Noticias:

106, un lugar mágico donde abres un hilo sobre un gorila en un avión y termina convirtiendose en un hilo de critica a los bisexuales.

Menú Principal

Destructivismo Mexicano » Un espacio para el pesimismo...

Iniciado por Lesirg, 16 de Octubre de 2009, 10:35

0 Miembros y 1 Visitante están viendo este tema.

Lesirg


El conejo y el loco.
Zoofilia patológica.



Cómo duele extrañar lo que aún puede verse.

Mi nombre es Mario, y soy poeta; Mediocre, sin título, fracasado, pero poeta al fin y al cabo. Vivo mi vida entre las desoladas praderas junto a una montaña, al lado de un desierto enorme que colinda con la más exhuberante selva a la orilla del mar. Amo mi casa, ya que hay tantas cosas por ver, además de las montañas está, en el desierto, un pequeño volcán apenas más grande que mi casa, y varios géiseres en la playa; el sol brillaba irradiando su luz morada; hacía años que no veía brillar un sol amarillo, desde que murieran mis padres, únicas personas a las que realmente había apreciado en mi vida. Como lo que siembro yo mismo en el patio de la casucha que heredé de mi madre al morir, único legado que recibí de ella junto con sus joyas, sus inservibles joyas.

Siempre, toda la vida, he sido amante de los animales, los adoro. Sin embargo desde que vivo aquí, aprendí a ver a los animales como alimento, ya que nunca fuí lo suficientemente disciplinado para criar siquiera una vaca que me diera leche diario. Así que me dediqué a pescar en el riachuelo cercano o a cazar para poder sobrevivir. Alguna vez cogía una perdiz, una paloma, un ornitorrinco, una avestruz, quizás una ardilla, en una ocasión incluso llegué a cazar un venado que me sirvió, enterrando la carne, para comer un mes. Sin embargo nunca pude cazar un conejo.

Siempre escuché que la carne de conejo era deliciosa, además de nutritiva, así que siempre que veía uno trataba de atraparlo. Nunca me atreví a
tirarles un balazo por que con la escopeta que utilizaba podría destrozarlos por completo, ya que además quería hacerme unos guantes con su piel, por que el invierno era muy frío en esta región de México donde siempre neva, así que mi única opción era atraparlos al vuelo como a las perdices y palomas que encontraba; Siempre que veía uno le arrojaba una manta que utilizaba para inmovilizarlos, sin embargo eran tan rápidos que huían justo en el momento en que iba a lanzar mi improvisada red. Juro que en alguna ocasión ví a más de un conejo volando con alas en las patas traseras.

Siempre me quedé con las ganas de probar la carne de conejo, hasta que un día sucedió algo que trastornó por completo mi forma de ver a estos animales.

Una ocasión en que caminaba por el bosque colindante con mi propiedad, me encontré, agazapado en un arbusto, un hermoso conejito, de color negro. No parecía ser siquiera un animal adulto; seguro era un pequeño gazapo escapado de su madriguera, quizás se había perdido o algún zorro, lobo-pantera o tigre-humano de los que tanto abundan en estos lares, había devorado a su madre y hermanos. Sea cual sea la razón estaba ahí para mi.

Lo tomé en mis manos, era tan pequeño e ingenuo que ni siquiera trató de huir; incluso, una vez que lo tuve entre mis manos se acurrucó en ellas.

Contrario a lo que hacía con las perdices y palomas que lograba atrapar, no lo metí en mi morral. Maquinalmente lo tomé en mis brazos y lo envolví en la manta que usaba para atrapar otras alimañas. El animal se arrulló con mis pasos y se durmió profundamente.

Una vez que llegué a casa deposité al gazapo en una jaulita que uso para conservar a toda alimañana que llevo viva a casa, al menos hasta que preparo el caldo donde he de cocinarlos.

Comencé a preparar la cocina para matar al pequeño animalito. Levanté los cuchillos que yo mismo había forjado y les lavé la sangre de tantos animales que habían servido de alimento. Quité la vajilla de oro que aún conservaba de aquel palacio donde viviera en mi infancia y allané en general la barra donde se había de llevar a cabo la matanza.

Por fin, después de casi una hora de preparativos, algo largo para lo que yo acostumbraba, me dispuse a cegar la vida del conejillo. Lo saqué de la burda jaula de mimbre que ya había comenzado a roer y lo cargué por las orejas.

