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Serie «Nuevos Reinos»

Iniciado por master ageof, 24 de Septiembre de 2009, 20:15

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master ageof

Prefacio

Un relato es un concepto finito. Tiene una introducción, presentación de personajes, nudo, desenlace, etc, y final. Debe ser cerrado.
No obstante, la Historia es un concepto infinito, abierto, lleno de historias paralelas y secuenciales. Por tanto, siempre se pierde algo al narrar la Historia.

Particularmente, la historia de los goganu es realmente larga e intrincada, pues sucesos y personajes de unas eras afectan determinantemente las eras futuras, quizás más de lo que estamos acostumbrados. Empiece por donde empiece siempre podría empezar antes. Así pues, he tenido que afrontar la dificultosa tarea de marcar un comienzo, al menos para esta serie de relatos. Leéis bien, serie, pues los hechos a narrar son tan variados que no pueden ser recogidos en un solo relato.



Aparición de los humanos en Elyamabor: Año 710 d.f.A (-405 Avadur)

RELATO I: LA BÚSQUEDA

Introducción:
Año: 980 d.f.A (-135 Avadur)

   El camino estaba lleno de baches, hasta el punto de que en varias ocasiones las ruedas del carruaje se habían salido de salido de sus ejes. Seguramente un fesfo habría perdonado aquellas incomodidades al verlas compensadas por el magnífico espectáculo natural que ofrecía el paisaje. La tierra estaba totalmente oculta por una superficie de hierba fuerte y flexible, que se mostraba lozana gracias al clima húmedo y lluvioso del lugar. Los árboles eran esbeltos y sanos, de profundas raíces y elevadas ramas. Pequeños matojos, matas y arbustos se encargaban de evitar que se viera la parte más mínima de suelo desnudo. Aquél bosque no había sufrido un incendio en siglos, lo que lo convertía en una auténtica rareza. A ello quizás se debiera lo apartado que se encontraba y el difícil acceso que había a él. Se situaba casi diríase que parapetado entre varias montañas que brotaban como al azar pero que, casualmente, conformaban una espléndida defensa para el valle que dormía entre ellas.
   Todo aquello, como quedó dicho, habría hecho las delicias de cualquier fesfo digno de su raza. No obstante, ningún miembro de la comitiva era fesfo. Se trataba de la raza a la que más indiferencia le producían los bosques, con lo que todo aquél verdor, aquella fortaleza natural, aquella explosión de colores de las flores y su aroma no quedó grabado en la memoria de ninguno de ellos.

   La gran carroza parecía la imitación a muy pequeña escala de una montaña. Tenía unas amplias faldas, desde las que se iba estrechando uniformemente hasta llegar a una cima coloreada de blanco como la nieve. De ella tiraban cuatro bestias en las que merece la pena centrar la atención.
   Su cabeza era grande y cubierta de una fina pelusa parda. De ella salía una nariz rosada, justo encima de una boca grande llena de dientes diminutos y afilados. Sus bigotes eran largos y finos, sensibles a cualquier cosa que los rozara, o simplemente removiera el aire a su alrededor. Sus ojos eran pequeños, pero inteligentes. La cabeza estaba firmemente asentada en un torso ancho y musculoso. Las patas eran eran cortas y fuertes, terminadas en largas pero aparentemente inofensivas garras. Era una criatura que parecía más diseñada para cavar que para correr.
   Sobre estas extrañas criaturas montaban unos sujetos pequeños. Los jinetes llevaban prendas largas, seguramente procedentes de un animal. Hablaban entre sí en susurros, como tratando de no despertar a quien iba en la montaña-carroza.
   Turumirut iba en la bestia más a la derecha. Tenía una barba negra bien recortada y una complexión robusta. Iba ataviado con una cota de malla sobre prendas pardas, y llevaba una interesante hacha pequeña colgada del cinto. Iba diciendo:
   -Este sitio es siniestro. ¿Qué opinas tú, Hakimutami?
   El interpelado era su compañero del animal de al lado, un individuo corpulento algo entrado en años, de barba castaña descuidada y un ligero sobrepeso.
   -Nunca había visto un valle tan ancho, Turumirut. Te aseguro que tengo la piel de gallina, y eso que yo he estado en lugares donde nadie más ha estado.
   -¿Estamos muy lejos de la montaña puntiaguda? -preguntó el jinete de la bestia siguiente, penúltima de la izquierda. Se trataba de un joven alto de mirada habitualmente perdida y bastantes granos en la cara. Turumirut le había conocido el día de la partida. Se llamaba Munkuhautat, aunque le gustaba que le llamara Haut.
   -Aún nos quedan dos días para llegar. Y más nos vale darnos prisa. Su Majestad -dijo Hakimutami, señalando hacia atrás, al carro del que tiraban sus bestias- está de un humor de mil demonios.
   -Ten más respeto -amonestó Turumirut-. Además, habla bajo, no sea que despierte.
   -Envidio a los otros -replicó-. Se han adelantado tanto que no pueden oír los berrinches de Su Majestad.
   -Calla. Como te escuche te encerrará en una planicie hasta el fin de tus días. Y si no lo hace su Majestad, lo haré yo, como no pares.
   -Lo mejor será apresurarnos. ¡Arre, urúa!

   Hakimutami tiró de las riendas, y la bestia aceleró precipitadamente. La montaña-carroza sufrió un ligero bamboleo mientras los otros animales se acompasaban a la velocidad de su hermano. Los jinetes contuvieron el aliento unos segundos, esperando oír una alterada amonestación desde dentro. Por suerte, Su Majestad parecía tener el sueño pesado.
   El cuarto jinete, que iba más a la izquierda, era un joven mudo que en ese momento hacía un gesto negativo con la cabeza mirando a Hakimutami. Su verdadero nombre, así como su origen, eran un misterio, de modo que simplemente le llamaban mudito. Sólo el explorador podía rivalizar con mudito en parquedad de palabras, con la desventaja de que el explorador no era mudo.

   Avanzaron por el camino, si es que se podía llamar así, durante unas horas más hasta que llegaron a un río donde les esperaba el resto de la comitiva. Allí había unas treinta personas, con sus animales. También había tres montaña-carrozas más, aunque no tan grandes como la que llevaban Turumirut y sus compañeros. Todos se habían detenido frente al río y simplemente estaban parados esperando, mirando las aguas ensimismados.
   Quizás un warfo hubiera encontrado cierto placer en el canto de aquella corriente de agua cristalina. Quizás sus pupilas se habrían dilatado con aquella visión, y con la de los peces vigorosos nadando ya fuera con o contra la corriente. Para el warfo hubiera sido una visión para el recuerdo.
   No obstante aquellos extraños y pequeños jinetes no se llenaban el corazón con aquella visión, ni con la agradable humedad que entraba en sus pulmones y  por todos los poros de su piel. Ellos más bien la miraban con temor.
   Entre los presentes sonaban varias voces, y se podían escuchar algunas conversaciones.
   -Mira, un río. ¡Qué miedo!
   -Vamos, vamos. Sabíamos que este momento llegaría.
   -Pero, ¿Qué hacemos ahora? Nos damos la vuelta, ¿no?
   -A mí nadie me dijo que había un río en el camino- decía un personaje larguirucho de ropas delicadas y aspecto altanero-. Yo no pienso cruzarlo, ¿y si me ahogara?
   Desde lo alto de su montura, Hakimutami le respondió con sarcasmo:
   -Nadie dice que lo tengamos que cruzar a nado, senescal.

