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[VII CRAC] Relatos

Iniciado por Calabria, 08 de Octubre de 2011, 12:11

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Calabria

Voy a ello. Creo que tenemos unos 12 en total, no los he contado.

Ale, ya estamos todos. Si alguien detecta problemas en su relato que me lo diga por mp. Admins/mods: No cerréis el hilo, o si lo cerráis dadme poderes porsiaca.


Edit 3: Regalo de la casa, a ver si os gusta.

Relatos en pdf para ver en pantalla (1280x800px, tres columnas, pulsar ctrl+l para maximizar).
Relatos en A4, para imprimir.

(Ha habido un pequeño problema con el título de un relato, es ¿y cómo va a dormir? no ¿y cómo voy a dormir?. Corregido)

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.

Calabria

#1
La inocencia perdida

   Desde el momento en que la carta se depositó en el buzón, se podría decir que mi conciencia estaba destinada a arremolinarse sobre ese sobre. O quizás deba matizar que fue mi destino quien se había concienciado de mi futuro con el escrito, por aún entonces incierto. Al abrir el buzón, cayó y en silencio llegó a mi mano junto al resto de papeles. Lo miré y fruncí el ceño como primera respuesta emocional. Sin remitente, pero asombrosamente sin destinatario. Me recordó como si de un niño perdido e inocente se tratara. Mi instinto, sin embargo, salvaje y felino, decidió inmediatamente apoderarse del sobre. Entré en casa con fingida normalidad, dejé el resto de mi correspondencia en el aparador de la entrada, subí las escaleras y abrí la puerta que da acceso a mi despacho.

   En el tercer cajón de mi escritorio guardo un abrecartas, más por adorno que por uso como útil utensilio. No quería romper el sobre, sino sencillamente despegar la solapa posterior que lo sellaba. Un redoble de latidos iba creciendo poco a poco en mi interior, sin un motivo claro, pero advirtiéndome. Era un presagio. Su contenido no me dejaría indiferente.

   No puedo expresar con palabras el torbellino de sentimientos que supuso su lectura. No obstante, lo intentaré a fin de colaborar y que ustedes me entiendan mejor.

   Tras el arduo proceso de manejar el abrecartas con la finura con la que un cirujano maneja su bisturí, retiré el envoltorio del mensaje en sí y me senté en mi sillón. Deshice los dobleces de la carta, me coloqué las gafas y leí.

   Mis ojos apartaron gradualmente a mis párpados y proyectaron su atención sobre el escrito. A medida que progresaba en mi lectura, la piel se me heló, el vello corporal se me encrespó y los poros de la piel se dilataron para exhumar el inusitado calor que se agolpaba en mi interior. El redoble había incrementado su intensidad hasta convertirse en una ensordecedora percusión para mis tímpanos. Un torrente de imágenes y antiguos recuerdos me asolaron e inundaron mi cerebro. Finalmente una fría gota de sudor se deslizó desde mi frente hasta mi barbilla, pasando por el contorno de mi ojo y por mis encendidos carrillos, sometida por el irrefrenable yugo de la gravedad. Jadeé, como nunca antes lo había hecho. O quizás sí, pero con total certeza de que hacía mucho tiempo. Aquellas fragmentadas reminiscencias me atormentaban, una por una, y lentamente me acuchillaban. Tentadoras y suculentas, me atravesaban y me llenaban de pavor. El pasado volvió a mí con esclarecedora luminosidad. Un pasado ya olvidado, que dejé atrás, cuando aún podía considerarme, aunque fuera en el límite, dentro del colectivo de la juventud. Ahora, a mis años, me encuentro a medio camino entre la reciente madurez y la amenazadora vejez asomándose allá a lo lejos. La visión se me nubló. Respiraba de manera entrecortada, así que inspiré profundamente y exhale largo y tendido. Finalmente recobré la compostura, suspirando todavía con aire grave. Tenía sed, así que dejé la carta y bajé a la cocina.

   Sin dejar ningún resquicio a la duda, cualquier otro en mi lugar, aunque no creyese en la casuística ni en la caprichosa estadística, atribuiría el hecho al azar. Sin embargo, insisto, he de insistir, en que no es en absoluto de ese modo. Yo sé que no pasó así. Sencillamente, no pudo. Fue mi destino. Yo fui su destinatario, quien lo recibió. Fueron los designios los que hicieron que el porvenir sucediera de tal manera. ¿Cómo si no se explicaría otra alternativa al hecho de que me fuera entregado? ¿Por qué no otro? ¿Por qué justo a mí? ¿Por qué precisamente yo?

   Mientras navegaba en esta niebla de cuestiones, abrí el grifo. Llené el vaso y, casi simultáneamente a la par que lo cerraba, ya me lo había bebido. Sabía que aquello no podía derivar en nada beneficioso. Era un presentimiento acerca de un mal presagio. Era instinto. Pero he que aquí tengo que reseñar brevemente la cruel y armoniosa tendencia del alma a dejarse perpetrar en sus profundidades una vez traspasada la carne. ¡Ah! Aquellos recuerdos, aquellos dulces recuerdos... aquellos turbios recuerdos... aquellas horrorosas pesadillas... tan lejanas, pero ahora tan vivas. Y tan terroríficas.

   Tras largo tiempo, finalmente volvían a mí.

   Definitivamente, algo cambió en mi interior.


   Tenía la sensación, la necesidad, de refrescarme y, a pesar de que lo normal hubiera sido empaparme la cara o sumergir la cabeza por completo en remojo, en aquel momento, la idea me repugnó. Retrocedí un par de pasos de la pila, como espantado, y de repente lo percibí. Un súbito silencio arrollador que ocupaba la casa. Mis sentidos entonces se agudizaron. Oí una voz. Durante unos segundos fueron dos, pero enseguida volvieron a convertirse en una, distinta, por contra. Intrigado, muerto por la curiosidad suscitada como aquel que dice. Me acerqué a la ventana y observé. Al otro lado, dos figuras se movían más allá de mi fregadero tras varias capas de vidrio. Las voces se intercambiaban, como en un baile, ininteligibles. Apenas pude captar cuatro palabras de su conversación. Dejando a un lado tan fútil tarea, mi mente se sintió libre de ataduras tras esta distracción. Mi cerebro decidió cavilar sobre mis vecinos. Habían llegado recientemente; apenas llevarían una semana y poco instalados. Recuerdo como Miguel salió del camión de las mudanzas cuando me acerqué a saludar. Su alta estatura me impresionó, moviéndose en el interior, oculto por las sombras hasta salir a la luz. Excusándose, se atusó el pelo en un ademán inconsciente. Llamó a Sandra y su mujer apareció en la puerta de la casa, cuyo pelo rojizo como el sol de aquella tarde ondulaba en el aire al son de cada paso que daba hacia mí. Sus pecas fueron el aspecto que más resaltó cuando nos saludamos cara a cara. Se presentó y los tres charlamos brevemente; lo suficiente como para conocerlos un poco más en profundidad yo a ellos. Y ellos a mí, claro. Fue una conversación típica entre desconocidos que se acaban de conocer. Les dije mi nombre, que mi chalet era contiguo al suyo, nuestras profesiones se cruzaron, las razones por las que se mudaron salieron a la luz (motivos relacionados con el trabajo), así como algunos otros detalles.

