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IX CRAC: Relatos.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 30 de Abril de 2013, 09:17

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Khram Cuervo Errante

Relato 1 <- NOTA: si el autor quiere poner un título que lo haga YA o así se queda.

Hay tres tipos de Magia en este mundo: el Amor, la Música y el Mar. Y para deshacer su hechizo, uno debe plasmar en literatura sus efluvios.

Esta historia es mi intento vano de liberarme del menor atisbo de esperanza que pueda albergar mi corazón de no morir aplastado bajo su conjuro. Es mi pequeña tentativa de construir el refugio que tanto necesito, pese a que, en las profundidades de mi mente ya sé que éste va a volar con la primera risa susurrada en mi oído por cualquiera de esas fatales lamias. ¡Cuántas personas yacen en el lecho de tan preciadas damas y qué pocas no se sienten muertas una vez las abandonan!

Mi relato empieza tras deshacer cualquier lazo con mi antigua vida. No importa ni el lugar ni el tiempo, y si lo comentara, la esencia de todo lo que escribo se perdería en detalles vacuos que tan sólo entorpecerían mi intención. Intenté crear una nueva existencia a partir de la nada: Ni familia, ni amigos ni trabajo. Sólo mis pasos y una voluntad firme de desaparecer. Me encontré viviendo en la más absoluta austeridad, yendo de lado a lado en busca de una oferta adecuada, o una calle en la que las propinas fueran las suficientes. Mi rutina se basaba en levantarme al alba y buscar algo que llamara mi atención. Intentar comer y de nuevo evadirme de mi pasado en el mundo de los sueños.

Y entonces, en uno de esos momentos, una pieza metálica chocó contra otras tantas en mi pequeño pedazo de tela. Abrí un ojo. Recuerdo que ese día llovía, y que la belleza que atisbé golpeó en mi pupila como si de un rayo se tratara.

Era rubia y de ojos marinos. Su sonrisa completaba un rostro claro y brillante, y el colgante de oro no hacía justicia a su cuello blanco y largo. Esos pocos compases de silencio se me hicieron eternos. Me dio la sensación de que no había vivido hasta entonces. Un golpe, un latido, eso había conseguido. Pero en cuanto pude reaccionar, me restregué la mano por la mejilla para limpiar la lluvia y me incorporé. Musité un débil agradecimiento y permanecí callado, mirándola. Ella esbozó una sonrisa y se marchó.

Cada día la buscaba. Vagaba en busca de algún indicio de tal belleza, hasta el punto de obsesionarme. Nada me parecía hermoso salvo ella. El mero hecho de pensar en verla me otorgaba unos momentos en los que olvidarme de miserias pasadas, de traiciones y de sueños rotos. Sólo con buscarla me sentía realmente como un hombre sin preocupaciones ni problemas, salvo el de no encontrarla. Y me hacía afrontar el día a día con fuerza. Era Primavera sin serlo. Era un sueño en vela.

Ahorré. Ahorré y compré una guitarra. No era buena, pero era decente. Me ayudaría a salir adelante, aunque tuviera que abrir ciertas heridas para recordar cómo se hacía música. Y compuse con una sola intención: tenerla cuando no estaba.

Intenté diez mil melodías que practicaba día sí, día también. Pero no era capaz de captarla. La música me ofrecía todas las herramientas posibles, y la frustración hería mis dedos, puesto que no podía. Simplemente, no sabía cómo aprehender ese nudo en el estómago, esos infinitos labios, esos acuáticos ojos... Cualquiera que haya intentado plasmar en papel pautado lo que intento decir ha sentido el mismo revés que hizo que me ardieran las mejillas en aquel momento.

En uno de mis fútiles intentos de alcanzarla, otra moneda chocó contra las demás en el estuche. Dejé de rasgar las cuerdas y miré. Había vuelto a aparecer: Su mirada profunda, su sonrisa cantarina...

Me pidió que tocara para ella. Cuando hice bailar los dedos, el silencio se apoderó del mundo, que desapareció, y tan sólo estaban ella y la Música, siempre discordante frente a su poderoso encanto. Me puse rojo de vergüenza cuando cesé de tocar y pedí disculpas por no haber sido capaz de estar a la altura de lo que se me había pedido. Ella rió. Rió como una ninfa que feliz, tiñe los bosques de verdor donde otrora sólo había favila de antiguos incendios. Me dijo que la había sorprendido y que tenía una oferta para mí.

Ella cantaba junto con un guitarrista, pero éste, por motivos que no me contó, ni tampoco interesan, había dejado el proyecto temporalmente, y ella necesitaba a alguien para una actuación en un mes que ayudara a componer algo y tocara con ella. Mi corazón dio un vuelco. ¿Me había escogido a mí? ¿No era el hombre más afortunado del universo?

No dudé un segundo en aceptar, y quedamos en vernos al día siguiente para buscar inspiración y, con suerte, encontrarla. Me puse nervioso y feliz, como pocas veces antes había sido. Como aquella  vez que sientes el aliento de la persona que quieres por primera vez dentro de tu boca. Como aquella vez que escribes tu primera canción, y danzas con la Música hasta altas horas de la noche. El día siguiente se me antojaba excesivamente lejano, así que decidí dar un paseo y encontrarme con la tercera de las hechiceras.

La mar siempre me ha producido una sensación de calma inigualable. Me quedé sentado observándola, dejándome llevar por el suave murmullo de las olas. La noche era calma, y las estrellas más poderosas refulgían, en constante combate con las farolas callejeras, que trataban, sin éxito, de imitarlas. Allí, mirando a la mar fundiéndose con la noche en una sola visión, me sentía feliz. Era parte de esa fantástica imagen, y era sólo para mí. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sonido del viento, por el frescor nocturno, por el ir y venir de las olas... Esa calma de la que antes hablaba fue tornándose en un verdadero alboroto, como si de una fiesta se tratara. Los cuerpos celestes me tendían la mano para danzar con ellos con la música creada a maretazos y ululares. Y yo bailaba. Bailaba feliz, absorto en mis pensamientos, y compartía con todos el sentimiento mágico que había dentro de mí, hasta que caí, vencido por el sueño, sobre una roca.

Cuando desperté a la mañana siguiente, temí llegar tarde a nuestra cita, pero por fortuna no fue así. Salí corriendo, de todas maneras, en busca del punto de encuentro, y allí la vi. Estaba radiante, como siempre. Y yo, envuelto en harapos, me sentí nimio. Al ver ese rayo de luz, el día volvió a nublarse, pero no dejé que eso me importunara. Tragué todas las maldiciones que se le ocurrieron a mi mente, que es una amante celosa e intenta ser la única en mi vida, y avancé a saludarla.

Estuvimos caminando durante un tiempo, hablando de todo. Empezamos pensando en el proyecto. Ella quería contar una historia cotidiana. Quería representar el agobio que sentimos al estar encerrados en la cárcel de oro que la vida nos ofrecía. En otras palabras, los sentimientos reprimidos bajo el yugo terrible de la vida cotidiana. Por eso se fijó en mí el día anterior. Dijo que "vio algo". Yo me quedé callado. Su voz era tan melódica que interrumpirla con el tamborileo desacompasado de mi lengua hubiera sido como levantarse en mitad del segundo movimiento de la Sonata n. 2 de Brahms para aplaudir. Yo callaba y escuchaba, encandilado por el ir y venir de sus palabras. Hasta que la música quedó en suspenso. Me preguntó que qué me había pasado, que por qué estaba en la calle.

El interludio duró poco. Entramos en una cafetería y nos tomamos un café. Me pidió que desenfundara la guitarra y tocara algunos acordes para ella, y ver si así nos inspirábamos. Me tomó por sorpresa. ¿Y si no le gustaba lo que estaba tocando? La vergüenza invadió los poros de mi piel, y ella lo notó. Sonrió y me cogió la mano. Me dijo que no me preocupara, que me tomara todo el tiempo que quisiera.

Puse la guitarra en  mi muslo y comencé a rasgar en las cuerdas un acompañamiento sencillo. Los dedos, sin embargo, no me obedecían. Bailaban por las cuerdas atendiendo a patrones que ni yo mismo podía reconocer. Estaban tratando de seducirla con el vaivén de las notas. Ella estaba con los ojos cerrados, escuchando.
La magia que emanaba de ella hizo que mis dedos tocaran un acompañamiento sencillo, triste y melancólico. A sabiendas de que jamás la conseguiría, su presencia me resultaba triste y alentadora a la vez. Pero, y sin previo aviso, su voz arrulló el azul de mi (su) música. Ocho notas, en distintas combinaciones hicieron enmudecer el mundo a mi alrededor. No podía apartar mis oídos de ella... Y mi corazón, aquejado de resaca tiraba más y más hasta casi salírseme del pecho. Sin notarlo, diferentes voces entraron con suavidad entre la melodía base, y me sentí arrullado por la mismísima Tiamat. El caos de mi cabeza empezaba a cobrar forma como nubes oscuras que, pese a disipar la niebla, anuncian tempestad.

Y sin embargo ahí estaba, bullendo por dentro, calmado por fuera. No quería que nada me sacara de este embrujo sirenio. No quería parar esta danza de dedos que no sabía a dónde llegaría, no quería que parara su susurro de calma en mi oreja, su brisa para el sudor que exudaba mi alma. Ansia, necesidad de seguir rasgando. Ansia, congelar el momento...

