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[VIII CRAC] Relatos.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 19 de Junio de 2012, 10:21

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Khram Cuervo Errante

Al final, seis relatos.

El que llegó más tarde, llegó a las 00:21 horas de ayer, así que según la normativa:

Cita de: Khram Cuervo Errante en 18 de Mayo de 2012, 14:11
4:Los relatos se enviarán a Khram Cuervo Errante por mp. Se pueden ir mandando desde las 00:00 del día 19 de mayo de 2012 y hasta las 23:59 del 18 de junio de 2012. Queda a discreción del organizador el aceptar relatos recibidos con un margen razonable de tiempo después del límite.

considero que es un límite de tiempo razonable (vamos, que no hay llegado hoy a las 9:00); añadido a esto la escasez de relatos, decido incluirlo como contendiente.

Os recuerdo que:

Cita de: Khram Cuervo Errante en 18 de Mayo de 2012, 14:116: Los relatos serán anónimos durante el concurso. Una vez finalizado el mismo, se desvelará la identidad de todos y cada uno de ellos, asociando el relato, la puntuación obtenida y el autor.

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Khram Cuervo Errante

El Culto

   –¡Deteneos, hermanos –grito–, pues estáis a las puertas de la casa de los dioses.

   El pueblo se aglomera delante de la alta escalinata, con los tentáculos haciendo gestos amenazadores, y la rabia bullendo en sus ojos compuestos. ¿Cómo hemos llegado a esta lamentable situación? ¿Qué ha vuelto al pueblo elegido en contra de sus propios dioses? Cambio la pregunta. No "qué", sino "quién". Y delante de mi tengo la respuesta.

   –¡Mentira! –gorjea Lantam, un imago a punto de completar su metamorfosis– Mentira –repite con furia–. ¡Los dioses no existen!
   –Oh, Lantam, cuánto te compadezco –expongo. No debo perder la paciencia. Los jóvenes son siempre los que mas cuidado necesitan para su alma, y mucho temo que a este le haya fallado yo.
   –No, no existen. Si así fuera, ¿Por qué nunca les hemos visto?

   Odio esta pregunta. Empiezo a responder el dogma que nos enseñan de novicios pero, por fortuna, me interrumpe.
   –Porque no existen. Os los habéis inventado los sacerdotes como excusa. Para robarnos. Para amenazarnos.

   Me ataca con la fiereza del converso. Lantam, a ti, el más apreciado de mis discípulos, ¿tanto te fallé para que me lo devuelvas de esta forma?
   –Existen –repito–. Ellos nos dieron la inteligencia... –mi voz me delata: no siento lo que digo. Es otro dogma, y así lo perciben. Quizás eso es lo que les enfurece más.

   El sumo sacerdote, Regum, que se ha acercado hasta mí sin darme cuenta, alza tres tentáculos en señal de apaciguamiento. Es anciano y ciego, pero no le da miedo enfrentarse al tumulto. Su arrojo me sobrecoge; me recuerda que siempre habrá alguien más digno del cielo que yo. Con él a mi lado siento nuevas fuerzas. Mi fe parece más consistente, y eso es lo que necesito en este momento.

   –Hijos míos –dice Regum, con su voz enferma pero llena de una extraña fortaleza–. No molestéis a los dioses que viven dentro del templo.
   –¡Ahí no hay nadie! –grita uno.
   –Sí hay alguien –responde otro con sorna–, ¡unos cuantos sacerdotes sebosos!

   Me invade la ira. Regum, a mi lado, es un saco de tendones. Su exoesqueleto está blando por falta de nutrientes, pero los vociferantes son ciegos a esto. Me doy cuenta de que no soy el único que confía en dogmas y recita mantras. Voy a responder cuando veo algo volar por el aire, hacia mí. Una piedra. Falla el tiro, aunque me gustaría pensar que nunca fui el verdadero objetivo, que todavía no hay tanto odio contra nosotros.

   –¡Queremos el grano! –grita Lantam, que no ha visto la piedra.
   –El grano es el regalo que damos a los dioses en compensación... –Regum tose–... por todos los regalos que nos han dado.
   "¡Estupideces!"
   "Bobadas"
   –¿Y qué regalos son esos? –me sorprende que Lantam lo pregunte. Cuando todavía estudiaba para llegar a ser sacerdote se sabía todas las respuestas de memoria. Eso me deprime: ¿las sabía de verdad, o se limitaba a repetirlas, sin sentirlas? ¿Cuántos de nuestros sacerdotes han pasado toda su vida repitiendo los dogmas que les han enseñado? ¿Y yo?
   –La luna– empieza Regum, señalando hacia el cielo. La luna se ve extraordinariamente grande esta noche–. La montaña que canta–, señala en dirección a la gigantesca caja que emite una serie de susurros sin sentido. Es curioso que sepa exactamente dónde señalar, aunque debe de saber de memoria la dirección desde la puerta del Templo– y la antorcha imperecedera –termina, señalando hacia el obelisco que se alza delante de nosotros. Cierro los ojos, incapaz de aguantar tanto sufrimiento por lo que va a suceder.

   –¿Imperecedera? –ríe Lantam, y anima a reír a los demás–. ¿Es que sólo la pueden ver lucir los ciegos? –y la multitud estalla en carcajadas.

   Por primera vez veo a Regum dudar. Es una imagen terrible, como si la tierra entera cediera, y me atrapara en su derrumbe. Ya no hay nada seguro en el mundo si Regum no lo está de su fe. Su confusión es breve y, en seguida, se reafirma.

   –¡No! –grita–. La antorcha... ¡luce! –quiere dar seguridad a sus palabras, pero yo lloro en mi alma al notar que han abierto una brecha en su fe. La antorcha no luce. Nadie la ve lucir desde hace mucho tiempo. ¡Pero brilló en el pasado! Yo llegué a verla en su última fase, cuando titilaba y había que contemplarla en las noches sin luna para asegurarnos de que aún daba luz. Cuando no nos cupo duda de que ya no lucía, ninguno de nosotros se atrevió a decírselo al sumo sacerdote. Regum cree que todavía brilla como antes de perder él la vista.
   –La antorcha luce –me uno a él. No sé por qué–. Que no veamos su luz no significa que no esté ahí –suena todavía más ridículo de lo que temía. Si no la vemos, no es luz; sólo he hecho fuegos artificiales con las palabras, pero estos fuegos no pueden iluminar la fe. Tiemblo, ¿es posible que así surgiese la religión? ¿con ancianos asegurando cosas, y gente inventando excusas para no fallarles?

   Por supuesto, todos se mofan de nosotros. Creo que la turba no habría tenido excusa ante la montaña cantora, de no ser por la lamentable antorcha. Esa ridícula antorcha nos acaba de costar la fe de cientos. Se han agarrado a ella para no pensar en lo demás, y ya no la soltarán. Siempre podrán reírse de la antorcha cuando señalemos la montaña o la luna como pruebas de la existencia de los dioses.

   Oigo un silbido en el viento y una segunda piedra se incrusta en la fachada del Templo. Empiezo a temer por el sumo sacerdote. Invidente, pero no sordo, sabe que nuestra posición empieza a peligrar. Deseo entrar en el edificio y atrancar puertas y ventanas, pero Regum nunca lo permitiría. No valora su vida más que la fe del pueblo, y la daría gustoso si con ello logra convencer a uno solo de ellos.

   Noto un movimiento en la masa. La gente parece furiosa con nosotros. ¿Qué hemos hecho? Es verdad que recaudamos el grano, pero es sólo para agradecer a los dioses todos sus dones. No sólo los que ha mencionado Regum, sino también la vida, la inteligencia, el lenguaje. Es absurdo negarlo. ¿Cómo creen que hemos aparecido sobre la tierra? ¿No es evidente que hace falta una fuerza exterior a la naturaleza para explicar nuestra existencia?

   –¿Y los dioses? –grita Lantam con desdén; eso anima a su público– ¿se supone que viven ahí dentro?
   –Por supuesto –digo.
   –Yo nunca los he visto –da media vuelta y pregunta a sus cómplices– ¿alguno de vosotros los ha visto?
   Todos sueltan un rotundo "no" entre carcajadas. Descubro que esto me encoleriza, y eso es lo que quiere Lantam: ridiculizarnos, apalear nuestra imagen hasta que demos un traspiés que nos descalifique directamente. ¿Cree que titubearemos? ¿Que gritaremos obscenidades? Me obligo a calmarme. No le daré ese placer.

   –Los dioses viven en el Sancta Sanctorum –clama el sumo sacerdote–, donde muy pocos tenemos derecho a entrar.

   Oigo las primeras palabras graves. Amenazas de muerte. Observo que la mayoría de ellos llevan palos escondidos entre los tentáculos. ¿Hasta dónde quieres llegar, Lantam?

   –¡Pues hagámosles una visita! –grita, con voz todavía aflautada–. Si somos sus hijos, estarán deseando vernos. ¿Qué decís?
   –¡Vamos! ¡Vamos! –responden, y abren los caparazones.

   Varios de ellos extienden las alas y comienzan a aletear, bravucones. ¿Piensan pasar por encima de nosotros? Efectivamente, unos cuantos despegan, liderados por Lantam, y se posan a nuestras espaldas, frente al portal del templo. Aparte de un gesto de mala educación intolerable, abrir el templo sin permiso es un sacrilegio.

   –¡No! –grito, y trato de acercarme a él. Sólo quiero agarrarle o, mejor, ponerme en medio para ser un obstáculo más. Pero sus esbirros lo interpretan como un gesto agresivo y siento que sus tentáculos me alcanzan violentamente. Acabo en el suelo, arrastrándome de nuevo a mi lugar.

