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Serie «Nuevos Reinos»

Iniciado por master ageof, 24 de Septiembre de 2009, 20:15

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   En el norte las ciudades, particularmente la ciudad-reino de Uyukbarat, eran muy diferentes de las ciudades del sur. Uyukbarat se trataba de un reino muy pequeño, tan solo una montaña. Había menos luz que en el sur, y la población era más despreocupada, menos obsesionada por la nobleza y el estrato social. La roca sobre la que se había construido era de extraordinaria dureza, lo que había permitido horadarla en multitud de sentidos y niveles convirtiendo a la ciudad en una malla tridimensional que ocupaba una parte importante del volumen de la montaña.
   Zangoloteaba mucha gente por la calle principal. Esta no estaba encerrada entre dos elevadas paredes, como en la mayoría de los reinos del sur, sino que las casas que la flanqueaban estaban libres del peso de la roca sobre ellas. El techo del reino se perdía en lo alto como una inmensa bóveda que protegía todos los edificios, seguramente imposible de ver a falta de una luz correctamente orientada para vislumbrarlo.
   Privilegiada por su luminosidad, la ciudad bullía de vida. Sus habitantes parecían haberse puesto de acuerdo para salir todos a la calle principal y recorrerla varias veces, pues tal era la cantidad de gente allí. Había todo tipo de locales, casas y comercios. La propia calle principal era un bazar atiborrado de productos deseosos de ser adquiridos por los primeros incautos que se dejasen llevar por la voz hábil de los tenderos. Riusaidat no pudo evitar notar todo esto y sentir un extraño hormigueo en la cabeza, como si se encontrase donde realmente debería haber estado siempre. Iba por la calle principal, una avenida de una anchura descomunal, acompañado de un grupo formado por Turumirut, Hakimutami, mudito, Haut e Iza.
   El feo cocinero parecía querer percibir la ciudad por medio del olfato. Tenía la cabeza alzada y la nariz alerta al más leve olor. En lo que iba de trayecto había localizado tres cocinas mediante ese procedimiento, y las había desaconsejado aduciendo que el tipo de cocina no era bueno, o que no estaba acostumbrado a él.
   Riusaidat prestó atención a Hakimutami, en el centro, quien mirando a ambos lados embobado decía:
   -Yo he estado en sitios que no soñarías, pero esto tampoco está tan mal.
   En el lado derecho, Turumirut hablaba con Haut sobre las costumbres locales:
   -¿Lo has visto? Cuando les miras, no bajan la cabeza. Aquí, mirarse a los ojos no es de mala educación.
   -Y he notado que no encadenan a sus humanos. Podría ser peligroso.
   -Quizás los eduquen bien, como a los seis que llevábamos en la comitiva.
   -No lo creo -dijo Haut, añadiendo-. Todo parece producto de una cultura más relajada en lo que se refiere a educación.
   -Pero habrás de admitir que la ciudad es bonita. El palacio del fondo reluce como una piedra preciosa, ¿no crees?
   -Muy reluciente, sí.
   Zagales y niños de todas las edades jugaban en una calle perpendicular. Hakimutami dijo:
   -Me pregunto qué habrá sido de nuestros soldados.
   -Creo que todos han ido a los barracones -dijo Turumirut-. En todo caso, su lugar es más cerca de la reina que de nosotros.
   -¿Y nuestro senescal, Zutaimut?
   -Él estará con la reina, igual que el resto de los diplomáticos.
   -¿Y los humanos que traíamos?
   -Creo que eran el regalo que traíamos para el rey de aquí.

   Intersecando la calle central había otras numerosas calles que, a lo lejos, hacían una curva. Al principio no lo habían notado, pero al cabo de un buen rato de camino descubrieron que en la calle había un aire extraño, como un temor colectivo que manaba de todas las caras sonrientes. También observaron muchas cosas que no debería haber allí, como el brillo metálico de una coraza asomando bajo una túnica, o el reluciente filo de un hacha poco disimulada entre trapos.
   Ñoño era el adjetivo que se podía aplicar a muchas de las cosas que se vendían por allí. Tampoco tardaron en notar  las grandes diferencias de lenguaje que les separaban de los transeúntes. Allí usaban expresiones muy extrañas, y usaban algunos sonidos que producían dolor en sus oídos.

   -Atención -dijo la voz armoniosa de Iza-, huelo otra cocina. Y ésta si es buena, chicos.
   -¿Hacia dónde?-preguntó Turumirut.
   Iza señaló hacia una posada de aspecto bastante estropeado. Los constructores no habían tenido mucho cuidado al dar forma a las paredes, y éstas estaban abombadas hacia fuera o hacia dentro. La ventana no parecía puesta ahí a drede, o eso indicaba su forma irregular y el hecho de que pareciera haber crecido más de lo esperado por el dueño. La puerta simplemente parecía la entrada a una gruta oscura. Se levantaba cuatro pisos sobre la altura de la calle, y cada piso tenía un aspecto semejante. En la entrada había un cartel con el nombre "El goganu alegre" con la ele tumbada. Los seis se miraron y luego miraron la posada. Luego los cinco restantes vieron cómo Iza corría a la entrada, segundos antes de ir tras él.
   Generalmente, como habían ido observando, había un humano en los portales de las posadas. Esta no era una excepción. El humano iba bien vestido para lo que era de esperar en esa raza. Tenía la nariz aguileña y ojos astutos. Nada más verles les hizo señas para que entrasen:
   -Bienvenidos -decía-, la casa del goganu alegre es su hogar. Encontrarán buena cama y mejor cocina.

   Obedecieron sin rechistar. Dentro hacía frío. El suelo estaba mal puesto y las baldosas, allí donde había, bailaban al pisarlas. Había una especie de comedor bastante grande a un lado, donde unas pocas personas se calentaban ante el fuego de la chimenea. Iza repasó el lugar con una gran sonrisa haciéndoles un gesto a sus compañeros para  que pasaran.
   Una vez dentro se quedaron esperando a que llegase alguien, hasta que Hakimutami bramó:
   -¿Es que aquí no atiende nadie?
   -¿Traéis hambre?-dijo una voz femenina cargada de misterio.
   La voz procedía de una mujer que en ese momento estaba descendiendo unas escaleras de caracol. Sus ojos eran de un interesante color verde, y sobre su cara caían rizos de su hermosa cabellera castaña. Tenía una nariz perfecta, y una mueca jocosa en la boca.
   -¿Qué vais a tomar?
   -Cerveza- dijo Hakimutami, seguido de Haut.
   Iza en seguida tomó la palabra para preguntar a la posadera sobre las comidas, las especias, las formas de preparación y los tipos de ingredientes que se empleaban. Cada respuesta de la posadera aumentaba la sonrisa del cocinero. Al final, éste dijo:
   -He encontrado el paraíso.

   -Disculpen-dijo una voz tras ellos. Al volverse vieron a un hombre con un frondoso bigote, que les preguntó -: ¿De dónde son?
   Turumirut se temió que en aquella tierra no se tratara muy bien a los extranjeros, y que aquél hombre les quería meter en una encerrona, o buscaba jaleo, de modo que comenzó a inventar una elaborada excusa que les permitiera ser de Uyukbarat y explicara también por qué no se les había visto por allí nunca. No obstante, Hakimutami se bastó para tirar por tierra su plan, diciendo:
   -Somos de la gloriosa tierra de Muhenbarat, en el sur. Ya sabes, la tierra de la nobleza.
   Turumirut se golpeó la frente. Pero la reacción del desconocido fue muy distinta a la que había esperado. Dijo:
   -Fabuloso. Yo también soy del sur, de Irimbuk. Y mis dos colegas -dijo, señalando a otros dos-, también.
   -Qué increíble coincidencia-dijo asombrado Hakimutami.
   -No es coincidencia, amigo-respondió el hombre del bigote-. Permitid que me presente. Yo soy Aralsut, y mis amigos son Burkumat y Hinduisat, conde de Irim.

   Los mencionados se acercaron y saludaron con una reverencia. Burkumat era un hombre de avanzada edad, con una cicatriz que le recorría la cara, pasando por uno de los ojos, que estaba ausente. Hinduisat era joven, e iba ataviado con una rica túnica de apariencia muy suave. Riusaidat consideró que debían estar diciendo la verdad sobre su origen, pues sus vestimentas y la forma de hablar de Aralsut eran típicamente sureñas.
   -Un conde -sonrió Hakimutami alegremente-. Nosotros también tenemos uno, está aquí mismo- pero antes de decir quién era, Turumirut le dio un pisotón y el grandullón entendió la indirecta, aunque ello le tomó unos segundos.
   Aralsut prosiguió:
   -Hemos venido en la escolta de su majestad el rey de Irimbuk. Llegamos hace apenas una semana, y desde entonces han llegado cinco grupos más. Siete, si les contamos a ustedes y a los otros que llegaron esta mañana acompañándoles.
   -Pero, ¿A qué se debe todo esto? -preguntó Haut-. ¿Por qué de repente todo el mundo viene al mismo sitio?
   -Señor-dijo Aralsut-. Todos vienen a lo que vienen todos.