   Por ejemplo, Javier fue uno de ellos. A la tercera llamada de su madre, un gracioso chiquillo vino corriendo desde la parte posterior de la casa, bordeándola, hasta el jardín delantero donde nos situábamos. Su rubio cabello, liso y suave, sus celestes ojos, aquella sonrisa de ángel, su piel ligeramente bronceada... Su aparición me suscitó... impresiones contrariadas, enfrentadas entre sí. Por un lado, el cuidado y mimo de su madre se reflejaba en la manera de vestir y resaltaba así su naturaleza interior. El blanco impoluto de la camisa y los pantalones hacía de este lindo corderillo la representación perfecta de un chiquillo de Dios, diríase.

   Llegado a este punto en mi memoria, la consciencia volvió a mí y me llevó al momento presente, allí, enfrente de mi ventana, escrutando el infinito mientras escuchaba a mis vecinos. La primera reacción, sujeta al instinto y a las percepciones, fue buscar con la mirada. Primero en el jardín trasero, luego en dirección a la porción de calle visible entre las dos casas.

   Nada.

   Sin embargo... ¡ahí! ¡Sí, ahí! Había sido durante unos escasos segundos, pero lo había visto por el rabillo del ojo. Otra vez apareció y desapareció, fugaz.

   Inmediatamente, me dirigí a la parte anterior de la casa en la parcela contigua. Salí de casa y al cerrar la puerta le contemplé, impecable en su apariencia exterior, jugando con el dulce tractor de juguete, indiferente en cuanto a todo lo que acontecía fuera de su órbita de atención, de su mundo de fantasía. Era pura inocencia.

   Me acerqué con absoluta normalidad y, mientras me aproximaba, absorto como estaba en aquello que contemplaba, recordé palabra por palabra la carta que hacía apenas unos minutos acababa de leer. Incluso ahora, puedo recitarla casi de memoria. Si me permite, se la leeré entera.


   "Hola señor,

Me llamo Javier y mi papá y mi mamá son Miguel y Sandra, sabes quienes, ¿no? Hace poco tiempo que hemos llegado a la nueva casa. Papá y mamá estaban muy contentos cuando nos la dieron. Dicen que es porque trabajan mucho y porque somos buenos y nos portamos bien. Pero yo no estoy contento. Yo estoy enfadado. Porque es que a mí me gustaba más mi otra casa. Esta es bonita y muy grande, pero no tanto como mi anterior casa. Mi habitación también es muy grande, pero me da un poco de miedo por el día y por las noches me da mucho más miedo y tengo pesadillas, porque está vacía y sólo está mi cama y la puerta del armario oscuro, porque es un armario que no tiene luz y no se ve nada y por eso me da mucho miedo. Y no me gusta esta casa porque aquí ya no puedo ver a David, ni a Marta, ni a Jorge, ni a Laura, ni a Sergio y entonces me aburro mucho yo solo. Papá dice que tenemos que hacer nuevos amigos aquí, pero yo no quiero, yo quiero a mis amigos de antes. Pero ahora tampoco mamá y papá tienen amigos y también están solos. ¡Jo, es que aquí no conocemos a nadie! Papá y mamá dicen que eres buena persona. Por eso, te he escrito esta carta para que vengas a casa un día. Pero no se lo digas a nadie, ¿vale? ¡Es un secreto! Quería decírtelo yo para que no lo supiera nadie, pero es que nunca estás. Papá dice que tenemos que hacer amigos en la nueva casa porque no conocemos a nadie. Yo le creo, porque quiero volver a ver a mis amigos y porque el colegio no me gusta y estoy solo. Por eso quiero que vengas, porque mis padres también deben de estar sin amigos. Los tres estamos juntos y nos lo pasamos bien, pero cuantos más seamos, mejor, dicen papá y mamá.

¿Vendrás a vernos? Porfa, ven, que nos lo pasaremos muy bien. ¡Di que sí, di que sí!

¡Hasta pronto!"


   ¿Quién se puede resistir ante algo tan sencillo e ingenuo? Con esa letra tan infantil, escrita con todo el buen corazón... Ah...

Cuando al notar mi presencia, alzó su cara, llena de ternura y sonriendo de forma que la comisura de los labios le llegaba de oreja a oreja, no pude más que rendir pleitesía por dentro de mí ante el hallazgo con el que me encontraba.

- Hola, pequeñín. – le dirigí a modo de saludo - ¿Cómo te encuentras?
- Bien, gracias. Estoy jugando con los coches. – fue todo lo que me contestó. Inmediatamente volvió a centrar su atención al camión.
- ¡Oh! – dejé escapar - ¿Sabes? Yo también jugaba mucho a los coches cuando era pequeño. Hasta que un día descubrí un gran secreto.
- ¡Hala! ¿Sí? ¿Cuál? ¿Cuál?
- Ven, dame la mano. Vamos a dar primero un pequeño paseo y después te lo contaré, ¿vale?
- ¡Vale!

   Y aquella fue la última vez que vi al pequeño Javier.

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Calabria

Necesita mejorar

C.E.I.P. Galiza
Don Manuel Salas-Grande

Estimados Don y Doña Rodríguez Tiberio:

Su hijo ha vuelto a suspender Lengua.

Hemos tenido una hora de charla en la que hemos repasado sus fallos, pero parece que sigue sin comprender la importancia de mi asignatura.

Les sugiero que le inscriban en clases de apollo.

Un saludo.

MONDARIZ, 6/Jun/66

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Calabria

El túnel

Un camino se habría ante los ojos de Sam, caminaba por él esperando llegar a la salida. El camino era el de un oscuro túnel, un túnel negro iluminado únicamente por la luz roja que brillaba al final de él. Claramente esa era la salida.
Sam no recordaba como había llegado allí, solo sabía que tenía que llegar al final de él, costase lo que costase. Caminaba lentamente, pero con paso decidido. En aquel momento se percató de que más personas caminaban en aquella dirección, hacia la salida.
Sam miró hacia atrás, se veía todo oscuro y la gente iba apareciendo de aquella oscuridad. Algunos intactos, otros con graves heridas. No lo recordaba muy bien pero tal vez hubiese ocurrido un accidente en el túnel.

Aquella idea le asustó, no recordaba nada así que tampoco podía estar seguro, se acercó a un señor mayor que caminaba al lado de él:
-Disculpe señor me podría ayudar, no recuerdo nada. ¿Me puede decir que ha pasado en este túnel?
El viejo miró a Sam como si de un ser despreciable se tratase, entonces esbozó una sonrisa y le respondió:
-Chico, este es el túnel que nos lleva al final de nuestras vidas. Este es el camino que te lleva hacia la luz al final del túnel.