   Como no saben abrir las puertas sin la gran llave, deciden destrozarlas. La visión del perfecto trabajo en madera, ese arte regalado al Culto hace más de cien generaciones, hecho añicos llena mis ojos de lágrimas.

   Vuelan dentro del Templo –lo cual es otro inaceptable sacrilegio; aunque quizás lo hagan únicamente por eso–. Cuando observan las bellas pinturas y las esculturas delicadas no se les ocurre otra cosa que romperlas, espoleados constantemente por Lantam, que promulga "¡a esto destinan nuestro grano!". Sencillamente, no puedo creerlo. Él sabe que no es así, que todas las obras son regalos al Culto, pero se obstina en mentir. Su odio le hace más ciego que Regum.

   El sumo sacerdote entra en el templo agarrado de sus ayudantes. Creo que no sabe lo que está sucediendo exactamente, y yo me niego a romper su paz diciéndoselo.

   Se accede al Sancta Sanctorum atravesando el patio de la Gracia y la sala hipóstila. Corro entre las columnas siguiendo el rastro de pillaje y destrucción. En la Antesala Celestial me encuentro con varios individuos: algunos son del final de la algarada y esperan su turno, pero otros eran del principio, y regresan con los tentáculos llenos de piezas de oro y jade. El arte lo rompen; el oro se lo llevan.

   Nunca he entrado en esta sala. Todavía no soy digno. Sin embargo, todos ellos han irrumpido en ella y la han profanado. Me resisto a mirar, pero las puertas están abiertas y algo superior a mi fe me empuja a su interior.
   –¡Venga, hermanos! –grita Lantam, imitando nuestra forma de hablar–. Forniquemos aquí, a la vista de los dioses, y eso será bueno –entonces me ve. Quiero creer que se ruboriza por lo que acaba de decir, pero no estoy seguro–. ¡Únete a la fiesta, maestro! ¿Dónde dices que están esos dioses?

   Me quedo atónito. He de decir que creía de verdad; mi fe en este aspecto era absoluta. Desde que entré en el Templo, habría jurado que en el Sancta Sanctorum residían los dioses, tal y como me decían mis educadores y los textos. No era capaz de imaginar cómo eran, de modo que levanté un muro en mi mente para no pensar en ello, temiendo que sólo eso ya fuera un sacrilegio. Sin embargo, esta gente ha entrado y no ha encontrado nada ni nadie.
   Miento. Algo hay. Cientos de joyas, estatuas de oro puro, montones de diamantes y columnas de jade. ¿Qué hace eso ahí? ¿Dónde están mis dioses?
   Me derrumbo ahí mismo, mientras los alborotadores se llenan el abazón con todo lo que pueden coger y se lo llevan, con Lantam gritando: "¡Esto compran con nuestro grano!".
   Y pienso que él tiene razón. ¿De dónde han salido todas esas riquezas? Eso ya no es arte. No existe en la contabilidad del Templo. No, al menos, en la que yo manejo.

   El sumo sacerdote está detrás de mí, lo intuyo. Por primera vez siento odio hacia él. Él. Él tenía que saberlo, aunque sea ciego. Entra en el santo de los santos todos los domingos. Aunque no quisiera, tendría que tropezar con algún montoncito de oro, ¡están por todas partes! Tendría que tocar algo, cualquier cosa, y darse cuenta de que está rodeado de riquezas, no de dioses.

   De algún modo, Regum ha atraído a cientos de alborotadores que se mofan de él con palabras muy duras:
   –¡Sí! ¡Esos son vuestros dioses! ¡Esos son! Lo sabíamos desde el principio. ¡Oro, joyas, jade...!

   Empiezan a golpearle. Primero suavemente, sólo para molestar e infundir terror en el ciego. Después, con más fuerza, hasta que oigo nuevos silbidos y veo nuevas piedras. Sólo que no son piedras. Son lingotes de oro.
   El primero falla, pero el segundo impacta en el abdomen de Regum, que comienza a hincharse y a teñirse de rojo.
   –¡No! –el grito no es suyo, ni mío. Es de Lantam. Observo que está asustado; esto se salía de sus planes. Es un alborotador, no un asesino. Me compadezco de él y de todos nosotros.

   El sumo sacerdote no reacciona. Es como si estuviera en otra parte. Se limita a recibir los golpes, que sólo pueden arrancarle algún suspiro extrañado. Un rubí se incrusta en su tercer ojo compuesto. Una estatuilla hace astillas uno de sus tentáculos. Otro lingote le rompe el tórax.
   –¡Dejadlo! ¡Es ciego!
   Me miran y me invade el terror. ¿Y si cambian su objetivo? Noto que he manchado mis prendas íntimas –otro argumento para burlarse de nosotros– cuando echo a correr. No. A volar. Desde el Sancta Sanctorum emprendo el vuelo, rompiendo todos mis principios, y huyo por la sala hipóstila. Al suelo caen gotitas llenas de vergüenza.

   Los dioses no existen, me digo. Nunca habrían permitido esto. No me habrían permitido perder la dignidad, ni que mataran a Regum. O, mejor, no habrían permitido a éste acumular riquezas con el grano del pueblo. Ya no confío en el sumo sacerdote, en el guía de mi fe. No confío, por tanto, en mi fe, ni en mí mismo. Nos odio a todos, y también al pueblo y, especialmente, a Lantam. Con mis dioses muertos, no me da miedo desear su muerte.

   Llegando al patio, lloroso y manchado, siento una potente vibración como nunca había notado. Parece que el templo vaya a desplomarse y enterrarnos a todos. Sonrío. Quizás sean los dioses que, enojados por tanta barbarie, han llegado para destruirnos a todos y empezar de nuevo su creación. Caigo. Creo que me estoy riendo, pero sólo oigo un bramido ensordecedor. Termino de salir del Templo, jadeando, y la realidad que descubro fuera me golpea como si se tratase de otro lingote de oro.

   La luna.

   La luna ha caído. Está ahí, delante del edificio, gigantesca, blanca y cilíndrica. Con razón parecía más grande. Es como si los dioses supiesen lo que iba a ocurrir y hubiesen empezado a bajarla previamente. Pero no para destruirnos. La luna está grácilmente posada en tierra, como un pájaro extraño y amenazador. Se me encojen los corazones cuando oigo un silbido y se abre en su superficie un pequeño agujero. Por él salen dos formas indescriptibles y enormes.
   ¿Los dioses?

   Al acercarse una de ellas a mí, tengo miedo de que me pise sin verme, de lo grande que es. En cambio, me mira y comenta:
   –Oye, perdona que volvamos a bajar tan pronto. Es que se nos ha olvidado la radio y la linterna. ¿Dónde...? –mira a su alrededor y observa la antorcha imperecedera. Estira el brazo y la agarra sin problemas, como si hubiera sido hecha para el extremo ramificado de su raro tentáculo rígido. Luego, observa la montaña parlante–. ¡Joder! Me la había dejado encendida.

   No entiendo lo que dicen. Las palabras, sí, aunque no todas. Pero el significado místico se me escapa. Me arrodillo.
   –¡Perdonadnos! –gimo–. ¡Perdonad nuestros pecados!

   No parecen hacerme caso. En cambio, observan el Templo llenos de fascinación. Uno de ellos se lleva el extremo de su extraño tentáculo a lo que debe de ser la cabeza y dice:
   –Aquí Pedro Duque desde la superficie de Ío. Parece que el experimento A–11 ha... ¿evolucionado?

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Khram Cuervo Errante

Rémora

Aquel día, por razones de la vida, había perdido la bicicleta. Era una bicicleta vieja, perteneciente a uno de mis familiares. No sabría decir de quién, pero el hecho era que, la había perdido. Y ya no la volvería a recuperar jamás. Desde ahora sería algo de loque tendría que tomar en cuenta al despertarme cada día y pensar que la bicicleta no estaría allí para llevarme a donde quisiera. No era un sentimiento muy trágico, después de todo sólo era un objeto que lavaba una vez al mes y de cuyo mantenimiento se ocupaba el señor del taller. Pero me sentía algo vacío, a pesar de que ya empezaba a convencerme de que me daba igual. O mejor aún, me daría igual. Era solo algo que hacía más rápidas las cosas, y yo nunca tenía prisa. La prisa era para la gente ocupada, y yo no me consideraba alguien muy ocupado.

Supuse que pasaría mucho tiempo para conseguir una nueva. Reuniría algo de dinero, y podría comprarla, pero no era lo mismo. Aquello había sido un regalo, y yo lo había echado a perder. También supe que, no podía dejar de pensar en la bicicleta. Intenté dirigir mi mente hacia alguna otra cosa, pero era un vano intento en donde nada más hallaba un espacio en blanco, y en el cual, si me daba la vuelta, allí estaría la bicicleta esperandome. No me quedaba nada más por hacer, y los recuerdos acabaron venciéndome.

Era un día como cualquier otro, sólo que, ese día había aprendido a montar en la bicicleta. Mi padre me llevó a la autopista y me dio las instrucciones. Al principio era algo torpe, y tenía que practicar pasando en medio de los automóviles color amarillo. Pero en un par de horas gané algo de equilibrio y podía pedalear por unos segundos antes de caerme. Cuando llegamos a casa, mi padre estaba orgulloso. Le pidió a mi madre que prepara pastelillos, y comimos hablando de mis avances. Es un recuerdo algo lejano, pero la pérdida de la bicicleta me hizo recordarlo casi perfectamente. El violeta del sol descendiendo por los molinos y yo allí, en la autopista, rodeado de los automóviles de colores amarillos. Me parecía además extraño que ella hubiese pasado tanto tiempo entre mis manos, pero, jamás había pensado en ello mientras la montaba para andar por la ciudad.

