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Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo VI: Historia.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 26 de Febrero de 2009, 13:18

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Khram Cuervo Errante

Los mares se rizaron y se encresparon, rugiendo con cada una de las mazas en que convertía las olas que lo poblaron. La tierra se sacudió, resquebrajándose quejumbrosa, perezosa, letalmente. El aire resopló como si quisiera romper el propio mundo, retemblando con el estruendo del trueno que sigue al feroz rayo. Los fuegos rielaron y crepitaron, ansiosos de escapar de la prisión pétrea de sus hogares.

La naturaleza entera se estremeció. La creación entera tembló.

Se avecinaba un cambio en toda la esfera. Ningún hombre, ningún elfo, ningún enano, ningún ser en toda la faz de la tierra fue consciente de aquello que se acercaba, pero todos, sin excepción, desde el insecto más pequeño hasta el mamífero más grande, sintieron la ondulación que se formó en aquel instante. Unos cuantos pelos erizados, una angustia pasajera. Aquella perturbación en el ambiente se manifestó de millones de formas distintas, tantas como seres la sintieron.

Shan'dru, la diosa de la Vida fue la primera en ser consciente. Un escalofrío recorrió su piel de tierra. Los límpidos lagos de sus ojos se iluminaron.

Venía a ella.

Le había llamado desde la cuna. Le había elegido desde su concepción. Había urdido el hilo de su vida intrincándolo con otra infinidad de hilos hasta que su hermana Druma lo cortara. Sólo ella sabía donde estaba el final. El resto de su trama lo había querido custodiar ella. Sabía que rehuiría toda la responsabilidad en la que se vería implicado. Sabía que aún la negaría infinidad de veces hasta que se rindiera a la evidencia de su propia existencia. Sabía que sería suyo y aquello no lo podía cambiar él, por mucho que se creyera en posesión de su propio destino.

Mientras tanto, cuidaría aquel hilo precioso, mimándolo hasta que llegara el momento de cosecharlo, hasta que llegara a aquel punto en el que ella había elegido que se cruzara con el suyo. Esperaba con ansia aquel momento. En la gran batalla que se avecinaba, en la contienda que unos y otros empezaban a barruntar, tendría un gran papel que desempeñar. Sería uno de los principales actores en aquella obra que se había escrito al inicio de los tiempos y que se acercaba inexorable. Uno debería ser expulsado y otro regresaría.

Ineludible destino.

- ¿Aún sigues atesorando esa hebra?

- ¿Y por qué no? Tú también la codiciabas. ¿Acaso estás esperando a que deje de cuidarla para robármela? Es mía, la tejí mucho antes de que tú supieras que le daría forma. Igual que a todos los míos. Igual que a todos los tuyos.

- No debiste ocultármela. He tenido que arreglar demasiado mi parte del tapiz.

- Si te lo hubiera dicho, lo habrías elegido tú. Ya te dejé que lo trastocaras bastante cuando te dedicabas a entretejer el hilo en tu parte. Y sospecho que te lo hubieras quedado para ti.

- Hermana –
una sonrisa sardónica se esbozó en el rostro de la Seductora, – tú has dejado que se te escape. Has dejado que te abandone. Yo no lo hubiera permitido jamás. Yo habría mantenido su alma junto a mí en todo momento.

- Y lo hiciste bien, hermana. Te la quedaste mucho tiempo, más del que yo hubiera deseado. Y fuiste tú la que provocó que renegara de mí. Pero adiviné tu intención a tiempo y recoloqué la hebra en su sitio antes de que fuera demasiado tarde.

- ¿Estás segura de que no es demasiado tarde?


Una amarga risa resonó por toda la estancia. La segunda mujer, vestida de negro, por llamar vestido a la escasa indumentaria que cubría sus generosas y tentadoras formas salió de allí, dejando a la primera con la duda flotando en el aire.

"Que piense así. Será mejor que crea que me ha hecho dudar". Se volvió de nuevo a la urdimbre que había estando observando desde que había rescatado aquel hilo de las garras de su hermana.

Ya llegaba el momento. Ya estaba a punto de unirse a su destino. Y ella le guiaría.

"¿Por qué me abandonaste?"

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Khram Cuervo Errante

#1
El barco cabeceaba cada vez más y el viento, que se arremolinaba alrededor de las velas, arreciaba en todas las direcciones, echándoles el agua a la cara.

- ¡Largad esas putas velas, cabrones! Si se rompiera uno sólo de los mástiles, os juro que asaré vuestras criadillas con vosotros dentro.

La voz del capitán del navío bramaba por encima del estruendo de la tempestad, que cada vez vertía más fuerza sobre aquel cascarón zarandeado por la fuerza de las olas de alta mar. Los rudos marineros se gritaban ásperas órdenes los unos a los otros y las botas roídas por el salitre y los pies descalzos resonaban sobre la crujía. Unos se encaramaban sobre los mamparos, otros trepaban por los cordajes, soltando todo el trapo que la tormenta les permitía. La lluvia caía a plomo sobre los hombres, que, empapados por el agua que caía del cielo y que les subía desde el oscuro océano, se afanaban trabajosamente por mantener a flote el sampán. Con cada ola, el casco zozobraba peligrosamente, amenazando con recostarse sobre una de las bordas, hundiéndose para siempre con toda su tripulación.

- Mantened las velas al sotavento, hijos de mil padres. Si se os ocurre recoger medio metro de trapo, os saco las tripas para amarrar las velas.

El único pasajero que llevaba el barco a bordo miraba, a través del ojo de buey del único camarote que había en el sampán, cómo maniobraban los marineros. Sabía que los hombres consideraban un inútil al hombre que el armador había puesto al mando. El armador, un hombre gordo y de piel cetrina que le había cobrado una pequeña fortuna por dejarle subir a él y a su caballo a su barco, parecía empeñado en que su vehículo se hundiera. Los kitai'i, un pueblo demasiado pragmático, habían inventado un sistema de reembolso de cantidades perdidas debido a accidentes. Estaba claro que al gordo sólo le interesaba el dinero de aquel "seguro". Le interesaba bien poco que la mercancía (por la que el "seguro" le había prometido una jugosa suma si se perdía) o que los hombres (que el "seguro" no se había dignado en cubrir) se hundieran con el barco. Lo único que quería era aquel dinero.

Y el capitán, un borracho que había encontrado dormido a la puerta de un prostíbulo, parecía el hombre perfecto para hacerlo. Aunque le había prometido una gran suma por aquel viaje, sabía que no le habría de dar ni un solo león. El armador había sido bastante astuto.

Y había que reconocer que él también. Nada más embarcar, aquel hombre había intentado quedarse con su corcel. Había acomodado al animal en la bodega, junto a su equipaje y unas cuantas balas de un heno oloroso que los marineros habían llamado albahaca. Él había subido a cubierta, para ayudar a los marineros. No es que fuera un lobo de mar, pero se defendía bien sobre las cuadernas y la cofa del vigía era uno de los sitios más accesibles para él. Cada día bajaba dos veces a verlo y comprobar cómo estaba, pero una de las noches que le había tocado hacer guardia junto a un marinero entrovino, decidió ir a echarle un ojo al caballo. La sorpresa al comprobar que se había desvanecido, como uno de los monjes kitai'i, fue mayúscula. De entre los fardos de su equipaje extrajo un enorme mandoble de hoja impoluta, a pesar del tiempo que hacía que había sido forjado y se lanzó por la escalerilla hacia la cubierta, subiendo de dos largas zancadas. Allí removió todos los aparejos, despertando a todos y cada uno de los marineros que roncaban en posturas inverosímiles, mecidos por la bonanza que reinaba en el mar. Dos tuvieron la desfachatez de insultarle y escupirle a la cara. Ninguno pudo volver a escupir jamás. Finalmente, un relincho resonó en el camarote del capitán. El jinete reventó la puerta del camarote de una patada, le cortó una oreja al cuatrero y lo echó con cajas destempladas. Cuando el hombre quiso volver a entrar en el camarote, lo único que recibió como respuesta fue un puntapié en el culo y una coz en las costillas. Desde entonces, el extranjero ocupó el habitáculo y nadie tuvo suficientes agallas para reclamarle el uso de aquella cámara.

Ahora, tras asegurar que su animal se encontraba bien y no había peligro de que el temporal lo dañara, aquel gigantón de oscura melena, salió del camarote. Si el capitán seguía dando órdenes en aquel sentido, el sampán se iría a pique antes de que pudieran alcanzar costa alguna. Era una embarcación que le resultaba extraña, pero sabía que aquella no era manera de bregar contra viento y lluvia. Aquella embarcación tenía dos palos más de los correctos. Acostumbrado a los drakkar que sólo llevaban un mástil, aquella embarcación llevaba tres mástiles, como las galeras entrovinas o mydonitas, pero un tanto extraños. El palo de mesana y el palo mayor ocupaban el centro de la cubierta, completamente alineados. El trinquete se insertaba a babor, por fuera de la proa. Si todo el trapo seguía largado e hinchado, la fuerza de aquel tifón se los llevaría al fondo del mar y quién sabe qué hijo de Shan'dru podría recoger sus restos.

- ¡Amurad la mesana, pandilla de inútiles!

Fue el último rugido que dio el bastardo borracho que los llevaba a su perdición. Estaba tan bebido que al extranjero le bastó un solo golpe en la nuca para llevarlo a un estado de inconsciencia total.

- Izad la mesana y el trinquete. Vamos a intentar defendernos con la mayor. ¡Y dad gracias a los ancestros si no nos vamos a reunir con ellos en el fondo de este mar!

Los hombres no tardaron en obedecer. Aquella orden era muchísimo más lógica que las que había vomitado aquel imbécil borracho del capitán. Incluso el extranjero se puso a trabajar con los demás. Trepó por los cordajes hacia arriba, hasta llegar a la cruceta de mesana. Tironeó de las sogas que amarraban la vela junto a otros dos marineros, pero el viento dificultaba muchísimo cualquier maniobra. El agua había conseguido empapar los aparejos y las cuerdas muchas veces resbalaban entre las manos de los hombres, abrasándoles las encallecidas manos. Las olas hacían encabritarse al barco, que subía y bajaba bruscamente, cabalgando sobre un terreno abrupto. A veces, el barco quedaba literalmente suspendido en el aire, sin tocar el agua y caía a plomo, dejándoles las rodillas hechas fosfatina. Los golpes de viento giraban las botavaras, retorciendo el trapo, haciendo casi imposible izar las velas.

Repentinamente, se formó un remolino de viento que retorció la singladura del sampán. La proa y la popa cambiaron su posición tras aquel golpe de viento. Uno de los hombres que se había subido a la mesana con el extranjero no pudo agarrarse a tiempo a los cordajes y cayó con un espeluznante alarido sobre la crujía, reventándose todos los huesos con el impacto. Otro salió volando por estribor con los cabeceos de la embarcación. Otro más se ahorcó con uno de los cables que mantenían sujeta la vela de trinquete.

Dejaron los cadáveres a su suerte. Los muertos, muertos estaban y no se podía hacer nada por ellos, pero sí por los vivos. No dejaron de bregar, pero el clima era un enemigo demasiado poderoso contra el que no se podía luchar. O sí, si es que hubiera completado sus estudios de hechicería. Pero no era más que un iniciado sin capacidad siquiera para conjurar una simple brisa, mucho menos para poder atajar una tempestad de aquella magnitud. Así que tuvo cuidado de asirse a los cordajes. Bajó todo lo deprisa que se lo exigía la situación y todo lo despacio que se lo permitía. Los tacones de sus botas resonaron en la bodega al caer sobre la crujía de golpe. Se hizo un nudo con uno de los cabos en uno de los brazos y ató el otro extremo al timón. La verga de dirección no paraba de menearse aquí y allá: el timonel era el que había saltado por una de las bordas y no había nadie que gobernara en medio de la galerna aquel débil cascaron. Agarró aquella madera y se dispuso a sujetar con todas sus fuerzas el empuje de las olas que arrastraban la pala del timón y la hacían girar descontroladamente.

Era casi imposible guiarse. Las negras nubes que comandaban aquella tempestad oscurecían el cielo e impedían cualquier visión de las estrellas que debían guiarlos. Aunque ya no podían decir si era de día o de noche. Tal era la oscuridad que los había engullido.

El extranjero bregaba contra viento y marea, intentando enderezar aquel timón que no dejaba de dar bandazos en un sentido y en otro. Los marineros se aferraban a lo que podían en medio de la tormenta que los golpeaba contra el maderamen. Los más astutos habían tomado ejemplo del hombre que ahora intentaba gobernar el timón y se habían atado o asegurado a la cubierta, los mamparos, los mástiles o ambas amuras. Los menos intentaban asirse a los que se habían conseguido afianzar de alguna forma, resbalando por la humedad que empapaba ya a unos y otros. Más hombres fueron despedidos del sampán y engullidos por el oscuro océano. Los relinchos de un caballo resonaron en medio de la tempestad y muchos de aquellos hombres, curtidos por la mar embravecida, dignos de haber sido paridos por el mismísimo Malak, se echaron a llorar, pensando que el heraldo del Segado había venido a recoger sus almas condenadas. El único que no se asustó fue el propio dueño del animal, que era el que ahora mismo tenía en sus manos el destino de aquella embarcación.

Justo cuando parecía que aquel tifón no amainaría jamás, la intensidad de los vientos les dio algo de tregua. La lluvia no. La lluvia comenzó a jarrear con toda la fuerza que había perdido el vendaval, empapándolos aún más, como si considerara que no estarían suficientemente mojados hasta que ella completara la tarea que el mar había comenzado con los salpicones de las enormes olas con las que había barrido la cubierta. Ahora, aunque arbolado, el océano les daba una pequeña tregua sobre la crujía. Seguían subiendo y bajando con todo el poder de aquella furia desatada en que se había convertido el océano, dando fuertes cabezadas contra la oscura superficie, hundiendo aquella proa carente de quilla en la que se había embarcado.

El extranjero liberó un poco el timón, dejando que el sampán volviera a poner la proa hacia su destino. Los hombres comenzaban a retomar sus posiciones y a hacer recuento de los daños. Habían perdido al menos diez hombres y el capitán seguía tirado sobre la cubierta, inconsciente. Los hombres aún dudaban si tirarlo por la borda, pero el propio extranjero les quitó la idea. Le respetaban.

Con las manos en el palo de la dirección, aquel hombre comenzó a recordar cómo había llegado allí.

