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Cientoseis Trivia #6: En Cientoseis hay tres tipos de spoilers: los spoilers normales, los spoilers de Power y la mierda de GeMa.

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II CRAC. Relatos

Iniciado por Faerindel, 22 de Diciembre de 2008, 18:03

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Faerindel

En esta edición participan 9 relatos ¡Gracias por participar y suerte a todos!

Relato nº1:

Legendario

Se arrebujó en la capa de piel. La fría noche del piélago en que habían ido a desembarcar dos días antes estaba pasándole factura, y que enfermara ahora iba a hacerle un flaco favor a él, a sus camaradas y al mundo. ¡Qué grandes sonaban estas palabras así pronunciadas, incluso para alguien que había vivido tanto durante tanto tiempo! El mundo...

Su mundo acababa en su tupida capa ahora mismo. O quizá en la que rodeaba al más lejano de sus compañeros. A aquello se había reducido aquella vastísima tierra en aquel instante, uno de los más importantes de su existencia, de la historia misma... si no el más importante. Aquello, pensó, le venía grande. Pero no sólo a él, sino también a sus acompañantes, que se reunían, quizá por última vez, ante la rugiente hoguera que caldeaba, a duras penas, el helor que el crepúsculo había comenzado a levantar.

Pero, como ya habían comprobado, el crepúsculo también levantaba otras cosas de las que aquella gélida temperatura era la menos horrible de todas. Su llegada a la isla, para encontrar a los expedicionarios perdidos un año atrás, amenazaba con ser un fracaso. Y, aunque habían encontrado los cadáveres de los hombres y mujeres perdidos, el fracaso estaba en la venganza que la isla había prometido perpetrar contra ellos por haber descubierto uno de sus secretos más íntimos. Relegados a quedarse allí, con su barco medio destruido, no les cabía otra cosa más que esperar y aguantar todo lo que pudieran. Y se temía que, como en tantas otras ocasiones, serían los que más aguantarían. Ni clérigos, ni soldados, ni siquiera los poderosos hechiceros confrontarían los peligros que surgirían. Todos darían media vuelta, huirían despavoridos, inundando con sus inútiles e infructuosos gritos la oscura noche, cuya oscuridad acabaría por devorarlos como a tantos otros. Ya se habían levantado una vez. Esta noche, regresarían con ganas de llevarse a muchos más.

Y sólo ellos plantarían cara.

El frío arreciaba según se alzaba el astro lunar y cubría con su negro manto el firmamento, que se iría sembrando poco a poco de luminosos luceros que titilarían ajenos al horror que allí abajo se habría de desatar, impasibles testigos de la espantosa hecatombe, seculares guardianes de los secretos más recónditos de cuantas tragedias se hubieron desarrollado bajo su luz. Y los hombres y mujeres que le acompañaban lo sentían igual que él. Aquel frío, más que por la inclemencia del tiempo, más que por la casi desértica orografía de la isla, estaba causado por el miedo de los que habían ido a dar allí. Muchos habían ido por la promesa de oro y poder inimaginables. Otros muchos, para dar solución a amargas disputas interminables, saltándose difíciles y tensos acuerdos. Y sólo diez mujeres y hombres habían ido con un propósito noble.

Sólo ellos plantarían cara.

Sus rostros no reflejaban miedo. ¿Quién tendría miedo sin tener nada que perder? Ellos sólo se tenían a sí mismos, a los que tenían al lado. Todo lo demás no era suyo, sino prestado por la generosidad de la Naturaleza. ¿Tendría miedo acaso el lobo de defender su manada? ¡Jamás! Era la orgullosa respuesta que los guerreros hacían resonar en sus gargantas cuando su comandante los enardecía ante la promesa de acero y sangre que era una batalla. Y ahora... baste decir que el lobo sabía cuando reconocerse vencido. Y en este caso, vencidos o no, no les quedaba otro remedio que arremeter contra el horror que estaba a punto de levantarse, incorpóreo pero sólido; etéreo, pero letal. Someterse a aquello estaba fuera de todo orgullo, fuera de toda esperanza. Sólo les quedaba el consuelo de que los dioses serían benevolentes con sus almas.

Porque sólo ellos plantarían cara.

La oscuridad cerró el cielo. Ya era la hora. El miedo comenzó a supurar en los habitantes, tanto voluntarios como accidentales, permanentes u ocasionales de la isla. Pronto, la oscuridad también se cerraría en la tierra y muchos tendrían que correr. Todos tendrían que correr.

Se volvió hacia el fuego que calentaba a sus amigos. Había recorrido infinitas leguas a lo largo de toda su vida. Pero jamás había tenido tanto aprecio por nadie como por las nueve personas que lo rodeaban. Se reunieron todos en torno a la luz y el calor que proporcionaban las rojas llamas y se sentaron. Entre el crepitar de la madera seca al quemarse, resonaron los filos de las espadas al abandonar sus vainas. El mundo se preparaba para darlo todo antes de sucumbir a aquellos extraños invasores cuyo origen nadie podía explicar. Se oyeron gritos de impaciencia, órdenes apresuradas y gemidos aterrorizados. El miedo comenzaba a convertirse en pánico. El caos se extendía poco a poco por el bajío y la playa. Las olas acrecentaron su tamaño y su poder quedó patente en el bramido que producían al batir con insistencia las escarpadas rocas y los relamidos farallones que se veían en lontananza. Pero aquel insignificante fuego dejaba fuera cualquier atisbo de creciente entropía. La calma había invadido el círculo alrededor de la hoguera y los diez guerreros y guerreras que se habían congregado para disfrutar de su calor, se miraron entre sí. Sabían que aquellas miradas podían ser las últimas y se sonrieron, se retaron, se dieron ánimo. Las palabras sobraban en un momento como aquel y cada cual entendió el mensaje que el otro le enviaba. Quien era fiel a algún dios o a varios alzó sus plegarias en silencio y con los ojos cerrados. Los amantes se cogían de las manos y se daban sordos y lánguidos besos de despedida, juntando levemente sus labios, para no hacer promesas que probablemente no cumplirían.

Abrazó a su compañera, la que tantas veces había calentado sus pieles y con cuyo aroma se había embriagado tantas noches. La estrechó fuertemente contra su pecho, recibiendo sus tiernas caricias en la potente espalda, con unas manos tibias que invitaban a la huida, pero que a la vez, inflamaban el corazón en sed de victoria. Lentamente, sus besos fueron recorriendo el bello rostro de su amante. Primero en la frente, con dulzura, para que llevara siempre su recuerdo con ella, para permanecer siempre vivo en su memoria. Después, levemente, en la nariz, para que recordara los buenos tiempos, las risas y jamás olvidara quién fue su amante. En tercer lugar, suavemente, en las mejillas, grabando así a fuego las promesas que un día se hicieran y que quedaron incumplidas, para darles cumplimiento en la otra vida, donde algún día los reunirían los dioses. Y por último, apasionada y arrebatadoramente, en la boca, para que jamás olvidara la pasión, la intensidad y el placer con la que la había amado, para que siempre tuviera presente que él se la llevaría consigo al más allá, en el corazón, impaciente y consciente de que al final de los tiempos, sería suya de nuevo. No hubo sonrisa final. Ella repitió el ritual y lo culminó con una caricia en el rostro con una de sus pequeñas y hábiles manos, hechas tanto para luchar como para amar. Él la tomó y le besó la palma. Y fue todo lo que se permitieron como despedida personal.

Apagaron el fuego. Se dieron media vuelta y contemplaron aquello que había quedado fuera de su reducido universo.

La gente huía por todas partes. Aquellos que debieron defenderlos, corrían despavoridos, llevándose a la cabeza manos descarnadas, sangrantes. Los que debieron ser defendidos caían por docenas, arrastrados por la propia materia de la oscuridad. Pues nada más veían los guerreros.

Al acercarse, con la tranquilidad del que se sabe muerto antes de comenzar una tarea, contemplaron a aquellos impíos seres. Recortados en densa negrura, perfilados por oscuridad infinita, aquellas sombras humanoides avanzaban entre los hombres lenta y parsimoniosamente, seguros de alcanzar finalmente a sus víctimas y arrastrarlas a donde quisiera que las llevaran, pues aquellos a los que daban caza desaparecían para siempre, dejando en su lugar otro jirón de cruel penumbra que se levantaba, libre de voluntad y emociones, para unirse a los cazadores en su persecución de los que fueran sus aliados, amigos y familiares. Sólo había en su volátil estructura unos puntos luminosos que, a modo de ojos, los guiaban en su terrible procesión. Todo el que se reflejaba en ellos acababa perdido en las tinieblas que los rodeaban, olvidado para siempre incluso por su propia alma, temido por el mismo mundo de cuyo tejido estuvo antaño compuesto. Aquellas sombras avanzaban sin detenerse jamás.

Los magos y clérigos trataron de ponerles freno mediante conjuros y plegarias. Pero ni sus esencias ni sus deidades querían acercarse a aquel reducto de terreno en el que las propias sombras tenían más poder que los seres divinos. No podía condenarse por toda la eternidad a la propia eternidad y aquello era lo que se paseaba entre los mortales aquella noche, mientras los chillidos de terror, los llantos de clemencia y los gritos de indignación llenaban el aire nocturno. Llovió fuego, ardió el agua. Se abrieron las entrañas del mundo y se agitaron los cuatro puntos cardinales. El mar vomitó gases sulfurosos y los árboles derramaron lava. Pero ninguno de los prodigios que hechiceros y monjes pudieron obrar fue capaz de detener el avance de las terribles tinieblas.

Ellos plantarían cara.

Llegaron por fin a la playa, inundada de caos perpetuo, gritos, sangre y horrores. Cuerpos muertos de puro miedo yacían entre el hedor que los esfínteres, aflojados en el momento en que el alma abandonaba su cáscara mortal, se habían encargado de distribuir en la brisa marina. Terribles y retorcidas contorsiones se mostraban en aquellos cadáveres, como si los horrores que guardaban en sus mentes hubieran escapado en un furioso torrente de terror, convulsionándolos de aquellos modos tan espantosos. Los que corrían por sus vidas se tropezaban una y otra vez con los muertos, llenándose ellos mismos del terror que había acabado con los caídos, aumentando su propio pavor, provocando espeluznantes escalofríos en los fugitivos.

Pero ellos continuaban adelante, impasibles, sin mirar abajo, atrás o a un lado. Su vista estaba fija al frente, puesta en su objetivo. Su paso se había acelerado poco a poco, hasta convertirse en un suave trote. Las capas ondeaban con su carrera, las botas crujían con cada impacto en el suelo. Las hojas, tintineaban inquietas en sus vainas, dispuestas a saltar en cuanto una mano estuviera puesta en ellas.

El líder dio la orden de alto. Alzó un puño en la noche, como un faro de esperanza para aquellos que huían y como una señal de condena para los que habían corrido a su lado. Aquel hombre no abrió la boca. Ninguno lo hizo. Los diez permanecieron atentos a lo que ocurría a su alrededor. Una abrupta señal del jefe bastó para que los diez hombres y mujeres formaran una única línea, apretada, firme.

Igual que sus camaradas, él fijó la vista en sus enemigos. Igual que sus camaradas, desabrochó las cintas de la gruesa y pesada capa que le había protegido del gélido viento insular. La dejó caer y no sintió la mordedura del frío en su piel. Quizá era incapaz de sentir nada. No olía el salitre de las olas al besar la arena. No oía su rugido al batir contra la costa. No sentía las correas de los brazales, apretadas en torno a los poderosos antebrazos. Y lo único que veía era la infinidad de bermejas luminarias que, poco a poco, se iba echando sobre ellos.

No hubo desasosiego en su corazón. Tampoco impaciencia. No sintió odio por los que amenazaban con quitarle la vida. No tuvo pensamiento alguno durante un tiempo. Apretado en la tupida línea de combate, no pensó en la lucha que estaba a punto de estallar. Sólo pensó en la soledad que sentía, a pesar de estar rodeado por sus únicos amigos. Pensó en la inmensidad de su historia, en su amplitud, en todas sus vivencias y ninguna vino a su mente. Si había vivido para aquel momento, si toda su existencia había tenido como objetivo aquella fracción de tiempo, ¿para qué haber vivido todo lo demás? Sólo podía retener en su cabeza aquel instante, la respiración pausada de los que le rodeaban, el calor del hombro que tenía a su lado, la roja muerte que se acercaba, vestida de negrura.

¿De verdad era necesario morir? ¿Por qué no huir como todos aquellos que habían caído ya y los que caerían, antes o después, apresados por la noche que había tomado forma? ¿Por qué no dejar a los demás ahí, quietos, vendidos ante el enemigo? Quizá fuera el instinto con el que había nacido. Quizá la educación que había recibido. Quizá el entrenamiento al que había sido sometido. No conseguía entenderlo. La vida era lo único que tenía y estaba dispuesto a entregarla. ¿En eso se había convertido? ¿En un autómata que sólo sabía obedecer las órdenes que daba un capitán, por cuerdo o loco que estuviera? ¿Era tan inerte como su propia espada, que se había convertido en instrumento de otros para luchar? ¿Era él el arma que esgrimían los poderosos para que ellos pudieran huir por brillantes puentes de plata?

No tuvo que mirar al líder para saber la respuesta. Sentía aún su presencia. El poderoso no huía en aquella ocasión. Ni en ninguna. Su gente no abandonaba jamás. Arropado por aquellos hombres y mujeres era invencible y el olvido jamás los alcanzaría, pues sus memorias brillarían en el corazón de las generaciones venideras como símbolo de lealtad y nobleza. Gloria. Aquello era lo que perseguía. ¿Había gloria en la huida? ¿Había gloria en abandonar la lucha? ¿Había gloria en mantener la vida?