   Fuera de Uyukbarat el tiempo era cada vez más frío, anticipando un invierno helador. El anciano agradeció la compañía de su lobo mientras esperaba sentado sobre una roca. El terreno no había tenido tiempo de secarse del todo, por lo que no podía simplemente tumbarse en él. El aire todavía anticipaba más lluvias. Sus oídos no tardaron en advertirle de la proximidad de una nueva comitiva. Se levantó e hizo algunos estiramientos antes de montar para salir a su encuentro.
   El bosque que rodeaba Uyukbarat era bastante despejado, permitiendo una buena visibilidad a mucha distancia. Así pudo localizar con precisión al siguiente grupo, que se encontraba a una considerable distancia ladera abajo. Se trataba de una comitiva mediana, de apenas veinte hombres y mujeres, sorprendentemente sin soldados a la vista. El anciano se felicitó por ello mientras montaba en el lobo para ir a su encuentro.
   El camino estaba resbaladizo y enlodado. La región no tenía suficiente vegetación para asentar la tierra, y ésta acababa por enfangarse a la menor lluvia. No obstante, logró llegar abajo sin mayores incidentes. No tardó en reconocer el país de procedencia de la comitiva por su estandarte, tres triángulos dispuestos uno sobre otro. Se dio tiempo para cambiar su acento y dirigirse cortésmente a ellos. Cuando estuvo preparado, bajó el camino para encontrárselos:
   -¿Habéis tenido un buen viaje?
   Mucha gente se sentía recelosa ante la visión de un anciano montado en un enorme lobo, pero al cabo del tiempo acababan permitiéndole acercarse un poco. La comitiva estaba formada totalmente por cortesanos, propio de un reino no dado a la guerra. También era muy ostentoso, como contrapunto al estilo espartano de los pueblos belicosos. La reina, una mujer muy alta, iba ricamente engalanada y mostraba una hermosa corona de oro. Se aproximó a él y le dijo:
   -El viaje no ha terminado aún, anciano. Aunque te damos las gracias por la guía que ocasionalmente nos has prestado.
   -No gastéis los halagos conmigo. Guardadlos para la corte del rey Wistum. Temo que ese anciano no esté de buen humor cuando os reciba.
   -Wistum no me asusta. Ha muerto.
   El anciano se mostró inquieto:
   -¿Qué decís?
   -La noticia llegó el mes pasado a Witbor. Ahora gobierna Washivan en su lugar, y se prepara una rebelión contra él. Como ves, anciano, tengo toda la información del mundo en mis manos.
   El anciano se relajó:
   -Ah, rumores -murmuró tan bajo que la reina no pudo oírle. Luego le dijo con media sonrisa-. Tened la bondad de no airear esa información. Tal vez no sea conveniente que se sepa.
   -No temas por ello anciano. Y gracias por venir a recibirnos. Ahora permite que sigamos nuestro camino.

   El anciano se alejó con prisa. Sólo cuando estuvo bastante lejos se permitió soltar la carcajada que venía pugnando por escapar. Decidió sentarse a esperar a los siguientes. Ya habían llegado nueve. Los acontecimientos se sucedían más deprisa de lo que le habría gustado, y el día que tanto temía se acercaba cada vez más deprisa. Quedó sobrecogido por cómo se habían desarrollado los hechos. Luego, se miró las manos surcadas de arrugas y plagadas de manchas y se preguntó si podría llevar a cabo lo que se esperaba de él.
   El lobo se sentó a sus pies y le dirigió una mirada suplicante.
   -¿Quieres jugar?-le preguntó el anciano-. Es imposible. Estamos esperando invitados.
   El lobo miró para otra parte. De pronto, su expresión cambió completamente. Se volvió fiera, y comenzó a enseñar los dientes. Pero no al anciano, sino a algún lugar más abajo. El anciano le preguntó:
   -¿Qué tienes? ¿Qué has encontrado?
   El lobo lanzó unos pocos gruñidos. El anciano comprendió que su animal había olido algo que no le gustaba nada. Quizás, pensó, se trataba de un olor rancio, carne podrida o algo parecido. O quizás era otra cosa. Se levantó y oteó aquél valle hasta que encontró unos puntitos que se desplazaban por el camino. Debía de tratarse de una nueva comitiva. Se acercó lentamente para ver mejor. Cuando pudo distinguir al grupo quedó inmediatamente sorprendido. Estaba compuesto sólo por cuatro personas. Por lo relajados que estaban era obvio que no venían de muy lejos, no obstante, era un grupo demasiado pequeño. Y ninguno de ellos parecía ostentar título alguno.
   Con la intención de desvelar aquellos misterios, el anciano galopó con su lobo aproximándose al lugar dando un amplio rodeo. No le llevó demasiado tiempo alcanzar el camino que había seguido la comitiva. A partir de ese punto fue ascendiendo lentamente, ocultándose tras el escaso follaje y confiando en sus habilidades para pasar desapercibido.
   Le llevó bastante tiempo localizar de nuevo al grupo, hasta el punto de creer que los había perdido. Pero, al fin, los encontró tras el siguiente arbusto. Efectivamente, eran sólo cuatro. Iban vestidos con túnicas blancas, todos exactamente iguales, incluso en las facciones de sus rostros. El anciano trató de hacer memoria de los reinos goganu occidentales, y de las distintas costumbres y vestimentas de cada clan, pero no encontró nada en su memoria que se pareciese a eso. El asunto comenzó a intrigarle. Estaba claro que aquello no estaba previsto, y a él no le gustaba no haber previsto algo, de modo que optó por la solución más sencilla.
   Sin el menor disimulo abandonó su escondite acompañado, por si acaso, de su intimidante amigo. Se encontraba delante de los cuatro caminantes, bloqueando el camino. Esperó a que ellos hicieran el primer movimiento, pero como no lo hicieron, se vio obligado a hablar él.
   -¿Quiénes sois?

   Los cuatro le miraron a la vez, sin un ápice de asombro o sorpresa en sus miradas vacías. Uno de ellos respondió:
   -Somos los siervos del Señor de Urdur.
   -¿El señor de Urdur? -repitió perplejo el anciano-. No sé quién es.
   -No necesitáis saberlo todavía -dijo otro-. Debemos continuar el viaje.
   -Pero, ¿A dónde vais?
   -A Uyukbarat.
   -¿Para qué?
   -Venimos a lo que vienen todos.

   De cerca se podía ver que sus rostros eran totalmente inexpresivos. Sus ojos eran indiferentes y de color negro. Sus túnicas eran largas, pero livianas. No debían de representar una gran protección contra el frío y el viento. Eran individuos altos y delgados, quizás más de lo que se podía notar por sus vestimentas, como revelaban unos brazos estrechos y unos rasgos faciales marcados.
   Eran calvos, y tenían grabado un extraño tatuaje en la cabeza. El anciano agudizó la vista para estar seguro de lo que veía, y cuando lo estuvo sintió una gran inquietud. El tatuaje se trataba de un dragón enroscado, sin extremidades, cuyo cuerpo parecía formado por secciones. De su cabeza sobresalían dos largos cuernos con una curvatura que los mantenía cerca de la forma circular del cuerpo. El anciano reconoció inmediatamente las implicaciones que eso tenía. Los cuatro extraños caminantes parecieron percibir la extrañeza del anciano, porque uno de ellos le preguntó:
   -¿Reconoces tú este símbolo?
   -No hay goganu en el mundo que no lo reconociese- respondió el anciano-. Lo que quiero saber es qué derecho creéis tener para grabároslo en la frente -sus palabras habían brotado frías y cargadas de tensión.
   Otro de los caminantes le respondió, con la misma voz que su compañero:
   -Servimos al más grande de los goganu. Él fue quien nos los grabó.
   -Nadie es dueño de ese símbolo -replicó el anciano.
   -Nuestro señor, lo es- dijo un tercero.
   El cuarto habló:
   -Ahora, déjanos seguir.

   El anciano estaba perplejo:
   -¿Ni siquiera os preguntáis quién soy yo para haceros todas estas preguntas y bloquearos el camino?
   -Nuestro señor ya nos ha dicho quién eres, y de dónde procedes. Tenemos un mensaje de nuestro amo para ti, pero este no es el momento de dártelo. Si quieres conocerlo, tendrás que dejarnos avanzar.

   El anciano se lo pensó. Al final, bastante enfurecido, les dio la espalda y se alejó con su lobo. Dejó pasar bastante tiempo, para alejarse lo suficiente, antes de sentarse y relajarse. El lobo le miró.
   -Ya sé lo que piensas -le dijo el anciano a su animal-. Pero no les voy a impedir el paso. No tengo ese poder -y añadió-. Ni ganas. Ahora voy a descansar. Avísame si ves a alguien.