El sendero más largo era por el que caminaba en ese momento. Unía a las dos ciudades, y en una de ellas, a la que me dirigía, era en la que vivía yo. A los lados no había nada, sólo el vacío oscuro que el cielo no tocaba. Cuando uno miraba allí, sentía que se perdía. Aquel era un color oscuro, pero a la misma vez uno notaba que no había color. Que era algo que el cerebro se inventaba para rellenar ese hueco donde no había nada. En ese caso los cerebros funcionaban de la misma forma en todo el mundo, porque, cualquiera diría que esa zona era de color negro. Yo prefería no mirar, pero, ahora que no usaba la bicicleta y el recorrido duraba más tiempo, me fijé en ella por unos instantes. Simplemente, no logré ver nada. A veces me daba la impresión de que pasaba a un color más claro, pero era un efecto visual. Si movía los globos oculares, el vacío seguía siendo oscuro. Y cuando menos me daba cuenta, llegué a la otra ciudad.

Esperé al semáforo y crucé la calle. El día continuaba su curso normalmente y las personas en impermeables se apoderaban de ellas. Yo elegí el camino más solitario, entre los rascacielos de madera. Allí no me vería con ellos. Algunas veces mi padre me había hablado de eso de no pasar por las calles solitarias. Yo le decía que no pasaba nada, que yo me sentía mejor estando solo. Que era mejor no ver a las personas en impermeables porque algún día me volvería como ellos. Él siempre asentía con la cabeza, y no me volvía a decir nada más.

Mi casa se alzaba sobre una colina rodeada de maleza. Era una construcción dotada de cinco plantas, hecha con la madera que sobró de la antigua allá en el pueblo donde viviamos antes. Este dato, sin embargo, no me hacía muy feliz. Entré sin hacer ruido y subí por las escaleras. Me acosté en el suelo de mi cuarto y me quedé contemplando las paredes blancas hasta que fueron las doce. Abrí la puerta de mi cuarto y recogí mi desayuno del suelo. Al terminar de comer me preparé para ir a la escuela.

El camino a esa hora era mucho más solitario, cosa que yo agradecía siempre. Para llegar hay que caminar un par de horas al este, y luego doblar el sur. Era sencillo y fácil de recordar. Si uno, por ejemplo, caminaba una hora y cincuenta minutos al este, se perdía, y tenía que pedirle ayuda a alguna persona en impermeable. Ellos suelen ser muy amables, por lo que no dudaron en darme direcciones antes cuando solía perderme constantemente. Al doblar al sur, era cuando uno divisaba la escuela.

Pasé por la doble puerta y entré en el edificio. Luego busqué el aula donde se supone que debo sentarme a recibir clases. Cuando hallé mi pupitre me senté y esperé al profesor.

Estudiar no era muy difícil. Nada más uno escuchaba lo que el profesor tenía que decir. Luego se podía ir a casa. Yo me la pasaba muy bien oyendo los discursos del profesor, porque me hablaban sobre un mundo que hay allá afuera. La última vez me hablaron sobre las mejillas encontradas en el patio de algunas casas. Eran mejillas porque la policía decía que eran mejillas. Las lanzaban a los patios para exponerlas y la gente de las casas reía a carcajadas y escribía artículos para un periódico. Yo deseaba escribir alguna vez para un periódico. Aunque algunas veces iba al patio esperando verlas mejillas o algun rastro de que hubiesen estado allí, pero nunca lograba encontrarlas. Esa situación me hacía sentir celoso de la gente de allá en el mundo de afuera, porque tenían un periódico al que podían escribir, mientras que mis historias nunca salían de mi cuarto.

- Señor Stev.

Eso fue lo que escuché cuando noté que me adormecía en mi asiento. Me llamaba la profesora de clases. Aparentemente me había perdido la mitad de la historia que estaba contando, por ponerme a recordar una que nos contó hace tiempo. Me levanté y golpeé el suelo con el zapato, luego me volví a sentar.

- ¿Por qué eran malos los bolcheviques? - Pregunta ella.

Yo no sabía la respuesta. La verdad no conocía qué podía ser un bolchevique. Podía ser cualquier cosa, como las mejillas de los patios de las casas. Me levanté de nuevo y golpeé el suelo con el zapato, luego le respondí que eran malos porque le cortaban la mejilla a las personas.

- Correcto. Son malos porque nos matan y nos hacen muchísimo daño.

Pasó mucho tiempo antes de que me despertara por completo. No escuché toda la historia de ese día, así que me quedé sin saber qué era un bolchevique. Salí de la escuela cuando fueron las doce.

En las puertas me hallé con una chica que había visto hace años en la escuela, pero nunca la había conocido.

- ¿Qué es un bolchevique? - Pregunto yo.

- Son personas malas que nos hacen mucho daño - responde la chica llamada chica.

Al parecer eso era lo que significaba. Lo hubiera averiguado después, preguntándole a la profesora, pero ella seguro se pondría molesta.

- Por qué no sabías qué era un bolchevique - Pregunta la chica.

- No prestaba atención en clase. Estaba pensando en cortarle la mejilla a alguien para poder escribir en elperiódico. Pero no tengo cuchillos en casa y mis dientes son muy frágiles.

- Las personas del mundo allá afuera tienen periódico.

- Pero nosotros no tenemos periódico. Así que nunca podré cortar mejillas ni escribir.

- Escribes historias.

—En mi casa tengo varios cuentos que escribí hace horas.

—De qué escribes historias.

—En mis historias yo soy un guerrero que va a un pueblo a asesinar monstruos. El personaje los odia ya que estos asesinaron a su padre y a su hermano sin que ni siquiera él llegara a conocerlos.. Los monstruos suelen llevar casco y un juguete que dispara canicas. Yo siempre les corto la cabeza y las cuelgo en la entrada de la ciudad insertándolas en sus huesos del brazo y la piernas.

—Y no te duele —pregunta la chica llamada chica.

—¿Por qué debería dolerme?

—No te hacen daño los monstruos.

—No, no me hacen daño. Sus canicas son rápidas pero yo las esquivo con facilidad. Aveces traen una máquina que vuela y levanta mucho viento con sus ventiladores. Esas son más difíciles, ya que en ellas van muchos monstruos encima. Pero yo siempre suelo vencer.

La compañía de la chica me alegraba mucho. Pero ella tenía que irse. Ya que no podía caminar dos horas hacia el este sino una hora y media. Al final le dije que algún día le prestaría mis cuentos, pero sólo si me acompañaba un día a mi casa y me los leía.

Al llegar a casa encontré a mi madre cocinando, así que subí las escaleras antes de que se diera cuenta de estaba cerca. Una vez en mi cuarto, terminé recordando la conversación con la chica y que ella ahora me llamaba señor caza-monstruos. El apodo me gustaba en parte porque mi personaje en los cuentos se dedicaba a asesinar monstruos, pero nunca le había puesto un nombre. Así que en mi próximo cuento el personaje se llamaría caza-monstruos.

Cuando me di cuenta ya eran otra vez las doce y tenía que irme de nuevo a la escuela. Abrí la puerta y agarré de nuevo el desayuno y me lo comí lentamente.

Aquel día la profesora nos habló sobre las matemáticas. Un área algo sencilla sobre dibujar carácteres en el pizarrón. Yo conocía algo de las matemáticas por las historias que contaba a veces la profesora. Aunque a mí me gustaba más dibujar personas y no carácteres extraños.

—Señor Stev.

Me levanté y golpeé el suelo con el zapato.

—¿Cuánto son cuatro más cuatro? —Pregunta ella.

—Ocho —Respondo yo.

—¿Por qué ocho?—Porque cuatro y cuatro son ocho.

—¿Podría explicarlo mejor?

—Levante los dedos de sus manos menos los pulgares. En cada mano tendrá cuatro dedos, y si los cuenta todos sumarán ocho.

—¿Y si yo no tuviera manos?

Por esa respuesta tuve que salir de clases, y me senté en la orilla del mar a esperar la hora de la salida. No tenía muchas cosas en qué pensar, salvo la bicicleta. Con ella podía caminar uno una hora en vez de dos para ir a la escuela. Pero no era algo que añorara mucho, ya que el tiempo a pié iba demasiado rápido.

Saqué el cortauñas y empecé a cortarme las palmas de las manos. Hice primero un corte, luego medio corte, luego fueron dos. Iba por el cuarto cuando llegó la chica del día anterior.

—Por qué estas aquí —Pregunta ella.

—La profesora hoy fue una perra y me dijo que me fuera.

—Una perra.

—Sí. Eso le decía mi padre a mi madre a veces. Que hoy había sido una perra. A mí me gustaba mucho porque la palabra sonaba muy bien cuando la decía mi padre. Yo a veces solía decirla pero no me gustaba que me miraran feo.

—Pero yo no te miro feo.

—No. Tú no. Tú me gustas y por eso creo que no podría mirarte feo, y tú tampoco a mí.

Empezamos a cortarnos las palmas de las manos juntos. Era una tarea que requería concentración, porque si uno se equivocaba podía que le saliera sangre de la mano. Y yo necesitaba mis manos para seguir escribiendo. Cuando llevaba unos cuarenta cortes ella se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. Luego se fue corriendo. Yo me sentí un poco triste de que yo le gustara a ella, pero uno en estas cosas no puede hacer nada. Además me gustó, y me pregunté si a las personas que le cortaron la mejilla en el mundo de afuera tampoco le gustaban los besos. Así que desde ese momento no volví a pensar en hacer una cosa así.

Ya eran las doce cuando salí de la escuela y regresé a casa. Mi madre estaba esperándome en el comedor.

—Contestaste mal una pregunta.

