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Sucesos: Diva, Gilles, Risl y NN entran en un bar. El camarero les mira y se pregunta: "¿Qué es esto? ¿Una especie de chiste?"

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Mar de Ceo

Iniciado por Bill, 07 de Enero de 2010, 15:36

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Bill

Un pequeño relato navideño, realmente por aburrimiento en el trabajo después de comer. O tal vez por ser justos, no me siento bien criticando un relato sin que su autor pueda replicar contra uno mío. Así que espero una crítica feroz.

Cada copo de nieve es diferente de los demás. Es un hechizo de la magia fractal cristalina, infinitas posibilidades de simetría dentro de un hexágono. Si un demiurgo es el responsable de la creación, esta es su creación más bella, tan pequeño, tan insignificante, y sin embargo cautivador. Las personas son copos de nieve, y esa tarde se estaban encontrando de nuevo. El limpiaparabrisas dió otra fuerte sacudida y rompió el momento, mientras el C4, con un motor que no rugía sino que zumbaba, ascendía cauto por el puerto de montaña con sus ruedas de invierno dejando una señal inconfundible. Su conductor no perdía el tiempo en estos anodinos pensamientos, y con su pulgar modificó la emisora buscando un canal cuya señal no se perdiese, noticias o música que metiesen el suficiente ruido en su cabeza como para distraerla de otros pensamientos. Es irónico, para concentrarse en la conducción necesitaba una distracción que le evitase pensar. Y para nada le importaba ese bello copo de nieve que trataba de alcanzarle, de tocarle, de decirle "¡eh! ¡mírame!". Para David no eran más que molestias insignificantes, y ascendía callado, serio, hartándose ya del asiento calefactable.

Hace muchos años, esto no era así. Hacía frío. El Renault 12 ascendía el mismo puerto, mal asfaltado, con un traqueteo de baches, sonido de cadenas y quejidos feroces del motor. Un casette del Padre Abraham y los Pitufos trataba de sonar, distorsionado, por encima de esa bestia cansada que a duras penas era capaz de subir la pendiente. En la parte de atrás David pegaba sus manos al cristal y hacía vapor de agua con la boca, para luego pegar su nariz y dejar la huella, que al rato desaparecía. A su lado, su hermano Alex, un año menor que él, dormitaba bajo una manta de tipo escocés. También dormía su madre, y el padre tarareaba graciosamente las canciones que llenaban de calor el coche, mientras de vez en cuando miraba por el espejo retrovisor. Siempre había preferido viajar en la parte derecha, así podía admirar un trozo del mostacho de su padre, un negro cepillo del que estaba orgulloso y lucía con aspecto señorial. De mayor tendría uno igual, lo había decidido. Y entonces el primer copo les saludó, y tras él un ejército de compañeros. No era la primera vez que veía nieve, y sin embargo seguía fascinándole. Su padre le había explicado que dentro de cada una de esas pequeñas motitas blancas, existían estrellas, todo un universo caería esa noche del cielo. Comprobó el bolsillo de su abrigo de plumas, tenía que asegurarse de que estaban sus guantecitos de lana, esas pequeñas miniaturas que luego se estiraban, aunque no mucho, para ajustarse a sus manos de sieteañero. Necesitaría los guantes al salir del coche, porque en cuanto llegasen al Mar de Ceo forjaría la primera bola de ese invierno, y la estamparía contra la pared de piedra.

No había vuelto a Mar de Ceo desde que tenía siete años. Si por él fuese, no volvería jamás. Pero tras la muerte de sus padres, la casa rural le pertenecía a él, y aunque había intentado no tener que desplazarse para la venta a base de poderes notariales, al final el papeleo y la burocracia le forzaban a acudir a dos días de Nochebuena. La verdad, en parte le satisfacía, así tenía una excusa para perderse ese evento que no significaba nada para él. El niño había crecido, y su interior se había vaciado. Su corazón no era más que una víscera que bombeaba sangre, su mente el medio para ganar dinero trabajando, que le permitía vivir para poder seguir trabajando. Día tras día. Día tras día. Para muchos era un triunfador, un experto en banca digital bien pagado, un sueldo de lujo, y además no era feo. Triunfaba laboralmente, triunfaba con las mujeres... pero noche tras noche miraba al techo a oscuras antes de dormir, y sabía que no habría cuatro angelitos guardando su cama. En realidad, no había nadie. Su vida era monótona, y sus emociones inexistentes, tenía que fingirlas. Incluso sus orgasmos no eran más que una forma de complacer las emociones de otra persona, con la que ni siquiera empatizaba. Había probado las emociones fuertes, el sexo duro, incluso las drogas, pero no había forma de encontrar algo que le hiciese sentir vivo. Y ahora, con la venta del Mar de Ceo, sus pesadillas volvían a poblar unas noches que no calmaban las borracheras. Odiaba esa casa, odiaba todo lo que significaba.