   El senescal le miró. Tenía los ojos afilados y la boca en una mueca de perpetuo desprecio. Se encontraba en medio de la comitiva. A su izquierda estaba la señora Haaba, junto con las doncellas Lilé, Suidé y Abindé. Turumirut creía que cada una era más tonta que la anterior. Lilé tenía cierta gracia infantil, que la disculpaba ligeramente de sus inmaduros comentarios. Suidé, por el contrario, tenía un lenguaje pícaro y erótico que se guardaba mucho de pronunciar cerca de Su Majestad. Abindé era reservada y poco agraciada por sus formas escasamente desarrolladas. Lilé era la que había mencionado su miedo al mirar el río. Ahora estaba señalando unos peces que saltaban. Abindé estaba a su lado con la boca abierta.
   Cerca de ellas había tres chicos de su misma edad. Naubu, Saigu y Tutmat eran hermanos, y hacían de cazadores, leñadores y cualquier cosa que se precisara de ellos. Eran muy voluntariosos pero algo cortos de entendederas. En varias ocasiones Turumirut había tratado de enseñarles a leer, apiadándose de la ignorancia de los muchachos. Sin embargo, siempre que parecían haber aprendido algo conseguían olvidarlo al día siguiente.
   Al lado de los hermanos estaba el pequeño regimiento que Su Majestad había creído oportuno traer. El capitán Mikandum, padre también de Suidé, gobernaba a sus diez hombre como si se tratase de una legión completa. Era un hombre inaccesible y frío, de gran tenacidad y fortaleza física y mental. No obstante, el capitán y sus diez hombres -Turumirut no había tratado de memorizar sus nombres, pues eran todos prácticamente iguales- miraban las aguas embravecidas del río con recelo.
   Cerca había tres diplomáticos y cuatro cortesanas cuyos nombres Turumirut tampoco tenía ganas de recordar. Sentados en el suelo había seis humanos cabizbajos. A las damas de la corte siempre les gustaba tener humanos cerca, pues se les podía dar órdenes sin oír rechistar. Estos humanos no estaban encadenados puesto que habían sido adiestrados desde pequeños para servir, y sólo sabían hacer eso. Turumirut echó en falta las figuras de los dos médicos. Uno de ellos, Iuskutami, era un anciano que había gozado de gran renombre en su profesión hacía cincuenta años. Ahora era sólo un viejo decrépito que había sido seleccionado únicamente por la simpatía que despertaba en la corte, dado que había atendido en su infancia a la mitad de los cortesanos. El otro médico era Kaikare, una mujer delgada de mediana edad algo obsesionada por la higiene que había sido discípula de Iuskutami.

   Los jinetes que llevaban la montaña-carroza de Su Majestad se apearon de sus monturas y se acercaron al grupo. Al verlos, muchos otros se apearon también. Por lo visto, la visión de tanta agua corriente les había entumecido el cerebro y se habían quedado allí parados nadie sabe cuantas horas.
   Turumirut habló:
   -Vamos, señores. Tranquilidad ante todo. Debemos esperar a que llegue el viejo.
   -¿Y si, mientras esperamos, comemos algo? -preguntó una mujer regordeta de mediana edad con una diadema dorada adornando su frente. Turumirut no alcanzó a recordar su nombre, pero sí recordó que era una de las cortesanas, seguramente viuda de algún noble. Ella era la responsable del tamaño de la comitiva. Inicialmente iban a haber ido quince personas, número que a la mujer pareció poco digno, y fue añadiendo gente, curiosamente amigos, familiares y siervos suyos.

   Ante la propuesta, muchos se dirigieron a una de las carrozas, custodiada por un cocinero muy pequeño y feo. Su mandíbula cuadrada sobresalía más de lo habitual, dándole aspecto de bruto, cosa que sus ojos cejijuntos no ayudaban a paliar. Su voz era sorprendentemente armoniosa para un individuo de su apariencia:
   -No es hora de comer.
   -Venga, Iza, no te cuesta nada -rogó la mujer gorda. Turumirut empezaba a cansarse.
   -Hay un horario de comidas. Además, últimamente ha desaparecido algo de comida. Sospecho que alguien roba por las noches.
   La mujer gorda se calló. Turumirut estaba sorprendido. Se acercó a Iza y le preguntó en voz baja:
   -¿Ella roba comida?
   -No. Pero por su aspecto nadie creería en su inocencia si la acusara de ello. Y lo sabe.
   La mujer no volvió a hablar en el resto del día.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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Es una sorpresa encontrar ciertas trazas de humor en un relato sobre de Bardha. Eso de que a los goganu les perturbe tanto cruzar un río creo que ha sido un buen punto, a parte de lo pintoresco de los personajes.

Vamos a ver como se desarrolla la historia.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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   Aquello avivó los comentarios, que comenzaron a aumentar de intensidad. Todos querían hablar a la vez siguiendo la primitiva costumbre de que quien hablaba más alto tenía razón. En medio de aquél barullo habló Hakimutami, con una expresión facial que indicaba que estaba preso de la alarma:
   -Escuchad eso- dijo. Todos se quedaron en silencio. Luego, comenzaron a girar la cabeza a todas partes para ver si oían algo.
   A lo lejos, por encima del canto del agua, se oía un rumor inconexo. Hakimutami se había llevado la mano al cinto, donde llevaba una espada corta, como por instinto.
   -¿Qué puede ser?-preguntó alguien.
   -Será mejor que alguien investigue-dijo Turumirut. Luego, dirigiéndose a un joven que no se había apeado de su montura, pidió-. Riusaidat, ¿puedes echar un vistazo?
   El joven asintió en silencio y, tras una suave indicación a su urúa, se alejó de allí.

   Riusaidat se sentía libre, de nuevo, alejado de las palabras y las personas, solo con su animal explorando un territorio desconocido. Tenía esa sensación cada vez que le mandaban a realizar su cometido, la exploración del terreno. Al contrario que los otros, pudo disfrutar del paisaje solitario donde sólo las plantas eran testigos de su paso y nadie le pedía explicaciones. Sintió la energía que su urúa de carreras le transmitía a través de las riendas, y quiso ser libre.