Me miró con una confianza tan grande y con unos ojos tan vacíos de malicia, que no pude apartar mi mirada de la suya. Tomé el palo con el que había de destrozarle la nuca y lo levanté sobre mi cabeza. No estoy seguro de cuanto tiempo me mantuve en esa posición. Mis ojos se clavaron en los del conejo, y no podía despegarlos de ahí, era casi como si tuviera una conversación íntima con el animal. Después de un buen rato dejé el palo en la mesa y regresé al conejo a la jaula de los manjares. Había llegado a la conclusión de que era demasiado flaco y pequeño para comérmelo. Amén de tener muy poca piel para mis guantes.

Decidí engordarlo un poco para poder disfrutar de un buen platillo y unos guantes amplios y tibios.

Lo conservé en la jaula con algunas hierbas que recogí del bosque y un tazoncillo de agua q tomé de un charco del patio. Ese día comí un poco de carne de ballena que había pescado hacía ya un par de años.

Esa noche, a pesar de ser pleno verano, nevó. Cayó esa fría espesa y negra nieve que suele caer en esta parte del mundo. Me encontraba tiritando de frío con apenas una manta de franela encima la misma que usaba para atrapar animales. Así que me levanté y fuí por una cobija, la única q tenía aparte de mi manta de franela.

Pasé frente a la jaula de mimbre donde dormía el conejito, y noté q estaba tiritando de frío. Pensé que si lo dejaba sin nada q lo cubriera moriría, lo cual frustraría mis planes de una suculenta comida y unos guantes hermosos.

Tomé la frazada de terciopelo morado, con mis armas bordadas en plata y oro, que estaba guardada en el armario, y sin siquiera pensar en ello la doblé y la metí a la jaula de mimbre donde reposaba tiritando de frío el pequeño conejo. Yo sólo me puse una playera extra y me cubrí más con la mantita de franela, entre cuyos pliegues había todavía una pluma de papagayo, animal que había atrapado hacía un par de días en la selva que colinda con mi propiedad.

Al día siguiente, después de pasar la noche más fría y horrenda de mi vida, entre una fortísima ventisca y oscuras ráfagas de viento q rompieron más de un cristal, desperté de malísimo humor. El sol ya calentaba y había derretido casi todos los rastros de la negra nieve de mi patio. Abrí la jaula de mimbre del conejo y le arrebaté la cobija, haciéndole dar un vuelco en el aire, obviamente el conejo despertó, y me miró directo a los ojos como interrogándome el por que de mi brusquedad. Sentí como se había enojado, puedo jurar q se sentía un reproche en sus ojos, y bajé la mirada.

Lo dejé en la jaula de mimbre y le rellené el tazón de agua.

Ya más tranquilo salí a la pequeña parcela de tierra donde cultivaba para comer. Ésta daba hacia el lado del desierto, por lo que siempre se metían serpientes a guarecerse entre las plantas. Así que atrapé algunas cuantas y las desollé para comerlas.

Comencé a trabajar en la parcela y recogí algo de trigo, alfalfa, algo de flor de calabaza, maíz, cebada patatas y algunas frutas como piñas, cerezas, naranjas zapotes y kiwis.

Recogí, además, algunas malas hierbas para hacer engordar al pequeño y negro conejo; después de todo, mientras más grande y gordo mayor sería mi festín.

Al entrar a la casa, el conejo, que estaba entretenido mordisqueando las fibras de mimbre de su jaula, dió un respingo y volteó a verme, se paró sobre sus patitas traseras y comenzó a rascar la jaula. Traté de ignorarlo pero él llamba mi atención con todo lo que podía. Así que me acerqué a el y vacié algunas hierbas para q se entretuviera masticando algo.

Herví la cebada, cociné las flores de calabaza, partí las frutas, horneé un poco de pan y me puse algo de lechuga y alfalfa en un plato. Cuando me disponía a comer noté que el conejo me miraba con cierto aire socarrón y tierno, y ví que solo tenía un puñado raquítico de hierbas leñosas y medio secas. Tomé la lechuga de mi plato y un puñado de alfalfa, así como algunas frutas y un poco de pan q recién había sacado del horno de piedra que construí hacía ya algunas décadas, y lo metí en su jaula. No podía ser que el conejo creciera tanto como yo lo necesitaba si tan solo lo alimentaba con algunas cuantas hierbas raquíticas.