¿Cómo era posible aquello? ¿Muerto? ¿Él? ¿Pero cuándo...? Su mente se hizo un caos, no podía recordar como había muerto, si es que realmente había muerto. Intentó parar pero no podía, seguía caminando, intentó girar pero su rumbo estaba fijado: la luz al final del túnel. Su desesperación le hizo gritar.

-No te alarmes tanto –le dijo el viejo, que continuaba caminando a su lado- tal vez no lo recuerdes porque te golpeases la cabeza o algo.
Sam no sabía que hacer, que decir, morir de una manera y no acordarse de ello. Era la peor situación en la que se podía encontrar. Se calmó, pero seguía sin recordar. Tras un silencio un poco incómodo Sam se decidió a preguntar:
-¿Usted lo recuerda?
-¿Recordar qué?
-¿Recuerda como murió?
-Sinceramente, no. Pero supongo que en mi cama, durmiendo.
-Dicen que es la mejor forma de morir.
-Pues tienen razón –bromeó.

Sin embargo aquella frase le recordó a Sam su situación, una frase que había escuchado antes, posiblemente el día de su muerte.

Horas antes

Sam conducía el coche a gran velocidad por la autopista. Iba acompañado de dos personas: su mujer y su hijo, por detrás la policía había encendido la sirena y le avisaba que parase.
-Sam ¿se puede saber qué haces?
-¡Cállate! Sé lo que hago. No te pienses como esos de los juzgados que estoy loco y me alejan de mi mujer y mi hijo.
-Pues creo que tienen razón. Para el coche Sam.

En el túnel

Sam recordaba poco a poco los momentos que habían ocurrido antes de su muerte. Aunque no estaba seguro del todo. Casi sin darse cuenta habían avanzado gran parte del túnel cuando un grito, a lo lejos, rompió el silencio.
-¿Qué demonios...? –se sorprendió Sam
-Lo quieras o no, ten en cuenta que a nadie le gusta llegar allí, yo hace mucho tiempo que temo acabar allí.
-¿Allí? ¿Te refieres al final del túnel? A morir.
-No amigo, morir ya estamos muertos, te recuerdo. Esa luz que ves brillar con tanta fuerza es del lugar al que nos dirigimos. Son las llamas del infierno, donde los pecadores gritan mientras arden –le informó el viejo.
-¿Has dicho... el infierno? –Sam tragó saliva.

¿Pecador? ¿Él? Ahora si que Sam no entendía nada.

Horas antes

Sam estaba esperando abajo en su coche. Esperaba a que su mujer y su hijo bajasen de casa. Sin embargo, bajaron con la persona menos indicada: Kevin.
Kevin era el nuevo novio de su mujer. Su divorcio no había sido tramitado aún, aunque esa no había sido la mejor etapa de su vida, pero de eso si que era mejor no acordarse, además ya le habían echado de casa y tenía una orden de alejamiento que ya había incumplido varias veces. Sam bajó del coche y cuando lo vieron acercarse, su mujer se escondió detrás de Kevin. Su nuevo novio se percató de la situación, así que se acercó a Sam, y le advirtió:
-Sabes que ella no te quiere ver por aquí.
-Lo sé, solo he venido a ver al niño, mañana es su cumpleaños.
-El niño tampoco te quiere ver. Márchate.
-¿Y quién me lo va a impedir, tú?
-Vete, no me hagas volver a repeti...

Un sonido muy fuerte cortó el ambiente. El sonido de un arma de fuego, una pistola, que había disparado Sam. Kevin cayó al suelo en el acto.
-Subid al coche si no queréis sufrir el mismo destino, Laura –amenazó a su mujer y su hijo.
La mujer, llorando se subió al coche, el niño la agarraba fuertemente de la mano, estaba asustado.

Un par de viandantes socorrieron al hombre que había tendido en el suelo:
-Que alguien llame a una ambulancia, y también a la policía.

En el túnel

Ahora lo recordaba, Sam había matado a un hombre. Y aquel pecado lo iba a pagar muy caro.
-No quiero morir, no. ¡No por culpa de ese hijo de puta!
Sam intentó girar, correr hacia atrás, pero no podía. El destino estaba decidido, debía acabar en el infierno.
-Chico, no intentes huir, no puedes. Por lo menos recuerdas a ese "hijo de puta", maldícele hasta entrar en el infierno –bromeó el viejo.
-Sería capaz incluso de encontrarme aquí a ese desgraciado.

La conversación se enfrió rápidamente, Sam no quería hablar más, aunque la idea de pagar sus pecados en el infierno era peor aún. Cuando entonces, habló:
-¿Y tú que hiciste para acabar aquí? ¿No decías que habías muerto en tu cama?
-Claro que morí en mi cama, en la de la cárcel. Me encerraron por provocar varias muertes, aunque no se sí alguna vez me he arrepentido de verdad.
-Parece ser que tú si que eras un cabrón.
-No te creas, tú no pareces muy distinto a mí.

Entonces Sam se sumió en su pensamiento, una última visión. Un último vistazo hacia atrás. El momento de su muerte.

Horas antes

La conducción por la autopista se había convertido en una auténtica persecución con la policía. Sam no iba a detener el coche, la policía lo iba a detener por el asesinato de Kevin. Lo tenía muy difícil para salir exitoso de allí.
Por si fuera poco su mujer no paraba de gritarle, y cuando Sam se despistó, su mujer le quitó la pistola del bolsillo y le apuntó.
-Para el coche Sam, no te quiero disparar.
Sam dudó, no sabía que hacer, si paraba el coche sería su fin. Así que hizo la decisión más peligrosa, forcejear con su mujer. Con una mano llevaba el volante, con la otra intentaba arrebatarle a su mujer la pistola de sus manos.
Se despistó un momento. Y chocaron contra el camión.
Sam se dio un fuerte golpe contra el volante en la cabeza. Y entonces se volvió todo oscuro. Como si entrase en un túnel, del que no podía escapar.

En el túnel

Paso tras paso, la luz llegaba a ellos. Se habían acercado lo suficiente como para poder escuchar los gritos que se escuchaban más y más alto. También la temperatura en el túnel iba aumentando, el calor de las llamas del infierno era más y más sofocante a medida que se acercaban. Sam no se podía detener, caminaba con rumbo fijo. El camino hacia aquellas llamas era cada vez más corto, cada paso que daba le acercaba a un castigo eterno. Los momentos eran eternamente largos, hasta que oyó una voz:
-¡No tiene pulso!
-¿Qué has dicho? –preguntó Sam al viejo.
-Pues eso, que tú no pareces muy distinto de mí si también mataste a alguien.
-Tenemos que reanimarlo, usad el desfibrilador
-Pero que demon...
Una descarga recorrió el cuerpo de Sam, y pegó un fuerte salto hacia atrás en el túnel.
-¡Otra vez, vamos!
Una nueva corriente con fuerza subió por el cuerpo de Sam, y nuevamente un salto gigantesco hacia atrás en el túnel.
-¡Le estamos recuperando, seguid así!