   Luego, se concentró en su labor. El sonido le guió corriente abajo, donde las aguas eran más tranquilas y el río se ensanchaba. A lo lejos pudo ver diminutos puntitos que se movían y avanzaban hacia él. Se ocultó tras árboles y cambios de rasante para cercionarse de lo que veía. A una distancia de más de un kilómetro había un grupo de gente, como ellos, desconcertados ante el río. Y, como ellos, traían consigo algunas carrozas, no tan ostentosas como las montañas-carroza, sino redondeadas por la parte de arriba, lo que recibía el nombre de colina-carroza.
   Riusaidat comenzó a contar y memorizar. Tres colina-carrozas, veinte personas, ocho de ellas armadas. El estandarte que llevaba una de las carrozas mostraba tres círculos dispuestos a la misma distancia unos de otros. Era una marca desconocida para el explorador, muy diferente del tipo de estandartes del sur.
   Al cabo de unos segundos, su vista se agudizó lo suficiente para ver escenas concretas. Los que no llevaban armas eran gente de avanzada edad, hombres y mujeres. Todos miraban a uno en especial, que debía de ser su jefe. Era de mediana edad. Tenía la barba recogida en una larga trenza, y parecía cojear del pie derecho. La conversación se había vuelto audible por la proximidad, además de que el jefe empleaba el método de hablar alto para demostrar su autoridad. Su voz era clara y poderosa, acostumbrada a dar órdenes:
   -Necesitamos avanzar -decía-. Construiremos un puente si es preciso.
   -Majestad- Riusaidat creyó haber oído que decía uno de ellos-, vayamos río abajo, tiene que haber un asentamiento fesfo cerca.

   La conversación siguió por otros derroteros. Al cabo de unos minutos decidió que ya había visto y oído suficiente.

   A su regreso al punto donde se había detenido la comitiva contó todo lo que había visto con el menor número de palabras posible. Siguió sin apearse de su montura.
   -¿Qué significa eso? -preguntó el senescal.
   -Esperemos a que llegue el viejo para hacer cualquier cosa -dijo Turumirut.
   -El viejo, el viejo- murmuró el senescal -. Siempre lo mismo.
   -Su Majestad confía en él, y yo confío en el buen juicio de Su Majestad.
   -¿Por qué no despertamos a Su Majestad? -preguntó Hakimutami-. Será más rápido que esperar al viejo.

   Una voz sonó detrás de ellos:
   -Su majestad ya está despierta.

   Había hablado una mujer robusta y madura, aunque todavía hermosa. Vestía una sencilla túnica bajo su manto de piel de oso. Tenía el pelo castaño y recogido en una ancha trenza. Los rasgos de Su Majestad eran austeros y poderosos, como tallados en roca.
   -Mi reina- susurró Turumirut.
   Hakimutami intentó arrodillarse inmediatamente, y sólo un gesto de su monarca se lo impidió.
   -Mi buen vasallo- dijo ella-. Esperar al anciano sería perder demasiado tiempo. Hay que encontrar una forma de cruzar. Buscad un puente o construidlo. ¿No habéis encontrado a nadie que viva por esta zona para preguntarle?
   -No hemos visto ningún asentamiento, Majestad, pero el explorador ha localizado un grupo de gente viniendo hacia nosotros.
   -¿Pueden ser peligrosos? -preguntó la reina, manteniendo el dominio sobre sus emociones.
   -No es probable. Ellos traían carrozas, como nosotros, y muchos de sus integrantes eran de avanzada edad.
   -Entonces estoy segura de que vienen a lo mismo que nosotros. ¿Estás seguro de que son de nuestra raza?
   -Riusaidat así lo afirmó.
   -Entonces estemos tranquilos. El aire libre es el lugar menos propicio para que la gente de nuestro tipo se dé al vandalismo, y menos a la guerra.
   -Majestad- intervino el senescal-. Si lo precisáis, yo mismo me adelantaré para dar la bienvenida a nuestros hermanos.
   -No hay que pasarse, Zutaimut-dijo la reina-. Por más que sus intenciones no sean hostiles, no debemos olvidar que estamos en tierras extranjeras. Los conflictos entre norte y sur no han terminado y sería degradante mostrar tanta pleitesía- después, tras una ligera reflexión, añadió-. Me resulta extraño que no haya nadie por la zona. Alguien tendrá que vivir aquí y saber dónde está el puente.
   -Me temo que esta tierra está vacía- dijo el senescal Zutaimut-, seguramente por los sucesos que todos conocemos.

   La expresión de la reina cobró un signo de temor:
   -¿Creéis que nos encontramos en peligro ahora?
   -Nadie está a salvo en Bardha...- dijo el senescal.
   -...salvo bajo una gran montaña -terminó Turumirut, casi inconscientemente, la frase popular.
   -Si al menos eso último fuera cierto -suspiró la reina. Después se se alejó hacia la carroza.

   Turumirut se dirigió al centro de la comitiva. Allí, un diplomático de avanzada edad instruía a los demás:
   -Hemos recorrido, aproximadamente, ochocientas millas desde que salimos de Muhenbarat. El río que nos bloquea el paso no es otro que el Argra, uno de los más largos del mundo. ¡Ya os dije que lo cruzáramos en el paso de Minrisha, cuando sólo era un arroyo! Pero os negasteis.
   -El puente parecía poco seguro -dijo alguien.
   -¿Y ahora? -dijo el diplomático señalando al río-, ¿crees que el puente es suficientemente seguro?

   -Escuchadme -dijo Turumirut-. Debemos encontrar un puente. Su Majestad ha insinuado que en caso de no encontrarlo, deberíamos construir uno. No sé los demás, pero yo no tengo costumbre de construir puentes, ni ganas de aprender.
   -Pero, Turumirut -dijo sorprendido el diplomático-. Manda al explorador, que para eso está.
   -Mi señor Nawat, el tiempo apremia. Debemos buscar más deprisa de lo que puede hacerlo una sola persona. Yo mismo iré a explorar si es preciso.

   Riusaidat, que seguía sobre su urúa, había escuchado lo que se esperaba de él y no había perdido tiempo en prepararse para partir. Se despidió del grupo con una especie de gruñido, sólo para dejar constancia de que se iba a cumplir su tarea.

   -Riusaidat es tan callado -suspiró Lilé al verle galopar con el viento agitando su cabello.
   -Ojalá yo fuera su montura -murmuró Suidé pícaramente.

   Había comenzado a soplar una fuerte brisa. Un issfo quedaría de inmediato prendado por ese tipo de viento. Hubiera podido saber a través de su suave beso en el rostro que procedía de las altas cumbres de montañas lejanas. Así se lo indicaban su frescor y esencia, tan vital que se podía decir de ella que satisfacía el alma.
   Un issfo hubiera olvidado las penalidades de un viaje largo y difícil por la oportunidad de sentir el suave empuje de la brisa lozana que limpiaba y purificaba sus pulmones. Hubiera dado nombre, seguramente, a aquel viento, y lo hubiera catalogado, alcanzando a averiguar su genealogía más antigua, pues los vientos no tienen secretos para los issfos.
   Pero aquellas criaturas al borde del río no se sentían besadas por la brisa, sino azotadas. No disfrutaban de ella, sino que la sufrían. Corrieron a guarecerse tras sus carrozas para evitar la desagradable sensación de empuje.

