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Ha desaparecido el anciano del pueblo. Responde al nombre de Vandemar y puede encontrarse desorientado, agresivo o diciendo incoherencias propias de la edad. Fue visto por última vez con unos pantalones ceñidos y una camiseta petada.

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Memorias de sangre y savia (II). VENAS Y TRONCO. Capítulo VI: Historia.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 26 de Febrero de 2009, 13:18

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Khram Cuervo Errante

El capitán se desperezó. Había pasado una mala noche con un sueño poco reparador. Se levantó de la cama y sintió el frío de las láminas de madera en las plantas de los pies. Era reconfortante sentir el frescor de la mañana en los pies desnudos y caminar sobre las tablas sin ninguna preocupación. Estas llegaban solas a lo largo del día y no era menester romper el encanto del despertar con las cuitas que habrían de ocupar el resto de su jornada. Se llegó a la jofaina que había en una pequeña repisa de su habitación y realizó allí sus primeras abluciones. Una vez limpio, se postró y le rezó a su dios, pidiéndole benevolencia para aquel día, que ya antes de amanecer, amenazaba ser demasiado duro incluso para él.

La noche había sido intranquila. Con el bárbaro en el piso de abajo no había quien durmiera. No es que formara jaleo. Era más bien por lo contrario. Si hubiera armado algún escándalo, sería señal de que seguía allí. Pero el silencio con el que había transcurrido la noche le inquietaba aún más. Esos escandalosos bortai eran capaces de hacerse notar en cualquier momento, más incluso durante la noche. Era cuando podía decirse que eran mucho más jaraneros y vocingleros, aficionados a los festejos y a las borracheras. Que uno de esos bárbaros no se hiciera notar era algo descorazonador y tener que confesarle a su superior que había perdido a un prisionero no le resultaba demasiado atractivo.

Aquella no era la mejor manera de tranquilizarse, desde luego. Se vistió apresuradamente e hizo taconear las botas por las escaleras de la posada mientras bajaba a buscar al bortai. Cuando llegó a la sala común, tuvo una imagen desoladadora. Allí no estaba el bárbaro.

Dio la alarma a su patrulla, que salió perezosamente de las alcobas, con las espadas en la mano y las sobrevestas a medio poner. Cuando les contó lo que ocurría, los shun'karith se pusieron en marcha rápidamente y el sueño dio paso a la más absoluta vigilia. Encaminaron sus pasos al establo con diligencia, mientras su capitán dejaba al tabernero una sustanciosa suma por los alojamientos y la comida.

Aquello encendió otra alarma en el interior de Anur. Normalmente Jölf se levantaba muchísimo antes que ellos, había dispuesto sus caballos y les tenía servidos unos buenos desayunos de campaña que podían comer a lomos de los corceles. Pero aquel día, el tabernero no daba señales de haber aparecido por ningún lado. Su delantal aún colgaba del clavo que le servía de soporte durante la noche. Algo no andaba bien y el que los problemas se anduvieran sumando con tanta velocidad no era un buen augurio para comenzar un día en el que debía transportar a aquel reo ante la presencia de su superior. Como buen guerrero, desenvainó antes de salir a la escena que se desarrollaba a las puertas de la taberna.

Catorce siervos de Korgath, catorce sarkul'has pertrechados hasta los dientes, habían rodeado al bárbaro y al posadero. Cuatro de ellos yacían ya muertos y los combatientes sudaban ya profusamente y sangraban por algunas heridas en brazos y piernas. Jölf empuñaba una enorme hacha de dos manos y Khram sostenía la bastarda de su madre en alto, en una guardia muy arriesgada. Y, aunque eran ellos dos quienes estaban rodeados por aquella cuadrilla oscura, los sarkul'has parecían tener problemas para mantenerlos a raya. Fue Khram quien vino a confirmar sus sospechas.

El aprendiz de mago no esperó a que fueran a buscarle. Con tan solo dos pasos, adquirió velocidad suficiente como para dar un salto felino. Agarró la espada con ambas manos y describió un arco cruel y despiadado cuya trayectoria acabó por impactar en la quinta víctima. La hoja hendió el cuerpo, seccionándolo casi por la mitad. Tan salvaje fue la acometida, que Khram perdió el equilibrio y tuvo que echar mano a tierra para no caer rodando. Uno de los sarkul'has notó su ventaja y quiso sacar provecho de aquella inoportuna caída, pero el bortai ya había previsto el movimiento. Retiró con un tirón el arma del cadáver, dejando su cuerpo casi paralelo al suelo. Se impulsó sobre la pierna izquierda, flexionada tras el impacto, con la espada por delante. La punta se clavó en el pecho del agresor y el empuje combinado de los dos contendientes hizo que el cuerpo se hundiera hasta los gavilanes en la hoja, que salió por el otro lado goteando viscosa sangre por toda su longitud.

Jölf, como queriendo contestar a los embates de su compañero de batalla, no se quedó atrás. Balanceó el hacha a un lado y a otro, haciendo retroceder a aquellos que se acercaban, barriéndolos. Uno de los movimientos del posadero hizo que los desacostumbrados dedos soltaran su presa en el astil, que resbaló. O eso fue lo que vio Anur. Porque para Jölf el hacha jamás abandonó su dominio. Aquel oportuno deslizamiento fue a enterrar la picota del hacha en la cara de uno de los sarkul'has que observaba distraídamente la escena. Dos de los que lo acosaban lo miraron con la ira encendida en sus ojos y quisieron ensartarlo, cada uno por un flanco, pensando que el hacha no sería tan ágil como ellos dos. Con lo que no contaban era con que el bortai había nacido con aquel arma en las manos y para él era tan natural manejarla como uno de sus propios brazos. Tiró del astil y la contera golpeó a uno de sus atacantes en la boca del estómago, dejándolo sin aire. Ese momento lo aprovechó Jölf para balancear de nuevo la hoja que encontró el cuello del otro hombre en su camino. La cabeza cayó reventándose contra el suelo, como un melón maduro. No había terminado de caer cuando el hacha volvió a girar con rapidez y cortó uno de los brazos de aquel que había quedado sin aliento. Otros cuatro cuerpos poblaban ya el suelo cuando se deshizo de éste y tan solo quedaban seis en pie cuando los shun'karith salieron del patio de caballerías a todo galope, pisoteando los cadáveres tendidos sobre el barro y acometiendo salvajemente a los que quedaban en pie. Anur quedó sin cobrar pieza mientras boqueaba tontamente observando la escena que se había realizado a su alrededor.

Khram envainó su bastarda, limpiándola con cara de asco en la capa de uno de los muertos.  Levantó la vista de la dantesca escena y contempló a los shun'karith boquiabiertos ante la matanza que habían desencadenado. Con el arma balanceándose a su izquierda, el aprendiz de mago se acercó al capitán de los ruganitas, que le miraba con toda la sorpresa que era capaz de expresar. Frunció el ceño al pasar a su lado, intentando comprender aquel gesto, pero no dijo nada. Volvió a adentrarse en la penumbra que reinaba en el comedor de la taberna y se sentó, en silencio, en la misma mesa que había ocupado la noche anterior. Jölf también hizo caso omiso de Anur. Pasó a su lado con media sonrisa dibujada en el rostro y el hacha descansando tranquila sobre su hombro derecho. Caminaba con un suave contoneo, pavoneándose de su hazaña y acariciando su herramienta levemente con la mano izquierda, añorando tiempos pasados en los que había eliminado enemigos como aquella mañana. Como si no hubiera matado a varios sarkul'has de una sentada hasta convertirlos en una pulpa rojiza, guardó el hacha bajo el mostrador, sacó el delantal de su clavo, y se lo amarró a la espalda como llevaba haciendo desde más años de los que estaba dispuesto a admitir. Pero la media sonrisa ya no se le borraría en toda la jornada.

Anur ordenó desmontar y entrar. Estaba dispuesto a pagar un buen desayuno si alguien le contaba qué había ocurrido allí con exactitud. Aunque parecía que ninguno de los bortai estaba muy por la labor.

- Nada, unos cuantos alborotadores que querían quedarse con la taberna. Pero no importa, llevo rechazando ofertas así durante años. ¡Pero hoy ha sido algo memorable! Y es que no hay nada como combatir con un bortai de tu parte.

Palmeó amistosa y sonoramente uno de los hombros de Khram hasta que la mano le ardió mientras exhalaba una estentórea risa que el Cuervo adivinó que no se oía en aquella taberna ni en ningún otro sitio desde hacía mucho, muchísimo tiempo. La mirada de Jölf había cambiado. Había un brillo distinto en sus ojos, una esperanza renacida que había permanecido apagada durante años y que ahora volvía a reclamar su territorio. Una luz que el propio tabernero se había ocupado de apagar, silenciando el deseo no expresado, el anhelo incumplido que albergaba. Ahora iluminaba de nuevo el rostro del exiliado, junto con aquella mueca de felicidad, habiendo recuperado algo que se había perdido hacía mucho, mucho tiempo. Y Khram, que había perdido exactamente lo mismo que Jölf, comprendió por qué la actitud del tabernero había cambiado y por qué aquella luz había empezado a brillar de nuevo en sus ojos. Sintió envidia de él. Jölf aún podía recobrar aquello que añoraba. Él no. Aunque tomara el mismo camino que pronto tomaría el posadero, su destino sería mucho más amargo que el de aquel hombretón que apretaba ahora su mano en su hombro. Miró alrededor, echando un buen vistazo a la posada. Si alguna vez volviera a pasar por aquellos parajes, seguramente no quedaría piedra sobre piedra de aquella construcción. Porque Jölf, aquel camarero que tenía una buena mirada y una alegre palabra para todo el mundo había decidido que había pasado ya demasiado tiempo desde la última vez que sintiera el ardor guerrero que sólo los bortai experimentaban al correr a la batalla en cerrada formación frente a sus enemigos.

Jölf regresaba al sitio que nunca debió abandonar.

El camarero desapareció en la trastienda, dando alegres voces, interpelando a su hija, bramando las órdenes de desayuno que había solicitado Anur y sacó humeantes platos de crujiente panceta y huevos que olían a gloria bendita. Trajo dos cuencos de pan recién horneado y cerveza, oscura y espesa, que era la que había dado la fama a aquella taberna suya. Khram tomó el pan y empezó a mojarlo en la yema del huevo.

- Cuéntame qué ha pasado ahí fuera – la voz de Anur sonó apremiante, pero el único efecto que tuvo sobre el bárbaro fue que éste levantara la vista del plato. – ¿Es que no me has oído? Te he hecho una pregunta.

- No te voy a contestar a algo que otros ya te han respondido. Ha sido una visita de negocios. Pero su oferta resultó insultante.


Khram no volvió a abrir la boca excepto para engullir la panceta y los huevos de su plato, dejando al capitán colmado de perplejidad. Los demás shun'karith no parecían estar escandalizados por la insolencia del bortai, sino más bien admirados de lo que aquel hombre había sido capaz de hacer.

Acabado el almuerzo, los sacerdotes guerreros se dispersaron preparando sus equipajes y ensillando caballos de refresco. El posadero y el aprendiz de mago volvieron a quedarse frente a frente, en la misma mesa en que la noche anterior se habían increpado. Los dos bortai se quedaron quietos y callados durante un rato. Los ojos de Khram brillaban con arrogancia. Los de Jölf con esperanza. En cierto modo, ambas miradas estaban cargadas del mismo significado.

- Así que vuelves a la estepa – fue Khram el que rompió aquel espeso silencio en primer lugar.

- Sí, así es – a Jölf le dio igual cómo había adivinado sus intenciones, tampoco se mostró sorprendido por ello. – He pensado que ya es hora de volver. Llevo demasiado tiempo alejado de eso que hemos tenido esta mañana. Y a la sangre no se la puede detener – Khram sonrió.

- Me alegra que hayas decidido volver. ¿Qué harás con esta casucha?

- La quemaré, hasta los cimientos. No quiero dejar nada atrás de esta vida a la que me he visto abocado por mi estupidez. Voy a remediar los errores de mi pasado y regresar a los míos. Mi hija debe conocer sus raíces.


Khram asintió. Sonrió de nuevo. Bien sabía él que no era la hija de Jölf la que debía conocer Bort, a quien seguro que no le apetecía nada abandonar su cómoda vida en Sirocitria para cambiarla por la dureza de la estepa bortai, el frío arrasador en invierno y el calor agobiante en verano. El aprendiz de mago leía en sus palabras las palabras que no había expresado, toda la nostalgia que había acumulado en todo el tiempo que había permanecido lejos de su hogar, apartado de las rugientes hogueras y las historias de los chamanes. Y regresaría con las manos llenas de oro, pues no cabía duda de que el negocio le había sido próspero al exiliado. Con aquella carta de presentación, seguro que el líder Zorro le daba una buena acogida al seno del clan.

