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Memorias de sangre y savia (I). RAÍZ y CORAZÓN. Epílogo.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 09 de Mayo de 2008, 12:51

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Khram Cuervo Errante

Mi nombre en sí es un enigma.

Nadie que lo haya escuchado alguna vez queda ya con vida; o estarán lejos de este mundo, los dioses sabrán... o no; o quizá, simplemente, hayan querido olvidarlo. Y no los culpo por ello. Shan'dru sabe que no los culpo...

Ya no queda nadie aquí, ninguno de los que amé o me amaron. Ni siquiera aquellos a los que odié o me odiaron. Hace mucho tiempo que ya no soy uno de ellos. Hace tiempo que observo, desde este frío pedestal de piedra, como el mundo ha cambiado. Vi la caída de los antiguos dioses y vi ascender a los nuevos, llenos de gloria, para volver a verlos descender, cargados de ignominia e infamia. He visto las maravillas del viejo mundo, y he visto las delicias del nuevo. He vivido y he muerto en uno y en otro. Y los he visto morir a ambos, deshechos en sus pedazos, destrozados, muertos, yermos..

Quise el poder y lo tuve, se me concedió bendición tras bendición. Y ¡oh, bendita! Vaya que lo utilicé... y quiero creer que bien. Pero como siempre, la responsabilidad me pesa, una maldición oscura entre el brillo de las bendiciones que se derramaron sobre mí, para que yo las derramara sobre los demás. Pero sólo soy un hombre, un ser imperfecto. Y creí que podría llevar la bendición allí donde se la necesitara y jamás dudé en ponerme en camino para hacerlo. Pero sólo los dioses pueden estar allí donde son necesarios porque son Los que Oyen, Los que Ven. Yo sólo podía estar en un lugar a la vez... y nunca donde realmente hacía falta.

He causado dolor. He sido origen de pena y pesar. He sido fin de alegrías y fortuna. Pero también he causado bien y he llevado felicidad en mi corazón para los demás. Alfa y omega. En mis manos, han tomado forma el fin del comienzo y el comienzo del fin. Una forma terrible, falta de piedad, inmisericorde. Una forma bella, seductora, atractiva. Hiel y vino, miel y agrazones. Soy el que estuvo y el único que estará cuando todo acabe, pues esa es mi dura condena. Permaneceré aquí, inmutable, mientras todo a mi alrededor cambia, avanza, muere y renace de nuevo. Aquí quedaré, impertérrito ante hombres y elementos, inmóvil en mi postura, sin pestañear jamás. Incluso el consuelo de las lágrimas se me ha negado. Nunca mas sentiré el calor de una mano humana en mi cuerpo, ni tampoco el frío tacto de los dedos de la muerte.

Fui filidh y daoi. Fui derwydd y anciano. Fui niño y padre, hija y madre. Acólito y prior, guerrero y general. Escudero, alquimista y mago. Herrero, rey y porquero. He sido nada y he sido todo, viviendo mil vidas y muriendo mill muertes. ¿Tan grande fue mi pecado, oh Madre, como para no merecer el descanso que guardas a tus hijos? ¿No soy digno de reunirme con todos tus amados, oyendo tu voz durante la eternidad insondable? Yo te serví bien, te entregué mi vida, mis pasos, mi juventud y mi madurez. Te entregué mi fuerza y mi debilidad. Te entregué mi alma y mi cuerpo. Te entregué lo único que tenía: a mí mismo.

Sí, grande es mi culpa Gran Madre. Tu decisión, largo tiempo tomada, es irrevocable. Sólo te pido, Dama Verde, que cuando este mundo acabe y todo pase, te acuerdes del más grande, perverso, fiel y amantísimo de todos tus siervos. Y una vez cumplido mi castigo, llévame a tu seno, bendita diosa.

¿Mi nombre? Mi nombre en sí es un enigma. Pero una vez, antes de recibir los dones que tan mal utilicé, las bendiciones con las que causé más desgracia que bien, tuve un nombre. Yo fui Khram. Khram Cuervo Errante Corazón de Piedra.

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Khram Cuervo Errante

#1
- Papá, papá, ¡mira! ¡Ha venido un bardo! ¡Un bardo serpiente!

Corriendo por las tierras del Cuervo, cuando era apenas un chiquillo, llamaba a mi padre, uno de los jefes guerreros de un jovencísimo Gwyram Ala Negra (que Shan'dru tenga en su banquete eterno).

Mi padre se llamaba Ragnar. Se había casado con una hermosísima mujer, con el pelo del color del bronce bruñido, y grandes y francos ojos negros. Ragnar solía decir que de su boca salía la música de los mismísimos ancestros cuando se reía, pero también su ira y su furia cuando se enfadaba. Para mi padre, Frella, mi madre, era muchísimo más hermosa que las gráciles ondinas o que cualquier elfa que hubiera visto en el cercano Bosque de Plata. Para mi padre, Frella era un regalo de los ancestros y hasta de los propios dioses. Ella lo fue todo para él.

Yo no tengo recuerdos de este ser celestial que siempre me dijeron que fue mi madre. Ella murió nada más nacer yo, cuando apenas tenía una luna de edad. Cuando dio a luz, contrajo una extrañísima enfermedad que los druidas del Lobo no pudieron curar. Mi padre me culpaba en a mí en última instancia, pero en su corazón me quería. O yo sabía que me quería. Como jefe guerrero, no había disfrutado de su compañía durante mucho tiempo cuando fui un bebé. Un jovencísimo Ala Negra empezaba a mandar en mi clan, y Gunthar "el oso" aún no había ganado el thing que le convirtió en el gran caudillo que aún hoy recuerdan los mydonitas con amargura. Y Ragnar fue llamado a combatir a la rata invasora. Algunos años faltaban aún para la gran batalla de Gurthrak por el control de la marca de Brunak, pero esos amanerados hijos de un gusano ya empezaban a internarse en la ahora próspera tierra.

Así, pasé los primeros años de mi vida bajo la tutela de una pariente de mi madre que, por el aspecto que tenía, no debía de parecerse en nada a ella.

No digo que fuese una mala mujer, sino más bien al contrario; me crió como a uno de sus hijos. Aquella rolliza mujer de rostro sonrosado me colmó de todo el cariño que podía dar, que no era poco. También había criado a tres de mis hermanos mayores, cuando mi madre había ido a guerrear hombro con hombro junto a mi padre. Sus hazañas como guerreros no son muchas, pero Gwyram siempre les recordó como un furioso torbellino incapaz de detenerse una vez que empuñaban un hacha o blandían una espada.

Aquella matrona, que a su vez había sido madre de cinco hijos, todos ya guerreros, me amamantó con leche de urga, la hembra de los fabulosos perros de guerra que crían nuestros primos del clan Lobo. Me enseñó a caminar con seguridad en el escabroso terreno y a mantenerme erguido sobre un caballo, a tan temprana edad, que muchos podrían haber dicho que había nacido montado a caballo. Con tan sólo tres años sabía dominar mi montura como un guerrero más y podía bajarme de él sin detener su avance, sin sufrir daño alguno en la caída. Antes de cambiar los dientes de leche, ya sabía manejar la espada, el arco y el hacha, y no sólo para cazar. Había derrotado a niños más mayores que yo con espadas de madera y, por aquel entonces, yo no veía el momento de empuñar una de metal y matar. Porque a los bortai, desde pequeños, se nos enseña que la vida es un camino de sangre y muerte en el que la vida no es más que el instante que se nos ha concedido para dejar nuestra huella en los que aquí quedan.

La mujer, devota sirviente de la Gran Madre, me enseñó a creer en la divina Shan'dru, a darle gracias por sus dones y a respetar a todas sus criaturas. Me contaba historias de los ancestros a la par que me enseñaba a ser un bortai hecho y derecho, conocedor de nuestras costumbres y tradiciones. Me habló de los trece clanes: serpiente, alcaudón, albatros, nutria, caimán, caballo, oso, halcón, erizo, lobo, cuervo, zorro y mangosta. Me contó cómo nacieron de los cuatro clanes primitivos y me contó cuáles eran los poderes que los tótems nos conferían. Me hizo mi primer tatuaje, el que me identificaba con miembro del cuervo: un ave negra, en vuelo, con las alas abiertas a la altura de los ojos, volando majestuosa en busca del conocimiento, sin dejar de luchar jamás. O eso me dijo ella.

Y fue cuando recibí mi primera marca como guerrero cuando vi regresar a mi padre del campo de batalla, gravemente herido. Por mucho cuidado que puso mi matrona en evitar que lo viera, yo, pequeño y escurridizo como una anguila me escurrí de su férrea guardia y me encontré a junto a dos de mis hermanos mayores, mirando las lastimosas parihuelas en las que la enorme figura de mi padre venía postrada. Vi su negra melena, apelmazada en mechones manchados de sangre. Sus brazos, vigorosos y enérgicos, con la impresionante musculatura del veterano de guerra, colgaban inertes a ambos lados de la camilla. Mis hermanos, ciegos de ira, comenzaron a gritar con fuertes exclamaciones de rabia y frustración. Uno de ellos, el más joven, derramaba lágrimas de impotencia y apretaba los puños hasta dejar blancos sus nudillos. Pero yo no. Yo no derramé ni una sola lágrima. Yo fui tras mi padre y la comitiva que lo transportaba. Alguien intentó sujetarme, no sé quién fue... sólo recuerdo que me revolví entre sus manos y le di un mordisco en los dedos que me agarraban y me soltó inmediatamente. Corrí para ponerme a la altura de mi padre y con una de mis manos así una de sus grandes zarpas de oso, ensangrentadas y encallecidas. Caminé con orgullo a su lado, henchido de orgullo por ser el hijo de tan gran guerrero. Los porteadores llevaron el improvisado lecho a la tienda de uno de los druidas, cerca de donde nos encontrábamos.

Allí permaneció Ragnar, yaciente, durante cinco días antes de volver a despertarse. Los cinco días los pasé a la entrada de la yurta del sanador, durmiendo al raso cuando la rabia me dejaba, y rezándole a la diosa el resto del tiempo, para que nos devolviera el espíritu de mi padre, que todavía no le había llegado el día de ir a su lado, para sentarse en el banquete eterno de su gloria. Mis hermanos venían a traerme comida, que rechazaba porque no tenía hambre. Quisieron llevarme a nuestra yurta con ellos, pero para mí no existía el frío de la estepa en esos momentos. Escuchaba los leves gemidos de mi padre, provenientes del interior de la tienda. Aún inconsciente, rebullía, intranquilo, sin encontrar el tan merecido y necesario descanso que precisaba para su recuperación. Y durante cuatro días casi perdí la esperanza de volver a ver a mi padre a mi lado, cuidando de mí y de mis hermanos, volviendo exultante de alguna batalla, con aquella risa que era como un trueno en medio del fragor de la tormenta y el relámpago brillando en sus ojos alegres. Cuando al quinto día despertó de su trance, el curandero salió a avisarme de que ya podía entrar. Sin perder un solo instante, me adentré en la yurta, que olía a flores secas, a hierbas trituradas y a cosas algo menos agradables. Allí vi a mi padre, tendido en el duro suelo, sobre y cubierto por unas pocas pieles de oso raídas y viejas. Me acerqué lentamente a él mientras me sonrió, casi tranquilizadoramente y me tendió una de aquellas manazas suyas. Creo que pensaba que lloraría al verlo allí postrado y quiso ofrecerme el único consuelo que podía darme en aquel momento. Por eso, cuando le saludé a la manera del guerrero, asiendo como pude su gran antebrazo, con una de mis manitas, el cerró la suya alrededor del mío y pude contemplar por primera vez el orgullo que le hacía sentir a mi padre. Jamás, mientras Shan'dru me lo permita, olvidaré aquella mirada.

Hacía ya dos años de aquello, y yo contaba con unos ocho, cuando llegó el bardo a las tierras de nuestro clan. Mi padre y mi matrona me habían hablado de estos hombres y guardianes de las tradiciones y costumbres de Bort. No en vano, los mejores bardos de nuestro pueblo son originarios del clan de la Serpiente, uno de los cuatro clanes originales con que los ancestros bendijeron a nuestra gente. Mi matrona me había comentado que la visita de un bardo era un gran honor, puesto que es extremadamente extraño que visiten algún asentamiento o, incluso, que salgan de sus propias tierras

Toda una nube de chiquillos ansiosos revoloteaba alrededor del bardo, que acariciaba sus cabecitas mientras le gritaban. El bardo sonreía y les decía dulces palabras mientras caminaba lentamente, como se esperaba de él hacia la tienda de Gwyram Ala Negra. Al oír el jaleo, los gritos y el jolgorio, nuestro caudillo ya había salido de su yurta y, como también se esperaba de él, se dirigía hacia el bardo, para evitar que el anciano caminara más de lo necesario. Más adelante, cuando estuviera atardeciendo, Ala Negra montaría su tienda alrededor del anciano, para que los ancestros, que se decía guardaban al clan Serpiente, porque se comunicaban con ellos, no estuvieran molestos y nos perjudicaran. Aquella noche, se encendería una gran hoguera, habría un gran festín con carne de jabalí y de venado recién cazados y se cantaría y se bebería mucho y a los niños nos permitirían acostarnos tarde, porque los bardos eran sabios y venían a regalarnos toda su sabiduría, para que no anduviéramos sin guía en la dura estepa.