   Dentro de su carruaje, la reina estaba cabizbaja. En una mano sostenía un collar de diamantes pulidos de forma tan exquisita que devolvían aumentada la luz que caía sobre ellos. Pero ella no lo sostenía como lo haría otro. No trataba de sentirse orgullosa poseedora de una joya de semejante valor. Al contrario, aquel objeto sólo le traía melancolía. Miró a través de una lupa uno de los diamantes. Allí había un nombre grabado: "Marviné".
   Entonces se llevó el collar al corazón y susurró el nombre del artista, mientras una lágrima solitaria se desplazaba por su mejilla. El nombre quedó silenciado por el ruido del viento.

   El súbito viento pilló desprevenido a Riusaidat. Miles de hojas, arrancadas violentamente de sus ramas, caían contra él con fuerza mientras el cielo se oscurecía y el ambiente comenzaba a humedecerse. El frío se volvió más penetrante y, de algún modo, todos los olores se amplificaron. La resina y las fragancias florales nunca soñaron con atrapar de tal forma la conciencia de Riusaidat ni de nadie de su raza.
   Pero a Riusaidat, al contrario de lo que cabría prever, aquello le daba fuerzas. Le encantaba todo aquello que debería disgustarle. Aquél viaje había sido lo mejor que le había ocurrido en la vida. De repente experimentó una sensación de júbilo que nunca creyó llegar a alcanzar, y rió como no había reído en años, con un sonido alegre y esperanzado. Allí, a galope sobre su propio urúa, era verdaderamente libre. Lejos de todos los ojos que le habían observado con aire crítico se sentía vivo y lleno de energía. Acarició la idea de galopar más lejos, más allá del horizonte, y no volver jamás. Encontraría quizás una tierra nueva e inexplorada, ansiosa de que alguien la habitara y le pusiera nombre. O quizás llegaría a un poblado donde podría empezar todo de nuevo.
   Las aguas del río se habían vuelto turbulentas, formando remolinos y espuma como acompañando su renovada vitalidad. Del cielo cayeron algunas gotas que humedecieron su piel. Miró arriba y descubrió que las nubes negras y densas ya habían cubierto el Sol. Agradeció la luz difuminada que le regalaba la incipiente lluvia.
   El terreno era cada vez más irregular, y se veía surcado por pequeños flujos de agua producidos más arriba por la lluvia, que comenzaba a anticipar una intensidad desconocida para el jinete. El urúa se estaba portando perfectamente. Era una criatura con una gran resistencia a la humedad y al frío. Sólo ante repentinas corrientes de aire frío lanzaba algún débil quejido. Riusaidat sabía que otras razas daban nombre a sus monturas, de modo que decidió probar a hacerlo él mismo. Mientras galopaba, oteando la lejanía en busca de algún puente, habló con su animal.
   -¿Qué nombre te gustaría?
   -...
   -Ya sé que no nos conocemos mucho. Aunque, en realidad, llevamos juntos todo el viaje, lo que debería bastar para  conocernos. ¿Te gustaría llamarte "Sombra galopante"?
   El urúa gimió con un deje de disgusto. Riusaidat se apresuró a rectificar.
   -Vale, no soy muy bueno inventando nombres. ¿Qué tal "rayo", o "lluvia", "Gemido"...? ¿Te gusta Céfiro? Es el nombre de un viento, ¿sabes?
   El urúa parecía ponerse nervioso por momentos. Era obvio que estaba oliendo algo, y miraba de izquiera a derecha rápidamente.
   -Pero, ¿qué te pasa? -murmuró el jinete.
   -Creo que Céfiro está muy bien.

   Riusaidat quedó petrificado, mirando su urúa con desconfianza. Éste parecía tranquilo, galopando normalmente, como si la cosa no fuera con él. Riusaidat le preguntó:
   -¿Has... has hablado?
   -A tu derecha.
   La voz era la misma de antes, y ahora la percibió mejor. Era una voz madura, muy controlada y profunda. Parecía el producto de una intensa educación y una gran elegancia natural. Además, como le había indicado, venía de la derecha. Riusaidat miró con cuidado. Allí sólo había árboles, o eso parecía. Aguzando la vista, a la vez que se acostumbraba a la vertiginosa sucesión de troncos, logró ver algo, como una silueta, que se desplazaba tras aquella cortina de madera. La silueta le siguió hablando.
   -Riusaidat Muhenkiri. Nunca te había oído hablar hasta ahora, y me sorprendes conversando con un animal. Dime ¿me reconoces?
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Wind_master

Grandes guiños tiene este relato, como los comentarios picantes de la sirvienta o lo de la carroza-colina, que me han arrancando alguna sonrisa. También ese refrán popular sobre vivir debajo de una gran montaña, hace que todo el relato se vea más humano.

Buen trabajo, Master.
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Khram Cuervo Errante 

Veo que los goganu van cogiendo cuerpo. Enhorabuena.
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   Zutaimut estaba sentado en una de las montaña-carrozas resguardado de la lluvia, apretujado junto a otros diez que habían tenido la misma idea que él. Otros habían corrido a otras carrozas, y sólo los seis humanos seguían bajo la lluvia, puesto que las damas de la nobleza habían insistido en que morirían si tenían que soportar el olor de los individuos de esa raza tan de cerca. Precisamente una de las cortesanas estaba quejándose en ese momento:
   -Sabía que se nos olvidaba algo. Un sastre. Llevamos ochocientas millas de viaje, y yo ya me he cansado de los diez vestidos que traje. Además, algunos ya no están en tan buenas condiciones como cuando partimos.
   -Eso es normal, mi señora -dijo Hakimutami con desparpajo-. Esto no es una excursión campestre. Además, de poco le iba a servir un sastre sin tejido que coser.
   -Le advierto que como no modere sus modales irá a hacer compañía a esos seis.
   -¿Quién me va a obligar?
   La dama hizo un aspaviento, que sin duda debió de ser muy educado, al dirigir su mirada a otro lugar. Hakimutami suspiró:
   -Daría lo que fuera por algo de cerveza. Me pregunto cómo lo estará pasando Turumirut ahí fuera bajo la lluvia. Desde luego, esto es tener mala suerte.
   -Y que lo digas -dijo Zutaimut-. Esto es mucho peor que la meseta de la semana pasada. ¿Recuerdas? Llevamos sin entrar en una cueva, ¿cuánto tiempo?
   -¿Mil años? -suspiró Hakimutami.
   -No. Un mes, quizás. El centro de este continente no tiene suficientes cuevas. Habría que pedir a alguien que construyera unas cuantas.
   -¿Te acuerdas de hace tres semanas, cuando nos equivocamos de ruta? -dijo Hakimutami algo divertido-. Tardamos tres días en darnos cuenta.
   Algunos más se rieron. Era una forma de olvidar la lluvia. Zutaimut, en el mismo tono alegre, dijo:
   -De no ser por ese error, no tendríamos que cruzar este río.
   La risa se contagiaba, y muchos encontraron divertido el comentario hasta la carcajada. Zutaimut continuó:
   -Y no sabéis lo mejor -se tomó un tiempo para respirar entre carcajadas-. Fui yo quien se equivocó de ruta y le pasé malas instrucciones a la avanzadilla. No me había atrevido a decirlo en todo este tiempo.