La repentina epifanía me hizo volver a la realidad de un golpe. Jamás podría estar con ella. El terrible pasado siempre estaría presente. ¿Y si ella lo descubriera? ¿Y si se diera cuenta de toda mi historia? ¿De todos mis males? ¿De todas mis fechorías? ¿Cómo se lo podría explicar y si ella se diera cuenta de todo no no puedo permitirme eso es imposible maldito seas que siempre estás huyendo de todo eres un cobarde y no tienes derecho a pensar nada de esto siempre igual no vales para nada y encima aquí estás enamorándote otra vez como si nunca hubieras si enamorándote atrévete a confesarlo y demuestra valor por una vez en tu vida. Me invadió un terror que creí no haber sentido jamás. Me tenía. Me tenía y no podría soltarme jamás de ella. Y jamás podría tenerla yo a ella. Nunca. Hiciera lo que hiciera.

Dejé de tocar en ese mismo momento. Ella se quedó muy sorprendida de que cogiera mis pocas cosas y me fuera sin mediar palabra. Salí en dirección a ninguna parte. A la deriva, huyendo de todo sin dirección establecida. ¿Qué otra cosa podía hacer dadas las circunstancias? Una gota, dos gotas... volvía a llover.

Corrí. Corrí como alma que lleva el diablo, y no miré atrás. ¿Es ésa su voz llamándome? No, no podía ser. ¿Pero, y si...? Olvídate. No es ella. Soy yo, torturándome. Cuando me quise dar cuenta, estaba en mi punto de origen, sintiéndome igual de mal que cuando aparecí aquí.

Hay tres tipos de Magia en este mundo: el Amor, la Música y el Mar. Y la literatura sólo te acerca más y más al punto en el que te lanzas al agua y te dejas llevar por su embrujo hasta morir.

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Khram Cuervo Errante

Cómo asustar a un pulpo


Sin saber muy bien cómo, llegué a Meseda. Cualquier otro diría que fue la casualidad, o el destino, o incluso la dejadez o el descuido, pero, en realidad, la tela que me atrapó a Meseda ya llevaba tejida mucho tiempo y yo, inconsciente de hacia qué aguas nadaba, me enredé en ella de una manera que jamás creí posible.

Regresaba de las Rías Baixas, relajado, a cien por una autopista casi desierta, con la última de mis conquistas canturreando y acariciándome el brazo derecho, disfrutando de las últimas horas de relax de un plan de fin de semana improvisado, o por lo menos eso creía. Con las mujeres nunca debe uno confiarse, por mucha experiencia que se tenga con ellas, por mucho que las haya usado a su antojo, pero reconozco que tenía la guardia baja en el retorno a Madrid. Supongo aquel bucólico paisaje de suaves colinas y frondosos eucaliptales contribuyó a mi descuido, tuvo que hacerlo. La cuestión es que ella interrumpió la plácida travesía con un gritito espantoso, que puso a prueba mi natural templanza. De repente se había acordado de algo importante. Las llaves, pensé, o el teléfono quizás, algo se ha dejado en el hotel. No atiné a adivinar su fingida sorpresa y yo mismo caí en la trampa preguntándole qué ocurría, si tendríamos que dar la vuelta. No eran las llaves, no, ni tampoco el dichoso teléfono, sino un misterioso tío de Suiza que veraneaba justo esos días en la aldea de sus abuelos; y ¡oh casualidad de las casualidades!, se había acordado justo cuando faltaban dos minutos para que pasásemos por una salida que nos dejaba al ladito de Meseda, el lugar de sus orígenes. Cómo no, de entre ese repertorio de aptitudes con el que nacen todas las mujeres, apeló a aquello del chantaje emocional. Es una pena, dijo, hace cuatro años que no veo a mi tiíto, mi tío más querido de la infancia; ahora se me ocurre que igual podríamos parar en Meseda a tomar un café en lugar hacerlo en Lugo, como teníamos previsto. Me miró con esos ojos verdes, brillantes, suplicantes, y entonces comprendí que no tenía salida. El apresurado plan de fin de semana largo, no había sido tal, había urdido una farsa sin más objetivo de conducirme a aquel punto sin retorno y yo, como si no supiese cómo son las mujeres, me había dejado conducir como un necio. Sí, podría haberme negado, sí, pero sería como pegarse con un anzuelo, saldría peor parado. Sabía que si me oponía me esperarían quinientos incómodos kilómetros junto a una mujer triste y resentida, sería insoportable. Así que, resignado, accedí a conocer al tío y a la madre que lo parió, si es que estaba aún viva la susodicha. Sí, cedí, pero jamás admitiría mi derrota, aún me quedaba mi dignidad de soltero recalcitrante: iba porque era así de generoso, y no porque me obligara ninguna chantajista emocional. Disfracé mis intenciones con una máscara de comprensión infinita y tomé la maldita salida sin dejar de sonreír y ya planeando darle puerta en cuanto llegásemos a Madrid.

Después de dos cruces, incauto de mí, se me ocurrió la peregrina idea de preguntar si quedaba mucho. No, unos minutos, diez tal vez, contestó con artera ambigüedad. Diez minutos no era lo mismo que aquí al lado. Pero no, tampoco fueron diez, ni veinte, sino cuarenta y pico minutos, por carreteras más y más estrechas que atravesaban una red interminable de prados verdes, maizales crecidos y bosques sombríos. Era un paisaje bonito, claro que era bonito, pero yo solo quería acabar cuanto antes con aquello.

A mitad de camino yo no había abierto la boca y ella sospechó, o más bien tuvo la certeza, de lo que me rondaba la cabeza. Si te incomoda conocer a mis parientes, arrancó de pronto, aún estamos a tiempo de darnos vuelta y tomar en Lugo ese café, dijo con la nariz arrugada. El gesto era la señal de que la decisión estaba tomada sin vuelta atrás, so pena de bronca de proporciones inciertas. Ya me tenía  acorralado, ella lo sabía y obraba en consecuencia, ya no tenía sentido el soltarme un poco más de cebo, era el turno de la amenaza y, si fuese necesario, el palo. Se acababan las palabras amables y las carantoñas, se quitaba la careta y se mostraba como realmente era: repleta de reproches y exigencias, de apariencias y obligaciones. Sabedor de que no había retirada posible, farfullé que no, que iba encantado, que conocería con mucho gusto a sus parientes –¿pero no íbamos a ver solo al tío? –, que no se preocupase por mí, que iba concentrado en la carretera, que no estaba acostumbrado a conducir con tantas curvas y yo qué sé cuántas sandeces más.

Sus rasgos se relajaron de nuevo y una sonrisa apareció como si nunca se hubiese marchado, la sonrisa de la victoria, al principio solo una mueca pero que fue creciendo y creciendo, hasta que detuve el coche, cuando ya le ocupaba media cara. Su felicidad aún me enojó más y me prometí que me comportaría como un hombre de la capital correcto y educado, pero no haría la más mínima concesión confraternizando con el aún desconocido enemigo. Me mostraría distante, incluso huraño con la excusa de una timidez repentina.

La famosa Meseda no era más que un conjunto de seis o siete casas dispersas algo retiradas de la carreteruca y una ermita un poco más allá, en la cima de una colina, con su pequeño cementerio anejo. La casa de su familia era realmente doble, formada por dos construcciones unidas con poco gusto: de un lado una antigua con muros desnudos de piedra, de mampostería para más señas, de ventanas escasas y esa hermosa sencillez de la arquitectura tradicional; del otro, una moderna de ladrillo, tosca y fea, grande, con ventanales enormes y mal pintada de un horroroso tono rosado. La finca que la rodeaba estaba delimitada por un muro de bloques bastos de hormigón, mal pintado de blanco. A lo ancho del terreno se amontonaba un batiburrillo en que los árboles frutales, el cobertizo, el pozo y el emparrado se distribuían sin orden ni concierto. Sin embargo, tras un rápido vistazo, lo que más me llamó la atención fue algo tan prosaico como el número de coches aparcados ante el portalón de hierro. Nada menos que cuatro.

En el interior, avisados de nuestra llegada –¿cuándo los llamó si no había tocado su teléfono en todo el trayecto?–,  nos aguardaban su abuelo y su abuela, rodeados por sus padres, hermanas, tres de sus tíos y un par de primos, también acompañados por sus respectivas parejas. Abrumado ante el tamaño de la parentela allí presente, me limité a gruñir "encantado" tantas veces como besos y apretones de manos intercambiaba mientras ella me anunciaba los nombres de todos ellos, y que yo, por supuesto, no hice el mínimo esfuerzo por retener. Tras la interminable presentación en que me sentí mil veces observado, comenzó una ruidosa charla en gallego de la que apenas entendí alguna frase suelta. Ella misma transformó su acento de tal modo, que aunque muchas de las palabras que pronunciaba eran idénticas al castellano, apenas las reconocía. En aquellos momentos no hacía falta que simulase timidez ni desconcierto, me encontré totalmente fuera de lugar. Después de unos minutos deduje cuál era el tío de Suiza, resultó ser el que hablaba con un acento gallego más cerrado.