Comí el resto de mi comida, las serpientes que había capturado en la mañana y me fuí a dormir, no sin antes echarle una ojeada al conejo, ya casi podía saborearlo.

Esa noche no fué tan fría, pero aún así le eché el edredón encima, ya que me convenía que no consumiera calorías soportando el frío, y yo pude dormir tranquilamente con tan sólo la manta de franela. Cosa rara es que el conejo, contrario a la costumbre de los de su especie, no razgó la tela del cobertor. Parecía que la cuidaba como si temiera dañarla.

Así pasaron varias semanas, entre el trabajo en las mañanas y mis paseos por la tarde. Siempre que llegaba a casa el pequeño conejo saltaba como si estuviera emocionado. Yo, como soy por naturaleza raro, decidí ponerle nombre a mi comida. En realidad no me quebré mucho la cabeza, desde esa tarde el conejo se llamaría Gazapo.

Siguieron pasando las semanas, y el conejo crecía a un ritmo acelerado. Cada vez se ponía mas regordete, largo y hermoso, su piel brillaba como la seda y yo me deleitaba acariciándolo como si ya tuviera puestos los guantes que me habrían de cubrir del frío. Él, en su ingenuidad, se acurrucaba entre mis manos o en mis piernas y se dejaba hacer.

En ocasiones me miraba con tanta ternura que yo no lo soportaba y bajaba los ojos o lo desviaba a otra parte. Me daba algo de remordimiento pensar que habría de devorarlo.

Un día en que el sol alumbraba de lleno la habitación inundando con su luz, que había cambiado de morada a azul en el transcurso de algunos días, mi franela, desperté sobresaltado por que Gazapo había escapado de su jaula y brincó hacia mi cama para acurrucarse junto a mi.

Yo me asusté y pegué un grito tremendo, tan grande que incluso un trozo de la montaña se desprendió y el pequeño volcán que había en medio del desierto comenzó a lanzar fumarolas. Hacía ya años que no veía activo ese volcán, y me llamó mucho la atención que, contrario a la costumbre ancestral de dicho volcán, lanzó una fumarola blanca y suave en lugar de una nube de ceniza caliente y áspera. Pero volviendo al punto, Gazapo se había acurrucado junto a mi almohada, poniendo su cara junto a la mía y mirándome con aire burlón, pero muy tierno.

Mi primera reacción fué soltar un golpe directo al animal, pero sus ojos me amedrentaron, me dominaron, entraron en mi alma como entra la poesía por los oídos. Así que clavé mi mirada en la suya, posé mi mano en el colchón y bajé la mirada. Dejé q durmiera junto a mi un par de horas más. ¡Fué tan lindo verlo dormir!. Era la primera vez que veía a Gazapo como algo más que un alimento y un lindo par de guantes.

Al levantarme, no sin antes tapar a Gazapo, noté que su jaula de mimbre, pues la jaula había pasado a ser totalmente suya, estaba totalmente roída, y decidí que debía hacerle una jaula nueva.

Tomé algo de alambre de la bodega y algunas hierbas del jardín, e hice una jaula color rojo con verde, que no me gustó del todo. Probé con distintos materiales y ninguno satisfacía mi interés. Hasta que descubrí que lo que no cuadraba en las jaulas que había hecho era el color. Necesitaba algo color amarillo para poder tener a Gazapo en una jaula amarilla. Después de todo soy muy tranquilo, y si hay algo que me moleste es el cambio. No estaba dispuesto a soportar una jaula de otro color en mi casa donde desde antes de cristo había yo tenido una jaula de mimbre COLOR AMARILLO.

Busqué como desesperado en toda la casa por algo que fuera del color deseado. Ni los hierros de la ventanas, ni las patas de las sillas. Nada. Pude haber tejido una nueva cesta de mimbre, pero sabía que Gazapo terminaría mordisqueándola de nuevo.