   Riusaidat encontró las carrozas como se las había encontrado. Los urúa estaban bastante incómodos bajo la lluvia, aunque se dijo que en realidad él también debería estarlo, pues se había calado hasta las cejas. Tras los pasos de su urúa, a una distancia considerable, se oían otros pasos más silenciosos. Mientras avanzaba contó, además de las monturas, siete figuras empapadas refugiadas bajo la mala protección de un árbol. Este número le sorprendió. Le era fácil presuponer que seis de ellas eran los humanos que habían traído, o eso le indicaba la estatura de sus siluetas. Pero, ¿quién sería el séptimo?
   La séptima figura pareció verle puesto que saludó con fuerza, tras lo cuál se llevó las manos a la cara y estornudó. Al llegar junto a él, Riusaidat al fin le identificó:
   -Zutaimut -dijo-, ¿qué haces aquí fuera?
   -Nada, nada. Al parecer los miembros de mi carroza ya no me querían a su lado... no sé por qué. Bueno, ¿has encontrado el puente?
   -No, pero he encontrado algo mejor. Hay que avisar a todo el mundo -Luego, mirando a alguien que venía tras él a mucha distancia, dijo-. Acércate.
   Zutaimut atisbó una figura sombría acercándose por detrás del silencioso muchacho. Lo primero que alcanzó a ver fue un pelaje grisáceo envolviendo un animal con muchos dientes. Dio un paso atrás, asustado, dispuesto ya a llamar a Naubu, Saigu y Tutmat. Después miró hacia arriba y preguntó.
   -¿Es él?
   La figura le respondió:
   -Zutaimut. No tienes buen aspecto.
   La gente se había comenzado a asomar desde las carrozas. Pronto se oyeron algunas voces que preguntaban:
   -¿Quién va?
   Riusaidat respondió elevando la voz:
   -Decid a su Majestad que el anciano ha llegado.

   Todos miraron a la figura, asombrados. Antes del viaje nunca habían oído hablar de ese personaje. Ni había sido presentado a nadie, ni siquiera a la corte. Durante la travesía había estado ausente casi tanto tiempo como acompañando a la comitiva. Cuando se ausentaba parecía que nunca había existido, puesto que no dejaba señal alguna que indicase qué dirección había tomado. Cuando llegaba, parecía que siempre había estado con ellos por la normalidad en sus palabras. Su aspecto era el de una persona de gran edad, aunque se mantenía erguido y su barba blanca era todavía abundante. Sus ojos eran fríos como el hielo. Su montura no era un urúa, sino un lobo enorme.
   Ante la presencia del viejo todos mostraban algo parecido a un temor reverencial. Todos menos uno:
   -De poco nos servirá si no trae un puente con él -dijo Hakimutami desde una carroza.
   -Os traigo algo mucho mejor que un puente- dijo el anciano.
   -Pues lo que necesitamos es un puente.
   -Os traigo una cueva -continuó el anciano. La palabra produjo como ecos, pues al poco el aire se había impregnado de ella. El viejo señaló en sentido contrario al río-. Cerca de aquí, en esa dirección, está la entrada a una cueva profunda que nos llevará a la otra margen del río. Moveos deprisa si no queréis que la noche caiga sobre nosotros.
   Mientras las palabras eran asimiladas por todos, Zutaimut le dirigió unas palabras en voz baja al anciano. Por alguna razón no se sentía seguro cerca de él y, sobretodo, de su montura.
   -Anciano. El explorador – lo dijo como si Riusaidat no estuviera allí- ha avistado un grupo de gente situado río abajo. ¿Qué debemos hacer?
   El anciano se marchó ignorándole.

   Todos se pusieron en marcha. Algunos montaron sus urúa mientras que otros permanecieron en las carrozas, que eran enganchadas de nuevo para que las bestias tiraran de ellas. La comitiva se puso en movimiento a los pocos minutos. Hakimutami, ayudado por mudito y Haut, era el que más espoleaba a las criaturas para que avanzaran más deprisa. Delante de todos iba el anciano montado en su lobo, indicando el camino.
   Riusaidat, por alguna razón, encontró que se había puesto al lado del viejo, muy a pesar de su urúa, que aún miraba al lobo con desconfianza. No sabía por qué, pero aquél hombre era tan diferente de los demás que parecía ejercer cierto influjo sobre él. No trató de establecer conversación. Las palabras aún se le atragantaban en la boca cuando iban dirigidas a otra persona. Pero, al contrario que los demás, el viejo parecía muy feliz viajando en silencio.
   La montaña-carroza de Su Majestad se abría paso dificultosamente por el mar de ramas bajas y el terreno rugoso, pero un esfuerzo extra de las bestias de tiro consiguió situarla en cabeza, cosa que había sido bastante inusual a lo largo del viaje. La entrada de la carroza estaba tapada por una puerta de madera ricamente decorada y adornada con una ventanilla tapada por una cortina que, en ese momento, se descorría dejando ver la cara serena de su Majestad.
   La reina miró a Riusaidat un instante antes de poner toda su atención en el anciano. Éste le devolvió la mirada, pero su Majestad no pareció conforme. Parecía enojada cuando habló:
   -¿Por qué os habéis demorado tanto en esta ocasión?
   -Me entretuve.
   -Os hemos necesitado mucho.
   -Pero seguís aquí, ¿no? Habéis superado los obstáculos con mucho acierto sin ayuda.
   -Y vienes ahora -el anciano no dijo nada, de modo que la reina preguntó-: ¿Por qué? ¿Acaso crees que no habríamos podido cruzar el río sin tu ayuda?
   -Puede. Pero, Majestad, no importan mis motivos. Contad conmigo como contáis con el buen tiempo o con la oportunidad de encontrar una buena cueva. No podéis pretender tener siempre buen tiempo, o que el camino siempre sea bajo tierra. No obstante, al camino le importa muy poco si es de vuestro agrado.

   La reina cerró la cortina con una indignación que, a decir de Riusaidat, era en parte disimulada. Luego, la volvió a abrir, despacio, pues parecía que se le había olvidado algo:
   -Por cierto -dijo ella-, hay una comitiva más en las cercanías. Creo que vienen a lo mismo.
   -Eso es bueno -se limitó a decir el anciano.
   -¿Qué deberíamos hacer al respecto?
   El anciano no respondió. La reina volvió a cerrar su cortina, y al poco tiempo su carroza fue quedando atrás.