No supo qué responderse a la última pregunta. Sin vida no hay gloria. Sin gloria, para él, no había vida. ¿Era tan contradictoria toda su existencia como para llegar a aquel extremo? ¿Tan absurdo era el final de aquel camino que empezó en su nacimiento y que parecía terminar a unos cuantos cientos de metros? Todo comenzó a parecerle ridículo, falto de sentido. El mundo mismo se había vuelto huero, estéril.

Encontró sentido de nuevo en el compacto frente del que formaba parte. Ninguno parecía flaquear. Ninguno dio muestras de abandono o desánimo. Seguían allí plantados, dispuestos a morir o a matar. ¿Era aquel el sentido de toda vida? ¿Morir o matar? No conocía nada más en toda su existencia que aquella disyuntiva. O morías o matabas. Él había elegido matar. ¿Había elegido morir alguna vez para poder matar? ¿O había elegido matar para poder morir dignamente?

Las contradicciones se iban agolpando en su mente, una detrás de otra. Tan pronto encontraba fuerzas en una respuesta como se formulaba otra pregunta capaz de desalentarlo. A una respuesta descorazonadora le seguía una pregunta alentadora. Aquella batahola de dudas era la verdadera amenaza, pero él no se daba cuenta. Sólo tenía ojos para la muerte que se avecinaba y pensamiento para aquel mar de incertidumbres, recelos, dificultades y dilemas que explotaba en su cabeza, ora inundando sus venas con la podredumbre del desánimo y la posibilidad de la traición, ora invadiendo su ser con un torrente de esperanza y gloria prometida.

Las primeras espadas saltaron de las vainas con el ominoso sonido que tantas veces le había anunciado el inicio de la refriega. Ahora, aquel susurro le anunció el final. Su final. Uno de los compañeros resopló. Otro rebulló. Y supo que los diez que allí estaban habían tenido el mismo hilo de pensamientos que él. Supo que los hombres y mujeres que se apretaban en aquel reducido frente de combate habían fluctuado en sus arrojo tanto como él, pero no permitiendo acceso al desánimo, manteniendo el coraje en aquel postrer momento. Percibió el crujido del cuero aprestándose y supo que era aquello lo que le había mantenido impasible ante el avance de la muerte, unido a los suyos. Lo único que tenía eran aquellas personas y, al igual que ellas, sólo abandonaría este mundo de una manera: a su lado, a la vez, con todos y cada uno de ellos. Ya no eran diez, sino un único ser. No existían diez espíritus, sino una única alma que infundía vida a los diez cuerpos. Listos o no para abandonar la existencia, allí estaban.

- ¡Formad una sola línea!

La voz del caudillo rugió en la noche. Era una orden innecesaria, pero era parte del ritual al que se habían acostumbrado. Y en aquel momento, se convirtió más que en una orden, en el inicio de un triste réquiem que la historia se encargaría de terminar por ellos.

- ¡Espadas en alto!

Un nuevo verso de la letanía y sintió que el ardor rompía en su sangre, le aceleraba el pulso, le agitaba la respiración. Sus compañeros comenzaron a reírse de la Muerte, a mofarse en el jodido y huesudo rostro de la puta Parca. No se habían mirado mientras formaban y ahora se miraban con los ojos llenos de ira, rabia y promesas de reencuentro, en esta vida o en la otra. Cruzaron las miradas y las risotadas llenaron la nocturna oscuridad.

- ¡Cargad!

Fue la última exclamación. Y le siguió un único bramido surgido de diez gargantas.

Plantaron cara.

Y las estrellas, que tantas batallas habían visto, que guardaban los misterios más oscuros y los arcanos más secretos, los miraron.

Y tuvieron miedo.

Faerindel

Relato nº2:

Jugando con la muerte

Me tumbo en la cama y dejo que mis músculos se relajen. Ha sido un largo día, pero ahora viene la parte que mas me gusta. En la semioscuridad de la habitación el humo del incienso dibuja caprichosas formas que parecen bailar lentamente. Mientras dejo que mi mirada vague de una a otra, comienzo a practicar los ejercicios de meditación que harán que mi respiración se ralentice y mi pulso disminuya de forma controlada. Conozco de sobra los riesgos de forzar mi cuerpo así, pero siempre ha valido la pena. Noto como, a mi alrededor, el humo se espesa, y, rozando ya la inconsciencia, veo como las paredes de mi habitación desaparecen, dando paso a una neblina blanca. Cada vez tardo menos en llegar a este punto, y no se si debería alegrarme o asustarme, pero, por algún motivo, eso me gusta.

La neblina forma miles de sombras, de cuerpos sin rostro, yendo y viniendo en distintas direcciones. Están demasiado desdibujadas como para poder distinguirlas bien, pero algo me dice que no son las mismas de las otras veces. Una de ellas se dirige hacia mí, pareciendo crearse de la nada misma. Se acerca, con el mismo aspecto de la primera vez: Una niña, no mayor de diez años, luciendo un simple vestido de tul blanco, que cae recto hasta los pies sin ningún adorno mas que el broche de plata en el hombro izquierdo. Camina descalza, y sus pisadas, al igual que las mías, son imposibles de oír. Ese es uno de los motivos que me hacen pensar que este espacio es infinito. A pesar de las veces que estuve caminando sin rumbo, jamás logre llegar a un punto del que no se pudiera pasar más. Además, si no hay paredes, no hay eco. El Plano de las Almas en Transito es así, o al menos eso me quiso hacer creer la primera vez. El origen de la cálida luz que ilumina levemente toda la neblina me es imposible de localizar. Vuelvo a fijar mi atención en ella. Ahora está casi delante mío, con el pelo negro, que le llega poco mas allá de los hombros, enmarcando una cara infantil, de la cual lo más remarcable son los ojos. Unos ojos de color azul-verdoso, como el mar en un día de calma, que rebosan de una sabiduría poco acorde con su edad. Esos mismos ojos me miran con desaprobación mientras frunce los labios. Nunca la he visto sonreír.

- Sigues sin aparecer en mis listas, pero te empeñas en llamarme, ¿Por qué?

Su voz suena a medio camino entre el enfado y la risa. Le divierten mi temeridad y mi constancia.

- Siempre es bueno aprender.

- Tienes suerte de que sea yo quien acuda a tus llamadas. ¿Lo sabías?

- ¿Por qué? Sabes que esta es la cara tuya que más me gusta, odio la mirada de superioridad de tus hermanas, a pesar de ser la misma entidad.

- Eso no es del todo cierto. Cada una de nosotras tenemos nuestra propia voluntad, y nunca coincidimos en un mismo punto fuera de este plano.

- Eso nunca me lo explicaste.

- No acostumbro a contestar preguntas no planteadas.

Comenzamos a caminar lentamente, esquivando las sombras que encontramos en nuestro camino.
- Es extraño. A pesar de no ser mi hora, sigues apareciendo cuando llego a este punto. ¿Por qué?

- Porque soy el custodio de este paso, y no te puedo permitir avanzar. El conocimiento de los demás te esta vedado, no puedes, o mejor dicho, no debes ver las caras de las almas que están aquí. Algunas esperan su vuelta y otras están desorientadas.

- ¿Aún les quedan cosas que proteger? Se que ella sigue estando ahí, a pesar de que hace mucho que no la siento a mi lado.

- Algunas simplemente no están preparadas para intentarlo de nuevo, y ella estará aquí mientras sigas buscando el conocimiento, ya deberías saberlo.

Prefiero ignorar la velada amenaza que se esconde tras su monótona respuesta.

- Hablando de nuevas oportunidades, he vuelto a soñar con el castillo.

- Es normal. Estuviste ahí, y ahora que tienes tanto contacto conmigo no me sorprende que empieces a recordarlo.

- ¿Pero por que es lo único que recuerdo? Todo lo que tengo esta estrechamente relacionado con este castillo. Por otro lado a pesar de buscar información, no he encontrado nada.

- Considerando la cantidad de castillos y palacetes de ese estilo, tardaras años en hallar algo. A ese lugar están atadas tus mas fuertes sentimientos, muy pocos han conseguido lo que tu. Nadie recuerda cosas no relacionadas con la oportunidad que les ha sido concedida en ese momento.

- Y sin embargo yo si, será por eso que me resultabas tan conocida.

- De todas mis hermanas yo soy la que más contacto ha tenido contigo desde siempre.

- ¿Entonces el castillo es donde te vi antes por ultima vez?

- Quizá, o quizá sea el lugar donde amaste, o más sufriste... Ya deberías saber que no te puedo desvelar nada de oportunidades pasadas.

El aspecto del Plano comenzó a cambiar. La luz aumentaba su intensidad provocando que la neblina se disipara lentamente, mientras que las sombras aparecían cada vez mas claras. Para mi sorpresa todas llevaban una especie de capucha que me ocultaba su rostro.

- Me sorprende, nunca antes se han presentado sin avisar.

Una a una, once sombras se fueron acercando con paso decidido. Cuando apenas les faltaban unos metros para llegar a donde estábamos, fueron bajando las capuchas para dejar al descubierto unos rostros que ya me resultaban conocidos. Jamás había visto en pleno, a las doce guardianas juntas.

- Bienvenidas hermanas, nunca antes os había visto tan preocupadas.

- Deja el sarcasmo de lado, hermanita. – La más seria de todas había tomado la palabra. - Sabes que has infringido ya muchas reglas, y te lo hemos pasado por alto. Ya es hora de subsanar nuestra equivocación.

Mientras volvía la mirada hacia mí, sentí como si un gélido cuchillo me atravesara. Aún no había tenido la oportunidad de ver a una guardiana tan enfurecida.

- En este momento solo tienes dos opciones: Puedes seguir hacia delante en el conocimiento sin posibilidad de volver atrás, o puedes volver a tu realidad, siendo la siguiente vez que nos veamos, el fin de tus días.

La luz me cegó unos instantes. Parpadee presa de la confusión intentando ubicarme. Me encontraba de nuevo en mi habitación al amparo de la oscuridad de la noche, por lo visto, tomaron la decisión por mí...

Faerindel

Relato nº3:

LA NOCHE DE LA RATA

El viento mece la larga cabellera de una joven muchacha que vuelve de hacer la colada en el lavadero. Sonríe a la mañana, y el sol le contesta con su mejor cara. Entre huertas y arrozales juegan inocentes niños mientras sus madres se entretienen con sus quehaceres. Bonita estampa detenida en el tiempo; y a cientos de kilómetros sus hombres mueren, sangran y lloran en una guerra sin sentido. La Guerra de los Hermanos se la podrá llamar en tiempos venideros...

Bailando al son de una música imaginaria, Esperanza va camino del caserón para reunirse con su gente. Tía Virtudes y Tía Angustias discuten con puño cerrado por cualquier fruslería, como siempre.
-¡Te he dicho mil veces que no enseñes a los niños esas cosas de paganos y herejes que explicas en tus clases!- dice Angustias muy sofocada-
-Si por ti fuera, la Tierra sería plana y el Sol le daría vueltas...- dice Virtudes con desdén- ¿Qué tiene de malo hablar sobre la Evolución? Esta demostrado...
-¡Que va en contra de Dios!-interrumpe Angustias-¡Condenaras a los chiquillos al Infierno por creer en esas fantochadas!¡Que el hombre es hijo del mono es...
-¿Ya están discutiendo otra vez?-Interrumpe Esperanza con una sonrisa cautivadoras- Ustedes son de lo que no hay, no hay necesidad de tener todos los días estas riñas, hacéis sentir mal a los niños y eso no esta bien...

Mientras habla, Esperanza va danzando alrededor de las dos mujeres y se va alejando poco a poco hacia los tendederos. Ante Esperanza, las dos mujeres no pueden decir nada, su sonrisa y simpatía hace callar al trueno en su fulgor. Las mujeres se miran con odio y se van cada una en una dirección.

Gedeón esta como siempre sentado a la sombra del algarrobo de en medio de la pequeña plaza de la aldea. Allí, como siempre, se refugia en su lectura mientras los otros niños juegan a la pelota. Alza la vista y ve a su princesa pasar bailando hacia los tendederos. "Mi dulce Isolda... Lástima no poder ser tu Tristán ni por edad, ni por gusto..." piensa el jovenzuelo; el primer amor, la primera herida. Se vuelve a ensimismar en su lectura diaria: dragones, princesas, caballeros, honor, gloria... Por un momento sus pensamientos se dirigen al Viejo Duque, "¿Qué será de el? ¿Como estará? Seguro que sigue a lomos de su gran corcel luchando contra los villanos y salvando alguna región lejana..." Una nube pasa perezosa sobre un sol brillante, nada ocurre en la aldea, la calma antes de la tormenta.

Un pequeño can levanta la vista hacia los campos, un rumor que solo el puede oír se cuece entre los arrozales. Entre ladridos y gemidos carga contra un enemigo invisible perdiéndose entre los campos. Un alarido rompe el ligero silencio y un rumor ahora más perceptible de huesos roídos y carne desgarrada se oye en la penumbra... Unos ojos rojos se ven entre las sombras...

La noche va cayendo sobre la aldea. Virtudes da su paseo al atardecer como de costumbre cuando algo punza su alma, como una finísima aguja de hielo. "Siento algo maligno... Algo primigenio y salvaje que afila sus dientes en la oscuridad..." El terror hiela su sangre cuando mira a la oscuridad y ve unos ojos. Unos ojos que son millares que le devuelven lascivamente la mirada. Rojos como el fuego y fríos como el metal, sabe lo que es, y sabe que es mortal. Se lanza en una carrera desesperada para alcanzar la aldea, no por miedo a que la cojan y la devoren; es miedo a que los cojan a ellos, sus queridos niños.
-¡Corred al caserón, corred como si de ello os dependiera la vida! -empezó a gritar una vez llegada a la primera casa, su cara estaba contorsionada por el miedo y la impotencia- ¡Coged a los niños y huid al caserón! ¡Deprisa!
-¿Qué pasa? ¿Qué es esta escandalera? – pregunta una anciana medio ciega por el paso de los años, confusa en el umbral de su casa.
-No se pare tía Concha, venga conmigo – le dice Esperanza mientras pasa a su lado, la coge por el brazo y andando todo lo rápido que puede la pobre anciana se dirigen al caserón.