La última descarga ya le libró de la oscuridad. Despertó y miro a su alrededor. Estaba en un quirófano. Había escapado de la muerte. Había evitado su entrada al infierno. Había salido del túnel.

Después de aquello, Sam estuvo durmiendo un día entero, sin saber si lo que había ocurrido era real o solo una alucinación al estar inconsciente. Cuando despertó, una enfermera estaba cambiándole el suero. Ésta avisó rápidamente al doctor para que pudiese hacerle una revisión.
El golpe que Sam se había dado en la cabeza le había dejado un fuerte chichón, pero por suerte no había afectado al cerebro. Tenía la pierna escayolada, posiblemente a causa del accidente en el coche, así que probablemente se recuperaría pronto.

Cuando el doctor se marchó, un hombre trajeado entró en la habitación y se presentó:
-Buenos días Sam, soy el inspector Brandon.
Sam sabía perfectamente porque estaba el inspector allí, por el asesinato de Kevin, por darse a la fuga y por provocar un accidente.
-Buenos días inspector, ¿Qué hace aquí?
-Verás Sam, hace dos días ocurrieron una serie de incidentes que desencadenaron un accidente en la autopista 23, no sé si te lo han informado ya, pero siento decirte que tu mujer y tu hijo murieron en el acto.

A Sam aquellas palabras le dejaron descolocado, su mujer y su hijo habían muerto. Pero por otra parte su lado más oscuro se alegró, todas las personas que podían delatarle habían muerto.
-Oh, dios mío... -susurró en tono bajo como si aquello le afectase.
-Verá, nos gustaría saber que ocurrió con Kevin Dox, horas antes de su accidente de tráfico, el arma con la que murió estaba en su coche.
Y ahí el mundo de Sam se desmoronó, si alguien le había visto disparar a Kevin se acabó la pantomima, debía conseguir hacer que todos los cabos cuadrasen.
-Inspector Brandon, no estoy de muy buen humor en estos momentos, pero mi mujer y yo discutimos hace poco y, bueno, llevamos varios meses viviendo separados. El otro día la llamé, mi hijo cumplía hoy cinco años y quería saber si lo podría ver. Sin embargo cuando estábamos a punto de despedirnos ella me pidió ayuda. Me dijo que había hecho muy buenas migas con un tal Kevin, pero que ahora él le hacia la vida imposible, le pegaba y le hacia daño, la maltrataba y ella ya no lo soportaba.
-Y usted fue al día siguiente, es decir, ayer, a ayudarla.
-Sí, pero cuando llegué las cosas se habían torcido, Kevin no dejaba que Laura viniese conmigo y Laura se tomó la justicia por su mano. Se quitó a Kevin de en medio con una pistola que guardábamos en la cocina y luego me amenazó para que condujese por la autopista y huyésemos.
-Entonces llega una llamada a la central de policía de que se han oído disparos y un coche con dos adultos y un niño se dan a la fuga.
-Exacto, la policía comienza la persecución y mi mujer me amenaza con la pistola para que no pare. Cuando se despista forcejeo con ella, pero el que se acaba despistando soy yo y entonces...

Sam llora, intenta dar pena pero esos segundos son perfectos para reflexionar si ha dejado cabos sueltos. Las huellas de su mujer y las suyas propias estaban en la pistola a causa del forcejeo, así que la historia de que la pistola la llevaba ella puede funcionar.
Sam pegaba a su mujer, de ahí la orden de alejamiento, aún debe tener las marcas de cuando la golpeaba con el cinturón, podría cuadrar que Kevin la golpeara también. Y si alguien hubiese visto a Sam disparar el arma ya le hubiesen detenido. Todo iba viento en popa.

El inspector Brandon ve a Sam muy afectado. Ya le ha preguntado todo lo que tenía que preguntar así que no tiene motivos para seguir allí y se marcha, dejando a Sam llorando.
Cuando el inspector se marcha de la habitación Sam cambia completamente su estado anímico, su risa de satisfacción es imparable. Se ha librado completamente del inspector y ahora no hay nada que le impida continuar su vida.

Pero todavía hay un pensamiento que retuerce a Sam por dentro: el túnel. El túnel que va de camino al infierno, ese pasillo tan largo que desemboca en un castigo eterno. Sam debe expirar sus pecados, no quiere tener que volver a vivir esa situación. No quiere volver a ver ese túnel, aunque fuese una alucinación por el golpe, él quiere ir al túnel que lleva al Cielo, el túnel que finaliza en el Paraíso.

Al día siguiente un sacerdote se dirige al hospital a dar la unción a los enfermos y Sam pide verle para poder confesarse.
-Padre, me gustaría confesarme, porque he pecado.
-Bien hijo ¿de qué te arrepientes?
Sam explica sus mentiras, sus actos, sus hechos, todo lo que ocurrió el día del accidente y otros pecados menores que es mejor quitarse de encima. El sacerdote no se puede creer todo lo que está oyendo, es increíble, pero las falsas lágrimas de Sam consiguen engañarle.
-Hijo veo que estás muy arrepentido, así que yo te expiro de tus pecados...

Sin embargo alguien le interrumpe y entra en la habitación. El inspector Brandon ha vuelto, y parece que trae malas noticias para Sam:
-Sam Bonder, queda detenido por el asesinato de Kevin Dox y el asesinato involuntario de Laura Bonder y William Bonder. Tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra.
El inspector esposa a Sam a la cama del hospital. Aún no se lo pueden llevar, tiene graves heridas por el accidente, pero le mantendrán bajo vigilancia un tiempo.
-¿Pero cómo...? –pregunta Sam desconcertado.
-Por la pólvora, cuando alguien dispara, pequeños restos de pólvora salen del arma y quedan en la mano del que ha disparado. Su mujer no tenía esos restos.
-Pero entonces...
-Los restos estaban en la manga de su chaqueta. Sabemos que usted disparó el arma.

Era un asesino, un pecador, le habían descubierto, no solo estaría en la cárcel sino que el camino que cogería después de la muerte sería el del infierno. Sam gritó desesperadamente:
-¡Padre! ¡Ayúdeme! Expíreme los pecados otra vez, ¡no puedo ir allí!
El inspector se percató entonces de la presencia del sacerdote. Dejaron a Sam bajo vigilancia con un policía y salieron de la habitación para hablar con más tranquilidad:
-Disculpe Padre, no desearía que hubiese visto esa imagen.
-Tranquilo, no me ha molestado demasiado.
-Ahora bien, ese hombre ha dicho que le expire los pecados "otra vez" ¿eso significa que ese hombre ya se había confesado?
-En efecto, y cuando le estaba perdonando entraron ustedes.
-Sé que irá en contra de sus principios, pero necesitamos que nos diga que le ha dicho.
-Como bien sabrá es secreto de confesión y no se me permite...
-¡Como bien sabrá ese hombre ha matado a tres personas! –gritó el inspector, pese a estar aún en el hospital.
-No puedo. Tienen la prueba de la pólvora, eso les servirá.
-Pero no es una prueba concluyente, si consigue un buen abogado con tan pocos restos en la chaqueta podrían alegar que llegaron de otra manera, o decir que su mujer era la que llevaba su chaqueta. Necesitamos un testigo.
-Disculpe inspector, pero no puedo. Debo seguir continuando con otros pacientes, tengo mucho trabajo que hacer –dijo el sacerdote mientras se marchaba.
-¿Es esto lo que quiere Dios? ¿Qué los que cometen actos tan atroces puedan seguir en libertad?
El sacerdote se había alejado un poco pero se giró y le dijo al inspector:
-Dios no necesita que alguien sea juzgado en la Tierra, Dios ya conoce nuestros pecados, Él ya sabrá que castigo es oportuno para cada persona.
Y el sacerdote se marchó.