Me volví invisible durante unos minutos hasta que su madre, una mujer afable y sorprendentemente joven, interrumpió la cháchara de los demás y, apelando a su educación, les pidió que hablasen en castellano, que el rapaz –dirigiéndose a mí– era de Madrid. Todos volvieron a escrutarme y arrancaron con un sinfín de disculpas y preguntas sobre mis orígenes. Vivo en Madrid desde pequeño, pero nací en Segovia –les dije- y también tengo familia en Guadalajara y en Santander, incluso mi difunto abuelo paterno era hijo de gallegos, confesé al fin. ¡Ah bueno, entonces eres medio gallego!, sentenció su hermana mayor, jaleada por un coro de risas. Tras un breve interrogatorio sobre la ruta que habíamos tomado para llegar a Meseda, me condujeron a la mesa del porche para tomar un café. Solo tenemos "de pota", aclaró su madre. ¿De dónde?, pregunté en alto para que ella me oyese, a saber con qué mejunje me iba a obsequiar la parentela. Es café de puchero, contestó con un tono condescendiente, como si hablase con un niño de tres años. Lo he probado varias veces en Segovia, me gusta, repliqué sin mucha convicción. Me lo sirvió su hermana pequeña en un tazón enorme al tiempo que me llenaba un vaso de chupito con un líquido amarillo de aspecto pegajoso. Es licor de hierbas, hecho aquí en la casa, por mi abuelo, me dijo Sonia o Sofía o Silvia o como quisiera que se llamara. Lo cierto es que me miraba con mucha atención, no sabía si por curiosidad, por un innombrable deseo, o porque lo hacía con todo el mundo. Me fijé en sus ojos verdosos, sus pómulos firmes, su boca pequeña de labios carnosos. Era, sin duda, la más atractiva de las tres hermanas, y mi instinto depredador me impelía a tontear con ella, pero mi buen juicio bloqueó cualquier intención más allá del quedar bien y marcharme de allí para siempre. Bebí el licor de un trago y, para mi sorpresa, era suave y de buen sabor. Lo alabé con sinceridad y tanto se interesó su autor, el abuelo ¿José?, un hombrecillo de grandes manos y mirada triste, por que probase también el resto de variedades –licor café, licor de crema y orujo puro que llamaba caña– que en media hora me había metido seis vasitos entre pecho y espalda, viéndome además obligado a aceptar tres botellas "para Madrid" como regalo.

No me extrañaría que el empeño en que probase todo el catálogo de licores fuese un plan premeditado para desarmarme; si fue así, el plan resultó un éxito incontestable. Se me soltó la lengua de lo lindo y pronto departía con padre, abuelo y tíos sobre lo humano y lo divino mientras las mujeres, me di cuenta más tarde, desaparecieron en el interior de la casa. Alguien apareció con una caja de cervezas de la marca local "Estrella Galicia". El primer trago fue muy amargo, pero una vez mediado el botellín ya me sabía a gloria.

El sol ya decaía y a la caja ya le quedaban pocas botellas cuando la madre salió al porche acompañada por las hijas y dejó una pregunta en el aire, os quedáis a cenar, ¿no?, quise negarme, pero tenía la cabeza palpitante por los licores y la cerveza, me vi incapaz de conducir y ¡qué demonios!, hasta me lo estaba pasando bien. Demasiado bien.

Entonces ella se me arrimó y dijo que su abuela iba a preparar un pulpo fresco que había traído su primo de un lugar llamado Sada. Sabía que el pulpo me encantaba y que mis intentos de cocinarlo en casa habían acabado en sonoros fracasos, a pesar de la aparente sencillez de la receta, por lo que me indicó cómo llegar a la cocina, para que la señora Herminia me mostrara cómo se preparaba un buen pulpo. La estancia era muy grande y tenía dos cocinas, una antigua de leña y otra más moderna de gas. Para mi decepción la de hierro oscuro se mantenía apagada e inerte, como una pieza de museo. La señora Herminia, con su delantal gastado y sus brazos arrugados, tenía un pulpo extendido sobre la encimera de mármol. Sobre el fuego de butano había una olla grande de cobre, solo con agua. La anciana me miró con la misma expresión condescendiente que su nieta un par de horas antes, cuando me explicaba que el café era de puchero. Se me hizo evidente que aquella mujer era una versión envejecida de su hija y me vino a la mente el recuerdo de algo que siempre decía mi amigo Marcelo, mi compañero de Físicas, que si quieres saber cómo será una mujer en el futuro, te fijes bien en su madre. Las tres generaciones se presentaban en aquella casa como una unidad de físico y actitudes, adaptados a sus respectivas edades. No me disgustaba lo que veía. La madre llevaba sus años aún con lozanía, era muy vivaz y sin rastro de amargura. Siempre he odiado a las amargadas. La abuela era igual de activa, pero la vida había hecho estragos en su piel y en su encorvada espalda. No se teñía el pelo y la ropa la avejentaba, pero sus ojos eran los mismos que los de hija y nieta.

–Fue mi abuela, en paz descanse, la que me enseñó a preparar el pulpo –su clase magistral arrancaba–. Ella siempre decía que a los pulpos hay que tratarlos como a los hombres. Si los dejas como están, se quedan duros; si los cueces demasiado se deshacen y ya no valen para nada.

El giro para hablar de los hombres se me presentó como aterrador. ¿Qué era exactamente lo que quería decirme aquella vieja bruja?

–Primero, hay que mazar el pulpo. –Agarró el animal por un tentáculo y lo estampó brutalmente contra el suelo. Acto seguido, lo recogió y repitió la operación aún con mayor violencia. –Puedes llevarme la cuenta, mi cabeza ya no es la de antes.

–La... ¿cu-cuenta? –tartamudeé desconcertado–. ¿Hasta cuánto tengo que contar? –Al mirarla comprendí que se refería al número de golpes.

–Hasta treinta y tres, como la edad de Cristo– replicó mientras volvía a lanzar al desdichado cefalópodo. Yo contaba y contaba mientras me preguntaba qué relación había entre la manera de tratar a los hombres y la paliza que recibía el pobre pulpo. ¿Los varones que pasaban por aquella familia tenían que pasar acaso por un martirio para que se ablandasen?

Cuando, con alivio, hube completado la sádica cuenta, lo metió en el fregadero y abrió el grifo. Mientras lo lavaba continuó con su lección.

–Ahora lo limpiamos con cuidado y le arrancamos lo que tiene dentro de la cabeza, que no vale para nada– me miró sonriendo como si adivinase que yo seguía dudando si se refería solo al pulpo o a todo el género masculino, incluyéndome a mí. –Una vez que el agua empieza a hervir lo enganchamos por la cabeza y lo sumergimos un momento. Así. Y lo sacamos. Y lo volvemos a meter. Así tres veces. A esto se le llama asustar al pulpo. –¿Al pulpo o a mí? ¿No sería amenazar una palabra más acertada?

Mientras se cocinaba tras los tres sustos, la ayudé a pelar patatas, salidas de su propio huerto, y me explicó la importancia de la pota –como llamaba a la olla– de cobre. Decía que ignoraba el porqué, pero que el pulpo sabía mejor cocinado a la manera tradicional, en cobre.

–Alguien me dijo una vez que la sangre del pulpo es azul porque en lugar de hierro, como la humana, tiene cobre. Tal vez sea por eso que así sabe mejor. Porque el cobre llama al cobre.

Mi espíritu de científico valoraba la sabiduría de otros tiempos que había en la señora Herminia y la enfrentaba a una explicación más racional. Recordaba de mis tiempos de primero de carrera que el cobre tenía una conductividad térmica altísima, muy superior a la del acero, quizás la olla de cobre repartía el calor de manera más uniforme y por ello sabía mejor el pulpo. Puede parecer absurdo, pero aquella explicación reforzó mi maltrecha confianza: yo sabía algo que la malvada anciana ignoraba.

Lo pinchó varias veces y cuando estuvo en su punto de dureza, lo retiró de la olla. Echamos las patatas en el agua del pulpo y pronto adquirieron un tono amarronado, pero evité preguntarle si el cambio de color se debía al pulpo o al cobre o a ambos a la vez. Con firmeza, cortó la pieza con unas tijeras que parecían extraídas de un museo medieval y fue dejando las porciones en unos platos de madera junto con las patatas partidas en pequeños trozos. Añadió sal, aceite y espolvoreó una generosa cantidad de pimentón. Sin mediar palabra, me entregó una gran rebanada de pan gallego y un palillero y extendió la mano hacia uno de los platos para que lo probase. El primer bocado ya me mostró que en toda mi vida solo había tomado burdas imitaciones de aquel,  era delicioso, una sinfonía de sabores, suave y picante al unísono, consistente sin estar duro, el Rey Pulpo, el único, el verdadero pulpo de cobre de Meseda.

Me tomé mi tiempo para deleitarme en el placer de degustar cada porción, pero cuando limpié el plato, rebañándolo hasta dejarlo seco con el pan que me quedaba, había perdido la noción de cuánto había pasado, ni de dónde estaba. La señora Herminia me había dejado solo en la cocina, aunque por poco tiempo, porque ella apareció con tanto sigilo que parecía que flotaba por la casa.

–¿Te ha gustado el pulpo de mi abuela? –me interrogó fijándose en que había dejado la más absoluta Nada.
–Sí, mucho, muchísimo. Es lo mejor que he probado en mi vida, e incluyo cualquier cosa que haya tomado desde mi primera papilla– confesé pasando la lengua entre los dientes, intentando rescatar cualquier partícula perdida de aquel manjar de dioses.
–Se dice que el mejor pulpo es el de lugares de interior. Fíjate que Meseda está a ochenta kilómetros del mar. ¿Nos quedamos a dormir?