- ¿Volverás tú, algún día? – la pregunta del tabernero no tuvo más respuesta que una significativa mirada. – Espero no haber muerto antes de volverte a ver. Y si lo hago, que sea como guerreros en el más allá.

- Los guerreros no se encuentran en el más allá. Mueren juntos en este mundo, en la batalla. No hay batallas más lejos de la última, amigo mío. Así que si deseas verme, que sea antes de morir. Y si habremos de morir antes de reencontrarnos, que al menos sea en un buen combate.


Se puso en pie y la bastarda, que aún no le había retirado el capitán de los shun'karith, tintineó nerviosa a su costado. Salió a la claridad de la nueva mañana y fue a los establos, a recoger su caballo. Ragnar pateó el suelo como protesta.

- ¿Pensabas que no iba a venir a por ti? – el caballo piafó. – ¡Vaya, encima te enfadas! Vamos, amigo, vamos. No será esta nuestra última cabalgada.

Repasó que todas sus pertenencias estuvieran colocadas sobre su grupa. Sin echar nada en falta, desabrochó las cintas que trababan la vaina de la espada de su madre a su cinturón y la aseguró en el arzón de su silla. Allí estaría a su alcance si en algún momento la cosa se ponía fea. Acarició el cuello de Ragnar susurrándole palabras amistosas. Finalmente, montó sobre la silla del cuadrúpedo y se dispuso a retomar el camino que llevaba recorriendo durante tantos y tantos años.

Quisieran los dioses que algún día pudiera seguir a Jölf. Y aunque él no creía en dioses, estando en el lugar que estaba, encontró de lo más apropiado el rogarles por su camino. Después de todo, no hacía ningún mal a nadie.

Jölf estaba afuera, despidiéndose de Anur y sus compañeros, con la bayeta sujeta en una mano y el delantal lleno de lamparones. Se deshacía en sonrisas con aquella expresión franca que sólo los hijos de la estepa saben adoptar. Pero sus ojos seguían resplandeciendo, como al amanecer entre los bandidos que habían derrotado. Miró a Khram como una aparición de otros tiempos, un fantasma muerto y olvidado hacía mucho. Los ojos del tabernero se clavaron en la arrogante mirada del muchacho y se vieron a sí mismos mucho tiempo atrás.

- Muchacho – comenzó Jölf cuando el aprendiz de mago se puso a su altura, - tienes el porte de los antiguos líderes, aquellos que viven en nuestras leyendas – Khram deseó ser el único que se diera cuenta de que las había llamado "nuestras". – Ahora sé que un día nos volveremos a ver. Regresarás.

- Eso dependerá de cómo lo juzguen –
Anur, que no sabía a qué se referían los bárbaros, sentenció sin juicio al más joven.

Pero ni la sonrisa de Jölf se borró, ni la expresión de Khram cambió. Ambos bortai compartían algo que el capitán jamás llegaría a comprender, viviendo como vivía en un país segregado de sí mismo. Los dos bárbaros compartían un sentimiento único, algo que sólo nacía en la estepa y que mantenía unidos a los clanes, por mucho que protestaran y se mataran entre ellos. Eso era algo imposible de evitar, por mucho que el jurado que se dispusiera para retener a Khram en Sirocitria quisiera retenerlo allí. Ambos sabían que aún había mucha historia por delante. Y el aprendiz de mago tenía mucha más aún.

- ¿Hoy no me atas? – preguntó el bárbaro con cierta sorna.

- Es posible que nos seas necesario en algún momento. Si te ato, entonces seremos uno menos, y las probabilidades de salir vivos de este viaje disminuirán considerablemente. Te he visto combatir. Y, desde luego, no pienso perder una ventaja como tú con los peligros que parece que acechan en estos caminos.

Khram esbozó media sonrisa. Se le estaban ocurriendo algunas maldades que hacerle a Anur y que, seguramente, le proporcionarían cierta diversión durante el día. Pero, por mucho que pudiera hacerse cargo de los ruganitas, no tenía ninguna gana de enfrentarse a todo el pelotón sin razón alguna. Y conociendo a los shun'karith, todo podía ocurrir.

Una inmensa deflagración hizo temblar los cuerpos de los legionarios. Asustados, volvieron la vista atrás para comprobar que había sucedido. Vieron una densa columna de humo ascender hacia el cielo y unas llamas, altas como robles, mecerse a merced del viento. Sólo hacía unos instantes que habían estado allí. La taberna de Jölf había saltado por los aires y los shun'karith comentaban la tragedia entre ellos. Se detuvieron y sólo Khram siguió adelante. Fue Anur quien, temeroso de que el bortai se escapara, le dio alcance.

- La taberna de tu compatriota arde y tú, simplemente, sigues cabalgando. ¿Qué sabes tú de eso?

- ¿Yo? –
volvió el inescrutable rostro hacia el capitán – ¿Cómo iba yo a saber algo? Jölf habrá encendido el fuego cerca del lugar donde fermenta la cerveza y habrá echado a volar – aunque esto sabía que era cierto, no era menos cierto que el bortai escondía un secreto que no estaba dispuesto a revelarle al capitán.

- ¿Acaso no te importa lo más absoluto?

- ¿Era amigo mío? Entonces no me preocupa –
de nuevo, ese secreto, pugnó por salir. El Cuervo consiguió retenerlo a duras penas.

Esa frase dio por zanjada la discusión. Khram mostró una débil sonrisa cuando Anur, estupefacto, se rezagó un poco. Los shun'karith creían en el orden establecido y defendían que no debía ser alterado por nada del mundo. Si algo se salía de los cánones que ellos tenían como normales, había que extirparlo. Por eso, aquella explosión, tan poco común, era digna de merecer la pena la pérdida de tiempo en investigar sus causas.

Para Khram no merecía la pena. Él tenía muy claro que había sido el propio Jölf el que había provocado aquella explosión. Había sido muy astuto el Zorro. Si su posada ardía hasta los cimientos, nadie haría preguntas incómodas. Todo el mundo pensaría que sus restos descansaban, destrozados y carbonizados, bajo los escombros de su vida, aquella taberna que había regentado por la imposibilidad de regresar a su tierra. La llegada del aprendiz de mago había inflamado en aquel hombretón un deseo largo tiempo demorado. Si alguien había sido capaz de llegar hasta Sirocitria desde Bort, el camino contrario también era posible. El Cuervo sabía que si en el ánimo del posadero estaba regresar, llegaría a las tierras de su clan o moriría en el intento. Para los kiltasis ya había ocurrido lo segundo, así que no habría impedimento ninguno para conseguir lo primero. Khram sólo deseó que su ruta no fuera ni tan larga ni tan penosa como la suya. Khitai no había grabado un grato recuerdo en él. Y las Tierras de Hielo... prefirió no pensar en ellas.

La cabalgata se hizo más pesada. Según pasaba el día, el sombrío ánimo de Khram se iba haciendo más negro. Con cada paso que daba su montura, el inexorable destino que el capitán les había impuesto, estaba más cerca. La capital de Sirocitria sería una ciudad enorme, con sus gordos y abotargados sacerdotes y templos, que dominarían toda la urbe desde sus doradas posiciones. Unos, por su varna de nacimiento; los otros, por su lugar de construcción. Pensó el bortai que incluso entre los edificios de sus extraños dioses la competencia sería clara. En una sociedad tan estamentada y desigual como la kiltasi, las luchas intestinas por ascender de casta serían tan habituales como brutal era su represión. No solo eso: en una sociedad tan marcadamente religiosa, los hombres habrían convertido a sus dioses en instrumentos de los que servirse para colocarse por encima de sus vecinos. Aquella instrumentalización causaría enfrentamientos entre los seguidores de Rugan, un dios menor, y los fieles de Brishna, madre de Rugan y que, por tanto, debían sentirse elevados sobre los ruganitas por esta razón. Sin duda alguna, unos y otros habían hecho remodelar sus respectivos templos para que el propio pareciera más grande, más bonito y más adecuado para la oración que el de enfrente.

No le pasó desapercibido al aprendiz de mago que aquella situación era paralela a la de su propio pueblo. Enfrascados siempre en peleas entre los clanes, unos y otros ansiaban siempre lo mismo: más que el que plantaba la tienda enfrente. Más botín, más pieles, más tierras, más oro. ¿Sería la naturaleza del ser humano tan constante que aquella actitud se manifestara en culturas tan claramente distintas como la bortai y la sirocitria? Tuvo que concluir que las sociedades no eran tan dispares por muy alejadas que parecieran. Aquel afán, aquella competencia era inherente al ser humano, por su condición de ser vivo. Sacar la cabeza por encima del otro, sobrevivir, en definitiva. ¿Acaso no era aquello muchísimo más potente en su propio país, en el que la lucha por prevalecer sobre Mydon y sobre la estepa misma, enemiga tan acérrima como el país vecino y muchísimo más implacable, era algo que duraba desde la mismísima noche de los tiempos?. No había diferencia alguna entre los que le habían despreciado por sobrevivir a su enemigo y los que llenaban las absurdas castas de los kiltasis. Ninguna en absoluto. Las castas, para él, no eran más que la más indigna expresión de aquel desprecio que el superviviente en la batalla despierta entre los allegados del caído y que él había sentido en sus propias carnes. Allí, entre aquellos que los llamaban bárbaros, quizá las varnas se habían convertido en la forma más civilizada de aquel odio. Y, sin embargo, no podía dejar de preguntarse si cuando el enemigo los acechara y los acuciara, igual que hacían los mydonitas con ellos, los sirocitrios dejarían aquellas disputas de lado para luchar unos al lado de otros, como verdaderos hijos de la misma madre. Aquella misma estepa que los esclavizaba y los martirizaba era la amantísima progenitora y dadora de vida que los unía a todos como hermanos ante la adversidad.

Con todo aquello, entendía que un bortaí pudiera sentirse a gusto en aquel país extraño pero que, a la vez, era tan similar al suyo. Lo que él sabía que no soportaría son las pétreas yurtas en las que se alojaban. Estar en una taberna era pasable. Buena cerveza, buena comida, buena compañía y, si se terciaba, la posibilidad de hacer un poco de ejercicio y de extraerse la dolorosa muela que llevaba incordiándole tanto tiempo. Pero encerrarse entre cuatro paredes por propia voluntad para no volver a salir... Ya se ahogaba en las largas horas de estudio en la cabaña de Burbath y añoraba el aire en cada cabello. Cuanto más no habría de asfixiarse en aquellos monstruos de piedra.

Y era precisamente aquello lo que ensombrecía su ánimo. Su destino sería, como mínimo, una celda de un monasterio, si no alguna de una prisión. Khram apostaría a que los ruganitas no lo matarían en sus hogueras. No por benevolencia, ni en pago por haber salvado la vida a aquella patrulla o habérsela robado a los sarkul'has, porque si se llegaban a enterar del modo en que los había derrotado, tardaría muy poco en ir a las llamas inquisitoriales del divino Rugan. Lo que le mantendría con vida sería seguir haciéndoles creer a a aquellos guerreros que, de entre todos los que cabalgaban por aquellos bosques, él era el más valioso. No podían permitirse perder tal talento e intentarían convertirlo a aquella restrictiva fe suya e investirlo shun'karith.

La perspectiva de verse vestido de azul y blanco, repitiendo juramentos que para él carecían de todo sentido y valor, no le parecía nada agradable. Se planteó que ver a aquel bortai de la alta curia no era tan interesante como había pensado al principio. Pero la alternativa era mucho menos atractiva. Consistía en dar rienda suelta a Ragnar y dejar que su caballo huyera de aquel escuadrón de ruganitas. Podía conseguirlo, claro, pero si alguno de los animales de sus forzosos compañeros fuese tan veloz y resistente como Ragnar, tendría que echar mano del único conjuro que había logrado ejecutar con éxito. Y entonces sí que su esperanza de vida se vería acortada sensiblemente. Había muchas cosas que podían enfurecer a un shun'karith. Y, aunque hacerle cabalgar con toda la prisa que fuera capaz por aquel accidentado bosque lleno de raíces y pedruscos no estuviera entre ellas, el ser objetivo de una luz cegadora que no viniera de Brishna ocuparía, sin lugar a dudas, uno de los primeros lugares de esa lista de cosas.

Sabía que su única posibilidad estaba en fingir una conversión y una sumisión totales a Rugan y sus clérigos. La noche sería más cómplice para su huida de un monasterio en el que, sin duda, la guardia estaría baja.