—Sí. Era una pregunta fácil, pero la profesora me corrigó haciéndome saber que era muy difícil. Cometí el error de darle un ejemplo utilizando las manos. La verdad yo no tengo culpa de que la gente que vuelve del mundo de allá afuera a veces regrese sin manos, o sin los brazos, o sin la cabeza, o sin un ojo. Pero acepté mi error y me corté cuarenta veces. Una chica de la escuela se cortó junto a mí, porque al parecer también había contestado mal una pregunta. Así que no estaba solo.

—Vete a tu cuarto. Obedecí y me acosté en el suelo de mi cuarto, mirando las paredes blancas. Pasé así hasta que una vez más fueron las doce y abrí la puerta. Tomé el desayuno y me lo comí, como siempre. Mi madre seguía haciéndolo, a pesar de que había perdido la bicicleta y fallado en la escuela. Era algo que yo le agradecía mucho, ya que sin el desayuno uno se moría, como se moría bastante gente del mundo de allá afuera.

Ese día, sin embargo, ya no podía ir a la escuela. Me quedé acostado mirando las paredes una vezmás. Hasta que fueron las doce. Y otra vez más las doce. Y así infinitamente. Y yo no podíamoverme, ni recoger el desayuno de mi madre.

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Khram Cuervo Errante

#3
Por tus ojos claros

Amanecía el 10 de febrero en lo que quedaba del pueblo de Krásni Bor tras dos horas de fuego de artillería. Los cañones cesaban su actividad mientras la aviación soviética bombardeaba las escasas construcciones que se mantenían en pie. Al mismo tiempo, interminables columnas de tanques T-34 avanzaban rodeados de un enjambre de soldados de infantería del Ejército Rojo por un barrizal de nieve derretida y escombros. Todo estaba dispuesto para la destrucción de una vez por todas del cerco alemán que sitiaba Leningrado desde hacía más de un año.
Sin embargo, las defensas de la Wehrmacht se mantenían firmes ante la abrumadora ofensiva soviética. En cada agujero o detrás de cualquier muro en ruinas parecía habitar un mortero o una ametralladora dispuestos a sembrar de cadáveres las líneas atacantes.
A mediodía se recrudecían los encarnizados combates por cada palmo de terreno y la base de mando soviética era un hervidero de ida y venidas, órdenes y contraórdenes, heridos y continuos mensajes por radio donde imperaba la ley del grito. En un estrecho cuartucho portátil situado en un extremo de la base, un teniente moreno y barbudo con barro hasta en las cejas aguardó hasta que su superior, un hombre de poblado bigote sentado tras una pequeña mesa, reparó en su presencia.

- Nos ha costado más de una hora dar con usted –gruñó bajo el bigote-. ¿Cómo van las cosas por su sector?

- Hemos avanzado un kilómetro, camarada coronel, pero a costa de bajas demasiado numerosas. Nos hemos topado con una resistencia feroz –respondió el teniente sin mostrar sentimiento alguno-.

- Eso tengo entendido, pero debemos tomar Krásni Bor cuanto antes. No podemos fallarles a nuestros camaradas de Leningrado, que tanto han sufrido, y más aún teniendo en cuenta los ingentes medios materiales y humanos que el general Sviridov nos ha concedido para completar esta misión. Pero vayamos al grano: hemos capturado a un grupo de esos compatriotas fascistas suyos –alzó la vista para estudiar la cara del teniente, pero este seguía con un rostro pétreo-. Los muy desgraciados no hablan una palabra de ruso y a duras penas chapurrean un alemán desastroso. Nos ha resultado imposible comunicarnos con ellos.  Ahí es donde entra usted: necesito que sean debidamente interrogados. Ya sabe, camarada; posición de los nidos de ametralladoras, distribución y número de efectivos, refuerzos que esperan para las próximas horas... toda información que pueda obtener será bienvenida. Y recuerdo cuántas vidas ha costado esa captura y cuántas más podrían ahorrarse de lograr dicha información. Déjese de sentimentalismos y empléese a fondo con esos fascistas, por muy españoles que sean, camarada Malpartida.

- ¡A sus órdenes, mi coronel!

- Puede retirarse, teniente –contestó el coronel volviendo la vista a sus planos. 

Un resignado teniente Malpartida se dirigió sin más dilación hacia el agujero donde ocho harapientos soldados aguardaban atados de pies y manos.  La mitad estaban inconscientes, quizás alguno ya había muerto a juzgar por el charco de sangre de regaba el suelo. Un olor nauseabundo impregnaba la estancia, mezcla de sudor, sangre y barro. El oficial recorrió con la mirada a cada uno de los hombres, hasta que se detuvo en el más alto. El hombre parecía ileso y en cuanto se percató de la presencia de Malpartida su cara mudó de la desidia a la estupefacción. El teniente no movió un músculo hasta que, de un empujón,  lo condujo al siguiente agujero, que hacía de morgue para los oficiales caídos.

* * *

Bien sé que cometí una tropelía, pero Juanjo, has de comprender mis motivos. Los meses posteriores a nuestra última entrevista, en el treinta y cuatro, resultaron muy duros. Nadie quiso publicar mis textos y tuve que malvivir con los escasos ingresos que me proporcionaban las colaboraciones en periódicos locales y revistuchas de tercera. Me vi abocado, incluso, a permitir que Clara, mi Clara, deambulase por la ciudad impartiendo clases de piano por las tardes; y lo que es peor: a cambio de unos míseros reales.

Los meses pasaban y no obtuve respuesta alguna a las misivas que envié a tu buhardilla de París. Esperaba ansioso tus comentarios, tus correcciones, esa ayuda que esperaba de un amigo. Ambos sabemos que posees esa chispa de genialidad de la que yo carezco, con un ligero toque tuyo mis pomposos textos podrían convertirse en literatura; en verdadera literatura. Pero ni tan siquiera contestaste a la carta en la que te informaba que me había casado con Clara y que me mudaba a su piso de la calle Cardenal Cisneros.  Sin embargo, sé que la recibiste: apenas un mes después de nuestro austero enlace recibí una carta tuya en mi nueva dirección, sin destinatario y con un impreciso remite "desde Francia, más allá del afecto". Reconocí tu letra y leí entusiasmado tu última creación, ese maravilloso poema de amor. Ipso facto, entusiasmado por tu mejor obra, te contesté sin escatimar alabanzas hacia esa maravillosa creación. Con la firme convicción de que habías recibido mis cartas, te escribí dos o tres más, pero tampoco obtuve respuesta.

Al final desesperé. Reconozco que fui débil, que fui desleal, que fui mezquino; pero te juro por Dios que mis intenciones eran honestas. Mi propósito era publicar tus obras bajo un seudónimo, utilizar los réditos que pudiesen producir como adelanto por mi labor de agente, solo para ir tirando unos meses. Según mi plan, haría público que eras tú, Juan José Malpartida, la persona que se ocultaba detrás de aquellos versos brillantes. Clara estaba cada día más triste, más huraña, necesitaba apartarla de tanta privación y hacerle recordar años más felices.

Nada salió como esperaba. Hubo un malentendido con el editor, que traspapeló mis órdenes con respecto al seudónimo y publicó "Vivencias de la cruel espina" con mi nombre y apellidos. Antes de que pudiese rectificar el error me vi arrastrado por la vorágine de los acontecimientos. El éxito del poemario fue más que rotundo, como sin duda sabrás. Antes de que me diese cuenta, las reimpresiones de la modesta primera edición se sucedieron. Pronto llegaron la segunda y la tercera. No supe reaccionar. Me sumí en un estado de estupefacción que me impidió actuar con la diligencia necesaria para aclarar la verdadera autoría de la obra.

Un día, Agüero, mi editor, me visitó con una gran sonrisa. Llevaba un pagaré en la mano, por una suma nada desdeñable. Bajo el brazo, llevaba la edición de París, a dos lenguas, el original en castellano y una impecable traducción al francés. Fue entonces cuando comprendí la magnitud de mi error. Temí entonces por tu reacción ante mi fechoría. Era imposible que, moviéndote por los círculos literarios y artísticos de Lutecia no llegase a tus oídos la noticia de un rutilante poemario firmado con mi nombre que, para más inri, llevaba por título uno de tus versos.
Acogí tu silencio de las siguientes semanas con gran impaciencia, aderezada por la angustia y el desasosiego de la incertidumbre por tu, seguramente colérica, denuncia pública. Pero el desastre inmediato no vino de ti, sino de Clara. No pude engañarla por mucho tiempo.

Le entregué una versión del poemario diferente a la que llegó a la imprenta. Con una meticulosidad criminal, extraje los versos cuya autoría serían a sus ojos inequívocamente tuyos y no míos. Como el resultado era una obra amputada y reducida, la completé con unos mediocres versos de mi propia factura.

Sí, le mentí a Clara. La pieza fundamental del engaño era "Por tus ojos claros", el poema que llegó en aquella última carta; me venía que ni pintado por la similitud del título con su nombre y lo transparente de su pura mirada. Ni que decir tiene, la mujer a la que dedicabas el poema era mucho más audaz, mucho más soñadora, resuelta y decidida que mi discreta y estimada Clara. Sin embargo, pese a mis dudas, el poema le encantó. Entusiasmada, se entregó a nuestra unión matrimonial con un renovado énfasis que no creía posible en ella. Regresamos a la primavera de nuestros primeros encuentros durante aquellos meses felices en los que las privaciones remitieron y la vida nos ofrecía su versión más edulcorada.

Sabes que Clara, además de su indudable talento como intérprete de piano, hablaba un impecable francés, a pesar de que nunca pudo visitar las tierras galas. Aquella edición a dos lenguas propició mi desgracia. A mis espaldas, visitó a Agüero en su despacho y le pidió un ejemplar, que este le entregó sin ninguna vacilación, pues siempre se reservan algunas copias para el autor que yo no había recogido. De todo ello me enteré dos días después, cuando investigué cómo llegó la obra a sus manos. Debí haber reparado antes en ese posible peligro, pero el hecho es que Clara releyó el libro de poemas en su versión francesa, con lo que pronto se le volvieron evidentes las diferencias con la versión que yo le había entregado. Es más, conociéndote como te conocía, supongo que enseguida descubrió que los versos eran tuyos.