   El lobo siguió tenso durante un rato, hasta que el olor de los caminantes se hubo disipado.
   Aquella tarde no corría ni la más leve brisa de aire, produciendo una sensación de calor incómoda. El cielo estaba despejado, como en un desierto, cansado de derramar su agua sobre la tierra. Aquello dio tiempo para que se secase el suelo y la mayoría de los charcos que se habían formado el día anterior.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

master ageof

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Si no me equivoco, ese dragón representa a la civilización perdida de Aiubor. En ese caso, esto se vuelve mucho más interesante.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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   La cena resultó una sobrecogedora explosión de olor y sabor. Seguramente fue la mejor noche para la caja de la posada, contando el número de comensales. Sólo para pronunciar sus nombres eran necesarios varios minutos, no obstante, la atenta Sivenia, la posadera, lo intentó a petición popular:
   -Pero no lo haré si no os calláis- aseguró.
   -Venga, di nuestros nombres -vociferaron los primeros borrachos.
   -Cuando diga vuestro nombre, levantad la mano para que los demás os conozcan-dijo Sivenia-. ¿Preparados? A ver. Empezaré con los de la reina del sur:
   «Hakimutami». El interpelado se levantó y repartió besos con las manos. Obviamente era el más borracho del lugar.
   «Turumirut». Él no llegó a tanto como su compañero. Se limitó a asentir.
   «Iza, mudito, Haut, Naubu, Saigu, Tutmat», todos saludaron.
   «Lilé, Suidé, Asindé». La primera se cubrió avergonzada. La segunda saludó con las dos manos a los hombres del lugar, y la tercera se quedó embobada.
   -Ahora los del rey de Irimbor:
   «Aralsut, Burkumat, Hinduisat -quien añadió enérgicamente: "Conde de Irim" -, Nominat, Zasurii, Kurumbut».
   -Ahora, los de la reina de Witbor:
   «Siesaurai, Mireibt, Doribr, Ingri, Zaukai», todos saludaron e hicieron gestos cómicos.
   -Ahora los de Elisbarat...
   Hubo siete nombres en esas filas. Luego, Sivenia pasó a los del rey del suroeste, y después a los de la marquesa del centro. Cuando terminó suspiró, agotada. Había recordado los cuarenta nombres con asombrosa precisión. La multitud aplaudía apretujada en las cuatro únicas mesas del local. Sólo uno se sentía fuera de lugar.
   Riusaidat contempló la escena desde su posición. No había tocado el alcohol, y aquella situación no le parecía en absoluto divertida. La posadera se había acordado de todos. Desde el más alto hasta el más bajo. Desde el más elegante hasta... bueno, hasta Iza. Incluso se había acordado de mudito. Y él seguía allí, como un tonto, sin nadie que se acordara de él.
   La había mirado toda la tarde, sintiendo una extraña sensación en el pecho cada vez que ella se acercaba. La encontraba extraordinaria en todos los aspectos, y de algún modo él nunca había sido tan consciente de su existencia como lo fue las pocas veces que Sivenia le miró. La primera vez fue al entrar, un instante, mientras examinaba el aspecto de sus nuevos clientes. La segunda fue al servir los platos. De algún modo sus miradas se habían cruzado en ese instante, pero él apartó la mirada de inmediato, sin saber muy bien por qué.
   La tercera vez era aquella misma. Riusaidat prácticamente pegó un brinco al notar que ella le estaba mirando.
   Pensó: "Ahora se sentirá incómoda por haberme olvidado en su recopilación."
   Pero ella le sonreía de una forma especial que Riusaidat no alcanzaba a comprender. Era una mirada de complicidad, la primera que él recibía desde que tenía memoria. Pero, ¿complicidad? ¿De qué? Empezaba a hervirle la cabeza, y de pronto pensó que sería buena idea vaciar su vaso lo antes posible.

   Sivenia se sentó, y pidió a todos que la imitaran. Deberían haber estado sentados hacía un buen rato, pero siempre había uno o dos que se ponían de pie para brindar, y entonces inevitablemente otros tantos se levantaban, y ya no se volvían a sentar. La posadera había accedido a las múltiples peticiones de unirse al banquete, y había aceptado llena de agradecimiento.
   La comida se había distribuido por los platos generosamente. Allí había de todo, lo que no dejaba de ser sorprendente para una posada de un aspecto tan lamentable. Había gran cantidad de carne en su salsa, frutas como para llenar una cueva, hortalizas, especias exóticas venidas seguramente de oriente, y gran cantidad de setas.

   La comida había establecido unos lazos muy fuertes entre los comensales. Goganu del norte y del sur habían dejado a un lado sus diferencias y conversaban animadamente en la misma mesa, comiendo de la misma fuente. Incluso se aceptaban bromas étnicas entre ellos, que tocaban desde la absurda forma de hablar de los del sur hasta la estúpida forma de vestir de los del norte.
   -Pero vosotros también tenéis ese sonido -decía Siesaurai, una goganu del este, dirigiéndose a Hakimutami y Turumirut, y por tanto a todos los goganu del sur-. Por ejemplo, ¿Cómo la llamáis a ella? -dijo, señalando a Suidé.
   Haut susurró algo al oído de Hakimutami, seguramente alguna gracia que no tenía valor de decir en público. No obstante, el barrigón de su amigo sí lo tenía:
   -"Bombón".
   Las carcajadas de contagiaron de mesa en mesa. Suidé parecía complacidísima
   -La llamáis "Suidé", ¿Lo veis? Pues ese sonido lo empleamos en cualquier parte de las palabras, no sólo al final.

   La conversación saltaba con facilidad entre varios temas que no tenían nada que ver. Hablaron de comida, mujeres, e incluso de política, aunque llegado ese momento, Sivenia lanzó otro tema de conversación muy acertadamente, puesto que si había algo capaz de romper aquella armonía, era la política.
   También hablaron, ligeramente turbados, de los acontecimientos que les habían llevado allí. No era un tema agradable, pero era inevitable, puesto que muchos grupos habían perdido miembros debido a esos acontecimientos. Al hablar de ello bajaban la voz hasta convertirla en un susurro. Intercambiaron información sobre sucesos desastrosos que en realidad no hubieran querido conocer. Con algo de tiempo, la conversación volvió a girar sobre temas más alegres.
   Riusaidat estaba sentado junto a sus amigos, entre Haut y mudito, pero era como si estuviera en el rincón más oscuro y alejado de la sala, o mejor, en otro planeta. No se veía capaz de meter baza en conversación alguna. Incluso mudito asentía fuertemente, y atraía una mínima parte de atención. Él, en cambio, era invisible.
   Normalmente no daba importancia al hecho de ser ignorado, pero por alguna razón serlo en ese momento le sentaba muy mal. Creyó ver a Sivenia mirarle una vez más, ¿o había sido una casualidad que él mirara justo cuando los ojos de ella pasaban de alguien a su izquierda a alguien a su derecha? No lo podía saber, y esa incertidumbre lo mataba.

   De algún modo, la conversación giró hacia la propia posadera. Una muchacha rolliza, cuyo nombre sin duda se había pronunciado, pero Riusaidat olvidaba, le estaba preguntando a Sivenia:
   -¿Cómo es que llevas todo esto tú sola?
   -No estoy sola -respondió la posadera sonriente-. Nismut me ayuda mucho.

   "Oh", pensó Riusaidat. Nismut era nombre de varón. Repentinamente se sintió todavía más idiota. Seguramente Sivenia estaba comprometida con el tal Nismut, o incluso casada con él. No sabía por qué pensaba eso, pero le deprimía bastante. Fuera como fuera el tal Nismut, estaba seguro de que sería mucho mejor que él. Se limitó a asentir con una sonrisa y centrarse de nuevo en su vaso.
   -¿Y tus padres? -preguntó la misma muchacha rolliza.
   La expresión de Sivenia se volvió triste al contestar:
   -No tengo padres.
   -Oh, cuanto lo siento -dijo azorada la primera.
   La mesa donde se encontraban se volvió en ese momento menos ruidosa. La gente estaba escuchando aquello. Sivenia decía, sencillamente:
   -No importa. Como no les conocí no puedo deprimirme recordándoles -sus ojos parecían querer decir otra cosa.

   Riusaidat la miró directamente, quizás por primera vez. Algo había cambiado. Ya no era simplemente "la posadera". Ahora había algo más. Descubrió que se compadecía de ella. Su mente resonaba con los ecos de mil pensamientos a la vez, pero sólo uno llegó a su consciencia: Eran iguales.


   Washivan contemplaba la ciudad, apenas iluminada ya por las farolas de luz verde de las calles, desde un balcón en la torre más alta del Palacio Blanco. En ese lugar se podía ver sin dificultad cómo la columna de humo que salía de la chimenea de una pequeña posada ascendía uniéndose a muchas otras hasta perderse en la oscuridad del techo del reino. Seguramente ese humo entraría por uno de los conductos que la ingeniería de ventilación había construido a tal efecto. Sería canalizado y enviado finalmente fuera de la montaña, garantizando la pureza del aire que entraba por conductos más bajos.
   Todo aquello no era sino una muestra más del dominio de su raza, de su reino y de su clan. Poco tenía que envidar la montaña puntiaguda, Uyukbarat, a las islas flotantes que los issfos ocultaban de ojos extraños tras grandes cúmulos de nubes y vapor. No serían aquellas producto de un trabajo más eficiente ni mejor que el que había convertido una caverna enorme bajo la montaña en el hogar de miles de seres vivientes.
   El príncipe recapacitó sobre ello mientras observaba los símbolos dispuestos por el reino. A lo lejos se veía la avenida circular, que rodeaba la ciudad formando un círculo casi perfecto, roto sólo en la entrada a la misma, donde una gran plaza daba la bienvenida a los visitantes. Las calles se disponían bien como radios o como circunferencias concéntricas. Y el centro de todas ellas, de donde partían los radios, era el Palacio Blanco. Washivan imaginó la ciudad desde arriba, sintiendo un escalofrío. Se trataba de la figura de un dragón enroscado, con dos largos cuernos y un cuerpo segmentado sin extremidades. Lo único que había fuera de lugar en la imagen era el propio palacio, que aparecería como un punto blanco. Aquél era su estandarte, colgado en todas las agujas del palacio, y en todas torres de la ciudad: El punto dentro del círculo.

