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Deke intenta suicidarse al limitársele el número de palabras por post a cinco.

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III CRAC. Relatos.

Iniciado por Faerindel, 01 de Mayo de 2009, 00:16

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Faerindel

Un mogollón de relatos en esta edición. Se recuerda que se deben votar todos los relatos y se recomienda que se haga el post de votación en varias fases con descansos/otras tareas intercalados. :lol:

Gracias a todos por participar.

Relato nº1:
La guerra de Liberación

Caminaba de un lado a otro de la sala. Lo hacía con la espalda completamente recta y posición erguida mientras miraba siempre en frente suyo. Se detuvo y observó a los cuatro sujetos que había mandado a llamar. Se alisó su chaqueta azul con insignias militares y habló con voz firme a la vez que se quitaba un mechón de pelo blanquecino de la cara:

- A nuestro contacto con el exterior –la posible presencia de espías hacía imposible decir su nombre- le han requisado un importante cargamento de veinte unidades antes de que éste pudiese llegar a nuestras manos. Las manos de la resistencia.

Enfatizó y saboreó la última palabra. Simplemente le gustaba y cada vez que podía la empleaba en sus discursos. Le atraía la idea de luchar contra el poder establecido y sentirse un revolucionario. Sin duda por eso aceptó encabezar el proyecto.

- Sé que muchos pensáis que después de las últimas pérdidas –siguió, rememorando trágicamente los acontecimientos recientes- la guerra está acabada. Pero yo dudo que seas así y pienso que si recuperamos ese suministro, no sólo minaremos las defensas rivales, sino que además lograremos aumentar la moral, para luchar con la proeza necesaria y dar el golpe definitivo. –Se detuvo, miró a los presentes con sus ojos adornados de arrugas y siguió con voz solemne:- Y os he llamado porque creo que sois el escuadrón idóneo para esta misión.

- ¡Señor!, ¡sí, señor! –Dijeron los cuatro al unísono.

- ¿Alguna pregunta?

- Señor, -comenzó uno vestido de cura- ¿dónde se encuentra el objetivo?

- Lo tiene... –mientras generaba una pausa cargada de un tenebroso suspence su rostro pasó a ensombrecerse- ella. –Enfatizó la palabra ala vez que los temores de sus subordinados se confirmaban.



El Centro de Salud Mental San Fulgencio no había vuelto a ser el mismo desde su llegada. Habían pedido hacía seis años a las autoridades pertinentes un nuevo miembro para el equipo sanitario, pero siempre que podían, relegaban el trámite con excusas cada vez peores (la última que habían perdido todos los papeles y había que empezar de cero). Al final, se incorporó. Según el trastorno mental y la posición frente a la Guerra de Liberación del interno al que se le pregunte, la descripción de la enfermera variaba considerablemente: podía ser desde un bruja tan alta como ancha, de pelo grasiento, piel escamosa y un prominente grano lleno de pus en la punta de la nariz, hasta la reencarnación del tópico erótico en bata blanca apenas por debajo de las caderas dejando ver unas mortales piernas. Sea como fuere, fue su acción la que desencadenó los hechos posteriores.

Toco comenzó con una medida: la prohibición del consumo de tabaco dentro de las instalaciones. A los empleados les dio igual, ya que podía salir y fumar hasta dejar sus pulmones reventados, pero con los internos era otro cantar. En seguida se levantaron voces de protesta entre ellos, algunos argumentaban que sólo podía mantener la cordura fumando, otros amenazaban con suicidarse o asesinar e incluso alguno con azuzar a su elefante contra los opresores. Estas pequeñas riñas pronto llevaron a una clara separación: en el ala izquierda con el control de los aseos, la sala de juegos y un grupo de habitaciones, se erigía la resistencia, quienes crearon un mercado negro con ayuda del guardia Paquito, que les traía provisiones de fuera. En la derecha se encontraban los que apoyaban la medida, con las cocinas el sector de la administración y otros habitáculos. El equipo de empleados se mantenía neutral mientras todos tomen sus medicamentos, menos una: ella, quien sembró la manzana de la discordia.

Así comenzó la Guerra de Liberación. En principio, aprovecharon sus recursos naturales. Mientras unos veían el acceso al baño prohibido, otros se encontraban en una lucha con el hambre. Luego de que el olor y la desnutrición traiga algunos desmayos, comenzaron a negociar tiempo en el váter por comida, pero eso no fue una firma de paz. El primer enfrentamiento directo fue en las escaleras principales, acabando con la intervención de los efectivos sanitarios quienes llevaron a los más revoltosos de la Resistencia a "El Cuarto". Lo mismo sucedió en los dos siguientes. Entre los pasillos se rumoreaba que "El Cuarto" estaba en el piso superior, donde nadie entraba si no era drogado y en brazos de los enfermeros y cada vez que alguien lo hacía, escalofriantes gritos llenaban la noche de los durmientes. Al volver, la voluntad de éste estaba tan doblegada que sólo comía, bebía, dormía y defecaban, esto último en cualquier lugar, con las consecuencias medioambientales consiguientes.

De este modo, el bando el revolucionario quedó mermado casi tanto en número como en moral.



Lo que parecía el plano de un edificio se extendía por la mesa. Sus trazos eran de lápiz, limpios y delicados, estaban realizados con obsesiva meticulosidad. El papel era un simple DIN A-4. A su alrededor, cuatro hombres y una mujer se situaban con expresiones serias, mientras el que estaba en la punta, vestido con pantalones negros, una chaqueta azul ya descrita y un gorro de marine ocultando su canoso cabello hablaba. El resto permanecía n un silencio que trasmitía una mezcla de respeto y sueño. El sonido del fluir del agua en los váteres que habían al otro lado de la pared izquierda servía de música de fondo para tan señalada ocasión.

- El enemigo sabe qué buscamos: son conscientes de que recuperar el cargamento es una prioridad y saben que la forma más fácil de llegar es cruzar nuestros propios territorios. –Mientras decía estas palabras movía el dedo índice a lo largo de la zona izquierda del plano, para luego girarse en forma de L invertida y detenerlo frente a un área con el cartel de: Administración.- Por eso mismo, tomaron la iniciativa. Como ya sabréis, llenaron la sala de juegos y nuestras habitaciones de sus hombres, encerrándonos en los baños. La misión se complica. – Concluyó apesumbrado.

- No... no creo que... que tenga sentido seguir. –La insegura voz de la mujer llenó la estancia.- No creo, yo no creo. –Susurraba por lo bajo.

- Aída tiene razón, estamos perdidos. Perdidos. –El hombre que estaba a su lado se cogió la cabeza con las manos.- Ya no hay nada que hacer.

- ¡Cállate, Josebi! –Rugió quien estaba en frente suyo.- No nos rendiremos ante esas lagartijas, lucharemos por nuestra libertad y demostraremos de qué somos capaces.

Sólo uno permanecía sin pronunciarse con una enigmática sonrisa en el rostro y expresión meditabunda, mientras jugaba con una cruz cristiana que colgaba de sus hombros. Pronto el resto siguió su ejemplo y un expectante silencio llenó la sala. Sólo el fluir del agua seguía su monótona declaración de actividad. Finalmente, el único que aún había dicho nada, levantó los ojos al resto y habló mientras estos escuchaban con respeto:

- Él dice que es nuestro destino seguir.