Finalmente, cuando Sam se recuperó de las heridas, fue juzgado. El sacerdote no testificó en contra de Sam, así que las pruebas no fueron muy concluyentes, por lo que le dejaron en libertad con cargos, de una manera u otra había cometido homicidio involuntario al estrellar su coche.
Sin embargo la libertad de Sam duró poco. Desde que fue detenido no paraba de gritar que no quería ir allí, que era un lugar que quemaba, que necesitaba ser perdonado y demás desvaríos. Sam fue internado en un centro psiquiátrico. La que se convertiría en su cárcel durante mucho tiempo.

40 años después

Los numerosos tratamientos no habían funcionado. Sam no había conseguido recuperarse, seguía con la idea de ir al infierno. Ningún sacerdote le liberó de sus pecados y su conciencia seguía completamente marcada por tener que ir al infierno y ser pasto de las llamas durante un tiempo indefinido.

Sin embargo el cáncer fue peor que la locura y una noche, durmiendo en su cama, dio su último aliento. Dicen que es la mejor manera de morir. Ahora lo podría comprobar, mientras viajaba a un lugar que ya conocía. El túnel por el que caminan los pecadores y lleva como destino el infierno.

En el túnel

Un camino se habría ante los ojos de Sam, caminaba por él esperando llegar a la salida. El camino era el de un oscuro túnel, un túnel negro iluminado únicamente por la luz roja que brillaba al final de él. Él ya sabía que aquello era la salida.
Caminaba lentamente, pero con paso decidido. De hecho no podía volver hacia atrás. Él ya sabía cual era su camino. Debía seguir hacia delante, ya que nunca podría dar un paso hacia atrás.
Entonces un chico se le acercó:
-Disculpe señor me podría ayudar, no recuerdo nada. ¿Me puede decir que ha pasado en este túnel?
Sam estaba lo suficientemente cabreado como para prestarle atención. Entonces miró de arriba abajo al chico, aquel chico era él. Sam esbozó una sonrisa, se había reconocido a si mismo. Él se ayudó a si mismo tiempo atrás, él era el viejo que caminó con él en el túnel, se volvían a encontrar cuarenta años después:
-Chico, este es el túnel que nos lleva al final de nuestras vidas. Este es el camino que te lleva hacia la luz al final del túnel.
Le podría haber dicho desde un principio que aquel túnel llevaba al infierno, él ya lo sabía. Pero sin embargo dejó que su antiguo yo recordase todos los hechos y que descubriese por si mismo a que lugar llevaba el túnel. Incluso en aquellos momentos seguía mintiendo, aunque fuese a sí mismo.
Tal y como ya sabía, continuó caminando por el túnel, hasta que su antiguo yo fue reanimado por los médicos en el hospital. Pocos metros le separaban de la salida.

Utilizó esos últimos instantes para meditar sobre lo ocurrido y entonces se dio cuenta de que no necesitaba ser juzgado o acusado en el mundo humano para haber ido allí. La primera vez que llegó no recordaba nada, así que conscientemente él no podía saber que era un pecador, tal vez su subconsciente fuese quien le juzgó para ir al infierno. ¿Quién había decidido que fuese allí? ¿Quién había visto sus pecados? Tal vez si hubiese escuchado al sacerdote cuando hablaba con el inspector Brandon, ahora tuviese una respuesta. Aunque Sam sabía bastante bien que alguien muy superior a él era su juez.

Pero ya todo daba igual, saber el porqué o quién no importa, ya que nada iba a cambiar por saber una respuesta.
Finalmente después de tanto tiempo cumpliría su castigo, acabando de recorrer el túnel y llegando al que era su destino original: el infierno.