   Miró hacia abajo y contempló a sus súbditos vivir tranquilamente sus vidas. Para ellos, los acontecimientos que estaban tomando lugar eran tan solo una incomodidad. Alguien se encargaría de resolverlo todo. El peligro que asolaba Bardha había despertado de nuevo, e incluso la notable protección de una montaña no era suficiente para afrontarlo. Washivan imaginó que estaba viviendo el fin de los días.
   Siempre había querido ser un rey del que cupiera estar orgulloso. Había aprendido todo lo que había podido de todas las fuentes. Había sido uno de los pocos monarcas en superar personalmente los retos necesarios para visitar el Archivo Goganu de Elyamabor. Aquello había sido seis años atrás, pero lo recordaba como si fuera ayer.
   Rememoró la impresión que le habían causado los miles, o quizás millones de libros clasificados y catalogados en estanterías que no parecían agotarse. Había sido testigo de los conocimientos acumulados por su raza tras milenios. Recordó el tacto de los legajos en sus manos, y las hojas increíblemente antiguas deslizarse temblorosamente y revelarle sus secretos. Allí había aprendido la historia negra, la que no se contaba más allá de los muros del Archivo. Allí había descubierto el significado del dragón enroscado, y recordó haber sentido miedo.

   Ahora lo tenía ante sí. Lo había descubierto nada más volver de su viaje. La impresión fue sobrecogedora. El símbolo había estado allí desde la construcción de la ciudad. Era la guía que había permitido dicha construcción. El dragón, rodeando el reino, había observado crecer y morir a cada miembro de la dinastía. Washivan volvió a sentir miedo.
   -¿Qué hacéis aquí a estas horas, mi señor? -preguntó una voz afilada.
   Washivan respondió:
   -Miro el reino, pero es ello lo que me devuelve la mirada.
   Tras él se acercó una figura envuelta en una túnica oscura. Era una figura baja, de rostro ancho que estaba siempre sonriente. Sus ojos estaban ocultos por una banda de tela negra, pues se encontraban cerrados desde hacía mucho tiempo por la ceguera, pero se desenvolvía sorprendentemente bien ayudado por su bastón, una hermosa pieza de madera tallada terminada en un orbe blanco con un punto negro en el centro.
   Muchos tomaban aquél orbe con el punto como una forma algo arcáica del estandarte de Uyukbarat, pero Washivan había descubierto la verdad hacía tiempo. El príncipe le dijo:
   -Omk. ¿No te agravaba el reúma el tiempo frío y húmedo?
   -He venido para complacer a su alteza- dijo el ciego con una reverencia-. Hace tiempo que vengo notándoos inquieto. Permitidme el honor de ayudaros a soportar vuestra carga.
   Washivan hizo una pregunta. Era una cuestión importante.
   -¿Percibes algún peligro para el reino?
   Pero no era la que le afligía. Washivan cerró su mano sobre su colgante. Omk tomo aire, como si el peso de la pregunta fuese demasiado para él. Luego dijo:
   -Uyukbarat desaparecerá antes de dos años.
   Washivan le dirigió una mirada cargada de sorpresa. El ciego le mostró una sonrisa humilde. Sus movimientos eran extremadamente suaves y continuos, tanto que parecía mecerse con la más suave brisa. Sus manos, delgadas y afiladas como garras, sujetaban con fuerza el bastón. El príncipe siguió la conversación:
   -¿Es una especie de amenaza?
   -Yo no osaría amenazaros.
   -Entonces, ¿una premonición?

   El ciego calló, pero su sonrisa se volvió más amplia. Washivan le preguntó:
   -¿Cuáles son los peligros que acechan al reino?
   -Uno de ellos es un anciano que monta un gran lobo gris.
   La mente de Washivan funcionó con rapidez. Recordaba que su abuelo había preguntado por la ausencia de un anciano montado en un lobo. Entonces le había parecido algo trivial, pero parecía cobrar importancia a la luz de las palabras del ciego. El hombre continuó:
   -El otro es alguien mucho más antiguo, al que ya no se puede calificar de goganu.
   -¿Te ríes de mí, Omk?
   -Me inspiráis demasiado respeto como para hacer eso, alteza -por sorprendente que fuera, parecía decir la verdad.

   Washivan decidió ignorar el último comentario del ciego. Volvió a mirar la ciudad, con sus luces y sus sombras. Los fuegos de los hogares podían verse a través de las ventanas, lo que convertía a su reino en un mar de luciérnagas. Cuando volvió a mirar para hacer su verdadera pregunta al ciego, Omk había desaparecido sin dejar el más mínimo rastro.
   El príncipe echó un último vistazo a la ciudad antes de abandonar el balcón para entrar en el palacio. La torre era, a su juicio, un pésimo elemento arquitectónico. Un lujo, algo totalmente inútil, cuyo propósito parecía haber sido el de proporcionar un medio para el suicidio. Pocos estaban físicamente preparados para subir todos aquellos escalones, y la única recompensa era el balcón, el punto más alto del reino -exceptuando la cumbre de la propia montaña-. Sólo desde allí uno podía pensar que era dueño de lo que veía.
   La torre era también un calendario. A decir de Washivan, un calendario bastante mediocre. En la pared a lo largo de la escalera de caracol que subía hasta arriba había una pintura conmemorando los hechos más importantes del reino.
   Conforme se subía a la torre, uno podía ver todos los acontecimientos en orden histórico. El primero estaba marcado con el año 346, y mostraba a Wikat I conquistando la cima del monte Uyukbarat. Conforme se ascendía se podían ver los sucesivos miembros de la dinastía. Estaban los tres corregentes, que habían unificado todas las montañas del noroeste y habían creado el gran reino de Elyamabor. Era la primera vez desde la caída del reino fantástico que un territorio era considerado suficientemente noble como para tener la terminación -"bor".
   Más arriba había pinturas que mostraban escenas palaciegas e idílicas cacerías. La fecha 680 estaba desgarrada, y la pintura que había estado allí, borrada. Washivan lo lamentaba, aunque lo comprendía. Era difícil para un rey aceptar la caída de su reino. Aquel año marcaba el fin de Elyamabor, cuando los distintos clanes se habían separado entre sí y habían dejado como único atisbo de la antigua grandeza la montaña puntiaguda, Uyukbarat.
   A partir de ahí las escenas eran cada vez más mediocres. El último acontecimiento registrado era tan solo el nacimiento del propio Washivan, y se encontraba a muy poca distancia del final de la torre. Realmente, pensó el príncipe, no hay espacio en la torre para más historia. La vida de Uyukbarat terminará pronto, y esto parecían saberlo quienes construyeron esta torre con la altura precisa.
   No obstante, él estaba en la cima. Sonrió mientras bajaba los peldaños uno a uno, pues estaba recorriendo la historia al revés, dejando atrás el final de la misma y avanzando hacia la gloria.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

master ageof

Wind_master
¿Ha terminado esta saga, Master?
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

master ageof

No. Eso era el primer capítulo de la primera parte. Aún queda muchísimo.
No sé. Me ha dado por escribir mucho.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

master ageof

Wind_master

Eso es bueno, Master. Aprovecha antes de que se te escape la inspiración. :P :P
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

master ageof

Capítulo 2

   Aquel día amaneció nublado. Los habitantes de Uyukbarat pudieron percibirlo por la falta del aporte lumínico que generalmente inundaba el reino procedente de arriba. Ahora no podían contar más que con sus placas luminiscentes, que desprendían una luz azulada y frágil. Las corrientes de aire atravesaban los conductos de ventilación a gran velocidad, y pasaban como una ráfaga por el pequeño reino, saliendo tan deprisa como habían entrado. El frío, al que la propia roca de la montaña contribuia en gran medida, comenzaba a hacerse incómodo incluso para la gente acostumbrada a él. La población de la montaña todavía no se había dado por enterada de que el día había nacido, y muchos aún se desperezaban en sus habitaciones.
   Bajo aquella luz, el palacio bien podría haberse llamado Palacio Azul o, incluso, en un derroche de sarcasmo, Palacio Celeste. Sus cinco agujas parecían desaparecer en la oscuridad, demasiado finas como para presentar una superficie suficiente para ser iluminada. Su estructura era telescópica, es decir, estaba formado por varios pisos, cada uno más estrecho que el anterior. No obstante, los arquitectos habían sido lo bastante originales para dar personalidad a una forma tan extraña. Cada piso era menor que el inferior, pero no siempre con la misma proporción.
   Nuevamente, el rey Wistum esperaba en lo alto de la escalinata, acompañado por su nieto, su portavoz y sus veinte médicos.

   Wistum reflexionó sobre toda aquella situación. A primera vista su menguada y torpe figura ofrecía un blanco fácil: apenas un anciano de apariencia más frágil que un bebé, totalmente decadente. Su posición, a plena vista y elevado sobre el nivel de la calle, ofrecía ventaja a un posible enemigo. No había hombres armados a su alrededor para defenderle, como era tan del gusto de otros monarcas menos hospitalarios. Desde cualquier punto de vista parecía un enemigo accesible y fácil de vencer. Sonrió pensando en los cien arqueros que, ocultos desde todas las ventanas del palacio, examinaban hasta el más mínimo movimiento del menor de los músculos de los visitantes. La hospitalidad, se dijo, no debía estar reñida con la seguridad.
   Washivan permanecía fielmente a su lado, dispuesto a aguantar el peso de su abuelo si fuera preciso. El joven miraba a los recién llegados con indiferencia, como había hecho con muchos de los anteriores. Para él, por más que sus cabezas estuvieran adornadas de grandes coronas llenas de piedras, no eran más que vasallos rebeldes que habían abandonado a su señor y a su verdadero reino, Elyamabor, cuyo último reducto era la montaña Uyukbarat.
   Al pie de la escalinata había otros dos grupos. Aquello parecía premeditado, pues desde el primer momento todas las comitivas habían llegado en parejas. La situación no gustó a Washivan, que se temía una conspiración o, cuando menos, sospechó que los visitantes se habían puesto de acuerdo en algunas cosas al margen de la montaña puntiaguda. Abandonó esos pensamientos para prestar atención a las comitivas.