Fue lo único que dijo y no hizo falta más. Aída abrió los ojos asombrada mientras éstos se llenaban de lágrimas, Josebi hundió su mentón en el pecho, José Luis sonrió satisfecho y el comandante Ramírez dio un suspiro con algo que parecía alivio a la vez que retomaba la palabra:

- Id por las cocinas, subid por las habitaciones y llegarán a los despachos de los empleados. El de ella es el tercero empezando por la izquierda. Calculo que tomarán los aseos en 12 horas, intentad estar antes.



Eran conscientes de por qué los habían elegido. Encabezaban el escuadrón con más méritos de guerra, el más aguerrido, el que mejor se complementaba  y, a la postre, el único. Desde la batalla de las Tortas de Manzana, cruento enfrentamiento que trajo casi tantas pérdidas humanas como de comida, su papel en combate había atraído los ojos del comandante Ramírez. Pero ellos sabían que todo eso era sólo una capa exterior. En el interior del grupo, esa unidad manifiesta distaba de ser tan real como se suponía y las ideas opuestas llevaban a sus miembros a las constantes riñas. Mientras Sergei se mantenía alejado de todo conflicto y Josebi no parecía tener el mismo ideal más de tres segundos seguidos, el centro de los problemas estaban en los otros dos miembros.

Aída Dekh aparentaba muchos más años de los que tenía. Era baja de estatura, cabellos grisáceos y descoloridos, andar y hablar inseguro y complexión más bien escueta. Su rostro estaba surcado por tenues arrugas que se acentuaban cuando una débil sonrisa lo iluminaba. Vestía, invariablemente, con ropas de colores apagados, casi siempre vestidos largos y lisos con una chaqueta de algodón encima, pantuflas cuando estaba en el edificio y zapatos en el exterior. Siempre llevaba un moño recogiendo su pelo tras la nuca. Llevaba en el Centro más o menos diez años. Los que estaban por ese entonces aseguraban que la trajo su marido y que había prometido volver a buscarla. No mucho tiempo después descubrieron qué hacía allí: coleccionaba una serie de manías tales como no soportar el desorden o la suciedad hasta lo obsesivo, deprimirse por lo más mínimo (actitud que se acentúo al entrar en el centro y se intensificó con la Guerra) o empecinarse en escribir su nombre completo empezando por el apellido. Siempre que podía, aseguraba que su esposo vendría a recogerla.

Era inevitable que choque con alguien como José Luis Iras Cibles. Parecía más joven de lo que era, medía cerca de metro noventa, con cabellos oscuro salteado por algunas canas y con un par de entradas en su frente que predecían calvicie. Poseía un cuerpo atlético y un rostro siempre con gesto agresivo. Sus ropas solían ser camisetas ajustadas y pantalones deportivos con zapatillas negras. Nadie sabía nada de su pasado, sólo que un día apareció en la residencia y allí se había quedado. Todo lo que Aída tenía de insegura, él lo poseía de firmeza. Era duro en su trato con la gente y de posición más bien introvertida. Cada tanto (bueno, cada poco) si algo lo irritaba, le daban ataques de rabia que traducía en gritos hacia la causa del mismo o, en el peor de los casos, con violencia irracional. Esto lo había convertido en una pieza clave en combate  y en un terrible problema para sus adversarios. Sin embargo, esos arrebatos no distinguían bandos y más de una vez tuvo problemas con sus propios compañeros.



Un largo pasillo se extendía en frente suyo. A derecha y a izquierda se veían monótonas puertas blancas con un número de tres dígitos en o alto. Todo estaba pintado de color blanco. El paso por las cocinas había sido fructuoso. No sólo no tuvieron problemas al cruzar, sino que además, Josebi consiguió un trozo de tarta y Aída escoba y pala para limpiar el rastro de migas que dejaba éste. Los tres se detuvieron ante el repentino ruido de pasos acelerados. José Luis frunció el ceño, Sergei cogió su cruz entre los dedos índice y pulgar y la restante barrió frenéticamente el suelo mientras murmuraba para sí. El sonido se fue acercando hasta que por fin se pudo ver al causante del mismo corriendo hacia ellos mientras masticaba algo que llevaba en la mano derecha.

- Yocreoqueloconseguiremos, creoqueloconseguiremos. –Dijo apresurado a la vez que engullía y se movía de un lado a otro con ojos inquietos.

- ¿Has visto algo? –Preguntó seco José Luis con expresión enojada.

- Nohaynada, ahíadelantenohaynada.

- Lo prefiero deprimido. –Murmuró malhumorado al tiempo que Joebi se alejaba de nuevo corriendo dejando a su paso un pasillo de migas.

- Pues... yo... yo me alegro de que esté tan esperanzado. –Le respondió Aída mientras volvía a barrer las huellas del paso de su compañero.- Eso me ayuda a no perder la mía.

El fornido hombretón resopló, Sergei sonreía y jugueteaba con su colgante mirando a ambos con ojos piadosos. Ella seguía moviendo la escoba mientras hablaba y todos se ponían en marcha de nuevo, desdeñando al que faltaba:

- Creo... creo que ya no tengo fe en nuestra misión. Ni fuerzas. No... no quiero acabar en "El Cuarto". Tampoco quiero que me prohíban fumar, pero prefiero eso a... –su voz se entrecortó, clavó los ojos en el suelo.- Quiero estar bien para cuando venga mi marido y no sé si merece la pena sacrificarse por esto. Creo... creo que el precio que pagamos es alto.

Se hizo el silencio. El español de nombre ruso concentraba su atención en la revolucionaria, observándola compasivo. José Luis tenía la mandíbula rígida y apretada con fuerza, apretaba su puño en un evidente intento de autocontrol.

- Es... es mi vida. –Comenzaba a notarse un temblor en su modo de hablar.- ¿Vale menos que una cajetilla de tabaco?

Finalmente descargó su furia contra la pared del pasillo. Unas lágrimas de impotencia iluminaron su rostro a la vez que gritaba.

- ¡No es una cajetilla de tabaco!, ¡es nuestra libertad!



El equipo, sin embargo, no estaba sólo formado por ellos dos. Otro par constituía a los miembros y no era lo que se dice menos raro. Los que faltaban fueron, después de todo, los últimos en caer, cuando a la resistencia sólo le quedaba un compartimiento en el baño de señoras y luego de que el comandante Ramírez haya pasado a mejor vida. No es secreto que este hecho fue una sorpresa para muchos, ya que uno no contaba con la estabilidad necesaria para el combate y el otro carecía de motivación para la misión. Estaban convencidos de que abandonarían de un momento a otro. Quizá por eso los opresores no los habían liquidado de buenas a primeras.

Josebi Polar sufría lo que se conocía como un trastorno del estado de ánimo. Personas que lo veían en distintos días hubiesen jurado que no era la misma persona sólo por lo diametralmente opuesto de su actitud. Alternaba entre depresivo y eufórico, desquiciando a muchos con su comportamiento. Esto mismo fue lo que hizo que sus padres, de escasa amplitud económica, lo internasen al descubrir su problema. Entrando con la tierna edad de quince años, fue pronto el centro de atención de las enfermeras.