Finalmente, sin mayores percances ni más encuentros desafortunados, la caravana llegó a su destino. Cuando aún estaban lejos, Khram pudo divisar la enorme muralla de piedra. Era casi seis veces tan alta como él y su grosor le permitiría acostarse holgadamente sin llegar a tocar los extremos. Por el adarve paseaban aburridos shun'karith con pesadas armas y escudos, esperando que algo de acción viniera a visitarlos y los liberara de las tediosas guardias a lo largo de la muralla. El portón estaba reforzado con hierro forjado y sólo podía abrirse mediante un complejo mecanismo oculto en la gruesa muralla, debido a su impresionante peso. Anur explicó al bortai que la puerta jamás se cerraba en tiempos de paz por orden de la mismísima Brishna, reacia a negar su auxilio a cualquiera que pudiera necesitarlo. En tiempos de guerra, la puerta era tan pesada que nada en absoluto podía atravesarla pues, se decía, no dejaba entrar a nadie con un corazón lleno de oscuras intenciones, imbuída por bendiciones de la propia diosa solar.

Con el acceso franco todo el día y toda la noche, no sería difícil escapar de allí. Observó a los guardias que paseaban por el adarve. Con la longitud de aquella muralla, tardarían bastante tiempo en dar la vuelta completa. No se veían más patrullas, por lo que o había tan pocas que no alcanzaban a verse o la única patrulla circulante era la que ahora mismo pasaba por encima del portón. Así, al menos que a algún estúpido fiel de Korgath se le ocurriera sitiar la ciudad, la puerta permanecería abierta de par en par, indefensa, y dispuesta a franquearle el paso. Durante la noche, escondido entre las sombras de los edificios colindantes y la penumbra que arrojaría el muro, podría acercarse a la puerta sin ser visto. Druma, por una vez, sería su aliada.

Atravesaron la enorme cancela y pudo ver unas inscripciones cinceladas en trazos complejos que no supo reconocer. Aquí y allá había escrituras extrañas que no reconoció y algunas pocas palabras en antiguo khorulés. Sin embargo, sí que supo reconocer un conjunto de runas mágicas inscritas en ella. Las entendió y le sorprendió su significado. Los magos tenían un rinconcito en aquel país, justo en el corazón de una nación que los odiaba a muerte, y nadie parecía advertirlo. Quizá habían olvidado dadrede que existía aquella inscripción. Apenas daba la bienvenida a los viajeros, en un tiempo en el que kiltasis y shyrmis aún no se habían enemistado por la absurda razón de la existencia o no de los dioses.  Al bortai no le parecía una razón suficiente como para enfrentarse durante siglos. Al fin y al cabo, ninguno de los dos pueblos veía amenazada su supervivencia con aquella distinción. A menos que dichos dioses exigieran como tributo la vida y la sangre de todos aquellos que no creyeran en ellos. Él sabía, por propia experiencia, que podía tenerse fe en dioses y convivir con gente de cualquier otro credo o sin credo ninguno en absoluto. A Khram le pareció que aquella estúpida hostilidad no era más que una burda mentira urdida por los humanos para, una vez más, prevalecer sobre los que los rodeaban. Hasta los dioses se habían convertido en herramientas para acabar con el de al lado.

Una vez dentro de la ciudad, el bortai encontró edificios de todas las formas, facturas y tamaños. No hubo de hacer pregunta alguna para saber cuáles eran las casas que habitaban las castas más bajas.

Como tampoco tuvo tiempo de albergar dudas acerca de cuales eran los principales templos de la ciudad. Igual que monstruos mitológicos, los colosales edificios se erguían en sendos montes, desafiando a la propia gravedad. El templo de Brishna se veía refulgir con una luz propia. Blanco y resplandeciente, la enorme mole vigilaba toda la creación desde su dorado sitial. No muy lejos de allí, se levantaba el templo de Rugan, su hijo. La altísima cúpula, de un color zafiro intenso, era capaz de rivalizar en brillo con el templo de la diosa solar.

- Es el yelmo de Rugan – le explicó el capitán Anur. – Cuenta la leyenda que fue el mismísimo dios quien lo dejó ahí aposentado tras una de sus largas batallas contra la oscuridad. La espada, dicen, se perdió.

Una respuesta mordaz nació y murió en la garganta del bortai. Antes de entrar en la ciudad, Khram le habría preguntado al capitán cómo era posible que alguien con una cabeza tan enorme como para llenar aquel zafiro podía olvidar una espada tan importante como era el arma de Rugan. Seguramente, Anur habría arrugado el morro, habría soltado alguna puya igual de mordaz para resarcirse del ataque verbal del Cuervo y después le habría contado la leyenda completa. Pero allí, en medio de las calles de la ciudad, no dejaría que la ofensa quedara impune y habría dado con sus huesos en el patíbulo.

- No tardarás mucho en admirarlo por dentro, pues ese es nuestro destino.

El joven no dijo nada. Una vez pasada la primera impresión de la imponente presencia de los templos, había vuelto la vista a las calles de la ciudad divina. Sus pasos les habían conducido invariablemente por calles anchas y limpias, flanqueadas por los muretes y verjas de verdaderas mansiones. A Khram le turbó comprobar que las casas más lujosas no se mezclaban con las casas más pobres.

- ¿Por qué sólo nos hemos cruzado con sacerdotes? – quiso saber. No había nadie por las calles, excepto los fieles servidores de Rugan y Brishna. Ni comerciantes, ni mendigos ni nada de nada.

Sólo ellos tienen permiso para cruzarse con nosotros – no había frialdad alguna en la voz de Anur. Ni tampoco ese falso orgullo que los poderosos dan a sus palabras cuando hablan sobre los pobres. Simplemente lo dijo como si fuera lo más natural del mundo, igual que si estuviera anunciando que se había puesto a llover.

- ¿Permiso? ¿Los hombres aquí tienen que pedir permiso para salir de sus casas a voluntad?

- No, no lo piden. Simplemente saben que no pueden salir y cruzarse con nosotros.


La fuerza de una costumbre arraigada en el corazón de todo un país dio todo el peso de una losa a esta última frase del capitán. Nadie se planteaba siquiera que el mundo estaba ahí para ellos siempre. Era como si al cruzarse con los shun'karith, el mundo se encogiese para ellos hasta caber dentro de sus casas hasta que los sacerdotes hubieran desaparecido.

El camino por las desiertas calles continuó hasta llegar a la entrada del templo ruganita. Allí, Anur obligó a descabalgar al Cuervo.

- ¡Mozo! Cuida bien del caballo o pagarás con tu vida – la advertencia de Khram tuvo su eco en el evidente movimiento de la nuez del muchacho.

- ¿Quién traes aquí, Anur? Debe tener poco miedo a ninguno de los dioses para hablarle así a un simple mozo justo antes de encararse al tribunal.

Aquella voz le hizo darse la vuelta.

Ante él vio a un hombre enorme, investido con los honores del sacerdocio. Era casi tan alto como el Cuervo. Con los hábitos del Vorda-Rugan sobre su cuerpo, aún podían verse los enormes músculos que, en su juventud, habían surcado sus miembros y se habían cobrado tantas y tantas vidas. Una encanecida melena coronaba una incipiente calva, forzada a invadir aquellas nieves por el paso inexorable del tiempo. La luenga barba llegaba hasta la prominencia de un vientre que la falta de ejercicio y batallas y el exceso de comidas abundantes y mullidos butacones habían hecho crecer.

- Khram – comenzó el capitán, – te presento a Kaadra-bort, el primer alto sacerdote de Rugan que ha salido de tu tierra.

El aprendiz de mago no podía dejar de mirar a aquel hombre.

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Blood

Da gusto leer, siempre te deja ese regusto, como una buena comida; y aunque quieres más, hay que saber esperar jeje, puesto que vale la pena.

Lo dicho, para mí impecable.

PD: Hace mucho que me leí el comienzo de la historia pero Kaadra-bort no será el padre no, o sí.
En contra del uso de corbatas xD


Khram Cuervo Errante


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Blood

Precisamente por eso lo decía jeje, ahora aún más fresco aunque supongo que al señarlarlo has ratificado que no es él.

Pero vamos que ahí dicen que no encuentran o no queda más que la espada, y se da a entender que murió pero vamos no hay pruebas como quien dice jeje, por eso se me ocurrió pensar que quizás...

En fin, habrá que esperar a que se me desvele el misterio jeje.

Saludos, y gracias no sólo por compartirlo sino por guiar jeje.
En contra del uso de corbatas xD


Khram Cuervo Errante

Khram estaba sorprendido.  Su caballo, su espada y sus pieles seguían con él. Lo que más le sorprendía es que le hubieran dejado cabalgar por las calles de la ciudad con total libertad. Al fin y al cabo, era un extranjero y no tenía por qué atenerse a las estrictas normas de comportamiento entre varnas que establecían las costumbres kiltasi.

El juicio que se celebro se nublaba en su mente. Aún estaba aturdido tras haber conocido a Kaadra. Esperaba ya un bortai, porque se lo habían advertido y tenía que esperarlo, pero lo que no esperaba era que la máxima representación de Rugan en aquel lugar fuera aquel hombre que una vez fue un pagano. Los bortai, por fieles que fueran y fe que tuvieran, les resultaban paganos a los sirocitrios. Para ellos, el culto debía estar centrado en los templos. Para los bortai que creían en algún dios, aquello era encerrar a los seres divinos entre cuatro paredes y los hombres no eran quienes para poner límites a los dioses. Y mucho menos aún eran quienes para considerarse mejores a nadie por adorar de una forma u otra a los dioses. O no adorarlos en absoluto. En Sirocitria, declararse abiertamente ateo era el peor crimen imaginable. Y en Bort, muchos no creían en ningún dios en absoluto, sino en los ancestros. Y esto era peor que el ateísmo: era creer en falsos dioses. Y si no creer en dioses era peor que creer en los dioses equivocados, creer en falsos dioses era peor aún.

Sin embargo, nada de esto pudo demostrarse en el juicio. No sabía si por simpatía o recuerdo, la argumentación de Kaadra estuvo bastante lejos de aclarar nada. Manejaba la dialéctica con una gran habilidad y daba la impresión de que Khram creía a la vez en todos los dioses, en ninguno y sólo en Rugan por encima de nadie. Fue bastante diestro frente a las acusaciones de ateísmo, paganismo y traición de otros sacerdotes. La mención de la muerte de los sarkul'has que realizó el capitán Anur no hizo más que aumentar la algarabía del tribunal. Unos se felicitaban por haber perdido de vista a unos cuantos sirvientes del vengativo Korgath. Y otros querían hacerle pagar por la muerte de unos cuantos kilstasi. Kaadra fue lo suficientemente hábil como para que el hecho quedara en un segundo plano.

No se podía decir mucho más. El resto de la conferencia en el tribunal fue para ensalzar el valor de la justicia, que llegaba desde cualquier parte y, esta vez, llegaba desde la lejana estepa. Terminó su discurso hablando sobre los caminos de la justicia, sobre lo imprevisible de su recorrido y sobre la voluntad del propio Rugan, que nunca debe ser contravenida. Y en ese caso, lo que no se puede contravenir es la llegada del bortai. Con ese argumento desmontó las voces y los gritos de los que se oponían a su libertad y se inclinaban por encender las hogueras sin objetivo culinario. La única pena que se le impuso fue que no abandonara la ciudad.

Poco después, el capitán Anur le acompañó fuera del templo.

- Y ahora... ¿qué vas a hacer?

- Creí que ibas a enseñarme el templo por dentro –
fue la escueta respuesta que le dio.

- Creía que ya lo habías visto al entrar. Te he visto mirar a uno y otro lado.

Era cierto. No tuvo Khram que pedir muchas explicaciones sobre la forma y la disposición del templo. Había entrado en un portón por el que sólo podía entra un hombre a la vez. El portal se iba ensanchando poco a poco hasta dar en una enorme nave central, rectangular y larga que acababa en un ábside redondo y ensanchado. Dos naves menores cruzaban la larguísima nave central hacia su tercio superior. En el punto en que se cruzaban las tres naves se veía aquello que había llamado Anur el yelmo de Rugan.