Aún recuerdo aquella tarde como si hubiese sido ayer mismo. Llegué a casa despreocupado, como en los felices días precedentes, aunque pronto reparé en que algo extraño ocurría. En el comedor la mesa brillaba desnuda y en la cocina no había rastro de pucheros y sartenes. Supe entonces que algo había perturbado a Clara. Por un impulso inexplicable abrí el cubo de la basura, quizás esperando encontrar algún rastro de la actividad matinal de mi esposa. En su fondo hallé la edición bilingüe del poemario, con mi nombre tachado del título, raspado con una tijera o cuchillo. En el interior, las hojas del genial "Por tus ojos claros" habían sido arrancadas. 

A la carrera y con el mutilado libro en la mano, volé hasta el dormitorio. Allí estaba Clara con lágrimas en los ojos. Ya había llenado un gran maletón y descolgaba los abrigos del armario cuando entré en la habitación. Intenté explicarle el porqué de mis abominables actos de los últimos meses. Ella no contestaba palabra, se limitaba a ignorarme mientras terminaba su equipaje. Clamé implorando su clemencia. Su recta moral le impedía aceptar mis detestables medios para acabar con nuestras privaciones. Sonó el timbre, era un taxista.  Se marchó de casa para jamás volver, Juanjo, para jamás volver.

Me sumí, destrozado, en una noche sin fin, en un eterno deambular por las tabernas de Madrid. Quizás deseaba convertirme en alguien como tú, un espíritu libre. Mi mente torturada comprendía cómo había afectado tamaño desengaño en una moral tan firme como la suya, pero en el fondo, esperaba que pudiese perdonarme.  Una madrugada llegué a casa tan ebrio que rozaba la inconsciencia; fue entonces, cuando menos centrado estaba, el instante en que comprendí que la desmedida reacción de Clara la había motivado la decepción por saber que yo no había escrito "Por tus ojos claros" y que, por tanto, ella no era la destinataria del poema. Toda la magia de nuestro amor se había roto, entonces lo supe.

A partir de aquel día, intenté recomponerme. Fui aceptado en los círculos que anteriormente se me habían cerrado, era el poeta de moda en el Madrid del 35. Me invitaban a tertulias, se estimaban mis críticas y publicaba artículos bien remunerados en los primeros diarios del país. Dejando aparte la congoja que embargaba mi alma, mi vida mejoraba a pasos agigantados.

El golpe de estado de Franco me alcanzó impartiendo una conferencia en Valladolid, por lo que caí en zona controlada por el bando nacional. Sabes que siempre me consideré buen católico y mis ideas monárquicas siempre estuvieron muy alejadas de tus ideales de socialismo utópico, por lo que no tuve inconveniente en unirme al Movimiento. Sobreviví aquellos duros años de la guerra gracias a mi trabajo como redactor de la Propaganda, que alternaba con algunas colaboraciones como censor.

Pero el destino me deparaba un par de sorpresas más, ambas amargas. Nada más terminar la guerra y cuando ya creía que el país mejoraría y todo sería mejor que antes, se me citó como testigo en un proceso sumarísimo por un turbio asunto de compra de armas en las últimas horas de una República agonizante. Con estupor me trasladé a toda prisa a la ciudad del Turia al enterarme de que la acusada era la mismísima Clara.  Llegué el mismo día que se celebraba el juicio, por lo que no pude visitarla en el calabozo.

Casi me desmayo cuando la vi entrar en la sala: enjuta hasta los huesos y andrajosa, pero con un prominente vientre que ponía de manifiesto un avanzado estado de gestación. Recuerdo el proceso como si se tratase de una absurda pesadilla. El hábil fiscal la acusaba de muchos y muy graves cargos: de roja activista, de asesina, de fornicadora con traidores a la patria. Ella se defendió declarando que se equivocaban de persona, que era la abnegada esposa de un hombre de bien, un hombre del Régimen, censor y devoto de la Santa Madre Iglesia y que se hallaba en Valencia para intentar vender unas propiedades heredadas con las que hacer frente a esos tiempos difíciles. Que la habían confundido con otra, que ella nada sabía de todos aquellos tejemanejes de rojos y que durante ese tiempo de guerra había convivido con su amado esposo en Valladolid. Yo no sabía nada de su vida, pero Clara estaba bien informada sobre mi paradero en los últimos tiempos.

Cuando me interrogaron, con voz fría, conté toda la verdad: que sí, que era mi esposa, pero que había abandonado el hogar cuatro años atrás, dejándome tirado para vivir una existencia disoluta en compañía de rojos, pervertidos y asesinos.
Ella no dijo nada cuando la condenaron a muerte, pero me miraba fijamente, simplemente me miraba. Y yo me sentía culpable. Aún ignoro el porqué. ¿Por decir la verdad? ¿Por no sacarla del pozo en que ella misma se había metido? ¿Por haberme traicionado? Bien pensado, no había razón para sentir culpa alguna.

Esperaron dos meses para la ejecución, hasta que dio a luz; incluso me ofrecieron hacerme cargo de la criatura. Naturalmente me negué a aceptar a aquel bastardo, al final terminó en la inclusa.

No me mires así, Juanjo, ¿qué podía hacer yo en aquellas circunstancias? Espera, no se acabaron ahí mis desdichas. Unos meses después fui cesado de mis cargos de censor y propagandista. Se me cerraron todas las puertas en las tertulias, en los círculos culturales, en las redacciones de los periódicos. Y todo por culpa de tu estúpido anticlericalismo y de mi falta de rigor a la hora de publicar "Vivencias de la cruel espina". ¿Recuerdas de aquellas liras cómicas que escribiste en tu viaje a Roma? Una de ellas fue mi condena. Aún la recuerdo palabra por palabra:



Clérigos tras el Tíber

Púrpura de los curas
siempre apurados, siempre con prisa,
bien para ir de putas,
bien para cantar misa
siempre dignos y de ensortijada guisa.

Llegó a oídos de la Santa Sede que el autor de tamaña irreverencia estaba bien considerado en la administración de Franco y enviaron una airada carta al Gobernador Civil de Valladolid, sobrino de obispo, que removió Roma con Santiago para que mi reputación cayese al nivel del suelo.

Y aquí me tienes, Juanjo. Yo, Rodolfo Villaescusa, me alisté en la División Azul esperando regresar a casa como héroe triunfante, pero solo hallé penosos viajes, marchas infernales, un frío más allá de lo tolerable y el desprecio de nuestros aliados germanos.

Es una suerte que haya encontrado a un amigo aquí, tan lejos de casa.


* * *

Era tal el estrépito creado por la batalla, que el sonido de una pistola al dispararse todas las balas de su cargador apenas se sintió en la base de campaña del Ejército Rojo.
Horas después, un desorientado oficial vagabundeaba entre las sombras de la noche desorientado por el campamento. Un coronel de poblado bigote llamado Surkov lo detuvo y lo interrogó con interés:

- ¿Le ha sacado algo al español ese al que interrogó?

- Todo, coronel, todo me lo contó.

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Khram Cuervo Errante

Los hijos de la zarevna

Hace muchos años, vivió una hermosa zarevna. Ésta se casó con un importante zar y tuvo dos hijos:  Spravedlivost, su primogénito, y Pravda, la hermana menor de éste. El zar murió, y la tristeza hizo aún más bella a la zarevna. Spravedlivost era altivo y enérgico. Se le conocía en toda la región como un magnífico orador, y su hermana pasaba horas observándolo cuando declamaba ante multitudes en sus funciones de gobernante, que había asumido a la muerte de su padre.

   Spravedlivost estaba próximo a tomar nupcias con una muchacha simplona y poco agraciada, hija de un zar vecino. Esta unión le resultaba desagradable, pero nunca sería un apropiado gobernante sin contar a su lado con una zarevna. Spravedlivost sabía a su madre afectada de una profunda melancolía que la  apartaba de toda vida de deber. Así, el muchacho aprovechaba para hacer su voluntad a lo largo y ancho de sus dominios. Para fastidio suyo, su hermana le seguía a todas partes, siempre absorta en todo lo que hacía su hermano. Intentando alejar a su hermana, o quizás por simple disfrute, Spravedlivost gustaba de maltratar e importunar a la pequeña que, impretérrita, soportaba los golpes de su hermano en silenciosa resignación. Esto no era debido a que Pravda no sintiera dolor ante los abusos de su hermano. Era debido a que la desdichada niña era muda. Jamás, desde el momento de su nacimiento había podido emitir sonido alguno de su boca. Algunos decían que Spravedlivost hablaba por ambos, pero eso era completamente falso: Pravda, pese a su obstinada devoción hacia su hermano, no simpatizaba en absoluto con los comportamientos crueles y caprichosos de Spravedlivost.

   Con el tiempo, el muchacho se hizo hombre y su mezquindad dejó de concentrarse en su hermana para extenderse a todos los aspectos de su vida. Pravda, por su parte, dejó de ser niña y se convirtió en una joven hermosa y sonrosada, como su madre. La antigua devoción hacia su hermano desapareció y se tornó en odio. Pese a ello, Pravda raramente abandonaba el lado de su hermano: testigo incesante de sus viles actos, nunca se inmiscuyó en las acciones del ahora zar. Spravedlivost maltrataba a su esposa, a sus hijos, a su hermana y a su pueblo. Era mezquino hasta en la caza, desempeño casi siempre imbuido de un aire de solemnidad y honor. Así, se ganó el temor de su gente y el odio de las bestias.  Ganó el temor de su familia y el odio de su hermana.