Yo no corrí alrededor del bardo, como aquellos chiquillos vocingleros y estúpidos. No. Yo ya era un hombrecito y tenía que hacer valer mi honor de hombre. Me quedé muy quieto, junto a mi matrona y mi padre, con los brazos cruzados imitando el mismo gesto que mi padre, sólo que a mí me salió un mohín de disgusto donde mi padre tenía una mueca feroz.

Esperaba que aquella noche, el bardo nos contara alguna historia fascinante de guerreros valientes o aguerridos líderes, o de la ascensión de los dioses y sus guerras por el dominio de la tierra y la gente. Me encantaban tales relatos y cuando daba rienda suelta a mi imaginación, todas las gestas, todas las personas, tomaban forma ante mí. Rugan y Korgath luchaban ante mis ojos, Shan'dru daba forma al mundo y Malak se hundía en su infierno. Qué grandes eran aquellas historias. Entonces nunca habría pensado que participaría en muchas de ellas...

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Khram Cuervo Errante

#2
Aquella noche, el joven Ala Negra recibió al bardo Serpiente con todos los honores que, según las costumbres de las tribus, había de recibir el visitante. Había que ofrecerle la hospitalidad del clan, protección y comodidad, además de todo lo que pidiera... hasta donde fuera razonable por supuesto. Al parecer, hacía muchísimo tiempo que no aparecía ningún bardo por las tierras del Cuervo, y aquella era una ocasión que, según me dijo mi padre, podría no volver a ver en la vida.

Se le ofreció comida y alojamiento y el bardo pasó toda la tarde descansando del larguísimo viaje que había hecho. Esto no hizo más que aumentar el nerviosismo de las gentes del clan. Unos comentaban por un lado que ojalá contara la historia de Klereth. Otros, que ojalá relatara la historia de los clanes. Otros, que nos volviera a contar el origen del Clan Cuervo, pues había muchos jóvenes que debían conocerlo, porque se estaba olvidando.

Pero yo no quería oír ninguna de esas historias. Yo quería oír una historia nueva, algo que nunca hubiera escuchado de los labios de nadie y que nadie me hubiera contado de una manera u otra. Estaba hasta dispuesto a oír historias de fuera de Bort. Bort era el mundo para mí por aquel entonces. Incluso el clan Cuervo era grande para un renacuajo como yo. Pero en mi interior ya sentía que el mundo, fuera de la seguridad del círculo de yurtas de mi clan, era mucho más grande que el pequeño reducto donde se aposentaban nuestras tiendas cada noche.

A mi cortísima edad, ya había oído hablar de Mydon, el país del Imperio. Ellos causaron las graves heridas que aquella vez había traído mi padre. Mydon es una vastísima extensión de tierras sembrada por edificios de piedra, encalados de distintos colores dependiendo de quien habite en ellos. Es un asfixiante nido de ratas sin honor, cuyo pasatiempo favorito es la traición. Varios emperadores mydonitas han sido depuestos antes de tiempo por sus propios familiares, con algún que otro contratiempo. Y por lo que yo sabía entonces, la familia imperial no era la única en la que acontecían estas cosas, sino en todas. Sólo que ellos, en lugar de llamarse "familias" se llaman "casas", como si el apego a aquellos horribles recintos apartados del aire libre fuese suficiente para mantener su linaje a lo largo de los siglos. Bien saben ya que, mientras exista un bortai, sus "casas" estarán siempre en peligro. Esas babosas cubiertas de apestoso perfume y sedas no respetan ni a sus propios hijos a la hora de conseguir lo único que anhelan: el poder. Son ricos, todos y cada uno de ellos y el más pequeño de todo el reino maneja más oro que el que un bortai verá en toda su vida, aunque sea de lejos. Sus hombres, en lugar de luchar honrosamente, dando la cara y con el filo de un hacha o una espada en la mano, frente a frente, prefieren luchar con el engaño, la adulación, la traición y el embaucamiento. No hay ni uno solo de entre estas ratas emperifolladas y pagadas de sí mismas que merezca ser salvado de las llamas del mismísimo infierno. Claro que, según los rumores que corren acerca de ellos, a algunos nada les gustaría más que reunirse con su oscuro señor en el averno superior. No tienen guerreros, sino soldados, que, a pesar de las brillantes y relucientes armaduras, y de los flamantes uniformes, ni son libres ni tienen disciplina ninguna. Puede que, nosotros, los bárbaros como ellos nos llaman, no seamos disciplinados, pero ante el grito de alarma de nuestros vigías formamos un frente de batalla tan apretado, que son contadas las ocasiones en que las famosas legiones mydonitas hayan conseguido atravesar nuestras líneas. Cuando el ejército de Bort se reúne al completo, los garañones del clan Caballo y los urgos del clan Lobo forman dos alas independientes. Son tan fieros estos animales que he visto falanges enteras retroceder ante el trapaleo de los cascos de nuestros caballos, que pelean incluso sin jinetes, o el pavoroso sonido del aullido de los perros de guerra de nuestros primos del Lobo.

Sus primos entrovinos no son mucho mejores que ellos. Mi clan siempre ha vivido bajo la sombra del gran reino de Entrovia. Entrovia no es un reino tan grande como Mydon, pero tiene mejor disposición al mundo que ese hatajo de alimañas. Hay quien cuenta que Entrovia no ha existido jamás, que no es más que una floja alianza entre renegados de otros países, exiliados de sus naciones, donde eran perseguidos, para formar una extraña amalgama de culturas que viven en un precario equilibrio. Hay en Entrovia kiltasis, mydonitas, shyrmis e, incluso en algunas partes, existen bortais. Son pocos, muy pocos los que viven o vivirán en el país vecino, puesto que no soportamos los espacios cerrados más allá de nuestras cálidas yurtas o una taberna provista de una buena cerveza. Espacio en el que, si podemos llevarnos la cerveza (y el barril, la carne, el queso y hasta la tabernera), tampoco permanecemos mucho tiempo. La principal baza de Entrovia está en sus, en apariencia, inagotables minas de diamante. Largo tiempo han codiciado los mydonitas esta riqueza sin límites. Una riqueza de la que los entrovinos no están dispuestos a deshacerse pero por la que sí están dispuestos a matarse entre sí. No son pocas las ocasiones en las que los propios entrovinos han luchado contra sus hermanos en guerras civiles por hacerse con ese poder, peleando contra los que lo detentaban en un momento dado.

No ocurre así con los kiltasis, gente pacífica (o no) entregada al estudio y la meditación (o no). Sirocitria-kiltasi es dos veces tan grande como Mydon y ocupa un vastísimo territorio que linda con Bort, Mydon y Entrovia a la vez, puesto que el país es el resultado de la unión de las dos naciones que lleva por nombre. Los kiltasis tienen un sentido exacerbado de la fe, alcanzando cotas insospechadas. No en vano, se le llama a Sirocitria el país de los sacerdotes. Su fe está volcada sobre la luminosa Brishna, la de la Bella Luz. La Blanca Diosa es la patrona de los sirocitrios y auspicia todos sus pasos. Asimismo, Rugan, su hijo, el de la Armadura Brillante, constituye la facción guerrera de los kiltasis. Los ruganitas suponen un trato sectario con todo y con todos. Son extremistas y xenófobos. Justo la contrapartida de los brishnitas, que son benévolos (no confundir con idiotas) por naturaleza. El dios de la Divina Justicia vela por el cumplimiento de las leyes de Brishna y a su vez, impone las suyas propias. El fervor religioso de los fieles de Rugan es inconmensurable, tanto, que llega a ser peligroso para ellos mismos. No sólo Rugan cuenta con paladines sagrados, a los que llaman shun'karith, los siervos de la justicia, sino que también los tiene su bendita madre. Los ksatriyas o "altos paladines" sujetan el ardor de sus hermanos ruganitas y bendicen los sitios por los que pasan curando enfermos, aliviando a los afligidos. Los brishnitas toleran casi cualquier cosa con paciencia, intentando iluminar los aminos de los demás y llevando paz, actitud que, en muchas ocasiones, les cuesta la vida. Los ruganitas en cambio, utilizarán inquisidores, torturadores y guerreros para extirpar el mal, incluso aunque tengan que imponerse por la sangre y el fuego, actitud que, en muchas ocasiones... les cuesta la vida. No es que no sean diestros y bravos guerreros, o que sean cobardes. En absoluto. Los shun'karith y los ksatriyas son enemigos formidables y bien entrenados que manejan sus armas con terrible eficacia. El problema radica en que los primeros tardan demasiado en desenvainar y sólo lo harán cuando comprenden que el peligro para su vida (y la de los demás) es extremo, cosa que ocurre a menudo cuando ya tienen una hoja entre sus costillas; los segundos desenvainarán demasiado pronto, actuarán con precipitación y tenderán a desobedecer a sus lideres, imbuidos de un sentimiento de fe tan profundo, tan íntimo, que, en su éxtasis, los convierte en auténticas máquinas inconscientes, olvidándose así de su propia seguridad, acabando empalados en las armas o tretas de sus oponentes. Y es que los ruganitas consideran oponente a cualquiera que no siga sus dictados y normas. Sin embargo, hay dos tipos a los que tanto brishnitas como ruganitas odian en lo más hondo de su ser: los magos y los seguidores de los dioses oscuros. Si bien con los magos los brishnitas pueden considerar útiles a los estudiosos de la escuela de hechicería (los magos de los elementos), los ruganitas perseguirán a estos seguidores de las "artes oscuras" allí donde vayan sin hacer distinción alguna. Pero a los seguidores de Malak y Korgath, tanto unos como otros, los detestan a muerte. No son pocas las batallas que se han librado entre los shun'karith de Rugan y los temibles y crueles sarkul'has de Korgath. Hace años que los sarkul'has ocupan el ducado de Valsol, ante la oposición de los shun'karith que habitan en Rivanegra, donde tienen establecido su mayor tempo en Entrovia, la Abadía de la Sagrada y Prístina Sangre de Rugan.

Pero no son solo humanos los que habitan esta tierra nuestra, tan hostil. Existen además elfos, enanos y draks. Por aquel entonces, yo apenas conocía algo de los draks, que vivían en las ciénagas que rodeaban las tierras de mi clan. Estos seres humanoides son como lagartos que hubieran descubierto algún tipo de ritual prohibido para asemejarse a los hombres. Son extremadamente fuertes, siendo aquellos drak conocidos como tanques, los más fuertes entre ellos. Esta "élite" constituye la guardia personal de su matriarca, a la que llaman reina. Poco más se sabe de estas extrañas criaturas, pues son hurañas y huidizas, con un carácter muy reservado. Y apenas se los ve para luchar con los elfos, sus ancestrales enemigos.

De los elfos se decía que eran los más hermosos de todos los seres, altos, esbeltos, como esculpidos en frío mármol. Son escurridizos y sólo si ellos quieren, pueden dejarse ver saltando de rama en rama o corriendo como cervatillos entre las frondas del Bosque de Planta.

Los enanos se ven aún menos que los elfos, siempre escondidos en sus salones de roca viva, de los que solo salen para suministrar al clan Erizo el metal con el que nos hacen las armas que consiguen que un hombre de Bort valga por tres hombres corrientes.

Pensaba en todas estas cosas mientras miraba con ansia a la entrada de la yurta que se había montado alrededor del bardo, esperando que saliera y nos contara aquello que había decidido compartir con nuestro clan.

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Khram Cuervo Errante

Estaba aburrido, sin saber qué hacer, simplemente mirando pasar las nubes. Había tirado piedras a las ardillas, había molestado a las hormigas, había tirado moscas a las telas de araña, e incluso había ido a pescar. Pero no me había entretenido mucho en ello. En mi cabeza sólo había lugar para el evento de esa noche. Así que me había sentado a aguardar debajo de la sombra de un roble. La tensión me estaba matando; ¿qué querría contarnos el bardo? Desde mi posición veía al anciano, charlar animadamente con Ala Negra.

Cansado de esperar, y como me estaba quedando dormido, decidí zascandilear un poco por ahí. Y, con lo curioso que era a esa edad, lo único que se me ocurrió en ese momento, fue acercarme a la yurta de Gwyram para poder escuchar lo que decían. Si no iba a haber historia hasta la noche, al menos podría saber lo que se contaban. Ambos parecían muy serios y de alguna manera, parecían discutir. Aquello aumentó aún más la intriga que sentía. Poniendo en práctica todo lo que mi matrona me había enseñado, me acerqué a la tienda poco a poco, haciendo menos ruido que un gato al pasar sobre la tierra blanda. Me encogí todo lo que pude, intentando pasar desapercibido, para que nadie que me viera rondar por allí pudiera preguntarme acerca de lo que estaba haciendo, ni nadie fuera capaz de verme. Obviamente, no lo conseguía, porque todos los que pasaban a mi lado me saludaban, riéndose, como si estuviera jugando.