Desde abajo, la luz que caía desde aquel ojo cristalino le confería a todo el templo una beatífica luz celeste que inundaba todo el lugar con una visión de divinidad que le confería al templo un aura sobria y recogida, digna de meditación y rezo. Las amplias bancadas, bañadas por aquella luz celestial, se convertían en auténticas nubes en la tierra, en las que sentarse a escuchar la voz de un dios que ama por encima de todo la Justicia. A pesar de todo lo que había pasado en su vida, a pesar de las decepciones, Khram casi podía afirmar que, en un ambiente como ése, él podría haber seguido creyendo en un dios. En algún dios. Tener como templos los bosques y los árboles era una gran invitación a creer en una diosa que amaba la vida y la naturaleza por encima de todo. Pero al salir de entre los árboles y ver el mundo en toda su cruda realidad y comprobar que la vida no es más que la moneda de cambio que los poderosos utilizan para llevar a cabo sus maquinaciones y sus fines, le sacudía a uno y le quitaba la poca fe que podía haber amasado en su estancia en el bosque. Sin embargo, allí, entre aquellos cuatro muros, era como si la voluntad del dios se concentrara. La beatífica visión del templo bañado por la mortecina luz azul invitaba a recoger el corazón y el miedo, entregarlo a Rugan y dejarse proteger por su Brillante Armadura. A punto estuvo el Cuervo de arrodillarse y pedir perdón por su descreimiento, pero no lo hizo. El orgullo racial campó por sus venas al contemplar una imagen de Rugan ajusticiando a un reo.

El tapiz, bordado con ricos hilos de gemas, mostraba al dios de la Justicia con su perdida espada sostenida por encima de la cabeza. El rostro, cubierto por un yelmo tan azul como el propio cielo, escondía las divinas facciones, incapaz de expresar su belleza el artista que tejió el cuadro. Una impresionante armadura que parecía llevar como una segunda piel cubría el cuerpo de Rugan, refulgiendo bajo la cerúlea iluminación de la nave. A sus pies, una masa carnosa, apagada, tejida con innobles fibras de paja y lana, aparecía como objeto de la suprema justicia, arrodillado frente al dios. No suplicaba clemencia. La mirada altiva, la cabeza mirando directamente a aquella criatura superior. La víctima, de larga melena y poblada barba, no podía ser más que un bortai. Los tatuajes rituales, la indumentaria de piel y cuero, la actitud desafiante hasta la mismísima muerte, mirando de cara a un dios... El desafío de los paganos a Rugan no acaba con su muerte, ni siquiera más allá, parecía significar la escena. Y es deber de Rugan acabar con todos ellos, para librar al mundo de sus desmanes y sus fechorías. Y los más merecedores de ello eran los bortai, religiosos de una fe que creía en muertos hacía siglos que los guiaban hacia destinos inciertos, creyentes en ancestrales tótems que protegían a los clanes.

- No es tan impresionante como decías. Aquí, entre estos muros, el dios debe sentirse incómodo, apresado. Toda la creación para vagar libremente por ella, y vosotros pretendéis encerrar a vuestra divinidad en algo tan pequeño. Aunque eso sí me impresiona: vuestra capacidad para empequeñecer lo más grande que decís tener.

Salió afuera, y el mozo de cuadras al que había amenazado, sostenía ya el ronzal de Ragnar, impaciente por volver a cabalgar. Poco podría dar rienda suelta a sus pasiones: correr sin freno y relinchar estridentemente por todo el camino. Recogió la rienda y tiró de él, caminando. Después montó y dejó que el caballo fuera al paso, pero refrenando la cabalgada. Quería ver toda la ciudad desde otra perspectiva.

Era libre de pasear por todas las calles y suponía que nadie se escondería de él, puesto que él no tenía ninguna relación con las castas kiltasi. Así podría ver quién vivía en aquella ciudad.

La ciudad estaba bien estructurada y organizada. Cerca del templo se ubicaban los monasterios. Había distintos edificios grandes en los que los monjes y sacerdotes vivían con cierta comodidad. En los enormes patios se celebraban distintas ceremonias y se entrenaba a los ksatriyas y shun'karith. Espectaculares bibliotecas acumulaban milenarios libros en no menos antiguos anaqueles en los que el polvo colonizaba todo aquello que podía alcanzar. Los textos más valiosos se guardaban en vitrinas fuera del alcance del tiempo, del polvo y de manos inexpertas que pudieran acabar con los interminables años de reposo en interminables años de reposo eterno en el limbo de los libros. Ancianos  y venerables monjes formaban a dispuestos y animosos novicios, enseñándoles la fe en los dioses blancos, inculcándoles el odio en los dioses oscuros y dándoles razones para temer a todos aquellos que despreciaran u olvidaran la existencia de los dioses. Brishna, más benévola, tenía bajo sus palios a sus fieles, como un escudo protector. Rugan usaba ese escudo para enseñarles a proteger a los demás de la iniquidad. Ambos luchaban contra la impiedad. Entre los monasterios y edificios de la curia discurrían anchas y limpias calles, empedradas con blancos adoquines. No había tiendas ni establecimientos de ninguna clase entre aquellos edificios, pues las castas comerciales tenían prohibido mezclarse con ellos. Sólo los repartidores que abastecían al templo, tenían bulas especiales que les permitían acceder al interior de los edificios para servir mercaderías y víveres necesarios.

Algo más abajo, pero aún cerca de los templos, se alzaba el barrio noble. Todas las casas y mansiones que había visto durante su camino al templo escoltado por Anur estaban en este barrio. Las varnas más altas que no se dedicaban al comercio habían establecido aquí sus casas, lo más cerca que pudieron de sus dioses. Las mansiones, de dos y tres alturas, se habían construido bastante separadas unas de otras. Daba la impresión de que ninguno de sus habitantes deseara mezclarse, como si fueran dioses entre dioses, mucho más ocupados en sus guerras internas que en sus propios asuntos. Hasta en aquello debían hacerse evidente las diferencias entre unos y otros. Los nobles mayores debían hacerse distinguir de los nobles menores. ¿Tampoco se mezclaban entre ellos? Khram  vio a varios pasar por la calle. No parecía que tuvieran ninguna obligación de no cruzarse, pero lo cierto es que unos cruzaban la calle cuando otros se aproximaban. Quizá antiguas disputas. En una sociedad en la que las varnas tenían impedido cruzarse y que aquella forma de odio estaba tan arraigada, el odio por rencillas pequeñas como que alguien pisara la propiedad de otro podía enconarse de una manera tan dura como para evitar cruzarse con los demás. Allí las calles estaban impolutas y además tan pulidas que un hombre que cruzaba la calle resbalo y cayó estrepitosamente. Ragnar relinchó como si se riera y dio a la vez un resbalón.

- Aquí lo llaman karma – dijo Khram.

El caballó piafó incómodo, protestando ante la reprimenda de Khram.

Siguió cabalgando por la ciudad y bajando niveles. Lo siguiente que recorrió fue el distrito de los comerciantes. Allí las casas no eran demasiado ricas ni demasiado pobres. Las tiendas y viviendas estaban en el mismo edificio. Los edificios de los artesanos y comerciantes mayores eran mucho más ricos y grandes que los de los comerciantes menores, como fruteros y reposteros. Allí nadie temía mezclarse con nadie a menos que fuera por orgullo. Las mercancías se cruzaban por uno y otro lado y la actividad sólo cesó cuando un acólito cruzó corriendo en dirección al templo, quizá como parte de un castigo o de un encargo. Cuando pasó aquel mozuelo, los comerciantes salieron de sus agujeros, como ratas cuando el zorro se ha ido, y volvieron a reanudar su actividad como si nada en absoluto hubiera ocurrido allí. Carromatos, remolques, carretillos y capazos se repartían por toda aquella barriada. No había empedrado, pero sí un pavimento que hiciera más fácil el reparto y la salida y entrada de mercancía. Todos los rincones estaban llenos de deshechos: hojas de lechuga, tomates podridos, harina apelmazada, barro lleno de inmundicia de las carnicerías... Aquello olía como una verdadera ciudad. En Khitai, donde había estado semiprisionero, había llegado a acostumbrarse a aquel olor, pero con el aire y la brisa marina, y su periplo por los bosques y tierras del imperio kiltasi, su memoria había empujado aquellos aromas hacia un oscuro rincón de su cabeza. Ahora, el recuerdo había emergido explosivamente y sus fosas nasales no agradecieron aquel choque oloroso. Una vaharada de nauseas le vino a la garganta cuando se sumergió en los olores de todo aquello. Los tintes, los potingues para tratar cuero, la fruta podrida, la carne pasada. Todos los olores se mezclaban en una asquerosa y nauseabunda atmósfera cuyos vapores parecían no afectar a los atareados comerciantes y tratantes que había por la calle. Las paradas se amontonaban frente a las viviendas, apiñándose unas contra otras, mezclándose puestos de especias extrañas, dulces apetitosos y carnes inimaginables. Allí, en aquella barriada, la gente parecía más sencilla y más dispuesta a olvidar que existían barreras que los separaban entre sí. Aunque los artesanos, como joyeros, pintores y arquitectos, permanecían alejados de los tenderos comunes, no parecían exigir que los demás se apartaran ni que los caminos de unos y otros se separaran. La gente allí parecía más feliz con su vida sencilla. Cierto es que los símbolos sagrados de Rugan y Brishna estaban colgados de todos los tenderetes y grabados en todos los dinteles de las puertas, como buenos kiltasi, pero la vida no era tan rígida entre ellos y ellos tampoco eran tan rígidos con la vida. Khram entendió que ellos eran la verdadera sangre de la ciudad, su verdadera vida y que si no fuera por ellos, los niveles superiores estarían tan hundidos en la miseria como el nivel que iba a descubrir a continuación.

Separado de aquello, como si alguien hubiera tirado la basura fuera, estaba la barriada de los parias y las castas más bajas. Allí las casas brillaban por su ausencia. Sí, había algunas, pero las más de ellas estaban medio derruidas y si vivía alguien en ellas, su integridad física corría bastante peligro. Muchos vivían en algo similar a yurtas y otros simplemente, convertían los deshechos de las varnas superiores en su modo de subsistencia. El sonido de los cascos del caballo hizo huir a los habitantes de aquella parte de la ciudad como ratas. Casi seguro que aquellos tenían prohibido hasta cruzarse con sus propias sombras, viviendo siempre con el miedo a ser castigado por alguien de una posición superior. Lo único que pudo alcanzar a ver fueron unas pocas ratas y una manada de cucarachas que también huyeron al notar las vibraciones que los cascos de Ragnar provocaban en el suelo.

No todo era inmundicia en aquel sector de la ciudad. Había unas pocas casas que se mantenían en pie y que provocaban sangrientas luchas para ocuparlas. Los indigentes y parias formaban grupos en los que hacerse fuertes y poder así batallar contra grupos rivales. Era el típico lugar donde encontrar un asesino capaz de comerse a la madre de uno por un poco de pan. Aunque Khram sospechaba que los asesinos se encontraban bastante más arriba en la escala de castas de los kiltasi y que no tenían que andar demasiado para llegar a los templos de los que eran fieros devotos.

Se aproximó a la puerta. Observó campos de cultivo y casitas de labradores y establos de ganaderos rodeando la ciudad. Aquella casta vivía fuera de los muros de la ciudad porque nada crecería entre aquellos empedrados y pavimentos. Allí podían hacer una vida cercana a la normalidad, alejados de castas y demás, pero lo cierto era que también estaban sometidos a él. La única razón por la que vivían fuera de los muros era que dentro no podrían encontrar ningún lugar donde sembrar sus cosechas ni alimentar a sus animales. El Cuervo pensó en qué ocurriría con ellos en tiempos de guerra. No eran guerreros y no se imaginaba a aquellos campesinos montando patrullas de guardia para proteger sus tierras, sus animales y sus familias. Estaban en constante peligro y, si los sarkul'has decidían atacar a una familia en concreto, no tendrían problema ninguno en asesinar a todos sus miembros y dejar algún que otro recadito para las familias de alrededor y sus burgueses vecinos. Tampoco es que a estos les interesara esto lo más mínimo. Si alguno diera la alarma, los shun'karith se limitarían a cerrar las puertas de la muralla y aislar a los seres superiores de la matanza de campesinos. Así seguirían sobreviviendo sin preocuparse de lo que ocurría a su alrededor, en su nube autosuficiente y creada por la artificialidad de la creación de murallas entre las castas de seres que, por nacimiento y muerte deben ser todos iguales. Para Khram, todos vienen al mundo entre sangre y se van entre sangre, siempre entre la propia. Y da igual quienes sean. Nobles, plebeyos, mendigos, mydonitas, entrovinos... toda la humanidad es igual en esos dos momentos. Lo que los separa, es el momento inmediatamente siguiente a la venida al mundo. Y es algo tan sutil como el objeto en que envuelve al recién llegado. A unos los envuelven sedas y tules, los abrigan yayas y matronas. A otros en arpillera y los brazos de una madre que lo embutirán en una canasta y se irán a trabajar. La vida no es justa por mucho Rugan que haya. Y es precisamente uno de los que promueven dicha injusticia. Y después de esto, ¿qué hombre creería en él?