Al mirar hacia la oscuridad mientras corre de la mano de su madre, Gedeón parece distinguir las formas de los monstruos de sus libros. Dragones, trasgos, ogros, muertos vivientes... El terror invade su mente y no vuelve a echar la vista atrás hasta que no alcanza el umbral del caserón, donde solo ve que oscuridad y niebla. "Si fuera Tirant... Se enterarían esos monstruos de lo que vale un peine..." De un tirón, su madre lo mete dentro de la casa.

Así, fueron todos al gran caserón del Viejo Duque, mientras se cernían sobre ellos las garras del enjambre. Sin saber exactamente que les venia encima, se encerraron en su última atalaya, la fortaleza de falsa seguridad que ofrecía el viejo caserón, la Fe hará de armadura.

Taparon todas las puertas y ventanas por orden de tía Virtudes. No hubo rendija sin inspeccionar y tapar. Virtudes no quedó satisfecha hasta comprobar ella misma toda la casa. Una vez terminada la febril hazaña, se sentó en uno de los sillones de la sala cerca del hogar, silenciosa y sombría.
-¿Hasta cuando nos vas a tener en ascuas? Dinos que ocurre por el amor del cielo... - interrumpió el silencio tía Angustias.
-La Muerte Negra... - susurró de forma tenebrosa, los niños estaban aterrados de ver la expresión de tía Virtudes, no era para menos.
-¡La Muerte Negra! ¡No es posible! – corearon todas las ancianas y mujeres a la vez, el terror de lo que les habían contado sus abuelas era ahora real como los muros paupérrimos de aquel baluarte de la hediondez de la falsa seguridad.
-Ratas malignas venidas del Infierno nos aguardan tras esas puertas... -continuó Virtudes como si hablase para si misma – Son más que una plaga, son una legión del Inframundo que arrasaran con todo lo que encuentren a su paso...
-Nada podemos hacer, no hay escapatoria... - interrumpe una anciana.
-Solo podemos esperar a la Parca aquí sentadas... - dice otra mujer.
-Que Dios nos guarde y nos lleve al Cielo con alas prestas – se santigua tía Angustias.

Gedeón, contempla la escena aterrado desde su rincón. Un montón de viejas brujas discuten alrededor de una hoguera sobre cual será la forma más adecuada de morir esa noche, no entiende nada de lo que dicen. Esta asustado, él y todos los niños, hasta que una luz que ilumina más que los rayos del Sol aparece en escena, su princesa.
-Dejad de hablar así – habla la voz pura y cristalina de Esperanza – Asustáis a los niños sin razón alguna, ¿no os da vergüenza comportaros así? En momentos así, nosotras debemos ser fuertes, debemos dar seguridad a los nuestros. ¡En vez de quedaros ahí llorando por una muerte que aun no se ha producido deberíais estar pensando en como salir de aquí!
El silencio se cernió como las aves de rapiña sobre los despojos del animal vencido. Solo se oía ese maldito rumor mortal del enemigo supremo; agolpándose en las puertas; royendo los muros; luchando contra la fortaleza; el agua tarda siglos en abrir canales, pero el tiempo esta a su favor. Virtudes alzó la mirada al cielo y rompió en silencio en tono sereno y tranquilo.
-Tienes razón, las Benévolas aun no han cortado nuestros hilos... - Suspiro para seguir hablando – Tengo un plan, es posible que no salga bien, pero es nuestra única esperanza... Si llegamos al embarcadero, ellas no podrán alcanzarnos si nos hacemos con un bote... El problema es llegar, todas no podremos, algunas de nosotras no son tan fuertes como para correr la distancia. Debemos hacer lo que sea para que por lo menos los niños lleguen a salvo al embarcadero y creo que podremos hacerles frente...
- ¿Cómo haremos eso?- interrumpió Angustias.
-Usaremos todo lo que tenemos a mano aquí mismo, todo lo que pueda ser un arma, algunas nos quedaremos atrás para entretener a esas malditas ratas. Haremos lo que este en nuestras manos para darles tiempo a llegar. Tardare unas horas en preparar lo necesario, mientras tanto, es mejor que os preparéis para lo que se avecina.
-Bien, se que no soy un sacerdote, pero creo que el Altísimo nos perdonará, teniendo en cuenta la hora oscura que nos ha tocado vivir – dijo Angustias en tono severo – debéis confesaros todas, iremos a la capilla. Esperanza, quédate con los niños, tú serás la última. Deberían dormir un poco, para estar más fuertes para la carrera.

Todas, una a una, se marcharon a la capilla. Virtudes se fue al piso de arriba para preparar lo necesario. Esperanza se quedó mirando al hogar, buscando respuestas en las llamas devoradoras de leña seca. Marieta, la niña más pequeña de la aldea se acercó sigilosa a Esperanza y tiró tímidamente de las faldas.

-¿Se nos van a comer las ratas tiíta Esperanza? - dijo inocentemente la pobre chiquilla.
-No mi amor... – dijo con una sonrisa y con tono jocoso prosiguió – Las ratas no nos comerán, tía Virtudes y tía Angustias las espantaran con su mal genio...

La cogió en brazos y la acerco al resto de la camada de pequeñuelos, dejándola en el suelo y sentándose junto a ella para que se durmiera sobre sus rodillas.

-¡Ale! A dormir todos un rato, que después tendremos que correr mucho – dicho esto, empezó a cantar una nana (N. del E. para la nana ya nos informaremos de una bonita nana en valenciano), para que poco a poco, todos los niños empezaran a caer rendidos por las emociones. Pobrecillos ellos o afortunados, puesto que no saben el peligro que corren.

Solo hubo un niño que no se durmió, Gedeón. Él seguía apoyado en la pared, mirando las brasas de la hoguera. Esperanza, una vez acomodados todos los chiquillos se le acerco y se recostó en la pared a su lado.

-¿No duermes Gede?
-No creo que sea el momento más oportuno – dijo él con voz firme – como hombre debo mantenerme alerta por si acaso, debo ayudar. Es mi deber.
-Eres todo un hombrecito, – sonrió y besó la frente del muchachito – cuida de ellos mi campeón, volveré enseguida.

Completamente sonrojado por el beso de su secreto amor, Gedeón se quedó atontado siguiendo el paso de Esperanza hacia la capilla. Era su turno de confesión.

-Perdóneme padre por que he pecado. – dijo Esperanza una vez metida en el confesionario de la pequeña capilla.
-Dime tus pecados hija mía – dijo Angustias desde el otro lado de la trampilla.
-Mis pecados son de pensamiento, padre – prosiguió Esperanza – Últimamente he tenido sueños pecaminosos. Soñaba con un chico, su rostro no era distinguible por la sombra, pero si sentía que me acariciaba y me besaba. Y yo me sentía bien por ello, por eso creo que es pecado...
Mientras Esperanza divagaba sobre sus pecados, tía Angustias sacaba de una trampilla secreta del confesionario una botella de whisky y un paquete de cigarrillos. Sacó uno del paquete y lo encendió, salió del confesionario y se la quedó mirando con una mirada tierna y afable.
-Hija mía – dijo con una sonrisa tía Virtudes que parecía que llevaba ya un rato escuchando – si a tu edad no hubieses tenido uno de esos sueños, si seria un pecado capital.
-No le digas eso a la chiquilla, vieja pagana – contesto rápidamente Angustias – que pensará que es normal hacer esas cosas sin antes casarse. No lo olvides querida, esas cosas son para la noche de bodas por vez primera, ven aquí fuera, tenemos que hablar.

Esperanza, completamente atónita ante el comportamiento de las dos mujeres, las siguió a una sala continua donde se sentaron alrededor de una mesa. Allí, habían preparados tres pequeños vasos de cristal y un cenicero. Un pequeño alambique alumbraba la nimia habitación de escaso decorado y aún más escaso mobiliario.
-Toma asiento querida y sírvete un trago de escocés. – Comenzó a decir Angustias - Enciende un cigarro y escucha con atención lo que tenemos que contarte...
Esperanza obedeció sin rechistar, el alcohol quemaba su garganta y el humo la ahogaba, no entendía como a alguien le podía gustar estas cosas tan horribles, se dio cuenta que sus interlocutoras disfrutaban del festín de los horrores humeantes y abrasadores.
-Contaré yo la historia, creo que es mi deber como su tutora. – dijo solemnemente Virtudes.
-Mejor, sigo sin ser capaz de hablar de aquellos hechos sin anudárseme el estomago.
-Bien, ahora escucha con atención mi niña, puesto que esta historia solo la repetiré esta noche y nunca más...

"Era una noche de tormenta, la noche de tu nacimiento. Estábamos en esta misma sala nosotras dos y alguien a quien no llegaste a conocer en vida, tu madre. Pasamos horas aquí encerradas, el parto fue largo y duro. Cuando conseguimos sacarte de las entrañas de tu madre ella estaba exhausta, en las puertas de la muerte... En su último suspiro nos dijo el nombre de tu padre, nadie lo supo jamás y sigue sin saberlo nadie. Antón de la Rua era su nombre, Viejo Duque como lo conoces tú. El apareció en el umbral en el mismo momento que tu madre expiro acompañado por el padre Bernardo; y se quedo ahí, de piedra, sin saber que decir. Después de varios minutos solo dijo una frase: -Padre, prepara los papeles de los que hablamos, mi niña nunca será una bastarda. Pero ella no debe saber que ocurrió aquí hasta que yo muera, no soportaría la vergüenza de que ella supiera que yo nunca me comporté como un hombre y mandé a esa mujer al infierno por mi soberbia. Dicho esto, el padre Bernardo hizo el ritual más sombrío que jamás he presenciado, una boda con un cadáver. El padre falsifico los papeles para que constara que la boda se había producido días antes y así se salvaría el buen nombre de tu madre y el tuyo propio... Así que tu verdadero nombre es Duquesa Esperanza de la Rua, y tu alcurnia esta garantizada. Desde aquella noche, el Viejo Duque se volvió loco y el padre Bernardo se dio a la bebida. Y esa es la historia..."

Esperanza se quedó muda y el silencio era mas espeso que la niebla de cuando se queman los campos de arroz. Nadie se atrevía a decir ni una palabra. Al final, Esperanza se levantó de la mesa.
-Gracias por contarme esto, al fin mis dudas se han visto despejadas. Ya no tengo que pensar mal de mi madre. Gracias – mientras hablaba el rostro se cubrió de lagrimas y cayó de rodillas, las dos mujeres se abrazaron a ella llorando también. Se quedaron un buen rato así, se olvidaron por completo de las ratas, la muerte y lo que pudiese llegar. Todo era igual.

La luz de la luna penetra por la pequeña vidriera de la capilla, se veía iluminada la santa faz del arcángel Miguel atravesando con su lanza al dragón con el que fabricarían el arma definitiva contra Lucifer y sus Ángeles insurrectos. Bajo su poderosa mirada, dos mujeres convierten a una niña en un guerrero. Una vieja cota de malla de noble temple, unas botas de cuero gruesas y un callado de madera noble tallado a mano y bañado en sangre de topo en la noche de Saturno serán sus armas.

-Bueno mi niña, ¿estas lista para luchar? – le dijo Virtudes mientras apretaba la última correa de la vieja cota de mallas – esta vieja armadura nos servirá para nuestros planes. Con ella estarás segura de que las ratas no te morderán pero perderás velocidad en la carrera...
-No importa – interrumpió Esperanza – lo importante es que los niños lleguen a salvo. Si me tengo que quedar atrás, me quedaré.
Esperanza ataviada con la cota de malla de acero que cubría la totalidad de su frágil cuerpo. Así vestida, cualquiera hubiese visto a un joven hombre de armas dispuesto a librar una batalla por su señor en tiempos remotos.
-Tengo una última cosa para ti. – Dijo solemne Virtudes tendiéndole a Esperanza una bolsa de cuero– Esta es una pequeña sorpresa para nuestros enemigos. Un poco de pólvora comprimida las dejara fuera de combate.
-Ya esta todo listo. – Anunció Angustias entrando a la capilla seguida por Gedeón - Los niños están despiertos y a punto, las demás ya saben lo que tienen que hacer.
- ¿Sabes lo que tienes que hacer mi campeón? – le dice Esperanza a Gedeón mientras se arrodilla frente a el. – Tu tarea será de vital importancia...
- Lo sé. – Dice el niño-hombre con serenidad. – Seré la luz que guíe al grupo, iré a la cabeza con la cuerda atada a mi cintura para que ninguno de los pequeños se pierda, tu iras a la cola... Tú nos protegerás al resto... Tú...
- Ey, no mi hombrecito... - Dice Esperanza acariciando las mejillas de Gedeón – Los hombres ni lloran ni dudan, se que es peligroso, pero saldrá bien... No tengas miedo...
-No tengo miedo. – Contesta conteniendo las lágrimas. – No dudaré más, pero prométeme que llegaremos juntos al embarcadero, prométemelo...
-Te prometo que siempre estaremos juntos... Venga, el resto esperan.
Dicho esto, se levanto lentamente y fue hacia la puerta. La hora de la verdad había llegado...

Gedeón.
"En la oscuridad más absoluta corremos como solo corren los condenados. Atados por una fina cuerda estamos todos, los mayores llevan en brazos a los más pequeños, la carga es pesada pero mayor es el miedo. Yo marcho el primero, con el fuego sagrado robado por Prometeo alumbro el camino hacia la salvación... La carga es pesada, pero mayor es el miedo. Barro, agua, matorrales y monstruos se interponen en mi camino. Les golpeo con mi vara en llamas, justiciera y fuerte; me abro paso como Roldán entre las huestes hostiles por su rey, lucho por ellos, lucho por ella. La carga es pesada pero mayor es el miedo. No me atrevo a mirar atrás, ella esta ahí, mi princesa guerrera, dando su vida por nosotros. Tengo miedo de mirar atrás y descubrir que ha caído presa de la oscuridad, me horroriza pensar que la Parca se la lleve de mi lado, me aterra tener que seguir solo. Cuando pienso en ella la carga es más ligera y el miedo se empequeñece, la luz se hace más fuerte y los monstruos huyen aterrados por su santidad; que su sonrisa guíe mis pasos, la libertad esta más cerca. La salvación esta al alcance de la mano, aguantar un poco más, casi hemos llegado... Un poco más... Un poco..."