Yo no jugaba. Para mí, en mi infantil inocencia, estaba emulando a los grandes guerreros de mi tribu, a mi padre, al caudillo de mi clan. No era un juego. Era mi primera gran misión y yo ya era un gran guerrero de renombre. Mi padre estaría orgulloso de mí y Ala Negra me felicitaría. Bueno, no... Ala Negra no.

Tenía que oír lo que estaban diciendo. Así que me esmeré más en pasar desapercibido. Decidí recostarme contra uno de los postes traseros que sujetaban la urdimbre y la piel que resguardaban al anciano y al guerrero, como si durmiera. Cerré los ojos y abrí los oídos, intentando escuchar algo de lo que se decía en el interior. Prestando toda mi atención, a sus palabras, escuché la cascada voz del anciano bardo y el poderoso trueno del caudillo de mi clan. El primero estaba tranquilo. El segundo transpiraba nerviosismo en sus palabras.

- ... de modo que es así como están las cosas, ¿no es así, Hakan?

- Pues sí, así es, joven líder. Es la voluntad de los ancestros que este personaje esté por aquí –
dijo el anciano con solemnidad.

- ¿Y qué querría de nosotros? Los bortai no le interesamos a nadie, más que a Mydon, y todos sabemos por qué: son idiotas.

- Yo no subestimaría a los mydonitas. En el pasado nos han retado y han luchado bien. Y no tengo que recordarte que, a veces, incluso nos han derrotado.

- Ya, ya... Aún así, no comprendo por qué los ancestros han tenido a bien bendecirnos con tan gran honor.

-¿Acaso los ancestros tienen que darte cuenta a ti, mortal, de lo que hacen o dejan de hacer con la tierra a la que protegen?
– la voz del anciano bardo sonaba irritada.

- ¿Acaso tengo que darte yo cuenta a ti, anciano, de lo que hago o dejo de hacer? Escúchame bien: sólo rindo cuentas ante los jueces mangosta o los mismísimos ancestros... así que no me sermonees. Creo que soy libre de ir y hacer lo que me venga en gana.

- Se dice que ya no eres tan libre, que te has sometido... Se dice que has abrazado otra fe...

- ¡Bah!
– replicó desdeñoso Ala Negra. – Si prestas oídos a todo lo que se cuenta en Bort, me habríais dicho que los nutrias cagan oro. Por lo visto están forrando con él sus nuevos barcos. Me gustaría comprobar si flotan – rió el hombretón.

- Creo que el oro de los nutrias es lo que menos debería importarte en este momento, Gwyram.

- Eso es cierto... si de verdad forran los barcos con ese oro, el problema lo tienen ellos.

- Tú tienes problemas más serios en las lindes de tus tierras.

- ¿Un problema?
– tronó la potente voz del líder. – Tú no sabes lo que es un problema. Tengo la sombra de Entrovia sobre mi cuello a cada día, cuando me despierto huelo la peste de los draks que quieren salir de sus ciénagas y por si eso fuera poco, los caballos y los zorros quieren darme por el culo. ¿Qué me importa a mí lo que haga o deje de hacer un viejo chiflado? Si quiere levantar una casucha en el lindero de mis tierras, ¿a mí qué? Como si quiere hacer un agujero en el suelo y esconderse en él para toda la eternidad. No nos molesta. Ni a mí ni a los míos.

- Creo que no sabes lo que dices –
replicó, con ánimo de apaciguar el humor del guerrero, el bardo. – Todo eso que me cuentas no será más que polvo en los caminos comparado con lo que se te viene encima.

- ¿Y qué daño puede hacernos ese vejestorio chiflado? Según tú, le han exiliado por loco, despojado de toda su fuerza.

- Harías bien en escuchar mis advertencias. Nunca te fíes de ese tipo de hombres. Aún sin estar en la plenitud de su poder, creo que ese "vejestorio chiflado" –
remedó Hakan – puede causarte más de un dolor de cabeza. Y entonces desearás que de verdad los caballos te hayan dado por culo.

- Creo que deberías abandonar tu desazón. Hay un mago elfo, un tal Narcam, Ulyk creo que se llama, que nos ha prestado su ayuda en alguna ocasión. Y nadie en los clanes alzó una sola voz para quejarse.

- Esto es distinto. Los elfos del Bosque de Plata son amigos de los bortai y llegan, hacen lo que tengan que hacer y se van. Este anciano se quedará. Y será mucho tiempo el que se quede.

- Entonces que lo haga. Que yo sepa, no ha cometido ningún mal.

- ¿Y por qué crees que le han expulsado de su país? Aún tendrán razón quienes dicen que te estás volviendo descuidado...
– el proyectil dio en el blanco.

- ¡Ja! ¡Qué sabrán ellos! Ni ese mulo de Dutar ni ese perrillo de Ulban me tienen en cuenta. Pero ya se darán cuenta de que no estoy tan acabado. Además, si por blando fuera, Ulban es más blando que yo. Se sienta bajo el coño de la virreina a lamerle el polvo de las botas, y quién sabe qué más, por un poco más de grano y unas miserables hierbas... ¡Grano, Hakan! El zorro ha perdido sus dientes o ha olvidado cómo se caza.

- Ese zorro es astuto... y está haciendo más que tú por los bortai.

- ¡Y una mierda! ¿Cuánto tiempo hace que no ves un drak merodeando ansioso por recuperar las ciénagas que atesoráis tú y los tuyos en tus tierras? ¿Cuánto que no hay noticias de movimientos de su reina y esos tanques suyos? ¿Y quién te crees que los mantiene a raya?

- Lo sé, Gwyram. Pero aún así, te pido que lo tengas en cuenta.

- No te preocupes
– concedió finalmente el caudillo, resoplando de mala gana. No convenía perder el favor de los ancestros. – Haré que lo vigilen. Pero no pienso tomar cartas a menos que haya un peligro real.

Si en ese momento hubiera sabido de quién hablaban, me habría echado a reír en sus caras, como si una hormiga se riera de la ridícula trompa de un elefante. Pero para mí solo existían las dos últimas palabras de mi líder: peligro real. Aquellas dos palabras me habían llenado de terror. Me puse a temblar incontrolablemente, con el estómago encogido ante la perspectiva del peligro. Me había repetido a mí mismo que aquello no era un juego, que era un ejercicio de guerra real; pero ahora me daba cuenta que nunca llegaría a ser más que un juego, una tontería. Una tontería que me había acarreado un gran disgusto. Me arrepentí inmediatamente de haber escuchado aquella conversación.

Me arrepentí como digo porque con el miedo que tenía encima, intenté echar a correr. Pero una de mis piernas había decidido que no estaba bien eso de hacerse el dormido sin estarlo de verdad, y decidió dormirse por su propia cuenta. Como resultado, en lugar de echar a correr hacia delante, me caí hacia atrás, sacudiendo patéticamente los brazos, ahogando un grito para evitar que me descubrieran. Hecho un ovillo, rodando como una roca torpona y fofa y echando abajo uno de los postes de la tienda, atravesé por debajo las pieles de la cobertura de la yurta. Los dos hombres, que habían estado tensos en extremo, pegaron un respingo, levantándose ambos de las pieles que les servían para asentarse como por ensalmo, con velocidad felina, algo que era difícil de creer en un anciano de aquella edad y en un hombre de la envergadura de mi jefe.

El anciano enseguida echó a reír estentóreamente, con la carcajada limpia de los abuelos, esa risotada afable y franca, congestionándose. Gwyram también se congestionó. Primero se puso rojo, luego azul. Las venas de su cuello y su frente palpitaban al frenético ritmo de su asustado corazón.

Me puse en pie como pude, pidiendo perdón a los dos hombres, avergonzado. Pero eso no le bastó a mi caudillo que tuvo a bien enseñarme una lección de cómo caminar que mi trasero recordó durante mucho, mucho tiempo. Me saco de su tienda con un único puntapié que me hizo volar una nada despreciable distancia y me hizo caer de bruces en el suelo. No sé si fue eso, o mis infructuosos intentos de volar, braceando inútilmente en el aire, pero el anciano rió aún con más fuerza si cabía, teniendo incluso que llevarse los brazos al estómago, que parecía amenazar con salírsele del cuerpo si no lo sujetaba.

- ¡Y ay de ti si vuelvo a pillarte dentro de mi tienda sin haber sido invitado! – y tapó la entrada con una gruesa piel de ciervo.

Me levanté herido en mi orgullo, frotándome las posaderas. Y creía haberme librado ya de la vergüenza cuando se acercó una niña, algo mayor que yo.

- Mira que eres tonto – la mocosa no tenía pelos en la lengua – no sabes ni caminar, como un bebé.

- Sí que sé, loba
– sus tatuajes demostraban que pertenecía a tal clan.

- Si supieras, no habrías rodado dentro de la tienda de Ala Negra.

- ¿Y qué? Además, no sé que haces tú aquí, loba. Este no es tu clan.

- He venido con mi padre y mis hermanos, Erika y Lothar. Me llamo Drawen.


Dirigiéndole una furibunda mirada me alejé de ella. ¡Será descarada! Echándome en cara lo que hacía o dejaba de hacer... ¡en mi propio clan! Si entonces hubiera sabido tantas cosas...

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Khram Cuervo Errante

Me enfadé tanto con aquella mocosa que volví a mi tienda hecho una furia, refunfuñando y barbotando los insultos más originales que conocía a mi edad. Y os aseguro que no eran ni pocos ni suaves los improperios que iba desparramando por todo el camino. Estaba tan herido que decidí que no salir de la yurta en toda la tarde sería una gran idea. Pero nunca fui partidario de permanecer mucho tiempo parado sin dedicarme a nada y mi mente, siempre activa, no me dejaba de atormentar con los desafortunados acontecimientos de aquella tarde, a los que no dejaba de dar vueltas.

Y la verdad, lo que más me dolía no era el trasero, ni haber entrado de aquella manera tan poco digna en la yurta del líder de clan, sino los ojos de aquella mocosa que me había mirado con tanto desprecio como si hubiera sido un mydonita leproso. "Como un bebé". Tenía aquellas tres palabras grabadas a fuego en mi mente. Cuando más deseaba haber demostrado que era un hombre hecho y derecho, un meritorio guerrero del Cuervo, había cometido un error estúpido y una niña de otro clan se había reído de mi.

Cansado de autocompadecerme, agarré una fisga, y me encaminé al río, decidido a coger algunas truchas. Las truchas en salazón siempre han sido mis favoritas, y hacía tiempo que no las comía. Así que me propuse pescar unas cuantas, para poder salarlas y después, comerlas. Desechando casi por completo los torpes pensamientos, corrí con la fisga en la mano hasta la orilla del río que cruzaba nuestro asentamiento. Me quité las botas y me metí hasta las rodillas en las gélidas aguas del Río Ancho.

Me quedé parado intentando acostumbrarme a la sensación de frío del agua corriendo alrededor de mis piernas, mientras me concentraba para fundirme con el río, como me habían enseñado a pescar. Tomé una posición alerta y me quedé bien quieto, permitiendo que los peces y demás criaturas del río se acostumbraran a mi presencia. El agua corría entre mis pies y movía las finas y largas algas fluviales, que me hacían cosquillas entre los dedos de los pies. Cerré los ojos y acompasé mi respiración para hacerla más acorde al flujo de las aguas. Abrí mis sentidos, dejando que el sonido del agua empapara mis oídos, haciéndose más y más claro, hasta oír el más ligero movimiento en el lecho del río. Oía pequeños moluscos moverse entre la tierra y a los insectos deslizarse por la superficie de las claras aguas del Río Ancho. Oía las tencas nadar con rapidez y cómo, tras mi brusca intromisión en sus vidas, los seres acuáticos recuperaban su monotonía habitual. Oía cómo las truchas se iban confiando más y más, acercándose con cautela a mis piernas, inmóviles, quietas, fijas. A no tardar, tuve varias truchas dándome pequeños mordiscos en la desnuda piel. Musité una plegaria silenciosa a la Madre y hundí la fisga.

No había sido uno de mis mejores ataques, pero saqué una trucha de un tamaño decente, que decidí dejar para una cena en lugar de salarla. Tras mi pequeña agitación, el río había vuelto a sumirse en el caos y tendría que volver a repetir toda la operación. Pero no me importaba. Hasta que oscureciera, y el bardo comenzara su relato, aún quedaban unas horas, así que disfrutaría de la jornada de pesca, aunque no fuera mucho lo que me quedaba por disfrutar.

Con pasos lentos y medidos, intentando agitar lo menos posible las ya encabritadas aguas del remanso, volví a adoptar una posición de ataque, con la fisga levantada sobre mi hombro derecho, la rodilla izquierda ligeramente flexionada y la mano izquierda extendida, para mantenerme en equilibrio. Cerré de nuevo los ojos y abrí el oído, dejándome cautivar por las palabras de la Madre, escuchando sus susurros en las aguas y en los árboles.