   El avance resultó más rápido de lo que hubiera podido preverse sobre un terreno irregular y mojado. Los urúa realizaban sorprendentemente bien su labor y no hubo ningún incidente. Los humanos seguía al grupo a pie, prácticamente corriendo para evitar alejarse mucho.

   Al final de la comitiva se agregó un antiguo miembro. Hakimutami le sonrió con alegría:
   -Turumirut. Ya creía que te habías perdido.
   -Teniendo en cuenta la claridad de las señales que has dejado, casi se diría que es lo que querías, amigo -respondió éste, airado.
   -Venga -intentó conciliar Iza, el cocinero, que había viajado con ellos desde el principio-. Las señales te las pusimos entre todos. Quizás por eso eran un poco incoherentes. Pero, nos has encontrado, ¿No es eso lo que importa?
   -Contadme todo lo que ha pasado.
   -Ha llegado el viejo -dijo Hakimutami. Turumirut alzó una ceja para indicar una moderada desconfianza- y nos va a llevar a una cueva –Y Turumirut sonrió lleno de confianza.

   Al cabo de unos minutos la comitiva se detuvo en seco. Al final de ella, Turumirut y sus compañeros miraban a todas partes pidiendo explicaciones. La propia reina se asomó desde su montaña-carroza para ver qué sucedía. Delante, en la cabeza del grupo, se oían algunos ruidos extraños, seguidos del sonido de pisadas sobre suelo húmedo, barro y charcos.
   Zutaimut llegó hasta donde se encontraba Su Majestad y le dijo algo en voz baja. Ella pareció muy sorprendida por lo que escuchó, hasta tal punto que salió de su carroza y no le importó caminar sobre la tierra y ensuciarse el manto. Avanzó acompañada de Zutaimut, y seguida de Turumirut y Hakimutami.
   Al final, en la parte delantera del grupo, encontraron  la razón de la parada. Allí había unos ocho hombres armados, lanzando miradas de desconfianza a Mikandum y sus hombres. También había tres ancianos y un hombre de mediana edad que arrastraba la pierna derecha. El viejo miraba la situación entre alarmado y divertido. Alrededor del punto del conflicto se había formado un amplio círculo de gente, la mayoría cortesanos, que miraban con curiosidad. Una de las cortesanas dio un gritito al ver a la reina.
   -Ah, Majestad -dijo la cortesana-. Menos mal que llegáis. Aquí puede ocurrir una carnicería.
   La reina observó la situación, e inmediatamente se dirigió al viejo.
   -Anciano- su voz era tan dura que en ella se podría forjar una espada-. ¿Qué broma es esta?
   Él la miró con fingida inocencia:
   -¿A qué os referís?
   -No sé por qué, pero creo que tienes algo que ver en esto -acusó ella.

   El líder de la otra comitiva alzó la voz:
   -Y yo quisiera saber quién eres tú.
   Turumirut prácticamente asió su hacha al decir:
   -Ten más respeto, cretino. Estás hablando con la reina de Muhenbarat.
   Los ocho soldados del hombre cojo saltaron como el mecanismo de una ratonera, y en un instante todos tenían sus espadas en la mano. Ello produjo una reacción idéntica en los diez de la reina. No tardaron en escucharse las típicas bravuconadas que se intercambian los bandos antes de cada batalla. La reina trató de disculparse por la excesiva reacción de su siervo, pero el líder exclamó:
   -Ella puede ser reina en el sur, pero yo soy rey aquí, en el norte. Sabed que habláis con el rey Kisteras de Elisbarat.
   Al fin, el anciano alzó la voz. Ésta sonó muy diferente a como había sonado hasta entonces. Seguía siendo armoniosa y educada, pero ahora tenía unas notas de autoridad de que había carecido antes. Se podría decir que sólo él tenía una auténtica voz para dar órdenes. No era fuerte, no era enfadada. Era simplemente honesta, y esa honestidad le daba toda su fuerza.
   -Dejad de comportaros como críos. Todos hemos venido a lo mismo, así que bajad las armas -orden que fue acatada inmediatamente por los soldados ante la estupefacción de los capitanes, que ya hubiera querido para sí una voz semejante- y sigamos adelante. Y no me obliguéis a intervenir cada vez que os encontréis a otro grupo. Ya os adelanto que va a haber muchos encuentros.

   El rey Kisteras se sintió repentinamente un poco ridículo, y se vio forzado a pedir disculpas directamente a la reina y a Turumirut:
   -Majestad, perdonad mi impertinencia.

   Los dos grupos siguieron avanzando encabezados por el viejo. Al cabo de unos minutos habían desaparecido las diferencias, y ambas comitivas avanzaban como si fueran una. En el grupo del rey sólo había vejestorios o soldados, cuyo líder -que resultó ser un general- acabó trabando amistad con Turumirut y Hakimutami, en cuanto compartió con ellos unas cervezas.

   La entrada de la cueva era pequeña y parecía haber sido disimulada tras varias ramas. Se encontraba en la pared de una elevación rocosa de escasa altura. Naubu, Saigu y Tutmat se apresuraron a despejar la entrada, relativamente ayudados por los torpes intentos de los seis humanos de aparentar estar haciendo algo útil. De la otra comitiva los ancianos se excusaban en su edad, y los soldados en la incomodidad de sus uniformes.
   Una vez pudieron pasar, prácticamente se atropellaron para hacerlo. Aquello sí que era una cueva, a los ojos de Turumirut. Casi se sentía en casa, en la lejana Muhenbarat. Aunque en el sur las cuevas no eran tan frías, y Muhenbarat era bastante más seca que esta, los miembros de la comitiva de la reina se sintieron cómodos y distendidos por primera vez en un mes. Al fin pisaban su propio terreno.

   Los de la comitiva del rey Kisteras no parecían tan relajados. Era obvio que ellos habían hecho un viaje mucho más corto, y hacía muy poco tiempo que todavía tenían el privilegio de avanzar bajo tierra. No obstante, también se percibía cierto alivio de sus filas.