Así fuí a dar a la cocina, donde hallé la vajilla de oro que en otros tiempos usara yo en mi palacio, allá en Sumeria. El metal parecía nuevo y era un color amarillo tan intenso que no lo dudé un segundo. Corrí con las piezas doradas, de valor incalculable, y las llevé hacia la fragua que tenía yo a algunos pasos de la casa. Fundí, estiré, martillé y doblé el oro hasta hacer una jaula de oro puro, igual a la de mimbre donde Gazapo viviera todo este tiempo, pero Diez veces más grande. Sin embargo aún faltaba algo. Corrí hacia mi habitación donde tenía guardadas las joyas, las inútiles joyas que una vez mi madre usara en su cuello. Arranqué las piedras preciosas y con ellas hice un marco en una placa de oro, donde escribí el nombre de Gazapo. Era estrictamente necesario poner la placa con el nombre para evitar confusiones. O al menos así lo pensé yo en ese momento.

En la jaula había puesto, además, una enorme rueda para q corriera, una caja, también de oro, para que durmiera dentro. Y cubría todas las noches su jaula con el cobertor bordado.

A fin de cuentas, ya que iba a devorarlo debía al menos evitar q se enfermara, no podría yo comer un Conejo Tísico o vestir mis manos con unos guantes de piel de conejo sarnoso. Gazapo amaba su jaula nueva, retozaba en ella y corría en su rueda todo el día. Pero no había espacio suficiente para que ejercitara las alas de sus aptas traseras.

Pasó un poco más de tiempo, y noté que Gazapo no crecía lo suficiente. Había tratado de todo, desde aliemntarlo con simples hierbas, alfalfa, carne de vívora, incluso llegué a compartir la carne de un canguro que encontré vagando un día cerca a la costa. Pero nada. El pobre no crecía como debiera haberlo hecho un conejo de su edad, y eso frustraba mis planes alimenticios.

Como último recurso probé darle a comer papel. Para mi sorpresa comenzó no sólo a embarnecer, si no a volverse más hermoso aún de lo que ya era, Sus ojos se volvieron más brillantes, su piel más sedosa y creció tanto que tuve q agrandar la jaula en más de una ocasión. Sin embargo, cabe aclarar, que no era papel solo lo que comía. Después de varias semanas de prueba y error, noté que era el papel con tinta lo que le hacía crecer más. Y más aún cuando la tinta iba en palabras. Y más aún si las palabras iban en verso. Y lo que más nutritivo resultaba para Gazapo, eran los versos de amor.

Así, cada día, antes de servirle su alimento a Gazapo, escribía un par de sonetos o redondillas amorosas a modo de suplemento vitamínico. Gazapo los comía con gran entusiasmo, y se notaba en su socarrona y tierna mirada que disfrutaba el sabor de la tinta sobre el papel, acomodada en tan armoniosas letras.

Así, entre poemas, trabajo matinal, paseos vespertinos y caricias a Gazapo por la noche se me fué el tiempo. Los versos que con tanto cariño escribía para Gazapo lo habían hecho robustecer. Pensé que sería mejor para su salud que paseara a ratos por la casa y por el jardín.

Al principio lo hice con un poco de miedo de que Gazapo huyera hacia el bosque de donde lo había traído, pero bien pronto se tranquilizaron mis ímpetus, por que rara vez se alejaba más de tres pasos de donde yo me encontrara.

Esto me chocaba un poco al principio, pero era lindo tener compañía, yo, que había vivido tantos siglos en soledad, apartado de los hombres, pisando con mis pies desnudos la cabeza de las más venenosas serpientes y sometiendo a las más asquerosas alimañas con solo mi mirada, estaba siendo domesticado por Gazapo, un simple conejo que algún día había de servirme de alimento.

En alguna ocasión, durante mis paseos vespertinos, Gazapo me acompañaba a dos pasos de distancia frente a mi. Cuando de repente, entre la maleza apareció otro conejo; Era grande, robusto, fuerte, con la piel bellísima, casi tanto como la de mi querido y sabroso Gazapo. Mi conejo se acercó hacia él y lo olfateó, parecía que nunca había conocido a otro de sus semejantes. El conejo, que era de un color blanco purísimo, que contrastaba enorme y hermosamente con el negro color del pelaje de Gazapo, parecía invitarle a jugar, sin embargo, Gazapo se negó a alejarse más de tres pasos de
mi, y nunca me perdía de vista.

Así despues de un rato de estira y afloje, corrió a refugiarse a mis brazos. En ese momento el sol, que había ya cambiado su tonalidad de morado a azul, cambió una vez más a un tono anaranjado-verdoso. e iluminó más los paisajes que rodeaban mi propiedad. El conejo blanco echó a volar con las alas que tenía en sus patas traseras, las cuales eran robustas y gandes, con bellas plumas blancas y tornasoladas.