Y oí. Entrelazadas entre el sonido de la tranquila corriente del Río Ancho, en las hojas y ramas de los sauces y robles que rodeaban aquel meandro, en las briznas de hierba que se rozaban entre sí en las márgenes. "Ven, ven conmigo" parecía decir la voz, una voz femenina, de extraordinaria belleza. "Ven". Agucé el oído, esperando escuchar algo más. "Ven conmigo". Había un deseo extraordinario en aquella voz, un impulso como no había oído jamás. "Acércate". Las palabras transmitían una soledad inconmensurable, insondable, una añoranza que dolía en lo más hondo del corazón, como si se hubiera perdido lo más preciado que se tenía en el mundo. "Estoy aquí". Me invadió una gran tristeza, como si una pena guardada durante milenios me hubiera alcanzado de lleno. "Ven, yo soy tu Madre. Acércate." Mi primer impulso fue el de abrir los ojos y echar a correr. Mi madre, la mujer a la que mi padre tanto amaba... quería conocerla. Quería que me abrazara, ver aquellos ojos de los que tanto me había hablado mi padre. "Ven". Y los abrí.

Y lo que vi, me asustó. Ante mí se alzaba un enorme can, con el pelo erizado, calado hasta el pellejo, con la lengua fuera, babeando sobre las claras aguas. Olvidándome de mi pesca, de las truchas en salazón y de la voz en el agua, alcé la afilada fisga y la blandí como si fuera un arma. El perrazo soltó un ladrido profundo, que parecía salir de las propias cavernas de Korgath y que olía igual de mal. No retrocedí. Me mantuve allí, impertérrito, tragando saliva, dispuesto a atravesar a aquel animal de parte a parte si me hacía algo. El animal dio un paso adelante y yo me apresté a lanzar la fisga.

- ¡Eh! – la voz sonó tan cercana, que durante mucho tiempo, juré que fue el perro el que había hablado. – ¿Qué haces? Wrolf sólo quiere jugar.

Ante algo que escapaba de aquella manera a mi comprensión, alcé la cabeza para mirar hacia la cruz del perro, que quedaba bastante por encima de mi cabeza y, cuál no fue mi sorpresa al encontrarme a un niño de unos cuatro años que iba subido a la grupa del animal. Un urgo. Un perro de guerra del clan Lobo.

Bajé la fisga lentamente, para no espantar al urgo, y como compensación recibí una pedrada en mi ya maltratado trasero.

- ¡Ay!

- ¡Eh, tú! ¡Deja de maltratar a nuestro urgo!


Era una muchacha ya bastante mayor. Debería tener unos diecisiete o dieciocho años. Ya era una guerrera hecha y derecha, y de su costado derecho colgaba una espada de palmo y medio, muy estrecha, pero que ya contaba con numerosas muescas. Su clan era el del lobo, como demostraban sus tatuajes. Por eso seguramente llevaban aquel animal.

- Tranquila, Erika – dijo el mocoso que montaba al perrazo, – le hemos asustado sin querer.

- ¡Vaya! –
sonó otra voz detrás de la jovencita – ¡Si es el bebé!

- ¿Tú otra vez?


Me indigné. Allí estaba otra vez aquella descarada. Venía sonriendo, con un gesto de autocomplacencia, muy pagada de sí misma, como si hubiera hecho un chiste. No dejé que me humillara. Mantuve la calma.

- Por favor, Lothar, ¿te llamas Lothar? ¿Puedes sacar a tu urgo de aquí? Me gustaría pescar un poco más.

- ¿Estás pescando? ¿Me dejas probar?

- No sé. ¿Sabrás usar la fisga sin hacerte daño?

- Claro que sabré.

- No sé...
– miré a su hermana mayor, Erika. – Perdona, ¿tú crees que lo hará bien?

- Eres muy pequeño, Lothar. Además, padre me dará un buen coscorrón si te pasa algo.

- Vamos, hermanita
– intervino Drawen. – Seguro que lo hace bien, ya sabes cómo es... parece que tiene a la Madre siempre tocando su hombro.

Le alargué la fisga al niño, que bajo de la grupa de Wrolf, que, a modo de saludo, le dio un lametón que casi pareció que fuera a arrancarle la cara y que el niño recibió con una alegre carcajada. Agarró la vara titubeante, tanto, que me dio miedo que se le resbalara y se le cayera al río, perdiéndola en la corriente. Pero la asió firmemente.

Adoptó la misma postura que me había visto poner a mí anteriormente, con los ojos cerrados y el oído alerta. Alzó el arma y movió levemente los labios. Pronto vi arremolinarse a su alrededor varias truchas, de un tamaño considerable, como si hubiera formado parte del paisaje toda su vida. Notó cómo los peces le hacían cosquillas en sus piernecitas y ahogó una risilla que los hubiera espantado, y permaneció en absoluta quietud y silencio, con aquella sonrisa maliciosa en sus labios.

Descargó la fisga una, dos, tres veces. Echó la fisga al agua con la velocidad de un rayo y sacó tres peces, más grandes que el mío, con una risa descontrolada, como sólo pueden hacerlo los niños pequeños. Agitó la vara en su mano, exhultante y se la enseñó a sus dos hermanas, que sonrieron mirándole. Yo estaba alucinado.

- Bravo – logré decir. – Nunca había visto nadie que la manejara con tanta soltura y velocidad – concedí a despecho de mi orgullo.

- Ha sido fácil. Shan'dru me ayuda.

- ¿Cuántas veces te hemos dicho que no blasfemes, Lothar? –
bramó la mayor de sus hermanas – Tú no hablas con la diosa. ¡No eres un druida! ¡Eres un guerrero!

- ¡Pero es verdad! ¡Yo la llamo y me habla!


Erika le cruzó la cara a su hermano con una mano rápida, dándole un golpe tan fuerte, que le tiró al agua. Lothar ni siquiera pestañeó.

- Algún día seré líder, y haré que me pagues cada bofetón. – cuántas veces se arrepentiría de decir esta frase algún día...

Erika se dio la vuelta y dejó allí plantados a sus hermanos. Drawen se apresuró a ayudar a su hermano a levantarse, que me dio la fisga con las truchas y volvió a montar en su urgo, alejándose taciturno de allí y volviendo a murmurar.

- Yo le creo. A mí también me habla. Y también yo hablo con ella. Pero Lothar no puede callarse.

- ¿De verdad hablas con la diosa? Debes considerarte muy afortunada.

- No lo sé. Algún día tendré que decidir si seré guerrera o seguiré los pasos de la Madre. No quiero decepcionar a Erika. Pero si la diosa me llama...


Por su rostro cruzó la sombra de una gran duda, una oscuridad que no debería ensombrecer su rostro. Era demasiado joven para soportar aquella presión y no correspondía a su edad tener tan altas preocupaciones.

Como si aquello pudiera aliviarla, le tendí la fisga con los peces que había cogido su hermano. Ella cogió uno y me sonrió, espantando aquella sombra de su gesto.

- Venga, – me dijo – vamos a asar un par de éstas y merendamos.

Y en aquel momento, mirando el tamaño de los peces de Lothar, me dio un escalofrío.

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Khram Cuervo Errante

Me desperté recostado sobre el tronco de un sauce, a la orilla del río, cuando ya estaba anocheciendo. Los rescoldos de la hoguera de la merienda de aquella tarde aún seguían encendidos. Había pasado un rato agradable con aquella chiquilla del Lobo, aunque en aquel entonces me habría dejado cortar una mano antes de reconocerlo. Mi altanería podía medirse con la de muchos príncipes a pesar de no abultar más que un gusarapo.

Soñoliento y tambaleante, recorrí el camino hacia mi yurta, que ya empezaban a iluminar las teas y las hogueras en las que se habían puesto los espetones a girar. El aroma a madera quemada empezaba a inundar el asentamiento mientras los hombres destripaban y despellejaban venados y jabalíes y las mujeres atizaban los fuegos, ponían las pieles a secar y disponían el cerco donde aquella noche celebraríamos la llegada del bardo.

Restregándome los ojos, llegué hasta mi yurta, donde mi padre me esperaba. Me sonrió, me dio un pequeño pescozón y me dijo que quién me había enseñado a rastrear tan mal como para que hasta el zopenco de Ala Negra me descubriera. Después de relatarle toda la aventura, Ragnar se echó a reír escandalosamente, me acercó el jubón bueno (que mi madre había conseguido durante un saqueo; llevaba bordado un cuervo negro y ciertos trabajos de pasamanería cosidos a los bordes del cuello, el faldón y las mangas) y me puse las botas nuevas, unas suaves botas de piel de ciervo que mi padre había cosido para mí durante su convalecencia. Completaron mi atuendo un pantalón de cuero que había heredado de uno de mis hermanos y unos pequeños brazales de cuero que me había regalado mi matrona. Como buen bortai, me coloqué un arma al cinto. No era más que un cuchillo, si bien es verdad que bastante largo. Hecho este que, dado mi tamaño, la hacía semejar a una espada corta más que a una daga. Y así, llegué al círculo de la celebración hecho todo un veterano de guerra, ufano de llevar un arma a mi costado, acentuando el parecido con mi padre.

Allí ya se encontraban los ancianos, sentados alrededor del bardo, en un puesto privilegiado, junto al sitio que ocuparía Ala Negra. También estaban las mujeres, en el papel de solícitas anfitrionas, disponiendo a todo el mundo que llegaba como debía estar, para que nadie se sintiera ofendido por no estar lo suficientemente cerca del círculo de honor o lo suficientemente lejos como para que Gwyram no se sintiera amenazado.

Vi como a mi alrededor iban pasando enormes fuentes de barro y madera llenas con trozos de carne aún chorreantes, calientes, desprendiendo un aroma que hacía la boca agua. Aquella noche además teníamos distintas variedades de pescado que los nutrias nos habían enviado. Había también frutas del Bosque de Plata, tortas de maíz entrovino, exóticos dulces de Sirocitria y, todo ello, regado con los excelentes vinos saqueados a Mydon y la exquisita cerveza negra bortai, espumosa y espesa.

Mucho se bebió aquella noche, incluso los niños. También se comió mucho. Enormes ruedas de queso de leche de urga, recio y sabroso, jugosos salchichones de jabalí y venado, fragantes y bien curados, chorizos de carnes inimaginables. Y todo ello, alrededor de la fantasmal y bailarina luz las hogueras del asentamiento. Hubo canciones, juegos, competiciones... la gente rió, cantó, bebió y comió, no necesariamente por este orden. Muchos jóvenes abandonaron el círculo para sumirse en la caricia de los susurros y los gemidos apagados, entre los tupidos arbustos de la estepa. No serían pocos los bortai que se engendrarían aquella noche en el clan Cuervo.

Los ancianos, el bardo y nuestro caudillo hablaban entre sí, animadamente. Pero yo me di cuenta que Gwyram no miraba al bardo a la cara. Sólo le hablaba, cortésmente, pero desde la distancia. ¿Tendría algo que ver la discusión que habían mantenido esa tarde? Al clan lo amenazaba algo. El bardo sabía qué, pero Ala Negra no parecía darle la importancia que merecía, o no parecía darse cuenta de la importancia que tenía.

Yo no tenía miedo. Confiaba en Ala Negra. Y si él pensaba que no había razón alguna para temer a lo que quiera que fuera que asustaba tanto al bardo, yo no veía razón alguna para creer lo contrario. Es más, me gustaría ver qué podía hacer tan poderoso ente contra un clan entero plagado de guerreros duros y curtidos armados hasta los dientes. Seguro que sería un espectáculo digno de ver.

Las risas y las chanzas llegaron a su punto más álgido, lanzando a la noche toda la algarabía de un clan satisfecho y contento con su vida, añorante de la guerra que, a no mucho tardar, acabaría por desatarse en las fronteras. Los amigos batían las mandíbulas en sonoras carcajadas, las parejas se hacían arrumacos, y los niños corríamos por doquier... éramos niños.

Y por fin se levantó el bardo de su sitio. Los huesecillos que llevaba anudados en sus larguísimas trenzas, que según se decía, jamás se cortaban los de su clase, claquetearon al alzarse de las pieles en las que reposaba. Se apoyó en un larguísimo y nudoso cayado, y cerró los párpados, mostrando unos intrincadísimos tatuajes. Inspiró profundamente y, con un majestuoso gesto, hizo silenciar a toda la asamblea, que instantes antes jaleaba y gritaba.

- Hombres y mujeres de Bort – tronó su voz, que no ya no tenía el cascado deje que había oído aquella tarde, sino el poderoso y potente bramido de las olas en los acantilados, – ancianos y jóvenes. Escuchad hoy mi voz, que os traigo la sabiduría de los ancestros y las palabras de los que murieron.

"Y una vez acabada la fórmula os diré que hoy no será así. Hoy os traigo la sabiduría del presente, los hechos que afrontáis. Pues no se debe vivir anclado únicamente en las costumbres, sino que la vida nos llama a mucho más en nuestros días."

"¡Bortai! Hijos de los Cuatro Clanes, habitantes de la dura y fría estepa. Clamo hoy a los ancestros que me den entendimiento y facilidad de palabra para relataros lo que acontece fuera de la seguridad de vuestras fronteras, lejos de vuestras cálidas yurtas y del frío abrazo del acero de vuestras hachas, entre los demás pueblos de este vasto mundo. Pues no sólo hemos de conocer a los nuestros, sino también a los ajenos, para poder enfrentarnos a ellos y negociar cuando sea necesario."