No solo nos quedamos a dormir, sino que permanecimos en Meseda hasta la sobremesa del día siguiente. Toda la familia salió a la carretera a decirnos adiós, después de una sesión interminable de besos y abrazos, despedidas, re-despedida y vuelta a despedir. Pero regresamos pronto, al mes siguiente; y al otro, también.

Y ahora miro mi reflejo en el espejo en la penumbra de esta noche de septiembre, desvelado por el bochorno madrileño –¿o es agua hirviendo?–, y su respiración pausada me llega desde la cama y me doy cuenta de que ya estoy cansado de tantas noches de bares de música estridente, de las copas infames y la vida loca; harto de relaciones de dos días con quien nada importa; como una copia mala de lo que realmente busco, de lo que siempre he buscado sin reconocerlo hasta ahora. Y me encuentro diferente, plácido al calor de su cuerpo cuando yace a mi vera, y me siento más yo mismo de lo que nunca he sido y me miro como interrogándome, como preguntándome si renuncio a esa libertad sin límite que cada vez menos aprecio o si me encadeno al aro que aguarda encerrado, en el fondo de un cajón, esperando, esperando a que me decida, esperando a que llegue el próximo momento de salir del agua, el momento en que me dispense mi sal, mi aceite y mi pimentón. 

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Khram Cuervo Errante

El Camino

En la ciudad imperial de Theyll, la taberna "el Camino" era quizás la más peculiar dentro de las murallas.

No era una taberna demasiado grande, con una veintena de personas ya daba la sensación de estar abarrotada. Y, desde luego, tampoco tenía suficientes habitaciones para tantas a menos que gustases de dormir en el duro suelo de madera. Incluso el cobertizo, para albergar a las monturas o a los animales de tiro de los eventuales huéspedes, a penas tenía la capacidad de dos pares.

Situada en el seno del círculo externo de la ciudad, la zona pobre, tampoco brindaba grandes lujos a aquellos que acudían a ella. Sí, la comida y la bebida eran aceptables, pero no eran raciones generosas. Tampoco era la única en tener agua potable, incluso cristalina, y zumos de frutas; no era el único que tenía lo que sus clientes inhumanos demandaban, aunque estos fuesen un estigma en muchos casos. Y en cuanto a las habitaciones... rozaban la austeridad: un armario, una o dos camas de paja y su respectivo baúl al pie de estas. Definitivamente, no era un paraíso de lujo y comodidad.

Quizás era el ambiente lo que buscaba la gente: humanos, dríades, golems, radyn, caminantes... hay alguno que jura haber visto incluso a un avec y que, si los dragones volviesen, ahí sería el primer lugar donde se dejarían ver. Ahí, todos eran iguales, no había discriminación por ser de una especie distinta o por la clase de oficio a la que te dedicases. Sí, eventualmente alguna riña y pelea, ¿pero en qué taberna no las habían? Aquí nunca iban más allá de unos moretones y quizás algún diente roto o fuera de sitio, no bajo la firme mirada de Puk, el tabernero.

Su figura siempre se hacía presente en la taberna estuviese donde estuviese: en la cocina o tras la barra, repartiendo jarras repletas o retirando platos vacíos.  No era alguien especialmente expresivo, ni simpático o próximo a la gente, antes lo contrario: serio, distante... su ojo sano a veces le delataba mostrando emociones, y su carcajada tronaba entre las cuatro paredes cuando alguien lograba arrancársela, pero eso estaba reservado a un círculo muy próximo a él. Puk era la figura neutral que siempre separaba las disputas y trataba de mediar los problemas, incluso fuera de su taberna.

Era bien conocido que los contactos de Puk iban desde nobles hasta ladrones y que, si consideraba necesario actuar, iba a mover los hilos que fuesen necesarios para ello. Igualmente, varios eran los que acudían a Puk buscando ayuda precisamente por ello, aunque no todos eran merecedores de ello al juicio del tabernero. Esta también era otra razón por la que la taberna "el Camino" era especial: no sólo era un lugar al que acudir cuando habían problemas serios, también era un río de información constante. Cualquier cosa que sucediese en la ciudad, en cualquier círculo y en cualquier ámbito terminaba siendo escuchado por los oídos de Puk.

Todo ello hacía que la figura de Puk fuese más enigmática aún si cabía. ¿De dónde venía? ¿Cómo había logrado esa cicatriz que le subía desde el pecho a la sien, llevándose uno de sus ojos por delante? ¿Y el mandoble que siempre estaba junto a  él? Algunos dicen que antes fue un mercenario famoso, capaz de enfrentarse a una banda él solo o doblegar a cualquier bestia. Otros que fue miembro de la prestigiosa guardia Arylkia, la guardia personal de  magos-soldado de la realeza. Pero hace tiempo de todo ello, a juzgar por sus incipientes canas. Hay muy pocos que podrían despejar esas incógnitas y, aquellos que siguen vivos, guardan bien su secreto.

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Khram Cuervo Errante

Daniel

   El pequeño Daniel subió las escaleras atropelladamente, tan deprisa como sus pequeñas piernas le permitían. Su ropa estaba ennegrecida y cubierta de barro; sus cordones desatados. Nadie diría, al observar aquellas prendas, que eran las mismas con las que aquel muchacho había salido de su casa esa misma mañana. Ahora huía con todas sus fuerzas. Al llegar al segundo rellano, el aterrorizado chiquillo comenzaba a perder el aliento. El sudor le empapaba la cara. Miró hacia atrás y observó cómo aquel hombre, aquel gigante de carne y hueso, se aproximaba a él con calma.  El pequeño Daniel continuó su carrera escaleras arriba. El veloz golpear de sus zapatos contra la madera resonaba y se perdía en la inmensidad de la casa. Contrastaba con el sonido sordo y seco que producía su perseguidor.

   Cuando estaba próximo a superar el último tramo de escaleras, el pequeño Daniel apretó el paso y giró rápidamente la cabeza tratando de localizar a quien le seguía los pasos. Tal fue su osadía que resbaló y cayó de bruces golpeándose el costado con el último escalón. Se le cortó la respiración y sintió miedo.   Un fuerte rugido lanzado desde lo más profundo de unos grandes pulmones, hizo volver al chico a la realidad que miró aterrado escaleras abajo. Tuvo que apartarse el pelo que se le amontonaba sobre los ojos para descubrir que, tan solo unos tramos de escalera más abajo, el gigante recortaba distancia a grandes zancadas. Se levantó como pudo agarrando con dedos y uñas la madera del suelo y giró hacia la izquierda trastabillando por el corredor.

   Daniel se encontró de golpe con la puerta de la buhardilla. La buhardilla oscura, polvorienta y llena de telarañas que tanto miedo le producía. Dudó por un segundo la opción de volverse y enfrentarse a su perseguidor, pero decididamente el polvo le causaba un miedo mucho menor. Tomó el pomo de la puerta, lo giró y tiró de él. Ante él se abrieron unas escaleras enjutas e irregulares. Los pasos se acercaban cada vez más. Se lanzó a las escaleras cerrando de un portazo y subió al trote. El costado le ardía. La luz se colaba en aquella estancia llena de trastos dibujando extrañas sombras en todas direcciones. Miró a la ventana. Fuera aún era pleno día. Buscó un sitio para ocultarse. Por desgracia para el pobre muchacho, no encontró ninguno. Resultaba increíble que entre aquella inmensidad de objetos abandonados y olvidados, entre todo aquel montón de cajas de contenido incierto, no hubiera absolutamente ningún lugar en el que un muchacho de ocho años, esmirriado y encogido, pudiera hallar refugio. De repente, vio unas raquetas viejas con el cordaje roto y la madera astillada. Cogió una de ellas y la sopesó entre sus manos. Sin duda era un objeto bastante contundente. Si se ponía en un buen lugar, cercano a la escalera, podría esperar a que aquel hombre entrara y asestarle un golpe en la cabeza a fin de, con un poco de suerte, poder escapar por la única salida de aquella habitación. Tomó entonces consciencia de sí mismo y se vio desde fuera, pequeño, agotado y carente de fuerza. Le costaba creer que apenas una hora antes  había estado en el parque, jugando felizmente con sus amigos, mientras que ahora su vida pendía de un hilo.

   Se abrió la puerta y aquel hombre le llamó por su nombre. Imaginaba que era su fin, no tenía escapatoria. Su imaginación dibujó para él lo que vendría a continuación: le cogerían y le sostendrían con fuerza. Se lo llevarían y lo arrojarían en una habitación donde empapado y muerto de frío probablemente moriría ahogado, sin aire.

   Entonces se volvió hacia la ventana y la abrió dejando caer la raqueta. Tendría que escapar por ahí, no había ninguna otra opción. Se asomó y observó la calle vacía. Incluso aunque se hubiera desgañitado gritando,  nadie le habría oído ni hubiera podido prestarle auxilio. Miró el techo cubierto de tejas oscuras y enmohecidas que se extendía en pendiente bajo sus narices. Tras éste, una caída de diez metros, quizá más. Soltó aire, se asió con ambas manos al marco de la ventana y sacó una de sus piernas al exterior. Fue entonces cuando una mano le cogió por el hombro, tiró de él y lo devolvió al interior de la buhardilla. El hombre le miró y le arreó una bofetada en plena cara:

   - ¿Eres imbécil? ¿A qué estás jugando, Daniel? ¿No ves que podías haberte matado? Eres un maldito inconsciente. Estoy hasta las narices de tus juegos. Baja inmediatamente. Mírate, te has puesto perdido. ¿Se puede saber qué mierdas has estado haciendo en el parque? Deja de comportarte como un majadero de una santa vez. Ya tienes ocho años. Vamos, directo al baño. Y no quiero ni una queja. Te mereces una buena somanta de palos. Baja, quítate la ropa y métete en la dichosa bañera. Siempre igual. Esta noche te quedas sin cenar. Ya verás cuando venga tu madre, te va a matar...