Volví a casa con Gazapo en brazos, y me sentí como hacía siglos no me sentía. Un poco feliz, o dicho más propiamente, menos triste que de costumbre. Revisé sus patas traseras y descubrí que las alas que Gazapo tenía eran demasiado débiles y pequeñas, ya que nunca las había utilizado.

Pronto llegó el otoño y en el ambiente se sentía el frío del invierno venidero. Iba a ser uno de los más crudos que hubiera vivido hasta ese momento.


Un par de días antes de que comenzara la preparación de la masacre, volvió a caer una nevada terrible. Yo tiritaba de frío. Decidí cambiar el cobertor por la frazada, para no morir de hipotermia. Así que fuí a la jaula de Gazapo y retiré el cobertor. Sin embargo hacía tanto frío que aún con el cobertor no bastaba, y Gazapo, con sólo la manta para cubrirse de la nieve negra que siempre caía en esta parte de la nación, tiritaba como nunca. Pensé una vez más que no podría usar su piel y su carne si lo dejaba morir de frío. También razoné, cosa que hago muy de vez en cuando, que si no usaba yo el cobertor podría morir de frío. Tomé una decisión salomónica, y me cubrí con la manta y el cobertor bordado, dejando la jaula dorada completamente desprotejida y a la intemperie, con riesgo de que todo ser viviente que se refugiara en ella muriera congelado en tan sólo unos minutos. Esa noche Gazapo durmió en mi cama conmigo.

Así fué durante al menos una semana entera. Despertar junto a Gazapo y abrazar su felpudo y suave cuerpo. Diario tenía que recordarme que era mi próximo alimento y que sería mi nuevo par de guantes para no encariñarme con esa bolita de pelos. Al día siguiente el sol se había vuelto amarillo casi por completo, a excepción de algunos tonos rojizos que aún se dejaban adivinar entre sus rayos.

Después de algunos días de sentir esa indescriptible alegría que me causaba tanto miedo, decidí que era el momento de hacer mis guantes.

Le di a Gazapo su última cena, consistente en lechuga, alfalfa, kiwi, manzanas y cerezas, y claro, uno de los poemas con más sentimiento que había yo escrito hasta ese día, escrito en un trozo de pergamino antiguo y con letras capitales con miniaturas, aunque con simple tinta negra. El poema rezaba algo así:

Llegó el otoño, mi otoño
y se cubrió de un frío velo
el alma mía
que otrora levantara el vuelo.

Te irás, por que debes irte
y te extrañaré, por que te amo
Moriré por seguirte
pero te seguiré en vano.

Eres la luz de mis ojos
el sol que me alumbra
el frío de mi noche
el aire que me desnuda.

Te quiero como nunca creí
que pudiera querer a alguien
y odio no poderte olvidar
y quererte con toda mi sangre.

Te ofrezco mi furia, te ofrezco mi amor
te ofrezco mi vida y mi corazón

acepta mi ofrenda
estos versos de amor
y guarda mis cartas
que escribí con pasión.

en fin, guarda mi recuerdo,
como yo guardo el tuyo
que si un día lo pierdo
moriré de seguro.


La parte de la cena que más disfrutó fué el pequeño poema. No era ni por mucho mi mejor poema, pero era aquel en el que más sentimiento había puesto.

Así, después de haberle dado su última cena, lo arrullé más que lo tomé entre mis brazos, lo acerqué al mismo lugar donde hacía unos meses había intentado matarlo por vez primera y me dispuse a asesinar a Gazapo. Una vez más lo tomé por las orejas y lo miré una vez más directo a los ojos, una vez más lo sostuve por las orejas y una vez más levanté el palo por encima de mi cabeza. Pero esta vez no encontré pretexto alguno para no matarlo. Era un conejo rollizo, grande, con carnes que lucían deliciosas, su piel era abundante y sedosa, y alcanzaba para hacer incluso dos pares de guantes. Sin embargo al ver sus ojos, una vez más tuve que bajar la mirada.

No podía seguirme engañando. Amaba a ese conejo, Gazapo se había convertido en mi mejor amigo, mi unico compañero, aquél ser con quien compartiría de ahora en adelante lo que sea que el destino me deparase. O al menos eso creía yo.