Y no era para menos, siempre fue un joven guapo, con pómulos altos y definidos, rasgos delicados y un par de tiernos hoyuelos que hacían acto de presencia siempre que una sonrisa iluminaba su rostro. Eso, más su exquisita forma de vestir le habían dado más de un triunfo entre el equipo sanitario y entre las internas. Y fueron esos múltiples contactos femeninos los que le dieron un rápido ascenso en la jerarquía de la resistencia, tejiendo en poco tiempo una sólida red de espías. Pero a medida que el tiempo pasaba y las esperanzas menguaban, los estados depresivos y pesimistas se hicieron más largos y profundos, minando su propia fe en la causa.

El más extraño era Sergei Luminado. Hijo de una rusa y un español, nació en un barrio de la periferia de Madrid y desde pequeño tanto él como todos los que lo rodeaban estaban de acuerdo en una cosa: era un enviado de Dios en la Tierra. Con los afilados rasgos orientales de su madre, un cabello rubio y algo pajoso y su escuálido cuerpo, pronto se convirtió en la consulta espiritual no oficial de todo el barrio. De hecho, cuando llegó a la adolescencia se hizo con una sotana de cura y se la ponía día a día. Todo hubiese seguido igual si no lo hubiesen encontrado sobre el cuerpo ensangrentado de su madre, con un cuchillo en la mano. La única defensa que usó fue: "Él me pidió que la salve del dolor". Si alguien hubiese hurgado un poco más en el caso, quizá se habría dado cuenta de que la constante tos y las hemorragias de la difunta eran señales de una incipiente leucemia. Un abogado argumentó esquizofrenia y cambió la cárcel por Centro. Él era el único no fumador de los revolucionarios y, curiosamente, fue el último en caer.



El despacho era rectangular, espacioso y blanquecino. Con todas las paredes limpias. Un escritorio en el centro. Él, de madera marrón oscura y amplio, sostenía un pisapapeles a la izquierda, la pantalla de un ordenador a la derecha y una carpeta abierda en el centro. En una silla, detrás, se sentaba ella. Cuando se preguntó a cada uno de ellos, todos dieron una imagen distinta: Aída la describió como alguien con un aura protectora, casi maternal; José Luis como una carcelera envejecida por los años; Josebi dijo que era la primera vez que veía a la muerte vestida de verde y Sergei no supo afirmar si era un ángel en el infierno o un demonio en el paraíso.

- Vaya, al fin habéis venido. – Estaba inclinada sobre unas hojas y alzó la vista al notar la presencia de invitados.

- ¿Sabías... sabías que vendríamos?, ¿lo sabías? –Su voz temblaba tanto como ella.- Sabía que veníamos.

- Claro que lo sabía, como que tiene espías en todas partes. Rugió enojado José Luis acercándose a la culpable de su ira.

Josebi se puso de cuclillas y hundió la cabeza en sus brazos a la vez que sollozaba entre lágrimas: "Se acabó, todo se acabó". Ella miró uno a uno a los cuatro y sonrió dejando sobre la mesa un boli que sostenía en la mano derecha. Habló profundamente:

- ¿De verdad queréis seguir con este juego? –Hizo girar el dedo índice.- No soy un ogro, ¿sabéis? Soy vuestra enfermera jefe y como tal, velo por vuestra seguridad. Por vuestro bienestar. Y para eso están las normas del Centro.- A fin de dar énfasis a sus palabras, puso en el escritorio una cajetilla de tabaco, presuntamente la requisada a Paquito.- Venga, sois personas razonables, ¿creéis que a mí me gusta usar la terapia de choque que se emplea en el piso de arriba?, ¿qué puedo ganar yo con eso? Os quiero ayudar, pero si no me dejáis...

José Luis parecía estar haciendo un gran esfuerzo por contenerse. Su rostro estaba rojo y su puño casi morado detanto apretarlo. Josebi ya lloraba a más no poder. Aída se mordisqueaba el labio inferior pensativa mientras miraba de un lado a otro. El único que parecía tener aún algo de calma era Sergei, quien seguía con su sonrisa dulce, su mirada piados y con el crucifijo en su mano derecha.

- No la escuchéis, intenta engañaros. –Masculló el que aplacaba su ira.

- No, no es eso lo que pretendo. Sólo protegeros. ¿De verdad preferís someteros a los electrodos a no fumar? –Respondió impenetrable.- Decís que lucháis por la libertad, ¿es esto libertad?, ¿no preferís estar bien? Yo os quiero echar una mano, ¿me permitís?

- Sí... sí, hazlo. –Aída se dejó caer entre lágrimas.- Ayúdame. –Suplicó sollozando.

Al ver esta escena y justo antes de que Josebi siga sus pasos, José Luis dejó de contenerse. Mientras saltaba enfurecido, dos hombres vestidos con batas verdes y armados con inyecciones entraron en el despacho.



- Sé lo que dicen por ahí. Sé qué está en boca de todos. Sé que uno de los nuestros pasó al bando enemigo y el otro ha caído en combate. Pero yo cuestiono: ¿y?, ¿eso significa que los ideales por los que luchamos hayan perdido valor?, ¿eso quiere decir que nuestra libertad ya no cuenta?, ¿qué tenemos que soportar la opresión? No. Yo os voy a decir qué significa. Que ahora, más que nunca, debemos mostrar qué somos y por qué luchamos. Vale, el enemigo no tiene vestimenta militar ni ametralladora. Tiene traje sanitario, drogas y partes médicos. Pero no por eso es menos enemigo.

Algo golpeó con vehemencia la entrada del baño de señoras. El comandante Ramírez detuvo su discurso y la miró. Se volvió de nuevo a sus oyentes. Los dos estaban firmes. Uno temblando frenéticamente, el otro con una mirada impenetrable.

- Ahí está el adversario. Aguantaremos. Lucharemos. Y quizá, con algo de suerte, ganaremos.

- Él me dijo –Sergei concentró sus ojos en algún punto de la pared- que la victoria era posible. –Sonrió, por primera vez, apesumbrado.- Yo me pregunto si eso significa que vayamos a salir ganando. –El rostro de los tres se nubló mientras la puerta iba a parar al suelo.

Faerindel

Relato nº2


QUIEN MIRA A TRAVÉS DEL ANTIFAZ

El salto sobre el callejón hizo que crujieran todos sus huesos. Ya no era un jovenzuelo, pensó con resignación, para ir precipitándose desde los balcones. Anduvo bajo la llovizna, hundiendo las botas confeccionadas por él mismo en los charcos diseminados entre los contenedores de basura y los coches abandonados. La luz de las parpadeantes farolas acrecentaba las sombras en vez de dispersarlas, como era su obligación. Nada, nada funcionaba como debería en esta ciudad corrupta e insalubre. Por algo su trabajo, su verdadero trabajo, era tan necesario en estos tiempos. De hecho, hace meses que se despidió de su otra ocupación, ésa de ingeniero en la esquina de las calles Surtidor y Mediodía. No fue duro hacerlo aunque alguno de sus antiguos colegas pensara que estaba loco. Su verdadera vocación requería todo su tiempo, su dedicación absoluta. El crimen no descansa durante el horario laboral, ¿verdad? Un breve soplo de brisa le hizo estremecerse por el frío. Tendría que impermeabilizar la capa, se recordó. Siguió caminando hacia la calle que se vislumbraba al fondo con una leve cojera, dejando atrás un par de pintadas de mal gusto y con faltas de ortografía. La caza debía continuar.