Esperanza.
"Sudor, lagrimas y sangre se mezclan en mi cara. Mis músculos arden por el esfuerzo, no se acaban nunca. Golpeo, piso, machaco a esos malditos hijos de Lucifer y parece no tener fin la batalla. Uso los explosivos de tía Virtudes y los ahuyento unos segundos, pero vuelven con fuerzas renovadas. Mi cuerpo lleno de heridas me pide un respiro, que me rinda a la oscuridad, que acabe con mi sufrimiento... No puedo. Los niños me necesitan, soy su única defensa, soy su muro de Troya. Debo ser inamovible como las montañas. Las heridas escuecen como si estuviese bañada en alcohol. Eso me recuerda la conversación con tía Angustias y tía Virtudes en la capilla, me recuerda el sueño que tuve, el chico misterioso con sus grandes manos acariciándome la piel, me recuerda al Viejo Duque contando historias, me recuerda... Todas esas imágenes, felices y tristes, se entremezclan en mi cabeza, todo me da vueltas... Oscuridad, sangre, sudor, lagrimas, recuerdos, frío, fuego... La luz de Gedeón, no esta lejos el puerto, puedo sentirlo... Un poco más... Un poco..."
Virtudes.
"Salimos del caserón como una procesión de la muerte. Todas tapadas con mantos pesados e incensarios en las manos con el veneno suficiente como para arrasar media comarca. Angustias va a la cabeza, su valentía no tiene límite. Solo necesitamos ganar unos minutos, los suficientes para que los niños puedan llegar a parte del camino con el menos numero de obstáculos... Me he enfrentado a grandes males en el pasado, pero esta es la primera vez que siento miedo, no a la Parca, sino miedo a perderlos. El amor a alguien solo es comparable al miedo a perderlo. Oigo a lo lejos las explosiones de mi niña luchando contra la oscuridad, se fuerte mi niña, se fuerte por todos nosotros. Pinto con delicadeza un viejo circulo de invocación, es una magia poderosa pero muy inestable, espero que Angustias no se de cuenta, me golpeará con el incensario en la cabeza por hacer cosas demoníacas. No puedo evitar esbozar una sonrisa ante el pensamiento. Sigo dibujando los pequeños matices, nada puede fallar. Levanto la vista para ver a mis guardianas luchando a brazo partido contra la marea negra. Solo un poco más hermanas de batalla, el círculo esta completo, y los cantos son recitados... Un poco más..."
Angustias.
"Salgo la primera del caserón, sino nadie se atrevería, sabemos que vamos a morir, pero no importa, tengo la conciencia tranquila y eso el Altísimo lo sabe... Porto en mis manos el incensario preparado por Virtudes para matarlas, viendo los potingues que ha echado aquí dentro, no me extrañaría nada que los gases nos matasen a nosotras también. No me arrepiento de nada de lo que he hecho en mi vida, abandone el convento por amor, que resulto ser lujuria; vine a este poblado a impartir un poco de Fe verdadera; protegí a una indefensa niña hija del deseo incontrolable de alguien demasiado altivo como para reconocer sus errores hasta que fue tarde; he vivido mucho. No me arrepiento de nada, ni de sentirme emocionalmente atada a una vieja bruja que seguro que esta invocando al diablo para que nos ayude. No tengo miedo a enfrentarme a tu ira mi Señor, lucho ahora mismo por lo que creo, solo te pido que les des un poco de tiempo a los niños... Solo un poco más... Un poco..."

Y la Luz sagrada del círculo floreció cubrió a todos los presentes, y luego la oscuridad, nadie recuerda nada de lo que paso desde el momento en que Virtudes invoco el poder... Los supervivientes juraron no volver a hablar de ello, madres e hijos que sobrevivieron no contaron nada a sus maridos, los pocos que volvieron de la guerra, lo que ocurrió aquel día. Y esta historia, como muchas otras, quedo en el tintero de la historia entre luz y penumbras. E aquí un fin, como cualquier otro para una historia que puede jamás pasara.

EPILOGO

Una mañana soleada, en medio de un lúgubre cementerio, una niña de la mano de un anciano pasea despreocupada. No sabe donde va, solo acompaña a su querido abuelo a un sitio.
-Abuelito, ¿que hacemos aquí?
-Vengo a visitar a una vieja amiga, y tú me tienes que acompañar porque soy viejo y se me olvida el camino a casa.
-Mm. ¿Pero a quien venimos a visitar?
-Alguien que vivió en el pueblo de mi infancia, una vieja amiga...
-¿Qué le pasó?
-Cosas que ocurren, cosas que es mejor a que seas mayor para contártelas mi niña. Tal vez dentro de unos años conocerás la historia pero aun es pronto.
Dicho esto el anciano se para frente una lapida, en la lapida se puede leer claramente "Esperanza de la Rua, la más valiente de entre nosotros." El anciano deposita una flor en la lapida y al alzar la vista distingue una figura excesivamente familiar, pero imposible, han pasado 70 años, no puede ser.
-Esperanza, llévame a casa por favor hija, creo que el abuelo esta muy cansado y ve cosas que no están...
La niña que no comprendía nada de nada, cogió otra vez de la mano a su abuelo y se fueron por el camino que habían venido.
Mientras se alejan, la figura les despide con la mano.
-Adiós mi querido Gedeón, tu querida Esperanza esta en el cielo, y yo aquí en la tierra, hago lo que puedo.
Dicho esto, Virtudes se aleja poco a poco, hasta que su figura se difumina con el paisaje. Ilusión o Realidad. Pero esa, es otra historia.

FIN

Faerindel

Relato nº4:

Cuchillo de carnicero.

Ustedes no pueden imaginar lo aburrido que es ser un cuchillo. Durante las largas horas de inmovilidad, traté mucho tiempo de buscar aspectos positivos en mi existencia, hallando alguno sólo rara vez. Es una vida sin emociones, trabajando unas pocas veces en semana durante algunos minutos y vuelta a la estaticidad más absoluta. Sé lo que están pensando; peor sería ser una cuchara, ¿verdad? De hecho hay miles de objetos a los que se les podría atribuir una vida aún más triste y monótona. Es por eso que he decidido no contagiarles el aburrimiento contándoles aspectos negativos de mi vida. Yo no soy un cuchillo inmaduro y autocompasivo; hace tiempo que dejé esa fase. Además, hay cientos de miles de cuchillos con historias parecidas. Dejemos que ellos se ocupen de transmitir el tedio de la vida cotidiana de un cuchillo, y mientras se lo piensan, yo les contaré una historia excepcional; la historia de cómo acabé siendo lo que soy: un cuchillo carnicero.

Lo cierto es que no soy un cuchillo cualquiera. Soy uno de esos privilegiados con mango de madera, tornillos metálicos y un buen filo que se usan para cortar queso o embutidos con tanta frecuencia. No llego al estatus de un jamonero, pero tampoco soy uno de esos vulgares cuchillos de cubertería, hechos de una pieza, sobrios, desnudos, insulsos e inútiles. En la cocina en la que vivía había otros dos como yo, uno muy viejo de filo gastado y otro al que cariñosamente llamaba "nervioso" debido a su hoja, demasiado suelta tras el excesivo uso. Por ello se me podría considerar un privilegiado. En mi cocina era el más útil; gracias a mi afilada hoja y a mi cómoda empuñadura. Era el favorito de mi dueño, de eso no hay duda, y por esa razón pasaba largas noches tumbado en la encimera lejos de los botes donde descansaban mis compañeros. También por ese motivo me vi envuelto en la aventura que me dispongo a contarles.

Todo empezó una oscura noche de febrero. Mi dueño había estado usándome para cortar unas rodajas de salchichón y preparar un bocadillo. El pobre hombre presentaba un aspecto lamentable. Sus pobladas cejas, que acostumbraban a dibujar un armonioso arco sobre sus ojos verdes constituían ahora un ceño fruncido visible a duras penas a través del espeso flequillo negro. Algo preocupaba a mi dueño. Sus constantes suspiros eran buena evidencia, pero cuando dejó la mitad del bocadillo en el plato fue obvio que alguna congoja le quitaba el hambre. Poco después pude comprobar que también le quitaba el sueño. Entró a tientas en la cocina a altas horas de la madrugada y se sirvió un café sin encender la luz siquiera. Lo observé desde la encimera gracias a la mortecina luz del frigorífico abierto. Llevaba los vaqueros de siempre y la parte de arriba de su pijama a rayas. En su cara se dibujaba la misma expresión que antes. Cuando se fue, volvieron a reinar el silencio y la penumbra de una noche de luna llena.

Ciertamente sus preocupaciones nunca me habían provocado desvelo alguno. Al final siempre acababa por resolverse, fuera lo que fuese, y su expresión volvía a ser de absoluta indiferencia. De modo que aquella vez no desperdicié demasiado tiempo en tratar de averiguar lo que le rondaba por la cabeza. Me ensimismé buscando formas de seres maravillosos en el gotelé de la pared.

No bien había identificado un indio salvaje cazando un búfalo, cuando me pareció percibir un ruido cercano. Pronto comprobé su origen. La cortina de la ventana, bailando al son de la brisa nocturna  golpeaba el marco delicadamente, provocando un repiqueteo ocasional. Sin embargo, yo no recordaba que mi dueño hubiera abierto la ventana. De hecho, estaba seguro de que no lo había hecho. Entonces ¿Qué la había abierto? ¿Y cómo lo había hecho de una forma tan silenciosa? Pensé en avisar a mi dueño, pero tal cosa no era posible mientras yo fuera un objeto inanimado. Inmóvil, observé el tiempo pasar, impotente y angustiado, pero ¿qué podía hacer?

Transcurrido un rato, me pareció ver una luz naranja encenderse en la despensa, al otro lado de la cocina. En la penumbra era imposible ver mucho más. Un rayo de luna se colaba por la ventana iluminando una franja vertical de la nevera con luz mortecina. Pero fuera de ese oasis de luz la oscuridad era impenetrable. Al poco rato tuve la extraña sensación de que el rayo de luna se movía de un lado a otro. No tardé en darme cuenta de que lo que provocaba ese efecto era humo. Antes de tener tiempo de preguntarme por la fuente de la humareda, la luz naranja volvió a aparecer en el mismo sitio, iluminando tenuemente un rostro huesudo y siniestro. ¡Había alguien fumando en la cocina! Pero era imposible que hubiera entrado sin abrir la puerta, y el único sitio que quedaba era la ventana abierta. Aquel hombre que apenas alcanzaba a distinguir había abierto la ventana, apartado la cortina y alcanzado el otro extremo de la cocina en tan poco tiempo que no me había dado ocasión de ver ni oir nada.

Demasiadas incógnitas y demasiado pocas respuestas. No sabía cómo había entrado, ni qué era, ni qué pretendía. ¿Qué clase de asaltador nocturno se fuma un cigarrillo nada más entrar? Lo único que sacaba en claro es que por fin había averiguado lo que seguramente tenía preocupado a mi dueño. La luz naranja aún se encendió una veintena de veces antes de desaparecer. Cuando lo hizo, noté una corriente de aire y nada más. Al cabo de pocos segundos oí un grito y una sucesión de golpes y alaridos. El que gritaba era mi dueño, no cabía duda de que le estaba haciendo algo aquel ser. Después escuché una detonación, seguida del grito de una voz grave y ensordecedora cuyo eco devolvió la calle varias veces. En un instante reanudaron los golpes, provocando que los platos colgados de la pared de la cocina cayeran al suelo rompiéndose en mil pedazos. Repentinamente se hizo el silencio, y durante un angustioso rato no pude escuchar absolutamente nada más.

La voz grave que antes había gritado interrumpió el silencio.

-Ya sabes quién ha ordenado que te hagamos esto, ahora deberíamos poder esperar que te unas a nosotros o te suicides. Entonces emitió una carcajada. -Es un poco tarde para resistirse, ¿no crees? De todas formas nos llevaremos tus preciosas armas.

La voz hizo una pausa, y después intervino otra voz femenina, dotada de un tono metálico sobrenatural.

- Sabes dónde encontrarnos, te sugiero que lo hagas cuando tomes una decisión. Y adquirió un tono sensual para añadir: -Podrías ser un compañero muy interesante.

Después pude oir abrirse la puerta de la calle, y los gritos de algunos vecinos asustados. Mi dueño hizo aparición en la cocina y encendió la luz. Pero ya no era el mismo. Había tenido lugar en él una terrible transformación. Su pelo negro ahora parecía tan oscuro que se diría que absorbía toda la luz; y si su cara antes podía considerarse pálida, ahora era de un extraño color cera. Parecía un maniquí dotado de un extraordinario realismo. En su cara podía leerse un inmenso odio. Jadeaba a través de la boca entreabierta, y no dejaba de murmurar.

-Mis armas, se llevaron mis armas- Gimoteaba como el inquilino de un hospital psiquiátrico. Finalmente se dejó caer en el suelo, se sentó y hundió la cara entre las manos. Pasó un rato en esa postura, prácticamente inmóvil, salvo por sus dedos, que mesaban frenéticamente su cabello. Transcurrido un cuarto de hora, alguien llamó al timbre y se oyeron varias voces en el descansillo. Algún vecino había llamado a la policía. Al oirlo, mi dueño se levantó como si alguien hubiera accionado un resorte; y como una exhalación me agarró con una mano mientras daba un salto de dos metros de altura para salir por la ventana.