Los días transcurrían entre un sol hermoso, de tintes amarillos blancuzcos, un sol hermoso, tanto como no había visto en siglos. Gazapo y yo creábamos lazos cada vez más unidos, y yo lo quería cada día más. Pero había algo que no dejaba de inquietarme. Sus alas eran demasiado pequeñas y débiles.

Pensé que no podría ser un conejo completo y feliz si no desarrollaba sus alas al máximo, si no le permitía volar y remontarse hacia el cielo que había recuperado su tono azul.

Traté muchos métodos, entre ellos arrojarlo desde el sofá, el armario, la azotea, masajear sus alas, pero con esto solo lograba que Gazapo se incomodara y me mirara con esos ojos tan lindos que yo no podía soportar.

Lo último que se me ocurrió fué que tratara con los de su especie, pero él se negaba rotundamente, no quería alejarse de mi. Y aunque disfrutaba mucho con su compañía, me frustraba ver como echaba a perder sus capacidades naturales sacrificándolas por mi.

Una vez, ya cansado de lidiar con la culpa de su malformación, lo eché de casa.

Fué algo terrible.

Abrí la puerta y le indiqué que saliera. Se negó.

Traté de engañarlo dejándole comida fuera de la casa. Y siempre volvía, hacía un esfuerzo supremo y brincaba contra los vidrios d emi ventana hasta que los quebraba y entraba de nuevo.

Hasta que ya, harto de la situación, tomé un montón de piedras y se las arrojé, lo herí en una pata y huyó cojeando y aterrorizado. Aún me parece ver su mirada tan tierna y triste, como preguntando que cosa había hecho mal para que yo reaccionara así. Pero ¿como explicarle que lo mejor para él era vivir sin mí?.

Desde entonces la jaula donde viviera Gazapo ha quedado vacía, el cobertor dentro de la jaula, y no me atrevo a tocarlo aún en las noches más frías del invierno. Algunas veces veo que Gazapo, ya con sus alas totalmente desarrolladas, se pasea volando o saltando por las inmediaciones de mi jardín, y le ofrezco alguna fruta o un verso nuevo que escribiera para alimentarlo. Pero él se niega, y me mira con esa feroz mirada que me hace bajar los ojos, extiende sus alas y vuela hacia el confín del oscuro cielo iluminado por el sol que, desde que saqué a Gazapo de mi vida, volvió a emitir su triste y monótona luz morada.

Incluso mi jardín ya no da frutos tan hermosos, y el volcań volvió a emitir fumarolas negras. Lloro cada noche y mi vida noha vuelto a ser igual

Un día se acercó a mi casa un zorro, muy hermoso, elegante, lindo, y se dejó cargar por mi. Yo, cansado ya de llorar, aunque con los ojos anegados en lágrimas, decidí adoptarlo como hiciera con Gazapo. Sin embargo cada que cargo al zorro, el cual no tiene nombre aún, siento el vacío de mi conejo en los brazos. Y nunca, nunca he podido escribir un solo verso para alimentarlo, me limito a darle de comer unas cuantas hojas que arranco de un libro de poesía desvencijado y que nunca me gustó.

Debo admitir que gracias al zorro, mi sol se volvió un poco azulado, aunque nunca perdió su aire triste, y sus caricias a veces me son odiosas. Pero no quiero, no debo cometer el mismo error que cometí con Gazapo, así que tendré q aguantar lo que sea que venga, mientras miro a través de la ventana, con una lágrima en los ojos, a mi amadísimo Gazapo, cuyas alas cada vez se vuelven más hermosas. Alguna que otra vez, al mirarlo retozar en el jardín o en la pradera, un rayo de luz blanca ilumina mi rostro y el suyo, pero al fijar mi mirada en la suya y descubrir ese rencor bien merecido, mi sol se apaga y vuelvo a casa con la cabeza baja a destruir un poco de lo que aún me queda de vida, ya sea ahogándome en alcohol o azotándome contra una pared, o quizás simplemente releyendo los poemas que aún escribo en honor de mi amado Gazapo. Y aún con todo, debo agradecer a mi zorro que me haya dado una razón para no ahogarme en el mar como lo hiciera hace algunos cuantos milenios la gran poetisa Alfonsina Storni.



Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.