"Conocimiento y sabiduría os traigo hoy sobre el pueblo shyrmi, que habita más allá del erial, en el interior de altísimas y oscuras torres más allá del océano de arena, entregados a su propia manera de extraer el conocimiento de montones de pieles secas de ovejas grabadas por otros que obtuvieron el conocimiento antes que ellos, para lograr después su propio discernimiento y añadir pellejos al montón."


Para mí, en mi niñez no hubo cosa más absurda que ésta. ¿Quién querría guardar montones de pellejos secos de oveja? ¿Quién en su sano juicio esperaría obtener de aquellas pieles la más mínima perla de sabiduría. A los pocos niños que sobrevivíamos en Bort senos enseñaba, como yo había aprendido dolorosamente, que el verdadero conocimiento llega de la experiencia. La guía de nuestros mayores era verdaderamente apreciada y muy valorada; pero en ocasiones, desoída. Y esto es lo que realmente nos hacía aprender, a veces muy a pesar nuestro; otras, con alegría. Pero siempre, en las cosas importantes, tenían los ancianos razón absoluta en todo. Ellos no nos ponían trabas a nuestras propias decisiones. Pero pusiéramos a prueba sus palabras o no, invariablemente tenían razón.

Aquel primer contacto fugaz con la lectura había terminado por minar mi interés por la historia del bardo, no sé si por la borrachera que llevaba (los niños bortai no beben leche: sólo cerveza), o por lo estúpido de la idea, y ahora la veía como un simple cuento de viejas, como los que me contaba mi nodriza cuando era más crío.

- Estamos separados de ellos por medio del Desierto de la Locura, pero que no os engañe su aparente lejanía. Cierto es que nunca han sido un problema para Bort. ¿Qué querrían de nosotros, de la ancha estepa, si ya tienen su propio erial? ¡Que se queden con su repugnante magia, cuyo contacto repugna a los hombres de alto honor!

"Pues es Shyrm un país de magos. Aquí y allá se alzan sus poderosísimas torres de hechicería, donde no menos poderosos archimagos realizan sus innumerables experimentos. Estos hombres y mujeres no creen en la existencia y poder de los dioses, y por esta causa, por ser tan descreídos han entrado muchas veces en guerra con los kiltasis. Fue tras una de estas guerras cuando apareció el Desierto de la Locura. Los sirocitrios a punto estuvieron de conquistar Shyrm. Pero antes de que ocurriera, los magos shyrmis unieron sus fuerzas para echar a perder toda una generación de paladines y damas de la fe bajo toneladas de ardiente arena. En su destrucción, se dice, los magos atraparon los espíritus de los kiltasis muertos en aquella masacre para atormentar a aquellos que, sin permiso ni poder, intentaran atravesar sus frontera, vengándose así de aquellos que a punto estuvieron de fraguar su completa desgracia."

"Shyrm es un pueblo poderoso, capaz de guardar su rencor durante siglos y, una vez retomado ese odio, darle rienda suelta y hacerlo estallar con el mismo furor que el primer día. O más incluso. Esto lo saben los propios shyrmis y lo utilizan en su favor. Así como también lo saben sus enemigos. Deberíais dar gracias por que no se hayan fijado aún en nosotros."

"No son una raza estúpida y falta de seso. Los shyrmis tienen en su poder armas formidables, mucho más peligrosas que las hachas y espadas que utiliza nuestro pueblo. Son armas invisibles, que pueden herir desde lejos y causar gran daño."

- ¡Cobardes! ¡Ratas! –
se oyó decir.

- ¡Calla y escucha, cabeza de granito! –
rugió Ala Negra. – Más te convendría oír con los oídos bien abiertos para saber como luchar con los shyrmis – se sintió el restallido de un fuerte pescozón que me hizo llevarme la mano al cuello, instintivamente, casi en solidaridad con el receptor del golpe.

- No son en absoluto cobardes. Ni lo penséis siquiera. Muchos se arrojarán con sus manos desnudas ante cientos de guerreros armados y aullantes y los devastarán con unas pocas palabras. No es una lucha noble pero, ¿quién entre vosotros se lanzaría contra una cohorte de mydonitas a pecho descubierto y con sus solas manos? – algunos gritos de exaltación comenzaron a elevarse – No dudo de vuestro arrojo – continuó el Serpiente, – pero no expresan las palabras de vuestro corazón, pues todos teméis caer en la deshonra de haber sido vencidos por mydonitas.

"Para los shyrmis la deshonra sería la misma: no vencer. Son diestros en sus conjuros y hechizos. Son capaces de controlar mentes ajenas, reavivar a los muertos, convocar demonios y dominar los elementos a placer. Son verdaderas fuerzas arrasadoras que pueden destruir lo que quieran con facilidad, si se les da la tranquilidad y tiempo suficientes. Por eso, si os encontráis ante un shyrmi, haced lo posible por que rompa su concentración o no le dejéis hablar. Porque si una sola palabra sale de sus labios, habréis muerto sin remedio antes de poder empuñar siquiera vuestras armas. Calcinados, locos, llevados por los demonios o devorados por muertos vivientes sedientos de sangre caliente."


El bardo siguió hablando sobre los shyrmis, pero a mí me dio igual. Contó historias de magos famosos, de renombrados hechiceros que habían logrado grandes hazañas. Y en todas esas historias, yo era el protagonista.

En mi costado, la daga comenzó a pesarme demasiado.

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Khram Cuervo Errante

- ¡Yargh!

Ya no podía más. Estaba extenuado, tan cansado que no podía ni tenerme en pie. Me dejé caer sobre la dura tierra, con cuidado de no dañar la herramienta.

- ¿Ya te has cansado? ¡Eres un maricón! – rió Ragnar.

La vez anterior consiguió aguijonearme. Pero ya no me dejé engañar.

- No, padre. Pero es la hora de comer, y tú siempre tienes hambre.

- Pues andando, que seguro que Dada tiene algo bueno en el fuego.


Envainé la herramienta. Mi espada. Mi primera espada. Sólo tenía ocho años y ya tenía un arma. A mi edad, era absolutamente impensable que pudiera levantar alguno de los pesadísimos mandobles o enormes hachas de batalla con las que acostumbra a luchar mi pueblo. Por eso llevaba en una funda anudada a la espalda una bastarda que había sido herramienta de todos mis hermanos antes de llegarme a mí. Y a pesar de su "experiencia" llegaba a mis manos impoluta, con las marcas y magulladuras que dejaron mis hermanos grabadas en ella, pero con el filo y el pulido que le dieran los herreros del Erizo. Y aunque hubo pertenecido a mis hermanos, y antes que a ellos, a mi madre, yo anhelaba a Nodym, la hoja de mi padre. Un mandoble con una hoja de un palmo de ancho y más de siete de largo. Una belleza, una obra maestra de los Blodox, artistas del metal del clan Erizo, con la guarda en forma de cuervo alzando el vuelo y una empuñadura que una vez estuvo bellamente labrada y que ahora aparecía deslustrada por el uso frecuente. El osazo que fue mi padre la manejaba con la sola ayuda de su mano izquierda, blandiendo el hacha en la derecha. Con el descomunal mandoble colgando de su cadera derecha, plantó una de sus zarpas en mis delgados hombros, conduciéndome al campamento.

- Aprendes deprisa. Voy a tener que hacer azotar a Dada. Le dije claramente que quería enseñarte yo.

- Tú no estabas entonces, y yo tuve que aprender algo.

- ¡Vieja bruja! Siempre acaba teniendo razón la jodía.


No pude evitar reírme.

Dada tenía preparado un puchero con caldo de venado y patatas a la cerveza. Ese inconfundible aroma nos hizo salivar a ambos demasiado pronto. Mi matrona nos recibió con una sonrisa y comimos abundante. Había que aprovechas las sobras del festín, puesto que nunca se sabía cuando podríamos volver a comer en condiciones, como solía decir la vieja Dada, y era mejor sacar provecho de lo que se tenía en ese momento.

Llenos los estómagos y con la calima, no era bueno seguir entrenando. Así que, aprovechando que mis hermanos estaban ausentes (los Caballo andaban metiendo jaleo por unas tierras de pasto que limitaban con las nuestras y que reclamaban para sí), mi padre se tumbó a la sombra, en el suelo de la fresca yurta. Yo tampoco tenía ganas de hacer nada, por lo que también terminé por tumbarme. Pero fue un error.

Y fue un error porque no había hecho más que comenzar a cerrar mis párpados cuando noté que mi padre rebullía y se levantaba. Rezongando las blasfemias más originales que había oído yo en mi corta vida, retiró la solapa de la tienda y salió fuera. Había una túnica que asomaba bajo la piel de carnero que tapaba la entrada de nuestra yurta y, más abajo, unos pies que se movían intranquilos.

Podría decir que me armé de valor y corrí a escuchar lo que se decían mi padre y los pies que atisbaba, pero de lo que me armé fue de la desmedida curiosidad que tienen los niños a esa edad.

-...ninguno de sus hermanos comenzó tan pronto, Ragnar – era la voz de Dada

- Porque ninguno de sus hermanos fue como él –
mi padre no estaba nada contento. – Todos quisieron blandir el acero antes de nacer.

- Ninguno nació bajo las señales que le auspiciaron a éste. Ragnar, sabes que está destinado. Así ha sido siempre.

- ¿Qué sabrás tú, mujer? Los hombres nacen para ser guerreros, no druidas. Y mucho menos, hechiceros –
Ragnar hizo un gesto para ahuyentar el mal agüero.

- Y sin embargo, ¿a quién pides ayuda cuando estás herido? No menosprecies a la madre, guerrero.

- No lo hago, mujer. Pero tampoco se lo ofreceré como quien le ofrece un recental o un lechón. Será guerrero. Como lo fue mi padre. Y el padre de mi padre antes que él.

- No se puede huir del destino –
prosiguió Dada. – Tú lo sabes bien, Ragnar. La diosa todo lo puede y tarde o temprano reclamará para sí lo que es suyo. No lo olvides nunca.

- Un druida no es un hechicero.

- No. Shan'dru no lo quiera. Pero ya oíste al bardo el otro día. Le oíste hablar de los shyrmi. Tú como yo oíste lo que puede conseguir un mago instruido. ¿Acaso eso no salvaría a Bort? ¿Acaso un comando de guerreros que supieran combinar el acero con la magia no podría librarnos de las apestosas comadrejas de Mydon?

- Los hombres luchan con acero, vieja. Y él será un hombre. Será un hombre de honor que luche sus batallas cara a cara, blandiendo la hoja, haciendo sangrar a sus enemigos y cobrando sus vidas después. No hay más lucha que esta.

- ¡Y por eso Mydon está sometido desde hace siglos!

- ¡Cállate, te digo, mujer! Se hará lo que yo diga.

- Claro, tú sabrás. Es tu hijo.


Así que se trataba de eso. En ese momento vinieron a mi cabeza todos los recuerdos de la noche anterior, con los que me fui a acostar. Todo lo que nos había contado el bardo tomó forma en mi mente. Y sentí el deseo de tener entre mis manos todo aquel poder con el objetivo de doblegar a mis enemigos.

Mi mente se maravilló tanto con los cuentos del bardo, que veía ante mis ojos estallar relucientes bolas de fuego, estrellándose contra las legiones mydonitas, calcinando sus cuerpos, haciéndolos estallar en mil pedazos. Vi a los gardecorps corriendo, con los sesos idos o perseguidos por demonios del abismo que sólo yo podía controlar. Y quise con todas mis fuerzas ser uno de aquellos fantásticos seres que podían doblegar a sus enemigos con tan simples argumentos como unas cuantas palabras. Y así se lo hice saber a mi padre cuando volvíamos.

La cara que puso mi padre fue de hilaridad completa. Supongo que debió pensar que estaba borracho (como estaba en realidad) y que me habían trastornado las palabras del serpiente. Así que me cogió en sus brazos y, por el efecto de la negra cerveza, me quedé dormido en su portentoso pecho.

Pero a la mañana siguiente, a mi padre no debió olvidársele aquellas intenciones que le había demostrado por la noche, porque lo primero que hizo, fue darme aquella bastarda que ahora yacía a mi costado derecho, con la empuñadura hacia mis pies, como me habían enseñado para reaccionar velozmente en caso de ataque nocturno.

Acaricié su puño, mimoso, como si acariciara un juguete muy preciado. Pero aquel tacto me resultaba extraño, ajeno. Los demás niños de Bort llevaban jugando con espadas de palo mucho tiempo, y, a pesar de ser capaz de vencerles, nunca se movió la madera entre mis manos como entre las suyas, como si fueran un miembro más de su cuerpo. No diré que me manejaba mal con la espada, pero mis movimientos resultaban antinaturales, desmañados. No como los suyos, que parecían felinos, verdaderos pasos de baile de la macabra danza de la muerte que traíamos los bárbaros entre nuestras manos.