   El sermón continuaba y, mientras tanto, el pequeño Daniel, con la mejilla ardiendo y los ojos llorosos, era dirigido por su padre escaleras. Sintió el dolor de la derrota y, bajando la cabeza, se encaminó pesadamente hacia su fatal destino.

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Khram Cuervo Errante

Zumbido

   »La doctora entraba apresuradamente en el restaurante. Cerraba su paraguas, lo sacudía y lo metía dentro del paragüero. Todo el mundo la miraba. El restaurante la seguía con la mirada. Se acercaba al maître y pedía su mesa.  Era dirigida hasta allí, donde colocaba su bolso en el respaldo, tomaba asiento y se sentaba, la doctora. Se palpaba el pelo algo mojado y mal recogido. Se rehacía el moño y recolocaba las horquillas con minuciosidad y precisión. Después se quitaba el abrigo y lo dejaba en el respaldo de la silla, sobre el bolso. Llegaba un camarero con la carta y se la entregaba a la doctora, que la recibía con una sonrisa y comenzaba a examinarla.

   »El plato de sopa humeaba y la doctora, cuchara en mano, sorbía con ganas. Metía la cuchara en su boca y entonces reparaba en la mesa que tenía frente a sí. En ella cenaba un viejo matrimonio ajado. Él era un hombre panzudo, sudoroso y sin pelo. Su traje parecía viejo, pensaba que casi raído. Ella era más vieja aún, esmirriada y consumida. Llevaba un vestido muy colorido, pero elegante. Ambos la miraban, a la doctora. Tenían un rictus extraño, como si la analizaran o la sopesaran, como si fueran a atacarla y juzgaran si iban a ser capaces de reducirla. Seguía comiendo la sopa, sin dejar de mirar a la pareja de la mesa de enfrente. Ellos la observaban abducidos. No comían nada. Empezaba a sentirse nerviosa, así que, si un camarero venía, le pedía un poco de pan o una nueva copa de vino. Para no resultar extraña, bebía y comía a gran velocidad, de tal manera que, al terminar la sopa, se sentía ya completamente saciada.

   »El plato vacío se alejaba en manos de un camarero y la doctora esperaba a que le trajeran el siguiente. Seguía observando a aquella pareja que no comía, solo miraba hacia la doctora con ojos fijos. Se percataba que su respiración era profunda, acompasada y simultánea. Les veía respirar y mirarla. La mujer parecía mascar algo en su boca pero no era posible, no comía; ni el hombre ni la mujer. Veía la doctora que el hombre hacía algo con su mano, en la mesa, sobre el mantel. Movía su mano de un lado a otro, describiendo círculos, subiendo, bajando, como dibujando en el mantel con sus dedos. Al recibir su segundo plato, se sorprendió la doctora respirando al mismo ritmo que aquella pareja. El lugar zumbaba.

   »Comenzaba a cortar su lubina al tiempo que recibía otra copa de vino. Notaba sus mejillas encendidas. Aquel pez estaba soso. A tientas, pues tenía la vista ocupada en seguir la mano del hombre, buscaba el salero. Entre tanto, hacía volcar el salero, la tapa de este se desprendía y la sal se desparramaba por la mesa. El matrimonio se miraba, la mano paraba. Venía un camarero al tiempo que aquellos dos se marchaban. ¿Habían pagado siquiera?, pensaba ella. El camarero recogía la sal de la mesa y la doctora seguía al matrimonio con la mirada. Se iban trastabillando. Qué gente tan extraña, ¿verdad?, decía la doctora al camarero. ¿Vienen a menudo?, preguntaba. Sí, señora. Vienen bastante, pero son muy agradables. Yo no les encuentro nada de particular, respondía él. ¿Está todo bien, señora? ¿Quiere algo?, se ofrecía el camarero. La doctora giraba la cabeza y miraba ahora al camarero, quien estaba más alejado de lo comprensible y miraba espantado a la lubina. Siguiendo la mirada de aquel hombre, la doctora observaba su plato. No, gracias. Eso es todo, contestaba perpleja.

   »No entendía que estaba pasando allí. Aquello era muy extraño. No sólo la pareja que ya se había marchado. Era todo el local. La doctora miraba en rededor, tratando de encontrar lo que le producía esa sensación. Algunos la miraban. No con fijeza, pero sí con  desagrado. Sin embargo, nadie decía nada. El restaurante estaba mudo. De hecho, no sonaba como un restaurante. Comenzaba a sentir un zumbido en sus oídos. Comía pesadamente. La lubina estaba sosa, no había echado sal. La sal ya no estaba. La lubina estaba fría. Iba a vomitar. Al otro lado del bar, una camarera se caía y tres copas se rompían. Tenía cara de caballo. Grandes dientes y una mandíbula prominente. Parecía a punto de relinchar, pero soltó un quejido. Un quejido prolongado y débil que se confundía con aquel zumbido que taladraba la cabeza de la doctora, en sus oídos. Salivaba en abundancia.

   »¿No quiere usted postre, señora?, preguntaba el camarero. Con la cuenta bastará, decía la doctora. El camarero se alejaba. Ella miraba al suelo. Había un cristal de las copas rotas. Había llegado hasta allí. Se desprendía del zapato y  desplazaba su pie, haciéndolo pender sobre el cristal. Bajaba el pie hasta comenzar a sentir la presión del cristal en la suela de su pie. Aquí tiene, le decía el camarero depositando una pequeña bandeja con la cuenta sobre la mesa. Cogía el papel y descubría su reflejo en la bandeja. Sus oídos zumbaban. Sus mejillas ardían. Su media se desgarraba y el cristal arañaba su piel.

   »Salía del restaurante y su paraguas no estaba en el paragüero. Cogía uno de los tres que descansaban dentro del paragüero, uno rojo, y el maître se acercaba a ella. La doctora le observaba con miedo, temerosa de haber sido descubierta. El maître le hablaba. No se preocupe, decía. Estarán bien, decía.

   »La lluvia caía con fuerza sobre la tela del paraguas. La cara de la doctora se tintaba debido a la luz de las farolas que atravesaba aquel tejido rojo. Cojeaba levemente y se tambaleaba en exceso. Había sufrido más de un traspiés durante el camino. Los oídos aún le zumbaban. Llegaba a su portal y subía resbalando las escaleras hacia la puerta. Doctora, ¿es usted, doctora?, decía una voz bajo un árbol. La doctora se giraba, preocupada, al no reconocer esa voz ronca. Vislumbraba una silueta bajo el árbol, en la oscuridad. ¿Quién eres?, decía. ¿Es usted, doctora?, repetía al tiempo que comenzaba a avanzar. La doctora se aplastaba contra la puerta de su casa. Las manos le temblaban. Las llaves se le caían escaleras abajo. El rostro de un hombre de unos treinta y pocos surgía de las sombras y miraba en dirección a la doctora. Estaba empapado y demacrado. La doctora aguantaba la respiración. ¿Qué haces aquí, Domingo? No puedes estar aquí, balbuceaba la doctora. Lo siento, doctora. No sabía donde ir. Estaba perdido y he sentido que tenía que hablar con usted. Todo está saliendo mal. Todo, decía aquel hombre. Las piedras ya no funcionan. Están cerca y vienen a por mí. He probado a hacerlo todo: espejos, pintadas... incluso sangre, decía alzando un puño ensangrentado. La doctora veía cómo una gran cantidad de sangre manaba de un profundo corte en el antebrazo de aquel hombre. Por el amor de Dios, Domingo, ¿cómo te has hecho eso?, preguntaba la doctora bajando las escaleras y recogiendo sus llaves. Domingo temblaba. Tenía que evitar que vinieran. Sé que usted me dijo que no les hiciera caso, pero se habían puesto muy violentos. Tenía que apaciguarles, decía. ¿Cuánto llevas aquí?, preguntaba la doctora. Unas tres horas, contestaba Domingo. ¿Tres horas? Domingo, por favor. Tienes que ir a un hospital. Venga, ven. Entra en mi casa. Te daré algo para secarte y llamaremos a una ambulancia. No sé cómo sigues en pie, decía ella.