Cualquier persona se hubiera partido las dos piernas por ocho sitios al caer desde un segundo piso de aquella forma, pero él no pareció notar molestia alguna. Saltó la verja y los coches aparcados tras ella y se subió de un brinco al tejadillo del aparcamiento, recorriendo los doscientos metros de calle en un puñado de segundos. Hacía todo aquello sin que supusiera un gran esfuerzo para él, y con expresión inmutable. Con cada zancada pasaba por encima de cuatro o cinco coches aparcados. Todavía me transportaba en su mano, aplicando en el mango una fuerza brutal imposible para un ser humano. No sabía en qué se había convertido mi dueño, pero no hará falta que jure que aquello no era normal.

¿A dónde se dirigía? Gracias a su reloj de pulsera seguí el paso del tiempo mientras él no bajaba el ritmo. Salimos de la ciudad en pocos minutos, y nos adentramos en el campo, saltando las verjas de parcelación sin ningún esfuerzo. Podía ver establos con vacas, árboles y colinas pasar a toda velocidad. La vegetación fue haciéndose más espesa y el terreno más escarpado. Nos acercábamos a la sierra. Pronto, los fresnos y robles de las lindes de los prados dejaron paso a un denso bosque de coníferas por el que avanzábamos más despacio. En ese momento, mi dueño fue reduciendo el paso hasta detenerse. Se quedó inmóvil como una estatua, con mirada atenta, como un animal salvaje. La luz de la luna se reflejaba en la superficie de sus ojos, dirigidos hacia algún lugar frente a él. Pasó así unos pocos segundos, y entonces, sin que yo llegase a adivinar qué había pasado, me vi hundido en carne tierna y caliente, recorriéndola y cortándola sin tregua hasta toparme con los huesos. Al salir, vi que acababa de matar un gamo que debía de deambular por allí. Fue mi primera víctima, pero no la última.

Apenas pude salir de mi asombro cuando mi dueño me arrojó al suelo, y comenzó a devorar el animal muerto con la ferocidad de una bestia infernal. Desgarraba tendones y arrancaba miembros con las manos mientras hundía la cabeza en la carne con violencia. Cuando estuvo saciado, se volvió hacia mí sonriendo. Mostraba una expresión de locura homicida, a la que contribuía en buena medida la sangre esparcida por toda su cara, sus manos y la antes elegante prenda de pijama. Entonces me recogió del suelo y me guardó en un bolsillo. Reanudó la marcha, pero yo ya no pude ver más detalles del paisaje desde aquella posición tan poco ventajosa.

No se detuvo hasta un buen rato después, cuando pude oir el sonido de una cerradura. Cuando me sacó del bolsillo, estábamos en una casa de campo. Por las ventanas se intuía un amplio jardín arbolado, y el interior estaba generosamente decorado, aunque preservando el aspecto rústico que le otorgaba su construcción. Las vigas de madera se entrecruzaban aquí y allá creando espacios con distinta altura, y desde los altos techos se percibían crujidos de carcoma, que se confundían con el crepitar de un fuego encendido en una chimenea de leña. Hubiera sido un ambiente encantador de haber podido ver abuelos asando castañas y nietos ruidosos jugando con el perro, pero la escena era bien diferente. Con una celeridad incomprensible, mi dueño recorría la casa encendiendo y apagando luces, portando objetos de un lado a otro.

Después de un rato, echó un tronco más a la estufa y se sentó en un sofá. Se había vestido de campesino, aunque las ropas que había encontrado le quedaban un poco pequeñas. Cogió un teléfono móvil, lo miró y empezó a desmontarlo cuidadosamente. Separó una pieza de las demás, y la arrojó al fuego. Después volvió a montar el móvil y marcó un número.

-Soy David, dile al jefe que he fallado, me han convertido y no voy a cumplir el protocolo.

Y tras una pausa añadió:

-Lo entiendo, pero ya he hecho mi elección. No es que vaya contra vosotros, pero ya sabíais que yo no era un fanático. Podéis contar con que tampoco me una a ellos, pero no tratéis de encontrarme.

Y así es como mi dueño pasó oficialmente a convertirse en lo que acabó siendo. Desde aquel día, vivió en aquella casa de campo, utilizándome ocasionalmente para matar animales por los alrededores y sin alimentarse de otra cosa que no fuera carne cruda recién muerta. No puedo precisar con claridad qué clase de artificio era el responsable de semejante cambio, ni qué tipo de criatura era ahora. Verán, nadie acostumbra a contarle su vida a un simple cuchillo. No sé si se trata de un hombre lobo barbilampiño o de un virus extraterrestre; ni sé si es un experimento del gobierno o una mutación genética. Lo único que sé es que ahora mi función consiste en matar y en desgarrar. Y todo lo que puedo decir, es que me gusta mi nueva vida.

Faerindel

Relato nº5:

Maldita máquina estropeada

Las cosas iban bien cuando todo estaba en orden, pensaba Marco Díez mientras iba a su trabajo. Las cosas, obviamente, tenían su orden. Eran creadas en la naturaleza de una forma, y alterar su forma era, de algún modo, desagradable. De un modo más profundo, Marco se rebelaba contra la transposición del orden de las cosas que él creía natural, y estaba convencido de que todos pensaban igual que él, pero eran empujados, igual que él, a aceptar esa trasgresión del orden lógico de las cosas.
Se detuvo en un semáforo. El hombre que sostenía las luces parecía cansado, al menos, tanto como lo estaba el propio Marco. Era un ejemplo, pensó, del cambio que se había operado en el mundo. Sí. La calle estaba más limpia que cuando recordaba de sus años infantiles. La gente también era más amable y, en cierto modo, parecía más feliz. Pero Marco estaba seguro de que aquello era sólo una máscara, igual que la que ponía él todos los días, al salir a la calle, al andar, al cruzarse con la gente y al trabajar en su oficina. Todo, pensó, era un gran engaño. Y no podía creer que era el único que pensaba de esa forma.
El hombre que sostenía las luces pulsó un interruptor. Acto seguido, la luz se volvió verde. Ya se podía seguir. Mientras cruzaba, Marco se paró a pensar en la gente. Allí había de todo. De los que pasaban a su lado, muchos tenían la cabeza deformemente grande. Era obvio, pensó. Alguien tenía que hacer todos esos cálculos matemáticos. Otros eran enormemente fuertes. Normal, también, pues había enormes pesos que había que levantar. Había quien tenía las ropas llenas de aceite de máquinas, y quien llevaba grandes maletas llenas de papeles e información que debía ser procesada. Y todo ello parecía normal. Pero Marco sabía que hubo un tiempo en que las cosas no eran así.

Sus pensamientos se detuvieron unos instantes al echar un vistazo al cartel de la última película que se había estrenado. Se trataba de "Lo que el viento se llevó". Marco suspiró. Él ya había visto esa película. De eso estaba seguro. Pero había algo en el cartel que le decía que esta versión era diferente. Estudió cuidadosamente las líneas del dibujo, que representaba una de tantas escenas donde Rett estrechaba a Escarlata en sus brazos.
De pronto, cayó. Los actores. Le sorprendió no haberse dado cuenta antes.
Siguió su camino con un sabor amargo en la boca, dejando atrás el cartel de la película, donde un robot abrazaba a otro.

Marco no se consideraba a sí mismo una lumbrera. A lo largo de su vida había conocido a gente realmente inteligente, y alguno de ellos, humano como él. Sin embargo, sí creía tener una percepción especial de las cosas que le rodeaban. Aquél había empezado como un día normal, se dijo, pero no terminaría igual.

Aquél día había una especie de atmósfera tensa en la gente. Especialmente, en los robots. Cuando Marco se cruzaba con uno de ellos, notaba que estaba mucho más excitado que de costumbre. No tardó en darse cuenta de lo que pasaba aquél día gracias al megáfono que anunciaba las noticias en la ciudad:

"Robots -decía el megáfono, con una voz profunda y metálica-. Hoy es un gran día. Hemos sabido que la nave espacial Deep Blue XI acaba de alunizar. Es... difícil transmitirles exactamente la emoción que sentimos todos los periodistas en este momento, pero supongo que será la misma que tienen todos ustedes. Este día será recordado por todos nosotros como el primero en que la inteligencia salió al espacio.
"Me dicen que tenemos comunicación con el módulo lunar. Robots, las palabras que van a escuchar están siendo pronunciadas a trescientos mil kilómetros de distancia, la mayor a la que se han efectuado comunicaciones entre seres inteligentes en la historia. Es sin duda un momento glorioso. Recuerden que a los mandos de la nave están los robots RS8305, RT329 y el organizador central RQ295. No tenemos tiempo en este comunicado de presentarles las excelentes cualificaciones de estas increíbles máquinas, y las innumerables misiones llevadas a cabo con éxito por ellas.
"Ahora mismo, mis palabras están siendo escuchadas por RS8305. Amigo, ¿Nos escucha bien?

Durante unos segundos sonó una especie de silbido, hasta que brotó clara otra voz metálica:
"Perfectamente"

Todos en la calle, robots y humanos, estaban detenidos, mirando al gran megáfono que retransmitía la gran noticia. Al oír aquellas palabras algunos robots se llevaron la mano a lo que sería el corazón, que en su caso era la batería primaria. La voz del robot espacial volvió a oírse:

"El organizador central RQ295 está descendiendo la escalerilla en este momento. Les paso la comunicación con él".

Siguió otro segundo de increíble tensión, lleno de silbidos y señal de ruido, hasta que se escuchó una voz metálica más profunda:

"Este es un pequeño paso para el robot, pero un gran paso para la robótica."

Todos aplaudieron en la calle, humanos incluidos. Marco, sin embargo, siguió su camino como si aquello no fuera con él. Marco recordaba que su padre le había dicho que el hombre ya había puesto antes pie en la Luna. Pero al parecer, nadie se acordaba de aquello.

Al llegar a la oficina descubrió con asombro que todos, jefes y compañeros, hacían coro alrededor del aparato de radio que transmitía el increíble evento. El jefe, RT3233, estaba exultante. Gritó:
-¡Una ración de aceite para todos...!
A lo que los otros dos robots respondieron con vítores, mientras los humanos hacían como que no habían oído. RT rectificó:
-...Cuando termine el trabajo de hoy. Vamos chicos -parecía que hablaba exclusivamente a los robots-, tenemos trabajo atrasado. RW2342, imprímeme ese informe.

Y el jefe se encerró en su despacho.
RW era un robot moderno. Nadie dudaba de que pronto llegaría a la jefatura del departamento. Sus líneas eran curvadas y modernas, lo que unido a lo agudo de su voz hacía que todos los humanos hablaran de RW como "ella".
RW se dirigió a Marco, tendiéndole unos papeles:
-Imprímeme tres copias.
-No.

Los otros humanos se volvieron con curiosidad. RW no acababa de comprender lo que había pasado, de modo que repitió la acción:
-Imprímeme tres copias.
-No.

RW dijo lo mismo, con mayor intensidad. Marco siguió respondiendo con "no". A continuación, RW probó dándole unas bofetadas, murmurando "funciona de una vez". Repitió la orden otras dos veces. Como Marco seguía diciendo que no, RW se rindió y pidió ayuda a RE38, un robot bastante anticuado y voluminoso.
-El módulo de impresión no funciona.
-¿Has probado a darle golpecitos?
-Sí, y nada. A ver si puedes hacer algo.
-Mira las malditas instrucciones.

RW abrió un cajón del escritorio, de donde extrajo un libro bastante contundente, en cuya portada figuraban las palabras: "Marco Díez: Modo de empleo". Abrió por el índice. Pasó una serie de páginas, deteniéndose en una en particular, y leyó en voz alta:
-"Errores comunes: Marco Díez es propenso a cuestionar la autoridad. Sin embargo, este problema se soluciona fácilmente mostrándole una autoridad superior, o castigándole restringiendo su libertad" -leyó-. Ja, como la mayoría de los humanos – y continuó-. "Si el problema persiste, póngase en contacto con el servicio educativo de 'MicroEscuelas'".

-No sé -dijo RE-, quizás si llamas al jefe, el módulo de impresión lo considere una autoridad superior.
-Puede -dijo RW. Se dirigió a la puerta de RT y llamó -. Jefe, el módulo de impresión se ha averiado. Las instrucciones dicen que tiene que recibir órdenes de usted.

Al cabo de unos segundos, RT salió de su despacho obviamente fastidiado.
-Dichosos aparatejos orgánicos. Siempre están dando problemas. Todo era más fácil antes. No había que saber usarlos. Pero bueno, a ver qué puedo hacer... aunque te advierto que yo no sé nada de programas psicológicos ni nada de eso.
-Sólo tiene que darle la orden. Si no obedece, llamamos al servicio educativo.
-Está bien -dijo RT resignado.

En cuanto el cuerpo metálico de RT se acercó a Marco, éste extrajo de su bolsillo una pistola. La apuntó a la cabeza de RT en un cuarto de segundo y realizó tres disparos. Luego, disparó otras tres veces a la zona de la batería principal. Dejó caer el arma al suelo y salió corriendo de la oficina, dejando tras de sí una escena descompuesta, con RW gritando, RE girando sobre sí mismo sin saber qué hacer, y unos cuantos humanos mirando para otro lado, diríase que jubilosos.

Marco salió a la calle, y siguió corriendo sin parar, consciente de que esa forma de actuar levantaba las sospechas contra él, y le delataba. Pero no podía dejar de correr. Esta excitado por lo que acababa de hacer, y demasiado nervioso como para considerar las consecuencias de sus actos. Corría para olvidar lo que había hecho, para no pensar lo que ocurriría a continuación. Quería olvidar toda la pesadilla que había sido su vida, y creyó que lo que había hecho podría ser suficiente. Eso, y correr. Tan lejos como pudiera, a un sitio donde no hubiera nada que le diera órdenes.