La presa había pasado por allí hacía poco, lo sentía, ese tufo a canalla impregnaba el callejón ya de por sí maloliente. Cada día se volvía más audaz en sus fechorías, más retorcido en sus crímenes. No hace tanto sus transgresiones no pasaban de atracos aislados a personas desvalidas, pequeños actos vandálicos para sembrar el caos, sin más. Eso lo hacía casi impredecible. No había sido fácil seguirle la pista durante ese tiempo a pesar de su exhaustiva vigilancia. Últimamente era distinto, incluso los diarios se hacían eco de sus atroces actividades con rimbombantes titulares: "Caos Oscuro ataca de nuevo"; "La mayor matanza en el último lustro. Caos Oscuro detrás de todo"; "Envenenado el abastecimiento de agua de la ciudad. ¿Quién detendrá a Caos Oscuro?"

Caos Oscuro, un nombre que le hacía latir las sienes, apretar los puños y salivar de manera incontrolada. Un maníaco, un cerebro abominable, enfermo; un maldito profeta del caos y la inmundicia que se había convertido en su mayor rival, su auténtico desafío. Un reto que se le escurría como arena entre los dedos cada vez, que le daba esquinazo después de cada crimen; un villano cobarde que eludía el enfrentamiento, una rata que rehuía la ejecución tantas veces pensada. Pero algún día le aplicaría su propia justicia. No descansaría hasta agujerear el ridículo traje negro de aquel indeseable; no descansaría hasta arrancar el antifaz con forma de negra mariposa del rostro de aquel infeliz y salpicar con su propia sangre las iniciales plateadas que cosió en el pecho del traje: "CO". ¿No se daba cuenta de que era una atracción de feria más para los vendidos periódicos? Sí, carnaza para derrocar definitivamente a las pocas personas honradas que subsistían en la administración.

Las distantes sirenas hicieron que se pegara contra el muro. Instantes después, los coches patrulla cruzaban a toda velocidad. Estaba sobre la pista, entonces. No se había equivocado y se prometió que esta vez no escaparía. Echó mano de uno de los muchos artefactos que colgaban de su pesado cinturón. Observó el cielo encapotado; disparó hacia uno de los balcones por encima de su cabeza y, al segundo intento, consiguió aferrar un garfio a la balaustrada. El mecanismo lo izó entre chirridos. La tubería de desagüe habilitó su escalada hacia el alero del tejado, donde un par de bocatejas sueltas resbalaron y le hicieron perder el equilibrio por unos momentos. Un sudor frío le recorrió la espina dorsal mientras recuperaba el control y conseguía aupar todo su cuerpo. Maldita ciudad leprosa, nada funcionaba, nada. Las sirenas aún se dejaban oír un par de manzanas más allá. Cruzó tambaleante los tejados y se parapetó en una azotea mientras se ceñía la cinta de los prismáticos que había fabricado la semana anterior. La lluvia no amainaba y empezaba a tener calambres en brazos y piernas a causa del esfuerzo; el frío le hacía castañetear los dientes bajo la máscara. Era duro ser un justiciero enmascarado, pero eso ya lo sabía de antemano y no servía como excusa para abandonar. Se dio cuenta que había desgarrado el traje en algún momento, a la altura de su muslo y codo izquierdos. Apuntó mentalmente que debía comprar más hilo; hacía dos días que había agotado las reservas. Al menos no estaba herido, sólo algo magullado, pero ya se preocuparía de eso más tarde. Ahora tenía a Caos Oscuro muy cerca y era lo primero.

Se encontraba agazapado, en una zona deprimida de una ciudad ya abatida de por sí. Los edificios rara vez superaban las dos o tres alturas y se veían desconchados, con muchos de sus muros vencidos en una grotesca reverencia, apuntalados aquí y allá con precarios andamiajes de maderos astillados, anchos y podridos. Justo enfrente, algo más abajo, podía vislumbrar la entrada del centro médico rodeada de los destellos azules y carmesíes de la policía. El humo y el polvo aún flotaban alrededor. Una cinta delimitaba la zona llena de escombros y cristales rotos que destellaban como diminutas estrellas caídas. Alrededor del cordón, una pequeña multitud murmuraba y se afanaba por obtener un primer plano de las bolsas plateadas que salían sin cesar del interior. Bolsas llenas de inocentes, pensó con rabia. Escrutó a través de las lentes las azoteas colindantes y las ventanas de los edificios de alrededor en busca del culpable. Ni rastro. De todas maneras, sabía que Caos Oscuro se ocultaba allí, en algún rincón, regodeándose. Siempre andaba cerca tras sus crímenes, tal y como contaba a la prensa en los panfletos que dejaba diseminados. Él lo sabía bien, lo sentía siempre merodear, lo percibía de soslayo como esa mota de color en el rabillo del ojo que nunca podemos fijar del todo. En contadas ocasiones daba con Caos Oscuro y lo perseguía como un vengador, un justiciero en las sombras con la sagrada misión de purificar la ciudad de su infecta presencia. Siempre rehusaba el encuentro, esa rata cobarde invariablemente se adelantaba a sus movimientos, eludía la confrontación directa y la sentencia ya dictada. No por mucho tiempo. A todas luces, cada vez se acercaba un poco más, lo conocía algo mejor. Esa noche la sangre de Caos Oscuro se mezclaría con el asfalto, se prometió una vez más.

No supo nunca qué le hizo desviar la vista hacia el ventanal de raídas y sucias cortinas color hueso del segundo piso, enfrente de su refugio en la azotea sobre la destartalada fachada del centro médico. Intuición, azar, no importaba en realidad. Atisbó el reflejo de un traje negro, de un antifaz con forma de mariposa que se escabullía hacia el interior. Lo había localizado, aunque también él había sido descubierto. Perdió unos segundos preciosos calculando el salto; era imposible y estaba más bien maltrecho para intentar una acción desesperada. Corrió hacia la entrada de la azotea, arrojando los binoculares hacia un rincón. Ya los recuperaría en otra ocasión. Pensaba a toda velocidad, calculando las posibles vías de huída de Caos Oscuro: las puertas traseras, la escalera de incendios... el callejón sin salida en la parte posterior del centro médico. Hoy no escaparía. Se deslizó por las escaleras del inmueble en una frenética carrera que le entrecortó la respiración y le hizo resbalar peligrosamente en un par de ocasiones. Una vez en la calle rodeó el gentío, a la carrera y envuelto en la capa. Nadie le prestó atención, más dispuestos a acechar y oler la sangre de la matanza. Como hienas hambrientas, pensó con desprecio. Unos segundos después tuvo que apoyarse en un automóvil para recuperar el aliento. La lluvia caía entonces con más ímpetu, creando diminutos arco iris alrededor de las escasas farolas que todavía lucían con normalidad.