   La primera era muy pequeña, contando sólo con tres personas. Estaba liderada por una mujer menuda y fea, de mucha edad. Sus ojos eran grandes, pero estaban casi ocultos por unos párpados que parecían haberse rendido a la gravedad. Llevaba el pelo gris recogido en un complicado moño. Su sonrisa parecía una mueca burlona. Tenía las manos apoyadas en un pequeño bastón de metal con brillos dorados. Su senescal era un anciano tan viejo como ella, cuya voz brotaba de una barba blanca y espesa para decir:
   -Su Majestad, la reina Mim décima de Belaim, se presenta ante el gran rey Wistum de Uyukbarat con un presente.
   La tercera persona de la comitiva de Mim, un chico de apenas diez años, dio un paso al frente y se arrodilló alzando un cojín que tenía en las manos. En el cojín había algo que despedía un brillo blanco. Nokembum se acercó. Washivan observó a su portavoz mirar extrañado el objeto, tomarlo pesadamente en sus manos y regresar. Al llegar, Nokembum les mostró el regalo. Wistum gruñó de disgusto:
   -¡Un huevo!
   Efectivamente, se trataba de un extraño huevo blanquecino bastante grande. Washivan quería controlarse, pero la rabia de su abuelo se contagiaba con facilidad. Consciente aún de la necesidad del protocolo, dejó que Nokembum hablara tras indicarle lo que pensaban al respecto. El portavoz tramó una exagerada respuesta sarcástica y se dirigió a la comitiva de Mim para decir:
   -Aceptamos vuestro regalo azorados. Nos apena quedarnos con el bien más valioso de  Belaim. ¿Está segura su majestad Mim de que puede permitírselo?
   Mim sonrió divertida, pero dijo por lo bajo:
   -Realmente es nuestro bien más preciado. Más aún que nuestras minas de diamantes. Por favor, aceptadlo. Tal vez llegue el día en que lo apreciéis tanto como nosotros.

   Nokembum, que aún sostenía el huevo, echó una última mirada a Washivan, que asintió. El portavoz dejó el extraño regalo en manos de un auxiliar, que seguramente lo llevaría a algún almacén donde no volverían a saber de él. O incluso se lo llevaría a su casa, donde a la noche cenarían una buena tortilla.

   La otra comitiva constaba de ocho miembros, todos ellos engalanados hasta las cejas. Por su vestimenta ostentosa hasta el ridículo, el rey parecía salido de algún circo. Era un hombre joven de aspecto saludable, con un bigote frondoso, largo y muy cuidado. Su corona parecía confeccionada con todos los metales, e incluso ostentaba algunas plumas. Su senescal era una mujer alta y delgada, de ojos azules y nariz respingona, que se encargó de presentar a su grupo:
   -El rey de Turaibarataim, duque de Ubundaibarat, marqués de Nusarin, conde de Burumkiri, barón de Burumkakiri y señor de las colinas de Sisautami, Sahamir primero, el grande, saluda al rey Wistum. Para mostrar su buena voluntad, con gran generosidad ha traído un presente para que disfruten de él todas las generaciones venideras que gobiernen la montaña puntiaguda.

   Wistum refunfuñaba con tanta fuerza que se le podría haber oído al otro lado de la ciudad. Gruñía por lo bajo:
   -Se ha sacado todos sus títulos como si por ser señor de tres colinas fuera más importante que yo. No ha mencionado la palabra Uyukbarat, el nombre oficial de mi reino. Ha venido para burlarse de mí.
   Se silenció un poco mientras esperaba que sucediese algo. Los ocho miembros de la comitiva de Sahamir no parecían llevar ningún regalo. ¿Sería aquello otra broma? "Quizás me regalarán un diamante invisible", pensó amargamente. La paciencia de los demás también se estaba agotando, hasta que Nokembum preguntó:
   -¿Y bien?
   -Por favor -dijo la senescal- esperad un momento.
   Los ocho miembros de su grupo miraron hacia atrás a la vez. Wistum, Washivan y Nokembum echaron una mirada en aquella dirección. Desde su posición en lo alto de la escalinata del Palacio Blanco se tenía una vista muy buena de la calle principal, que se extendía kilómetros hasta llegar a la misma entrada al reino -al menos, la entrada oficial. Se trataba de una avenida extraordinariamente ancha, pese a lo cual "algo" avanzaba ocupando casi todo el espacio disponible a lo ancho.
   La multitud estaba conmocionada a la vista de semejante obsequio, que seguía su avance imparable. Estaba montado sobre una estructura con ruedas, e iba tirado por cerca de cien urúas. Wistum se enojó pensando en la suciedad que estaban dejando a su paso.
   Conforme se acercaba, se podían distinguir detalles, pero era algo tan extraño que tenían problemas para asimilar su esencia. Sólo cuando estuvo a cien metros, Washivan supo de qué se trataba. Llegaba hasta tan alto como la parte más alta de palacio, excluyendo las agujas y torres. Estaba hecho de madera, y tenía las velas recogidas. Wistum jadeó, al borde de un ataque:
   -¡Un barco!
   Sahamir tomó la expresión como una muestra de complacencia, y dijo:
   -No os veáis obligados a compensarme. Tomadlo como un regalo por el que no pido nada a cambio.

   Esta vez fue Washivan quien gruñó, pero en un tono controlado y bajo para evitar que el invitado le oyera:
   -¿Qué vamos a hacer con un barco? ¿De qué nos sirve a los goganu?

   El ama de llaves apareció como de la nada y se llevó a seis personas, los tres de la comitiva de Mim, y a Sahamir y dos de sus auxiliares. Wistum se quedó mirando el barco con una expresión cercana al odio. Nokembum le preguntó:
   -¿Qué vamos a hacer con esto?
   -Dame una antorcha -fue la respuesta decidida de su abuelo.
   -No -se apresuró Washivan-. El humo que saldría de tanta madera tardaría días en disiparse. Tampoco sería educado sacarlo fuera del reino. Me temo que no puede ir a ningún sitio.
   -Pero no se puede quedar ahí, bloqueando el foro -espetó el rey.
   Nokembum dijo, solícito:
   -Me encargaré de buscar algún lugar para el barco, Majestad.


   Riusaidat vagabundeaba por las calles de Uyukbarat junto con Lilé, Suidé y Abindé. En realidad no sabía cómo había sucedido aquello. La fiesta del día anterior se había extendido, con una sucesión de bebidas cada vez de mayor graduación y peor sabor, hasta la madrugada, momento en el que dos guardias con mala cara aparecieron por la puerta de la posada y amenazaron con meterlos a todos en el calabozo. A esas alturas la bebida había hecho estragos en los cerebros de la mayoría, que sólo con gran dificultad pudieron subir las escaleras a los pisos superiores, donde les esperaban las habitaciones.
   La posadera, que no había tomado ni una gota de alcohol, ayudó a muchos a encontrar los cuartos. Éstos consistían en grandes espacios con muchas camas, consistentes en sacos de plumas más o menos grandes. La intimidad era un lujo. Muchos dejaron caer sus cuerpos abotargados. Si alguno caía sobre un lecho y no sobre el duro suelo era pura casualidad. Riusaidat había conseguido apartar uno de los sacos hacia una esquina, donde apenas fue molestado. Tuvo un sueño intranquilo.

   Por la mañana se había despertado con mucho frío, pues las brisas que azotaban la montaña parecían campar libremente por la habitación. Turumirut, Haut e incluso mudito habían presentado un aspecto horrible. El último se sujetaba la cabeza con las manos, como si temiera que le fuera a explotar. De Hakimutami no se sabía nada. Las diez personas, de las cuarenta en total, que había en la habitación parecían pegados a sus sábanas. Así había comenzado el día.

   Al bajar los dos pisos hasta la planta baja se había encontrado con el humano que les recibió a la posada el día anterior, mientras agitaba con brío una escoba por el suelo. Era un hombre alto y calvo, de edad indefinida. Le devolvió la mirada y le dedicó una fea sonrisa para volver a su labor. El humano preguntó:
   -¿Has dormido bien?
   Riusaidat no estaba acostumbrado a tratar con humanos, y menos a que le tratasen informalmente. Pero respondió:
   -Muy bien, gracias.
   -Me va a costar mucho limpiar este salón -recriminó el humano. Riusaidat optó por ignorar el comentario.