***

Había recorrido muchas leguas en camino a ninguna parte. Cabalgando sobre la nieve y el hielo había pasado muchos días y muchas  noches, aunque no había sido tan penoso como la primera vez que lo intentó. Ahora no huía de los campamentos. Cada poco tiempo encontraba gente que quería que pasara algún tiempo con ellos. Era ahora un héroe conocido en aquellos parajes y todos querían que estuviera en su poblado. Él quería abandonar aquella tierra que tanto había aprendido a amar y que tanto le había hecho recordar. En lugar de olvidar, como había sido su primer impulso, el hielo, el frío y las ventiscas constantes le habían hecho añorar las noches de fuego e historias que le habían criado. Incluso había empezado a recuperar creencias que había enterrado muy hondo, demasiado hondo en su corazón.

Los dioses no existen.

Y sin embargo, parecía condenado a cumplir la voluntad de seres superiores, con voluntades superiores a la suya. Por más que él quisiera atravesar el fatídico Desierto de la Locura, sus pasos jamás le guiaban hacia aquel erial. Por más que intentaba continuar viaje hacia tierra de magos, su corazón seguía guiándole fuera de los confines de la magia, llevándole por derroteros que sólo podían unirle más a aquellos lugares de los que él deseaba desligarse. Y las continuas e involuntarias escalas en clanes tan variopintos como el clan Hielo, el clan Ykeem o el clan Sureño le retrasaban.

Por fin, casi diez lunas después de retomar su largo viaje, el hielo y la nieve dieron paso a una tierra dura y estéril. En sus oídos resonó un bramido enloquecido, un sonido que conocía demasiado bien. El mar había desatado su furia. Le recordaba a los feroces Nutria y los bravos Albatros, señores del mar, que con sus ágiles drakkar tenían el control del inmenso océano por el que osaban navegar. Piratas aguerridos y faltos de piedad, guerreros inmisericordes, eran capaces de desvalijar las potentes escuadras entrovinas y las galeras mydonitas, hundiéndolas y matando a todos los tripulantes. Ahora se abría ante él, cortándole el camino hacia cualquiera que fuera su destino. Aunque no tuvo que esperar mucho para poder proseguir.

En aquella playa había una tripulación de marinos shyrmis, que rastreaban los aledaños de la orilla del mar. Había varios ingredientes para pociones que podían aprovecharse para dominar voluntades o enamorar a esa persona tan especial. Anduvo observándolos durante un tiempo, calibrando cada uno de sus movimientos. Después de vigilarlos durante un par de horas, quedó patente que aquellos hombres no eran magos, por muy shyrmis que fueran. Convencido de que si intentaran hacerle daño, podría manejar la situación, salió de su escondite. Se presentó y avanzó con cautela hacia aquellos marinos.

Resultó que el contramaestre de aquel bajel era hijo de un bortai y una entrovina que se alegró de tener allí a un compatriota. Aquel hombre, robusto como un roble y de risa franca y estentórea, parecía conocer bien las costumbres bortai, como decía, por su ascendencia. Preparó un asado bien condimentado, sobre una rugiente hoguera, bien dispuesta en el rudimentario hogar de piedras y girado sobre un espetón. Corrió la especiada cerveza shyrmi que, el viajero tuvo que reconocer que era, al menos, de tan buena calidad como la espumosa bárbara. Se contaron historias, hubo risas, y la noche, tan fría en la costa de aquel inhóspito mar como en el interior de la tundra, se atemperó con la calidez del fuego compartido en compañía de buenas gentes.

Debió beber sobremanera, como no hacía desde antes de abandonar su verdadero hogar, pues, cuando se despertó, aquel bastardo lo tenía amarrado en la bodega, a su caballo embozado con un saco de arpillera y sus espadas no aparecían por ningún sitio. De Kora, la pequeña mangosta no había ni rastro. Si había encontrado un sitio más cálido que los ropajes de su amo, seguramente se habría acurrucado cerca de aquel punto y estaría durmiendo tranquilamente. Silbó débilmente, para llamarla, o al menos intentarlo. Sintió cómo algo se removía pegado a su cuerpo. Le mostró las ataduras, como queriendo demostrarle lo que quería que hiciera, pero Kora no entendió, o no quiso entender, lo que quería decirle y volvió a acurrucarse entre los pliegues del manto del hombre. Refunfuñando por la respuesta de su animal, volvió a intentar liberarse de sus ligaduras. Tocó la pequeña piedra que llegaba colgada de un cordón de cuero, anudado al cuello. Pronunció una palabra en shyrmi y la habitación se iluminó, permitiéndole ver dónde se encontraba.

La bodega era la típica de una gabarra de carga. Segmentada por varios tabiques, para alojar distintos tipos de carga, era tan ancha y tan larga como la embarcación entera. Junto a su montura reposaban otros cuatro magníficos animales, asegurados con cadenas y aún más cegados que Ragnar, seguramente porque estaban sin domar. Al otro extremo aparecían los fardos más ligeros, como telas y pequeñas mercaderías, y las más pesadas, como frutas, muebles de artesanía y piedras preciosas se acomodaban en el centro. Él estaba recostado en el suelo, junto a la cuadra, maniatado y amordazado. No podía ver sus armas por ningún sitio. No tenía a su alcance nada que pudiera servirle para desatarse y la propia fuerza bruta no le servía para romper la soga. Afortunadamente, las espuelas que había llevado en sus botas aún seguían ahí. El inconveniente radicaba en que sus aptitudes atléticas dejaban demasiado que desear. Estaba fuerte, y sus músculos mostraban señales de estar bien ejercitados, pero su envergadura y el propio volumen de su cuerpo, le impedían tener una flexibilidad adecuada para poder llegar a rasgar las cuerdas con el metal.

Oyó pasos acercándose a la escotilla que daba acceso a la bodega. Desconjuró la luz y se puso en pie. Se dirigió con sigilo hacia la parte trasera de la escalerilla de acceso y, en la más absoluta penumbra, se preparó. Bajó el vigilante, y, como sospechaba, se dirigió hacia donde sabía que habían tirado al prisionero.

Una fracción de segundo después, aquel bastardo pataleaba en el aire, con el férreo abrazo de las extremidades del enorme prisionero en su pescuezo. La cuerda ayudó a estrangularlo y, al caer, con los ojos desorbitados y la lengua fuera, el hombre sintió cómo un nuevo fantasma, un nuevo cadáver, un nuevo crimen se añadía a los que ya  había cometido a lo largo a su vida.

Tanto daba.

Extrajo la espada que el muerto llevaba al costado y cortó, poco a poco, la cuerda que lo maniataba. Por fin Kora pareció entender lo que su amo pretendía y sus pequeños colmillos colaboraron a liberarlo. Con un pequeño toquecito que era a la vez premio y reproche, agradeció aquel gesto y castigó la desidia que había mostrado durante el primer requerimiento.

Terminó de desenvainar la hoja y la introdujo entre el cinto y el tabardo. Con cuidado, subió la escalerilla, mirando, con postura forzada, a través de la celosía de la trampilla. Veía las nubes pasar. La nave debía ser tan marinera como los barcos Nutria, pues, con la carga que llevaba era capaz de desarrollar aquella velocidad endiablada. Aguzó el oído, intentando escuchar los sonidos de la cubierta. Los pies de los que iban descalzos golpeteaban las cuadernas con fuerza y los pocos que iban calzados paseaban mucho más lejos. Calculó unas diez personas a bordo, aparte del muerto.

Sus opciones no eran muchas. Así que decidió improvisar.

Destruyó la escotilla de madera empujando con sus potentes hombros. La portezuela saltó en mil pedazos y sorprendió a todos los marineros en sus quehaceres. El que tenía más cerca fue el que menos tiempo estuvo sorprendido. Más de medio metro de acero le atravesó un pulmón y cayó sobre el maderamen con un resoplido sibilante y una estúpida expresión en el rostro.

Los demás reaccionaron rápido. Como hombres de mar, sus reflejos estaban bien entrenados y saltaron como monos, blandiendo estacas y espadas. Muchos se acercaron al prisionero, prometiéndoselas muy felices por su superioridad numérica. Aunque no tardaron mucho en caer en su error. Uno de ellos perdió la cabeza al primer golpe de espada del bortai. Un acrobático giro sobre su pierna derecha hizo caer varios miembros además de la cabeza del que tenía más cerca. Después de eso, se mantuvieron fuera del alcance de sus brazos, retrocediendo cada vez que acometía a diestro y siniestro.

El guerrero enseguida comprendió que en aquel combate, si seguía atacando de esa manera, sin herir ni dañar, se cansaría y la lucha sería inútil. Necesitaba un giro radical de la situación y para ello debía salir del cerco que habían formado los marineros a su alrededor. Saltó a un lado o a otro, pero su equilibrio en una nave estaba muy lejos de ser el que tenían aquellos hombres que, seguramente, habían nacido al abrigo del mar y que lo llevaban en la sangre. Sus reflejos eran mejores y podían escapar de los envites del bortai. Los oficiales miraban desde lejos, esperando que la tripulación de más baja estofa solucionara la papeleta, pero ni unos ni otros parecían querer acercarse a aquel hombre. Esto le dio tiempo para pensar una estratagema. Aunque sabía que no le aseguraba el éxito, conjuró un cegador haz de luz. Los hombres de la cubierta se llevaron las manos al rostro para protegerse los ojos, lacrimosos y doloridos. Este instante fue el que aprovechó el guerrero para escapar de aquel círculo de marinos y acercarse a los oficiales. Si el capitán caía, la nave sería suya y tendría una oportunidad de huir, a algún sitio más amistoso con él y su desgracia.

Pero no llegó a alcanzar el puente. Una figura encapuchada, de larga túnica y con una calma y tranquilidad pasmosas, salió de las cámaras bajo el puente. No amenazó a nadie, no abrió apenas la boca. Su voz tampoco pudo escucharse en ninguna parte y, si lo hizo, aquel leve hilo fue arrastrado por los vientos marinos hacia un plano en el que las ondas sonoras se perdieran para siempre. Con aquel simple gesto, uno a uno, los marineros corrieron a enfrentarse ciegamente al bortai, que, al oír trapalear tras de sí los furiosos pasos de las plantas desnudas sobre el maderamen, se giró con la espada robada extendida. Dos cayeron ciegos del todo, los ojos reventados por el filo del acero blandido con la habilidad que sólo dan la costumbre y el uso. Los demás, lejos de abandonar la contienda al contemplar las horribles heridas de sus compañeros, siguieron corriendo hacia el intruso. Y todos, sin excepción, encontraron una muerte horrenda. El guerrero ya no estaba en el mismo mundo que ellos.

Aquel hombre vivía ahora en medio de un aire espeso, que dificultaba los movimientos de sus oponentes y en el que su brazo era capaz de hender aquella densidad sobrenatural. Notó como el arco que dibujaba la punta del arma se quedaba impresa en el ambiente, cortando invisible el aire que lo rodeaba. Las estocadas se volvieron salvajes y la empuñadura estuvo pronto cubierta de pegajosos cuajarones de sangre coagulada y trozos de entrañas arrancadas con violencia de sus cuerpos. A uno de los marineros lo atravesó con tal virulencia que no sólo la hoja atravesó su cuerpo, sino también la cruz, el puño y hasta el brazo del guerrero sintieron el calor de la savia del desdichado chorrear y a su espíritu huir de aquella barbarie que aseguraba la eterna condenación en los atrios del averno. Los mecánicos, desacompasados y monocordes movimientos del guerrero apenas podían verlos sus contrincantes, aunque a él le parecían demasiado torpes para ser golpes aprehendidos y practicados durante siglos sin término por su raza.

La cubierta se bañó en sangre mezclada con el salitre que barría de un lado a otro el maderamen y se volvió resbaladiza. Los marineros, hombres experimentados y hábiles, resbalaban, estrellándose contra los mamparos de las bordas o cayendo por encima de estas. Y al bortai sólo le quedaba un enemigo al que abatir.

Sus botas no resbalaron a pesar de que era el menos avezado a correr sobre un barco que cabalgaba sobre el fiero oleaje. Sus piernas no acusaron el esfuerzo y se movieron veloces para alcanzar al último enemigo. El encapuchado no quiso moverse. Simplemente, levantó su mano izquierda, intentando detener con aquel gesto la acometida del prisionero recién liberado. Con toda la parsimonia que le concedía su experiencia y sabiduría en las artes arcanas, confiado en su poder y en su habilidad aquella mano se crispó casi imperceptiblemente y sus labios musitaron la fórmula que tantas veces habían pronunciado ya, intentando esclavizar la mente del guerrero, hacer suya su voluntad y desarmarlo, quizá obligarle a echarse por la borda.

El conjuro llegó a su palabra final. Los labios del hechicero se cerraron, sintiendo todo el poder emanando de su fuente. Y la mano se cerró, como tantas veces antes, intentando aferrar los hilos que manejaban la voluntad del hombre que había recibido todo el impacto de la arcana letanía.

Pero los dedos se cerraron sobre si mismos. La palma, que debía haber sentido la sedosa suavidad de la voluntad ajena aprisionada, sólo sintieron las uñas, largas y filosas, clavándose en la blanda carne. Los hilos que había esperado manejar con aquellas palabras se le escurrieron, dejando libre la mente que debían haber esclavizado. Y es que el mago no contaba con que aquel hombre, ciego de ira, poseído por su propia sangre, heredera de cientos de generaciones de bortais y que corría desbocada por sus venas, ansiosa de muerte, ahíta de destrucción, no tenía voluntad alguna. La voluntad que intentaba anular ya había sido anulada por otro, por uno que blandía ahora una hoja capaz de seccionarle la garganta, acabando con su vida. Y cuando notó aquella extraña tibieza resbalándole por la pesada túnica, haciendo que se le pegara al cuerpo, pesada y lentamente, pensó que había conseguido autosugestionarse a sí mismo. Pero cuando su espíritu empezó a escurrirse con aquella oleada líquida por su pecho, cayó en su error. Extendió ahora ambas manos, intentando aferrarse a su asesino, con los ojos colmados de una única petición: piedad. Su boca quiso pronunciar una última palabra, pero el aire se le escapaba ahora por una horripilante grieta abierta en su garganchón con un sonido sibilante. Patéticamente, con las manos agarradas a la túnica gris del bortai, fue resbalando, como si hubieran sido un puñado de heces arrojadas contra la pared. El guerrero se lo sacudió de encima y lo saltó para subir al puente de mando.

El hechizo había terminado.

Los hombres comenzaban a despertar de un amargo sueño en el que parecían haber vivido más tiempo del que podían recordar. Por todas partes, los marineros que habían sobrevivido a la furia del guerrero, se levantaban y se reunían con los demás vivos. Se preguntaban unos a otros qué había ocurrido y se miraban con extrañeza. Nadie supo decir por qué había tantos de sus compañeros muertos o por qué había un shyrmi con el cuello cortado. Y mucho menos por qué había un bortai en el centro del barco, con una espada cubierta de sangre, jadeando y con el rostro inundado por las lágrimas.