   Cierto día, ebrio de vino y poder, Spravedlivost sorprendió a su hermana en el baño. La lujuria nubló su escaso juicio. Abordó a Pravda asiéndola con violencia y la puso a su merced, violándola en la seguridad de su silencio. El hasta entonces incorrupto cuerpo de Pravda fue mancillado y lacerado, su virtud fue aniquilada y su orgullo herido de muerte. Sin resistirse al pecado de su hermano, Pravda lloró en silencio. Como sólo algunas bestias saben, nada inspira tanta pena y tanta piedad como un ser que, herido, magullado y experimentando el mayor de los males, no puede emitir el más profundo y liberador grito de dolor, de rabia y de sufrimiento. Pravda fue, en ese instante, la más desdichada de las criaturas de este mundo. Su hermano, complacido por el éxito de su violación, no dudó en convertirlo en costumbre, hasta el punto que inevitablemente Pravda quedó encinta.

   La muchacha intentó por todos los medios que su estado no fuera descubierto. Fue debido a esto y no a las repetidas violaciones de su hermano por lo que Pravda se alejó de él: no quería que lo descubriera. Experimentaba una profunda consternación, pues llevaba en su vientre el fruto del más absoluto abuso y el más aberrante pecado. El odio que profesaba a su hermano se extendió al niño que crecía dentro en su interior y a sí misma. Comenzó a hacer largas visitas al bosque, donde las bestias la rehuían, por la abominación que había engendrado las reiteradas violaciones de Spravedlivost. Su silencioso llanto marchitaba las plantas entorno a ella. Su sentimiento de odio e impotencia envenenó el bosque, envenenó los árboles, envenenó el agua que bebían las bestias. Lo envenenó todo.

   Las largas ausencias de Pravda llegaron a irritar a Spravedlivost, que la echaba en falta únicamente cuando la carne le pedía ser saciada. Cuando se daban estas circunstancias, si su ira no se apagaba antes de que la desdichada Pravda regresara del bosque, la muchacha recibía contundentes palizas que la dejaron en más de una ocasión guardando cama durante días. Durante su tiempo en cama, Pravda se debatía entre el alivio y el horror al pensar que quizás el hijo de su hermano nacería muerto, debido a los ataques de éste.

   Y así pasaron las semanas hasta que el estado de Pravda fue evidente. Su hermano cegado y acongojado por miedo, empezó a temer que se descubriera que el padre era él. Si bien su hermana no podía hablar y él no diría nada, temía que las simples habladurías o la aparición de algún brujo o místico ambulante que pudiera sacar a relucir la terrible verdad de su incestuoso pecado. Compungido por estos delirios provocados por el miedo, tomó la resolución de coger a su hermana y llevarla a lo profundo en los bosques. Allí, acabaría con su vida y la de la criatura que llevaba dentro de sí. Pravda le había acompañado innumerables veces en sus cacerías, sería fácil alegar que había sucedido algún accidente de caza o el ataque de alguna bestia.

   A los pocos días, arrastró a su hermana a los bosques con la excusa de la caza. Anduvieron largo tiempo, hasta el punto más lejano del bosque, donde estarían aislados completamente, donde Spravedlivost podría matar a su hermana y el fruto de su semilla sin ser visto, sin peligro.

   Miró por última vez a Pravda, la arrojó contra una piedra, desenvainó su espada, la alzó por encima de su cabeza y, entonces, un murmullo a sus espaldas le hizo detenerse. Spravedlivost giró sobre sí mismo y observó confuso a todas las bestias del bosque que le observaban con atención. Al envenenar el bosque y los ríos, el hogar y alimento de las bestias había sido corrompido por el llanto de Pravda. Tanto había llorado Pravda en aquel bosque que las bestias habían heredado ese odio de tal forma que era incluso superior a la natural aversión que sentían por el fruto del incesto. En un instante, los pájaros del cielo cayeron empicado sobre el joven zar y le picotearon los ojos con saña hasta sacárselos entre los gritos de dolor de Spravedlivost. Entonces, todas las bestias terrenas, osos, leones, alimañas, jabalís, ciervos, pumas y seres de naturaleza aún más perversa, se abalanzaron sobre Spravedlivost con una fiereza sin igual. Pero, en un instante, algo se interpuso. Pravda arrojó a su hermano a sus espaldas recibió a la furiosa estampida que envenenados también por el odio que la muchacha guardaba hacia sí misma y hacia la simiente del incesto, fue devorada, descuartizada y desaparecida entre las fauces de cientos de animales furiosos que, tras acabar con dos vidas, se dispersaron, dejando a Spravedlivost solo, con la cara cubierta de su propia sangre y ciego de por vida.

   El joven zar jamás volvió a sus dominios. Se perdió en el bosque y nadie recuerda qué fue de él. Se dice que deambuló como un vagabundo, sin valor para seguir siendo mezquino, y recorrió numerosas tierras siendo humilde, sólo por miedo a no ganarse nuevamente el odio de bestia alguna. Nadie le echó de menos.

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Khram Cuervo Errante

Al mirarte

Me siento frente a ti para verte, disfrutarte. Dispones la mesa, llenas copas, ofreces aperitivos, mueves salsas y condimentos de acá para allá, animada, el mundo parece un triángulo de música y en cada movimiento provocas tintineo. Me gustas así, con este optimismo peliagudo y divertido. Por eso te imagino con los cabellos disparados en punta eléctrica, igual que si te pasara una corriente, aunque a los ojos de los demás llevas ese pelo planchado y formal que te adula la tía Carmen.

     - Hay que ver, desde que te tiñes el pelo, ¡has perdido veinte años! ¡Estás mucho mejor!
     
     - ¿Veinte años? ¡No! ¡La adolescencia otra vez, no! – contestas riéndote con exagerado teatro.

     Entonces te alcanza la discusión que no sé si converge o separa a tu madre y a la tía Pili al otro extremo de la mesa.

     - Es imperdonable lo que están haciendo, no se dedican más que a desteñir el sillón.

     - ¡Sí, claro!, lo que hay que hacer es darle bien de laca a la gente para callarla, ¿no?

     Es curioso que dos hermanas sean tan distintas. Una, con su media melena caniacontecida, al natural, sujeta apenas por una discreta pinza que impide que algún mechón escape. Otra, con su pelo corto, revuelto, de un rubio comprado, juvenil, dice ella. Quizá las une precisamente eso, el irse a contrapelo. Dentro de un rato alguno de los primos se fijará en ellas, sentirá la maraña de argumentos en la que están enredadas y les enviará una broma, una puya amable que las rescate de sí mismas para acabar riendo con toda la mesa.

     De momento esta esquina en la que os habéis sentado los primos y tú es puro barullo, aún estáis poniéndoos al día.

     - Cuéntame lo del viaje a China.
   
     - ¿Volverás a dar un concierto por aquí?

     - Aquel trabajo en Madrid me vino al pelo, pero ya no sigo.

     Saltáis de un tema sesudo a un chiste fácil, a una anécdota, de la curiosidad a la admiración, mezcolanza de gestos, voces, esencias, de colores en los ojos, los cabellos y en la ropa, que parece mentira que provenga toda de la abuela que preside y dormita. Solo queda a un lado la pequeña de Mari, que siempre vivió algo acomplejada y parece estar en otra reunión, salvo cuando se le descubre ese gesto torcido en la boca como a punto de sentir asco.

     Yo te miro a ti. Te cae la risa a bucles por los hombros, la mesa, el suelo. Me gusta verte así.

     Me pregunto qué pasará ahora. Quizá alguien que llame a la puerta con una noticia espeluznante, un accidente, una pérdida, un vuelco que tumbe las sonrisas. Quizá vuelvan los niños de su siesta, el remolino revuelto de las coronillas, con el juguete en la mano, los dedos de los pies al aire y las ganas de estar y ser parte despegándoles las pestañas. O quizá baste fijarme para sentir que ya está pasando todo.

     El tío Alberto, habitualmente callado y taciturno, alza las cejas escuchando a Juan y Daniel hablar de sus vacaciones de ruta y furgoneta, y apostilla a cada rato con recuerdos de aquel viaje a Barcelona nada más salir del seminario y poco antes de conocer a su mujer.

     Por la banda alguien se escandaliza fingidamente de tu hermano Antonio, que ha olvidado por un momento esposa e hijos y bromea sobre el tráfico de tapas, la división de raciones y su propia voracidad sin más horizonte que este ahora y esta mesa.

     A los postres, el tío Demetrio ha perdido los pelos de la lengua y la botella de vino, y mientras los busca se deja arrastrar por una verborrea sin rumbo que añade, de vez en cuando, una certera sentencia ignorada en las conversaciones ajenas.

     - Tenía yo un reloj de cuerda que nunca erraba, nunca, qué haría yo con ese reloj, con lo que me gustaba, por eso no me seas pelanas y dile a ese jefe tuyo las cosas claras, antes de perder la oportunidad, nunca perdió un minuto, siempre daba la hora justa, no como esa chatarra que utilizas como si fuera un coche, deberías cambiarlo ahora que es buen momento, tenía los números romanos, lo enganchaba en la trabilla del pantalón y lo guardaba en el bolsillo, me hacía sentir como un dandi, pero no como esa gente que es pura apariencia, ese tío con el que te juntas últimamente te toma el pelo, te lo digo yo, no hagas negocio...

     Poco a poco llegan el café y las pausas, tu prima Cristina te ha puesto a la recién bienvenida Irene en los brazos, y ella te ha regalado un sueño plácido y sereno que se te extiende por la piel, te hace sentir  este mundo un lugar hermoso y seguro y a salvo, erizando los vellos primero a ti, y al observarte, a mí también.