El bortai se encogió de hombros. No era su problema. Las gentes de aquel país eran cosa de las gentes de aquel país. Él era un pájaro en una jaula dorada, un invitado al que se ha cautivado, un cautivo que puede caminar por toda la ciudad. Su problema era salir de allí con vida. Estaba seguro de que iba a ser demasiado fácil, aunque le faltaba por comprobar la seguridad de la puerta durante la noche.

- ¿Te gusta  nuestra pequeña ciudad? – la voz de Kaadra le sorprendió desde la avenida.

Khram se giró hacia la majestuosa figura del otro bortai. También montaba a caballo y lo puso al paso hasta que se acercó al aprendiz de brujo.

- Has hecho un recorrido bastante largo.

- Vaya... ya me parecía a mí que había demasiado silencio –
fue la cortante respuesta del Cuervo Errante.

- No entiendo lo que quieres decir, hermano.

- No me sorprende. Mira a tu alrededor –
Khram señaló hasta donde le alcanzaba la vista y descubrió lo que ya esperaba. – Esto está vacío. Ni las mujeres salen a sus quehaceres, ni los niños juegan por aquí, ni los hombres vocean sus mercancías. ¿Esto es lo que supone la civilización?

- No. Es la estamentación social. Aquí las cosas funcionan así. Unos hombres son mejores que otros y...

- Sí, sí... lo que tú digas. ¿Y hay alguna razón por la que unos hombres son mejores que otros?

- Sólo los dioses lo saben –
el rostro del sacerdote adquirió un hermoso rictus de beatitud y elevó sus manos al cielo.

- Tus dioses mandan esto... ¿Seguro? ¿Qué dios querría tener fieles de segunda? ¿No será otra de esas cosas que los hombres os habéis inventado para mantener a todos estos bajo vuestras botas?

- ¡No blasfemes, insensato! –
estalló Kaadra. – Los dioses así lo quieren.

La sardónica mueca que era la sonrisa de Khram tensó su rostro. Kaadra tuvo que esconder un mohín de repugnancia al ver aquel gesto desagradable. Dio media vuelta y guió a Ragnar a través del portón abierto, hasta las casuchas donde vivían los campesinos. Desmontó y amarró las riendas a un árbol cercano. Dio un par de vueltas alrededor del pequeño arrabal, observando las pobres construcciones y los enseres que entre ellas se esparcían. Había arados y azadas apoyados contra los quicios de las puertas y las ventanas tenían un único postigo que se abatía desde arriba, sujeto con una vara. Desprevenidos por la sigilosa llegada del guerrero, los habitantes de las casas no tuvieron tiempo de cerrar las ventanas, así que el hombre comenzó a espiar el interior de cada una de las viviendas. Escogió una y miró por un ventanuco. Repitió esta misma operación hasta que vio algo que le gustó y entonces entró por la ventana, como un vulgar asaltante.

Se oyó un leve ruido de forcejeo y unos cuantos gemidos asustados y reverentes. Cuando aquello que gemía se dio cuenta de lo que pasaba, sus gritos se volvieron estridentes. Aquellas voces alertaron a los que trabajaban en los campos, que esgrimieron sus garietas y hoces para socorrer a la chiquilla, que pataleaba y chillaba en los hombros de Khram. La muchacha no tendría más de dieciséis años y tenía el pelo negro y larguísimo recogido en una única trenza, símbolo de su castidad y su pureza. El obispo dio unos cuantos pasos hacia delante, intentando detener aquello, pero los ojos de Khram, acentuados por su aterradora sonrisa centelleaban ante lo que iba a hacer. Aquello fue la señal que condenó a la chica a su destino, pues los campesinos, al ver a Kaadra, volvieron a sus campos, atemorizados por la presencia del clérigo.

Khram dejó caer a la muchacha al suelo con un ruido sordo. Ella protestó. La hoja de la espada del bortai salió de su vaina y, desnuda, comenzó a desnudar a la kiltasi, cortando, casi con delicadeza, la tela que envolvía el cuerpo de la muchacha. Poco a poco, voluptuosas redondeces fueron quedando al descubierto, con esa sensualidad exótica que sólo poseen las mujeres de Sirocitria. La muchacha podía, a duras penas, tapar sus vergüenzas y las lágrimas comenzaron  a caer. El acero se situó en el cuello de la mujer.

- ¿Esto también lo quieren tus dioses? – el despreció tiñó la voz del aprendiz. Apretó la hoja contra el cuello y una gota carmesí resbaló por la espada y, lentamente, cayó hacia el suelo donde se mezcló con las lágrimas, que ahora corrían con mayor profusión.

El sacerdote no se movió. La hoja se hundió un poco más. El sacerdote se dio la vuelta.

- Esto es lo que le importáis a vuestro dios, muchacha – susurró el bortai.

Acto seguido, la puso a cuatro patas y se bajó el calzón. Agarró la enorme trenza de la muchacha y, antes de poder hacer nada más, el sacerdote volvió.

- Por el amor de Rugan, muchacho. ¿Es que no te importa nada?

- A mí sí. Pero a tu dios no le importan sus fieles. Y a ti tampoco. Habrías dejado que violara y matara a esta chica, habrías dejado que matara a toda esta pobre gente y tú no hubieras movido un dedo. ¡Qué bien funciona tu civilización! Eres una farsa. Tú y todo esto que te rodea. Ahora, quítate tus hábitos y dáselos.


El sacerdote no puso ninguna objeción. Se deshizo del hábito de obispo y Khram se lo arrebató de entre las manos. Se lo puso amablemente a la muchacha sobre los hombros, pero ella lo rechazó como si le quemara, dejando al aire su hermoso cuerpo bronceado por el viento y el sol. Lloró aún más fuertemente y se restregaba la piel como si aquel vestido la hubiera quemado.

- Esto es en lo que convertís a la gente, Kaadra. En esclavos de vuestra propia ignominia. Sois buitres. Y que lo hagan estos, ¿qué? Peor para ellos. Pero que lo hagas tú, que te has criado entre los cuidados del clan, que has vivido entre las mujeres de la estepa, es realmente asqueroso.

Con un molinete, la espada que había heredado de su madre dibujó un rayo en el aire y cortó algo que cayó al suelo pesadamente, levantando una pequeña nube de polvo.

- No la mereces.

La mujer agarró lo que había caído al suelo con una pena enorme. Sus lágrimas se hicieron aún más amargas si cabía. Su gran trenza había sido cercenada. Con un alarido, la muchacha salió corriendo, desnuda y descalza y llegó a los campos. Allí luchó unos instantes con un campesino hasta que le arrancó la hoz de las manos y hundió la punta en su cuello, desgarrándose el gaznate. El torrente de sangre bañó las espigas y sacó espeluznantes gritos de terror de otras gargantas.

Khram se quedó mirando la escena, impasible.

- Esto era lo justo, ¿verdad? Ella debía perder su vida por ser fiel de Rugan.

- No –
repuso el sacerdote.  Se dio la vuelta y volvió a montar en su caballo.– Por ser fiel de Korgath.

Khram miró extrañado al otro bortai.

- La muchacha llevaba tatuada una guadaña en el hombro. ¿No la viste? Ya sospechábamos de ellos. Pero ahora lo has confirmado. Cuando la desnudaste, vi el tatuaje y fui a avisar a la guardia. La familia arderá esta noche. Gracias, Khram. Has sido el instrumento de Rugan esta vez.

- Se ha suicidado. No hay honor en ello.

- Ni lo hay en los korgathitas. Su suicidio no ha sido un acto desesperado, para librarse de la deshonra. Su suicidio ha sido su única vía de escape. Se ha dejado sorprender y sin ti, mañana esa muchacha habría desparecido para siempre y sin dejar rastro. Sólo Rugan sabe a donde habrá ido a parar su alma.


Khram se sintió sucio. Nunca había tenido intención de hacerle daño a la muchacha. Sólo pretendía asustarla, a ella y al sacerdote que ahora le reprendía. Unas gotas de sangre derramadas no habrían supuesto ninguna diferencia. Ni tampoco que la hubiera violado. Casi seguro que habría fornicado como los animales durante más de una noche si en realidad estaba ahí protegida por los oscuros fieles del dios de la Venganza. Con dioses o sin ellos, nada habría supuesto una diferencia. ¿Estaba condenado a entenderse con los dioses, quisiera o no quisiera?

Su fe en la inexistencia de los dioses volvió a flaquear. ¿Cómo no creer en ellos cuando tú mismo habías sido instrumento de sus tejemanejes y te habían utilizado? Aquello era lo que le hacía sentirse tan mal. Quería pensar que sus acciones sólo las decidía él, que era el que llevaba las riendas de su vida. Sin embargo, cada vez que tomaba una decisión no podía dejar de ver la mano de esos seres superiores. ¡Maldita fuera Dada y su educación! ¡Malditas las tradiciones y maldita su sangre, imbuida de un falso fervor a falsos dioses! ¡Maldita su alma, hecha al uso de divinidades! Se había dejado embaucar. ¿No había visto, acaso, la guadaña tatuada? ¿La habría ignorado deliberadamente? No. No, estaba seguro. Simplemente había estado ciego. La ira había negado su vista. Su rabia le había dejado fuera de combate y por ello, Rugan se había aprovechado de él. Se había dejado engañar, otra vez, otra vez más. Y su pasado volvía a por él.

Se arrepintió de la maldición que había lanzado sobre el nombre de Dada injustamente cuando los recuerdos corrieron libres. Un tiempo en que creyó en dioses acudió a su mente. Un tiempo duro, dejado a merced de males, penurias y enemigos, atormentado por caprichos de seres locos que jugaron con él. Quiso llorar. "Los hombres no lloran", volvió a oír, como una infame letanía. Las lágrimas se evaporaron por la ardiente cólera. Los puños apretados, la piel con el vello crispado, el temblor incontrolable del mentón... Los dioses no existían. Pero si era así, ¿por qué se sentía tan manipulado? Los dioses no podían ser reales. Entonces, ¿por qué se sentía predestinado? Los dioses...

Los negó una y otra vez. Los volvió a negar y renegó de ellos. Pero, en el fondo, comprendió que era una batalla perdida. Mientras hubiera gente dispuesta a creer y gente dispuesta a hacer creer, sólo por aquel arte, los dioses seguirían existiendo. Su mentira seguiría alimentándose de aquellos crédulos que se dejaran vencer por los lenguaraces. Miró al clérigo con todo el odio que fue capaz de acumular y lo despreció con toda la fuerza que la ira le daba. Allí, plantado, con aquella casulla, el alba y el efod, investido de blanco y azul, como mandaba su dios, Khram supo que no podía odiarlo más. Odiarlo por creer, por hacer a otros creer. Pero no exactamente por ello. Dada había creído y había hecho creer a otros. Sin embargo, no había vendido su libertad para comprar la de otros y subyugarlos bajo el peso de una divinidad que sólo deseaba tener a sus devotísimos fieles aplastados bajo la suela de sus botas.

Contempló el símbolo sagrado que Kaadra llevaba al cuello. Una espada. Para mantener la justicia que Rugan deseaba. Una espada para controlar a aquellos que se rebelaran contra el orden establecido por los sirvientes de Rugan y castigarlos. Una espada que se alzaba frente a la humilde guadaña del campesino, que debía permanecer lejos de toda aquella riqueza. Una guadaña que representaba a un dios aún peor, que se nutría de las muertes de aquellos que no comulgaban con su credo. Una guadaña que alzar contra el mundo y cosecharlo para el infierno. Al fin y al cabo, la hoja noble y la hoja de baja estofa no eran tan distintas.

Y no lo eran porque servían al mismo fin: mantener a los hombres lejos del poder, trabajando para los poderosos, haciéndolos renunciar a sí mismos. Sólo se oponían la una a la otra porque, en definitiva, eran los mismos hombres a los que debían dominar. Si alguna vez Rugan y Korgath habían estado enemistados por la razón correcta, aquello ya se había olvidado, perdido en un tiempo suficientemente lejano hasta para los dioses. Quizá fueran ellos los únicos que se acordaran de las razones por las que luchaban. Los hombres que los representaban en el mundo se llenaban la boca con aquellas razones, pero lo que de verdad los alentaba a ellos era la promesa de más poder, más riqueza, más dominio sobre los débiles. Todo ello en la convicción de que el débil debe dejarse gobernar por los poderosos y guiar. Son sólo ganado, el rebaño, como los llamaban ridículamente algunos de los que se hacían llamar pastores. El fracaso de toda iglesia, fuera cual fuera su credo, era precisamente ese: hacer dioses a los hombres por encima de los propios dioses a los que decían representar.