Khram cayó de rodillas sobre la crujía. Con rabia, apretó el puño, dejando que el desgastado cuero de la empuñadura del arma ensangrentada que blandía raspara las encallecidas manos con las irregularidades causadas por el uso. Un alarido nacido de lo más hondo de su torturada alma, con toda la desesperación que era capaz de sentir, llenó el aire marino. Los oídos de los marineros retumbaron con el dolor de cientos de cadáveres. El bortai lanzó el acero que había utilizado en su último combate contra los mamparos de popa y la hoja se hundió en la madera con un sonido ominoso.

***

De aquello habían pasado ya diez años. Ahora era un hombre hecho y derecho. Y había pasado aquellos diez años al servicio de un alquimista en Kitai. Había aprendido a destilar las cenizas de dragones sin número. Había conseguido cristalizar mil y una esencias que podrían utilizarse para miles de cosas. Pero su alma no estaba tranquila encerrado entre las cuatro paredes del establecimiento de aquel kitai'i. Su maestro le había conseguido un puesto como comerciante en el sampán que ahora pilotaba.

La verdadera razón que le impulsó a navegar no era la alquimia. Sino la posibilidad de viajar. Aceptó ir en aquel barco porque, en algún momento, la marea los acercaría lo suficiente a Shyrm como para desembarcar allí y buscar un maestro. Por eso siempre llevaba a su caballo en sus viajes. Ragnar había navegado tanto como él. Y por supuesto, Kora, la mangosta, también le acompañaba allí donde fuera.

Pero ese día no llegó nunca. Mientras el kitai'i que había armado el barco fue el dueño, el sampán no tocó la costa shyrmi. Y ni siquiera cuando su maestro cayó en desgracia y el actual armador compró el barco, pudo llegar al país de los magos. Viajó por reinos que no había oído pronunciar jamás. Había tocado costas mydonitas sin bajar del barco, pues mataría a cualquiera que se hubiera puesto a su alcance. Había llegado a Entrovia y visitado puertos innumerables. Había viajado a continentes hasta entonces desconocidos para él. Y Shyrm, que parecía tan cercano a veces, estaba cada vez más lejano. Nunca encontró un maestro. Nunca pisó el país de los magos. Y cada vez más, su poder mágico se estancó. Sus conjuros se atrofiaron. Y, por mucho que practicara, sólo permanecieron dos conjuros en su mente. Y su sueño de infancia permaneció en suspenso, detenido en aquella cabaña del bosque que había quemado. Y poco a poco, se fue abriendo paso en su mente la idea de que quizá tuviera que regresar para reencontrar aquel sueño que quería conseguir por encima de todo.

Y ahora era él quién dirigía aquel barco. No sabía donde estaba. Si lo hubiera sabido, quizá se habría arriesgado a llevar la embarcación a la costa mágica, aún con los aparejos rotos. Así que tuvo que poner la proa rumbo a su destino inicial.

Aquel sampán llevaba distintas mercaderías hacia Sirocitria-kiltasi. Al principio se había negado en redondo a participar en aquel viaje hacia aquel país, pero el armador que se había hecho con el negocio de su anterior maestro le obligó a hacerlo. Los kitai'i, además de pragmáticos eran taimados y, sin decirle nada, le habían dado a firmar un documento en un idioma que no comprendía y que, según le habían dicho, simplemente recogía el dinero que debían pagarle por cada viaje. Por supuesto, aquel contrato no decía nada de cuando iba a abonársele aquel dinero ni si podía negarse a realizar algún encargo.

La primera vez que intentó negarse, una patrulla de la guardia kitai'i lo detuvo, lo desarmó y lo mantuvo durante tres días encerrado en una mazmorra estrechísima que le impedía moverse, ni siquiera para esquivar las ratas y demás alimañas que notaba correr entre sus piernas, pasando entre las distintas celdas de aquella extraña prisión. La segunda vez, llenaron la celda de agua hasta que le llegaba a la nariz y allí lo mantuvieron durante una semana. No hubo una tercera rebelión. El tercer castigo suponía un mes encerrado en aquella celda. Y no quiso saber más acerca de las condiciones de aquel encierro. Para él, que aún en un país extraño seguía durmiendo bajo la luz de las estrellas, sintiendo la brisa nocturna acariciar su piel y mesar sus cabellos, aquel encierro era ya suficiente tortura como para dejar que hubiera algo más que minara su voluntad y su fuerza.

Aún así, no podía quejarse. En cada viaje podía llevar su caballo y su mangosta. Y las espadas que le habían acompañado incontables leguas podían pender a su costado sin problema ninguno. Podía haber escapado gracias a su magia y a su habilidad con las armas, pero las tripulaciones de los kitai'i eran muy numerosas y cualquier motín era sofocado por los marineros que no deseaban amotinarse. El rebelde era apresado y al regresar a puerto, encerrado en la consabida celda de la prisión. Incluso, al primer indicio de motín, el sentido práctico de los kitai'i podía más que las vejaciones a las que eran sometidos por sus amos y asesinaban a los compañeros que tenían extrañas ideas acerca de la libertad y los derechos individuales de los marineros. Así no se perdían apenas embarcaciones ni cargamentos, los armadores estaban contentos y las cárceles no estaban más llenas de lo que debían estarlo.

Pero ahora era distinto. El armador había pensado perder el barco y la carga para cobrar el seguro. Pues bien, que viera cumplido su deseo. En el primer lugar que encontrara una costa, fondearía el sampán, desembarcaría y se marcharía. Por muy prácticos que fueran aquellos demonios orientales de piel enfermiza y ojos rasgados, no serían capaces de rastrear a un bortai, que había nacido de la mismísima tierra.

Los marineros se esforzaban en luchar contra el bravo oleaje y mantener aquel cascarón a flote. En juego estaban sus vidas y, tal como había comprendido su nuevo piloto, también su libertad. Ahora no luchaban contra el mar, sino contra sí mismos. Sólo ellos podían librar aquella batalla y ganarse una libertad que se les había negado durante años. Las velas estaban destrozadas y los remos que habían quedado salvos apenas podían impulsar aquella nave a ningún destino, por cercano que estuviera. Los pocos hombres que habían sobrevivido a la tormenta se afanaban por hacer que los remos funcionaran, pero apenas avanzaban contra la fuerte corriente marina. El vástago de la dirección culebreaba y Khram casi no podía controlarlo, intentando mantener la dirección de la nave.

No podía saber si habría un resto del viaje. Temía incluso que no hubiera un resto de su vida. El mar amenazaba con tragárselo, a él y al resto de su tripulación. Si los dioses hubieran existido, habría rezado para llevar el barco sano y salvo a algún puerto. El que fuera. No por él. Su vida, tal como la concebía él, no tenía valor. Pero los hombres que lo acompañaban se estaban dejando la piel y la sangre en conducir el barco a un sitio en el que desembarcar y al menos les pagaría ese esfuerzo. No era un hombre rico, pero haría lo posible para que fueran libres.

Lo único que tenía que vencer era el furioso mar. Alguien le había dicho alguna vez que cabalgar sobre el mar encabritado era como recorrer la estepa sobre el lomo de un garañón sin domar. Pero sin duda, ese hombre no sabía de lo que hablaba. Posiblemente fuera un Nutria o un Albatros que jamás hubiera cabalgado uno de los magníficos garañones de sus primos Caballo, más hecho a los constantes cabeceos de los marineros drakkares bortai. Pues si lo hubiera sabido, habría utilizado otro símil para referirse a la travesía marítima, pues Khram habría dado un brazo para manejar al semental sin domar con el brazo restante. Aquello no se asemejaba a nada de lo que hubiera hecho antes. Incluso el impetuoso Ragnar resultaba muchísimo más fácil de domeñar cuando estaba de mal humor que las elevadas ondulaciones con las que el encrespado mar protestaba contra la tormenta que le provocaba en su lecho en calma. Aquellos salvajes bandazos le obligaban a abrazar fuertemente la caña del timón, intentando no saltar por ninguna de las bordas, aferrándose al único hilo que lo unía a la vida. En múltiples ocasiones sus pies se despegaron del castillo de popa, levantándolo en volandas. Aquellos brincos acababan indefectiblemente con sus pies aporreando la crujía. Aquellos golpes recorrían su columna de arriba abajo, como una descarga eléctrica. Los marineros tenían que enrollarse la cabullería a los miembros para no salir despedidos de la embarcación. La embravecida tempestad los agitaba como si fueran títeres colgados de sus hilos, zarandeándolos y removiéndolos de un lado a otro, como peleles. Y el viento no dejaba de soplar como si quisiera llevárselos a todos al otro confín del mundo.

Les pareció que la tempestad duraba eones. Casi como si el propio mar estuviera quejándose de que la quilla hiriera su piel, hendiendo poco a poco la oscura superficie del agua. Pero tan pronto como se arremolinaron las nubes para dar comienzo a la etapa más dura de su viaje, el sol, que había estado luchando tanto como ellos para liberarse de aquella inquietante presencia, comenzó a lucir en lo alto del cielo, atravesando la maraña negra, hasta llegar a caldear la superficie del sampán, barrida por las olas.

Por fin pudieron los hombres descansar. Muchos se dejaron derrengar en el mismo sitio en el que habían bregado, vencidos por el cansancio y el sueño y roncaban suavemente. Otros aún tuvieron fuerzas para moverse de sus puestos y resguardarse en otros más seguros. Sólo el bortai se mantuvo alerta, maniobrando suavemente el otrora rebelde timón. Sujetó su temperamento con una cuerda, fijando la dirección del barco y bajó a las bodegas, donde sus dos animales debían haber sufrido tanto como él la inclemencia del tiempo.

Ragnar estaba tirado en el suelo. Tenía un par de magulladuras en las patas y algunos rasponazos en las corvas, pero nada de gravedad. Había tenido la suficiente inteligencia como para recostarse sobre las balas de heno para salvar la tormenta. Kora surgió de entre las sombras, haciendo aquellos ruiditos que eran tan suyos, alegrándose de que estuviera de nuevo junto a ellos. La pequeña mangosta no parecía tener ninguna lesión de importancia. Mucho más ágil y ligera que el enorme caballo, no le había costado nada buscarse un refugio cálido y cómodo para soportar aquella tortura. Khram se tomó unos momentos para vendar las heridas de su caballo, calmándolas con algunas medicinas que llevaba consigo. Un suave relincho fue todo lo que obtuvo el bárbaro como agradecimiento.

- ¡Tierra a la vista!

El grito del vigía llegó claro a sus oídos. Palmeó el cuello del corcel, animándolo y éste se incorporó rápidamente, relinchando con alegría. Los olores de la cercana tierra entraron limpios por sus ollares y le invadieron los sentidos, barruntando nuevas cabalgadas.

Subió los peldaños de la escalerilla de dos en dos y se asomó por la baranda de estribor. A lo lejos, una escarpada costa se recortaba sobre la línea del horizonte, suavizándose a medida que avanzaba hacia el norte. Los marineros lanzaron sonoros vítores. Uno de ellos corrió hacia el timón y lo liberó de su presa. Puso la proa hacia la parte baja de la costa, donde esperaban encontrar un puerto, pero Khram lo retiró de la barra de dirección.

- ¡No seas necio! ¿Dónde quieres ir? ¿A un puerto donde te apresarán y te devolverán a Kitai? ¿Quieres seguir siendo un esclavo? – señaló ahora a la parte más escarpada – Dirígete hacia allí.

- Si vamos allí, encallaremos. Se quebrará el fondo del barco y nos ahogaremos
– protestó otro. – ¿Es que quieres matarnos?

- El que quiere mataros es el armador. ¿Quién en su sano juicio haría esta travesía por el sitio que lo hemos hecho? ¿Creíste acaso el cuento que nos contó acerca de reducir el tiempo de viaje? Ahora, escúchame bien. Si entramos con esta embarcación en puerto y no damos razón de nuestro viaje, nos apresarán y ejecutarán. Si damos razón de nuestro viaje, nos apresarán y devolverán al armador. Si nos quitamos de en medio, destruimos la nave y nos dispersamos, nosotros quedamos libres y el armador cobra el seguro. Todos contentos. Ahora
– le propinó un empujón – vuelve al timón y haz todo lo que te diga.

Con órdenes claras y precisas, el sampán culebreó entre rocas afiladas como espadas. Al rozarse contra los escollos, saltaban astillas de los maderos del fondo que caían al agua. Pero el avance fue seguro. A pesar del número y lo peligroso de las escolleras, Khram consiguió que el frágil navío llegara a fondear en la playa con apenas unos rasguños. Mientras los demás descargaban la bodega y se repartían las mercaderías para venderlas y sobrevivir, el bortai desembarcó junto con sus dos animales. Tomó unos cuantos víveres y los cargó en las alforjas de Ragnar.

No se preocupó de más. El barco era ahora problema de los marineros. Volvía a cabalgar libre.

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Rubén

#2

Khram antes que nada, decirte que me ha gustado mucho, está muy bien, pero hay una cosa que creo que está mal:

Citarel sampán

Creo que el sampán es un barco fluvial con propulsión a remo, no a vela.

Quizás fuese más correcto escribir carraca, que es un buque poco marinero en las tempestades (viento en popa mar bonanza, navega Sancho Panza) y muy utilizado en la Edad Media y principios de la Edad Moderna como barco de carga.

Saludos Khram, y gracias por la magnífica obra.



Superjorge

El Sampán o Junco chino, que es quizá el velero tradicional más antiguo que se conoce, ha conservado la forma original desde su aparición en el año 600 DC. El casco posee una popa corta y carece de quilla. Probablemente se desarrolló a partir de una canoa doble de diseño primitivo.

Lo más característico era la configuración de sus mástiles y su empleo tanto para la guerra como para el comercio. El palo de trinquete se apoyaba fuera de la borda, a babor, mientras que los palos mayores y el de mesana estaban situados en línea en el centro de la cubierta. Por contra, el palo auxiliar de mesana se hallaba justo a un lado de la caña del timón, contribuyendo a facilitar el cambio de bordada.

Fueron los buques característicos del Mar de la China y tanto Gengis Kan como Kublai Kan los emplearon en sus intentos de conquistar el Japón.
   
Cuando la artillería comenzó a emplearse en China, los Sampanes o Juncos chinos fueron el arma de los temidos piratas chinos que asolaban periódicamente los Mares de China haciendo inseguro el tráfico marítimo, incluso a principios del siglo XX
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Khram Cuervo Errante

Gracias sertori0 por aclararlo. Junco me parecía demasiado obvio. Sampán es más genérico.

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Khram Cuervo Errante

No podía creerlo. Khram había pasado cuatro días en aquella tierra hasta que supo donde estaba. Al principio, su reacción fue de incredulidad. No podía ser que el destino le hubiera llevado hasta allí. O sí. Bien sabía él que el Destino era demasiado cruel. Y aquella última de sus bromas era más que cruel.