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Calabria

#4
En mi cárcel transparente

       Recuerdo como, tiempo atrás, pude verme rodeado de mis seres queridos como cualquiera de vosotros; recuerdo como,  hace ya bastante tiempo, pude compartir mi vida con mi madre y mis hermanos, quienes eran además mis compañeros de juego.  A decir verdad. todos ellos eran bastante fríos, pero tampoco puedo achacarles culpa alguna, pues yo tampoco me caracterizo (o caracterizaba) por mi calidez... y digo caracterizaba puesto que como ya os he dicho antes, no podría decir el tiempo que hace desde que tuve contacto con alguno de ellos o con cualquier otro, y es por eso que no sabría definirme a mí o mi "don de gentes" con exactitud, tras el tiempo que ha transcurrido desde mi última "interacción social".
       Una pregunta que seguramente surja cuando se vea lo que ahora mismo relato es que, ¿qué tipo de situación ha podido llevarte a tal estado de soledad? Pues bien, diré que no ha sido algo precisamente voluntario; simplemente, pasó.  Sí, así es, pues tanto yo como aquellos de los que me veía rodeado no éramos más que mercancía esperando a que el cliente viniese y nos comprase. No sé qué suerte correrían los demás, pero desde luego, yo no fui precisamente afortunado, puesto que esto que os estoy explicando no es ningún tipo de metáfora: éramos simples productos a la espera de ser vendidos. Sé que puede sonar algo duro,  pero en el mundo en el que vivimos no os debería extrañar si alguien os cuenta una historia como la mía; en el fondo sabéis que ocurre,  otra cosa es que decidáis mirar hacia otro lado y seguir con vuestras vidas como si nada ocurriese,  pero no os culpo,  puesto que es la opción más sencilla y la que toma la mayoría de la gente para vivir felices en la ignorancia.  Podría decir que no le deseo mi situación a nadie, pero almenos no he tenido que ver cómo se llevaban a mis hijos cuando apenas habían roto el cascarón ni he tenido que ver cómo les encerraban. Tampoco creo que pueda tener la oportunidad de seguir con mi estirpe, viendo cómo tengo las cosas.
       Hasta ahora os habéis enterado de que me encuentro solo, de la situación que viven mis allegados y otros tantos que no podría numerar (entre otras cosas, porque tampoco sé contar), pero en realidad aún no sabéis nada de mi situación más allá de la falta de roce de la que os he hablado (en ambos sentidos, ya me entendéis), pero esque yo tampoco sé gran cosa. Puedo contaros que me encuentro en una sala en la que no me falta agua y donde la comida me la proporcionan una vez al día todas las mañanas, por suerte con cierta generosidad, aquel que comerció conmigo como si de un kilo de arroz se tratase, por lo que me las puedo apañar según el hambre que tenga para que me dure más o menos. Puedo deciros que los alimentos me los dan por una apertura que la sala en la que me encuentro tiene en la parte superior, y creedme, es realmente exasperante e irritante ver  cómo prácticamente alcanzo, pero que el intentar subir no me sirve ni me servirá de nada, pues cada vez que he logrado alcanzar la única salida que tengo a mi alcance con las yemas de los dedos, aparece Él y me empuja de nuevo al interior de la sala, haciendo que tope mi espalda de nuevo con el mismo sitio en el que llevo desde hace ya años, por lo que hace tiempo que me he dado cuenta de que tal esfuerzo no merece la pena. Puedo también advertir, aunque tampoco hace falta poner demasiada atención, que el sitio en el que me encuentro seguramente no sea como el que tengáis en vuestra mente, dado que no es ningún zulo soterrado, insonorizado y al que no llega la luz; al contrario, puesto que las paredes que me rodean y que me mantienen prisionero son transparentes, pero no, que no quepa la duda en vuestra mente creándonoos una falsa concepción, dado que son bien sólidas. No sabría decir de qué tipo de material están hechas, pero esque tampoco sé el nombre de los materiales transparentes que puedan existir.
       ¿Sabéis qué era también algo que me sobrepasaba? Dormir a escasos metros de mi captor, puesto que la sala en la que me encuentro está a su vez dentro de una sala más grande en la que Él hace una importante parte de su vida diaria. Como veréis, la pregunta está conjugada en pasado porque al final tuve que acostumbrarme, a pesar de que durante mucho tiempo me desesperaba ver cómo dormía plácidamente teniéndome a mí encerrado en esta maldita prisión, y no pudiendo conciliar el sueño, tirándome horas arañando y dando golpes contra la superficie cristalina que me envuelve, pues nisiquiera gritar podía por haber nacido sin cuerdas vocales. Supongo que por eso se permitía el lujo de dejar abierta la trampilla de las que os hablé antes, y dormir con las ventanas abiertas, sin miedo a que mis sollozos pudieran despertar o avisar a cualquiera que pasase o viviese cerca.
       Si tenéis curiosidad por saber cómo ha sido mi día a día encerrado en esta jaula, puedo deciros que en una jornada típica comienza con Él despertándose de su plácido y despreocupado sueño, tras lo cual, me observa y me hace entrega de la comida de la que dispondré el resto del día. Veo cómo durante unos minutos se viste y se prepara para salir, cómo recoge sus bártulos, desapareciendo durante horas. Cuando vuelve, a veces trae compañía, amigos y amigas suyas supongo, que se comportan con el mismo desdén hacia mi dignidad y que muestran incluso más curiosidad y divertimento por cómo me comporto por ejemplo, cuando a Él se le olvida (quiero esperar que es así) darme de comer durante uno o dos días y al volver me da algo que comer. Algo, por supuesto, que deboro con ansia.
       Veo cómo transcurre el tiempo, cómo se acumulan mis deshechos, escamas de piel y demás en el fondo de mi no subterránea ni oscura cripta. Puedo notar cómo, cuando transcurrido un tiempo me fijo en mis extremidades, que sigo creciendo y haciéndome mayor en un lugar en el que nadie debería envejecer. Veo cómo la gente pasa, me mira, se rie y disfruta con mi agonía, cómo después continúan su camino, volviendo en algunas ocasiones y desapareciendo como mis parientes se fueron una vez para no volver, aunque por supuesto voluntariamente en este caso, pues ellos eran y son libres y dueños de su propio destino.
       Siento no poder contaros cómo fue mi inexistente viaje por el atlántico surcando los mares libremente del mismo modo en el que siento no poder explicaros cómo sin saber ni contar, puedo escribir con aceptable registro; pero del mismo modo en el que os digo que por mis características físicas no podría llevar a cabo la primera labor, por mis facultades psicológicas tampoco he podido efectuar la segunda, al fin y al cabo, no esperaréis que una tortuga de agua dulce sepa escribir, hilvanar pensamientos, ni mucho menos razonar.

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Calabria

#5
Duelo por una madre


Editado.

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Calabria

#6
Cólera

[BORRADO A PETICIÓN DEL AUTOR]

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Calabria

#7
Una vez

     Hubo una vez un hombre. Tuvo un gato. Lo atisbó un día junto a la carretera, lo recogió y lo llevó a casa. Se ocupó de arreglar un pequeño sitio para él, además de darle leche y suero. Pero al poco el gato murió, y el hombre se sintió culpable. Pensó que no lo había cuidado bien, que se había equivocado en algo y que era responsable de su muerte. Entonces decidió que nunca más volvería a tener animales.

     Tuvo un ficus, un regalo debido a alguna formalidad. Lo acomodó en un rincón soleado de su salón, lo regó, le limpió las hojas y hasta le contó algunos de sus pensamientos. Pero al volver de unas vacaciones de invierno encontró la planta lánguida y seca, muerta por el frío. Sintió que era culpa suya, que no la había cuidado bien, y decidió que nunca más volvería a tener plantas.

     Tuvo una familia, un amigo, un amor...






Nota de la organización:Por petición expresa de la autora, el relato no entra a concurso con lo cual no es necesario votarlo. Queda sin embargo publicado para que lo lea quien quiera, también por petición de la autora.

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Calabria

#8
Inconscientes

Verde. Verdes raíces, troncos y ramas. Verde cielo de mares de hojas. Y amarillo. Rayos iluminados que se escabullen por los pocos huecos que la espesura permite.
Era el amanecer en la profunda selva amazónica.

- ¡Mami, mami! ¡Despierta! ¡Hoy es el día!
- Cariño, tranquilo, no hay ninguna prisa. Sigue descansando un ratito más.
- ¡No, no! ¡Levanta! ¡Hay que ir lo antes posible!
- Vale, vale, ya voy...
- ¡Vamos, papá! ¡Tú también! No remolonees, que te veo.

El sonido del crujir de las ramas iba en aumento en la zona. Al fin, un árbol alto y grande elevó sus altas ramas hacia el infinito, y bostezó.

- ¡Por Dios, Krr, cuántas veces te he dicho que no hagas eso! ¡Vas a despertar a todos!
- Tranquilízate, Sty. No hay problema. Aquí todos duermen como troncos, ¡jaja!
- Papá, ¿por qué todos los días haces siempre la misma broma?
- Tú calla, hijo, y busca algo de agua y fosfatos, si puede ser. Me hacen algo de falta últimamente.

Rezongando se fue el pequeño arbusto, moviendo penosamente sus raíces en busca de lo encomendado por su padre.

Lentamente todo empezaba a activarse. Más y más crujidos de ramas y pisadas en el suelo sobre la maleza se hacían de oír por la selva, a la vez que el disco solar se alzaba.