Nuevamente, otra imagen difusa a través del vaho de su propia respiración, al otro lado de la calle. Se maldijo por la lentitud de su carrera, había dejado escapar a Caos Oscuro del callejón cortado. Ahora sería un milagro atraparle. Intentando no desanimarse demasiado retomó la persecución.
Carrera. Jadeo. Más deprisa, más cerca. Esquivar el automóvil azul eléctrico. Tomar aquella callejuela. Carrera. Jadeo. Aire, aire para sus pulmones a punto de reventar. Más adelante, la sombra de Caos Oscuro tropezando. Carrera. Jadeo. No podía fallar esta vez. Tan cerca. Carrera. Jadeo. Pagaría por todas las muertes y el dolor causados. Un poco más cerca. Torcer en la siguiente esquina. Carrera. Jadeo. Tropezar con el muchacho. ¿De dónde demonios salía? Resbalar. Caer. Contenedores de basura contra sus costillas. Dolor. Rabia. Pedir ayuda inútilmente, el muchacho ya huye asustado. Dolor. Rabia. Excrementos y basura sobre él. Caos Oscuro ya está perdido de vista. Gritar. Impotencia. Derrota una vez más. Sólo queda la lluvia empapando su maltrecho cuerpo.

Cerca de una hora después llegó caminando a las inmediaciones del destartalado bloque de apartamentos donde residía, helado y cabizbajo. Se acercó hacia un coche abandonado y herrumbroso, se agachó con una mueca de dolor y recogió un atillo. Al abrigo de las sombras de un callejón se cambió de ropa, apoyado en el muro y con un leve mareo. Sangraba en un par de sitios y tenía dislocada una de las muñecas y quizás dañado el tobillo. Los moratones no le preocupaban a esas alturas. Atinó con la llave del portal al tercer intento. En el rellano del segundo piso, una puerta se entreabrió con un chasquido y un rostro arrugado y rechoncho, empenachado con rulos azules y rosados, lo examinó con evidente desaprobación. Un ceño fruncido es todo lo que merezco esta noche, para ella seré sólo un borracho más. Le deseó buenas noches con voz vacilante. Por respuesta, su vecina farfulló algo para sí mientras atrancaba la puerta con tres cerrojos diferentes. Tambaleante y mareado llegó a su apartamento.

Lo primero que necesitaba era empezar una lata de cerveza que apuró de un par de tragos. Otra fue abierta al instante y no acabó ahí la serie. Estaba furioso. Sin embargo, no dejaría que el desaliento lo hundiera. Al día siguiente volvería a empezar la cacería, como un ciclo que se repetiría hasta que Caos Oscuro dejara de atormentarle en sus pesadillas, hasta que dejara de oír constantemente su diabólica risa. Sabía lo importante que era su misión y no contaba con la policía: corrupta como el resto de la ciudad jamás daría con el villano. Es mi cruzada, sólo mía. Una batalla más perdida, pero no la guerra que libraban entre ellos; una partida de ajedrez entre fantasmas. Tenía sueño, mucho sueño. Y un insoportable dolor de cabeza, como cada noche.

Desató el atillo donde había envuelto el traje, lo sacudió sobre la ennegrecida bañera y lo colgó del brazo de la ducha para que escurriese. El dolor de cabeza le hizo apretar los ojos. Debería estar seco al atardecer, se dijo. Lo miró a través de ojos acuosos: un traje negro con un antifaz negro y forma de mariposa, un traje desgarrado con dos iniciales grabadas, del color del acero: "CO". Se acostó, otra noche más, febril; con miedo.

Faerindel

Relato nº3

UNA DECISIÓN DIFÍCIL



-¿Cómo? – Mi pulso se disparó y de repente sentí que todas las fuerzas me habían abandonado, que Dios no estaba conmigo, me tiré sobre el sillón y permanecí a la espera de que continuara la explicación del suceso, mirando al suelo, conmocionado.
Suavemente aparté un mechón oscuro de mi pelo, que debido a las prisas por volver, se había despeinado y dejé mostrar así mis ojos grises, los cuales miraban al suelo fijamente, sin apartar la vista de una de las baldosas que lo formaban, pero no corría ninguna lágrima por ellos, se encontraban ausentes de vitalidad.

Después de unos segundos de pausa, mi madre se echó a llorar y siguió contando, aunque con gran esfuerzo.

-Tu padre volvía a casa después de... de llevarme a mí a misa y un peatón, al parecer un joven que llevaba puestos los cascos del walkman o como se llame cruzó sin mirar y no oyó ni vio el coche de tu padre y... bueno, papá no tuvo  tiempo de frenar, según la policía iba demasiado rápido así que giró...- Mi madre no pudo continuar, sacó un pañuelo, se sonó y con prisa se fue a su cuarto, a seguir llorando. Yo no supe que decirle, ni que hacer, simplemente me quedé sentado, mirando al suelo, simplemente.

Pasados un par de minutos, sonó un fuerte estruendo y mi hermano apareció por la puerta. Era alto y corpulento, aunque no por ello se parecía al estereotipo de buena carcasa y poco contenido, que tan común es hoy en día. Entró en la casa y se quedó observándome, sin moverse, como intentando averiguar mi estado, al poco, salió corriendo a abrazarme, sollozando, me agarró fuertemente y me apretó contra si cariñosamente, no quería perderme, y yo a él tampoco, pero yo no lloré y al igual que con mi madre, permanecí inmóvil, meditabundo y sumido en un profundo silencio. No le respondí al abrazo, y sus ojos, marrones como los de mi padre llamaron a los míos, que tampoco contestaron a la llamada, pues estaban absortos en otro lugar.

Él era el mayor y por lo tanto el que más libertad tenía, nunca había sido muy creyente y siempre solía salir hasta tarde y hacer lo que quisiera, pero como también era el más inteligente, mis padres se lo consentían. Sin embargo, en este momento creo que toda la fe que había estado escondida en su interior, toda la fuerza que inspira Dios, relegada a un segundo plano, floreció y con un gran ímpetu emergió y salió, por primera vez en 17 años, a relucir. Paró de llorar, se alejó unos centímetros y habló.

-¿Te acuerdas cuando hace unos meses papá nos habló sobre la eutanasia?- Su voz era firme, impertérrita, inamovible, no parecía él.

-Si.- Le respondí. Y me di cuenta de que, en cualquier otro momento, mi hermano me hubiera humillado por esa débil respuesta. En cualquier momento, menos en este.