Espero dsifruten este pequeño cuento con ilustración de mi hermanito Lú, que me ayudarón mucho con Muxis.


D.R. © 2009. Todos los derechos reservados Mexico Legal ®

Lesirg

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.


Dedicadad para esa personita ^^.



El Funeral


Mariana se encontraba en un estado muy agitado. Después de todo, el tener la casa llena de tanta gente siempre estresa a cualquiera, y más aún cuando todos están llorando desconsoladamente.

La noche anterior, la madre de Mariana, Alejandra, murió en un accidente doméstico: a medianoche se levantó de su cama, y aún soñolienta, y quizás algo ebria, resbaló golpeándose la cabeza y dejando los sesos embarrados por el piso de la sala.

La casa entera se consternó, la criada, Mercedes, lloró como un auténtica Magdalena, para cualquier persona que no supiera algo acerca de la situación doméstica hubiera pensado que Mercedes no odiaba a la patrona. Alexa, la hija mayor, gritó y se desmayó, pues nunca fué tan fuerte como su padre o como Mariana misma. Cuando Andrés, el señor de la casa llegó a la casa, encontró un cuadro francamente patético, tanto que, si no hubiera llegado con más de una copa encima, seguro lo habría hecho llorar. Mercedes se mesaba los cabellos frente al cuerpo de su "amadísima" patrona. Alexa se había desmayado junto al cadáver y el charco de sangre había llegado a mojarle la cara. Mientras, Mariana, trazaba figuritas con la sangre de su madre embarrándola en el suelo con los dedos; una sonrisa tétrica crispaba sus labios.

Ahora, durante el funeral, Mariana se paseaba entre los asistentes, portando uno de sus vestidos más hermosos. Guardaba en su vestimenta un estricto luto, pero en su cara podía adivinarse cierta expresión de tranquilo fastidio que pudo haberse tomado por insolencia si no fuera ella la hija de la difunta.


Después de rezar unos cuantos rosarios y haber tenido que pasar la humillación de ver llorar a su padre y su hermana, se aburrió y salió a pasear por el jardín, jugando con una varita entre los dedos como acostumbraba hacer. Para sus 17 años era una niña bastante infantil. Su frente amplia, denotaba una inteligencia enorme, sus ojos amplios y hermosos a veces adoptaban una expresión tan maligna que hacía retroceder a su mismo padre, y a veces tan tierna que nadie podía negarse a acceder a sus deseos. Sus espesas y bien delineadas cejas hacían perfecta armonía con sus labios gruesos y su sedoso cabello color azabache. Era una mujercita hermosa, aunque algo tétrica, en la escuela la llamaban Creepy mary, en referencia a cierto personaje de una serie de televisión muy vista por los muchachos.

Ella se encontraba sentada en una banca de piedra en su jardín, cuando vió llegar a un muchacho que tenía una cajetilla de cigarrillos en la mano y un encendedor en la otra. Desde que lo vió no pudo apartar su mirada de él. El muchacho en cuestión se llamaba Eduardo, era alto, bien parecido y algo ausente del mundo que lo rodeaba, emanaba de su ropa un delicioso aroma, mezcla de ralph laurent y marihuana. A todas luces un muchacho muy sano. Las profundas ojeras que marcaban sus ojos cafés denotaban que era amante de las parrandas, como lo reafirmaba la pequeña anforilla llena de una deliciosa y muy fina mezcla de tequila ron y whiskey que sobresalía del bolsillo de su saco.

El muchacho fué presentado ante nuestra heroína como Eduardo, su primo político, al cual nunca en la vida había visto. Inmediatamente quedó prendada de él y de su belleza. Siguió a Eduardo a todas partes y lo veía con unos ojos tan seductores que era imposible mantenerse al margen.

Después de haber intercambiado las frases de rigor, Mariana comenzó a coquetearle de una forma tan atrevida que Eduardo, todo un experto en las artes amatorias, se sintió sobrepasado. Así, alrededor de las ocho de la noche, subieron ambos al cuarto de ella sin que nadie lo notara, hasta unos minutos después que desde la sala se oían los desgarradores y penetrantes gritos de dolor que daba Mariana. Seguro la muerte de su madre le había afectado mucho.

Finalmente bajaron, cada quien por su lado, pretextando miles de cosas para ocultar su pequeño pecado, y algunos litros de perfume para ocultar el aroma del amor.