     Y finalmente el recoger, y esta silla dónde va, y aquí ya no caben más cosas, y lleva esto a la cocina y mete esto en el frigo. Poco a poco todo se apacigua y vuelve a su cauce, los muebles, las personas y los ánimos, va marchando cada uno a su casa.

     Yo te miro. En este día en el que no pasa nada, a ti te cambia la cara.

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Khram Cuervo Errante

Por encima de todo

Hacía demasiado calor. Para la época del año en la que estaban, el asfalto desprendía una temperatura inesperada. No es que eso fuera malo, ni mucho menos. Pero habría esperado menos grados centígrados alrededor de su montura. Ahora tenía una incertidumbre más que añadir a las que ya tenía en la cabeza.

Había aprendido hacía ya mucho tiempo a evitar pensar en sus rivales. Al fin y al cabo, era inevitable que alguno saliera con alguna genialidad inesperada y diera con el sitio correcto en el que el golpe era tan ineludible como certero y acabara con las aspiraciones de los demás. Eran variables incontrolables y, como tales, merecían cierto desprecio por su parte. Simplemente, no debían ocupar un lugar en su mente como lo ocupaban los otros cientos de pequeños detalles que debían atraer su atención. Y a pesar de lo pequeños que parecían, tenían una importancia crucial.

Empezó a sudar. "Normal", pensó, "con estas temperaturas, no se puede hacer otra cosa. Y cuando esto empiece, será peor." Comenzó su verdadero ritual mientras, como cada vez que se veía a punto de comenzar, enumeraba mentalmente la secuencia que debía seguir para lanzar su primer envite. Se sentía como un auriga, con una ligera diferencia: manejar un tiro de cuatro caballos era bastante más sencillo que manejar los casi setecientos que desarrollaba su motor de dos coma cuatro litros. Sólo el volante era varios órdenes de magnitud más complejo que las riendas de aquellos gladiadores de la antigüedad. Lleno de botoncitos, palanquitas, levas y ruedecitas era mucho más complejo que muchos aparatos electrónicos que se consideraban punteros. Ya habría querido él ver a alguno de aquellos "Apple-boys" manejar sin cometer errores aquella nave espacial en miniatura. Él tenía que hacerlo. Al fin y al cabo, le pagaban por ello.

Echó un ojo al mono, colgado impecablemente en el armario de su pequeño habitáculo del motor-home que la escudería montaba en cada Gran Premio. Estaba nuevo, a estrenar. Era un mandato de la FIA. Pasó la mano, acariciando el suave material ignífugo y se detuvo en seguir con los dedos el claro bordado de la insignia de su equipo. Una ligera sonrisa asomó a sus labios cuando recordó el revuelo que se había montado en el paddock al anunciar su fichaje. Más de uno se indignó, otros se cabrearon y otros, directamente, se pusieron como verdaderos basiliscos. ¿Qué más les daba? ¿Es que pensaban que iba a seguir siempre en un equipo mediocre, con resultados mediocres? Relegar a un piloto de primera fila no es siempre plato de gusto, excepto para aquel que ocupa el puesto libre. Las oportunidades ahora las disfrutaría él.

Sobre la mesita estaba el resto de su equipo. Los guantes, la balaclava, los botines... Un torero no llevaba tanta preparación, se le antojaba. Empezó a retirarse la ropa de calle. Despacio. Primero el zapato izquierdo, luego el derecho. Se sacó la camiseta, llena de insignias y logotipos de empresas patrocinadoras que habían pagado una pequeña fortuna por aparecer sobre su atuendo. Por último, los pantalones, también jalonados por anuncios. Y para vestirse, siguió el orden inverso. Muchos pilotos eran muy maniáticos y él no era menos. De hecho, el único día que interrumpió su rutina, tuvo un accidente bastante peligroso y no quería repetir aquella experiencia. Apretó los dientes al recordar aquella experiencia mientras apretaba el velcro del botín izquierdo. Dio dos puntapiés al suelo, como para fijar el calzado un poco más y salió del hospitality en dirección al garaje. Allí recogería el costosísimo casco y el HANS. Sería un verdadero loco si no los utilizara. El casco era obvio. Pero el HANS sólo lo habían implantado después de la muerte de Ayrton en aquella curva asesina de Imola. Aquel sistema mantenía el cuello y la cabeza protegidos, al anclar el casco a un dispositivo de fibra de carbono que descansaba sobre los hombros y el pecho del piloto, evitando que se sufrieran lesiones graves, como una fractura de la base del cráneo, que podían dar con tus huesos en la tumba.

Pasó por los entresijos de la escudería, saludando a ingenieros, informáticos y telecos que debían velar para que las transmisiones entre él y su jefe de pista fueran limpias y no se cortaran en ningún momento. Su compañero de equipo también estaba allí. Ya preparado y embutido en su bólido, ya preparado.

Contuvo la respiración. Siempre le causaba cierto sobrecogimiento el enfrentarse a su monoplaza. La parte trasera emergió tras un carro en el que un mecánico guardaba las últimas herramientas. Le palmeó un brazo en un afectuoso saludo y el hombre le devolvió una sonrisa y un pulgar levantado, dándole a entender que todo estaba a punto. En otra de sus manías, evitó mirar los espejos del coche y no poner sus ojos más allá de la tapa del motor mientras recogía su principal escudo. El diseño era de un participante en no sé qué concurso de no sé qué casa patrocinadora. Lo había elegido él mismo por su sobriedad y sencillez. Y había mandado construir treinta iguales. Otra de sus obsesiones era usar siempre el mismo modelo de casco, aún a costa de encargar más de los necesarios. Aunque pareciera mentira, el casco de un piloto como él acababa en la basura tras cada carrera; manchurrones de grasa, golpecillos de gravilla y briznas de hierba salpicaban aquí y allá el resistente material. A otros, aquellas heridas de guerra les hacían desechar sencillamente la herramienta. Pero a él le hacía tomar conciencia de lo peligroso que era el asfalto cuando se enfrentaba a él.

Se enfundó en la balaclava mientras su ingeniero de pista le daba algunas instrucciones. Asintió, pero a decir verdad no se había enterado de nada. Estaba demasiado ocupado haciendo pasar el auricular por dentro del gorro de kevlar. Sin mediar más palabra que un escueto okey, se acercó al coche. Ahora sí se permitió mirarlo. Detuvo sus ojos en cada parte del bólido admirando en él todo lo que podía encontrar: la oscuridad del aliviadero de la chimenea, la suave curva de los pontones, la salvaje complejidad del alerón delantero o la firme esbeltez del morro. Aquello era como mirar a una concubina desnuda. Esperándote sensualmente en la cama, tras el dosel puedes adivinar sus curvas, suavemente insinuadas tras la vaporosa gasa que las escondía. Pero al correr el velo, toda aquella exuberante belleza llena la vista, carga la mente y embriaga el alma. Cada uno de los brillantes tonos de la librea escogida por el equipo saltaba y cabrilleaba con los rayos del ascendente sol, que bañaba la fibra de carbono presentándola como una hija predilecta. Entró en el habitáculo y se sentó, tendiendo las piernas hacia delante. Acarició el suave carenado de su ubicación en una tímida caricia reservada únicamente para ese momento. Se calzó los guantes y alguien le acercó el casco y el volante. Ajustó ambos, uno a su cabeza y el otro a la barra de la dirección, hábilmente colocada en aquel prodigio de la tecnología. Un sonoro "clac" anunció que estaba colocado en su sitio y las luces de comprobación se encendieron, corroborando que el coche estaba listo para partir.

Respiró hondo. Espiró lentamente. Ese era el momento. Levantó el pulgar de la mano derecha y el mozo del motor de arranque imprimió la descarga que puso en funcionamiento su máquina. Los gatos lo bajaron con mimo, algo que no volverían a hacer hasta la siguiente carrera, a cuatro meses vista. La próxima vez que lo bajaran, tras el cambio de neumáticos correspondiente, sería de golpe, haciendo rebotar el monoplaza y su cráneo dentro del casco. Accionó el cambio, engranando la lentísima primera marcha y extrajo el coche del garaje, enfilando el pit lane a una velocidad absurda y ridícula en comparación con la que alcanzaba en la carrera.

El sol le cegó por un momento. Cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a la iluminación diurna, se permitió mirar a la tribuna principal un momento. ¿Cuántos espectadores habría allí? Decidió que no le importaba mientras una pancarta con su nombre comenzó a ondear en la grada. Si no hubiera llevado el casco, seguramente habría oído como un buen puñado de gargantas se rompían en un alarido de ánimo dirigido al corredor. Puso el coche finalmente en la pista, al abandonar el larguísimo pit-lane. Apretó a su montura, pulsó la leva un par de veces y el bólido rugió, lanzándose sobre el asfalto en una acometida preparatoria. Subió las revoluciones del motor y escuchó al jefe de pista diciéndole que todo estaba correcto. Las marchas trepaban y descendían marcándose en los displays del volante. Segunda, tercera, cuarta, quinta, cuartatercerasegunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, quintacuarta... la sucesión era caótica, destellando brevemente en las pantallas que recogían los datos telemétricos para quedarse fijas apenas unos instantes antes de que la velocidad del bólido llevara al piloto a encontrar una nueva situación en la pista que requiriera que se engranara una marcha distinta. Hizo culebrear el coche en las rectas para calentar los neumáticos, intentando ponerlos a una buena temperatura, buscando un agarre perfecto. Aceleró y frenó de golpe para poner a punto los frenos, que no detendrían su coche en la siguiente curva, a menos que estuvieran por encima de los ochocientos grados.