Montó en el caballo. Ragnar agachó el testuz para facilitarle la tarea y Khram no dudó en hacer alarde de su habilidad ecuestre, aquella que había cultivado desde que era niño. Subió a la grupa del garañón de un único brinco, pasando, en el aire, una pierna por encima del animal. Éste, en perfecta sintonía con el jinete, se dejó llevar por la sangre esteparia que corría en las venas de ambos. Orgullosamente, relinchó con toda la sonoridad que su voz le permitía, acompañando aquel sonido con el movimiento ascendente que le puso de manos, sacudiendo sus crines briosamente, luciendo, ufano, la espléndida librea con la que la naturaleza le había bendecido. Así quisieron aparecer, rampantes, desafiantes a los hombres y los dioses. Quisieron ser el punto de inflexión en la rigidez de la vida de aquella ciudad. El muro de la superestructuraza sociedad kiltasi era la barrera que aquellos dos, como fuerza de la vida libre habían llegado para derrumbar, dejando correr así la misma vida que los sacerdotes habían conseguido encerrar entre las murallas reales de piedra. Ragnar manoteó, demostrando que la estepa no lo abandona a uno, sino que cabalga con él allí donde quiera llevarla.

La respuesta del clérigo no se hizo esperar. Él también hizo la misma maniobra y, aunque su corcel sirocitrio tuvo que ser obligado a encabritarse, falto de aquella hirviente savia que ardía en las venas del rival, el efecto general fue bastante parecido al que había logrado Ragnar. Quizá, bajo todos aquellos absurdos ropajes sacerdotales, Kaadra aún mantenía algo de Bort en sus venas, algo que sólo encontraba momentos puntuales como aquel para aflorar a la superficie y demostrar que, sin duda, la estepa se lleva dentro y que lo único que queda es responder a su llamada cuando la oyes.

- ¿Conoces la posada del bortai? – no habría muchas en Sirocitria.

- ¿La que está en el bosque, a una jornada de aquí? Sí.

- Pues Jölf, el tabernero, hizo estallar el alambique que utilizaba para la cerveza. Ha regresado a Bort.

- Me alegra oírlo –
un deje de nostalgia tiñó la voz del sacerdote.

¿Nunca has deseado volver? – preguntó el Cuervo.

El clérigo arrugó el ceño y cerró los ojos, reprimiendo algo que sólo él podía saber. Por unos instantes, en los que su corazón pareció dolerse por los recuerdos traicionados, una sombra cruzó su rostro, como si estuviera buscando en su cabeza algo que no encontrara. Algo brilló un fugaz momento en sus ojos y luego se evaporó como si no hubiera estado nunca ahí. El contorsionado rostro se relajó y los ojos, cansados y ojerosos ahora, como si el peso de los años de exilio se hubiera liberado de golpe sobre sus hombros, se abrieron para mirar al bortai que había venido a remover toda su vida.

- ¿Tienes tiempo de escuchar la historia de un anciano?

- No voy a ir a ningún sitio – "Al menos por ahora",
añadió mentalmente.

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NuBer3n

Revivo este post, a fin de hacer la pregunta que no muy pocos desean... Khram:

¿Para cuando el nuevo capítulo?

Khram Cuervo Errante

Para cuando tenga la cabeza libre de preocupaciones. Va madurando, poco a poco, pero va madurando. Paciencia...

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.

NuBer3n

OK sr. Khram, sólo decirle que es una gran historia, el personaje genial y la trama muy buena. La única pega es aprenderse el nombre de todas las razas (o paises nolose) de los hombres de esta tierra, pero con un poco de paciencia se logra.
Espero con ansias la historia del viejo bortai.

Khram Cuervo Errante

- No te voy a engañar – comenzó el relato del anciano clérigo, - mi vida no ha sido un camino de rosas. Al menos, no desde que tengo recuerdos. Comparados con los tuyos, no son nada, pero algo podré contarte.

"No es fácil hablar de lo que uno es o ha sido cuando las lagunas en su memoria son tantas y tan amplias. Si he de serte sincero, no guardo recuerdo alguno de mi infancia o juventud. De aquellos tiempos sólo recuerdo el haber sido un bortai, y no por mí mismo, sino por lo que me han contado los que me recogieron y me cuidaron cuando me hallé en peligro. Tampoco recuerdo si alguna vez estuve casado. Ni si tuve hijos. Y esto es lo más duro de todo.

"Es lo más duro, digo, porque tu memoria puede torturarte con tus crímenes, con tus más duras experiencias y causarte todo el sufrimiento que seas capaz. Y seguirá enviándote imágenes y recuerdos de esos hechos y tú nunca sabrás cuando has alcanzado el límite de tu sufrimiento, pues te empujará a sufrir más y más. Cuando creas que tus lágrimas se han secado, que ya no puedes derramar más, descubrirás un pequeñísimo detalle, algo nimio, pero que sin embargo encubre algo muchísimo más grande y abrirá una nueva y profunda herida en ti. Pero no tener recuerdos es tener todas las heridas, pero sin saber por qué las tienes ni tener nada con qué rellenarlas. Habría dado la vida por tener algún recuerdo, algo con que llenar el vacío que ha sido mi existencia desde que resido aquí, entre estos muros. Y sé que debería odiarlos, como los odiaría cualquier habitante de la estepa. Pero no consigo recordar por qué. Es más, no le encuentro sentido a esa repugnancia a los espacios cerrados. Ni siquiera sé si alguna vez la tuve. Quizá la costumbre ha conseguido que deje de ser lo que una vez fui para ser algo para lo que me han moldeado, para lo que me construyeron. A veces tengo la impresión de que alguien me fundió, como si fuera un acero malogrado, y volvió a forjarme para darme una forma totalmente nueva y desconocida. Sé que no soy lo que fui y eso no puedo cambiarlo, pero ¿seré lo que debía ser o me convertiré en algo que nunca quise? No tener memoria es lo más parecido a ser manejado por alguien. Te conviertes en un títere de otros. Y lo peor es que no entiendes a dónde te lleva semejante situación, porque no tienes un pasado del que echar mano para justificar tus acciones.

"Tu memoria es un tesoro. Guárdala, protégela. Que nadie pueda decirte nunca cuáles son tus recuerdos.

"Mi historia, pues, empieza hace ya años, en la batalla conocida como la de Gurthrak en todo Hirkam. Allí los bortai cosecharon – Khram notó cómo el clérigo se excluyó – una gran victoria frente a Mydon. Aún escuece allí y me temo que escocerá mucho, mucho tiempo más. Su marca de Brunak fue arrebatada por guerreros mucho menos dotados que ellos y a los legionarios mydonitas no les gusta que se les ponga en evidencia. Haríais bien tú y los tuyos en poneros de acuerdo para defender vuestra frontera, pues con toda seguridad seguirán acosándoos para resarcirse de aquella ignominiosa derrota.

"No sé si luché bien o mal, como podrás imaginar. Sé que luché porque me lo contaron. Sé que tuve heridas de importancia porque estuve en una Casa de Sanadores durante más tiempo del que puedas imaginar. Me desperté sobre una cama mullida, con una sábana blanca de lino, limpia. Estaba vendado en muchas partes y tenía costuras en muchas otras. Al abrir los ojos e incorporarme, las heridas que habían cicatrizado de peor manera se abrieron y empaparon los vendajes que cubrían mi torso y mis miembros. Recuerdo la caricia de la tibia sangre que manaba de ellas, resbalando por cada porción de mi piel, tiznando el vello de mis brazos y piernas de un rojo limpio, brillante.

"Temí. Temí por mi vida, porque algo malo me estaba ocurriendo. Pero no conocí el lugar. Ni a la gente. Ni siquiera podía hablar. Sólo pude emitir unos gruñidos guturales que preocuparon muchísimo al encargado del sanatorio, que mandó llamar a varios hombres sabios. No pude articular palabra y tampoco pude entender lo que ellos decían. Es una situación extraña poder hablar pero no poder expresar lo que quieres. Es como si volvieras a ser un niño, un bebé recién nacido que empezara su singladura en este mundo. Tienes que volver a aprenderlo todo. Pero hay una diferencia enorme en ello.

"Un bebé era mucho más que yo en esta nueva tierra. La razón es muy simple. Un bebé tiene a su madre que le cuida y le vigila, una madre que puede darle todo el amor y el cariño que le hará falta para sobrevivir, crecer y medrar. Tú lo sabrás, porque hasta los tuyos saben cuidar a sus vástagos. Sé, por lo que he leído, que sois amantísimos padres y madres. Si has tenido algún hijo alguna vez, sabrás a lo que me refiero.

"Yo no tenía madre ni padre que me enseñaran a hablar. Sólo podía emitir sonidos que no entendía ni yo mismo. Quizá fueran palabras o quizá no. No lo recuerdo. Sí recuerdo que intentaba comunicarme, porque las heridas me dolían horrores. Intentaba gritarles mi sufrimiento a los sanadores, pero ninguno me atendía. Pensarían que estaba delirando, que no había conservado la razón cuando me oían hablar en aquellas rudimentarias palabras. Pero tampoco se dignó ninguno a hacerme entender las suyas. Yo los oía hablar. Los escuchaba. Pero no podía entenderlos, porque no sabía a qué se referían.

"Estuve mucho tiempo en la Casa de Sanadores. No podía precisarte cuanto, porque no estoy seguro. Los días allí pasaban sin darme cuenta, pues ni el sol ni la lluvia ni las estrellas podían penetrar las paredes que me encerraban. Estaba casi solo. Había más heridos y fueron sucediéndose poco a poco, con diversa consideración. La mayoría eran labradores o ganaderos que habían tenido encontronazos con su trabajo: azadas que habían golpeado en mal sitio, vacas desbocadas, mordiscos de cabra... esas cosas del día a día. A veces, entraba algún escudero herido durante los entrenamientos. Era una deshonra para ellos acabar en las enfermerías, porque una vez heridos, debían abandonar su instrucción para siempre y no volver a pasar por los cuarteles, a menos que hubiera sido en una acción valerosa. Pero ninguno llegaba con tales honores. Incluso, vi a uno suicidarse, colgarse de una viga con sus propios vendajes. Al día siguiente de llevarlo a que lo curaran, vinieron sus instructores. Apenas hablaron con él. Unas pocas palabras fue todo lo que se escuchó de su boca. Fuera lo que fuese lo que le dijeran, el joven se echó a llorar amargamente. Cuando se fueron, comenzó a desenrollarse los vendajes. Vi claras sus intenciones. Quise detenerlo, gritar para que los sanadores lo sujetaran. Pero debieron creer que volvía a delirar y se quedaron impasibles. Aquel hombre lloraba mientras anudaba la venda. Me incorporé, reabriendo de nuevo mis heridas y vi saltar de su cama al desafortunado escudero. Sujeté sus piernas, pero el dolor me venció y acabé por caer de rodillas. El estrépito atrajo por fin a los sanadores, pero ya no se podía hacer nada. El cuerpo de aquel joven se estremecía ya con los últimos estertores y sus piernecillas enjutas se agitaban convulsamente en un patético baile de muerte. Me arrepentí horrores de no haberlo sujetado antes.

"Aquel episodio no fue el único. Ya has visto cómo vivimos aquí – de nuevo, el anciano se incluyó. – Muchos de los más pobres, de aquellos que son las castas más bajas, aspiran a más. Quizá no pudieran llegar a ser miembros de la Alta Curia, pero su desesperación es tanta, que los barracones de los shun'karith están casi siempre a rebosar. Al menos, entre la soldadesca, hay comida y agua y un techo. Y siempre puedes confiar en que las enfermedades no te llevarán enseguida. A tal punto llega la gente de este país para sobrevivir que renuncian a su libertad y su vida para servir a otros a quienes no conocen de nada y que los oprimen. Son esclavos por decisión propia, podría decirse. Y nadie hace nada. El Papa se esfuerza, claro que se esfuerza, ¿cómo no lo iba a hacer el Santo Varón? Pero por mucho que haga están todos tan acostumbrados a la organización clasista, que todo se queda en buenas intenciones. Y, he de reconocerlo, no hago nada yo tampoco. Aunque, ¿qué puede un único hombre? Sirocitria es así y ningún extranjero va a conseguir que Sirocitria cambie, a menos que la propia Sirocitria desee cambiar.

"Y lo más triste de todo es que no lo desea.