Así la espada y la desenvainé. La enarbolé dispuesto a acometer a enemigos imaginarios que pudieran darme la confianza que necesitaba para meter en cintura a mi desbordante imaginación.

Bajo el sudor que perlaba mi frente, en la asfixiante atmósfera que reinaba a media tarde sobre el asentamiento, ensayé paradas, acometidas, tajos y estocadas. Centenares de golpes acudían a mis brazos, prestos, diligentes. Y aún así no conseguí darles la fluidez que había visto en mi padre o en otros niños del clan. En mis manos, el acero cumplía una función casi mecánica, pausada, como si un golpe no siguiera a otro. Parada. Estocada. Giro. Pero nada de lo que hacía se acercaba, siquiera ligeramente a los ágiles movimientos de mis torpes compañeros de juego. Intenté encadenar rápidas series de movimientos con la hoja, pero ni siquiera así conseguí el efecto que buscaba.

Frustrado, lancé la hoja contra un roble, enfadado conmigo mismo. El roble quedó empalado hasta la empuñadura, lo que me hizo repetir la blasfemia que había oído aquella tarde a mi padre, y que me pareció de lo más apropiada, aunque por aquel entonces no tenía ni una remota idea de lo que significaba. Me acerqué a por ella, agarrando la empuñadura.

Y entonces el robledal que me rodeaba desapareció. Los árboles se disolvieron ante mis ojos y me encontré sólo, agarrado a una espada clavada en una densísima oscuridad que me envolvía, y de la que no podía extraerla. Sentí...

Paz.

No sentí miedo. Mi corazón latía tranquilo y mi mente estaba despejada. Sin soltar el único nexo que me unía a la realidad tangible de mi clan, miré a mi alrededor, pero seguí sin ver nada.

- ¿Quién me daña, oh, quién?

Esa voz...

- ¿Por qué? ¿Qué mal hay?

Tristeza inmensa. Mezclada con el dolor que sólo puede producir la añoranza de lo perdido.

- No me mutiles. Yo te elegí...

- ¡Sal! – grité. – Muéstrate...

- Tú ya me conoces. Sabes quién soy...


La voz vino de mi espalda, me giré bruscamente para ver a mi interlocutora. Abrí los ojos (no me había dado cuenta de que los había cerrado).

Lo único que encontré a mi espalda fue el roble, ahora libre de mi herida.

- L... lo... lo siento – conseguí musitar.

¡Acababa de pedirle perdón a un roble!

Y sin embargo, sentía que debía hacerlo. No sabría decir qué o por qué me sentí movido a hacerlo. Sólo me quedé allí, estupefacto conmigo mismo, boquiabierto, mirando la punta de mi arma, allá lejos, a la máxima distancia que me permitían mis brazos, mis enormes brazos.

¿Enormes? Me asusté. Me miré, pero no me Vi. Vi algo muchísimo peor. Vi un hombre alto, casi tanto como mi padre. Con el fuego en la mirada, blandía un espadón y vestía los mantos de líder. Un hacha sobresalía a su espalda, sobre la capa que llevaba sujeta sobre las hombreras de cuero, repujado hasta darle la forma de un cuervo con las alas y las garras extendidas. Envainó la hoja a su izquierda y tiró de las garras de la armadura, extrayendo dos poderosas y afiladas dagas. Las lanzó con maestría, haciendo blanco en dos de sus enemigos. A uno le atravesó el ojo con una de ellas, cayendo muerto en el acto. Al otro se la clavó justo en la nuez, haciéndole retorcerse por robarle el aire al aire y sin poder respirarlo. Sacó los dos cuchillos y los sacudió con un gesto de desprecio, volviéndolos a envainar, para acto seguido, enarbolar el hacha que llevaba a su espalda.

Daba gusto verle luchar. Y sin embargo, había algo familiar en aquellos movimientos automáticos, estudiados, faltos de instinto. Mecánicos.

- Ven

Y me desmayé.

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Khram Cuervo Errante

- Bienvenido, muchacho.

Me desperté con un dolor de cabeza bastante considerable. No quería ni abrir los ojos. Pero, desobedientes, se abrieron al mundo que me rodeaba, consiguiendo que la luz aumentara mi sufrimiento. Mi padre y Dada estaban a mi alrededor, mirándome. Ragnar exhaló un suspiro de alivio cuando volví en mí, que no trató de ocultar en absoluto.

- Eres un inconsciente, Khram, hijo de Ragnar. ¿No sabes que no se puede entrenar cuando el sol está tan alto? Se te fríen los sesos... aunque tú los debías de traer ya fritos.

Callé. No quería revelar por qué había ido a entrenar solo y a aquella hora. Y muchísimo menos quería tener que contar nada referente a mis visiones. Pero había algo en el aire que me decía que sabían algo. Sobre todo, aquel rostro inquisitivo, lleno de arrugas, de la vieja Dada. A ella nunca podía engañarla. Siempre lo sabía todo.

Mi padre posó una de sus manos sobre mi frente, tapándome también los ojos, lo que le agradecí en silencio. A pesar de que la yurta tenía la piel de carnero echada, aún entraba más luz de la que en ese momento estaba dispuesto a soportar.

- No tienes fiebre. ¡Valiente susto nos has dado, pequeño idiota! Pero bueno, ya estás de vuelta, y supongo que habrás aprendido bien la lección.

- ¡Ragnar! –
se oyó una voz desde la entrada – ¡Ragnar! Gwyram te ha mandado llamar – a la puerta se veía a un muchacho pecoso, con una pelusilla incipiente en los mofletes de la que debía sentirse muy ufano, pues no paraba de tocársela. – Es urgente.

- Gracias, Baras
– contestó mi padre, sin volverse a mirar al rapaz. Luego, dirigiéndose hacia Dada, prosiguió: - Cuida de él, Dada.

Yo, por supuesto, no quería quedarme a solas con Dada en aquel momento. Estaba convencido de que ella sabía algo, que tenía en mente algo referente a mis visiones. Lo adivinaba por la forma en que me miraba. Y eso me avergonzaba. Un guerrero no debe tener tales visiones. Hizo la temida pregunta.

- ¿Qué has visto?

Fingí que no estaba allí.

- Khram, sé que sabes a qué me refiero. Así que pórtate como un hombre y contéstame.

Intenté hacerme el distraído, como si no la hubiera oído. Miré hacia otro lado, como ido, intentando parecer lo más ausente posible. Pero mis ojos me traicionaban una y otra vez.

- Khram, yo te he criado. Así que no me vengas con tonterías ahora. Sé que has visto algo. Sólo quiero saber qué.

- No puedo decírtelo, Dada. Un guerrero no debe hablar de estas cosas.

- ¡Qué sabrás tú, lagartija! –
se alejó de las pieles en las que estaba recostado, pero enseguida vino con una tralla y parecía muy dispuesta a usarla. – O me dices qué has visto o no tendré reparo en usar esto contigo del mismo modo que se usa con un zopenco.

- P... pero Dada... –
tartamudeé – padre dice...

- ¡Al cuerno con tu padre! Tú me vas a contar lo que has visto ahora mismo.


Sin saber por qué, se lo conté. No fue la tralla. Ni siquiera los gritos de Dada. Simplemente, al empezar a contarlo, sentí que me invadía una sensación indescriptible que sólo volví a sentir una vez en mi vida.

- Verás Dada... yo... estaba entrenando, ya lo sabes. Quiero ser como mi padre, como mis hermanos. Pero no veo en mis movimientos la agilidad que tienen ellos. Los míos son demasiado mecánicos. Y me enfadé. Tiré la espada contra el roble más cercano que había. Y se incrustó en su tronco.

Hasta ese momento no me había dado cuenta. Pero al ver la sonrisa de Dada, caí. ¿Cómo iba a poder yo, un niño de ocho años, meter aquella hoja en el grueso y poderoso tronco de aquel roble?

- Todo fue muy extraño, Dada – seguí. – Porque en el momento en que me acerqué a sacarla, todo desapareció y se volvió oscuro.

"No me asusté, Dada. Se quedó oscuro pero no me asusté. Me sentí muy tranquilo, a gusto. Aunque sonara la voz. Sí, Dada, sonó una voz. No la conocía, pero me gustaba su sonido. Era como cuando tú me cantabas cuando era pequeño, Dada. Había algo familiar en esa voz, pero no pude reconocerla. Estoy seguro de que la he escuchado muchas veces antes, y no sé quién es.

La voz lloraba. Alguien debía estar haciéndole daño, porque había una tristeza muy grande en la voz. ¿Te acuerdas cuando perdí el caballito de madera que me hizo mi padre? Pues mucho más triste. Como si hubiera perdido algo mucho más importante.

Al principio no vi nadie que me hablara. Pero miré en todas direcciones y entonces fue cuando la vi. Caminando serena, venía hacia mí una mujer hermosísima. Tenía en los ojos la belleza de los lagos cristalinos, el arrebatador embrujo del fuego en las hogueras nocturnas, la solidez de las viejas tierras y la frescura de la brisa del invierno. Venía vestida de hojas, que conformaban una túnica larga que la cubría hasta los pies, unos pies menudos y esbeltos que traía desnudos. Extendió sus brazos hacia mí y, sin querer, cerré los ojos.

La voz no dejó de hablarme, pero la oscuridad se fue, Dada. Vi luz otra vez, aunque no sabía donde estaba. Ahí sí que sentí miedo. No conocía nada de lo que había a mi alrededor, no veía el campamento por ningún lado. Pero sí que vi algo."


Me detuve. Aquello me costó más recordarlo. No porque hubiera decidido enterrar aquel recuerdo, sino por lo que evocaba el traerlo de nuevo a mi mente. Había algo de doloroso en aquel recuerdo, pero también de orgullo. Un orgullo guerrero como sólo podía sentir un bortai. Mi corazón comenzó a latir más fuertemente, tanto, que casi se me salía del pecho. Levanté la cabeza y miré fijamente a los ojos de mi matrona.

- Vi un guerrero a mis espaldas. Un hombre bien parecido, con el color de las alas del cuervo en el cabello, que llevaba recogido en una larga cola. Era un guerrero alto, de casi cinco codos, fuerte. Una barba corta enmarcaba su rostro, tostado por el sol, y lleno de marcas de preocupaciones. Llevaba el manto de líder sobre sus hombros, sujeto a las hombreras de cuero de una armadura confeccionada con la forma de un cuervo volando, con las garras extendidas. Estaba en pie, al frente de muchísimos hombres que formaban una única línea que no habría de romperse. Aulló con todo el poder de su garganta y se lanzó contra sus enemigos.

"No puede verlos bien. No sabría decirte quienes eran, porque se confundían entre sí. No había ni una sola marca que los distinguiera a unos de otros. Sólo eran sombras. Pero al guerrero no dejé de verlo nunca.

Había desenvainado y en sus manos tenía ahora un espadón enorme. A su espalda yacía un hacha, sujeta por correas y que tintineaba en su arnés al moverse el hombre. Ante mis ojos, vi como ejecutaba a dos de las sombras con la espada, sin pestañear. Tenía dos dagas escondidas en la armadura, camufladas. Las lanzó y mató a otros dos. Y ya no dejó de matar, Dada.

En sus ojos vi locura, crueldad. Vi un fuego abrasador que lo consumía todo. Tenía la boca torcida en un gesto feroz, despiadado, desafiando a sus enemigos con cada paso y cada grito. Sus hombres le seguían fieles, sin cuestionarle, enardecidos por el furor con el que combatía su líder. Corría entre las filas enemigas, desbordándolas, deshaciéndolas, como el agua que entra en los diques de los castores en los ríos, desmoronándolos. En poco tiempo quedó con el pelo y los brazos cubiertos de sangre.

Gritaba. Con cada golpe de espada, con cada caída de su hoja, daba un alarido estremecedor que me hizo temblar hasta los huesos. En ese grito debía llevar el infierno y su furia, porque al oírlo, hasta sus enemigos salían corriendo, despavoridos.

No sé si sería un demonio, pero lo parecía. Parecía un torbellino, de rápido que se movía. Sus ataques eran precisos y salvajes, como los torrentes en primavera, cuando arrastran a su paso todo lo que encuentran. Sólo se detuvo en su matanza una vez. Y fue para mirarme. Sentí sus ojos clavándose en los míos, taladrando mi cabeza. Sentí como si pudiera ver a través de mí.

No debió verme, porque siguió luchando. Y cómo luchó. No quedó enemigo con vida. Los gritos de victoria llenaron el campo de batalla y resonaron en mis oídos durante mucho tiempo. Los hombres ahogaron los quejidos de los moribundos con sus vítores. Reían y alborotaban. Pero el líder no.

El líder se quedó aparte. Él no celebró nada. Se quedó congelado, con la espada en la mano, mirando a su alrededor. Deambuló entre los cadáveres de los caídos. Yo supuse que buscaba a algún compañero muerto, a alguno de sus hombres. Miró varias pilas de cuerpos inertes, pero no se agachó ante ninguna. Mientras sus hombres saqueaban a los vencidos y encontraban corazas, mallas y armas, él no. Él sólo miraba. Y lloraba.