Interlagos tenía algo hipnótico para el aficionado, algo que no se podía describir cuando estabas tras la pantalla del televisor, con tu bol de palomitas y contemplando cómo los grandes pilotos del pasado (Piquet, Prost, Senna...) tomaban las ya míticas curvas del Autódromo Internacional José Carlos Pace de Brasil. Pero cuando tomabas el mando de un monoplaza y eras tú el que conducía uno de esos brillantes bólidos, aquella sensación indescriptible alcanzaba el máximo. ¿Cómo podría contarle a nadie lo que sentía cuando subía hacia la recta de meta y bajaba hacia la primera curva en cada vuelta? Ayrton Senna, hablando de Eau Rouge, en Spa, había dicho: "cuando subo, hablo con Dios". Si él tuviera que describir aquella sensación su respuesta habría sido muy similar. Pero en Interlagos era distinto. No era por el trazado, ni por el asfalto, ni siquiera por el país. Era porque en Brasil acababa la temporada y se daba fin a un reñido campeonato. Recordó los años en que Abu Dhabi y su circuito de Yas Marina cerraban la temporada. El túnel de salida del pit lane, el enorme hotel Yas cubriendo la pista y el crepúsculo en el desierto tenían un encanto especial. Pero no era el final de temporada que los pilotos deseaban. Todos querían terminar en Brasil, donde la afición no dejaba de empujar, donde la pasión por el automovilismo era mucho más que tener mucho dinero o mucho petróleo, aunque ambas fueran equivalentes. Terminar la temporada delante de una "torcida" era muchísimo más impresionante que acabarla frente a un puñado de jeques podridos de dinero y vestidos como si fueran fantasmas de un cuento de terror.

En poco más de un minuto llegó a la parrilla de salida. Detuvo el motor. Puso el coche en punto muerto y dejó que los mecánicos e ingenieros le empujaran hasta su cajón. La cantidad de gente reunida allí les obligó a parar varias veces, a retorcer la dirección hasta el máximo para evitar dañar ni a seres vivos ni al precioso monoplaza. Hubo gritos y discusiones con periodistas... la misma tónica de siempre. Empujones, improperios y una pelea con un fotógrafo (a todas luces, pagado por alguna escudería rival) que intentaba tomar instantáneas de partes del coche que los ingenieros se afanaban en ocultar, acabaron por minar su concentración y agriar su ánimo. Cuando llegó a su posición de salida, estaba visiblemente enfadado. Su rictus no componía una agradable fotografía y su ceño se hundía lo suficiente como para amedrentar a uno de los reporteros que la FIA había permitido entrar a pie de parrilla. Su alegre aproximación se convirtió súbitamente en un marcado giro para buscar a otro piloto distinto y le dejó tranquilo. Su jefe de pista le comentó algunos datos técnicos del coche para que buscara un mejor equilibrio en el mismo en ciertas curvas. Su mal humor hizo que el briefing se extendiera algo más allá de lo normal, espetándole a su compañero algunas de las ideas que en la vuelta de reconocimiento había tenido por su propia cuenta. Firme y amablemente, el ingeniero de pista fue rechazándolas todas y cada una de ellas. Cuando la charla entre ambos hombres acabó, su enfado no había hecho otra cosa que crecer. Y además, ahora tenía menos tiempo para retomar su concentración.

Haciendo caso omiso de todos los que le rodeaban, volvió a colocarse la balaclava, el auricular y el casco. Se introdujo en el asiento hecho a medida y se acomodó en su interior. Dejó que le abrocharan el cinturón de seguridad mientras él se colocaba el HANS y se ponía los guantes. Presionó varias veces las levas y los botones del volante, para comprobar que se accionaban suavemente y no tenían ningún tipo de problema. Probó la radio y oyó alta y clara la voz de su ingeniero, dándole las últimas instrucciones. Le colocaron el tubo del agua.

Fijó la vista en el semáforo.

Las dos filas de luces rojas, parpadeantes, le anunciaban que el inicio estaba cercano. Los destellos, reflejados en su casco, le ayudaron a vaciar la mente, a dejarla totalmente en blanco mientras a su alrededor el ruido crecía exponencialmente mientras se acercaba la hora de la salida. Mecánicos e ingenieros se afanaban por dejar el coche impecable antes de la salida. Se empezaban a ver cables arrastrados, mantas retiradas de los neumáticos, refrigeradores recogidos de los pontones y trapos eliminando las molestísimas motas de polvo de los elementos aerodinámicos del monoplaza. Voces, ruido de choques, carros de herramientas arrastrados, pisadas, carreras, pistolas hidráulicas ajustando las últimas ruedas, compresores y por último, los motores de arranque. Entre todos, compusieron una bien orquestada sinfonía de caos y revuelo que siempre precedía a la vuelta de calentamiento, una sonata tranquilizadora que resonaba a través del material aislante y que no llegaba jamás a sus oídos. Escondido en su burbuja, recordaba cada instante de los entrenamientos libres, cada momento de la cu uno, la cu dos y la cu tres, tratando de trazar, mentalmente, cada una de las curvas y chicanes que le llevarían a terminar con éxito una vuelta. Extraía la mejor forma de atacar el revirado tercer sector, la presión exacta con la que apretar el acelerador en las eses de Senna. Veía los posibles rivales y la forma de adelantarlos, aprovechando al máximo su máquina y las debilidades de aquellos. Intentaba esconder sus propios puntos flacos, evitando que otros tuvieran una puerta abierta por la que sobrepasarle.

La sirena de los dos minutos le sacó de sus ensoñaciones y le devolvió a la cruda realidad. Aún no había salido. Pero ahora estaba concentrado y en armonía con su monoplaza. Sintió las revoluciones del potente motor, rugiendo a su espalda, al ralentí, dispuesto a desplazar el bólido hacia adelante. Sintió cada uno de los surcos de los pedales a través del botín. Sintió el forro interior del guante y el material antideslizante de los asideros del volante. Sintió el calor ascendiendo desde el asfalto y lo vio alzarse en ondulantes brumas, provocando un efecto curioso en su visión. Se centró en la luz roja del coche que tenía delante. Aún no era tiempo de localizar el hueco, pero aquella pequeña candela parpadeante le indicaría con algo de antelación la trayectoria de su rival y podría anticipar un par de movimientos de éste y varios suyos para tomar la delantera.

Pisó el acelerador y todo se puso en marcha. La vuelta de formación se lanzaba y ya no había marcha atrás. Los coches aceleraron y se estiraron en una serpiente multicolor que culebreaba en cada recta y trazaba las curvas con limpieza y elegancia. Los motores atronaban a los espectadores, que hacían sonar bocinas y gritaban para que los micrófonos de ambiente recogieran algo de la pasión que los coches hacían saltar en sus corazones. El aire se llenó de ondas de radio que cada monoplaza enviaba a los muros y que cada muro enviaba a los pilotos. Las cadenas de televisión emitían sus últimos anuncios y consejos de los patrocinadores y Charlie Whiting, en la cabina del comisario, iniciaba la secuencia de encendido y apagado del semáforo que daría la salida definitiva y reiniciaba los sensores de los cajones que detectaban si algún corredor salía antes de tiempo. Se subió la última cuesta, con los coches en riguroso orden de calificación, ralentizando las revoluciones de los motores y deteniéndolos con precisión milimétrica sobre las marcas correspondientes a cada uno de ellos. El primero tenía toda la visión despejada, impoluta. Sólo asfalto y pista, sin obstáculos a la vista.

Se encendió la primera luz roja del semáforo. Cinco segundos. Los cascos se removieron nerviosos, observando a los pilotos y los coches que se rodeaban entre sí. Segunda luz. Cuatro segundos. Los dedos pulsaban raudas instrucciones de arranque y precisos ciclos a la centralita de datos. Tercera luz. Tres segundos. Los pies apretaban el acelerador y el freno a fondo, haciendo que los motores gritaran del esfuerzo. Cuarta luz. Dos segundos. Las levas de los cambios crujieron para colocar las marchas en posición de ser engranadas. Quinta luz. Un segundo. Se cierran los ojos, se elevan plegarias, se cruzan dedos, se buscan telemetrías, se hunden hombros, se acumula tensión, se pierde la noción del tiempo y éste se estira hasta que no se puede más, la adrenalina revienta en los riñones y la sacudida sorda de la epinefrina recorre todo el organismo, haciendo latir los corazones en consonancia con los propulsores Ferrari, Mercedes, Renault, Infiniti y Cosworth de todos y cada uno de los monoplazas, transmitiendo el estado de alerta y nerviosismo, se comen uñas tras los televisores, se aguanta la respiración en la pista y en las casas de los espectadores.

Se apagan las cinco luces.

Cero segundos.

Se libera todo de golpe. El freno queda libre y el acelerador gime soportando los innumerables kilos de presión que ejerce ahora el piloto sobre él, a pesar de que sólo hace falta un ligero toque para hacerlo responder, se engrana la primera marcha e inmediatamente también la segunda y la tercera, hay humo de gomas sobrecalentadas y olor a gasolina quemada, resuenan vítores, los comentaristas gritan, se acerca la primera curva, los coches culebrean para no tocarse, saltan chispas de algunos difusores, chirrían los primeros frenos, los discos se vuelven incandescentes, se oye crujir la fibra de carbono en los primeros toques, se remueven los volantes para evitar chocar con algún rival, la respiración deja de contenerse y el mundo vuelve a girar rápido, muy rápido.

Millones de personas están pendientes ahora de la pista brasileña. Miles se agolpan en las gradas. Pero únicamente veinticuatro se comportan como una sola, unidas por un pensamiento, el mismo que el suyo. Un único objetivo. La meta. La lejana meta, que queda a setenta y una vueltas, más de trescientos cinco kilómetros por recorrer. Y traspasarla sano, salvo y, por encima de todo, primero.

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