- Bueno.- continuó.- Como sabes, papá, al igual que yo, no consideraba a Dios como algo importante en la vida, algo relevante para vivirla y siempre hizo caso omiso a todo lo que tuviera que ver con la religión. Tú siempre has sido más espiritual, como mamá y cuando leíste el artículo en el periódico sobre el asturiano, Ramón Sampedro, rápidamente pusiste el grito al cielo sobre las atrocidades cometidas por la gente "¡¿Cómo alguien no puede amar su vida?!" dijiste.- Yo asentí y él prosiguió.- Papá, como es normal en él, te puso un ejemplo sobre si nos pasara a nosotros, en concreto si te pasara a ti y después de intentar hacerte recapacitar te dijo.-

-"Si ese hombre fuera yo, haría lo mismo, mi vida no vale nada conectada a una máquina" – Acabé yo. – Pero ¿Eso que tiene que ver?-

- Papá está en coma, Javier y los médicos dicen que es muy probable que no despierte.-

Creo que fue en este momento cuando por fin asimilé todo lo que había pasado, y esta vez fui yo el que eché a llorar.



Horas después, en el hospital. Entré sigilosamente y me senté a un lado, mi padre estaba en la camilla y yo no fui capaz de acercarme a mirarle a los ojos, que a pesar de estar cerrados, sentía como se clavaban en mí por dentro. Por el contrario, mi hermano entró y fue corriendo rápidamente a abrazarle, tan fuerte y con tanto entusiasmo que el enfermero tuvo que separarlo rápidamente e insistir en que saliera, pero mi hermano lo convenció y nos dejó quedarnos cinco minutos.

Cuando salimos, un médico nos abordó para pedirnos unos segundos para hablar. Nos dijo que era muy posible que mi padre no despertara, su cerebro había quedado muy dañado y apenas funcionaba una pequeña zona, tan solo la encargada de las funciones vitales básicas. Nosotros asentimos y nos dispusimos a irnos, pero él volvió a hablar:

-Eutanasia.-
-¿Qué ha dicho doctor?- Preguntó mi hermano sorprendido
-He dicho eutanasia, es un crimen mantener a un ser vivo conectado a una máquina, y más cuando se encuentra cerebralmente muerto.-
-El crimen es matarlo. No somos quienes para decidir la vida de otros. ¿O es usted perfecto?- Intervine yo
-Tampoco somos nadie para negarle la paz a otros ¿Es mejor que sufra a que muera? Lo mejor sería desconectarlo, una muerte natural.-
-Es homicidio, lo quiera o no, usted es el causante de la muerte, y más pudiendo evitarla.-
El doctor fue a contestarme, pero mi hermano, pacificador como siempre, le calló y argumentó:

- Acuérdate de lo que hablamos antes. Papá no querría vivir así.-
-Tampoco quería morir.-
-Pero llegado el caso...-
-Ni llegado el caso, ni nunca. Papá no se suicidaría jamás.-Unas lágrimas asomaron sobre mis ojos, paré un segundo y continué.- Y mamá tampoco quiere que lo hagan, ella piensa como yo.-
-¿Suicidarse? Nadie ha hablado de suicidarse. Además, ya he hablado con mamá, y papá también  habló con ella en su momento, has de respetar la voluntad de tu padre.-
-Si hacemos esto, también tendremos que matar a los minusválidos o a los enfermos graves, es despreciar la vida de una persona ¿Soy el único que piensa así? ¿Matamos a papá porque ya no es útil? ¿Es acaso un juguete de usar y tirar? Papá fue un gran hombre, o eso me habéis dado a entender ¿No merece una muerte grande también?-
-Javier, la eutanasia es la muerte más digna que le podemos dar. Así lo pensaba él, y así lo piensa su familia.-
-Yo también soy de su familia, y pienso que más que digna es despreciable. Tened en cuenta mi opinión, por fav...- Mi voz se apagó y mis ojos terminaron de humedecerse, no veía nada, incapaz de decir nada más me fui en busca de mi madre.

Estaba sola, triste y con la cara hinchada, no había parado de llorar en todo el día. Sus cabellos, rubios como el ámbar, que se peinaba cuidadosamente todos los días, formaban ahora una rebujada maraña de pelos mal peinados y penosamente colocados, sus ojos, penetrantes y fuertes, se habían encogido adoptando una actitud de lástima, soledad.

-Mamá.-
Me miró unos segundos y volvió a bajar la vista, sabiendo a que venía.
-No permitas que le hagan esto a papá, te lo ruego.-
-No quiero hablar del tema, déjame Javier, vete con tu hermano, te lo ruego yo.-
- Esto es injusto-
-La vida es injusta casi siempre.-
-Pero ¿Por qué? Hay otras soluciones, seguro que se recupera, papá es fuerte.-
-Hijo ¿Recuerdas hace dos años, cuando tu padre y yo fuimos a Barcelona, por la muerte de tu abuela?-
-Si, me quedé con la tía Jacinta, no me dejó ver la tele ni leer el periódico.-
-Eso era porque tu padre y yo fuimos a... bueno, a desconectarla.-

Un enorme bloque de sentimientos cayó sobre mi cuerpo, destrozándolo y abatiéndolo por dentro. Me senté y esperé la continuación.

-Durante días salimos en la televisión y los periódicos, nos hicieron entrevistas y diversas personas nos visitaron para intentar convencernos de que nos echáramos atrás, a mí me surgieron dudas, pero tu padre había tomado una decisión y no se iba a amedrentar.
Cuando papá se dispuso a desconectarla, toda la familia se reunió en torno a él, le dieron ánimos y le infundieron valor, yo fui la única que permaneció al margen de todo esto, no quería participar en algo tan horrible como eso, que era matar a un ser humano, claro que, en ese momento yo no lo entendía, era su madre, no la mía y no podía saber lo que se sentía.
Javier, tu padre me pidió durante ese viaje que pasara lo que le pasara, pensáramos lo que pensáramos, si por cualquier motivo quedaba "enchufado" a una máquina, lo desconectaríamos. Llegado este caso, pensó que tú lo entenderías y lo aceptarías y es por eso que también me pidió una cosa más y, al igual que respeto su decisión de desconectarle, respeto la de que seas tú el encargado de decidir que hacer.
Te pido por favor que lo pienses concienzudamente, que reflexiones sobre si has de anteponer tu voluntad a la de otra persona como tú, si de verdad merece la pena ignorar sus ruegos por defender tus ideales. Eres tú el que cree, no él y has de tener eso muy en cuenta, la vida pertenece a la persona que la vive y es esa persona la que decide que hacer con ella, pero han de ser otros los que le den el empujón.-

Mi madre terminó de hablar y de nuevo, era yo el que estaba cabizbajo, reflexionando sobre lo oído. De repente, sentí una mano apoyada sobre mi hombro, mi hermano me estaba dando fuerzas, como hicieron los familiares de mi padre en su momento.

Me levanté y me acerqué a la habitación donde estaba mi padre, lo miré fijamente y entré.