   También escuchó el ruido de agua corriente y platos en la cocina. Quizás le dolía un poco la cabeza de modo que no coordinaba bien sus pensamientos, por lo que decidió ir a ver qué pasaba. Avanzó unos pasos, atravesó un par de arcos que hacían de puertas -y que posiblemente en otro tiempo hubieran sido puertas de verdad, de madera y todo-, y se personó en la cocina. Era una habitación pequeña y no muy limpia. Quien quiera que fuera su encargado no sabía realizar correctamente su labor.
   Riusaidat tragó saliva al ver que quien allí estaba era Sivenia, vuelta de espaldas y fregando los platos. Él se dio cuenta de que estaba solo con ella. Se preguntó si podría hablar con la posadera un rato, pero no se le ocurrió qué decir. Entonces la miró. Parecía tensa. Quizás hubiera notado que él estaba ahí, aunque había entrado con mucha discreción.

   Como no se le ocurría nada que decir, decidió que lo más inteligente era no decir nada. Además, aún estaba enfurruñado porque ella le había ignorado la noche anterior. Había comenzado a salir de la posada cuando una voz estridente le llamó desde arriba.
   -Riusaidat- era una voz que pretendía ser armoniosa.
   Por la escalera aparecieron tres figuras. Se trataba de las tres inseparables amigas, Lilé, Suidé y Abindé. Riusaidat se sorprendió de ver a Suidé en pie, pues aún tenía vivo en el recuerdo la cantidad de alcohol que había tomado la ardiente joven el día anterior. Sin duda, la bebida había causado algún efecto. Ahí estaban los ojos cansados y ojerosos. Lilé estaba perfectamente, pues aunque durante la fiesta había hecho como que bebía, Riusaidat la sorprendió en alguna ocasión escupiendo lo que parecía haber tragado, o derramando su jarra como por descuido. Abindé era... Abindé. Seguramente ni siquiera le hubieran dejado beber. Riusaidat no lo sabía, pues ni siquiera la había mirado el día anterior.
   La que había pronunciado su nombre debió de haber sido Suidé, pues había sonado soñoliento y cansado. Lilé tenía una voz mucho más inocente, y Abindé una voz mucho más estúpida. Suidé, al verle, se abalanzó en sus brazos. Ruisaidat, que no lo había anticipado, sólo pudo quedarse ahí inmóvil y petrificado.
   -Riusaidat -dijo ella-. Oh, llévanos a dar una vuelta por la ciudad.
   -¿Yo? -preguntó él, notando que el ruido del fregar de los platos tras él había cesado justo en ese instante, y sintiendo dos ojos clavados en su nuca.
   -Eres el único hombre que sigue entero esta mañana -replicó Suidé -Además, no pretenderás que tres doncellas vayan solas y sin protección por estas calles desconocidas. Podría pasarnos algo.
   -Por fa- pidió Lilé.
   Riusaidat no había tenido más remedio que acceder.

   Y allí se encontraba él, en una callejuela de aspecto insalubre por la que Suidé se había empeñado en pasar. Aquello no se parecía nada a la calle principal. Es más, ni siquiera estaba dentro del círculo que delimitaba la ciudad, sino en una galería lateral. A los lados, en lugar de casas, había dos paredes de piedra que se juntaban en lo alto a bastante distancia, salpicadas de pequeñas ventanas contrahechas. El camino caía en una pendiente pronunciada, tanto que a Riusaidat le daba la impresión de que ya no estaban directamente bajo la montaña.
   Había un desagradable olor a humedad y moho impregnando todas las superficies del lugar, y la oscuridad llenaba la galería, pues al parecer los ingenieros de luz de la ciudad no habían tenido en cuenta los caminos secundarios. O puede que éstos no estuvieran ahí cuando los ingenieros crearon sus trampas de luz.
   Riusaidat observó extrañado la pobreza del lugar. Había agua -o él quería creer que era agua- corriendo por el suelo galería abajo, estancada en algunos puntos donde alcanzaba la profundidad de dos pies, y seres inmundos revoloteaban sobre ella. El suelo era la propia roca viva, sin baldosas ni pulido de ningún tipo. Por las paredes se veían lombrices y otras criaturas menos atractivas.

   Un grupo de gente, apenas diez goganu de aspecto deplorable, estaba congregado alrededor de algo. Al acercarse, Riusaidat vio que el centro de atención de aquellos era un urúa moribundo, tumbado en medio del camino, con media cara hundida en un charco. Imaginó que aquellas personas estaban allí para transportarlo a una cuadra limpia, o algo parecido. Lo que vio fue otra cosa.
   Los diez goganu empujaron el cuerpo del urúa hasta dejarlo pegado a la pared, a un lado, y luego siguieron su camino. Riusaidat inmediatamente pensó en Céfiro, y en lo poco que le gustaría que se le tratase así. Sintió asco de la gente de la ciudad. Había gente con mala cara mirándoles directamente. Suidé tampoco parecía complacida por lo que veía, de modo que insistió en que regresaran al círculo de ciudad.

   Al salir a una calle pavimentada y amplia, los cuatro respiraron con fuerza para purificar sus pulmones del ambiente por el que habían pasado. Suidé dijo, apenada:
   -Creía que el norte era una tierra de liberación y felicidad.
   -Hay pobreza en todas partes -se limitó a responder Riusaidat-. Estoy seguro de que lo que hemos visto es lo menos malo que había por ese camino.

   Avanzaron por la calle recta y luminosa que tenían ante ellos. Se trataba de un radio, de modo que al fondo se veía, como una perla muy lejana, el Palacio Blanco. El paso por la galería les había dejado pocas ganas de visitar el resto de la ciudad, de modo que deambularon sin prestar atención a lo que veían. Su charla se volvió circunstancial, haciendo notar el aspecto de la gente y de la calle.
   Tras recorrer un tramo bastante largo sin que nadie dijera nada, Suidé inquirió a Riusaidat:
   -¿Crees que soy bonita?
   -Eh -error. la pregunta le había pillado desprevenido, y era de esas preguntas a las que había que responder de inmediato-. Por supuesto.
   -¡Has dudado!
   -No.
   -Entonces cásate conmigo -dijo Suidé con una sonrisa maliciosa.
   -No -error. Lo había dicho demasiado rápido.
   -¿Es porque no te parezco bonita? Muy bien, se lo diré a Hakimutami, a ver qué opina de tu caballerosidad.

   Cuando, al fin, regresaron a la posada, el humano que había allí les saludó cordialmente mientras les sujetaba la puerta para que pasaran. El interior estaba desierto. Nadie podría haber dicho que cuarenta personas habían despertado allí aquella mañana. Riusaidat llegó a creer que se habían confundido de posada, hasta que vio a Sivenia tranquilamente bajar por las escaleras. Ésta se le quedó mirando perpleja, hasta que reparó en las otras tres.
   Riusaidat la saludó con un gesto de la cabeza, pero justo cuando quería hablar con ella para preguntarle lo sucedido, se le adelantó Lilé:
   -Sivenia -dijo ella-, ¿Dónde están todos?
   -Algunos siguen durmiendo -respondió la posadera-, pero muchos otros se han ido a buscar a cuatro amigos vuestros -entonces hizo una mueca de concentración y dijo-. Ya recuerdo. Están buscando al tal Hakimutami, y a esos tres que no parecían muy listos, Naubu, Saigu y Tutmat. Nadie les ha visto esta mañana, y no parecen haber dormido aquí.
   -Ese viejo gordo -suspiró Suidé-. Se habrá emborrachado tanto que seguramente se fue de juerga con los otros tres. ¿Qué se le va a hacer?

   Riusaidat consideró que su deber era ayudar en la búsqueda. Al fin y al cabo, Hakimutami y los otros formaban parte de la comitiva, igual que él. Y muchos que no formaban parte de ella le estaban buscando. Pero miró a Sivenia. Quizás debería decirle que se él se unía a la búsqueda. Sería un gesto educado, una explicación de a dónde iba. Claro que quizás a ella no le importase en absoluto. Siguió pensando en si decírselo o no, hasta que descubrió que la posadera había vuelto a desaparecer escaleras arriba.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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Te insto a continuar, Master. Sólo tú puedes darle ese toque mágico a los relatos.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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   Zutaimut, el senescal de la reina de Muhenbarat, estaba descubriendo todo un nuevo mundo de gentes y costumbres, sentado como estaba en una larga mesa codo a codo con senescales de otros muchos reinos goganu. Había nada menos que doce estandartes. Zutaimut reparó en todos ellos, recordando a duras penas sus clases de etnografía goganu.
   «Tres círculos, situados a la misma distancia entre sí» era el estandarte de Elisbarat. El senescal no supo muy bien qué significaba.
   «Tres triángulos, uno encima de otro» representaba la disposición norte sur de las montañas de Witbor. Las sillas bajo el estandarte estaban ocupada por varias mujeres. Una de ellas era delgada tenía cara afilada que no perdía detalle de lo que sucedía a su alrededor. Incluso captó la mirada de Zutaimut, quien inmediatamente pasó al siguiente.
   «Un huevo», el estandarte de Belaim. Aquella era gente muy extraña, se dijo Zutaimut. Sólo tenían un diplomático representándoles, un hombre anciano cuya barba blanca le cubría enteramente la boca.
   El siguiente estandarte contenía las figuras de un león, un urúa, un dragón y un cisne, sosteniendo entre todos cinco montañas sobre las que había la figura de un goganu sosteniendo a su vez un orbe. Se dijo que aquél no debía ser otro que el estandarte de Turaibarataim, pues ese reino se caracterizaba por una ostentación fuera de la lógica. Había siete personas bajo aquél estandarte, de ricas ropas y redondos cuerpos.
   A continuación reconoció las formas sencillas del estandarte de su propio país, Muhenbarat. Un simple cuadrado con un círculo dentro. El significado se había perdido hacía mucho, pero era una forma muy fácil de reconocer.
   El siguiente estandarte era el del reino anfitrión, Uyukbarat: Un círculo alrededor de un punto grande. Tampoco tenía idea de lo que podía significar. A juicio de Zutaimut, la mayoría de los estandartes eran hechos ad hoc, cuando nacía el reino, para distinguirlo de otros. No creía que realmente hubiera una simbología detrás, ni mucho menos que representase algo que tuviera que ver con el país. Volvió a mirar el círculo y el punto, creciendo su convicción. ¿Qué podía simbolizar aquello?
   Había hecho un repaso a los seis estandartes de su lado de la mesa. A continuación, pasó a los seis estandartes de enfrente. Estaban las cinco estrellas de Irimbuk, el triángulo invertido de Totaim, el castillo de la marca de Nor, el libro de Yodabuk, el urúa de Kitabor y... Zutaimut parpadeó y volvió a mirar. Luego parpadeó con más fuerza. Quizás había acontecido un cambio en el estandarte de Naukbarat y él no había sido notificado.
   -Imposible -pensó-. Y si hubieran cambiado el sencillo negro que era su estandarte, no lo hubieran hecho por eso -y recordó que la representación de Naukbarat aún no había acudido a Uyukbarat.