Familia. La amaba. Adoraba llegar y jugar con sus padres y hermano. Es lo que más le gustaba de ir a esa casa de campo, porque significaba que todos estarían juntos, tardes junto al lar mientras la madera crepitaba, tardes con sombras chinescas, con risas. Su padre no se tendría que levantar para ir a trabajar, ni volvería tarde y cansado, era todo para ellos. De mayor se buscaría un trabajo donde no mandasen horas extras y los días de vacaciones fuesen muchos, tal vez maestro de escuela, y así podría pasar más tiempo con sus hijos a los que adoraría. El motor paró y se rascó el freno de mano. La primera bola de nieve se estampó contra la pared. Ya era Navidad. Tanto Alex como él llevaban sus plumíferos, sus gorros, sus guantes, sus orejeras, su madre les llamaba muñequitos de Michelín. La primera guerra de bolas fue dura, mucho. Su padre se escondía tras el roble del patio, y el pequeño Alex detrás de él. Una diana de su madre convirtió el bigote de su padre en un delicioso bizcocho de nata. Ese momento era eterno.

Tomó la última curva, y el segundo antes de ver la casa se hizo eterno. Allí estaba aguardando, ese montón de piedras y madera, esos árboles, ese campo ahora descuidado y dejado a las malas hierbas. Las ventanas cerradas a cal y canto. Todavía no había llegado y ya quería marcharse. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, lo sintió desde su calcetín hasta su camisa perfectamente planchada. En la radio los Scorpions gritaban que todavía la amaba, y David pronunció en silencio su particular odio hacia ella. El tejado estaba cubierto de nieve, seguramente habría que hacer reparaciones pero ese ya no era su problema. Habían pasado veintisiete años, pero por suerte la inmobiliaria que le tramitaba la venta tenía su propio equipo de limpieza y restauración, y le habían asegurado que era perfectamente habitable, dejándole además un juego de sábanas y un polar nuevos. Los había pedido para la habitación de invitados, de la que menos recuerdos tenía. Esas noches serían terribles, pero llevaba vodka y diazepam como para tumbar a un titán. Se acercaba un largo sufrimiento, esperaba que su kit de conexión usb funcionase en un lugar tan apartado. El tedio se acercaba, no había nada que hacer en ese lugar apartado de la civilación.

¡Primera mañana de diversión del resto de unos días maravillosos! Toda la casa estaba inundada por el olor de la leña y de las tostadas. Mermelada casera de albaricoques y un buen tazón de cola-cao. Y mientras sus padres trataban de arreglar la antena y así poder sintonizar algo decente, dado que el viento la había tirado, ellos podrían dedicar su mañana a algo que solamente se puede hacer si tienes dos botones, cinco piedras pequeñas, una bufanta, un gorro y una zanahoria. Entre los dos arrastraron la nieve y fueron haciendo la bola más grande, el cuerpo. Eran pequeños y les costó mucho que quedase algo respetable. Hicieron la cabeza y apenas pudieron llegar entre los dos a colocarla. Una vez puesta se dieron cuenta de que si la cabeza les había costado, lo del gorro sería una peripecia. El taburete de la cocina solucionó el problema, con un Alejandro que sujetaba firmemente y con cara de apretón a su hermano David. Ya tenemos boca, ojos, nariz... ¡Se olvidaron los brazos! Nada que no solucionaran dos ramas bajo el roble. Era el mejor momento de su vida, su mayor logro, una escultura perfecta, y había que celebrarlo. Su padre seguía en el tejado, gritando a su mujer para ver si se pillaba ya la primera. Todavía tenían para rato, era el momento ideal para un escondite. Jugar al escondite entre dos no es que resulte divertido, pero así entrenaban para cuando sus padres estuviesen disponibles. Primero pandó Alex, un prilegio por ser el pequeño. Pasó tras la leñera y David corriendo tocó la panda. Y ahora le tocó pandar a él. Buscó. Rebuscó. Y no encontró. La tensión le hizo agitarse, y gritó. Sus padres le escucharon y corrieron para ver qué pasaba. Buscaron, rebuscaron, y no encontraron. Hasta que al final, tras la leñera, el padre encontró la antigua boca del pozo, a la que le faltaba una piedra. ¿Alex? ¿Estás ahí? No hubo respuesta. Una linterna les contestó. La madre apretó a David, entre lágrimas, apretó muy fuerte su cabeza contra ella para que no mirase. ¿Mamá? ¿Alex? Quería mirar, y su madre casi le asfixiaba. Su padre subía su cadáver en brazos, entre maldiciones a un Dios que esa tarde no estaba allí. El muñeco de nieve les miraba, riendo, recordando un momento feliz que no volvería a calentar esa casa. Se derretoría, y no habría nadie para verlo o recomponerlo.

El coche entró en el patio y David se bajó. Olía a madera húmeda, a bosque y a casa vieja. Olía a recuerdos que no quería volver a tener. Con un ademán de su mano presionó el cierre y el coche hizo un alegre bip-bip. Se acercó a la puerta y entonces lo vio. Una bola de nieve grande y otra más pequeña justo a su derecha. En el suelo de la casa dos botones, cinco piedras, un gorro de nieve, una bufanda y dos ramas. En la nieve unas huellas, de pies desnudos. Tan desnudos, que no tenían ni carne.

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