Sí, Dada. Lloraba. Lloraba sin fin, desconsolado. Y entonces volví a mirar a sus ojos y ya no había furia, ni crueldad. Sólo pena y dolor. Rabia. Y pérdida. ¿Quién sería ese guerrero, Dada? ¿Sería a él a quién había perdido la mujer de la voz?"

- No te hagas preguntas ahora, hijo. Y más cuando no tienen respuesta.


Me cerró los ojos en un intento de que me durmiera. Y, vencido como estaba por el cansancio, agradecí que me dejara dormir.

Fuera, estaba mi padre, esperándola. Entre sueños, sus voces me llegaban lejanas, como si estuviera espiando a alguien desde larga distancia. Mi padre taconeaba el suelo con una de sus botas e hizo resonar a Nodym en su vaina, impaciente.

- ¿Te marchas? – preguntó Dada. – Te veo bien pertrechado.

- Sí. Me voy. Gunthar
el oso ha convocado a los ejércitos de los clanes. Los mydonitas atacan la marca de Brunak. Dicen que quieren invadirla, arrebatárnosla.

- Si eso es cierto, andaos con ojo. No me fío de que sus únicas intenciones sean la marca de Brunak.

- Lo sé, Dada. Y como siempre, tienes razón. –
Ragnar calló un instante y luego preguntó: – ¿Cómo está el chico?

- Duerme tranquilo. No lo despiertes, tiene que descansar.

- Pídele que me perdone por no despedirme. Y dale esto de mi parte.

- ¿Estás loco? ¡Aparta eso de mí ahora mismo! –
Dada parecía muy alterada.

- ¿Qué te pasa, mujer? Es un regalo para mi hijo. Quiero que lo tenga. Es posible que...

- Es posible que nada. Escúchame bien, cabeza hueca. Si le das este regalo a tu hijo es posible que nunca llegue a ser lo que tiene que ser. Si le das esto a tu hijo, matarás su alma.


El tono de Dada había sido firme. Tanto, que no llegué a oír la réplica que esperaba de mi padre.

- Deshazte de eso, Ragnar. Regálalo, quémalo, entiérralo o échalo al fondo de un lago. Pero no se te ocurra dárselo a tu hijo.

Antes de quedarme dormido, buscando una paz que se me negaba, vi pasar la sombra de un cuervo sobre la yurta.

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Khram Cuervo Errante

#8
Finta. Parada. Paso atrás y golpe. Tajo, tajo, golpe. Estocada y molinete. Nada. Aún seguía sin conseguir la fluidez de movimientos que deseaba. No conseguía convertirme en ese relampagueante huracán que eran mis hermanos o mi padre, a los que apenas se podía detener en un combate. Mis movimientos eran torpes, casi desmañados. Y sobre todo, secos, sin enlace alguno, mecánicos. Así llevaba ya más de dos años. Y empezaba a ser insoportable.

Podría haber dicho en mi descargo que mi padre no estaba allí para enseñarme, que se había ido a hacer lo que mejor sabía: la guerra. Podría haber dicho en mi defensa que mi madre había muerto y que no tenía nadie que me hubiera entrenado. Pero todo lo que hubiera podido alegar habrían sido burdas excusas y mentiras para librarme de mi propia responsabilidad. No, no podía hacerlo. Debía reconocer que lo mío no era la espada y punto. Y para un bortai, esto es como estar muerto.

Dada llevaba ya al menos dos estaciones que no salía de la yurta. Decía que, por fin, el frío había hecho presa de ella y se le había metido en los huesos. Pero yo me imaginaba que no era sólo reuma. Cada día estaba más débil, tenía menos ganas y pasaba más tiempo arropada bajo pesadas pieles, aunque hiciera calor. Todos los días, empero, seguía cocinando y realizando todos los quehaceres. Y además, ahora me enseñaba...

A leer.

Odiaba dedicar tiempo a aquellas negras hormigas retorcidas y guardadas sobre pieles resecas, pegadas a dichas pieles como si fueran los percebes que se pegaban a los cascos de los drakkares de los Albatros. La primera vez que las vi, sacudí todos los pellejos, para limpiarlos de lo que parecían inmundos insectos inertes que se hubieran podrido sobre el cuero. Pero lo único que conseguí fue que Dada se riera de mí escandalosamente. Así que las lecciones comenzaron con risas y continuaron con capones. A mí no me interesaba demasiado la lectura y además me resultaba muy complicado, pero Dada estaba empeñada en que aprendiera. Que así no me engañarían los ladinos entrovios y podría viajar más lejos. Yo no entendía para qué podía querer viajar o tratar con los entrovios, teniéndolo todo como lo tenía en la estepa, por dura que fuera. Por otra parte, los bortai no guardamos la tradición por escrito, sino que va pasando de boca de unos a oídos de otros, como debe ser. ¿Quién guardaría algo tan importante en algún sitio que puede romperse, quemarse o perderse? La única forma segura de guardar las tradiciones ha sido siempre, y siempre será el boca a boca, y de este modo, nada se perderá. Así que tuve que aprender el común. Según Dada, los sonidos y la forma de combinarlos se dibujaban de la misma forma, aunque lo que para los entrovios era "pan", para nosotros era "hunsa". Y esto era lo que más me costaba entender y me desconcertaba. Es más, temía olvidarme de mi idioma materno para aprender otro que sólo yo entendiera. Y así se lo hice saber a Dada, cuya única respuesta fue una nueva y más sonora carcajada.

Pero de esto hacía, como digo, ya más de dos años. Dada comenzó a enseñarme sus lecciones al irse mi padre, que había partido hacia la marca de Brunak junto con mis hermanos, que ya tenían edad para guerrear, y, aunque gracias a Dada tenía menos tiempo para entrenar, el tiempo que me quedaba lo utilizaba en ponerme en forma y mejorar mis golpes. Aunque por lo visto no estaba teniendo mucho éxito.

Finta. Molinete. Ruedo por el suelo y estocada. ¡Mal otra vez! Con furia clavé mi bastarda en el suelo. ¿Cómo podía haber vencido a niños mayores que yo sin encadenar los golpes? ¡Otra vez! Esto empezaba a resultar frustrante. Resultaba muy molesto el intentar tener una fluidez y no conseguir encadenar más de un golpe en la misma secuencia. Intenté recordar lo que me decía mi padre: "Respira, detente. No pienses en nada que no sea la espada. No pienses en el oponente. Es el oponente el que debe pensar en ti, el que debe preocuparse por tus movimientos. Tú sólo muévete."

Así que lo intenté. Me detuve y me relajé. Me olvidé del resultado, me olvidé de lo que quería o tenía que conseguir. Sólo vi mi brazo y la espada. Aire y árboles empezaron a desdibujarse a mí alrededor y todo el mundo se disolvió ante mí. Era yo, y sólo yo. Tomé aire y me puse en guardia. Y todo volvió a empezar de nuevo.

Tajo y golpe y vuelta. ¡Bien! Estocada y giro ¡Bien! Golpe. Estocada y golpe. Ruedo y tajo. Golpe, finta y...

¡Clang!

El golpe fue tan brusco y repentino que la vibración que siguió al chasquido me entumeció el brazo.

- ¡Mirad! Una rata con un pincho.

- Apártate de en medio, Günnar. No te he llamado para que entrenes conmigo.

- ¡Entrenar contigo!
- se carcajeó – Para entrenar contigo deberías tener algo de habilidad. No quiero humillarte – volvió a reír. – Además, últimamente lo único con lo que te entrenas es con una pluma. ¿Vas a hacerme daño con tu pluma?

El tal Günnar sí que era una rata. Tenía casi cuatro años más que yo y, mientras mis hermanos habían partido a matar y morir, él, quejándose de una disentería, como si fuera una vieja (aunque yo dudaba de que existiera tal disentería), se había quedado atrás gimiendo y retorciéndose tristemente en su yurta, dando un lastimoso espectáculo para un bortai. Ahora, milagrosamente recuperado, acaudillaba a una pandilla de cuatro o cinco mocosos no menos despreciables que él, pero tan pequeños como yo, o incluso más.

- ¡Qué ridículo! ¿Acaso tu papaíto no te enseñó a blasfemar? – rió aquel grandísimo idiota. Le respondí con una sonora expresión, sobre los gustos de sus padres en materia sexual, de las favoritas de Dada, que dejó boquiabierto a Günnar. – Vaya... algo te enseña esa vieja chocha en esas pieles, después de todo – y volvió a reír.

Pero se le heló la sonrisa. Acabé de levantarme y, sin saber cómo (ni yo tampoco), mi hoja bailó alrededor de su cuerpo, sin tocarle, sólo mostrando mis habilidades ante él. Y cuando menos se lo esperaba, cuando la sonrisa volvía a dibujarse en su rostro, le aticé en el cogote con el plano de la espada, con tanta fuerza que casi lo eché de cara a los brazos de la Madre.

- Eres el bastardo de una puerca.

¡Clang! Otro cogotazo.

- Vas a maldecir hasta el día en que nacieron tus ancestros – gruñó furioso.

Y acto seguido, desenvainó y comenzó la tormenta.

No lo vi venir. No supe por dónde descargaba, porque no lo vi. Y sin embargo, me moví para esquivarle, casi sin notarlo, como si hubiera sido otro el que me hubiera movido, con gesto enérgico pero suave. Günnar hizo una pirueta y atacó de nuevo, pero volví a apartarme. Dejé mi pierna izquierda más atrasada que el cuerpo, poniéndole la zancadilla a aquel animal, y cayó de bruces, cuan largo era, lo que provocó las risas de uno de los secuaces más pequeños. El abusón le lanzó una mirada que hizo encogerse al muchachillo, que presagiaba que no le ocurriría nada bueno cuando acabara conmigo. Se levantó y volteó la espada, más cauto esta vez. Me esperó con el arma sujeta entre las dos manos, con la cuchilla por encima de la cabeza, en una guardia muy arriesgada. Me acerqué lentamente, marcando los movimientos, para darle tiempo a reaccionar, a calcular mi siguiente paso. Sus dientes volvieron a brotar en la fea cara de Günnar cuando, teniéndome ya al alcance de su hoja, la descargó brutalmente sobre el aire. Con una pirueta había salido de su alcance y el impulso le desequilibró, dejando vía libre a mis movimientos para volver a golpearle, esta vez en los riñones, haciéndole caer de rodillas.

Se puso en pie bufando de rabia, supongo que esperando verme sonreír, pero yo ni siquiera le miraba mientras estaba a cuatro patas en el suelo. En ese momento, yo estaba pendiente de algo que se me antojó peor que un niñato con ganas de tocarme con una espada. Hacía ya un rato que sentía una presencia que no lograba localizar. Era como si alguien estuviera tanteándonos para llevarnos con él a algún templo. Tales historias no eran poco comunes en aquellos días. Se hablaba de oscuros siervos de Korgath que se llevaban a jóvenes espadachines para corromperlos y pervertir sus artes. Los de Rugan antes preguntaban. Después, excusándose en apartar del mal al muchachillo, se lo llevaban igualmente.

¡Clang! El nuevo choque entre las espadas me sacó de mi ensoñación. Günnar no consiguió romper mi guardia. ¡Clang, clang! Ahora lo intentó con la fuerza que a mí me faltaba y que a él le sobraba. Pero yo era más pequeño y más escurridizo. Me aparté y volvió a dar un traspié, tiempo suficiente para volver a sentir aquella comezón en la nuca. Miré en derredor mientras mi atacante volvía a levantarse del suelo, lleno de rabia.

- Ya está bien de juegos – anuncié.

Y comencé a atacar yo. Golpe tras golpe, Günnar tuvo que ir retrocediendo, parando, atajando, esquivando. Me había convertido en un torbellino.

No fui consciente de lo que pasaba realmente a mi alrededor. Ya no veía a Günnar. Veía a un monstruo impío ante mí, con el que tenía que acabar a toda costa. A mi alrededor todo eran gritos y fuego, humo y oscuridad en el cielo. En ese momento vivía para luchar, vivía para matar. Y luché. Sin parar. Un golpe. Otro. Un tajo y una salvaje estocada. Todo ello, pausada y mecánicamente. No veía nada más. Y entonces volví a atacar. Oí gritos a mi alrededor. Y mi atacante sólo podía retroceder y volver a retroceder. Era como un mero espectador. Me veía guarnecido con brazales y grebas y un pectoral de cuero repujado con una extraña forma. Mis brazos se movían al compás de alguna macabra música, que me obligaba a matar, a asesinar. Estaba en un awen, el awen guerrero.

No había nada a mi alrededor: sólo la espada y mi brazo. No sé qué pasó en ese mismo instante, pero no me vi a mí mismo, sino a otra persona. Vi mis antebrazos cubiertos por brazales de cuero tachonados. Cada una de mis piernas tenía sendas grebas a juego. A mi espalda colgaba una capa de pesada piel de oso que bailaba al son que tocaban las espadas al entrechocarse. En mi gesto había una furia y una ira incontenibles, llenas de muerte y fuego. Y entonces me rebelé y me detuve. No quería matar sin razón.