   Zutaimut miró un momento más el estandarte. En él había un dragón enroscado de cuerpo segmentado y sin patas. Había cuatro sillas bajo ese signo. Estaban ocupadas por unos hombres de aspecto serio, muy delgados y exactamente iguales unos a otros. Iban vestidos con una sencilla túnica blanca. Eran los únicos en la mesa que no probaban bocado, y tenían tatuado en la frente el mismo símbolo de su estandarte.
   Zutaimut se aproximó a su compañero de la izquierda, precisamente el portavoz Nokembum, que en ese momento acababa de recuperar el aliento tras haberse atragantado con un trozo de carne.
   -Disculpe, ¿quiénes son esos? -indicó con la mirada hacia los cuatro bajo el signo del dragón-. No reconozco ese estandarte.
   -¿Esos? Bueno, amigo, esos tienen una historia interesante -respondió Nokembum-. Dicen representar al señor de Urdur, que es una cordillera nauseabunda al norte de aquí. Digo nauseabunda porque ciertamente el olor que viene de ella es muy desagradable. Nadie se acercaría allí para contemplar el paisaje. Hay historias que hablan de extrañas criaturas surgidas de aquellas cavernas.
   -Ya, todo eso es muy interesante, pero ¿qué me dices de ese símbolo? -señaló al dragón-. Bueno, yo creía -y ahora hablaba en un tono más bajo, como si fuera una conspiración- que estaba prohibido.
   -¿Perdón?
   -Nadie puede usar ese estandarte -explicó Zutaimut-. Ya sabes por qué.
   -Cierto -Nokembum pareció ver al dragón por primera vez-. Bueno, está sobre fondo negro.
   -¿Y?
   -Que quizás ya no se considere lo mismo, ¿no?

   Zutaimut decidió no perder de vista a los cuatro comensales. La conversación en la mesa tocaba muchos temas y, aunque los cuatro del dragón no parecían interesados en ninguno, el senescal de Muhenbarat no pudo evitar atender a algunos de ellos. En cierta ocasión, un diplomático bastante inepto de Turaibarataim preguntó:
   -¿Alguien sabe por qué estamos aquí?
   -¿Comer? -respondió una embajadora de Witbor sarcásticamente.
   -Estamos esperando al último rey goganu -esclareció el senescal de Belaim.
   -¿Y una vez llegue? -quiso saber el primero.

   En ese momento llegaron los ayudantes prestos a servir el segundo plato. Nadie prestó atención a la pregunta, salvo, quizás, Zutaimut. El senescal recopiló todo lo que sabía del caso. Rememoró el momento en que había conocido al viejo del lobo. Había sido una tarde soleada, precisamente la misma en la que había tenido la noticia del nacimiento de su primer nieto. El senescal se permitió un momento enternecido al recordar cómo el pequeño le había tirado de la barba la primera vez que le vio.
   Volvió al hilo de sus pensamientos. El viejo había aparecido montado en su gran lobo a las puestas de palacio, y había pedido, aunque con voz contundente, ver a la reina. Su Majestad parecía informada de la extraña visita, y se recluyó con el anciano en la sala de audiencias. Al salir, la reina dio orden de formar una comitiva para hacer un largo viaje al norte.
   En los días siguientes el anciano se dejó ver mucho por el palacio, y Zutaimut había tenido ocasión de examinarle meticulosamente. El lobo parecía muy bien amaestrado, no así su dueño, que recorría el reino como una plaga dando su opinión sobre cómo deberían hacerse las cosas. En cierto momento el senescal tuvo ocasión de tener una charla con el anciano.
   Éste parecía cansado, pues acababa de llegar de un largo viaje, y Zutaimut aprovechó para servirle algo de comer y hablar con él. Su intención era conocerle mediante su voz. El senescal se sentía orgulloso de su conocimiento sobre las voces de los goganu, y cómo estas revelaban aspectos de la personalidad. Así pues, no le interesaba tanto lo que diría el anciano sino cómo lo diría. Empleó con él toda su astucia:
   -¿Viene de un largo viaje? -le preguntó mientras le servía una bebida.
   El anciano se limitó a aceptarla. Se puso a beber lentamente. Cuando daba un respiro, Zutaimut aprovechaba:
   -¿Ha llovido?
   Y entonces el anciano volvía a beber, más despacio que antes. Una nueva pausa, un nuevo intento del senescal:
   -Me han dicho que ha llegado hasta Irimbuk. ¿Qué tal va el reino?
   -...
   -Ese lobo suyo, ¿cómo se llama?
   -...
   -¿Le apetece algo de comer?
   -...
   -¿Tiene usted familia?
   Sólo ante esa pregunta el anciano pareció reaccionar, pero no fue positivamente. Le dirigió a Zutaimut una mirada cargada de resentimiento. Después le devolvió la jarra, que había terminado, y se alejó.
   El senescal, como rememoró, había tenido la ocasión de hablar con el anciano, pero no la supo aprovechar. Por alguna razón, el anciano no parecía interesado en absoluto en responderle. Al principio se tomó aquella reacción muy a mal, como si cada silencio fuera un insulto a su persona. Más adelante decidió devolverle la estrategia, y fue Zutaimut quien ignoraba al anciano. Mas, como éste nunca se dirigía al senescal, la táctica quedó deslucida.
   A lo largo del tiempo el anciano se había convertido en una figura más, que a veces estaba y a veces desaparecía misteriosamente. Aquello había ocurrido durante el viaje, pensó el senescal. El viaje, que seguramente era culpa del viejo, fue preparado con inmediatez. El anciano partió con ellos desde Muhenbarat. Iba montado en su lobo delante de todos, encargándose de que nadie se perdiera. Pero un buen día desapareció sin dar explicaciones ni dejar rastro. La desaparición había sido tan repentina que incluso parecía que su imagen en el recuerdo sólo había sido una alucinación.
   El grupo había continuado el viaje durante más de cien millas, hasta volver a encontrarse con el viejo. Éste reapareció como si nunca se hubiera ido. La reina se lo recriminó vivamente, consiguiendo tan solo que él desapareciera durante otras cincuenta millas. La siguiente vez que se le vio, la reina le trató con respeto.
   Y Zutaimut le odiaba por todo ello.


   La sala de audiencias quizás no era el mejor lugar para hacer las presentaciones entre monarcas, si bien es cierto que semejante aglomeración de cabezas coronadas se daba una vez cada cien años, tiempo suficiente para que quien había aprendido la lección cediera su puesto a otro.
   La reina de Muhenbarat hizo el único saludo que se permitía: unir ambas manos por los dedos. Cualquier otro tipo de saludo podría tomarse, bien como muestra de superioridad, o bien como sumisión. La persona a la que iba dirigida el saludo era el rey de Totaim, llamado Woriaiban, un hombre ancho de sonrisa fácil. Él llevaba puesta una cota de malla. Se trataba de una especie de tradición, recordó la reina, de la que los totaimenses se sentían orgullosos. Decían ser el "Escudo del norte". Por su parte, la reina vestía sencillas túnicas y mantos para protegerla del creciente frío. No se podría decir de ninguno de los dos monarcas que hacía ostentación de su posición, por lo que era de suponer que ambos deberían entenderse bien.
   Woriaiban tenía una voz dulce y agradable, y su conversación era a la vez bonachona e inteligente. Su único defecto desagradable era la falta de un diente que deslucía su, por otra parte, perpetua sonrisa.
   -¿Cómo ha sido el recibimiento que Wistum le ha preparado? -preguntaba él.
   -No como esperaba. Por lo que había oído, el rey de Uyukbarat no tenía ningún aprecio por la gente del sur, e incluso había tenido encerrado al príncipe Subarakut, ahora rey de Irimbuk, una vez que había acudido aquí.
   -Sí, el episodio del "secuestro real", como fue llamado en Irimbuk. Desde entonces Subarakut odia al norte más de lo que Wistum puede odiar el sur.
   -¿Por qué ese odio por el sur? -preguntó la reina de Muhenbarat-. En el sur no odiamos al norte. Hace más de trescientos años que no hay enfrentamientos. De hecho, los enemigos más tardíos de los reinos del norte han sido otros reinos del norte.
   -Es muy sencillo, Alteza -respondió Woriaiban-. El sur recibió la herencia de Aiubor. El norte sólo pudo copiar los nuevos conocimientos. Además, en el sur siempre se vanaglorian de su nobleza, pese a que por lo que sé muy pocos allí son nobles.
   -Entonces, la razón del odio es la envidia -dictaminó la reina.
   -En el fondo, sí, pero no debéis decir esto a nadie del norte o se enfadará mucho.
   -¿No sois vos mismo rey aquí, en el norte?
   Woriaiban pensó un segundo, y luego la miró con una sonrisa.
   -No soy envidioso. O al menos, puedo decir que no envidio las cosas del pasado, sino las del presente -y, cambiando de tema, añadió-. ¿Os interesa conocer a la marquesa Ia de Nor?