Al fin se llevó a cabo el entierro, en un cementerio cercano a Tultitlán, bajo una copiosa lluvia. Mientras Mercedes, Andrés y Alexa lloraban a moco tendido frente a la recién tapada tumba de Alejandra Mariana volteaba al cielo y sonreía sintendo caer sobre su carra las gordas gotas de lluvia. Era uno de sus más grandes placeres, sentir el frío y el agua respalar por su piel.

Después de haber estado un par de horas frente a la tumba de su madre, Mariana volvió la vista par buscar a Eduardo, y descubrió con horror que se había ido.

Hábilmente preguntó por el a sus familiares para evitar levantar sospechas, y se enteró de que iba a estar poco tiempo en la ciudad.

Durante algunos días Mariana se la pasó en cama, apenas y probó alimento y durmió aún menos de lo que normalmente acostumbraba. A nadie se le hzo raro, ya que además de nunca prestarle atención a la pobre Mariana, cualquier aleteración en su conducta, si es que alguien la notaba, podrían achacarla a la muerte de su Madre.

Las ojeras habían dejado profundas marcas en su rostro, y su cabello había perdido su extravagante brillo. Sus tersas mejillas lucían igual de pálidas que siempre, pero más hundidas. El recuerdo de su amado Eduardo, aquel delicioso incesto, rondaba su cabeza día y noche y no conseguía apartarla.

Hasta que diez días después del entierro de Alejandra, Mariana tuvo un sueño. ¿Qué es lo que soñó? No sabríamos decirlo, pero seguro fué algo sublime y hermoso, ya que operó un cambio radical en ella. Sus ojos recuperaron el brillo y su semblante se cubrió de cierto halo de belleza y macabra alegría que la hizo parecer aún más hermosa que antes, con todo y sus mejillas hundidas.

Aquella noche se encerró en su cuarto, con un frasco de clonazepam que pertenecía a Alexa, medicina que le habían recetado para que pudiera conciliar el sueño, y justo a las dos de la mañana, se drigió al cuarto de su hermana, que ya había caído profundamente dormida. Vació todo el contenido del frasco en el vaso de jugo que se encontraba sobre el buró de su hermana. Y salió con sumo cuidado.

Una vez afuera corrió a la cocina, y tiró todos los platos que había en la barra, inmeiatamente toda la casa se despertó y bajaron corriendo, cuando vieron a Mariana entre la vajilla rota. Andrés apenas se do cuenta de lo ocurrido por que, como siempre, estaba algo borracho, y Alexa, como siempre, rompió a llorar.

Mariana pidió disculpas y se regresó a su cuarto. Todos en la casa Volvieron a sus camas y Mariana no durmió hasta que escuchó que su hermana ponía de nuevo el vaso de jugo sobre su buró.

Dos días después Mariana se encontraba nuevamente atormentada, y estuvo a punto de llorar. Frente a la Tumba de su hermana, que, a los ojos de todos, se habá suicidado con una sobredosis de Clonazepam, Mariana miraba hacia el suelo, con el corazón oprimido, y unas ojeras aún más profundas que antes. Sus manos temblaban y se clavaba las uñas en los antebrazos hasta hacerse sangre. Constantemente volteaba hacia todos lados, y su mirada estaba tan desencajada que todos creían que perdería la razón de un momento a otro. Cuando por fin echaron la última paletada de tierra sobre el féretro de su hermana, un profundo sollozo salió de su pecho y dió la media vuelta, solo para que sus ojos se encontraran con los de Eduardo. En ese instante toda su tristeza se disipó por completo, sus ojosbrillaron y adoptaron ese mismo aire coqueto y voluptuoso de siempre.

Su plan había sido todo un éxito, el asesinato de su hermana la pudo reunir de nuevo con su amado Eduardo.



D.R. © 2009. Todos los derechos reservados Mexico Legal ®

Últimos mensajes

¿Qué manga estás leyendo? de M.Rajoy
[Hoy a las 11:54]


Gran Guía de los Usuarios de 106 de M.Rajoy
[Ayer a las 07:20]


Adivina la película de M.Rajoy
[Ayer a las 07:04]


Felicidades de M.Rajoy
[15 de Abril de 2024, 13:54]


Marvel Cinematic Universe de M.Rajoy
[15 de Abril de 2024, 08:52]