   Individuos de otras razas no habrían encontrado nada interesante allí abajo. Algunos, incluso, habrían sentido claustrofobia. Pocos podían sentirse a gusto en una gruta como esa, salvo la raza a la que pertenecía la comitiva, pues sólo a ellos les había sido dada la toda la inmensidad de espacio bajo la tierra. Sólo ellos encontraban placer en el vientre de Bardha, y sólo ellos sabían admirar la belleza subterránea que en ese momento les rodeaba.
   Su raza había construido bajo tierra. Allí habían descubierto secretos profundos y olvidados, y cámaras repletas de cristales con un brillo superior al del Sol. Habían sufrido las cicatrices que asolaban Bardha como en su propia carne, y llorado con la desaparición de montañas o colinas.
   Ellos eran los goganu, dignos y orgullosos hijos de Bardha, dueños de toda la riqueza bajo el suelo que otros pisan.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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Vaya, esto va rápido. :D
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PRIMERA PARTE

Capítulo 1

   El Palacio Blanco estaba hecho completamente de mármol. El color que desprendía estaba surcado por las impurezas propias de esa roca que, no obstante, le dan toda su belleza. Su estructura vertical era más ancha en la base que en la cima. Su fachada era curva, y estaba ricamente adornada de columnas, pilares, vigas, frontones y una gran variedad de elementos. Era realmente una pieza arquitectónica ostentosa, a la que algunos con malas intenciones calificaban de "monstruo grotesco".
   Serían alrededor de cincuenta los escalones que era necesario ascender para llegar a su puerta, aunque cada uno de ellos no tenía una altura superior a cinco centímetros. Todo él estaba construido en el centro del reino de la montaña puntiaguda, Uyukbarat, es decir, en el corazón de la propia montaña. Hubiera sido de esperar una oscuridad casi impenetrable, pero en su lugar el palacio y toda la ciudad estaban perfectamente iluminadas gracias la ingeniería de la luz, que les permitía sacar el máximo provecho de los rayos que pasaban por unos pequeños orificios practicados en la ladera de la montaña. No obstante esa fuente, la mayor parte de la luz procedía de láminas luminiscentes situadas en las calles y en las fachadas de las casas a modo de farolas.
   Tenso, Washivan cerró su mano sobre su colgante, una hermosa pieza de oro con un diamante en el centro que representaba la imagen de un sol. En ese momento notó que su abuelo se le apoyaba en el brazo mientras jadeaba. El Palacio Blanco no era un lugar cómodo para vivir, y menos para un anciano de más de cien años como Wistum. Había demasiadas escaleras y demasiada distancia de una punta a otra. Washivan había propuesto que se trasladaran a un solo ala del palacio, donde se llevaría todo lo importante, y se vaciara el resto. Pero la reacción de su abuelo había sido tan airada que no volvió a mencionar el tema.
   En aquella posición tenían una vista bastante buena de la ciudad. Justo enfrente estaba el gran foro, donde la multitud se aglomeraba cuando se la llamaba para que el monarca le quería dirigir un discurso desde el balcón principal del palacio. Más allá estaba la calle principal, que seguía recta hasta terminar, muy lejos, en la propia entrada a la montaña. Washivan se lamentó al ponderar la pequeñez de Uyukbarat.

   Respirando con dificultad, su abuelo volvió a estremecerse. Las personas que había a su lado también se estremecieron. Junto a ellos había alrededor de veinte médicos, lo que significaba cuarenta ojos registrando el menor temblor bajo la piel de Wistum. Su anciano abuelo parecía totalmente deformado por la artritis. La cabeza salía formando un ángulo prácticamente de noventa grados con el cuerpo, y sus articulaciones eran grandes e hinchadas. Hacía tiempo que ya no se ocupaba él mismo de su cuerpo, con lo que se había dejado crecer la barba que, ahora, le llegaba por los pies. Wistum miraba pesadamente las dos nuevas comitivas que habían llegado seguramente de muy lejos.
   Era obligado atenderles.
   -¿Quienes son esta vez?-preguntó con un débil siseo Wistum. Su voz débil como la de un pajarito moribundo rompió el corazón a su nieto.
   -Creo que uno de ellos es el rey Kisteras de Elisbarat.
   Lentamente el anciano Wistum tosió mostrando su gran malestar. El nombre de Elisbarat y de su familia real no era de su agrado. Washivan prosiguió.
   -Y creo que la otra es la reina de Muhenbarat.
   Ahora el anciano tosió, sorprendido esta vez. Luego consiguió gruñir enfadado:
   -Podría perdonar los agravios que hemos sufrido de manos de Elisbarat y sus reyes, pero no así los del sur. ¡Sureños! nada menos que de Muhenbarat. Washivan, ¿qué significa esto? ¿Dónde ha ido a parar la grandeza de este reino cuando nuestros enemigos más antiguos se presentan ante nuestra puerta, esperando halagos y regalos antes que hierro y fuego? Y estos que se presentan confiados ante nuestras puertas son sólo una parte. El resto de ellos vagabundea por mi ciudad llenando las calles y los comercios con su inmundicia. Wikusayum el grande no lo habría tolerado.
   Todos los médicos le miraron con preocupación. Su corazón era demasiado débil como para aguantar un ataque de ira. Washivan consiguió tranquilizarle con frases cargadas de la palabra honor. Wistum se calmó, pero no escuchó las hhalagadoras palabras que los senescales de la reina del sur y el rey de Elisbarat le prodigaron. Cuando terminaron de presentarse, Wistum hizo un gesto a su portavoz.
   Orondo era la palabra que mejor describía a Nokembum, demasiado bien alimentado por una mano demasiado vieja y cansada para discutir con él. Dijo con voz aflautada:
   -Reyes extranjeros, su Majestad, el rey Wistum de Uyukbarat, da su consentimiento en que asciendan la escalera de mármol para conferenciar con él... por supuesto, después de las debidas reverencias.

   El rey Kisteras no lo dudó y, al cabo de un segundo, su nariz prácticamente tocaba el sueño blanco. Toda su comitiva le imitó al acto, con mayor o menor voluntad. El portavoz Nokembum estaba visiblemente complacido por la muestra de servilismo, aunque no así el rey Wistum, que miró a los arrodillados con desprecio mientras murmuraba al oído de su nieto:
   -Esta muestra de humildad no compensa para nada los agravios que hemos sufrido de su familia.
   
   -El gesto os halaga -dijo Nokembum a los Elisbaratinos, que recuperaron su verticalidad con alivio. Luego, se dirigió a los de Muhenbarat-. Su Majestad espera.
   Su Majestad, la reina, miraba con expresión desafiante al gordo portavoz, apenas interesada en el doblado rey anfitrión. Las palabras que salieron de su boca quizás no fueron las más oportunas que pronunció en su vida.
   -Decid a Su Majestad que nadie que lleve sangre de Aiubor en sus venas se arrodillará jamás.

   Oyendo esto, Kisteras, a su lado, la miró con asombro mientras murmuraba por lo bajo:
   -¿Qué hacéis? Somos invitados, por lo que debemos acatar.
   Burlonamente, Nokembum se llevó las manos a la cabeza lleno de disgusto en un gesto exageradamente teatral.
   -Has ofendido gravemente a su Majestad, señor de la gloria de Elyamabor. Y tu insensatez es doble, por cuanto el suelo que pisas le pertenece a él. Estás a su merced, mujer. Si él te dice que te arrodilles, te arrodillas y golpeas la cabeza contra el suelo hasta que te sangre la frente.
   Rápidamente los médicos prestaron atención al sonido que emitía el anciano rey Wistum. pese a que pudieran parecer estertores, no era sino una risa desenfadada. Al notar esto, los médicos se calmaron, pero Nokembum se quedó helado. Su rey dijo, esta vez en voz sorprendentemente alta, como si hubiera recuperado parte de su vitalidad:
   -Hacéis bien, Majestad. Y yo no os permitiría ascender si os hubiérais inclinado.
   Al oír estas palabras muchos se sorprendieron. Los primeros fueron los médicos, que no cabían en sí de gozo al comprobar la fortaleza de su paciente. Nokembum se sentía ligeramente estúpido. También lo estaba la propia reina, que había esperado un trato muy diferente por parte del rey de Uyukbarat, cuya antipatía por el sur era casi legendaria. Por su parte, Kisteras alzó la voz lleno de preocupación:
   -Y yo sí me he arrodillado. ¿Significa eso que no puedo acompañaros?