Cuando por fin se alejó de la rocosa playa en la que había dejado el sampán encallado, montó sobre Ragnar. La tierra que descubrió tras aquellas dunas se asemejaba bastante a su tierra natal. Era toda una estepa salpicada de pequeños y vistosos matorrales que, a primera vista, no supo identificar. Creyendo que había regresado a Bort, no perdió su esperanza de visitar Shyrm y se encaminó hacia el Desierto de la Locura con la vana ilusión de poder atravesar indemne aquel vasto secarral. Sin embargo, no tardó en encontrar pequeñas construcciones encaladas y diseminadas por todo el paisaje. Definitivamente, aquello no era su estepa natal. O mucho había cambiado en el tiempo que había pasado fuera. Tanto como para que los bortai decidieran empezar a construir edificios o como para que algún invasor imposible hubiera hecho descender su yugo sobre los bárbaros con tal fuerza como para no dejarlos levantarse.

Decidió acercarse lentamente. Los campesinos que poblaban aquella yerma extensión de tierra dejaron de aporrear el suelo con sus azadas y levantaron los ojos para contemplar al extranjero. Khram no tenía manera de saber qué les pasó, pero al verlo llegar encaramado en su corcel de guerra, aquellos hombres y mujeres salieron corriendo despavoridos como si hubieran visto un demonio en todo su esplendor, haciendo grandes aspavientos y parloteando en un idioma incomprensible para él. Montado a caballo, no le sería difícil alcanzarlos y preguntarles dónde se encontraba, pero bastante asustados estaban ya aquellos infelices como para meterles más miedo en el cuerpo. Si un solo bortai, con el arma envainada y un trotecillo cansino era capaz de ponerlos en fuga de aquella manera, ¿qué no harían cuando una horda de guerreros fuera de sí de ira y rabia cabalgaran hacia ellos en furiosa trápala con las armas amenazadoramente enarboladas envueltos en un manto de gritos de guerra y valientes desafíos? Esgrimió media sonrisa al imaginar cómo huirían o tratarían de abrirse ellos mismos las tripas antes de caer (había visto cómo lo hacían en Khitai). Alegró un poco más el paso de su montura y las piernas de los campesinos apenas pudieron aguantar el vivaracho paso de Ragnar. Khram sólo tuvo que alargar la mano para agarrar a una joven de la sisa de la larga túnica que llevaba y montarla a horcajadas delante de sí.

Cuando la tuvo delante, detuvo a Ragnar, que protestó, visiblemente frustrado por no seguir la persecución. La muchacha tenía las manos en el rostro, cubriéndolo, como si no quisiera que el bárbaro contemplara cómo las lágrimas desbordaban sus ojos. Firme, pero suavemente, el Cuervo retiró aquellas manos encallecidas de un rostro nada vulgar. No era una hermosura, pero tenía aquella belleza agreste que poseen las mujeres que trabajan y sudan para ganarse su pan cada día. La mujer cerró los ojos fuertemente para no ver al bárbaro. Puso una mano ligeramente bajo su barbilla y le alzó dulcemente el rostro.

- No temas, pequeña. No quiero hacerte daño. Sólo quiero saber donde estoy – su voz sonó extrañamente tranquilizadora y calmada, como la de un abuelo que contara un cuento para dormir a sus nietos.

La muchacha entonces abrió los ojos, unos ojos tan grandes como platos y tan verdes como las copas de los robles en verano. Ya no mostraban tanto temor, sino más bien curiosidad. Abrió la boca y Khram escuchó unos sonidos extraños. Parecían palabras, pero si tales eran, tenían más vocales de las que a él le parecía elegante pronunciar. No podía haber lengua más distante a la suya, tan plagada de duras consonantes. La chica volvió a articular aquellos sonidos, por lo que realmente debía ser algún idioma extraño. Haciendo gestos que indicaban claramente que no la entendía, Khram volvió grupas con ella aún sentada sobre el lomo del corcel. Regresó al pequeño edificio enjalbegado y una vez allí, la desmontó casi caballerosamente y la dejó allí de pie. Desmontó y se sentó en el suelo, esperando a que volviera su familia.

Hubo de pasar un largo rato antes de que los demás campesinos regresaran. Aún así, viéndole sentado en el suelo, inerme, se acercaron con mucha cautela. Fue la joven la que, volviendo a emplear aquella jerga incomprensible, les instó a que se acercaran lentamente al bárbaro. Les debió convencer de que era inofensivo y que no le había hecho daño alguno, porque respiraron aliviados. Algo que no evitó el respingo claramente perceptible que dieron cuando Khram se levantó. Deshizo unos nudos de los hatos que llevaba anudados en su caballo y extrajo una enorme piel completamente blanca, con un pelo extraordinariamente largo y suave. Se la ofreció como gesto de reparación por el susto, se despidió con la mano y volvió a montar. Cuando se alejaba, un vociferante anciano le detuvo. El vejete se acercó corriendo, demasiado ágil para alguien de su edad. En un paño blanco llevaba envuelta una gran hogaza de pan y un gran trozo de cecina que le ofreció cordialmente, con una desdentada sonrisa.

Tal como era costumbre entre los suyos, Khram dividió el pan en dos trozos y dio el más grande al anciano. Él tendría más bocas que alimentar. Perplejo, el hombre vio como el caballo volvió a trotar, se encogió de hombros, y volvió a entrar en su choza.

Ahora Khram tenía claras dos cosas. Se encontraba en un país extraño, cuya lengua no conocía y cuyas gentes eran asustadizas, pero, por lo demás, amables y generosas. No podía encontrarse en Entrovia. El idioma entrovino era el común que había utilizado para hablar con aquella muchacha y aquella gente, y no lo habían comprendido. Tampoco era Bort, ni mucho menos.

Cabía la posibilidad de que hubiera llegado a Shyrm por casualidad. No sabía si los shyrmis hablaban alguna lengua que él no conociera o hablaban mediante las runas y el lenguaje de la magia, pero si lo hacían, aquella magia se movía en ámbitos totalmente desconocidos para él y con un lenguaje absolutamente fuera de aquel mundo que él conocía. Estaba totalmente desorientado.

Como tampoco tenía un rumbo fijo que seguir, decidió cabalgar hasta que el sol se pusiera por el horizonte. Mantuvo al astro rey a su derecha, cabalgando hacia el sur mientras el Brillante Rostro de Brishna descendía por la cúpula celeste lentamente. Ragnar ni siquiera protestó por la larga jornada. Había pasado demasiado tiempo encerrado en una bodega y agradecía la libertad de moverse por la inmensa pradera, en lugar de dar vueltas alrededor de un ridículo camarote. Cuando llegó la noche y fue Druma la que sustituyó a Brishna, Khram decidió detenerse. Kora, la anciana mangosta, salió de su escondrijo. El bortai no podía explicarse por qué aquel animalito estaba estirando su existencia tanto tiempo. Sabía que, cuando llegara el momento, lloraría por su alma.

Sacó de las alforjas el mendrugo de pan y la cecina que le había dado el anciano y se puso a mascar con fruición. Llevaba tanto tiempo alimentándose a base de pescado y verduras que llegó a pensar que le saldrían escamas y se pondría a berrear como un venado. Ahora que estaba en un bosque podría cazar con mucha mayor facilidad y un par de conejos serían el complemento ideal para su dieta. Masticaba sonoramente mientras la cálida noche le envolvía con su manto, incitándole a soñar.

Pero no soñó. Khram apenas dormía. Pensaba que su cuerpo se había habituado él sólo a los cortos periodos de descanso y las intensas vigilias y así se engañaba a sí mismo día tras día. La realidad era bien distinta. A pesar de que su alma se había sosegado en gran medida, aún seguían atormentándole sus sueños. En el más aterrador de todos, dos sombras informes tironeaban de sus brazos, entre desgarradores gritos. Al alcance de sus manos tenía dos armas. Una de ellas era una espada brillante, bruñida hasta darle el aspecto de una de aquellas magníficas hojas del Erizo que tan apreciadas eran entre los bortai. La otra era una espléndida hacha de combate de doble filo, negra como el carbón. Cuando usaba ambas para librarse de cada una de las sombras, una tercera, que estaba oculta detrás de las otras dos, lo engullía y lo hacía caer en un abismo interminable. Invariablemente asustado y sudoroso, Khram acababa por despertar entre estremecedores alaridos de pavor.

Así, el bárbaro había optado por no dormir. No era la primera vez que lo hacía. Había pasado años de su vida sin dormir, atormentado por otras pesadillas que, afortunadamente, habían quedado atrás. Crímenes o no, aquellos acontecimientos habían estado fuera de su control y no podía culparse de lo que hubiera ocurrido. Había tardado mucho en comprenderlo y había sido necesario abandonar a alguien muy querido para comprenderlo. Había sido necesario ir lejos de aquella vida que tanto le había dado para entender que uno no es lo que hace de sí mismo hasta que se acepta como tal. Y Khram había tardado casi toda su vida en aceptarse como bortai. Hasta un exilio.

En las Tierras de Hielo, el joven había tenido tiempo de encontrarse a sí mismo, de volver sus ojos hacia su patria y contemplarla desde la distancia, comprendiendo en lugar de juzgando. Aquel viaje a los orígenes de sus propios ancestros, un viaje en el tiempo que no fue tal, le enseñó cual era la identidad de los bortai, sin importar sus actos. Por eso eran libres. Todas aquellas responsabilidades, aceptadas involuntariamente a una edad tan temprana, lo ahogaron. Lo convirtieron en una triste marioneta de una pena y un dolor que no debió haber sido tal. El niño que debió ser, jugando a la guerra, murió tan drásticamente que no tuvo tiempo de madurar. Por eso hubo de madurar de golpe. Una rabieta lo había exiliado de su clan. Ahora, ¿era tiempo de regresar? Quizá. Sin embargo, su corazón no se sentía aún atraído por la añorada estepa. Su corazón seguía empujándole hacia un lugar que él no podía prever. Era como acudir a una llamada silenciosa.

Cuando quiso viajar a Shyrm por tierra, ya le ocurrió. Por mucho empeño que pusiera en viajar al este, sus pasos, su caballo, acababan por dirigirse al norte, a las Montañas rojas. Cuando estuvo en Khitai, ningún barco partió a Shyrm. Y ahora, acabados aquellos dos periodos de su vida, tampoco se dirigía hacia allí. Si se daba cuenta, era más su corazón el que decidía su destino que él mismo, guiando sus pasos por allí donde necesitara ir. En compañía de los yskim encontró respuestas; en compañía de los khitai'i, habilidades. Ahora podría aprender algo nuevo en compañía de aquellas gentes. Estaba claro que se encontraba allí por alguna razón. Era imposible para él decir cual, pero estaba seguro de que debía encontrarse donde estaba y en ningún otro sitio. Algunos dirían que un bortai debía ir donde le diera la gana, no dejarse guiar por nada ni nadie y que sus pies debían hollar el suelo que eligiera hollar, no otro que no hubiera elegido. Pero a Khram le había ido bastante bien dejándose guiar por su peculiar instinto, así que no tenía ninguna razón para dejar de seguir aquellas intuiciones suyas. Sin embargo, cuando había seguido sus propias decisiones, sin hacer caso a su sangre, había cometido las mayores atrocidades posibles.

Aquella noche estaba especialmente preciosa. Podía identificar todas las constelaciones en aquel manto de negrura, salpicado por la plateada luz de las estrellas. La luna, inmensa, redonda, hacía de farol en medio de aquella insondable oscuridad.

La oscuridad tomó forma. Se solidificó frente a él y lo agarró. Intentó liberarse. Pugnó por zafarse de aquel helado abrazo de noche. No tenía su arma al alcance. Silbó a Ragnar, pero este no acudió. El abrazo de la sombra se hizo cada vez más extenuante. Le faltaba el aliento. Un grito quedó ahogado en su garganta antes de brotar. Los ojos se le llenaron de cansancio y los párpados comenzaron a fallarle. Burdas imágenes que remedaban sus vivencias acudieron a su mente y pasaban en rápida sucesión, como si hubiera vivido todo aquello de continuo, sin pausas entre una imagen y otra. Pero no suplicó por su vida. Maldijo a la negrura por matarlo.

Súbitamente, apareció una segunda sombra. La primera gimió, a través de una informe abertura que se dibujó en lo que Khram comprendió que debía ser la cabeza. Lanzó un ataque desesperado hacia aquella zona, pateándole la cara a la primera de las sombras. Con un rugido de dolor, la sombra lo soltó, pero entonces la que había aparecido más tarde lo agarró con todas sus fuerzas, evitando que cayera a un insondable abismo de infinito puro. Ambas sombras pelearon ahora por el hombre, que se debatía como podía para liberarse. Se retorció, giró, sacudió, pero era tan férrea la presa de ambas sombras que ninguna quiso soltarlo por más que las pateó. Dos armas aparecieron a su alcance, una pesada espada y un hacha afiladísima.

Con un arma en cada mano, Khram intentó decidir cual sería el mejor curso de acción. Lo vio claro. Debía atacar a una de las sombras con la espada y a la otra con el hacha. Levantó una hoja con cada mano y se dispuso a golpear para liberarse.

Por el rabillo del ojo, vio formarse un humo extraño. Fue un instante, algo demasiado fugaz, pero fue el tiempo suficiente como para desviar la trayectoria de ambas armas. La pesada hacha y la espada impactaron casi simultáneamente sobre la tercera sombra, a medio formar. El brutal ataque deshizo la materia corpórea en que se estaba convirtiendo. Aquella tercera sombra, la que lo devoraba irremediablemente en otras ocasiones, había quedado desterrada a su propia nada, expulsada de sus sueños. Ahora fue la primera sombra, la que lo había tomado por primera vez, la que recibió la furiosa descarga del ataque del bárbaro. Las dos armas que blandía se hundieron en su voluble esencia, materializada en sus sueños y destilada en sus miedos. La sombra se observó (o se diría que se observó) el horrible tajo y exhaló un chillido aterrador. Khram soltó las hojas y se llevó las manos a los oídos, atemorizado. Cerró los ojos para no contemplar tan grotesco espectáculo.

Cuando los abrió, el sueño se había ido y el sol brillaba ya por el horizonte. Recordaba perfectamente su sueño, pero no recordaba estar asustado. Cuando la primera sombra se esfumó y quedó a solas con la segunda, una indescriptible sensación de paz lo embargó, una paz que parecía emanar de la propia sombra. A pesar de la angustia que había sentido otras veces al despertar, aquel sueño fue placentero. Había dormido sin querer y su sueño, tantas veces inquieto y jamás reparador, había tenido el efecto deseado, tan añorado desde niño.