Todo pasó muy rápido, todo daba vueltas a mi alrededor y me sentía mareado, excitado y tranquilo a la vez, apenas era consciente de lo que ocurría a mi alrededor, tan solo el ligero murmullo de respirar de mi padre ¿O era la máquina que respiraba por él? Tampoco importaba, poco a poco fui acercándome a ella, mirándola fijamente y dispuesto a desconectarla para acabar de una vez por todas, sentía coraje en mi corazón, el suficiente para hacerlo. Agarré el primer cable que vi, el de la corriente y me dispuse a tirar de él, pero fui incapaz, no podía jugar así con la vida de las personas, no podía usarla como simples muñecos y convertirme en juez de la vida. En ser un Dios

Salí de la habitación y me acerqué a mi madre, sus músculos se tensaron, nerviosa, y me miró. Le devolví la mirada y le dije:

-Si quieres hacerlo tú adelante, por mí bien, pero cuando sientas lo mismo que yo he sentido agarrando ese cable, sosteniendo el hilo de la vida en mis manos, has de necesitar mucho valor para hacerlo y mamá, no creo que quieras ser partícipe de esto. No creo que seas capaz de hacer con tu ser más querido lo que no has sido capaz de hacer con alguien prácticamente desconocida

Faerindel

Relato nº4

ERICA

Era imposible que estuviese allí. Nada ni nadie había previsto tal contingencia alrededor de PSR B1257+12. Ni la telemetría sugería su existencia ni los científicos más preeminentes de la época lo hubieran soñado jamás. Pero allí estaba, recortado contra el fondo cegador del púlsar de la constelación de Virgo; novecientos ochenta años luz separado del hogar original del hombre, silencioso e invisible a sondas, drones y haces de partículas diversas y exóticas. Un misterio en sí mismo, un secreto largos eones velado al ser humano. Y allí llegó la Atamante.

Mi nombre es Valerius Rodéss, piloto del velero interestelar Atamante, tercero de su clase y privilegiado pionero en la exploración de una estrella de neutrinos. La grabación en la perla de mi traje de vacío y la memoria del trasbordador Hele la realizo desde la superficie de PSR 1257+12A, el planeta más cercano al púlsar, distante 0.19 UA del mismo. Desierto, rocas e inmensidad encarnada, así es el paisaje visto desde las inmediaciones del trasbordador. Un brumoso e interminable erial de arena y piedra escarlata; polvo rojo bajo la nívea y brillante Prima, como se conoce comúnmente a la estrella de neutrinos que era nuestro objetivo. No parecía hermoso al observarlo bajo la orbita geosincrónica donde descansaba la Atamante a una prudencial distancia; sin duda, no lo es desde aquí. Desde donde me encuentro, incrustado en la arena oxidada al borde de un lóbrego y formidable cráter, es casi como observar el epitafio en mi lápida. Ni siquiera tiene nombre el condenado lugar. Al principio, lo llamé para mis adentros "Erial Carmesí" porque eso era lo que me sugería su geografía, sin embargo, desde hace ya días lo apocopé en Erica... la que gobierna eternamente. Así de estúpidas y pedantes pueden ser las asociaciones de los desesperados. Apenas me restan unas horas de oxígeno en el traje y me he visto obligado a abandonar el trasbordador (o lo que queda de él). La batería de helio mantendrá operativa la perla de memoria durante años, pero no es lo que más me preocupa. Sólo espero que la computadora del trasbordador aguante hasta finalizar mi historia y los dioses del vacío permitan que en su estertor logre emitir el haz con el mensaje. Con el aviso.

La Atamante apareció en el espacio más allá de los límites del sistema Prima hace apenas ocho semanas (tiempo de la nave), como un parpadeo tras el último salto desde el agujero de gusano creado por sus motores hawking. Una enorme mole de trescientos metros de largo y casi setenta en su diámetro mayor, donde los motores de salto silbaban una triste canción sólo oída en el interior de metal, paneles de polímeros y vejigas plateadas. El resultado de años de ingeniería espacial y sueños de hombres inquietos. Pero tampoco se echen las manos a la cabeza por el asombro, a pesar de su envergadura, casi toda la masa de la Atamante se concentra en el generador hawking y su inseparable colección de inmensas toberas; el sistema de vejigas y los nuevos polímeros consiguen que el resto del navío pueda acoplarse al salto sin necesidad de complicar los niveles críticos de masa en... ¡Pero todo esto ya lo saben! Es difícil concentrarse en la gravedad de Erica, aproximadamente el doble que en casa, y mi mente empieza a divagar. El caso es que no he tenido mucho tiempo de recreo estas semanas, así que permítanme como un postrero capricho que recuerde el momento en que la nave, en realidad un híbrido (como todos los modelos interestelares), desplegaba su aparejo bajo las órdenes de la oficial de vela, Patrice Djintzelar.

Hay quien lo negará, pero el despliegue de la arboladura, las velas magnéticas, las jarcias de aleaciones exóticas... es la maniobra más hermosa que se puede observar en el espacio, sobre todo si se tiene la suerte de navegar alrededor de un gigante joviano, cuando el polímero lineal que compone las velas recoge los vientos solares y las corrientes magnéticas convirtiéndolas en auroras jamás vistas en la Tierra. La ionosfera se tiñe de toda la paleta de colores, verdes y amarillos eléctricos, malvas y añiles de hipnótico titilar; tsunamis de electrones y protones reciclados que dibujan formas imposibles, epilépticas. Sencillamente, es la culminación artística del vuelo espacial, un engreído pavo real dibujado contra las magnetosferas de la galaxia. Hay quienes dicen, y no han sido pocos dentro de mi profesión, que no es muy común que un piloto esté tan enamorado del sistema de velas magnéticas. Es cierto, creo que lo apuntan porque nosotros no intervenimos en el proceso; sólo indicamos el rumbo que queremos seguir y apoyamos con las toberas de fusión a estabilizar el a menudo errático bamboleo del aparejo, el cual reconozco que puede llegar a ser irritante. De casi todo el proceso se encarga el oficial de vela (y Patrice es la mejor). Claro que, en realidad, son las IAs las que realizan poco más o menos todo el trabajo de ambos, lo que no nos impide pavonearnos en los puertos espaciales más provincianos como quinceañeros sobrehormonados. Al fin y al cabo, un piloto no ha variado mucho su comportamiento sobre un pozo de gravedad desde el albor de la aeronáutica.

Una vez descargadas las rutinas en los drones de mantenimiento del aparejo, las máquinas se desperdigaron por todo el casco como un enjambre de polillas alrededor de un farol. Afanadas en el puzzle de obenques, foques, el descomunal bauprés donde se fijan de nuevo interfaces y antenas receptoras, engranajes, escotas, bucles y cabos de retorno... insectos manejando drizas, desplegando colosales gavias, ajustando botavaras, asegurando ollaos y equilibrando las enormes tensiones que se dan a lo largo de la arboladura. Docenas de arañas tejiendo la mayor telaraña que jamás ha visto la humanidad. Y también la más hermosa. Puedo ser un piloto poco común (y no poca culpa tiene la preciosa Patrice), pero sigue siendo un espectáculo soberbio que, además, nos permite surcar el espacio interplanetario más allá de la inercia residual del salto. La complicada arquitectura de las velas magnéticas es indispensable hoy en día pues, claro, ya saben del letal efecto que significa ajustar los hawking para emerger (o tomar el portante) dentro de sistemas estelares. Y doy gracias al espacio por ello.

Los miligés que proporcionan las velas magnéticas nos permitieron alcanzar las inmediaciones de Erica en cerca de seis semanas (cuarenta días y trece horas, concretamente). Nuestra trayectoria dibujaba una parábola sobre el plano de la eclíptica con su foco en el cinturón de asteroides del sistema Prima, que no era la zona más apropiada para zambullir nuestro leviatán y sus kilométricas aletas. Se descartó, con las primeras mediciones, la existencia de un cinturón de Kuiper o una nube de Oort propias del sistema, lo que nos ahorró no pocos inconvenientes pero que supuso cierta desilusión para algún astrofísico.