   Dado que Wistum callaba, quien le respondió fue su nieto, Washivan, quien todavía sostenía en parte el peso de la menguada figura de su abuelo.
   -Descuidad, rey Kisteras. No se puede exigir tanto a gente corriente como a quien desciende del esplendor del reino perdido.
   Entonces todos parecieron conformes, aunque en la cabeza de Kisteras los engranajes rugían con una idea: Le había llamado gente corriente. Ligeramente ofendido, emitiendo sólo un quejido por el dolor que le producía su pie derecho, comenzó a avanzar subiendo los escalones. Fue seguido por su comitiva, y por la reina y la suya. Los escalones eran engañosos, pues en su blancura hacían difícil diferenciar cuándo empezaba uno y terminaba otro, cosa que junto con la práctica inutilidad de su pie derecho dificultó enormemente el ascenso a Kisteras.

   Cuando llegaron arriba se encontraron con la maltrecha figura de Wistum, que de cerca era aún más lastimera que en la distancia. Su piel caía en pliegues desagradables tanto cuando sonreía como cuando permanecía serio. Sus ojos, ligeramente blanquecinos, asomaban bulbosos en su rostro. Nuevamente, fue Washivan quien habló:
   -Os alojaréis en el palacio mientras esperamos que vengan los demás reyes. El ama de llaves, la señora Sulk os enseñará vuestras habitaciones -mientras decía esto apuntó con la mirada a una mujer menuda y entrada en años que aguardaba junto al grupo anfitrión-. Pero no podemos dar alojamiento a todos, sólo a los monarcas y a sus más inmediatos auxiliares. Los demás deberéis buscar un techo en cualquier posada de la ciudad.
   Ante esas palabras parte de los séquitos pidió permiso a sus reyes para buscar alojamiento. Entonces, Wistum pareció sorprendido de algo que acababa de notar. Habló al oído en voz muy baja y débil a su nieto, quien seguidamente les transmitió el motivo de la preocupación del rey:
   -¿No os acompañaba un extraño anciano montado en un... lobo? -No estaba seguro de haber entendido correctamente la última palabra.
   Realmente creyó haber dicho una estupidez, pero la reacción de los otros le alivió. La reina fue la que habló:
   -El anciano se ha ausentado. Al parecer quiere se el primero en dar la bienvenida a los demás grupos.
   -¿Más grupos? -murmuró enojado Wistum -¿Cuántos? ¿Os lo ha dicho?
   -Dijo que esperaba la llegada de cuatro más.
   La figura del rey Wistum palideció. Torció la boca como si hubiera probado algo en mal estado y, mientras le daba un ataque de tos, insistió a su nieto para que le ayudara a entrar en el palacio. Nokembum explicó:
   -A su Majestad no le agradan este tipo de visitas. Si quedan cuatro por llegar, contándoles a ustedes dos y a los seis que llegaron esta semana, se habrán reunido aquí los doce señores de los goganu de occidente.
   Olvidando sus propias razones para haber acudido a Uyukbarat, Kisteras preguntó:
   -¿Por qué habrán venido todos ellos?
   -¿No es obvio? -respondió el orondo portavoz-, por lo mismo que vosotros. De algún modo todos os habéis puesto de acuerdo para venir aquí. Sólo celebro que el lugar del encuentro haya sido este, así nuestro anciano rey no ha tenido que sufrir las dificultades de un largo viaje.
   Se acercó el ama de llaves, una mujer pequeña y adusta, con una voz intransigente que parecía más apropiada para un sargento. Ella ofreció a guiarles a sus habitaciones, aunque más bien pareció que ella iba a ir de todos modos y que más les valía acompañarla para enterarse de dónde dormirían. La primera sensación que experimentó la reina de Muhenbarat al atravesar el portal marmóreo fue de enormidad.

   Vacua no era exactamente la palabra, pues el gran volumen estaba perfectamente bien decorado. Ella, que había nacido en el seno de una de las familias goganu más antiguas y grandiosas de Bardha, educada en la más elevada doctrina, no estaba preparada para el espectáculo que se abría ante sus ojos. En el interior, las paredes -también de mármol- estaban cubiertas por enormes tapices que mostraban únicamente paisajes de todo lo que había sido el gigantesco reino de Elyamabor, extinto hacía más de un siglo, y que había tenido su capital en Uyukbarat, y su gobierno en el propio palacio blanco. Los actuales inquilinos del palacio no eran otros que los descendientes en línea directa de la gloriosa dinastía que había dirigido semejante territorio.
   A los techos, plagados de lámparas de extraordinaria luz, que se curvaban en lo alto formando intrincados grabados y entramados, se unían el oro y la plata que abundaban por doquier adornando fabulosas y ciclópeas estatuas de reyes del pasado, que custodiaban el ancho pasillo.
   Zafiros, rubíes y otras piedras preciosas les contemplaban en sus engarces de oro. Mientras avanzaban por pasillos y pasillos de mármol, Nokembum se acercó a la reina de Muhenbarat y le preguntó con aire azorado:
   -Majestad, espero no importunarla con esta pregunta.
   -Adelante.
   -A la hora de presentarles me he encontrado en una extraña situación. Nombré correctamente al rey Kisteras, por supuesto, pero a vos no he podido hacerlo, porque no conozco vuestro nombre. Espero que entendáis lo confuso que me siento.
   -No os sintáis confuso. De donde vengo las reinas no tienen nombre. Yo una vez tuve uno, pero eso ya no tiene importancia.
   Quizás Nokembum quedó aliviado con esas palabras. Pero añadió:
   -Y, en lo referente a mi forma de hablaros hace un momento, en la escalinata, me gustaría que disculpaseis el celo con el que guardo el honor de mi rey. Espero no haberos ofendido gravemente.
   -Pero, señor -dijo la reina-, alguien como vos no puede llegar a ofenderme.
   Ufano, Nokembum sonrió tontamente, sin saber muy bien cómo tomar la respuesta de la reina.
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master ageof

Wind_master

Brillante, Master. Poco a poco se van reuniendo los soberanos goganu, y me intriga sobremanera el asunto que han de tratar.
Por cierto, se te ha escapado una faltilla en la frase "no escuchó las hhalagadoras palabras" ;)

PD: Cuidado con el color.
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master ageof

Khram Cuervo Errante

Sólo se me ocurre una palabra: maravilloso.
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