Aquella sensación de haber recuperado algo, le dio qué pensar. ¿Tendría algún significado aquel sueño? Si hubiera tenido algún shaman cerca, seguro que él podría haber interpretado aquel sueño de alguna forma, dándole algún sentido a haber tenido aquel sueño. Era difícil saber si aquel sueño era admonitorio o premonitorio sin tener cerca de nadie que lo interpretara. Hasta donde podía él discernir, había tres caminos que podía tomar. Dos de ellos eran opuestos y estaban desgarrándole. El tercero, era una vía de escape de aquel agobio que al final acabaría por engullirle y acabar con él. ¿Qué o cuales podrían ser aquellos caminos? ¿Podían ser, simplemente, elecciones que debía tomar? ¿Por qué las armas? Según parecía, quería decir que sabía manejar las armas y recursos necesarios para escapar de los dos caminos que debía evitar. ¿Pero por qué evitarlos? Khram odiaba tales disyuntivas.

Los primeros rayos de sol acabaron por despejar todas y cada una de las dudas que oscurecían aquel día. Cuando creía en dioses, habría dicho que Brishna se esforzaba por mostrar su cara más amable en el país que gobernaba. Ahora, simplemente, lo consideraba cuestión de azar. Para Khram había dos posibilidades, buen tiempo o mal tiempo. Y que un día amaneciera con buen tiempo o con mal tiempo era un proceso estocástico basado únicamente en la voluntad de un azar ingobernable. Había oído hablar de magos que podían dominar el clima según conviniera a sus propósitos, pero no creía que en aquella tierra, dominada por la férrea creencia en dioses que dirigían toda su vida, la magia tenía apenas nada que decir. Seguramente, allí, tan lejos de los dominios de las Altas Torres de Hechicería, de los archimagos del Bündschlag, eran Brishna y su hijo quienes decidían si abrasaban con su fuego a sus servidores o los bendecían con la lluvia revitalizante. Incluso podía imaginar algún tipo de batalla entre los dioses luminosos con las huestes demoníacas controladas por Korgath y Malak por controlar las vidas de los sirocitrios.

Siendo sincero, Khram debía reconocer que tenía un sentido religioso bastante marcado. Por mucho que hubiera querido deshacerse de él y dejar de lado a los dioses que había conocido desde pequeño, no podía abandonar la idea de que esos dioses seguían ahí delante. Quizá, y sólo quizá, el bortai debería reconocer que lo que había estado intentando odiar, sin conseguirlo, era a los druidas. Y no a los druidas en general, sino a uno en particular. Uno que ya estaba muerto, como sabía él mejor que nadie. Que le había causado el exilio y la pérdida de todo aquello que había sido su patria y su hogar, aunque no hubiera sido una patria maternal ni un hogar feliz.

Su estancia en las tierras de hielo había bastado para que se diera cuenta de que uno no puede, no debe renunciar a lo que es. Él era un bortai, un bárbaro estepario que lleva el odio a los mydonitas grabado en la sangre, cuyo destino fue escrito hacía generaciones por los padres de los ancestros con la sangre de aquellos que amaron y odiaron y grabado a fuego en una tierra dura que era peor enemigo que los seres a los que odiaban con toda su alma. Haber renunciado a eso era el peor error que había cometido, y ahora intentaba lidiar con aquello.

Aquel error le había llevado a una tierra aún más inhóspita que su estepa natal. Y sin embargo, su renuncia le había dado un amor que jamás olvidaría, amistades eternas, y una vida que había perseguido desde su más tierna infancia. Aeena había sido un bálsamo para su alma, había curado las heridas más profundas de su espíritu. Se llevó la mano al costado derecho, donde un monstruo de leyenda se le había llevado un buen trozo de carne. Allí podía meter la mano y casi enterrarla en su cuerpo. Las costuras de Yurizh habían hecho un buen trabajo y la herida había cerrado satisfactoriamente. Pero había sido Aeena la que había sanado las peores lesiones que sufría. Por ella había sido por la que había tomado las riendas de aquel pueblo perdido, de aquellos hombres y mujeres que se habían olvidado de lo que eran. Él no. Él se había dejado llevar por un momento de ciega ira, de intenso dolor. Había renunciado a sí mismo por propia voluntad, sin saber que a lo único que renunciaba era a su propia tierra y no a los dioses o a su propia identidad. Él se había dicho a sí mismo que los dioses no existían, se había autoconvencido de que la inexplicabilidad de su esencia era la única razón para su no existencia. Él, que había sufrido por todas las razones que sólo un dios podría imaginar, había renegado de ellos, admitiendo de ese modo su existencia, creándolos un poco más con aquella creencia. Aquello se enquistó dentro de sí mismo, se incubó en su corazón y, llegado el momento, eclosionó. Aún en las Tierras Blancas la raíz de aquello le hizo sentir que recuperaba Bort, que la sangre y el clan volvían a correr salvajes por sus venas y dio a aquellas gentes el cabo del que tirar para recuperarse a sí mismos. Y con ello encontró la vía que seguir. No quiso haber hecho caso a su propio corazón, y fue este el que le mostró el camino a seguir. Llevaba tanto tiempo ignorándose a sí mismo que cuando la llamada volvió a llegar, cuando la sangre y la savia rompieron todas las barreras que Khram había construido a su alrededor, el efecto fue tan devastador que la ira que se había convertido en esa costra aislante inundó sus arterias, lo cegó con fuerza y esa ceguera le abrió los ojos. Abandonó de nuevo todo lo que había amado o había aprendido a amar. Y cabalgó de nuevo, ignorante otra vez, sin saber y sin tener modo de saber que lo que dejaba de nuevo atrás era aún más importante que lo que podría encontrar en el futuro.

Los trancos de su montura eran cansinos y cortos. Quería disfrutar del sol y el calor que hacía tiempo no sentía. No es que no hubiera disfrutado de días soleados en Khitai, pero las bodegas de los barcos que había tripulado no eran precisamente el lugar más luminoso que se le ocurría. Y desde luego, el laboratorio del alquimista del que había aprendido sus nuevas habilidades tampoco era un sitio en el que la luz del sol entrara habitualmente.

El paisaje pasaba lentamente a su alrededor. Exóticos ailantos y caquis se repartían a ambos lados de la espesura, flanqueando la cañada. El olor de fragantes mimosas y espectaculares orquídeas, inundando el lugar con embriagadores perfumes capaces de anular los sentidos y engañar la voluntad. Khram miraba con creciente interés aquellos abigarrados árboles, que le resultaban extraños. Aún habiendo visto plantas tan raras como acacias sin espinas o tuyas, y olfateado flores como magnolias y azaleas, aquel despliegue de aromas y colores llenó los sentidos del bortai. Su caballo aminoró aún más el paso, como queriendo observar también la bella estampa que tenía lugar a su alrededor.

Ragnar se quedó parado. Los ojos del animal se entrecerraban y las patas se quedaron clavadas en el suelo, como si fueran de madera. Las orejas se movieron a uno y otro lugar, buscando el origen de un sonido que sólo él parecía oír. La mirada de Khram también se perdió. Apenas se dio cuenta de que estaba detenido en medio de aquella orgía de aromas que embotaba su entendimiento. Se quedó alelado, mirando sin ver hacia ninguna parte. Ragnar pateó.

Aquel ruido fue más oportuno de lo que Khram podría haber imaginado. Al golpear el casco del caballo contra el suelo, los sentidos del bárbaro se pusieron alerta. Como un autómata, la mano derecha del aprendiz de mago voló hacia la bastarda que colgaba de su costado izquierdo. Hubo un sonido al raspar el acero la vaina. Perdida la sorpresa, aquella fue la señal que sustituyó a la ocultación que aquellos infelices habían estado esperando.

De todas partes parecieron salir hombres vestidos con negras capas, con ominosos símbolos bordados o grabados a fuego en ellas que el bárbaro no pudo ver. La vista seguía engañándole, sin encontrar un punto en el que enfocarse. No era el aroma de las flores, comprendió, sino una trampa tendida por aquella horda salida de la nada. Uno de los hombres portaba un extraño objeto del que se desprendía un humo grisáceo. Intentó llegar al arco que llevaba sujeto a la grupa del caballo, pero su mano no encontró más que la parte trasera de la silla. Desesperado, cayó de bruces, casi sin poder sostenerse. Su mente guerrera, la que había permanecido ahí incluso cuando él había intentado dormirla, intentaba despertar a su mente consciente, la que utilizaba con sus sentidos, con escaso éxito. Intentó ponerse de pie por sus propios medios, pero fueron los medios de otros los que, sujetándole bajo los hombros, lo elevaron. Un destello fugaz en esa parte de su mente que aún permanecía activa, le dijo que aprovechara esa ventaja y lanzó un brutal ataque con la hoja que aún se negaba a soltar. Dos cabezas abandonaron definitivamente su posición en lo alto de sus respectivos pescuezos en sendos torrentes sanguinolentos, viscosos y tibios. El esfuerzo del golpe desequilibró al bárbaro, que casi dio con sus huesos contra el suelo. Sus piernas pugnaban por mantenerse tan firmes como las patas de su caballo, del que comenzó a tener envidia por poder dormir de pie. El estado de semivigilia que le habían inducido amenazaba con cobrarse su vida si no lograba reaccionar a tiempo. No podía confiar en aquel sexto sentido siempre y, aunque ahora hubiera tenido suerte y se hubiera llevado por delante a dos de sus captores, sabía que no tendría tanta fortuna ahora que los hombres se mantenían a cierta distancia y blandían armas tan sólidas como había probado ser la suya.

Las formas se retorcían ante sus ojos, como imágenes oníricas de una pesadilla vivida noches atrás. Fluctuaban, como si las estuviera viendo desde detrás de un velo acuático, distorsionando los perfiles y contornos de aquello que debía atacar. Tampoco disponía de una visión de profundidad completa, por lo que sus intentos de llegar a alcanzar a alguno de sus oponentes eran totalmente infructuosos. Esto además provocaba las guturales risas de aquellos hombres vestidos de negro, que hablaban chanzas desde la lejanía a oídos de Khram. Sus voces también iban y venían, como ecos transportados por vientos lejanos y extraños.

Debía parar y tranquilizarse, recuperar su estado normal y decirle a sus sentidos que todo aquello no era más que un embrujo, un ardid de aquellos hombres vestidos de negro que intentaban conseguir a saber qué. No llevaba dinero, no llevaba nada de valor. Lo único que podría resultarles valioso era el caballo, pero Ragnar había sabido plantarse en el suelo como si formara parte de la vegetación y, aunque dos hombres estuvieran intentando moverle tirando del ronzal, la montura estaba tan firmemente aferrada al suelo que era imposible moverla y separarla del suelo.

Se arrodilló en el suelo con la hoja asida en la mano derecha apoyada contra el manto de vegetación muerta del bosque. Anchas hojas recibieron aquel filo sin rechistar. Sacudió la cabeza varias veces y la vista le permitió un momento de tregua. Alejado del círculo de asaltantes estaba el hombre que sostenía el extraño aparato humeante. Lo hacía oscilar a izquierda y derecha, como si fuera un péndulo, haciendo que cada golpe aumentara la combustión de las sustancias que tenía en su interior, embotando los sentidos de Khram con ello. No podía cubrirse la nariz ni la boca para no respirar aquel humo malsano, pues no tenía ninguna prenda que pudiera filtrar las sustancias nocivas suspendidas en el aire. Su mente guerrera enseguida sacó una conclusión: debía matar a aquel hombre. Como fuera. Lo más difícil sería acercarse a él sin que se diera cuenta o se dieran cuenta los demás. Teniendo en cuenta que le superaban en número y que sus sentidos no estaban en el mismo estado que los de sus asaltantes, iba a ser más arduo aún. Volvió a sacudir la cabeza, haciendo ondear el largo cabello y ondeó también el incensario. Nuevas volutas de humo ascendieron desde el depósito de cobre, inundando el ambiente con aquella pestilencia. Las nubes de su entendimiento seguían ahí y su instinto cada vez le decía que matara al hombre del braserillo con mayor insistencia.

Se incorporó lentamente, pero su cuerpo se negó a mantener la verticalidad. Prefirió tambalearse a un lado y a otro mientras la espada se negaba a ser blandida por ambas manos a la vez. Finalmente, la mano izquierda consiguió asir la empuñadura por detrás de la derecha. Pero esto lo único que consiguió fue que su frágil equilibrio se desplazara hacia delante. La espada se quedó clavada en el blando suelo e hizo voltear al bortai hacia delante, que se quedó sentado con expresión estúpida, sujetando una hoja de acero manchada de barro en la punta y que vibraba con fuerza. Por alguna razón, se negaba a desprenderse de ella y eso tenía dos consecuencias sobre sus asaltantes.

La primera de ellas era irritación. Los salteadores habrían deseado que Khram se sometiera con mucha más facilidad. El que se negara  a soltar aquella arma ya era un problema, y más si contaban con que, hasta drogado, el bortai era capaz de blandirla con mortal eficacia. Estos eran los que rugían en contra de Khram, que querían sus tripas fuera de su cuerpo lo antes posible y a los que sus compañeros retenían, con ganas de reírse. Esta era la segunda reacción que provocaba el estado de Khram, la hilaridad. Sus andares, como si estuviera completamente borracho, su expresión bobalicona y sus ademanes de bufón retrasado le hacían un blanco perfecto de sus burlas. Estos le señalaban y se ponían delante de él para esquivar sus acometidas, haciéndole trastabillar. Entonces las carcajadas estallaban con mucha más fuerza aún y volvían a empezar.

Uno de los hombres quiso ser más que nadie de sus compañeros y se puso por delante de Khram. Por toda reacción, éste daba un pequeño salto hacia atrás o hacia un lado para esquivarlo. El Cuervo lanzaba un tajo y otro para alcanzarlo, pero sólo conseguía girar sobre sí mismo como un trompo o caer al suelo. El valiente lo arengaba, intentando que el bortai atacara con más fuerza, ignorando que no podía entender ni una sola de sus palabras con la suficiente claridad como para hacerle caso. Si lo hubiera hecho, no habría sobrevivido para realizar el segundo movimiento de escape. Pero la situación, y más concretamente, la comicidad de la misma, le volvieron inconsciente. Abrió demasiado el círculo de sus escapadas y se enredó con el que sostenía el incensario, haciéndole caer al suelo. La repentina entrada de aire ahogó el fuego que quemaba aquellas esencias aturdidoras.

Aquello sí que fue un error.

Mientras el humo continuara emanando del depósito del infiernillo, los salteadores no tenían ningún tipo de problema para acercarse a Khram, pero con el fuego consumido, la mente de Khram pronto se despejaría y no tendrían oportunidad de seguir divirtiéndose con él.