"Aún hubo de pasar algún tiempo antes de que saliera de mi cautiverio, pero al menos, no lo pasé sólo. Trajeron a uno de esos escuderos que se malogran. En un entrenamiento un compañero más joven y menos veterano le había cortado dos dedos. Él había seguido luchando hasta matar al que lo había mutilado, pero para los instructores había sido igual. Había sido herido y no servía para el combate. Así que, cuando se personaron allí, volví a oír aquellas extrañas palabras que llevaron a aquel joven a ahorcarse. Temí que volviera a pasar lo mismo, como tantas otras veces, pero este se limitó a encogerse de hombros, dijo otras pocas palabras que no llegué a entender y los instructores se marcharon. Entonces se dio cuenta de que lo miraba y él me miró. Ahora sé que me saludó, pero entonces no sabía que me había dicho. Era vivo y despierto, así que se dio cuenta de que no lo entendía. Puso la mano en su pecho y dijo su nombre. Yo no pude contestarle igual. Por gestos, intenté explicarle que no lo recordaba. A él le importó poco. Siguió hablando y me puso un nombre. Kaadra. Aprendí después que significa "el desconocido". No era un mal nombre, desde luego, porque ni siquiera yo sabía cómo me llamaba. Poco a poco, me fue enseñando a hablar. Fui entendiendo lo que los sanadores me decían y podía contestarles. Así que, pudiendo entendernos, me curé mucho antes. Ellos podían atacar con mucha más fiereza el mal que me aquejaba. Las vendas fueron sustituidas, se cosieron las heridas que no cicatrizaban y un día me dijeron que podía marcharme."

- Ya te marchas – no fue una pregunta.

- Sí. Por fin he sanado. Ahora nada me retiene aquí – seguí terminando mi petate, recogiendo las pocas cosas con las que me habían traído a Sirocitria. – No sé qué haré ahora. No sé quién soy.

- No sabes cómo siento no poder ayudarte a encontrarte a ti mismo. Aunque... quizá los sanadores sepan quién te trajo y por qué. Si consigues encontrar a esa persona, quizá puedas averiguar algo.

- Gracias – le dije apretándole el brazo. – Has sido mi padre y mi madre aquí. Me has enseñado a vivir otra vez. Me has dado mucho.

"Él se quedó mirándome, como apenado. Su mano apretaba mi muñeca, igual que hacía la mía con su brazo. En sus ojos brillaba una duda, una petición."

- Dímelo, hermano.

- No te olvides de mí – no hizo intención de esconder aquel destello que yo había visto en su mirada. – Recuérdame cuando estés ahí afuera y, si de verdad te he servido en algo, llévame donde tú vayas. Aquí no hay futuro.

- Tienes una mano mutilada... - comencé a decir.

- ¿Y qué? ¿Soy menos hombre o menos capaz por eso? Tú no tienes sesos. ¿Eres menos bortai?

- ¿Soy bortai? ¿Qué es un bortai?

"Mi amigo rió. Tuve que esperarle fuera de la Casa de Sanadores para que me aclarara más cosas. Aún cambió la luna una vez antes de que los médicos le dejaran salir libre. Pasé aquel tiempo yendo y viniendo por la ciudad. Era más o menos libre para ir y venir entre los bosquecillos de alrededor y la Casa. Así, iba a lavarme y a beber al río y cazaba para alimentarme. Y por las noches, antes de que los portones aislaran la ciudad del resto del mundo, protegiéndola de, según dicen, la maldad de la noche, volvía al hospicio. Y en sus dinteles, abrigado entre las pieles que me habían rescatado de entre la destrucción de Gurthrak, dormí durante ese tiempo.

"Cuando abandonó el sanatorio, me encontró esperándolo, listo para que continuara contándome cosas. Lo primero que quise saber es cómo había sabido que era un bortai. Me dijo que mirara a mi alrededor y le dijera qué veía. Y la verdad es que son diferentes. Te habrás dado cuenta. No tienen la piel tan curtida por las inclemencias. Son de piel más clara y, por lo general, son mucho menos corpulentos que nosotros. Tampoco se podía decir que mi aspecto fuera semejante al suyo. Tenía una poblada barba y un cabello excepcionalmente largo. Y por aquí no habrás visto a nadie que lleve barba o el cabello demasiado crecido. Así que para mi amigo resultó obvio de donde venía. Y, añadió, la piel con la que me cubría corroboraba bastante sus sospechas.

"Compartimos chanzas y tiempos felices el uno junto al otro. Acampábamos bajo la luz de las estrellas, entre los árboles y, si era verdad lo que me contaba, volvía a vivir como en mis inicios. Así que contraje otra deuda con él. Me intentaba devolver a mi antiguo modo de vida. Pero yo a él no podía darle nada.

"Excepto libertad."

- Mañana partiremos – le dije una buena noche.

- ¿Cómo? ¿Partir? ¿Adónde?

- ¿Importa?

- Por supuesto que importa. ¿Dónde vamos a ir? Somos dos hombres. Los caminos están llenos de peligros, y no todos ellos son tan razonables como tú y yo. Además, tú eres un hombre de la estepa. Yo no sé caminar por ahí. Necesito la sombra protectora de la ciudad cerca de mí.

- La ciudad te ha repudiado. Eres un esclavo de la ciudad. Los hombres como tú y como yo somos viajeros errantes.

- No – me dijo, - los hombres como yo somos simples peones de los dioses. Hacen con nosotros lo que quieren. Y nosotros no podemos hacer nada para cambiar eso.

- Entonces, ¿qué vas a hacer?

- Lo que los dioses tenían reservado para mí. Volver a mis tierras de labranza y pasar el resto de mi vida arrancándole los frutos que pueda.

- Vas a resignarte a ser un paria toda tu vida. Vas a rendirte después de todo lo que hemos hecho juntos. Vas a retirarte de la lucha para dejar que aquellos que te dieron la espalda tengan razones para habértela dado.

- Exactamente eso – me contestó. – No hay nada para mí aquí. No hay nada que pueda extraer de la ciudad excepto basura. Mira esos que viven en los arrabales. Llenos de mierda de rata hasta las orejas, aún quieren llenarse de la mierda de los que tienen por encima, recoger sus migajas, llegar a besarle el culo a algún shun'karith como si fuera un premio divino.

- Mal no recuerdo si digo que tú querías ser uno de esos shun'karith.

- Sí, pero no para que me lamieran el trasero. Sino para poder salir de la mierda. Nunca quise tirársela a los demás, sino salir yo de ella. Y si los dioses quisieron tener a bien lanzarme a extender estiércol sobre las tierras y poner después las semillas que se alimenten de él para comer ellos después, sea. Ocuparé mi sitio en el ciclo. Luché y perdí. Se acabó.

"Fue la última vez que hablé con él. A mí me había dado toda su esperanza, me había enseñado a luchar, a crecer. Me lo había dado todo. Me había devuelto al mundo, a un mundo que no era el mío. Pero era un mundo. Y yo quería vivir en él. Mi amigo prefirió que fuera el mundo el que viviera. Kaadra, el desconocido, prefirió ser quien viviera en adelante y se marchó, dejando a aquel campesino con sus lamentos. Decidí ser quien era y dedicarme a la guerra, a aquello para lo que los dioses me habían concebido. Si aquel idiota no quería aprovechar la vida, yo me aprovecharía de la suya. Yo sería el shun'karith y viviría su sueño. Había rechazado su vida y yo no tenía vida alguna. Así que acepté lo que otro había tirado, como esos de los arrabales que tanto despreciaba y construí mi camino sobre los restos del camino que otro había dejado ir.

"No fue difícil. Llevaba ya dos años viviendo entre esta gente. Mi antiguo amigo me había enseñado a rezar a los dioses que adora esta gente. ¿Había adorado yo antes a algún dios? Según los kiltasis, no existen otros dioses, así que es posible que hubiera estado viviendo en pecado durante toda mi vida anterior a Gurthrak, atentando contra las enseñanzas de los Brillantes Brishna y Rugan. ¿Quién lo sabe? Yo no lo recordaba. Y tampoco me conocía nadie, así que podía haber escogido si había vivido como un pagano, como un hereje o como un santo. Escogí el santo.

"No fueron muchos los que me creyeron, pero bastó con que me creyera uno para que se me admitiera en la academia de los shun'karith. Ingresé como escudero, como todos. Allí intenté trabar amistad con alguno de los aspirantes, igual que con mi amigo. Pero allí, entre los jóvenes aprendices, la casta adquiere una gran importancia. Y yo no sólo era un extranjero, sino que tampoco tenía casta. Era un paria y ninguno se acercó a mí jamás. No hizo falta.

"Mis superiores tampoco creían en mí, así que se turnaban para emparejarse conmigo en la instrucción. Más de uno creyó que me darían palizas que me dejaran baldado y en mi sitio, es decir, fuera del cuartel. Pero los movimientos de la espada habían quedado grabados a fuego en mi mollera, corrían por mis venas junto a mi sangre. El escudo no era un desconocido como para otros. Ni siquiera las pesadas mallas y armaduras eran impedimenta suficiente como para atarme y restarme agilidad. Había sido guerrero antes. Seguramente, habría vestido algo similar en mi vida previa y mi cuerpo estaba acostumbrado a ello. El primero de mis instructores que intentó lincharme dio con sus huesos en el suelo después de haber sufrido para alcanzarme siquiera con la espada de entrenamiento. Al día siguiente, me volvieron a apartar y, alegando que si yo estaba tan preparado, también lo estaban los demás, nos dieron aceros de verdad y nos obligaron a combatir entre nosotros. Y entre nosotros fue eso: yo contra ellos. Ninguno de aquellos pobres novatos sabía manejar las pesadas hojas que nos habían repartido aquel día y no fue difícil dejarlos fuera de combate poco a poco. Muchos dejaron caer el arma en cuanto vieron la primera gota de sangre manar de un arañazo. Los pocos que quedaban me tenían miedo. Se lanzaron contra mí. De dos en dos, de tres en tres. Hubo ataques que pude evitar. Pero otros fue imposible y los que los lanzaron acabaron con heridas graves y las tripas en el suelo.

"El Vorda-shun se enfadó muchísimo. No está permitido herir a otros estudiantes en el entrenamiento a menos que estén preparados por sus instructores y estos les den la orden de combatir por sangre. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, no fui yo el que recibió la reprimenda, sino mis superiores. Para aquel hombre yo era un escudero más, aventajado, pero uno más. Y el castigo al que se proponían someterme los instructores no era lícito. Así que me tomó bajo su protección.

"No tardé mucho en alcanzar el grado de shun'karith. Cada día me hacían pelear con hombres más hábiles. Unos días ganaba y otros días recibía las palizas más ignominiosas. Pero aprendí mucho de todos mis rivales y pronto fueron estos los que reconocieron mi valía. Mis nuevos instructores pronto me recomendaron para pasar las pruebas. A ninguno le cupo duda de que las superaría ampliamente. Y no los decepcioné. Fui el primer bortai que comenzaba el camino de la espada como paladín ordenado en el corazón de la gran Sirocitria. Y nadie se alegró por ello.

"Como no sabía leer, tuvieron que enseñarme. No tuve más que un maestro, un hombre anciano, medio ido, pero muy sabio. Al pobre le habían recluido en uno de los conventos para que hiciera de escriba. Llevaba casi veinte años transcribiendo las escrituras para ruganitas peores que él, pero que se habían ganado las espuelas y habían sabido mantenerlas. Él, por desgracia, las había perdido en una pequeña escaramuza. Había tenido la peregrina idea de apiadarse de una niña a la que los demás shun'karith de su patrulla habían decidido pasar a cuchillo. En su locura, como habían declarado aquellos compañeros ante sus superiores, mi maestro de lectura había llegado a herir a varios de ellos para librarla del castigo de Rugan. Su argumento era, fíjate, que una niña de tres años no podía conocer qué era el mal o el bien, que no tenía la culpa de los pecados de sus padres. Al final, los miembros del tribunal condenaron a aquel hombre al que llamaban loco a una vida de confinamiento. A la niña... en fin, digamos que los Brillantes Caballeros decidieron que si bien no había cometido ningún pecado, era nacida de alguno lo suficientemente oscuro. Así que la quemaron, como hacían con todas las mujeres herejes. Me dijo que aquello aún lo atormentaba todas las noches y también durante los días.

"Llevaba años sin ver el sol y la piel se le había apergaminado. Tenía la tez blanca, perdido todo el color. Y los ojos, vidriosos, acostumbrados sólo a la luz de una vela para miniar y decodificar alfabetos y escrituras a veces ya olvidados. Había sido un hombre culto, un hombre que podría haber llegado a donde estoy yo ahora. Quizá el destino quiso reservarme a mí el sitio que le había negado a él. Al fin y al cabo me estaba enseñando todo lo que sabía. Aprendí a escribir. Aprendí a hablar varios idiomas. Incluida mi propia lengua, aquella que había olvidado. A veces se le iba la cabeza y se ponía a hablar con alguien que no estaba con nosotros. Nunca he dejado de creer que era aquella niña a la que ajusticiaron tan sumariamente, que de verdad pensaba que aquella niña había quedado a su lado para cuidarla primero él a ella y luego ella a él. Pienso que hasta se imaginó cómo había crecido y madurado, que había permanecido allí en gratitud. Pobre hombre..."