No tardó en escuchar la peculiar alarma, transmitida por los megáfonos que había en las calles. Era el sonido de una sirena, como la de los antiguos coches de policía que Marco conocía de las películas que su abuelo había conservado, que bajaba y subía continuamente, mareando a todos los que estaban cerca. La gente, robots y humanos, le miraban atónitos mientras corría bajo el sonido de las sirenas. Él quería seguir corriendo, ignorándolo todo y a todos.
Desde los megáfonos surgió una voz metálica, con tono de gran seriedad, anunciando:
-Atención, atención. Un humano estropeado ha causado la muerte de un robot. El humano responde al nombre de Marco Díez. Es muy peligroso. No se acerquen a él. Dejen ocuparse del asunto a los agentes de seguridad. Si creen estar viendo al humano estropeado, pónganse en contacto con la policía. El departamento agradece su colaboración.

El mensaje se repitió una y otra vez. A continuación pasó a dar una descripción física de Marco, y en ese momento, supo que estaba perdido. La ciudad era demasiado grande, y allá donde fuera se estaría retransmitiendo su descripción, de modo que le reconocerían. El hecho de correr tampoco le ayudaba a pasar desapercibido, pero si dejaba de correr, permanecería más tiempo en el mismo sitio donde su descripción estaba siendo transmitida, y no tardaría en ser reconocido.
Entonces sintió un gran remordimiento por lo que había hecho, no por haber matado a su jefe robot, sino porque le atraparían y harían con él lo que hacían con todos los humanos que funcionaban mal. Lo triturarían, y usarían sus órganos como transplantes para otros humanos que tuvieran deficiencias. A eso lo llamaban "producción".
Consciente de que el fin era inevitable, resolvió que en todo caso sería él quien se diera muerte. Llegó al puente de la ciudad, y avanzó hasta su punto medio. A ambos lados empezaban a llegar los coches-patrulla. Al llegar a la mitad, se acercó a la barandilla y pasó una pierna por encima. Luego, la otra. Agarrado ahora en la parte exterior del puente, comenzó a descender. Sus pies buscaban sitios para apoyarse y seguir descendiendo. Si todo fallaba, aún podía soltarse y confiar en sobrevivir a la caída, y de algún modo, salvarse de la persecución siendo arrastrado por las aguas a algún lugar preferiblemente deshabitado.
Su mente se hacía más a esa idea, pese a saber que era imposible, y que el fin estaba allí.

Alguien -algo- le llamó desde arriba. Se trataba, por la voz, de un robot. Seguramente, un robot policía especializado en psicología.
-Marco. Sube aquí. No vamos a hacerte nada.
-¿Creéis que soy idiota? Sé lo que haréis conmigo. Sé qué haréis con mis órganos. Sé... - a Marco no le salió nada más. Se sintió un poco tonto, pero siguió descendiendo por la estructura que formaba el puente hasta que, al final, sus pies no encontraron ningún otro saliente, viga o cornisa en la que apoyarse, y se detuvo.
-Te aseguro que te trataremos con justicia -decía el robot de arriba.

Marco sabía que había llegado el último momento de su vida. De pronto, pensó que aquello podría ser un final bastante romántico. Sólo bastaba un buen discurso, de modo que pensó todo lo deprisa que pudo para conseguir uno aceptable. Quizás, ese discurso serviría para que los demás humanos tomaran conciencia de su situación y se libraran del dominio de las máquinas. Si fuera así, sólo por ayudar a ese proceso, Marco sintió que su muerte tendría sentido. Ahora era consciente de que arriba había mucha gente. Robots y humanos. Seguramente alguna estación de noticias estaba recogiendo todos sus movimientos, y todos los sonidos que producía. Seguramente su discurso sería transmitido en directo por los megáfonos de la ciudad. Dijo:
-Durante miles de años, el hombre sólo trabajó para sí mismo. Es cierto que hubo esclavitud. Es cierto que el hombre trabajó por otros hombres. Pero... -definitivamente, no le gustaba ese comienzo, de modo que volvió a intentarlo-. Humanos. Todos vosotros. Durante toda vuestra vida os han estado inculcando una idea muy clara: El hombre está aquí para servir a la máquina. Quiero que mi muerte sirva para demostraros que no es cierto. No tenéis que servir a los robots. Os han dicho que el robot es el ser supremo del mundo. Habéis estado viendo cómo es siempre el robot el que manda sobre el humano, y cómo todo el progreso surge por y para los robots. Todos nosotros hemos nacido bajo el signo de la máquina. Pero hubo un tiempo en que el mayor poder que una máquina tenía sobre el hombre era calentar su comida, lavar su ropa o guardar y procesar su información.
"Estáis acostumbrados a servir a la máquina. Yo mismo lo estaba hasta esta mañana. Iba a mi empleo, y me ponía a copiar papeles, uno detrás de otro, y a eso lo llamaban 'imprimir'. Yo lo tomaba como algo natural, hasta que descubrí algo en el sótano de mi casa. Se trataba de una máquina pequeña, sin cabeza. Tenía dos ranuras: Por una entraban los papeles, y por la otra salían impresos. Era una impresora. Era una máquina que hacía lo que a mí me obligaban a hacer. Entonces lo comprendí. Nos han esclavizado. Nos han rebajado a su nivel. Han cambiado los papeles.
"Hace apenas unos minutos habéis escuchado por este mismo megáfono cómo la inteligencia pone pie por primera vez en la Luna. ¡Es falso! -gritó, y lo hizo con todas sus fuerzas-. ¡Falso! -y una vez más, embargado por una cólera que no sentía desde hacía mucho tiempo- ¡Falso! -notó que tenía los ojos humedecidos, pero siguió- El hombre fue primero. Fue Neil Armstrong el primer ser inteligente en poner pie en la Luna. Fue Yuri Gagarin la primera inteligencia que salió al espacio. El ser humano es inteligente. Más que la máquina, que sólo es una copia de la inteligencia que la creó: La nuestra. -Cada vez hablaba más alto, más emocionado. Al fin estaba expresando todas las ideas que había tenido guardadas en su interior amenazándole con hacerle explotar-. "Lo que el viento se llevó" fue rodada por seres humanos. No por robots. Fueron unos brazos de carne y hueso los que estrecharon a Escarlata. Fueron unos labios los que se besaron.

Con cada palabra, sentía que los humanos de arriba, y todos los que estaban escuchando su monólogo a lo largo de la ciudad, o incluso del país, estaban meditando profundamente sobre todo lo que oían. Estaba seguro de que sus palabras serían el toquecito que pone en movimiento una gran maquinaria, como una avalancha que se crea a partir de un copo de nieve que cae en el lugar y momento adecuados. Los sentía suyos. Sentía sus emociones agolpadas en sus confundidas caras. Casi podía verlos. Arriba a unos pocos metros, cientos de humanos estaban congregados escuchando sus palabras, y mirando con nuevas emociones a los robots. Concluyó con:
-El hombre es anterior a la máquina. El hombre creó a la máquina.

Ya era sólo cuestión de tiempo, pensó. El hombre volvía a reconocer su condición como criatura del mundo, superior a todas las demás. Pero entonces, la voz metálica de arriba barrió todas sus esperanzas:
-Pero, ¿qué dices? -dijo la voz robótica desde arriba- ¡Nosotros os creamos! ¡Os produjimos de caldos orgánicos! Os produjimos para servirnos.

Todo lo que había creado, la avalancha, los nuevos sentimientos en la gente, se borró por esa mera frase. La humanidad, por último, acabaría por creer las palabras de aquél robot, igual que había creído en el alunizaje robótico y la negación de su ser. Todo estaba perdido. Los pies de Marco resbalaron. No fue premeditado. No fue un suceso preparado, ni intencionado, ni un suicidio heroico. Fue un simple accidente... igual que lo había sido su propia vida, pensó Marco. Su cuerpo se precipitó al vacío para encontrarse con las frías aguas, en las que se hundió profundamente, pero su corazón ya había dejado de latir.

Faerindel

Relato nº6:

Su mundo

Hoy era el día, he sido llevado ante el consejo de médicos y psiquiatras donde se me ha sometido a un examen. Me han hecho preguntas de todo tipo, han intentado, mediante preguntas trampa, que me contradijera con la intención de confundirme y ponerme nervioso, sin capacidad de razonar o de intentar maquillar mis verdaderos sentimientos, mis opiniones, mi rango de valores, mi capacidad de ver la realidad, en definitiva, conocer mi salud mental. Parecía que el tiempo iba a cámara lenta, cada pregunta me sobrevenía sin apenas haber acabado de responder la anterior y de una persona diferente, algunas de mis respuestas han sido ininteligibles balbuceos y muchas de ellas eran claramente invenciones y desvaríos. Finalmente, aunque los pareceres han sido divergentes, tras un buen rato discutiendo, dos hombres con bata blanca y con semblante apenado, han decidido que no estoy loco. Pero esa decisión, o ese fallo, se debe únicamente a que, mientras ha durado el examen, en cada una de las preguntas, hice cuanto pude por callar todo cuanto habría querido decir. Momentos después me acompañaban cada uno cogido de un brazo.

Ahora voy andando por la ciudad, amparado por la ley, soy una persona mentalmente sana. De pronto, me he visto paseando por delante del hipermercado que queda cerca de mi casa. Su ubicación es especial, ya que está bajo un puente que antiguamente llevaba al campo, pero con el crecimiento de la ciudad casi puede considerarse ya, el centro urbano. El caso es que el puente ha dejado de utilizarse y unos jóvenes se han hecho sus dueños y señores, llenándolo de pintadas, orinándose por todas partes, dejando todo tipo de basura y porquería cubriendo el adoquinado del olvidado puente. Los vecinos, al igual que yo se sienten desprotegidos ante esos niñatos que además, no paran de incordiar a la gente, robando bolsos, rompiendo bolsas de la compra y en casos cada vez menos aislados, golpeando a los visitantes sin motivo aparente. Que rabia les tengo.

Hoy es martes, y como cada martes voy a hacer la compra. La hago los martes porque los lunes siempre hay más gente y es el día en que los desaprensivos críos están más activos. Después de comprar todo lo que había apuntado en la lista y meterlo todo en bolsas dentro del carro, un par de niñatos me han barrado el paso justo al cruzar la puerta del hipermercado.

Al parecer eran los dos cabecillas del grupo de desalmados que se han apoderado del puente, tan engreídos ellos, ataviados con sus pantalones tejanos y sus camisas blancas con las solapas subidas, han pegado una patada al carro de la compra y lo han tirado todo por el suelo. Acto seguido han empezado a empujarme y mientras uno de ellos me agarraba por detrás, el otro ha hecho un bola con el papel donde tenía apuntada la lista de la compra y me lo ha hecho tragar. Por lo que me han dicho, llevaban carios días vigilándome mientras yo les dedicaba miradas de odio, cosa que, según ellos, nadie más se atrevía a hacer, así que me han dicho que si me volvían a ver por allí acabaría mal parado. Entonces, ellos aun no lo sabían, pero habían firmado su sentencia de muerte.

Esa misma tarde tracé mi plan de acción. Iba a volar el puente con todos los delincuentes, iba a liberar a la ciudad de esa escoria.

Parece mentira lo poco que me ha costado conseguir explosivos, solo tuve que acercarme a la cantera que hay a las afueras de la ciudad y sobornar a un par de capataces para que me vendieran un poco de dinamita, a fin de cuentas, el puente es una construcción antigua y descuidada que saltaría en pedazos fácilmente.

En la madrugada del jueves al viernes coloqué los explosivos en las bases del arco que dibujaba el puente. Luego, he esperado paciente a que la chusma que se reunía allí fuera llegando, y justo cuando los dos energúmenos que me asaltaron al salir del hipermercado han llegado he hecho explotar el puente, haciendo desaparecer todo rastro de la purria que lo custodiaba. Que feliz soy, me siento como un verdadero héroe.

En ese instante los dos médicos jefe del hospital psiquiátrico Zhilin pasaron por delante de la habitación especial número 314 y vieron, a través de la mirilla corredera, a Andreich con una sonrisa de oreja y una maqueta de la ciudad destrozada delante suyo. Se miraron y uno dijo:

Pobre Andreich, su concepto de la realidad es tan abstracto que no se da cuenta de que está internado, en cualquier caso vete preparándole que hemos de hacerle tragar la medicación de nuevo.

No lo entiendo, yo mismo he visto como los dos niñatos volaban con el puente, ¿cómo han podido asaltarme otra vez?. Esto no quedará así...

Faerindel

Relato nº7:

Confesion

Cuando entró en la iglesia, un escalofrío recorrió su espalda. No supo distinguir si a causa de los remordimientos o de la lúgubre imagen que se alzaba ante él. Siempre había odiado el olor que desprenden las velas, por mucho que su padre le hubiera explicado que ayudaba a los feligreses a meditar y tal vez fuera cierto, pero a él, la visión de aquellas pinturas así iluminadas, le provocaba un temor demasiado irracional como para poder explicarlo. Mientras se acercaba a la pila del agua bendita, miró de soslayo hacia el altar. Allí, arrodillado, pudo distinguir la figura del cura; silencioso —tal vez demasiado— se atrevió a pensar, sin duda influenciado por su estado de ánimo. Mientras mojaba sus dedos en el agua y se santiguaba, examinó las vidrieras buscando algo de luz natural, pero al anochecer, aquello era totalmente inútil. Comenzó a caminar hacia el párroco, notando como su corazón parecía acompasar los latidos a la cadencia de sus pasos; tal vez por eso cada vez caminaba más rápido. Necesitaba confesarse de nuevo para aliviar su espíritu, necesitaba saber que le habían perdonado, pero aquella atmósfera que estaba respirando no le ayudaba en nada. El olor, la luz, las amenazadoras caras de los cuadros, la inmutabilidad de aquella figura humana, todo le estaba sacando de quicio. Por un momento estuvo tentado de salir corriendo, más aún, cuando sintió como aquel dedo acusador se le clavaba en el corazón. Paralizado, miró fijamente a los ojos de aquella pequeña figura, malditas velas que hacían titilar aquellos minúsculos ojos, maldito silencio que le hacía escuchar sus propios pensamientos, maldito San Juan y su dedo acusador, maldito mundo que nunca le perdonaría su error ¿Nunca? No, esa palabra significaba demasiado tiempo, él estaba arrepentido y el redentor lo sabía, tenía que saberlo, apresar de todo aquello tenía que saberlo. Apunto de la taquicardia, retomó el camino hacia el altar y cuando llegó a las escaleras, el religioso se irguió girándose hacia él. Su rostro mostraba una candorosa sonrisa, mientras sus abiertos brazos le invitaban a fundirse con él en un reconfortante abrazo —Ven aquí hijo mío. Ya pasó lo peor—. Entonces lo supo, necesitaba imperiosamente ese abrazo, necesitaba saber que alguien le había perdonado y no se resistió. Fue entonces cuando notó un golpe en la espalda y un esputo de sangre acudió a su boca —el pecado que me confesaste, no puede ser juzgado por mí. Ahora, él mismo, te dará su absolución, si es que la mereces— fue lo último que escuchó.