Y ese fue mi error. Detenerme. Debí haberlo derrotado, desarmado y humillado. Pero tuve piedad. Y entonces fue cuando terminó todo. Sus compinches me rodearon y me sujetaron a un gesto de Günnar. Y él aprovechó para tomarse la revancha. Me golpeó brutalmente, como si no fuera a hacer otra cosa en toda su vida. Intenté revolverme, pero no pude. Me tenían bien sujeto. Así que lo único que pude hacer era encogerme para que me hicieran el menor daño posible mientras me pateaban y golpeaban.

Me sacudí, propinando algunos golpes como podía, pero no pude liberarme de la presa que tenían ejercida en mis brazos y piernas. Günnar utilizaba las piernas y los brazos, sin honor ninguno. Una lucha entre personas, singular, de hombre a hombre habría sido lo honorable. Pero este bastardo no conocía el honor. Su padre se avergonzaría de él y sus hermanos lo repudiarían y eso sería su final. El exilio.

Pero no pude pensar nada más. Recibí un golpe en la cabeza y todo fue oscuridad.

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Khram Cuervo Errante

Cuando me desperté, tenía un dolor de cabeza bastante importante. Abrí los ojos, o pensé que los abría, porque no vi más que oscuridad durante unos instantes. Poco a poco se fue abriendo la luz en mi cabeza y pude observar, entre penumbras, que me encontraba en una choza de techo bajo, construida de madera. Estaba tumbado en un jergón de paja, boca arriba, mirando al techo intentando que los sesos, que me palpitaban dentro del cráneo, no se me salieran por las orejas.

Quise incorporarme, pero no pude. Nada más levantar la cabeza, me sobrevino un mareo que me obligó a postrarme de nuevo en mi jergón. Tuve que continuar tumbado durante un rato, hasta que mi cabeza quiso parar y detenerse ante el mundo que giraba vertiginosamente a mi alrededor. Volví a levantarme, con bastante menos ímpetu, para evitar otro nuevo desvanecimiento, y observé lo que tenía a mi alrededor.

Y la vista fue bastante más desagradable que la punzada de dolor que recorrió toda mi espalda al incorporarme. La cabaña estaba oscura, con los postigos atrancados y la tenue luz de unas cuantas velas repartidas por la única habitación era lo único que me permitía escudriñar la penumbra. La pequeña construcción estaba llena de objetos inimaginables. Sobre la pared que tenía enfrente, había múltiples estanterías llenas de objetos que no alcanzaba a ver por completo, pero la vela que estaba allí colocada estaba sostenida por un pequeño cráneo de forma humanoide y cuyo origen no quise preguntarme. A su alrededor, se adivinaban formas sólidas y compactas que yo no sabía aún que eran y tampoco tenía ninguna gana de conocer. Debajo de los anaqueles había un gran baúl con una singular cerradura sin ojo alguno y sobre el que se ubicaban gran variedad de objetos y dos candelabros enormes en los que sólo ardía una vela en cada uno. Entre ellos, había diversos tarros de cristal, unos vacíos y otros que nunca supe lo que contenían, aunque pienso que es mejor que nunca lo haya averiguado.

En el muro de la derecha se abrían dos grandes ventanales, que ahora estaban cerrados a cal y canto y que no dejaban translucir ni un solo rayo de luz. Se adivinaban en los tablones que los obstruían múltiples símbolos extraños que, aunque parecían letras, debían ser de un idioma desconocido o rudimentario, porque a mí no me recordaba a ninguna de las que había visto en los pergaminos en los que me enseñaba a leer Dada. En las maderas que lo componían había excavados varios huecos que debían alojar algún tipo de criatura repulsiva, pues veía brillar sus ojos en la oscuridad.

Enfrente, había otro jergón, pero este, en lugar de ser de paja, parecía más sólido, y estaba construido sobre una base de madera. Comparada con aquella, mi cama parecía haber sido preparada de forma apresurada y temporal. Frente a la cama, entre las dos paredes, había construida una chimenea que yo había visto dibujada en algunos de los textos que me había enseñado Dada para aprender a leer. En el hogar había un pequeño fuego encendido, que calentaba un caldero que humeaba con un desagradable tufillo a col cocida. Un vejete vigilaba el fuego con la mirada atenta a cada una de las evoluciones de las llamas.

Sus enormes ojos estaban fijos en las llamas, observando como se rizaban y se elevaban hacia el cañón de la chimenea en juguetonas volutas de humo, escapándose de su anhelante mirada, como si quisiera atraparlas en el fuego de sus ojos. Sus labios estaban rígidos, congelados en un rictus de seriedad, que le daban un aire nostálgico, como si echara de menos las caprichosas formas del fuego que desaparecían tan cerca de él, pero que le quedaban tan lejos. Parecía como si añorara el mismo fuego que tenía tan cerca.

Volví a recostarme sin hacer ruido alguno, para no llamar la atención del viejo. ¿Quién sería? ¿Por qué me había llevado allí?

Recordaba vagamente una pelea con un matón y sus secuaces, pero después de aquello no recordaba nada. Tampoco es que hiciera demasiados esfuerzos por ello, porque cada vez que intentaba pensar una oleada de dolor me recorría el espinazo y el cráneo. Me llevé la mano a la cabeza y llegué a ahogar el gemido cuando ya había salido de mi garganta.

- ¡Ah, hola! – una gran sonrisa se dibujó ahora en el rostro del anciano. –¿Cómo estás, amiguito?

- ¿Quién es usted?

- Conmigo no te hagas el duro, amiguito. Algún día serás un gran guerrero, pero aún no. Y aunque sea mucho más viejo que tú, aún podría tumbarte –
el deje jovial del anciano se borró de su voz y murmuró: - Ni aún despojado de todo mi poder.

- Me voy ahora mismo –
le espeté, sin hacer demasiado caso de su amenaza.

- No vas a poder moverte, amiguito. Tus compañeros de juego te han hecho bastante daño, aunque por cómo te golpeaban, no te quieren demasiado bien. Claro que podría decirte que te lo has ganado, primero has humillado tú a ese grandullón. ¡Lo que debe haberle escocido!


Y entonces escuché uno de los sonidos más horrendos que había oído en mi vida. Sonaba como si alguien quisiera romper los huesos de un caimán aporreándole con los cantos rodados del lecho de un río. Al principio me asusté, porque los hombros de mi anfitrión convulsionaban arriba y abajo, pero después me di cuenta de que no era un ataque, sino que aquel hombre se estaba riendo.

- No te preocupes, pronto volverás con los tuyos. Pero ahora tienes que descansar. Tienes un hombro dislocado y me temo que al menos dos costillas rotas – llenó un cuenco de aquel líquido apestoso y me lo ofreció. – Ten. No huele demasiado bien, pero está caliente y te ayudará a descansar. Que en este momento es lo más importante.

Tomé el bol de sus manos y tuve que retirar la mano, porque quemaba. Agarré de nuevo el cuenco y lo miré con asco. El líquido era clarucho y llevaba flotando unas masas informes que el anciano me dijo que era pan. Pero si realmente lo era, su aspecto lo había perdido mucho tiempo atrás, porque tenía un color parduzco que lo desmejoraba bastante. Además tenía atrapadas en su interior algunas sustancias más oscuras cuya procedencia no quise plantearme siquiera, para no tener que acabar vomitando. Cerré los ojos y tomé un sorbo del recipiente, sorprendiéndome a mí mismo dando un segundo sorbo.

Me limpié con el brazal.

- Aún no me ha contestado.

- ¿Ah, no? Pensaba que ya lo había hecho... es pan integral, amiguito.

- No me refiero a eso, señor –
refunfuñé, – sino a quién es usted.

- Oh, bueno. Eso no tiene importancia.

- Si voy  a quedarme aquí durante un tiempo, para mí sí que la tiene.

- Claro, visto así, tienes toda la razón...

- Por supuesto que la tengo.


Hubo un tiempo de silencio en el que el anciano pareció pensar la información que me iba a dar, porque frunció el ceño y me miró fijamente.
- ¿Y bien? – volví a insistir.

- ¿Y bien qué?


Empezaba a exasperarme.

- ¿Usted escucha cuando le hablo?

- Sí, te oigo. ¿Qué me decías?

- Que quiero saber quién es usted.

- Acabo de decírtelo.


Aquello ya fue demasiado para mí. Tenía un dolor de cabeza demasiado intenso como para soportar además los delirios de aquel viejo. Me incorporé y me eché debajo de mi jergón de paja dispuesto a irme, pero al girarme noté el dolor de las dos costillas rotas y tuve que tumbarme de nuevo, con un sonido parecido al que hacían las flechas del clan Halcón al surcar los cielos.

- Te lo he dicho ya pequeño. Vas a tardar unos días en poder moverte.

- Pero me están esperando... -
me excusé.

- No te preocupes por tu Dada. Ya la he avisado yo. Y está de acuerdo con que te quedes aquí el tiempo que necesites.


¿Conocía este tipejo tan extraño a Dada? ¿Cómo era posible que Dada, con toda su sensatez, se relacionara con semejante loco? Me quedé boquiabierto. Este viejo sabía mucho más de mí que yo mismo. ¡Y yo ni siquiera le había visto en mi vida! Y al paso que iba, tampoco iba a conocerlo mucho más, pues aquel hombre ignoraba cualquier pregunta que se le hiciera relacionada con su identidad. Hasta ahora le había preguntado ya varias veces su nombre, pero había olvidado (consciente o inconscientemente, aunque dudaba seriamente que fuese esto último) decírmelo.

Claro que también había olvidado decirme que conocía a Dada.

- ¿Qué hacía usted observándonos?

- Hombre, siempre es divertido ver una pelea de bárbaros. Aunque sean niños. Resultáis tan brutos...

- ¿Acaso conoce usted otra manera de pelear


Debí tocar alguna fibra sensible, porque el anciano volvió a demudar el rostro, trocando de nuevo su semblante afable y sonriente por una mueca de nostalgia y añoranza.

- Para ti, mi pequeño amigo, soy Burbath. Hace algunos años que he llegado aquí e instalé esta pequeña cabaña en los lindes de vuestro bosque. Ninguno de los países por los que he pasado quería tenerme cerca, por mucho bueno que haya hecho por ellos. Aunque supongo que bueno o malo depende de los ojos del que lo mira...

"Soy un exiliado. En mi país no me querían. Debí hacer algo horrible, porque me expulsaron de una forma más horrible aún y me condenaron a muerte si volvía a asomar mi larga nariz por aquellas tierras. Decidí viajar, malvendiendo mi arte a aquellos que lo necesitaban, y durante algún tiempo, aquello funcionó. Así que decidí establecerme."

"Y debe ser que la tierra donde me asiento no me quiere cerca, porque al poco tiempo de construirme una humilde cabaña como la que ves, la gente del pueblo más cercano vino a apalearme. Y sólo pude huir por los pelos."

"Y desde entonces mi vida ha sido eso: una huida. He intentado varias veces fundar una casa, pero todas las veces que lo he hecho, los lugareños me han expulsado injustamente. Quizás por mi forma de ganarme la vida."


Empezó a darme pena. No conocía a nadie que hubiera estado exiliado de Bort, y tampoco quería conocerlo (el exilio en Bort era peor que la muerte, porque te enviaban a morir en una tierra extraña, inhóspita, que desconocía a los ancestros y que no te reclamaría como suyo). Pero por la humedad que comenzó a brotar en los ojos de aquel anciano me hice una idea de lo triste y lastimoso que debía ser abandonar tu patria, obligado a hacerlo y deshonrado por los tuyos, que son los que te expulsan de allí. Aquel hombre reflejaba una infinita soledad, que había dejado una indeleble huella alrededor de sus ojos, donde las arrugas se curvaban más a menudo en muecas de preocupación que en gestos alegres. Ahora comprendía por qué tenía aquella mirada cargada de recuerdos y experiencias perdidos, de memorias cargadas de dolor y de pena, de un pasado atormentado por la penuria de la adversidad de unas circunstancias que, seguramente, de forma injusta, le habían colocado en la posición en la que hoy se encontraba.

Sus ojos volvían a estar cargados con toda esa pena que los años le habían tirado encima. Cada vez que traslucía el dolor en sus ojos, el anciano parecía menguar, como si llevara encima el peso de dos corzos sobre sus hombros.

- La vida lo ha tratado muy injustamente. Creo que si ha sido usted una buena persona con los que le rodeaban, no tenían derecho a portarse así. Pero la gente, fuera de nuestras fronteras, sólo se dedica a envidiarse los unos a los otros, para tener más que el vecino, en lugar de compartirlo. Nosotros no dejamos que nuestro vecino muera de hambre si tenemos con qué alimentarlo.

- Por eso me vine a Bort, amiguito. Muchos os consideran verdaderos brutos, pero tú eres un claro ejemplo de que hasta los niños bortai son mucho más sabios que los ancianos y eruditos de otras culturas.

- Ha dicho que le han condenado por su forma de ganarse la vida. ¿A qué se dedica usted?


El anciano volvió a reírse con aquel sonido cascado y horrendo.

- ¡Parecías más listo, muchacho! Está claro: soy mago.

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