- ¿Ya os marcháis? - habló una grave y profunda voz.
- Sí, padre. Cuando regrese Arlar ya partimos para el este.
- Ojalá pudiera ir con vosotros. Ya lo sabes hijo, si tan sólo...
- No te preocupes, de verdad. Les daremos recuerdos de tu parte y que les echas de menos.
- Gracias, hijo - respondió, cansadamente.

- ¡Ya estoy, ya estoy! ¡Vámonos ya! - exclamaba exultante Arlar.
- Sí, sí, tranquilo - intentaba calmar inútilmente la madre.

Finalmente se cumplió el deseo del pequeño y partieron. El sol ya estaba en su punto más álgido.

- Hace mucho que no vemos a los tíos y los primos, ¿eh, mami? Ya podríamos ir más a menudo.
-Ya, hijo, pero no es tan fácil. Están muy lejos y este viaje es complicado y largo. Además, ahora los abuelos no pueden venir, con lo que las excursiones van a ser aún menos frecuentes.
- Jopetas... ¿y por qué no pueden venir ya?
- Porque ya son más ancianos, y sus raíces no son tan potentes como cuando eran jovenes. Deben enterrarlas profundamente al final para ya poder descansar. Ese es el destino de todos nosotros.

- ¿En serio? Yo no quiero acabar así... Yo seré siempre fuerte y siempre poder correr por todos los bosques del mundo.
- Claro, hijo, claro... Eres joven, ingenuo y soñador. Es bonito eso.
- No sé qué me dices. ¡Yo te digo que lo conseguiré!
- Ay, Arlar, por favor, calla un rato. No hay manera de concentrarse. Intento ver si este es el camino correcto.
- ¡Claro que sí, papá! ¿Nos ves esa marca en ese viejo árbol?
- Venga, vale, sigamos por aquí.

La tarde se iba cerniendo sobre ellos mientras caminaban. El joven arbolito no desaprovechaba ninguna oportunidad para curiosear y preguntar sobre cosas que para él eran desconocidas, y sus padres le respondían como podían.

Finalmente llegaron a su destino. Pero todo era distinto. No había vitalidad, actividad. Se notaba pesadumbre en el ambiente. Krr decidió alejarse a preguntar a un anciano que había por ahí si sabía algo de sus parientes.

Cuando volvió con cara de preocupación, transmitió ese mismo sentimiento a Sty. A Arlar no, estaba demasiado ocupado observando cómo una mariposa multicolor se posaba sobre algunas flores de por allá.

- Me ha dicho que debemos irnos, que no es un lugar seguro. ¿No te han extrañado esos ruidos que provienen de por ahí lejos? ¡Dice que son ruidos de motores de esos seres, los humanos!
- Pero, ¿cómo? ¡Debemos irnos, entonces! ¡Estamos en peligro!
- Ve yendo tú con Arlar, yo tengo que preguntar por...
- ¡No, Krr, no nos dejes, por favor!
- Sty, tengo que hacerlo. Compréndeme. Tengo que saber qué les ha pasado, a dónde han ido...
- ¡Maldita sea! Vale, pero por favor, ¡vuelve rápido!
- No te preocupes, volveré.

Sty llamó rápidamente a Arlar y le informó que tenían que irse. Él no quería, y preguntaba constantemente dónde estaba su padre y qué es lo que pasaba. Su madre le respondía con evasivas, pero siempre ordenándole que fuera más rapido. Él decidió que quería enterarse de qué pasaba, y logró escabullirse de su madre en un momento en el que ella no miraba.

Mientras corría rápidamente hacia atrás, vio a su su padre a lo lejos que iba en su misma dirección. Parecía que quería decirle algo, pero Arlar no conseguía entender qué decía. De repente, en el fin de lo que podía abarcar su vista, surgió una enorme máquina amarilla que emitía un ruido estruendoroso. Horrorizado, vio como alcanzaba a su padre y le atropellaba. No podía creer lo que veía.

De repente oyó el chillido agudo y penetrante de su madre detrás de él, y corrió hacia ella.

- ¡Corre mamá, corre! Tenemos que vivir
- Tu padre... tu padre...
- ¡CORRE!

                                                                                           *     *     *

Y ahora, titulares: El gobierno anuncia una nueva medida contra la crisis económica. Los sindicatos y el partido líder de la oposición muestran sus dudas acerca de la utilidad de esta nueva medida, mientras que el gobierno afirma que es totalmente necesaria.

Hoy nos ha llegado la noticia desde Brasil que ha habido una nueva tala masiva ilegal en una parte de la selva amazónica. Ecologistas denuncian que algunas organizaciones protegidas por el Gobierno Brasileño tienen vía libre para cometer estas acciones, mientras que estas sólo conllevan grandes pérdidas ecológicas, tanto en fauna como en flora. Se prevé que si estas talas masivas continúan al ritmo actual, dentro de 40 años toda la Selva Amazónica, pulmón de la Tierra, estará totalmente devastado.


- ¿No te parece horroroso, mamá?
- ¿El qué, hija?
- Todo lo que está pasando en el mundo tan lejos de aquí, que es muy grave y que no nos damos cuenta de que pasa.
- ¡Ay, hija, qué cosas tienes, de verdad! Eso a nosotros no nos afecta.
- Claro que sí, mamá, claro que sí...

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Calabria

#9
¿Y cómo va a dormir?

Le despertó el sonido de la lluvia. Ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera el martilleo de las gotas de agua contra el cristal, pero al entrar en el hospital ni siquiera se había dado cuenta de que el cielo estuviese nublado. O quizá sí, no sabría decirlo. No había dormido bien, sentado en la misma silla de plástico donde le había dejado la enfermera. El cansancio acumulado le había sorprendido sin darle tiempo a apoyar la cabeza. Caía como si tuviese el cuello roto. Lo primero que vio al abrir los ojos fue su ombligo. No reconoció la camisa que llevaba puesta, pero sí el paraguas rojo que sostenía con las manos entrelazadas sobre sus piernas. El paraguas le hizo recordar.

Levantó la vista, venciendo el entumecimiento con el que lo había envenenado el mal sueño. Frente a él, el rostro de un anciano lo examinaba con severidad. Tenía la cara consumida bajo unas arrugas que se plegaban hasta casi resbalarle por la garganta y las cejas más pobladas que Jaime Gómez recordaría jamás, pero era lampiño y de un color rosado tan saludable como extraño para alguien de su edad. A su derecha, un asiento vacío. Poco antes (o mucho, no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba dormido) lo había ocupado el cabeza de una familia de extranjeros recién llegados a Madrid. Peruanos, había creído oír. O colombianos. Eran una decena. La hija mediana acababa de ingresar para dar a luz cuando él ya llevaba varias horas esperando por segunda vez y eran los únicos rostros conocidos que seguían ahí. El viejo, que era sorprendentemente alto pero gordo como una bola, había decidido sentarse un par de filas más adelante en algún momento durante su siesta, quizá espantado por los ronquidos de Jaime, quizá procurando no importunar el descanso de su vecino. Volvió la mirada hacia su suegro, que no había cambiado de expresión.