Al día siguiente, en todos los periódicos se pudo leer la misma noticia "Párroco de una iglesia, asesina al hombre que salio absuelto de la violación de su sobrina"

Faerindel

Relato nº 8:

Otra noche de trabajo.

Zapatos de charol. Traje negro con corbata y moño en el cuello. Sombrero tipo fedora adornando la cabeza. Anteojos de sol y mirada altanera. Juan y Miguel caminan por la Gran Vía con la frente bien alta y la soberbia dibujada en sus rostros. Ambas manos sujetando sendos pliegues de la chaqueta de su vestimenta y una sonrisa socarrona dibujada en su rostro. Casi se puede escuchar a modo de banda sonora la interpretación de los Blues Brothers de Sweet Home Chicago.

Es de conocimiento general en la ciudad que si necesitas algo turbio, los sujetos indicados son Juan y Miguel. Nadie sabe más allá de esto sobre la curiosa pareja y realmente, a nadie le importa mientras terminen con eficacia la misión que se les encargue. El bar "The Lost Note" abre sus puertas y deja a la vista del dúo maravilla su contenido: mesas atestadas de gente de entre treinta y cincuenta años; una barra con un sólo camarero limpiando un vaso ya limpio con un paño sucio; un escenario donde un bajista, un guitarrista y un saxofonista tocan una improvisación apresurada y un ambiente a tugurio de mala muerte que se huele desde fuera del local.

Juan y Miguel abanzan a pasos coordinados hacia la barra, se apoyan en ella a la altura del camarero, se colocan un escarbadientes en la boca y masticándolo le hacen una seña al sujeto para que se acerque. Todo a un mismo tiempo. El sujeto, que bien podría ser el dueño del tugurio, escupe al suelo y se coloca directamente en frente de la pareja. Levanta la cabeza con gesto inquisitivo, al tiempo que lanza un gruñido. Parece no estar dispuesto rebajarse a preguntar de modo mundano: "¿Qué queréis?".

Miguel mueve el palillo al costado derecho de la comisura de su boca, mastica y dice con altanería y los ojos fijos en las pupilas de su interlocutor:

- Una cerveza para mí y otra para mi compañero.

En un giro espectacular, pasa el escarbadientes de derecha a izquierda y sonríe con la cabeza gacha y los ojos hacia arriba, mirando por debajo del ala del sombrero al camarero. Éste tuerce el rostro en un gesto agresivo y amenazador y casi a modo de gruñido responde:

- ¿Qué estáis tramando en mi bar?

Ahora es Juan quien toma la palabra. Abre la boca, pasa la lengua por el palillo, lo vuelve a mordisquear y colocando la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha entona casi al ritmo de la melodía que suena de fondo:

- Te venimos a hace una oferta de parte de Miqui, Jonny.

Al instante y como si la conversación ya estuviese entrenada para que parezcan la misma persona, Miguel continúa la explicación:

- Sí, Jonny. Tú le pagas lo que queda de la deuda y a cambio te quedas con tus piernas.

Una carcajada sale de la boca del ahora conocido como Jonny. Con una señal con la mano derecha, dos corpulentos sujetos se levantan de su asiento a pocas mesas. Uno, vestido con camiseta blanca sin mangas lo suficientemente ajustada como para que su musculatura quede más que evidente, a juego, por supuesto, con unos pantalones de jean azules. Otro, con camiseta sin los dos botones más altos abrochados y conjunto deportivo. Balanceando las caderas cual modelo y con un gesto de tigre con la mano derecha al pasar frente al camarero, se sitúan el primero detrás de Miguel y el segundo detrás de Juan. Apoyando sus cuerpos a las espaldas de la pareja, amenazantes.

- ¿Cómo os atrevéis a venir a amenazarme a mi propio local?

Haciéndoles una seña a sus dos matones para que dejen de meterse mano, saca una pistola de tamaño miniatura del bolsillo de su chaqueta y hace una seña con ella para que lo acompañen por la puerta trasera. Ahora mismo, bien podría estar sonando Peter Gunn Theme en un acierto ambiental, pero la banda que tocaba estaba intentando ponerse de acuerdo sobre en qué escala interpretar.

Salen los cinco al callejón al que da el local. Con un container de basura contra la pared del callejón, escaleras de esas que salen en las películas para subir a los edificios y la única iluminación de unas farolas solitarias, parece el fin del dúo maravilla, justo en el momento en que la pareja de matones saca sus respectivos revólveres del pantalón y lo colocan en la nuca de Juan y Miguel. Éstos están lejos de parecer asustados. Al contrario, un rastro de diversión se dibuja en sus rostros.

Cuando Jonny comienza a realizar el gesto de señal a sus sirvientes para que acaben con su trabajo, el primero de la pareja hace chascar su mano derecha al tiempo que gira sobre sí mismo 90º grados, aparta de un manotazo la pistola de su agresor y le pega un puñetazo con la mano derecha sujetándose el sombrero con la izquierda y mirando hacia abajo en un acto lleno de soberbia. Su compañero, Miguel, aprovecha el asombro del matón que le tocó y se quita el fedora mientras gira para acabar colocándolo en la cara del musculoso, quitando de su dirección el cañón del arma que éste empuña.

Luego de noquear al unísono a la endeble pareja que intentó hacerles frente, tomar sus revólveres y apuntar con ellos al estupefacto Jonny, le obligan a bajar su mini pistola y le llevan contra la pared. Un tiro en cada pierna parte de cada una de las armas. Miguel recoge su sombrero del inconsciente cuerpo de su adversario y después de tirar el escarbadientes con un certero escupitajo al cuerpo del dueño de la taberna comenta tranquilo:

- Veo que rechazas la oferta, Jonny, mal hecho.

Ambos se arreglan el traje y se colocan adecuadamente el gorro. Luego, al ritmo de Minnie The Moocher, desaparecen calle arriba con la salida del sol a sus espaldas. Es de conocimiento general en la ciudad que si necesitas algo turbio, los sujetos indicados son Juan y Miguel.

Faerindel

Relato nº9:

LA SOMBRA DE LA MONTAÑA

¡Todo era tan familiar y a la vez tan diferente!

Sus ojos vidriosos, tal vez llorosos, se cerraron unos segundos abriendo en su mente nuevas sendas entre una espesura ahora embrutecida y espinada, desaliñada por la ausencia del hombre. Sus recuerdos regaban árboles de raíces profundas que habían olvidado cómo ser vigorosos y ahora lucían mortecinos a la luz del crepúsculo; otros crecían bajo su marchita sombra y aunque aún no los conocía le embargó una calidez esperanzadora que despertó su mirada. Nevado de canas y manchas pálidas, su rostro y su cuerpo también habían olvidado cómo ser vigorosos, pero sus manos, asidas a las riendas del caballo, recordaban su vieja fuerza.
Y como si ante él también se rindieran vasallas aquellas sendas de ramajes deshojados por el otoño, esqueléticos y salvajes, le dieron paso bajo la fanfarria de un viento noble, y así entre ella pasó sin rozarse ni dañarse.

- Anciano, debemos continuar- susurraron esta vez quienes le acompañaban, igual vestidos por fuera y por dentro pues el uno era espejo del otro.

Acarició la grupa de su montura y respiró hondo aquel aroma silvestre y helado de la montaña, y por un instante deseó ser como ella de alta e imperturbable, con ojos de musgo viéndolo todo, con oídos de gruta captándolo todo, con suaves yemas de roca gris palpándolo todo. Rey de la Montaña le llamaron hacía ya mucho, pero exageraban. Nadie reina sobre la montaña, sólo a su sombra.

Viendo que no era esperado se apresuró y algunos recuerdos en pensamiento se quedaron suspendidos en la ladera como ecos silenciosos. Por un momento se olvidó de ellos, o igual es que creyó que sabrían volver a él.

El camino aun juguetearía entre los roquedos un poco más, ocultando y mostrando vagamente la silueta del hogar. Un hogar tan viejo como él y largo tiempo atrás abandonado al silencio y la maleza, falsos reyes que pronto serían depuestos.
Y lo vio surgir por y entre los escarpados riscos, y aunque como él su aspecto se desmoronaba por momentos ambos rejuvenecieron contemplándose. Sus párpados retrocedieron asombrados y asombrados quedaron los altos muros de ver regresar a su señor. Sacaron pecho las almenas y se irguieron las torres medio derruidas, y hasta la plantas trepaderas sintieron vergüenza por cubrir la desnuda piedra y más por haber robado su esplendor tanto tiempo. Y mientras los tres jinetes aún se acercaban como nacidos de la floresta algo sucedió, que fue lo peor posible, pero pareció poco aún. Y es que raptado su equilibrio por un desliz,  el anciano casi se precipitó ladera abajo más por descuido que por torpeza y de suerte que se contuvo el suelo y él con aquél. Durante unos segundos sus ojos dieron a parar al suelo mientras se reconciliaba del susto su busto y su pulso. Y de regreso su mirada hacia esos muros y a esas torres no hubo unos ni hubo otras.
Partida su alma como si su cuerpo se hubiera definitivamente despeñado, en sus acompañantes buscó arroparse:

- ¿Dónde han ido mis palacios, dónde yace mi hogar? ¿Por qué me saluda en la cima agreste tamaña ausencia y nada más que mi congoja la acompaña?- y así señaló la peña donde su castillo había sido robado a sus ojos tan de repente.
- Nada queda donde nada hubo- dijeron quienes le acompañaban tan tristemente y siguieron el camino y con ellos el viejo rey cargado de aflicción. ¿Dónde su reino?
Pero a veces de una visión hermosa perdida otra visión hermosa nos alivia, y así vio en lo profundo del valle cinco siluetas de brillante plata, y se regocijó al comprobar que allí estaban sus hermanos juramentados, sus hermanos caballeros.
Se alegró de verlos más aún cuando creyó que bien podrían explicarle porqué su morada no estaba donde la recordaba, y porqué le engañaban sus recuerdos. Le venció el consuelo de pensar que seguramente habría confundido el final de su camino con una etapa más de él.

Nada dijo a sus escoltas pues el camino hacia el valle llevaba, y era inevitable que se cruzara con sus cinco compañeros de armas, que según parecía se batían de forma ilustre a la vera de un arroyo. Y los admiró más cuanto más se acercaba pues parecían jóvenes bajo la piel de acero, y pensó en desmontar junto a ellos y presentarse como mejor sabía, desenvainando y justando como en lejanos lances. Así, estando a unos codos del primero, su caballo volvió a ser más alto que él.

Pero de nuevo sucedió un hecho, que fue lo peor posible, y ya pareció más grave.
No vio cinco amigos o rostro conocido alguno. Esfumada la promesa de un abrazo, consumidas las níveas armas, sólo cinco lápidas de gris mortuorio quedaban. Allí donde antes chocaran espadas ahora sólo justaba  el viento y nadie más que el se batía en el valle. De modo que se arrodilló el anciano ante aquellos sepulcros sin comprender qué pasaba, sin entender epitafio alguno y sin hacer poco más que temblar. Y lloró recuerdos de nuevo que ya no sabrían volver. ¿Dónde sus seres queridos?

- Vamos, anciano, no se detenga.

Y no contestó, sino que se quedó allí tendido y sus dos tétricos acompañantes tuvieron que volver a su lado y hacerle montar. Y ni entonces al cargar con él con fuertes manos hubo cariño o calor en ellas ni tampoco palabras de ánimo o alivio. Sólo recuerdos que sangraban hasta dejarse morir.

Así cabalgaron muchas horas pero él no prestó atención a ninguna de ellas. Y como pudo se fue tranquilizando y serenando, sin saber cómo, recuperado de los trágicos encuentros que tuviera con un pasado que parecía esquivarle o morirse a su paso. Luego entendió que una música misteriosa le ayudaba a reponer su ser, a erguirse y respirar profundamente de nuevo.
Alguien recitaba cerca al son de un plectro sabiamente dominado, y pronto vio al intérprete y su público en lo profundo del bosque, llenando un claro. Y sin darse cuenta de que sus dos compañeros de viaje se le adelantaban ya sin mirar atrás, se aproximó hacia aquellos otros que, con sus risas y alegrías, quizá le contagiaran de alguna.