Dos lágrimas recorrieron el rostro del sacerdote. Los ojos se le habían ido enrojeciendo mientras hablaba y los gestos se habían ido ensombreciendo. Las nudosas manos se movían ahora con evidente nerviosismo.

"Pero me enseñó mucho, muchísimo más. Estos hombres que nos rodean y se reúnen a mi alrededor a buscar consejo, que me hablan como si yo tuviera la solución a sus problemas, se llaman a sí mismos piadosos. Están convencidos de estar llamados a ser los artífices del cumplimiento de la voluntad de su dios y su fe en ello es tan férrea que podría partir en dos ese espadón tuyo. Son verdaderos adalides. Y a ninguno verás faltar en nada a los preceptos de Rugan. Se llaman a sí mismos piadosos. Y al hacerlo mienten como bellacos. Como putos bellacos. Esos mismos a quienes han jurado combatir."

"Un hombre que es capaz de matar a un niño por una razón tan absurda como es la fe irracional y ciega no merece llamarse hombre. Pero da igual como intentes explicárselo. Hacen oídos sordos a todo lo que puedas decirles y siguen inventando las peregrinas excusas que durante siglos han oído para justificar la barbarie que se producía entre sus propias filas. Últimamente se ha reducido mucho la selección y la más manida es la oscuridad. Se acusa a muchos de oscuridad, incluso antes de nacer. ¿Cómo va a haber oscuridad en un nonato? A veces la actitud de este pueblo me exaspera."

"Por eso mismo me retiré de la vida militar. Había participado en incursiones y batallas. Había ganado una reputación. Me nombraron comandante. Pero todos los galones llevaban consigo un riego de sangre innecesario, una cantidad tan grande que me doy asco a mí mismo por todo lo que hice."

"Entiendo esa sarcástica sonrisa tuya. Seguramente como bortai habría participado en carnicerías peores, pero eso no me conforta. Más bien al contrario. Pensar en que tengo más sangre aún en mi cuenta me quita el sueño. Me amarga y me mortifica. En este sentido, el haber olvidado quien fui me parece una bendición de Rugan. Él me escogió y él borró de mi todo lo que había sido para darme a luz de nuevo a la luz. Eso no me hace inocente, por supuesto. Pero me alivia y me impulsa a seguir adelante. Mi dios me salvó, me hizo de nuevo y me mantuvo cuerdo. Si en algo tengo que estarle agradecido es, precisamente, en haberme retirado de todo cuanto fui y haberme puesto en este camino."

- Entiendo, pues, que piensas que es el camino correcto – la áspera voz de Khram rompió el embrujo que la voz del anciano había ido creando poco a poco.

- ¿Tú no? Eso cambiará.

- Me extraña, sacerdote. Los dioses no tienen nada que ofrecerme. Mucho me robaron ya.

- Entonces es que lo tienen todo para ofrecerte. Ellos te lo quitaron, ellos te lo darán. Si no tienes nada, podrán ofrecerte cualquier cosa. Incluso aquello que te quitaron.

Khram se quedó silencioso considerando esta última aseveración. Sí era cierto que al que no tiene nada, se le puede dar cualquier cosa. Sí era cierto que si alguien te robaba algo, bien podía devolvértelo. Pero, ¿qué razón podían tener los dioses para devolver aquello que reclamaron? ¿No se suponía que los dioses toman para sí lo que quieren? Y si luego no lo quieren, ¿para qué lo toman? Para el joven cuervo todo aquel galimatías había tenido sentido una vez. Pero ahora, tantos años y penurias después, nada de lo que pudieran decirle acerca de los dioses le iba a hacer cambiar de opinión.

Si ni siquiera existían. Pero, por supuesto, se cuidó mucho de no expresar este parecer en presencia del sacerdote. No lo necesitaba. Si había logrado conocer algo de éste, era que no contaba la inteligencia entre sus virtudes a conseguir. Era más que seguro que Kaadra se habría dado cuenta lo que sus palabras querían traslucir, aunque no le dieran expresión verbal a sus pensamientos reales. Aquella blasfemia, allí, en ese momento, podría costarle la vida. Sin embargo, nada pasó. El anciano sacerdote simplemente miró con condescendencia al bárbaro, que fijó su mirada en los ojos de aquel hombre, sondeando su existencia anterior. ¿Había algo que sondear? Por supuesto que sí. Estaba claro que había mucho que el anciano se callaba. Que fuera por amnesia o no, no quedaba claro. Pero allí estaba. Para todo el que supiera mirar, la verdad del ruganita subía a la superficie,

- Dices que lo tienen todo por dar – continuó la discusión con un tono muchísimo más sombrío. – Como si me hubieran arrebatado mi propio ser para devolvérmelo a trocitos, poco a poco, para tenerme rezando y suplicándoles que me lo devolvieran. Me robaron todo lo que me daba sentido. No, no a mi vida. Lo que me daba sentido a mí mismo. Me convirtieron en una marioneta,  un cascarón vacío en el que verter cualquier cosa que fueran ellos, un cuenco que llenar de sí. ¿Y dices que son buenos y justos?

"Maté a mi madre al nacer, no aguantó mi parto. Eso mató a mi padre, aunque su cuerpo siguiera conmigo. Ya ves, mi llegada al mundo fue violenta, como si yo hubiera sido ya guerrero desde el vientre. Con unos pocos inviernos, la guerra también se llevó el cuerpo de mi padre, que nunca encontramos, y a mis hermanos, dejándome solo con mi ira y mi pena. Esa misma noche me cobré mi primera víctima con mi acero, a una edad en la que otros aún juegan a la guerra con palos, ni siquiera con espadas de madera. Desde aquel día no he dejado de matar. El propio pueblo que puso el manto de adulto sobre mis hombros me despreció y me despojó de toda dignidad a pesar de haberme reconocido como uno de los suyos. El tiempo se llevó al único ser querido que me quedaba, dejándome hundido en la tristeza. Y, más tarde, la única diosa en la que había tenido fe en algún momento de mi vida, se negó a retener a mi lado a mi anciano maestro."

"Aún por madurar, con unos años en los que los demás jóvenes empiezan a darse cuenta de que la polla se les pone dura al mirar a las muchachas, me quedé solo, sin absolutamente nadie, sólo una lista de muertos llevaba a mis espaldas, sólo Druma me quedaba, pero ni siquiera la muerte puede ser tan cruel con un único ser humano. Así que tomé lo único que se me había ofrecido en la vida: muerte. Le di su justo pago a aquel druida que se negó a dar vida y me fui de mi tierra, buscando un nuevo sentido para mi existencia."

"No lo encontré. Partí atravesando las Montañas Rojas, intentando llegar a Shyrm y a su temible desierto, pero en su lugar llegué a las Tierras Blancas, una yerma extensión de nieve y hielo, un terrible lugar con bestias tan implacables como el mismísimo invierno y gentes aún más duras a quienes el invierno eterno les había hecho olvidar su propia vida. Allí encontré a la única mujer que he amado."

Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en Aeena. La yskim se lo había dado todo y él la había dejado atrás. ¿Qué otra cosa podía hacer? Absolutamente nada. El haber permanecido allí le habría traído de nuevo el dolor. Y él podía soportarlo, había soportado mucho más que la mayoría en su vida.

- No podía dejar que ella sufriera. No podía dejar que ella muriera. Todo el que se me acerca y traba algún lazo conmigo acaba por dar con sus huesos de nuevo en el polvo. Y yo no quería eso para aquella mujer. Así que tragándome de nuevo mi propia pena, partí de su lado, dejando atrás una vida que se había llenado de intensas emociones, ardientes pasiones y una ilusión de felicidad.

"Esto es todo lo que he cosechado en mi existencia. Soledad, abandono y traición. Unas veces mía, otras veces hacia mí. Es lo que tus dioses me han dejado, lo único que tus dioses me han permitido tomar en esta vida cruel, dejada de la mano de los ancestros. A los que también se adora como si fueran dioses. Al menos, la presencia de los ancestros es evidente en Bort como nunca jamás lo será la de los dioses, aquí o en ningún sitio. Los ancestros me abandonaron, como yo los abandoné a ellos. No llevo a Bort conmigo más que en mi propia sangre, y en el hielo y la nieve me despojé de todo vestigio de mi procedencia, maldiciendo a la gente reblandecida que habían dejado en herencia a una tierra de la que huyeron, abandonándola al olvido y a los monstruos. Incluso los ancestros a los que adora mi pueblo son falsos y mentirosos. ¿Quieres que crea en poderes superiores que dirigen mi vida, que son benévolos conmigo sólo porque los sirvo?"

"Conocí una vez a una mujer. No puedo decir si fue bella o no, pues cuando la conocí ya era anciana. No puedo decir si luchó con mucho arrojo, si mató muchos mydonitas o si fue una gran líder en una gran batalla. No conocí apenas su juventud. No porque no le preguntara, no porque no me lo contara, sino porque no hubo necesidad, y ahora me arrepiento. Aquella mujer tenía el corazón más limpio que jamás he conocido en un ser de los que habitan en este mundo. Me acogió como a uno de sus hijos y me dio la vida, me crió, me enseñó. Fue toda mi familia. Y tenía una fe enorme en esa que los elfos llamáis la diosa verde. Shan'dru tenía una parte muy importante en su vida. Ponía en ella una confianza ciega en que la sacaría de cualquier apuro, en que la llevaría a buen puerto. Y cuando le hizo falta, aquella anciana no recibió de aquella diosa más que desprecio. Después de toda una vida de servicio, fe, rezos y devoción, Shan'dru le volvió la cara y la dejó postrada, inmóvil e incapaz. La dejó abandonada sin poder vivir su propia vida, teniendo que vivir a través de los que la rodeaban. Si hubiera habido una diosa justa, una diosa que amara a su sierva, a su siempre abnegada y humilde sierva, aquella mujer habría vivido muchos años más, feliz, por sí misma. Si los dioses son tan crueles, son tan hijos de puta como los hombres a los que obligan a servirlos."

Sus palabras vomitaron toda la rabia que había acumulado durante tantos años. No contra sí, no contra los demás, ni siquiera contra los dioses. Sino contra la propia vida, la misma que le habría negado y arrebatado tanto.

Un trueno aterrador desgarró el cielo. Retumbó en las tripas del sacerdote, del guerrero e incluso de sus monturas, que rebulleron inquietas. El profundo azul se había ido cubriendo de nubes negras de tormenta y aquel rugido, que parecía haber nacido de la garganta de algún monstruo concebido por alguna mente que hubiera nacido del peor infierno, fue el preludio de lo que vino a continuación. Ni siquiera chispeó. Los cielos se abrieron y se derramaron de golpe sobre los dos hombres que se habían quedado solos ante la entrada.

- Khram, aquella anciana... nunca te has parado a pensar realmente en ella. Date cuenta de una cosa. Su vida fue larga. Más que la mayoría. Y ¿murió sola? Seguro que  no. Aquella anciana vivió según le dictaba su diosa, que estaba en su corazón. Y ella le dio una vida larga, plena y mucha gente que llorara su muerte. Ahora que lo sabes, párate y piensa. Pero piensa bien en esto. ¿Cómo quieres irte? ¿Como me fui yo, sólo y olvidado por los míos y yo olvidándome de ellos? ¿O como se fue ella, rodeada por innumerables amigos, de todo el amor que había sembrado? Yo no he muerto, aunque lo esté en Bort. Y allí nadie me lloró. A aquella mujer que conociste tú, ¿la lloraron muchos? Seguro que sí. ¿Vivió de otra forma distinta a como le dictaba Shan'dru? No, según dices tú. Así que plantéate si ella no perdió tanto o más que tú. Y plantéate lo que ella recibió.

La lluvia caía del cabello de los dos hombres. Uno se quejó de mojarse por nada. El otro dio las gracias a una diosa en la que no creía porque había ocultado sus lágrimas. Dio las gracias a una diosa en la que no creía por haberle dado a su Dada. Dio las gracias a una diosa en la que no creía por haberle permitido conocerla. Dio las gracias a una diosa en la que no creía por haberle permitido irse rodeada de todo el amor que había sembrado a través de ella. "Gracias, Shan'dru" fue todo lo que cruzó por su cabeza, pero contenía una plegaria como jamás se había escuchado en aquel mundo desde que era mundo.

Y la lluvia volvió a arreciar, vertiendo sobre los hombres una tristeza como sólo un ser que es eterno podría sentir.

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