-¿Cuándo habéis llegado? –preguntó, ya despejado.
-Hace poco. Diez o quince minutos. Montse tiene a los niños, se los ha llevado a dar una vuelta fuera. Supongo que no has podido pasar a verla.
-¿Los niños están aquí?
-No los íbamos a dejar solos.
-No, pero no me gusta que estén por aquí. Tienen que estar hartos de ir y venir.
-Joder, Jaime, no seas exagerado, que sólo han estado aquí veinte minutos. Cuando Laura aún no había pasado a la sala. Luego nos los hemos llevado. Y tampoco creo que sea malo que se acostumbren a esto. Ya les tocará pasar más tiempo entre hospitales cuando lleguen a mi edad, si Dios no quiere que antes.
-Pues eso. Cuando lleguen a su edad –replicó con seriedad.

Le había disgustado mucho el tono de su suegro. Era el mismo que utilizaba cuando se lamentaba de sus achaques, y desde que lo habían operado de la rodilla eso era siempre. La suegra solía reprocharle a su marido que pareciera que lo que quería era estar permanentemente enfermo para poder quejarse a gusto. Jaime encontraba esa actitud patológica y mucho más grave que cualquier dolencia real o imaginaria que pudiese padecer el anciano, pero nunca manifestaba esta idea en voz alta. Ni siquiera cuando hablaba en la cama con su mujer. Las paredes de la casa eran poco apropiadas para guardar secretos y no quería arriesgarse a ser oído por culpa de una escapada nocturna al cuarto de baño. De modo que, cuando Montse regañaba a su marido, él asentía, y con los años se había acostumbrado a ceder parte de su opinión a cambio de aquellos extraños instantes de complicidad con un miembro de la familia de Laura.

Pensó en Laura. En las horas que llevaba dentro, en los años que estaban por venir.

Un médico se asomó a la sala y llamó a un tal Salvador Márquez, que resultó ser un joven sudamericano que formaba parte del séquito del hombre que había estado sentado a su lado; seguramente, el padre del niño que acababa de nacer. La muchedumbre se levantó alborotada. Todos menos el viejo, que se incorporó en silencio a abrazar a su yerno de un modo que Jaime encontró casi ritual, pero al mismo tiempo muy cálido. El doctor sonreía y les recordó que no podían entrar todos a la vez, que la nueva mamá estaba muy cansada. Se abrazaron y besaron cien veces más hasta que Salvador Márquez entró triunfante a la sala donde lo esperaba su esposa y donde pronto podría sostener a un hijo que sería "el primero de muchos si Dios lo permite", según le oyó decir. Le acompañaron el doctor y el suegro, que se detuvo un momento en el umbral de la puerta para dirigir una mirada a los suyos. Sus ojos se toparon también con los de Jaime antes de desaparecer. Eran unos ojos grandes y oscuros, brillantes como carbones encendidos en medio de un rostro que no aparentaba su edad. Sintió algo de vergüenza por haberlo incomodado al dormirse a su lado, pero se le fue toda al romperse el contacto visual. "El primero de muchos si Dios lo permite". No supo qué pensar.

-¿Dónde va a dormir el niño? –saltó su suegro al rato, rompiendo el silencio. Jaime notó que sólo intentaba sacar algún tema de conversación porque recordaba haber hablado ya sobre eso, pero sintió que de algún modo él sabía lo que había estado pensando y esa pregunta servía para recriminárselo.
-Con nosotros, al principio. Y luego ya veríamos.
-A nosotros no nos molesta, si la cuna no cabe en vuestro cuarto. Total, yo me despierto cada cinco minutos por los dolores. No me importa que llore.
-Si llora lo vamos a oír en toda la casa, Juan. No se preocupe, que la cuna cabe. Pero mejor dejamos el tema.
El viejo negó en silencio con la cabeza y no volvieron a decir nada hasta que Montse apareció con los niños casi una hora después.

Entraron en fila, con el mayor delante tratando de mantener el equilibrio sobre las líneas que dibujaban los azulejos del suelo. Su abuela le llamó la atenció con una palmadita para que se diera prisa y corrió a subirse a las rodillas del padre mientras el pequeño avanzaba inseguro agarrado a la mano de la anciana. Cuando llegaron junto al resto de la familia la mujer tomó asiento al lado de su marido, que le pasó la mano por el muslo casi mecánicamente. Jorge, ya liberado de la mano de su abuela, se dejó caer al suelo como un plomo. Hacía sólo tres días que había empezado a andar y no se sentía demasiado confiado para mantenerse sin ayuda. La anciana le reprendió con voz dulce y lo subió sobre sus rodillas. Félix miraba a su padre con los ojos muy abiertos, pegando su naricita contra la de él.

-¿Mamá no sale?
-No, aún no.
-Está tardando mucho –sentenció, apartando la cabeza.
Tenía el pelo rubio, igual que él. Era casi lo único que tenía suyo, y estaba seguro de que se le oscurecería con los años. El pequeño era igual, pero el puente del tabique nasal le recordaba más al de su abuelo paterno.
-Los niños tardan mucho.
-¿Nosotros tardamos tanto?
Sintió la mirada de sus suegros sobre él.
-No, no tanto.
-No pareces contento.
-Es que estoy cansado, grandullón.
-Pero cuando trajeron a Jorge no estabas cansado. Estabas de pie, y te reías más.
-Tú no te puedes acordar. Tenías cinco años, eras un mocoso.
-Pues me acuerdo.
-¿Y entonces por qué me has preguntado antes si tardasteis mucho?
El niño se encogió de hombros sin comprender.
-Te reías más –concluyó.

Félix tarareaba algo para sí y daba pataditas al aire. Al final la abuela se lo tuvo que quitar de encima porque le estaba moliendo las piernas y porque una de las patadas casi le dio a la rodilla operada del abuelo. En cuanto sus pies tocaron el suelo se volvió a dejar caer. Tenía roto el bajo del pantalón de tanto arrastrarlo, aunque estaba ya algo gastado porque habían sido de su hermano.

-¿Dónde va a dormir? –Insistió el mayor-. Conmigo no, que no cabe.
-Va a dormir con nosotros. Con tu madre y conmigo.
-Ahí tampoco cabe.
-¿Por qué no vamos a tomar un helado? –Sugirió la abuela-. Ya vendremos cuando podáis ver a mamá.
-Ya hemos tomado un helado antes –protestó el niño-. Quiero que volvamos a casa con mamá.

"Con mamá, pero no con su hermana", repitió Jaime para sí. "Con mamá pero sin su hermana". Y pensó en las interminables horas que pasaba en su casa de paredes de papel, en la cuna que no cabía en su habitación, en la ropa usada y en el paraguas rojo, que aún sostenía sobre sus piernas con su hijo subido encima y que Laura le había hecho coger hacía más de dos días porque la mañana que se puso de parto sí estaba lloviendo. Y pensó en los ojos de su mujer, que volvería a ver pronto. Y pensó en algo más, pero sintió la mirada de su suegro atravesándole y cargándolo de culpa por atreverse siquiera a atisbar algo de alivio.

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