   »¿Hola? ¿Sí? Buenas noches. Soy la doctora del Valle, de psiquiatría. Tengo a un paciente en mi casa. Presenta una fuerte psicosis y parece haberse realizado un corte profundo en el antebrazo derecho. Sangra mucho y dice que lleva así varias horas. Tres. Sí, exacto. ¿Podrían enviar una ambulancia a mi domicilio? Sí, no se preocupen. No habrá ningún problema. Dense prisa, por favor, decía la doctora. Domingo apretaba una toalla ensangrentada contra su brazo. Tiritaba y miraba por la ventana. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí?, preguntaba ella. Vine por ellos, no podían hacer daño a mi madre, respondía Domingo. La doctora le miraba: Sus ojos parecían azules. Siempre habían sido marrones. El pie le dolía. Se quitaba el zapato mientras observaba los ojos de Domingo. Había sangre en el interior de su zapato. También en la toalla que Domingo sostenía. ¿Qué le ha ocurrido a tus ojos? Son azules, decía la doctora. Se lo pedí a ellos y ellos me los han dado. Solo tuve que dar los míos a cambio, respondía Domingo. Siempre me has hablado de ellos. ¿Cómo son?, preguntaba ella mientras se quitaba el otro zapato y lo sostenía en su mano. Cambian de aspecto. La última vez que los ví eran un hombre, panzudo, sudoroso y sin pelo; y una mujer, vieja, esmirriada y consumida. Tenían un gato, explicaba él con un deje mecánico. Se oía un ruido tras la doctora y se giraba para ver a su pequeño gato bajar de la estantería y empezar a restregarse contra las piernas de su ama. Asomaba sus morros dentro del zapato que permanecía en el suelo y comenzaba a lamer la sangre en su interior. La doctora corría hacia el cuarto de baño, pero no podía más. Las mejillas le ardían. Su vómito inundaba el pasillo. Domingo estaba a su espalda. Siempre son tres, decía él. Un horrible olor a sopa y bilis ascendía hasta las fosas nasales de la doctora. ¿Y qué es lo que quieren?, preguntaba la doctora, que padecía sudores fríos y le costaba mantenerse en pie. Quieren que les demuestre mi fe. Si consigo convencerla a usted, sabrán que ya nunca volveré a dudar, decía Domingo. ¿Y tú tienes fe en ellos?, preguntaba la doctora. ¿Por qué viniste a verme diciendo que no eran reales, que querías librarte de ellos?, decía respirando con dificultad. Se encaminaba hacia la habitación, aún con el zapato en la mano. Domingo y el pequeño gato completaban la tríada. Tuve un momento de duda, pero ellos me lo han dado todo. Hay que dibujar círculos, con piedras, con sangre, con los dedos. Da igual, decía él. ¿Y qué hay de los espejos?, interrogaba la doctora, que se dejaba caer sobre su cama. Domingo comenzaba a explicarse. La doctora se miraba la suela de su pie, donde estaba el corte. No era un rasguño, eran tres, totalmente paralelos. ¿Por qué son siempre tres?, preguntaba la doctora. Domingo la miraba con curiosidad. Es el número más poderoso. De él nace todo lo demás. Es la fórmula básica, el triángulo. Cuando se son tres, se puede hacer cualquier cosa, contestaba el paciente. La doctora miraba a su alrededor. Nosotros somos tres, ¿qué podemos hacer?, decía ella. Domingo se desplomaba en el suelo. De su brazo ya no manaba más sangre.

   »Cuando los servicios de emergencia llegaron, tuvieron que tirar la puerta abajo. Encontraron a la doctora sola, sentada en su cama. Estaba absolutamente absorta en su pie. Sus oídos no dejaban de zumbar.

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Khram Cuervo Errante

La cara oculta: inicios

-Dorian, salga a la pizarra- ordenó la maestra mientras caminaba con gesto impasible entre los pupitres.

La señorita Livingstone era la clásica profesora rechoncha y regordeta cuyo arcaico, y en ocasiones demasiado cuidado aspecto, le otorgaba un aire dictatorial que no hacía precisamente la delicia de sus pupilos. Ni lo pretendía. Tras una grisácea falda hasta los tobillos, unos tacones negros y una blusa a juego, caminaba de un lado a otro en busca de una desprevenida víctima sobre la cual descargar la frustración acumulada a lo largo de una vida austera y solitaria. Y así transcurrían las clases, día tras día, bajo un sofocante calor pre-veraniego. Hasta ese momento, el muchacho nunca había sufrido la temida llamada de la profesora. Tal era su severidad que, en ocasiones, los zagales abandonaban el aula envueltos en un mar de lágrimas y consternación.  Pero eso no ocurriría con Dorian. El muchacho todavía recordaba con nostalgia aquella vez en que le expulsaron del Instituto La Corogne por atascar el tubo de escape del coche del profesor Delauer; o aquella otra en que desatornilló las bisagras de la puerta de clase para más tarde tirarla abajo y gritar: "¡Wilma, ya he llegado!". No pudo evitar soltar una carcajada mientras evocaba tiempos pasados. Sí... sin duda había sido una época dorada para nuestro amigo. Y fue en una de esas risotadas cuando la profesora Livingstone reparó en su presencia y le ordenó salir a la palestra bajo la atenta y atemorizada mirada de sus compañeros.

-¡No me haga volver a repetirlo!- exclamó.

En un alarde de agilidad, Dorian apoyó ambos brazos sobre el pupitre y se irguió dando un salto hacia el pasillo. Se ajustó los pantalones e inició su andadura hacia aquel mural verde de dos por cuatro. En el Instituto Fixit, la utilización del uniforme reglamentario se tornaba como la norma número uno a acatar en un centro regido por los más anticuados principios; sin embargo, era habitual entre el alumnado darle un ligero toque personal, acorde al estilo de cada uno. En el caso de Dorian, la sutil holgura de sus pantalones le otorgaba una libertad de movimiento ideal para acometer toda clase de travesuras y huir sin la menor consecuencia. Su aspecto físico convivía en perfecta consonancia con el estilo de sus atuendos: pelo castaño, un tanto alborotado y una permanente expresión de desidia en la cara, reflejaban a la perfección su despreocupado carácter.

-¿Interrumpo su ensoñación?- preguntó, irónica.

-No estaba soñando, sita- contestó Dorian.

-¿Qué hacía entonces?

-Recordar... unas cosas de Filosofía- atajó con mirada desafiante.

-Pues yo le recuerdo, señorito, que estamos en clase de matemáticas, así que haga el favor ahorrarse sus estupideces para alguien que se lo consienta- espetó.

Dorian giró la cabeza y comprobó como muchos de sus compañeros se llevaban la mano a la boca en un afanoso intento de cuchichear con el vecino de al lado.

-¡Silencio!- gritó la señorita Livingstone mientras, con la palma, daba un golpe seco a uno de los pupitres de la primera fila.

Vaciló unos instantes mientras se hacía el silencio y prosiguió.

-Bien, resuelva la siguiente ecuación y súbase los pantalones. A nadie le interesa saber si lleva la misma ropa interior que el día pasado.

Muchos de sus compañeros ya habrían estallado en sonoras carcajadas si ello no supusiera un pase directo al despacho del director. Dorian se ajustó de nuevo los jeans, amarró una tiza y comenzó a anotar lo que la sita recitaba.

-Seis equis... al cuadrado...más dos...

Mientras escribía, el joven comenzó a cavilar sobre la incipiente actitud que mostraba la profesora hacia él desde hacía ya varios días.

-Igual a...

¿Por qué tenía que meterse con su forma de vestir? La verdad es que a ningún profesor le caían en gracia sus holgados atuendos; sin embargo, ello no había sido utilizado nunca como pretexto para dejarle en ridículo delante de toda una clase.

-Un medio de...

¿Y qué decir del día en que le hizo limpiar la vitrina de los trofeos tras agacharse a recoger un lápiz que se le había caído al suelo? Dorian no entendía esta serie de cruzadas hacia su persona. Lo que sí entendía era que no se lo merecía y, desde luego, en esta ocasión no se iba a quedar de brazos cruzados.

-Cuatro equis al cubo...

-¡Basta!- interrumpió él.

Un silencio sepulcral se apoderó de una clase que, si bien hace unos segundos había estado a punto de inundarse en un mar de risas, ahora apenas sí podía escucharse en ella el leve tic-tac del antiguo reloj que coronaba el marco del encerado.

-¿Cómo dice?- respondió Livingstone sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.

-¡Ya lo ha oído! ¡He dicho basta!

El sonido del segundero se hacía cada vez más pesado y estridente. O eso parecía.

-¡Señor Dorian le ordeno...!

-¡Usted no puede ordenarme nada!- interrumpió el joven mientras tiraba la tiza al suelo-¡Y menos una persona que se mofa de mis calzoncillos de la suerte!

Fue entonces cuando sus compañeros no aguantaron más y comenzaron a desternillarse de risa. La señorita se ajustó las gafas con la boca abierta e intentó mantener el control del aula, pero ya no ejercía ningún tipo de soberanía sobre ella. Para empeorar la situación, Dorian se llevó la mano a la axila y comenzó a emitir una serie de pedorretas. El descontrol fue total. Humillada y aturdida ante tanta carcajada, abandonó el aula a paso ligero mientras aquellos kilométricos tacones hacían tambalear su oronda figura.

Livingstone no se las había topado nunca con un alumno de semejante calaña. Ni siquiera Dorian podía haber previsto aquella reacción por parte de la señorita, a la que presuponía algo más de temple. Un leve cosquilleo le recorrió las entrañas cuando observó aquel fofo trasero abandonar el aula. ¿A dónde iría? Tal vez en busca de algo de comprensión o, ¿por qué no?, compasión. ¿Era tal vez ese cosquilleo algo parecido al arrepentimiento? ¿Podía sentir realmente pena por una persona que le había encomendado los castigos más desagradables?

-¡Tío, has acabado con el reinado de terror de la Monster!- vociferó Aaron, uno de sus compañeros, mientras el resto de alumnos se dedicaba a gritar y a fabricar aviones de papel.

-¿Acaso crees que la profesora no vendrá mañana a trabajar por el simple hecho de escuchar las risitas de un par de niñatos? Por favor Aaron, es una señora adulta, no seas ridículo. Lo que para ti es un reinado del terror para ella no es más que aquello que hace entre las ocho y las tres de la tarde para ganarse el sustento- objetó Mary con una sonrisa irónica.