   La marquesa de Nor, una mujer joven y obesa se había acercado. Tras los saludos corteses, Ia habló a Woriaiban:
   -Vamos, Alteza, os estáis perdiendo todos los chistes de Nebanas y los cotilleos de Irbii.
   Woriaiban se alejó del lado de la reina de Muhenbarat para acompañar a Ia.


   Wistum estaba sentado de lado sobre cómodos cojines. Sus huesos le dolían al más mínimo movimiento, de modo que pasaba la mayor parte del tiempo quieto, dedicado a su mayor pasión, la lectura. No obstante, dado que sus ojos le fallaban, no podía leer a través de ellos, de modo que se valía de alguien para que fuera sus ojos.
   Washivan estaba sentado enfrente de su abuelo, sosteniendo un ejemplar bien conservado de "Pensamiento y reflexión", un tratado de filosofía de un eminente pensador goganu, a la sazón rey del reino perdido de Aiubor, Turayan el longevo. Los ojos de Washivan eran rápidos como su lengua. Nunca había cometido error alguno al leer a su abuelo ninguna obra, por compleja que fuera o extrañas expresiones que tuviera. No obstante, la lectura de un texto de Aiubor, sobretodo tratándose de Turayan, era un ejercicio intelectual doble de gran profundidad que Washivan asumía siempre como un reto.
   En la habitación, a parte del auxiliar del rey, había un niño sentado en un sofá frente a un libro de ilustraciones, con un aspecto totalmente aburrido. Cada minuto observaba fijamente el reloj de la pared, o se perdía en el movimiento de su péndulo antes de volver a sus ilustraciones, momento en que pasaba una página.
   El príncipe Washivan contempló la belleza de aquellas palabras. Comenzó con las propias letras. Las consonantes eran un conjunto extrañamente armonioso de rectas perpendiculares, mientras que las vocales destacaban por su redondez. Habían sido diseñadas por el fundador del reino perdido, Aiurat primero, de quien se decía que había sido discípulo del primero de los dragones, cuando éste ya agonizaba en su cueva del corazón del mundo.
   Las palabras habían sido elegidas cuidadosamente, dando la impresión cada una de ser la más acertada para contribuir al texto. A su vez, las palabras se unía entre sí mediante complicadas estructuras, mucho más profundas de lo habitual en cualquier texto, haciendo un uso intensivo de todas las capacidades sintácticas que dotaban a la lengua de los habitantes de Aiubor. Se trataba de una lengua antigua, pero no muerta, pensó Washivan, pues era la que usaban goganu de distintos países para comunicarse entre sí. Si desapareciera el aiuborino, el único idioma capaz de reemplazar su función sería el awisa, pero lo haría con grandes restricciones, pues era el idioma de los poetas, de difícil acceso para la gente prosaica.
   El rey Turayan parecía resucitado a través de las palabras que Washivan leía de su libro.
   -"Hay una terrible ley que parece regir Bardha con puño de hierro, por la cual cuanto más preciado, tanto más costoso es de conseguir aquello que anhela el espíritu, sea éste de metal, tierra, agua o aire. Muchos ejemplos ilustran el funcionamiento de este perverso designio, de los cuales el más famoso es sin duda el ciclo de Aiurat y los dragones, aquellas fantásticas criaturas cuya sola visión exige ya un precio.
   »Cuenta la historia oficial que Aiurat, entonces un simple granjero, dio por casualidad con la cueva que daba cobijo a los dragones. Consiguió obtener de ellos el conocimiento que sería el germen de nuestra civilización, pero tuvo que pagar un terrible precio que, a la larga, al menos a él no le compensó.
   »¿No son los propios dragones otra prueba de la existencia de dicha ley? ¿No son ellos el resultado de la consecución de un logro sólo comparable a la terrible transmutación que el alto príncipe issfo y sus afines sufrieron por su gran avance en el control de un elemento que no era el propio de su raza?
   »Y poco después de los sucesos ocurridos a los dragones, otro gran logro, esta vez el de la raza de los issfos de elevar sus islas sobre la tierra, trajo consigo grandes inundaciones que anegaron el mundo y amenazaron la propia estabilidad de las islas issfoadas, y la vida de sus pobladores.
   »Pero, así como grandes hitos conllevan terribles castigos, un aspecto inverso de la ley explica que grandes sacrificios traigan no menores recompensas. Tal fue el caso del gobernador Waras, quien heroicamente ofreció su issfoada como pago que habría de llevarse a cabo para salvar a los demás de aquellas terribles inundaciones provocadas por ese exceso de poder. Su valor y el de muchos otros les hubiera provocado la muerte, sacrificados a las aguas. No obstante, la ley actuó y recompensó su arrojo, si bien la recompensa puede considerarse extraña. En lugar de la muerte, los seguidores y descendientes de Washivan, llamados Warfos, sufrieron cambios en sus cuerpos que les permitieron sobrevivir a las aguas, llegando incluso a ser dependientes de ellas.
   »Hay, por tanto, una ley que establece terribles castigos por la soberbia y el poder, y grandes dones para quienes se sacrifican. Parece haber un elemento igualador en la formación de Bardha que....


   Wistum bostezó entre sus cojines. Washivan detuvo su lectura, temeroso de estar aburriendo a su abuelo. La lectura podía resultar ciertamente tediosa, más cuando la mente empezaba a carecer de la agilidad necesaria para comprender. Decidió cerrar el libro y dar un respiro al anciano que tenía delante.
   El rey de Uyukbarat abrió sus cansados ojos. No parecía haber asimilado nada de la lectura. Tan solo dijo:
   -Washivan.
   -¿Sí, abuelo?
   -¿Qué habrá sido de ese huevo?
   Washivan hizo memoria, no tardando en recordar el extraño regalo con que la reina Mim de Belaim les había obsequiado. Respondió:
   -Creo que Nokembum se lo dio a un ayudante, sin ninguna instrucción concreta. Lo más probable es que ya sea tortilla.
   -Es una lástima -recapacitó el anciano-. Quizás tenía algún significado que se me escapó. Quizás era importante, de alguna manera.
   Washivan no sabía que decir. Ante su silencio, su abuelo trató de explicarse:
   -Creo que ese huevo pretendía enseñarme humildad. No podía ser un regalo más simple, y aún así lo añoro más de lo que añoraré jamás el barco.

   Wistum se despidió de su nieto y se alejó por un largo pasillo, seguido de un auxiliar Wistum. En la habitación quedaron tan solo Washivan y el niño.  Éste era menudo, aunque de complexión robusta. Su barbilla sobresalía como en un gesto desafiante, y junto con sus ojos y el resto de sus facciones revelaba una personalidad impetuosa. Washivan le preguntó:
   -¿Has entendido algo, Weras?
   -Nada.
   -No importa. Llegará el momento en que lo comprendas. Pero, para ello, primero debes estudiar la "Historia de Aiubor" de Nimidum, el viejo. Tampoco te vendría mal conocer la historia de otras razas, sobretodo de la de los issfos.
   -Pero ¿por qué de los issfos? Nosotros somos goganu.
   -¿No lo entiendes? Nosotros tratamos de recuperar el conocimiento perdido de Aiubor, que a su vez fue fundado sobre las enseñanzas que el primer dragón dio al fundador Aiurat. El primer dragón, además, fue issfo en su origen, como acabo de leer. Se suele hablar de él como del mayor pensador de Bardha.
   -¿Por qué?
   -Inventó la escritura, la alquimia, y fue el primero en manipular el fuego.
   -Y se convirtió en dragón por ello, ¿no? ¿Y si yo manejara el fuego? ¿Me convertiría en dragón?
   -No, seguramente te quemarías-dijo, con una carcajada.

   Weras se mostró indignado y salió de la habitación. Washivan pensó en él un momento antes de repasar los libros con la mirada. En la biblioteca del Palacio Blanco había obras únicas. No en vano se trataba de la mayor biblioteca de los goganu, sin contar los Archivos. Encontró un libro sobre alquimia que había estudiado a la edad de Weras, y que ahora encontraba simplista e incompleto. No obstante, le tenía cariño a ese libro, pues le recordaba a su infancia. Pensó que su hermano pequeño pronto tendría que leerlo, como él.
   
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

master ageof

Wind_master

La historia se va desarrollando poco a poco. De momento, ardo en deseos de saber por qué están reunidos todos los monarcas goganu.
Aquellos pueblos que olvidan su historia... golpe de remo

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