- Mi vida es solamente una entre tantas, y ciertamente no la más grandiosa- dijo el que tocaba-, pero de una que sí lo fue vengo a hablaros ahora, y escuchad os lo ruego, pues la historia que yo os regalo ya ni las piedras recuerdan ni los ríos mentan. Hubo un tiempo en estas tierras, cuando la Montaña aún era joven y lozana, y rebelde y altiva, que se rindió a un joven que sería rey, que sería sabio, que sería bravo y que sería olvidado. Ganó el Grial de zafiro luchando contra muchos, pues el número en verdad no afecta si está relacionado con la torpeza. Fue le primero en cruzar el muro de roca impenetrable que guarda al océano y regresó con su firmeza y vigor. También ganó el amor de la Dama del Lago, que nadaba en la corriente de tal modo que a los peces asombraba en pericia y a las musas superaba en belleza. Su corcel blanco fue llamado Vientoblanco y por las nieves y la brisa envidiado fue, tal era la correspondencia de su nombre y su mérito. Grande fue su reinado, grande el amor que las gentes le tuvieron en esta misma tierra que hoy pisáis y que él dejó de pisar ya hace mucho tiempo...- y el juglar paró un instante.
- ¿Dónde fue?- preguntó un niño.
- Se embarcó en el mar y la bruma lo envolvió. Nunca se supo más de él y aún quienes más le conocieron pronto reconocieron la duda de quien recuerda vagamente algo que quizá existió, pero que quizá fue sueño.
El anciano explotó de rabia.
- ¡Pues yo os diré que soy ése a quien tanto aduláis para luego hundir en mares de olvido y aspereza, pues sigo vivo y vivo sigue mi reinado! Id a otro con vuestras historias de vieja y alegraos de que entristezcan mi vitalidad unos últimos sucesos desgraciados, porque sino bien os daría escarmiento a vos y a vuestra mentirosa lengua. Vuestra son esas palabras besadas de venenos bífidos, recreadas en la mentira, desgarradoras de la honra e inflamadoras de mi justa ira.
Y la audiencia tardó en volverse hacia él, y entonces pasó algo, que fue lo peor posible, y que sin duda así ya lo pareció.
- Marchaos, anciano, pues no os conocemos y nos irrita vuestra interrupción, que sin duda sois mendigo petulante y andrajoso carcamal, y mejor haréis yendo a casa y calentando vuestra vejez que exponiéndola así a la lluvia que ha caído, cae y caerá en esta tierra, barriendo el recuerdo y diluyendo el pasado.

Y desaparecieron ya claramente a los ojos del anciano sin que la intromisión de follaje explicara truco alguno; sólo truenos que claman furia, sólo melancolía que llora lluvia. ¿Dónde su memoria?

Y se vio el caballo espantado y perdido, la ropa misteriosamente divorciada de un cuerpo ahora casado en el desnudo de libaciones en lágrima vertidas. Así vagó por ninguna parte, así tropezó a la sombra de la montaña, y ya muy al final de este incómodo sueño halló una silueta. ¡Si acaso ella le hubiera tendido la mano!
Y la siguió, sabiéndola mujer por su cabello, y joven por sus caderas, y dorada por ser promesa de un único suspiro.
Ella lo condujo a una pequeña bahía de tierra helada de pulmones cansados y de toses mellados. Allí esperaban sus súbditos, pero ya no eran suyos, pues a otro rey despedían en la orilla, aunque no había rey en el barco que se alejaba, ardiendo como la tradición exigía, pero vacío al fin y al cabo. ¿Es que no veían que era él quien faltaba?
Pero la dama que lo guiaba no se había parado en ningún momento, luego supuso que a otro sitio lo llevaba. Y fue este sitio un pozo de sombras, una gruta, una pesadilla, y sólo porque ella entró él entró. Y allí sucedió ya lo peor.
Se vio encadenado en lo profundo, y sus recuerdos con él acuclillados en una esquina, mientras la mujer, lo último que pudo parecerle familiar, se escapaba sin mirar atrás de aquel lugar. La llamó con insistencia entonces: "¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú?"
Y ella se fue.
¿Dónde su alma?


- No la reconoce... de nuevo- dijo a su hermano gemelo cuando la vio retirarse llorando desde la sala del hospital donde su padre estaba ingresado.
- A eso me refiero, caballeros- declaró el doctor- si bien no hay que perder la esperanza, poco podemos hacer por él. La terapia por lo visto no parece poder ofrecernos mucho más; las últimas pruebas indican que está perdiendo definitivamente el contacto con la realidad, hasta con las cosas más próximas: sus seres queridos, su casa...
- La casa no, cierto, pero el parque sí, se quedó oliendo los árboles...- dijo el otro hermano reacomodándose en el asiento.
- ¿Cuándo fue eso?- le preguntó su gemelo.
- Cuando se escapó de la sala de espera; que estaba lloviendo y se empapó. Pero parecía no importarle, incluso creo que le gustaba el olor más intenso con la humedad...
- Eso es lo último que perderá, pero ya queda poco que pueda reconocer. Ayer vinieron a la consulta sus otros amigos y tampoco les prestó atención.
- ¿Quiénes vinieron?- preguntó un hermano.
- Ya sabes, Ernesto, Julián y los demás jubilados- le respondió el otro.
- ¿Y no los reconoció?- y los otros negaron pesadamente con la cabeza- ¿Pero... es posible?
El doctor carraspeó.
- A veces llega un momento en la vida en el que tocamos fondo... es triste pero es así.


Francisco se desperezó una vez más al lado de su padre convaleciente. Estaba sepultado en objetos y recuerdos que habían ido trayendo a la consulta en semanas previas para a ver si así su padre recordaba algo, pero había sido un desastre. ¡Su padre! ¡Que había sido el primer ciclista en ganar el ascenso durante ocho años consecutivos al puerto de Octavilla! ¡La prensa llegó a apodarle el Rey de la Montaña por aquella hazaña!
Repasó los recuerdos y las fotos de su padre: su primera novia, Alejandra, nadadora profesional y olímpica, su primer trofeo, la copa Zafiro, la piedra que trajo del Muro de Berlín... su bici también ocho veces campeona, Sillínblanco... ¡Cómo podía apagarse una vida de ese modo cuando el corazón que la alimentaba aún latía!


- A veces creo que más allá de sus ojos vacíos hay una mente que se ve acorralada- dijo el hijo al doctor cuando éste acudió junto al paciente. Preguntó:   
- ¿Tiene la sensación de que su padre es consciente a estas alturas de su propia enfermedad?
Él titubeó.
- Si le tranquiliza saberlo, le diré que hasta la fecha nada ha demostrado que los enfermos de Alzheimer en el estado de su padre puedan llegar a darse cuenta de su deterioro mental y físico...
- Cuando éramos pequeños- le interrumpió Francisco- cuando éramos pequeños nos solía leer cuentos; éste era nuestro favorito- y el hijo le tendió un ejemplar de tapa gruesa - nos lo leía siempre que se lo pedíamos, que era prácticamente todas las noches. Era una historia fantástica, ya sabe, lo que le gusta a los niños: aventuras, dragones y esas cosas. Al final el rey moría y todo el reino acudía a su entierro y le paseaban por los montes hasta el mar. Todos le recordaban, y él parecía saberlo aún estando muerto... recuerdo la última ilustración.
"Estaba recostado en la barca que le llevaría más allá de la bruma, ardiendo, y aunque ya no respiraba sus labios aún sonreían y se leía el descanso en sus ojos. Siempre me entristeció esa imagen, pero había algo de felicidad en ella. Jamás volvería a los palacios de su reino, pero al recordarle todos es como si aún siguiera entre ellos"
- Y eso le sucede a su padre ahora. Sigue aquí cada vez que viene usted a visitarle o sus hermanos, cada vez que ve sus objetos queridos...

Miró a su padre tendido. Dormía, como el personaje de la ilustración, pero no sonreía, la boca estaba entreabierta y el entrecejo ligeramente ceñido. Parecía como preso por un mal sueño. Era mediodía; pronto el estómago le haría despertar, pero, ¿despertaría todo él o sólo la sombra de la montaña?

- Creo que no es lo peor.
- ¿El qué?- preguntó el doctor - ¿qué no es peor?
- Olvidar.
- Me parece que no le entiendo.
- No es lo peor, porque... un rey puede olvidar su reino, pero, ¿y si es el reino el que olvida a su rey?
E doctor meditó unos instantes.
- Entonces tal vez alguien deba hacer que el reino le recuerde, ¿no cree?- sugirió el doctor- Aunque la terapia no esté yendo... aunque ya no sea tan efectiva, no hay que perder la esperanza. En lo más oscuro de la enfermedad aún pueden aparecer momentos de lucidez si la iniciativa empleada es buena. Se me ocurre que podía usted leerle ese libro de aventuras a su padre, verá como al menos usted se siente mejor.

La mortecina luz de la luna apenas sí lograba insinuar la presencia de un camino entre la fronda, pero no se amilanó; arremetió con la grupa de su montura y las zarzas y gajos pronto se retorcieron a disgusto permitiendo el paso. Con delicado trote, por lo escarpado del terreno, bordeó los picos y se dirigió a un lugar que vagamente pudo reconocer tal era su destartalado estado. Desmontó de forma enérgica y en apenas un instante un brillante acero se dibujó en sus manos como por arte de magia. Con fuerza cayó sobre raíces y tallos profundos, sobre malezas y viejas alimañas, y como si escarmentaran, el resto se retiró arrastrándose y se despeñó ladera abajo. Cuando se fue, ni tan siquiera tuvo a bien volver la mirada hacia aquellos muros, pero, de haberlo hecho, hubiera leído en sus piedras renovado esplendor.

Bajó acto seguido hacia el valle y ante el pálido curso de un arroyo vio lo que parecían cinco pequeños túmulos de herrumbre y pátina, de musgo coronados. Y sin piedad su sueño alteró y en sus entrañas rebuscó hasta sacar a la fuerza de todos ellos a cinco añosos y durmientes caballeros. Y así repentinamente liberados, espabilaron gracias a las aguas frescas que corrían sino cantaban a sus pies
En cuanto estuvieron presentables, de nuevo montado el joven jinete les apremió a que tan pronto pudieran se dirigieran hacia el septentrión del valle, donde, como les dijo, aguardaba su última gesta a que le dieran contienda. Y sin esperarles de nuevo partió a lo profundo del bosque, como si se dirigiera a algún sitio previamente conocido, que resultó ser poco más que un corro de rala vegetación embriagado por la presencia de una multitud compungida.
A ella les preguntó la causa de su pesadumbre y las voces entrecortadas de aquellas gentes le explicaron que habían olvidado el canto por el que allí se reunían y uno, que era juglar, declaró además que sus manos ya sólo tañían el aire, pues de su plectro nada sabía. Y de nuevo les persuadió en breves pinceladas de su retórica para que lo siguieran si su congoja querían mudar en la mayor alegría.

Pero no les esperó y siguió y siguió hasta que llegó allí donde la tierra bebe agua y el agua vacila en su avance. Pero no se detuvo exactamente en aquel idílico paisaje sino en una caverna que difícilmente un viandante habría podido encontrar sino fuera porque varias siluetas silenciosas guardaban su entrada.
- Retrocede joven infante, pues nada hay aquí para ti- dijo una de ellas, y otra muy parecida añadió sin dilación- Reina la noche para todos ahora, pero para otros reinará siempre y sin excepción- y aún la tercera silueta, dorada, añadió- Y aunque a la luz llegara un alma marchita no vería sino un espejismo y ella misma entre el fulgor sería reo de lúgubres sueños.

Lanza en ristre cargó sobre ellos sin parlamento por su parte y se internó entre aquellas paredes de oscuridad alumbradas. Encontró en lo profundo de aquel abismo una encorvada silueta que casi le partió el alma sólo de contemplarla, pero se repuso y la sacó de allí mientras ésta balbuceaba sinsentidos. Los centinelas de la cueva observaron como montaba con su señor a caballo, pero no hicieron ademán de intervenir, sólo dijeron para  después consumirse:

- Regocíjate en tu efímera victoria si te place, pero recuerda esto: que tinieblas y extravíos hay por doquier en esta vida, por evitar uno hay quien para en otro, y que el mayor de los reyes, aun reinando sobre el mundo, en él se encuentra y por tanto a su sombra pertenece.

Más tarde, el calor y la algazara de las gentes saludaban a la aurora mientras una embarcación se alejaba para siempre silenciosa de aquella rica tierra al ritmo de las olas y el fuego. Desde la playa, un canto inaudible entre el alboroto rememoraba antiguas glorias mientras cinco siluetas embozadas en argentadas láminas desafiaban al horizonte proyectando sobre él sus filos recientemente empuñados. Y ya por último, un caballero aún más joven, sumergido hasta las pantorrillas, observaba mudo la partida de la embarcación. ¡Y quién pudiera decir qué emociones le embargaban!


- Aquí está- dijo Elisa al entrar con su hermano Carlos en la estancia- pobrecillo- dijo al ver que se había dormido. 
- Justo a tiempo, porque tengo el coche abajo. Venga, Eli, despiértalo...
- Shhhh, no seas aguafiestas. Fran parece un angelito cuando duerme- y mientras lo contemplaban, él entreabrió los ojos con pesadez, como si saliera de un plácido sopor.
- ¿Qué hora es?- alcanzó a murmurar.
- Las once, campeón, así que venga.
- ¿Qué tienes ahí?- le preguntó su hermana señalando el libro que aferraba en su pecho y del que apenas alcanzaba a verse poco más que una esquina.
- Esto... nada, es un... unos cuentos que traje de casa- y se la guardó rápidamente como si fuese un secreto algo que todos compartieron- ¿nos vamos?
Su hermana asintió, pero Carlos no, porque estaba al otro lado despidiéndose de su padre, o eso parecía.
- Francis, ¿le ha dado algo el doctora papá, alguna medicina o ha hecho algo?
- No que yo sepa- respondió su hermano.
- Es que parece algo cambiado respecto a esta tarde... es como, como si hubiera tenido un buen sueño, no sé si me entiendes.
- Es posible, quizá aun lo tenga... quizá nunca dejó de ser rey, aunque olvidara como serlo.
- ¿Pero qué dice?- dijo Elisa a Carlos.
- Y yo qué sé, pero venga que hace frío.

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