-Ya, ¿y por qué acaba de huir entonces con el rabo entre las piernas?-objetó.

Dorian todavía no acababa de creerse del todo aquella extraña situación.

-La verdad es que me esperaba algo más por su parte, ¿no creéis? No sé... tal vez una contestación o una reprimenda. ¿Y si ha ido a por mi castigo?

-¿A qué te refieres? – preguntó Aaron- ¿Crees que traerá un látigo y te azotará delante de toda la clase o algo por el estilo?

-No tiene por qué... Tal vez me obligue a depilarle las piernas con cera o afeitarse la pelusilla del bigote. Ha sido demasiado fácil. ¡Si apenas había empezado con el espectáculo!

En ese momento, Dorian metió la mano en el bolsillo y cogió un ratón que había cazado días antes en el jardín de su casa. Lo miró pensativo. ¿Acaso tramaba realmente algún plan la señorita Livingstone? ¿Debía él planear un contraataque o acataría el más que probable castigo sin rechistar? De pronto, la voz de Mary interrumpió su ensoñación:

-Por Dios, guarda eso... Ahora entiendo por qué llevas esos pantalones tan anchos. ¿Pretendías hacer algo con él?

-La verdad es que se lo iba a meter en el bolso a la señorita pero me acabó dando pena...

-¡Vaya! Parece que sientes algo de compasión- observó su amiga con satisfacción.

-Sí... Wiskerss no se merece semejante tortura.

De pronto, una voz estridente irrumpió en el aula.

-Dorian Flitwick, repito, Dorian Flitwick, acuda de inmediato al despacho del director.

Como si de una coreografía musical se tratase, las treinta personas que albergaba el aula giraron sus cabezas y clavaron su mirada en él. Se levantó estoicamente, respiró hondo y comenzó a andar hacia la puerta mientras sus parietales vibraban al son del Requiem que asolaba su cabeza desde hacía unos instantes. Ya no había vuelta atrás.

Cuando entró en su despacho lo primero que vio- y le sorprendió- fue a la señorita Livingstone sentada en un enorme sillón forrado en cuero marrón. Justo enfrente de ella, una mesa de roble macizo, probablemente muy antigua, repleta de documentos y cachivaches inútiles; a los lados, estanterías rebosantes de libros eran iluminadas por el ventanal que lucía al fondo del despacho. En una de ellas pudo distinguir, tras inclinar la cabeza, un arcaico volumen que  rezaba: "2012: Socialismo extremo o exceso de libertad, parte I".

-Haga el favor de sentarse, señor Flitwick- ordenó Livingstone.

Dorian continuaba en pie leyendo los lomos de algunos de aquellos libros.

-Disculpe mi impertinencia sita, pero creía que este era el despacho del director.

-Vaya, ¿ahora le ha dado por tratarme con respeto? El director acaba de salir a hacer unos recados.

Y no tengo que darle explicaciones, así que haga el favor de cerrar la boca y sentarse.

-No era mi intención ofenderla.

-No me haga reír... Yo también he sido joven. Una joven arrebatadora he de decir.

Dorian se llevó la mano a la boca mientras hacía esfuerzos sobrehumanos por conservar la compostura. En ese momento, la señorita Livingstone reparó en algo que sobresalía de uno de los bolsillos del pantalón del muchacho.

-¿Qué es esa especie de cordón que sobresale de su bolsillo?-preguntó.

-¡Oh!, es... es mi mascota, señorita.

-¿Perdón?

-Se llama Wiskerss, le gusta mucho el queso y las pipas- explicó mientras lo sacaba de su escondite y lo posaba sobre la mesa-. ¿Lo ve? Tiene tanta hambre que me ha mordido un dedo.
-Lo doy como caso perdido, señor Flitwick... Pero no he hecho que le llamaran para soltarle ninguna reprimenda, así que no voy a hacerlo ahora. ¿Me permite acariciar a... Whiskys?

Dorian no daba crédito a la extraña actitud de la señorita. La verdad es que, por momentos, tenía la sensación de que tramaba algún malévolo plan contra su persona, y eso le inquietaba profundamente. Hubiera preferido que le ordenará afeitarle la pelusilla del bigote antes que tener que  sufrir aquella inquietante escena.

-No crea que me ha ofendido con su burda insolencia- dijo la señorita mientras acariciaba cariñosamente al ratón-. De hecho, no soy la persona débil y vacía que muchos presuponen. Aunque la verdad es que no había vivido una situación parecida desde antes de licenciarme. Dígame, ¿cuántos años tiene usted? ¿Doce, verdad?

Dorian asintió con la cabeza.

-¿Y por qué cree que le siguen aceptando en centros educativos después de tantas expulsiones?

-No lo sé, señorita.

El muchacho la miró contrariado. Livingstone se puso las gafas de media luna que colgaban sobre su cuello y sacó del cajón de la mesa un papel raído. Vaciló unos instantes y comenzó a leer:

-Dorian Flitwick, expulsado de varios centros debido a su carácter problemático, falta de responsabilidad e interés ante las tareas pesadas. Entre sus fechorías destacan el robo de varios trofeos del Instituto Linz; el sabotaje de la comida del comedor en el Colegio Jesuíta y una constante actitud desafiante hacia la autoridad de todo centro educativo- vaciló durante unos instantes-. Inteligencia superior.

El muchacho permaneció en silencio manteniendo la mirada fija en aquel roedor sin mostrar el más mínimo interés por lo que acontecía a su alrededor.

-Está a un paso de ir al Centro Subterráneo junto a los de su calaña, señor Flitwick- sentenció Livingstone.

De pronto, una sensación aterradora se apoderó de él. El Centro Subterráneo suponía el último sitio al que cualquier adolescente querría ir si se lo propusieran. En aquellos tiempos de represión, la simplemente mención de aquel lugar hacía tambalear de arriba abajo la figura del más pintado. Trabajos forzados, maltratos y el resto de tu vida marcada para siempre. Los que lograban salir de allí con vida, nunca volvían a ser los mismos. Blancos como la nieve y demacrados ante los horrores que les había tocado vivir, sus rostros parecían esbozar una constante expresión de terror. Vagaban sin rumbo entre las grandes ciudades, con una cruz marcada a fuego en las mejillas y una campanilla incrustada en sus muñecas, asegurando así su exclusión social. Eran muertos en vida.

-No es posible señorita, yo...

-Escúchame bien, hijo- interrumpió Livingstone-. Si todavía no estás allí es porque el gobierno todavía no sabe dónde eres más útil.

Se levantó de la poltrona marrón y comenzó a caminar lentamente mientras observaba detalladamente los ajados tomos de la estantería. Dorian permaneció inmóvil mirándola con suma atención.

-¿A qué se refiere?- preguntó el muchacho dejando a un lado los formalismos.

-Verá, sin duda es usted una mente brillante. Muchos de los zagales que son enviados al Centro Subterráneo no son más que simples alborotadores cuya máxima expresión se ve limitada a la fuerza física. Usted tiene algo más ahí dentro. Posee un don que le podría resultar muy útil al gobierno: inteligencia.

Amarró entonces uno aquellos libros. Lo desempolvó y lo abrió en una página aleatoria comprobando su legibilidad. Se lo entregó al muchacho y se agachó, quedandose así a su altura.

-Si alguien se entera de que le he dado esto, señor Flitwick, irá usted derecho a ese horrible lugar y a mí me mandarán a freír espárragos en una de esas horribles cápsulas. Lea este libro y haga lo que yo le digo si no quiere verse con el agua al cuello. Esto le enseñará a utilizar el coco como es debido.

Dorian apenas podía esbozar palabra. Jamás hubiera pensado que podría acabar en un lugar como ese. Había oído hablar de algún pariente lejano que se había visto obligado a ir allí pero, como cualquier enfermedad grave o accidente de coche, uno nunca puede llegar a imaginar que le tocará a él.

La sita se irguió, sacudió con ambas manos aquella horrible blusa grisácea y acompañó a Dorian hacia la puerta. Su vida nunca volvería a ser la misma.


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Khram Cuervo Errante

Relato:

Nada  más despertarse  Cab ya siente  todo su cuerpo completamente entumecido.  La joven se encoge y al hacerlo tiene la impresión de ser cristal. El sonido de sus huesos resuena en la  habitación  y se estremece al escucharlo. El frío está adherido en las paredes de la vivienda, en el  viejo edificio, en las sucias calles y en el interior de la propia Cab.
Ella asoma la cabeza de entre las sábanas como si fuese una criatura saliendo de su madriguera.  No hay ningún peligro aparente, salvo  la terrible sensación de estar en una cámara frigorífica. Eso y que la mayor parte del tiempo Cab se siente como un cadáver son las sensaciones más comunes de su día a día en esta catastrófica ciudad.
No hay ningún aliciente para moverse porque lo que hay más allá de su cama no es más que muerte  y enfermedad.  La situación es desastrosa ¿No pensaron en el invierno nuclear tras aquello? No hubo una guerra, solo se firmó un tratado por el cual los países se comprometían a destruirlo todo. Una manera de empezar de nuevo, una forma de abandonar al ciudadano a un mundo desolado y salvaje donde la intención es poner al ser humano entre la espada y la pared. La muerte de muchos supondría que solo quedarían los mejores  ¿Nadie pensó que ser un superviviente es una maldición?  Cab le da las gracias a cada una de las personas que hace seis años decidieron lanzar bombas atómicas a mansalva, a las personas que con una sola firma cambiaron todo mediante el poder de la tinta.
Cab se levanta con todas las mantas enrolladas en su cuerpo pero, esto no es suficiente para reprimir la temblequera que se traduce en su piel y en sus dientes. Se queda durante unos segundos embelesada con su aspecto, su sucio aspecto. Hoy  no es un mal día porque hay agua templada, por lo tanto podrá ducharse después de tres días  sin poder abrir el grifo de la bañera.  Aun con las mantas sobre su cuerpo comienza a quitarse la ropa: los dos jerséis, la sudadera, las medias polares, los pantalones, los tres pares de calcetines y el resto de prendas que forman su inútil armadura contra el frío.
Es ahora cuando podría romperse literalmente y convertirse  en un montón de pedacitos. El agua caliente hace que la pálida piel de la joven se enrojezca hasta hacerla daño. Acaricia sus hombros y recorre todo su cuerpo, empapa su cabeza y el cabello termina tapándole la vista.  Cab se tambalea ante tantas sensaciones y termina apoyándose en la pared. No puede evitar el llanto porque hoy es el día en el cual debe decidir. Para ella las decisiones implican escoger entre dos extremos y lo que hay que tener claro es que decisión es la que parece menos mala.
La potencia del agua va disminuyendo y mientras tanto un pequeño pitido anuncia que en menos de 40 segundos ya no habrá agua. Cab sale de forma rauda de la ducha hasta el punto de que casi pierde el equilibrio mientras  la sensación de frío está volviendo de forma paulatina. Ella está inmóvil con la mirada fija en el reflejo de su cuerpo. Se toca las caderas y con las yemas de los dedos  recorre el hueso que sobresale bajo su piel, también lo hace con sus marcadas costillas. Es el reflejo de una persona que está demasiado lejana, no es más que la luz de una proyección. Continúa llorando porque se merece llorar, da igual su aspecto, porque al fin y al cabo la apariencia de las personas no es más que algo transitorio.

Comienza a vestirse, envolviéndose en nuevas capas de ropa, una nueva  armadura. Todas ellas pesan más que ella misma. Pobre saco de huesos, ya no le queda nada. No tiene aspiraciones porque no existe el futuro. El futuro ya no es sinónimo de avance, solo significa supervivencia para encontrar la salvación o eso dicen los más ilusos. La joven Cab no quiere ninguna de las dos porque  tras haber terminado de vestirse viene la segunda parte de su rutina matinal y probablemente la más desagradable. Prepara  el algodón con el que limpia la zona del antebrazo donde introducirá la aguja para extraer la sangre ¿Por qué? La razón por la cual hace esto de forma repetida a lo largo de la semana es para controlar la producción de glóbulos blancos. Hace unos meses no tenía ni idea de cómo pincharse a sí misma y sin embargo ahora podría jugar a hacer diana con cualquiera de los supervivientes. Tras introducir la aguja  se queda embelesada observando como el líquido rojo fluye en perfecta armonía por el tubo de plástico flexible, hasta que concluye en un bote.
Recorre una sala con el pequeño frasco y lo deja junto a otros muchos que contienen lo mismo, sangre. Desde que se descontroló el clima por las bombas, el ser humano parece haber alcanzado la igualdad completa, igual de miserables, igual de pobres, igual de insignificantes. Probablemente el día a día de Cab no difiere del resto de seres humanos que quedan, sin embargo, hoy es el día que puede marcar la diferencia.

Es el momento, aquello que llevaba dando vueltas desde que se ha levantado debe llevarse a cabo, debe tomar la decisión final sobre una persona que es completamente ajena a ella.
Antes de tocar el pomo de la puerta, se pone unos guantes de látex  y una mascarilla. Cab entra mareada y la sensación se intensifica cuando el olor del plástico presente en la habitación es captado por su olfato, entonces,  se ve obligada a taparse la nariz mientras capta el ruido de la respiración de quien está allí.  No puede encender la luz, por ello se mueve con ligereza hacia lo que parece una ventana. Quita las mantas que están enganchadas con clavos en la pared a modo de cortina, y al hacerlo una luz plateada alcanza todos los rincones que antes estaban bañados por la oscuridad. La luz enmarca la silueta de Cab  y  alarga su sombra hasta la cama que hay en medio  del cuarto. Por un instante los sentidos y las fuerzas juegan una mala pasada a la joven, por ello apoya su peso sobre el ventanal. La culpa la tiene la impresión que genera ver el exterior, la ciudad.  Cuando el cuerpo de Cab se recompone se da cuenta de lo nublado que está el día pero aun así los rayos de sol penetran entre los huecos de las nubes mostrando una civilización congelada.

-Despierta- la voz de Cab suena excesivamente grave porque es la primera palabra que articula del día.

Aquel que descansa apenas puede moverse. En primer lugar son demasiadas las máquinas que le ayudan a sobrevivir y en segundo lugar su cuerpo está demasiado débil para poder realizar cualquier acción. Ladea la cabeza sin llegar a abrir los ojos, incluso los párpados resultan ser demasiado pesados. 
-¿Ha salido el Sol? – murmura el hombre postrado.

-No, solo hay nubes – Cab se acerca y se sienta a los pies de la cama. Mira fijamente sin obtener una respuesta visual.

-¿Sabes cuándo te da el Sol en el rostro y empiezas a ver cosas rojas aun con los ojos cerrados?  Pues eso es lo que acabo de sentir.

Suena tan poético y tan deprimente escuchar las sensaciones de un  moribundo.
Cab levanta uno de los párpados de su compañero. En  el momento en el que su glóbulo ocular entra en contacto directo con la luz natural, el moribundo comienza a gritar.  La chica aguanta la compostura ante semejante espectáculo, soporta los gritos y la visión de ver como las retinas del enfermo están llenas de fluido rojo. En estos últimos años Cab se ha acostumbrado a ver toda clase de heridas y síntomas.
-¡Basta! ¡Duele demasiado! – los últimos alaridos suenan cada vez más roncos, llegado el momento no podrá hablar porque tendrá la garganta llena de nódulos.

Los brazos frágiles y flácidos del que está en la cama se agitan provocando que se reproduzcan un montón de sonidos metálicos al golpear los tubos de los aparatos médicos contra los soportes que los aguantan. Mientras, entre todo ese maremágnum, Cab se plantea subir la dosis de  opioides   pero cuando hace el amago de buscarlos se detiene, no puede permitirse semejante lujo <<No puedo malgastar medicamentos>> se dice a sí misma << ¿No querías una decisión? Pues ya la tienes>>
-No lo hagas – dice a duras penas el moribundo- no merece la pena.

-No hay suficientes medicamentos- dice – pero... hay gente que aun puede tener una oportunidad.

<< ¿Continuo siendo humana?>> se pregunta tras reflexionar sobre lo que acaba de decir. Su sangre dice que sí, que es humana pero, la decisión que acaba de tomar le hace sentirse el ser más despreciable de la desastrosa tierra, aun teniendo la capacidad de escoger llega a la conclusión de haber perdido lo esencialmente humano, solo queda su apariencia, no es más que un cuerpo.

-No me has...no... has entendido – continua a duras penas- ya has gastado demasiados medicamentos –coge aire y se mueve para poder hablar de forma más clara –  y también demasiado tiempo.
Gira la cabeza con violencia y vomita fluidos insospechados que alberga el ser humano. La reacción de Cab es rápida pero el moribundo consigue decir:

-No te acerques...  podrías enfermar.

-Tarde o temprano ocurrirá y nos ocurrirá al resto.

Al terminar vuelve a dirigirse a  la joven. Él intenta mirarla y pese al esfuerzo  no puede, por lo que simplemente alza el cuello.

-Permíteme que sea yo mismo el que termine con todo esto.

-No hay otra solución – dice – y tampoco puedes hacerlo solo...Lo siento.

El sacrificio de un moribundo para garantizar la supervivencia de otros ¿Merece la pena sobrevivir? Probablemente no, pero sí sirve para mantener la conciencia tranquila y Cab solo quiere estar tranquila aunque tenga que ducharse cada tres días y sacarse sangre a diario para saber si está enferma o no, por muy doloroso que eso suponga, es la verdad, aunque ahora sea una completa hipócrita por intentar convencerse de lo contrario. No tiene el valor para tirar la toalla.

-Voy a quitarte el gotero que contiene el opioide.

La falta de movimiento del hombre no hace sospechar a Cab de lo que está a punto de ocurrir. Encogido sobre su cama comienza a gimotear y la chica no puede evitar detenerse para comprobar que ocurre esta vez.

-Tenía que hacerlo yo, esto era demasiado para ti-  murmura.

Las sábanas y las mantas comienzan a mancharse de la poca sangre que recorre el esquelético cuerpo.  Prepara su acto final, extiende el brazo y ladea la cabeza dejándola caer hacia un lado sobre la almohada. Un héroe, eso es lo que quería ser, un héroe.
<<probablemente eres el menos humano de todos nosotros>> Cab rompe a llorar porque  se siente culpable <<Tal vez yo te  he empujado a actuar así>>  sin embargo él ya lo había asumido, era su decisión. 
La joven mira como poco a poco el hombre se va muriendo,  aguanta el dolor que le supone ver semejante espectáculo. La poca luz del día se pierde con el último aliento del enfermo  y precisamente cuando ya no hay apenas luz en la habitación  el moribundo abre los ojos y la última impresión que se queda grabada en sus retinas es la silueta de  una ciudad moribunda y el reflejo  de un mundo perdido.

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