Los que observaron el ovillo de brazos, piernas y capas que formaron los dos hombres caídos se rieron de buena gana. Incluso aquellos que empezaban a impacientarse porque su presa estaba viva más tiempo del que habían planeado. Ambos se levantaron increpándose, lo que arreció la lluvia de carcajadas.

Ninguno se fijó en el apagado incensario.

No hacía falta. Khram seguía embebido en aquella neblina, perdida toda consciencia del lugar en el que se encontraba. Sus movimientos seguían siendo erráticos y los hombres que lo rodeaban, ahora más dispuestos a seguir disfrutando del espectáculo, seguían empujándolo de un lado a otro, haciéndolo rodar por el círculo como un pelele de paja. Fue pasando de mano en mano, cada vez más rápido, mareándolo hasta el punto de hacerle caer y vomitar en el centro de aquella noria de impiedad. El que parecía el líder se acercó a él y le levantó por debajo de un hombro, con gran esfuerzo. Khram había dejado caer todo su peso en aquel hombre, como muerto, dificultando sus movimientos. El jefe de los bandidos se rió a mandíbula batiente y abofeteó a Khram mientras los ojos le lagrimeaban de la risa. Era agradable aquel cosquilleo que descendía por el rostro hasta engastarse en las entrañas con un frío acerado...

Aquello no eran las lágrimas por la risa. Tampoco era por haber estado riendo durante más de media tarde por el bortai drogado. No. Allí había algo más que no le dio tiempo a comprender antes de que su mente se apagara por última vez.

Dio un tirón de la hoja y las entrañas que se derramaron no fueron las suyas, sino las del hombre de la túnica negra. Lo soltó y pudo ver la guadaña adornando la capa que ondeaba tras él. Oyó una exclamación de sorpresa a su espalda y un forcejeo metálico que hacía alguien intentando manipular algún tipo de aparato. El hombre del incensario había tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que su instrumento estaba apagado. El pulso, tembloroso, hacía tintinear las cadenas del ingenio, resonando en el bosque con más fuerza de la que debía. Lo siguiente que se supo del incensario fue un golpe fuerte, como si alguien lo hubiera estrellado contra un árbol. Su contenido se esparció por el campo de batalla al soltarlo su dueño, cuyas manos se echaban al cuello intentando arrancarse el cuchillo que había ido a parar allí con una puntería y una eficacia terroríficas.

En el cinto del bortai había un hueco que no había antes.

Fueron pocos los que pudieron reaccionar, porque antes de que se dieran cuenta, había otros dos asaltantes en el suelo. De nada les había servido atacar al amparo del símbolo de Korgath. La sangre siguió empapando el bosque mientras, con la mano diestra que les faltaba a ellos, el bárbaro los iba hiriendo antes de que a ellos les diera tiempo siquiera a ver dónde se encontraba. Eran demasiado lentos para alguien que llevaba la guerra en las venas o el corazón, que había sido criado con la sangre y que había mamado del acero. Seguramente fueran unos parias que se habían reunido para atacar a los viajeros que pasaran incautos por aquella cañada, a los que drogaban con aquella sustancia que le había adormecido y después desvalijaban y mataban. Estaba convencido de que más de una jovencita había sucumbido a los efluvios de aquel incensario y se había tenido que someter a ellos, dejando su virtud y su vida entre aquellos árboles. Aquella canalla actuaba subrepticiamente, sin arriesgarse. La bastarda de Khram dio buena cuenta de sus vidas, una a una, sin complicaciones. El acero se fue hundiendo una y otra vez en la blanda carne de aquellos pelagatos que habían tenido la desgracia de confundirle con un viajero más. Uno calló aquí, desangrado, con un corte abierto desde el hombro hasta la cadera; otro, algo más allá, con la cara colgando del hueso del cráneo.

Invirtió los papeles y ahora fue él quien registró a los caídos. Apenas unas cuantas monedas de cobre, que esperaba estuvieran en curso legal allí donde se encontraba, fuera donde fuera. Necesitaba una buena cerveza y llegaría hasta el punto de pagarla en la primera taberna que encontrara. Hacer ejercicio le abría el apetito y le daba sed. Entre las ropas de otro encontró buenas flechas que le servirían, cuando menos, para cazar. Extrajo su buen puñal del pescuezo del que había sostenido el incensario y lo limpió con la capa del muerto, dejando la hoja impoluta. Volvió a enfundarlo y encontró un par de monedas de plata escondidas en el cinto de aquel desgraciado.

No había mucho más que sacar. Aquellas capas eran demasiado delgadas y demasiado cortas para él y las botas estaban aún más gastadas que las suyas o eran de bastante peor calidad. Las espadas las dejó tiradas donde estaban. No le interesaba siquiera venderlas, aunque algunas parecían tener una buena calidad. Pasó por encima de los cadáveres y palmeó el cuello de Ragnar, en señal de amistad.

No hizo mucho más. Subido a la grupa del caballo, pisoteó aquellos cuerpos que, de haber sido el suyo, también habrían pisoteado. Los cascos del animal hicieron crujir algunos huesos con un obsceno sonido. Algún cráneo reventó como si fuera un melón maduro al caer toda la fuerza de las patas del noble bruto sobre él y los sesos volaron en todas direcciones. El jinete puso al trote a su montura, buscando un lugar donde dormir, pues caía la tarde y la pelea y las inhalaciones que había hecho le habían dejado extenuado.

Quizá fuera eso, sólo cansancio, pero le pareció oír que los cascos de su caballo levantaban ecos entre los troncos de los árboles que flanqueaban el camino. También llegó a escuchar voces resonando entre la vegetación y sonidos de acero desenvainándose. Necesitaba descansar, eso era todo. Debía cabalgar rápido hacia algún sitio resguardado. A pesar de lo bonancible del tiempo, la noche podía ser muy traicionera y reservarle sorpresas no demasiado agradables si decidía permanecer a la intemperie. No parecía haber ningún sitio donde poder cobijarse entre aquella foresta, pero debía de haber algún lugar donde encender un fuego y permanecer tranquilo hasta la mañana siguiente, guarecido de las posibles sorpresas que podría depararle la noche al raso.

Finalmente, lo encontró. Encontró un pequeño repecho hacia el lado norte del camino en el que cinco ailantos crecían suficientemente juntos como para servir de precario refugio a algún viajero. El fuego alejaría a las alimañas de su posición y los árboles le darían algo donde poder extender las pieles que llevaba para vivaquear. No sería una yurta, pero le resguardaría de los posibles chaparrones. Desmontó y amarró a Ragnar a uno de los ailantos, poniéndose a recoger madera después para encender la hoguera. Cavó un pequeño hogar que rellenó con piedras y retiró las hierbas y hojas secas que podrían prenderse con el fuego y plantó allí las ramas que había recogido. Hizo chocar el pedernal contra la daga y avivó la pequeña llama prendida con su propio aliento. El calor invadió el rudimentario refugio y la luz de la fogata llenó la oscuridad que lo envolvía todo. Khram se acomodó entre los ailantos, apoyando la espalda contra las inclinadas cortezas. El aroma de las menudas flores amarillentas apaciguaba sus miedos y le llamaba al descanso. Los suaves relinchos de Ragnar acabaron por arrullarle y el sueño le venció. Recostó la cabeza sobre el hombro y comenzó a roncar suavemente. Lo único que evidenciaba que estaba vivo era aquel sonido y el movimiento de subibaja de su pecho al respirar.

Si no se lo miraba al rostro.

Sus ojos estaban abiertos de par en par, esperando que ocurriera algo. Las voces habían vuelto a resonar en la maleza y Khram esta vez estaba seguro de que no era cansancio. Oía la inconfundible cháchara de seres humanos y el tintineo incansable de las anillas de cotas de malla de mala factura. Las botas hacían crujir las ramitas sueltas y las hojas secas susurraban la llegada de intrusos no invitados a aquel remedo de hogar que se había procurado el viajero. Los pasos sonaban cada vez más cerca y los hombres, por el timbre grave de sus voces, estaban nerviosos. Veían únicamente la silueta del hombre, recortada contra la luz de la hoguera, su acompasada respiración y oían como roncaba.

El durmiente saltó como un felino, sorprendiendo a los que llegaban a asaltar su descanso. Desenvainó su hoja y se dispuso a defenderse. A su alrededor, había doce hombres vestidos con la túnica cuartelada blanca y azul, con la espada por emblema, de los shun'karith, los guerreros sagrados de Rugan. Con las espadas desenvainadas, rodearon al bárbaro, dejando la hoguera en el centro. A Khram le bastaba un silbido para poner sobre aviso a Ragnar, romper el círculo y salir de allí como alma que llevara Malak. Y sin embargo, no lo hizo. No supo decir el por qué. Igual que el brazo se le pareció armar sólo y soltar los golpes sin más alegación que una vida llena de combates por su propia supervivencia aquella tarde, ahora parecía que la espada se negaba a saltar hacia los corazones de los doce que le rodeaban. Del mismo modo que el acero había cantado jubilo al hendir la carne hacía unas horas, ahora parecía querer permanecer mudo ante el asedio de los ruganitas. Aquellos hombres decían servir a una justicia superior. Muchos compatriotas tenían fe en Rugan. Blandió la espada esperando. Uno de los que lo rodeaban se adelantó un poco y envainó la hoja. El bárbaro se quedó mirándole.

- Viajero – dijo en un común aceptable, – hemos visto ahí atrás unos cadáveres de unos bandidos herejes que perseguíamos desde hace días. ¿Los has abatido tú?

- Sí
– negarlo habría sido inútil; no había nadie más por aquel lugar y, a menos que entre todos se hubieran matado, resultaba bastante obvio que el bortai era el culpable de aquellas muertes.

- En ese caso, debes venir con nosotros. Por la autoridad que se me ha concedido, te apreso en nombre de Rugan, dios protector de Sirocitria-kiltasi, por el crimen de asesinato de nueve hombres.

A Khram casi se le cayó el arma de la sorpresa. ¡Había ido a parar al país contrario del que deseaba!

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.

Thylzos

Me tengo que poner al día con esto. Me lo voy a imprimir para leerlo con más tranquilidad.

¿Al final cómo va lo de publicarlo?

Gracias freyi *.*


Cita de: Gambit en 26 de Enero de 2010, 10:25
Follar cansa. Comprad una xbox 360, nunca le duele la cabeza, no discute, no hay que entenderla, la puedes compartir con tus amigos...

Khram Cuervo Errante


Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.

Khram Cuervo Errante

Apresado.

Era difícil sentirse atado por las muñecas, con los brazos a la espalda mientras aquellos sacerdotes guerreros lo escoltaban a saber dónde por haber eliminado a unos ladrones que tarde o temprano debían acabar de la misma forma. Quizá algo más chamuscados o sobre una tarima de madera, pero al final la única diferencia radicaría en quién había causado sus muertes. Lo que era seguro es que a los individuos por los que habían apresado a Khram les habría dado igual morir por el fuego purificador de Rugan o por la afilada espada del Cuervo.

Iba subido a la grupa de su propio caballo y su espada seguía a su costado. La espada de su padre seguía a buen recaudo en la parte trasera de la silla, bien cubierta por las pieles que había heredado de su matrona. Dentro de sus vestiduras seguía durmiendo Kora. En un momento dado, si necesitaba huir podía decirle que royera las cuerdas, sacar la espada, matar a un par de escoltas y salir corriendo picando espuelas en Ragnar. Sí, aquellos hombres también iban montados, pero aquellas monturas elegantes de tranco fino no tenían ni la cuarta parte de la resistencia de su animal. En una carrera corta, en un terreno liso, aquellos purasangre podían alcanzar con facilidad el mismo galope que el garañón bortai, pero en aquella espesura, en un terreno plagado de irregularidades y sembrado de raíces de árboles, la seguridad de las ancas de Ragnar eran la mayor ventaja. La carrera no sería corta, de eso estaba seguro, pues su bestia no daría tregua ninguna a sus perseguidores y cabalgaría durante muchísimo tiempo antes de dejar de apretar la carrera. Además, estaba seguro de que aquellos caballos de paseo no corcovearían con tanta eficacia como  el suyo. Casi podía ver el furioso galope de Ragnar, saltando por encima de las raíces que sobresalían, esquivando las ramas bajas, haciendo retumbar el suelo y retemblar las piedras que estuvieran alrededor de sus cascos al patear el suelo.

Sin embargo, aún considerando que tenía una posibilidad, al menos una de escapar de aquello, algo lo retuvo en el centro de aquel círculo. No habría sabido decir por qué, pero la situación no merecía aquella temeridad. Él que se había enfrentado a ejércitos enteros poniendo en juego su vida, que había luchado en encarnizados combates por su propia alma, se quedaba ahora encerrado entre aquellos doce hombres. Sabía, o más bien intuía, que si escapaba, las consecuencias estarían fuera de su control. Bien aquellos hombres podrían salir en su persecución y perderle, bien podían darle por perdido desde el principio. Aunque conociéndolos, la persecución duraría muchísimo tiempo.

Los ruganitas eran sacerdotes guerreros, fieles del dios de la Justicia e hijo de la luminosa Brishna. Rugan vería su gracia sobre ellos, los shun'karith, guardianes de la fe y la virtud. Su sentido de la justicia era el más elevado, eran grandísimos guerreros y su capacidad de servicio era de las más voluntariosas. Obedecían ciegamente a sus superiores, manteniendo la férrea disciplina de la orden. Estas, que eran sus mayores virtudes, eran también las causas de sus peores defectos. Su fanatismo les llevaba a extender la bendita ley de Rugan más allá de los propios límites de la realidad y tendían a considerar hereje a todo aquel que, lejos de renegar de la existencia de los dioses, adoraban a uno que no era el suyo. Incluso había algunos que consideraban que a los fieles de Brishna, la santa madre de su dios, había que consumirlos en la hoguera. Los extranjeros eran poco más que delincuentes por haber nacido fuera del amparo de las fronteras que gobernaban sus luminosos dioses. Este comportamiento, que Khram podía llegar a comprender dentro de su propio país, también lo llevaban a cabo en países en los que fundaban abadías, templos y demás dedicados a su dios, como Entrovia. Al Cuervo le divirtió la idea de pensar en lo que podría ocurrir si a alguno de aquellos mentecatos se le ocurriera presentarse un día en Bort con la alegre idea de levantar un templo a Rugan. Si bien era cierto que entre los adoradores del dios caballero había muchos bortai, a ninguno de ellos, o quizá a bastante pocos se les ocurriría acabar en el interior de una choza con una pieza de mármol  cubierta con una piel para rendir pleitesía a un dios. Los bortai que se veían atraídos por Rugan lo hacían con la esperanza de asistir a encarnizados combates. Porque si había algo a lo que eran aficionados los shun'karith era a desenvainar sus armas, enarbolarlas bien alto y responder a desafíos, bien reales, bien imaginarios. Todo era una afrenta para su buen dios o su luminosa madre.

