones, aquellas fantásticas criaturas cuya sola visión exige ya un precio.
   »Cuenta la historia oficial que Aiurat, entonces un simple granjero, dio por casualidad con la cueva que daba cobijo a los dragones. Consiguió obtener de ellos el conocimiento que sería el germen de nuestra civilización, pero tuvo que pagar un terrible precio que, a la larga, al menos a él no le compensó.
   »¿No son los propios dragones otra prueba de la existencia de dicha ley? ¿No son ellos el resultado de la consecución de un logro sólo comparable a la terrible transmutación que el alto príncipe issfo y sus afines sufrieron por su gran avance en el control de un elemento que no era el propio de su raza?
   »Y poco después de los sucesos ocurridos a los dragones, otro gran logro, esta vez el de la raza de los issfos de elevar sus islas sobre la tierra, trajo consigo grandes inundaciones que anegaron el mundo y amenazaron la propia estabilidad de las islas issfoadas, y la vida de sus pobladores.
   »Pero, así como grandes hitos conllevan terribles castigos, un aspecto inverso de la ley explica que grandes sacrificios traigan no menores recompensas. Tal fue el caso del gobernador Waras, quien heroicamente ofreció su issfoada como pago que habría de llevarse a cabo para salvar a los demás de aquellas terribles inundaciones provocadas por ese exceso de poder. Su valor y el de muchos otros les hubiera provocado la muerte, sacrificados a las aguas. No obstante, la ley actuó y recompensó su arrojo, si bien la recompensa puede considerarse extraña. En lugar de la muerte, los seguidores y descendientes de Washivan, llamados Warfos, sufrieron cambios en sus cuerpos que les permitieron sobrevivir a las aguas, llegando incluso a ser dependientes de ellas.
   »Hay, por tanto, una ley que establece terribles castigos por la soberbia y el poder, y grandes dones para quienes se sacrifican. Parece haber un elemento igualador en la formación de Bardha que....


   Wistum bostezó entre sus cojines. Washivan detuvo su lectura, temeroso de estar aburriendo a su abuelo. La lectura podía resultar ciertamente tediosa, más cuando la mente empezaba a carecer de la agilidad necesaria para comprender. Decidió cerrar el libro y dar un respiro al anciano que tenía delante.
   El rey de Uyukbarat abrió sus cansados ojos. No parecía haber asimilado nada de la lectura. Tan solo dijo:
   -Washivan.
   -¿Sí, abuelo?
   -¿Qué habrá sido de ese huevo?
   Washivan hizo memoria, no tardando en recordar el extraño regalo con que la reina Mim de Belaim les había obsequiado. Respondió:
   -Creo que Nokembum se lo dio a un ayudante, sin ninguna instrucción concreta. Lo más probable es que ya sea tortilla.
   -Es una lástima -recapacitó el anciano-. Quizás tenía algún significado que se me escapó. Quizás era importante, de alguna manera.
   Washivan no sabía que decir. Ante su silencio, su abuelo trató de explicarse:
   -Creo que ese huevo pretendía enseñarme humildad. No podía ser un regalo más simple, y aún así lo añoro más de lo que añoraré jamás el barco.

   Wistum se despidió de su nieto y se alejó por un largo pasillo, seguido de un auxiliar Wistum. En la habitación quedaron tan solo Washivan y el niño.  Éste era menudo, aunque de complexión robusta. Su barbilla sobresalía como en un gesto desafiante, y junto con sus ojos y el resto de sus facciones revelaba una personalidad impetuosa. Washivan le preguntó:
   -¿Has entendido algo, Weras?
   -Nada.
   -No importa. Llegará el momento en que lo comprendas. Pero, para ello, primero debes estudiar la "Historia de Aiubor" de Nimidum, el viejo. Tampoco te vendría mal conocer la historia de otras razas, sobretodo de la de los issfos.
   -Pero ¿por qué de los issfos? Nosotros somos goganu.
   -¿No lo entiendes? Nosotros tratamos de recuperar el conocimiento perdido de Aiubor, que a su vez fue fundado sobre las enseñanzas que el primer dragón dio al fundador Aiurat. El primer dragón, además, fue issfo en su origen, como acabo de leer. Se suele hablar de él como del mayor pensador de Bardha.
   -¿Por qué?
   -Inventó la escritura, la alquimia, y fue el primero en manipular el fuego.
   -Y se convirtió en dragón por ello, ¿no? ¿Y si yo manejara el fuego? ¿Me convertiría en dragón?
   -No, seguramente te quemarías-dijo, con una carcajada.

   Weras se mostró indignado y salió de la habitación. Washivan pensó en él un momento antes de repasar los libros con la mirada. En la biblioteca del Palacio Blanco había obras únicas. No en vano se trataba de la mayor biblioteca de los goganu, sin contar los Archivos. Encontró un libro sobre alquimia que había estudiado a la edad de Weras, y que ahora encontraba simplista e incompleto. No obstante, le tenía cariño a ese libro, pues le recordaba a su infancia. Pensó que su hermano pequeño pronto tendría que leerlo, como él.
   
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:24
Wind_master

La historia se va desarrollando poco a poco. De momento, ardo en deseos de saber por qué están reunidos todos los monarcas goganu.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:24
Bloodthristy

Solo cabe añadir, continua.
Título: Re: Serie «Nuevos Reinos»
Publicado por: master ageof en 24 de Septiembre de 2009, 20:26
Wind, no puedo decirte ahora por qué se están reuniendo, pero si tienes mucha curiosidad, puedo decirte en qué capítulo se desvela.

Lamento mucho no poder escribir más deprisa, pero me está siendo difícil encontrar tiempo. Pero no penséis que voy a abandonar esto. Seguramente es lo mejor que he escrito.
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