Seguramente, si se hubiera encontrado con alguno de los ksatriyas de Brishna – que eran el equivalente a los shun'karith de Rugan, pero que seguían a su santa madre – la cosa habría resultado, de algún modo, distinta. No ponía en duda que los altos paladines le encontraran en su precario refugio de la noche anterior. Seguramente, hasta un topo le habría encontrado. Pero lo que habría seguido a las someras presentaciones habría sido más bien una amistosa charla sobre lo inconveniente de matar personas, por muy malvadas que fueran. Khram estaba seguro de que habría llegado un punto en el que la charla se habría vuelto tan insoportable que habría acabado por desenvainar, pero a menos que matara a un brishnita, los demás se limitarían a aconsejarle que guardara la hoja, que Brishna nos ilumina a todos por igual.

No es que los altos ksatriyas fueran unos cobardes, en absoluto. Pero al menos no eran tan temerarios como sus hermanos shun'karith. En conjunto quizá supondrían una buena fuerza armada, pero por separado, la voluntad de no desenvainar de unos chocaba con la obsesión evangélica de otros. Estaba seguro de que, aún intentando equilibrar ambas doctrinas, no se pondrían de acuerdo los unos con los otros y al final el resultado de una pelea sería el mismo. Sin embargo, jamás había oído hablar de brishnitas que hubieran causado verdaderos desastres, mientras que las historias que se referían a la inconsciencia de los que siguen el camino de la espada eran innumerables.

Quizá tal proeza se debiera a la legendaria paciencia de los fieles de la diosa de la bella luz. Serían capaces de sentarse a comer con un fiel de Malak mientras, sin subir jamás el tono, intentan convencerle de lo equivocado de su actitud. Un ksatriya estaba más abocado al diálogo y la diplomacia que a la guerra, sin que eso menoscabe su capacidad para esta última. Lo único para lo que no está entrenado uno de los paladines de Brishna es para soportar el mal sobre otros. Detestan a los que hayan tenido contacto con los antagonistas de su diosa y su hijo, Malak y Korgath, casi por sistema, aunque su reacción inicial no es sacar las armas. Sólo si estos seguidores de los demonios insisten en su actitud malévola es cuando hay que temer a los ksatriyas. Poseen una gran destreza y están habituados al uso de todo tipo de armas. Y no sólo eso, cuentan con el apoyo de su diosa, que les imbuye de poderes especiales al entrar en combate. Esto también reza para los ruganitas. El problema reside en que su veleidoso dios no otorga dones tan extraordinarios como los de su madre.

Esto llevó a Khram a hacer un inquietante razonamiento. Si era verdaderamente posible que los shun'karith y los ksatriyas adquirieran capacidades nuevas que ningún ser humano podría tener, ¿afirmaba eso la existencia de los dioses? Cuando menos, concluyó, demostraba la existencia de aquellos dos dioses. No estaba seguro de que las plegarias de aquellos hombres y mujeres pudieran ser el origen de nada. Recordó sus primeras lecciones de magia y como Burbath le había explicado cómo canalizaban los magos los poderes de las esencias a través de pequeños objetos tales como piedras, anillos o pedazos de metal forjado. Burbath decía que en ellos había restos de las esencias creadoras y que todo lo que tenía que hacer un mago era extraerlo y canalizar, a través de ellos, esas esencias que daban todo su poder al hechicero. Entonces, ¿quería eso decir que existía, a pesar de que lo negara el Bündschlag insistentemente, un dios de la magia? No. Tal como lo veía él ahora, lo que quería decir era totalmente lo contrario. Los fieles de Rugan, Brishna o cualquier otro dios habrían encontrado una manera distinta de llegar a poderes de esencias que los magos, debido a su forma particular de llegar a dichas esencias, no alcanzaban aún. Sería algo digno de investigarse, si es que no lo habían hecho ya otros hechiceros antes que él. Él no era más que un simple iniciado, así que hombres muchísimo más poderosos y versados que él estarían al corriente de aquella teoría y habrían intentado ponerla a prueba. Incluso podría estar poniéndose a prueba en aquel mismo instante en la lejana Shyrm, en alguna de las Altas Torres de Hechicería que el erial de la Locura protegía del resto del mundo. Además, existía la divertida posibilidad de que a algún ruganita herético se le hubiera ocurrido aquella misma idea, con lo que el Primer Inquisidor habría encendido la parrilla ante el primer indicio y se habría tapado el asunto con toda rapidez y eficacia. Khram se sonrió ante la perspectiva de llegar a un país extraño y gritar a voz en cuello aquella teoría suya. Cuando menos, el resultado podría tacharse de interesante. Igual las castas más bajas de la rígida sociedad sirocitria llegaban a tambalearse.

Los sirocitrios eran gente pragmática. No tanto como los khitai'i, pero tenían un lado práctico innegable. Su sociedad, fuertemente estamentada por un sistema de castas, mantenía a unos lejos del alcance de los otros. La sociedad sirocitria se dividía en tres estamentos, llamados varnas: mindhata, la clase sacerdotal; yaishia, los comerciantes, terratenientes y nobles de varios tipos; y los yadhata, los campesinos, pescadores y gentes de más baja extracción. Esta división en varnas está influida por los fieles de Rugan, que defienden unos estatutos bien fuertes. Quizá esta organización haya hecho que las dos doctrinas religiosas hayan limado sus diferencias hasta convertirse en la casta dominante. La organización en varnas impide que unos individuos se mezclen con otros. Así, alguien de las estamentos más bajos jamás osaría mezclarse con alguien de los escalafones más altos por medio a las represalias; y la gente que tenía la suerte de estar en las clases más altas jamás se rebajaría a mezclarse con las castas inferiores por miedo a contaminarse. A veces, situaciones excepcionales hacían que una persona ascendiera en su posición social, pero eran mucho más normales las situaciones que podían hacer que una persona perdiera su estatus social. Gobernados por una teocracia basada en el culto a Brishna y Rugan, los gobernantes de Sirocitria-kiltasi permitían que individuos nacidos en castas inferiores medraran si conseguían alguna proeza religiosa reseñable. La mayoría de los que obtenía así una posición lo hacía por mérito propio, ascendiendo en categoría eclesiástica. Aunque, por supuesto, les estaba prohibido casarse y obligados a permanecer célibes, lo que limitaba las posibilidades de que esos ascensos se perpetuaran en el tiempo. Con todo, a los brishnitas se les permitía una vez al año, por el solsticio de verano, dar rienda suelta a sus pasiones, algo que a los ruganitas se les prohibía.

Su escolta parecía estar demasiado resentida en ese sentido, porque sus caras reflejaban un malestar interno que a Khram no le suscitaba un especial interés. Estar atado era un inconveniente para cabalgar. Su trasero estaba más que harto de recibir los golpes del potente lomo de Ragnar y empezaba a echar de menos estar posado en el duro suelo. La silla, lejos de ser un alivio, empezaba a resultar otro problema. No sabía si aquellos paladines estaban dispuestos a cabalgar todo el día y toda la noche sin parar, pero cuando empezaron a mascar carne sin dejar de montar y le ofrecieron comida y agua sin siquiera desatarle, la esperanza de Khram de detenerse a almorzar se desvanecieron y esperó a que la noche le trajera algo de reposo. "Su dios debe de haberles hecho el culo de acero", pensó. "Espero que su voluntad no sea igual de férrea o me veo cabalgando durante seis o siete meses sin bajar de esta maldita silla".

Al menos, caminaban bajo el amparo de las enormes copas de los árboles. Aquel frescor ofrecía mucho más consuelo del que podría parecer a simple vista, pues, de haber ido cabalgando por una soleada estepa, sus cerebros se habrían recocido hacía ya tiempo. No había nada en aquel viaje que hiciera que al bárbaro le dieran ganas de continuar adelante. Los cantos de los pájaros comenzaban a resultar bien monótonos y le daban ganas de asar a unos cuantos cuando los ruganitas lo asaran a él. Los shun'karith cabalgaban en silencio y ninguno abría la boca excepto cuando su líder se lo pedía. Seguían hablando en aquel idioma musical lleno de vocales que tan incomprensible se le hacía, lo que, siendo su invitado, consideraba una gran descortesía y una enorme desconsideración por su parte, ya que Khram tenía el defecto de no conocer el idioma local. Y por lo visto, nadie tenía interés en que lo aprendiera. Tampoco nadie se dirigía a él, lo que no le extrañaba, puesto que era un prisionero. Echaba de menos alguna emoción en el camino. Suponía que ninguno de aquellos que lo rodeaban estaría dispuesto a ir a cazar algo para cenar, llevando como llevaban las alforjas llenas. Así que debería resignarse a continuar su camino con las manos a la espalda, tan cerca de la empuñadura de Nodym como para cogerla, pero sin poder desenvainarla. Kora se removió contra su pecho y Khram resistió la tentación de pedirle al animalito que le echara un cable. La experiencia le había enseñado que podía uno aprender mucho de aquellos que lo llevaban a la fuerza donde no quería. Había aprendido mucho del alquimista de Khitai que le había enseñado los rudimentos de la recolección alquímica. Había aprendido mucho, incluso, de los yskim y los ykeem cuando no había querido ir hacia las Tierras Blancas. Quizá, con los ruganitas y los brishnitas aprendería algo más.

Aquel estado de resignación le resultaba totalmente nuevo. Aunque siempre se había resignado a su destino y lo había aceptado, sin embargo también había tenido una reacción adversa contra la adversidad. Se había rebelado contra todo lo que le había dañado o causado algún tipo de pesar. Aquello fue lo que le llevó a emprender el viaje que había acabado con él en aquella silla de montar con las manos atadas a la espalda. Si hubiera sabido aceptar aquello que el destino le traía, quizá ahora estaría en una cómoda yurta, afilando su espada para ir a alguna batalla lejos de su hogar y volver victorioso, bañado en la sangre de sus enemigos, a unirse con su compañera e hijos, prender una hoguera y contar aquellas hazañas a las que los bortai eran tan aficionados. Pero el destino solía tener aquellas sorpresas.

Después de toda la jornada cabalgando, los ruganitas apretaron el paso. Aquello obligó a Khram a sufrir aún más los golpes de la silla en sus posaderas. Pero el sol caía y los paladines parecían apresurarse por llegar a algún sitio. Al cabo de un rato, apareció en lontananza un edificio encalado, que reflejaba los últimos rayos de sol del día como un faro en una isla perdida. Era una construcción alta, de tres plantas. El tejado, construido a tres aguas, estaba culminado por una espléndida veleta de bronce bruñido en la que aparecían el sol y la espada, Brishna y Rugan unidos en aquel simple objeto. En un anexo se movían algunos caballos, descansando de algún otro viaje. Un carruaje estaba aparcado cerca del establo, con los aparejos desmontados. Justo detrás, como intentando ocultarlo, había un pequeño carromato, seguramente de algún comerciante venido a menos o uno que aún estuviera haciéndose un sitio. Se acercaron por una angosta trocha hacia una puerta de listones de madera pintados de forma acuartelada, en blanco, azul y amarillo. El quicio describía un arco apuntado, con un sobrerrelieve en tres niveles. En la punta misma había un listón de oro, del que colgaba un cartel en que habían dibujado un yelmo empenachado con una cantidad de detalles enorme. Alrededor del pertrecho estaba escrito en unos caracteres que no había visto jamás, suponía, el nombre de la posada. Seguramente se llamaba "El brillante yelmo de Rugan" o "El descanso del caballero". Los sirocitrios eran muy dados a estos nombres rimbombantes.

Justo antes de entrar, el comandante de la columna se detuvo y detuvo a Ragnar mientras los demás seguían adelante. Sacó un cuchillo corto y liberó las muñecas del bortai. Khram le miró extrañado.

- ¿No querrás comer con las manos atadas o rebajarte a que te demos de comer nosotros?

- ¿Y te fías de que no me escape estando desatado?
– Khram intentó poner a prueba al ruganita.

- Verás, yo creo que no te vas a escapar. Lo primero porque ahí dentro hay demasiada gente como para que puedas irte sin tener que luchar. En segundo lugar, porque llevas todo el día con el culo pegado a la silla y tienes que tener molidos hasta los tímpanos. Y en tercer lugar... lo descubrirás enseguida.

Abrió el portón que daba a la sala común de la posada y una vaharada de aire viciado le asestó una bofetada en la cara. El humo de varias hogueras que acababan de encenderse no ascendía aún completamente por los tiros de las chimeneas. Era una estancia bastante común. Grande, atestada de sillas y mesas en la que departían los viajeros y con un posadero rollizo y de mejillas sonrosadas y una camarera entradita en carnes, de espléndidas curvas y muy malas pulgas con aquellos que se equivocaban de sitio al poner las manos. Cuando entraron, los demás ruganitas hablaban animadamente con el posadero, que les buscó acomodo en el momento en que Khram y el capitán entraban en el establecimiento. Ambos siguieron a la comitiva que ya había empezado a recorrer el camino hasta su posición.

- Hola, Jölf. ¿Cómo va el negocio? – el capitán le puso una mano en el hombro al posadero, preguntándole con toda amabilidad.

- ¡Mi estimado capitán Anur! ¡Siéntese, siéntese! El negocio va como siempre, prosperando bajo el amparo y la bendición de la brillante Brishna y el justo Rugan. ¿Quién es el joven que os acompaña? ¿Algún nuevo recluta? Por lo que veo, viene de lejos - la incesante verborrea del posadero levantaba dolor de cabeza en un cariacontecido Khram que, a pesar de haber oído como se referían a él, hizo caso omiso de la referencia.

- No, viejo amigo, no es ningún recluta. Es un paisano tuyo que ha venido de peregrinaje, como tú hace tanto tiempo.

- ¿Es eso cierto? Vaya, vaya, otro bortai en Sirocitria, ¡quién iba a decirlo! No es que no venga ninguno por aquí, porque si quieren saber algo de Rugan, antes o después deben llegar a los templos, pero venir con una escolta de doce shun'karith, ¡vaya, eso sí que es impresionante! ¿No serás, acaso, líder de algún clan para merecer tal escolta?


La mirada de Khram podría haber congelado las lumbres que ardían en sus hogares. El cuervo que llevaba tatuado en el rostro pareció atravesar al parlanchín tabernero bortai.

- ¡No tiene importancia! Supongo que debes ser algún enviado que no quiere que se sepa por qué está aquí. Bueno, mi nombre, joven, es Jölf y hace tiempo que salí del Zorro para establecer aquí mi humilde morada.

- ¿Eso incluye traicionar toda tu herencia y renegar de lo que eres?


El posadero decidió ignorar con una sonrisa el comentario hiriente de su compatriota. Tomo educada nota de todo lo que habían pedido e incluso de la ofensa de Khram. El Cuervo lo sabía. Los Zorro eran un clan que tenía madera para el comercio, pero entre los bortai se sabía enseguida cuando estaban engañando a alguien o intentando ocultarle algo. No es que hicieran ningún gesto, era algo más, como una intuición que se hubiera incubado durante el paso de los siglos como una habilidad más en los guerreros de los clanes. Parecía haberse encastrado en la sangre de los bortai y corría con ella como el ardor en la batalla o la pertenencia al clan. Los ruganitas asieron sendas jarras de un licor que olía demasiado dulzón y que debía de ser tan soso como olía. Al bortai le pusieron una buena jarra de espumosa cerveza. Al menos aquello no lo había olvidado el posadero.

- Jölf – llamó el bárbaro, – ¿cuál es el nombre de tu taberna?

- Ah, es la más famosa de entre estas latitudes. Hay otras cinco tabernas en los alrededores, pero ninguna tiene una cerveza mejor para los extranjeros ni prepara el zumo de moras que hace mi hija. Estos caballeros shun'karith podrán decirte que el zumo dulce de moras de "El casco" es el mejor de toda Sirocitria. O al menos de esta parte.


Khram satisfizo aquella curiosidad, pero no dejó de sentirse extrañamente decepcionado. ¿El casco? Evidentemente, no era un nombre que un sirocitrio pusiera a su establecimiento, y siendo su dueño un bortai, no podía imaginar un nombre más adecuado, pero había esperado algo mucho más original y sofisticado. Era lo más que podía esperarse de una mente sencilla como la de aquel Zorro.

Enseguida llegaron enormes fuentes de carne chorreando salsa y cuencos del tamaño de cubos llenos de ensalada de escarola y nueces. Los ruganitas fueron bastante comedidos a la hora de servirse. Cada uno imitó a su capitán y tomó un par de cucharones de ensalada y un pedazo de carne. Bendijo la comida con un gesto sencillo y se dispuso a comer. Por el contrario, Khram no se sirvió. Simplemente empezó a agarrar trozos de carne y a devorarlos, como si estuviera delante de las hogueras de campamento de su clan. Obvió el cuenco de ensalada y atacó la carne con saña. Sus compañeros de mesa le miraban con asco, pero ninguno hizo ningún comentario. Sin embargo, el posadero prorrumpió en una estentórea carcajada al ver comer a aquel hombre.

- ¡Así se come, sí señor! - rió el posadero. - ¡Hacía mucho tiempo que no veía a nadie comer así de bien! ¡Mira, Maden, así se come en el país de tu padre! Qué gusto volver a ver cómo un joven engulle pedazo de carne tras pedazo de carne. ¡Maden, trae otra jarra de la mejor cerveza roja que tengamos, este muchacho tiene que tomar algo para que toda esta carne no se desperdicie!

Khram no se dejó engañar. Aquella amabilidad, aquella falsa amabilidad escondía mucho más detrás de aquellas afables palabras. No necesitó mirarle para adivinar que en sus ojos había una crispación. Imperceptibles sacudidas recorrían las manos del posadero. El bortai pudo vislumbrar, a través del rabillo del ojo, como se emblanquecían los nudillos de su compatriota, apretados fuertemente, temblando de impaciencia. Si conocía en algo a los Zorro, aquel hombre se aseguraría de conocer bien la habitación en la que iba a alojarse aquella noche y se plantaría al costado de su lecho. Y él se aseguraría de recoger a Nodym y ponerla bien cerca de su mano. No le inspiraba confianza. Era raro que los Zorro inspiraran algún tipo de certidumbre, ni siquiera entre los bortai, pero Jölf era menos digno aún de que se depositara ningún tipo de fe en él. Sus clientes le confiarían hasta su último secreto con la seguridad de que la discreción del tabernero sería la mejor salvaguarda para sus palabras. Todos los allí reunidos tenían a Jölf por el más honrado de los hombres, todo un dechado de virtudes entre las que la custodia de los secretos destacaba por encima de las demás. Era cordial, atento, amable... todo aquello que un mydonita jamás diría sobre un bortai era lo que representaba Jölf para su parroquia. No podía dar dos pasos sin que alguien le dirigiera alguna palabra amable, alguna broma que aceptaba de buen grado y respondía con otra chanza que despertaba, cuando menos, la misma hilaridad con la que había respondido él a la primera pulla. La que se movía con mayor habilidad era Maden. Apenas hablaba, pero sus ojos dejaban traslucir toda la ira que algunos suscitaban en ella. Muchos de los allí reunidos alargaban de más las manos y ella, que llevaba en sus venas el ardor guerrero de la estepa, respondía con un buen bofetón, rápido, sonoro y eficaz. Incluso Khram pudo ver una demostración de las habilidades de la chica con la sartén. Uno de los parroquianos, que no parecía haber bebido en exceso otra cosa que no fueran los vientos por la muchacha, quiso robarle un beso. La fogosa muchacha no respondió de inmediato, dejando que sus labios entraran en contacto con los del hombre, que la besó con un gran deseo. Cuando se separaron, el hombre sonreía, esperando una respuesta positiva de la chica. Ésta, por respuesta, curvó la boca en un esbozo de sonrisa que se transfiguró en una mueca terrorífica mientras su brazo derecho describía un arco cuya trayectoria se cruzó con terrible eficacia con la cabeza del hombre. Quiso la suerte, o quizá la propia Maden, que hubiera una sartén al final de esa mano que resonó como una campanada. El que la había besado cayó al suelo cuan largo era, levantando una densa nube de polvo que provocó las carcajadas de todo el personal. Quien más rió fue el padre de la muchacha mientras se echaba a la espalda al muchacho y lo llevaba a la trastienda hasta que se recuperase. Aún se oirían aquellas risotadas francas durante mucho tiempo desde la parte trasera del local, acompañadas por tímidas risitas solidarias en las pequeñas reuniones de las mesas de la sala común.

Los ruganitas quedaron pronto satisfechos o si no fue así, dejaron de comer cuando sus magras raciones acabaron. Khram siguió devorando el guiso de Maden hasta que no hubo ni un pedazo de carne que rescatar ni una gota de salsa que rebañar. Concluida la cena, los shun'karith se encaminaron a sus habitaciones. El capitán del destacamento se dirigió al bortai antes de subir.

- Espero que mañana sigas aquí.

- ¿Si te doy mi palabra de que mañana partiremos juntos con las primeras luces del alba, dejarás de desconfiar de mí? –
el gruñido del soldado indicaba que le dejaba allí abajo con toda la reticencia de la que era capaz.

- Buenas noches – consiguió añadir.

Poco a poco, los demás fueron marchando a sus habitaciones o a granjas cercanas que trabajaban. La sala común se fue vaciando poco a poco y sólo un hombre quedó allí, expectante. Khram daba pequeños sorbos de su jarra, esperando a que todos se hubieran ido. No le daría al tabernero la oportunidad de atacarle mientras dormía. Prefería encontrarse con Jölf cara a cara, pudiendo defenderse frente a frente. No tardó en cumplirse su deseo.

- ¿Estabas esperándome? – la locuacidad del hombre parecía haberse apagado en cuanto su acento y su lengua se volvieron hacia la estepa.

- Sí. Prefería quedarme aquí y darte la oportunidad de abordarme de frente, no escondido entre las brumas de la noche, como un vulgar ladrón.

- Las formas de la estepa no cambiarán nunca.

- Aunque sus hombres sí lo hagan.


El silencio se densificó entre ambos hombres tras esta frase. Aquella herida seguía demasiado vivo en ambos hombres, aunque en uno de ellos llevara abierta varias décadas.

- ¿Qué hacías con esos hombres? – la pregunta fue sencilla y directa.

- ¿Y a ti qué? ¿Cuándo dejaron los bortai de ser libres para ir donde y con quien quisieran?

- Desde el momento en que las marcas de las sogas se quedan grabadas en la piel.


Desplazó el cuello de la camisola que llevaba hacia abajo. En la base de su pescuezo aparecían feos verdugones que el tiempo no había podido borrar. Estaba marcado para siempre por la presión de una cuerda que había intentado acabar con su vida.

- No va un bortai con los ruganitas por propia voluntad, a menos que crea en su dios. O bien has conseguido engañarlos, por lo que te felicito por tus dotes interpretativas, o bien eres un fiel de este dios que es tan extraño para nosotros.

"Yo llegué a Sirocitria hace ya veinticinco años. Sólo quería viajar, ver mundo. Atravesé toda Entrovia, pasando por Uthgard y Valsol. Allí me embarqué y llegué a Sirocitria. Debido a la procedencia del barco, nos hicieron prisioneros. Casi toda la tripulación fue pasada por la hoguera o decapitada. Yo... yo me libré por los pelos.

Cuando me llegó el turno, el inquisidor sólo me hizo algunas preguntas que no conseguí entender. El idioma sirocitrio es más bien complejo, con todas esas vocales seguidas y esas consonantes tan suaves. Trajeron a un intérprete que hablaba perfectamente en nuestro idioma. Era un alto miembro de la curia, según parecía. Lo único que supe después de contestar las preguntas de aquel hombre, es que pasé de estar con la soga al cuello a tener todas mis pertenencias de vuelta y suficiente dinero para montar esta posada. Me desperté exactamente en este punto de la colina y a mi lado aún estaba el mismo intérprete que me había hecho las preguntas. Sólo me dio un consejo. Y lo seguí al pie de la letra.

Hoy esta taberna sigue siendo el fruto de aquel consejo. Me casé bajo los auspicios de Brishna con una mujer local. Aprendí el idioma. Y mi sangre quedó encerrada entre estas cuatro paredes, ahogándose con el fuego de las chimeneas, enterrada bajo toda la gente que viene aquí a descansar. Y mientras ellos encuentran reposo en esta esquina del mundo, mi sangre no halla el suyo. Me siento encerrado, enquistado. Estoy lejos de todo lo que amo por una estúpida ilusión de juventud. Y mi espíritu quedará aquí atrapado por unos dioses que me son ajenos, en lugar de ir a reunirse con mis ancestros.

Dices que me he olvidado de mí mismo y he traicionado todo lo que significo. ¿Qué hay de ti? Convertido a una religión extraña, peregrino religioso en una tierra que nos odia por pertenecer a una raza extraña que vive en el otro extremo del mundo. No creas que por haberte convertido a su dios van a tratarte mejor. Eres un bortai y, por lo que dices, tú no lo has olvidado. Espero que sepas lo que dices y que te mantengas firme, porque cuando lleves aquí los mismos años que yo, toda tu identidad se habrá diluido por la costumbre. Todo lo que eres se habrá perdido tras la máscara que, cada día, deberás ponerte si quieres seguir sobreviviendo.

Así que no juzgues si no conoces toda la historia".


Khram tomó un largo sorbo de cerveza, apurando el contenido de su jarra. Siguió otro densísimo silencio que sólo se apagó cuando Khram aporreó la mesa con el recipiente vacío.

- Yo no me he convertido a nada. Vengo con estos hombres porque me apresaron no muy lejos de aquí. Unos salteadores intentaron robarme el caballo y algo más. Llevaban la guadaña de Korgath en las capas, pero aún así, me detuvieron por asesinar a unos sirocitrios.

- ¿Y no te escapas de ellos, aguerrido bortai? –
la sardónica pregunta provocó una nueva sonrisa en Khram.

- No. Y ahora que sé que me llevan ante un alto mando que es bortai, me siento aún más intrigado. Seguía con ellos porque quería saber cómo acabaría esto. Ahora quiero llegar al fondo de este asunto.

- Tú verás –
la expresión de Jölf se tornó seria. – Pero si yo fuera tú, intentaría escapar. O aprender a soplar muy fuerte, porque vas a acabar como el cordero de esta noche.

- Veremos
– fue la enigmática respuesta del bortai.

Jölf se echó al hombro un paño que debía aglomerar los restos de grasa de los últimos veinticinco años. Se fue a la cama sin desearle buenas noches a su inquilino. Pasó a su lado con expresión de pocos amigos y subió silenciosamente la escalera. Khram se quedó allí quieto, pensativo. Habría deseado que la jarra siguiera llena, al menos habría tenido algo con lo que pasar el tiempo.

Como no lo tenía, tuvo que pensar. Y lo único en lo que podía pensar era en aquel bortai que había llegado a ser miembro de la alta curia sirocitria. No dejaba de ser extraño. Y cuanto más lo pensaba, más extraño le parecía. Los bortai no tenían una fe como aquella. Había conocido otros que habían tenido fe en Rugan, pero ninguno que la hubiera llevado hasta el extremo de convertirse en parte de su cuerpo sacerdotal. Si de verdad aquel espécimen existía, era digno de verse. Aquello le causaba cada vez más curiosidad. Había pensado en huir durante la noche y dejar a los ruganitas con dos palmos de narices, pero el relato de Jölf le había dejado mucho más intrigado de lo que estaba dispuesto a reconocer. Aún más. La perspectiva de juntar en el mismo sitio a un bortai que era un alto sacerdote de un dios ridículo y un ridículo aprendiz de magia que era bortai se le antojaba divertido. Sonrió intentando evocar aquella imagen. Desde luego, sería todo un espectáculo ver a dos hombres tozudos intentando convencer al otro de que los dos llevaban razón. Aunque, siendo bortai como era, lo más seguro es que tras unos cuantos golpes de espada, unas cuantas bravatas, algunas heridas y mucho sudor, acabarían apoyados contra el altar de algún templo ruganita bebiendo cerveza como verdaderos animales y cantando a voz en cuello las viejas canciones de los ancestros, las risas llenarían los salones y entonces los ruganitas no sabrían qué hacer.

Dejó la jarra sobre la mesa y salió hacia los establos por un pequeño portalón que había al lado de la barra de la posada. Allí encontraría a Ragnar descansando, o quizá, tomando un pequeño tentempié nocturno. Penetró en la agobiante oscuridad y conjuró, silenciosamente, un pequeño puntito de luz que le sirviera para guiarse entre los animales de los distintos huéspedes de la posada. Encontró al suyo en el último cubículo, haciendo tintinear los aparejos impacientemente. Khram lo miró agradecido, como si hubiera estado preparado para irse antes de que él mismo lo estuviera. Agarró la rienda de su animal y desató el sencillo nudo que lo mantenía en la cuadra. Tiró de él y Ragnar obedeció de inmediato, saliendo a la tibia noche de Sirocitria-kiltasi con decisión.

"Mañana será otro día", pensó.

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.

Blood

Como siempre espléndido. Llevaba mucho esperando y ahora parece que retomas con ganas jeje.

Hay una parte que creo esta errada:

"la esperanza de Khram de detenerse a almorzar se desvanecieron"

Creo que sería o: las esperanzas; o bien se desvaneció.

Un saludo y sólo puedo añadir continua.

En contra del uso de corbatas xD


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