Durante todo el trayecto, las sondas de exploración se ganaron el sueldo y nos complicaron embolsarnos el nuestro. Sus comunicaciones pusieron en guardia a los diferentes científicos, que pululaban nerviosos por las cubiertas acondicionadas con toda la parafernalia correspondiente para desempeñar su labor. Las voces de las batas blancas inundaban el puesto de Ferdinand Radcliffe en el puente, el oficial de comunicaciones y encargado de las sondas y drones que recogían los datos y análisis in situ de Prima y sus alrededores. No sé cómo no se volvió loco durante esos días; lo que comenzó como un murmullo escéptico se convirtió en un histérico ulular de peticiones y exclamaciones que ninguno lográbamos aprehender del todo. Quizás las miradas de inquietud del bueno de Ferdinand y la propia capitana Toria Guisec nos dieran a entender al resto que ellos, al menos, captaban que algo no iba como debería. Por supuesto, me figuro que también estaría al tanto de los acontecimientos el primer oficial, Kay Salvizkov, un malhumorado personaje que de ningún modo me había caído especialmente simpático. Jamás pudo confirmármelo. Al resto de la tripulación sólo se nos informó del descubrimiento de un fenómeno anómalo en la convulsa fotosfera de Prima, pero los datos no eran concluyentes. ¡No eran concluyentes, santo espacio! ¡No había datos acerca del fenómeno, eso era lo absurdo! Reconozco que, a pesar del revuelo de esa semana en las cubiertas de los científicos y la consola de Ferdinand, lo único que expresamos los demás fue irritación por tanto jaleo más que intriga o preocupación. Después de todo, seguíamos con el plan previsto y los no concluyentes informes de las sondas sólo afectaban a las batas blancas. Todo cambió el día treinta y siete.

En ocasiones, las personas nos ponemos una venda en los ojos para no ver la realidad a nuestro alrededor. La que llevaba anudada la mayoría de la tripulación la arrancaron las imágenes de Prima ese día, convenientemente filtradas, aumentadas no por las sondas externas (cuyas imágenes no habíamos visto) sino por los propios sensores de la Atamante y mostradas a través de las holopantallas del puente, tan ciego sin ellas como el resto de la nave.  El espectáculo de la estrella de neutrones sobre los oscuros años luz de fondo fue comparable a la visión del despliegue de las velas magnéticas de Patrice; el púlsar sangraba energía por sus respectivos polos magnéticos como un leviatán herido, lanzando chorros de rayos gamma y radio que lo convertían en un letal faro cósmico. A su alrededor, las titánicas brumas de partículas evadidas y polvo estelar le conferían un aura feérica, como un fantasma índigo y nacarado en descomposición intentando abrazar el corazón de Prima. El vertiginoso giro de la inestable estrella nos presentaba su núcleo achatado por los polos; un balón disparado a velocidades imposibles, un metrónomo galáctico al filo del colapso. Y circundándolo algo imposible. Nada altísono, sólo escalofriante por lo que sugería: un anillo de apenas unos kilómetros de ancho percibido, a aquella distancia, como un fino hilo azabache que rodeaba las convulsas entrañas del púlsar. Era imposible que algo se acercase tanto a Prima. En esos momentos, el silencio aullaba en el interior del puente como una presencia más.

La ineludible reunión tuvo lugar en la sala de oficiales, aséptica y conformada en torno a una mesa caoba y ovalada de superficie antideslizante. La  capitana Guisec presidía y la amenizaban una pareja de batas blancas a modo de maestros de ceremonias. Conectados a los puertos de la mesa, absorbimos el resumen de los informes de las sondas que pudieron volver o enviar información a través de los haces láser altamente coherentes decodificados por la IA de la Atamante. La mayoría de los engendros mecánicos sucumbieron a la intensa magnetosfera de Prima o definitivamente se perdieron en el proceso de acercamiento. El despacho de la representación científica fue breve y confuso: El fenómeno en forma de anillo no se detectaba ni por rayos X, radiación ultravioleta, sonar, radio ni un sinfín de métodos de localización a cual más enrevesado y que escapan a mi entendimiento. Se habían probado hasta los más ridículos sin el menor resultado (como el máser y su lógico descalabro por la influencia de Prima). Llanamente, el anillo no estaba allí. Sin embargo, todos lo veíamos, las imágenes consignadas por las sondas remotas y los sensores de la Atamante no podían estar gastándonos una broma tan pesada, sus IAs no conciben el humor. El informe preliminar se había remitido a la baliza hawking en el punto de salto del sistema PSR B1257+12, donde el minigenerador abriría un microscópico agujero de gusano por un instante infinitesimal hacia el siguiente puesto; desde allí se repetiría el proceso hasta retornar a territorio humano. Tan sólo se trataba de protocolo: las posibles respuestas desde casa no llegarían hasta meses después. El resto del tiempo que duró el cónclave  lo dedicamos a excitarnos, elucubrar y desestimar las alocadas teorías de nuestros vecinos de mesa. No sabíamos si se trataba de un fenómeno natural e inexplicable o de un enigmático engendro alienígena. En realidad, nadie sospechaba qué podía ser aquel inescrutable anillo y todos nos exaltamos al comprender que nuestros nombres se escribirían al lado de las revelaciones que surgieran del misterioso amante del púlsar. Ninguno lo admitimos entonces, embriagados por un futuro de reconocimientos, pero nuestro paleoencéfalo de reptil había comenzado a echar horas extra.

Se decidió proseguir con la última fase del acercamiento a Erica según lo estipulado previamente, situando la Atamante en una órbita geosincrónica alrededor del planeta tras replegar las velas y realizar una aproximación inercial, siempre con el apoyo de impulsos de fusión. De esta manera, la nave aprovechaba la rotación de Erica para protegerse cada cierto tiempo de las oleadas de radiación y el virulento campo de Prima, lo que aprovechamos en la primera ocasión para desplegar los paneles de polímeros compuestos y permagel de última generación con el fin de que las exposiciones diurnas no socavaran los recursos de la nave hasta límites comprometidos. Brazos hidráulicos, pernos y argollas descomunales fueron encajados en guías, ajustados y acoplados a los puertos de ensamblaje de los paneles protectores. Los drones de Ferdinand se ganaron el jornal ese día, devolviéndonos la incómoda caída libre. Tras lo cual se desató el infierno.

Los días posteriores bombardeamos el anillo con decenas de drones reforzados con permagel, emisiones en cada una de las frecuencias conocidas y lo mesuramos a través de las proyecciones que ofrecía la Atamante. Nada, los robots que lograban acercarse eran engullidos por aquello, literalmente desaparecían tras el supuesto contacto. Nos desvivíamos por lograr alguna reacción al insistente golpeteo a su puerta que no se produjo, desesperamos tras cada negativa, tras cada fracaso y volvíamos a la carga con diferentes estrategias. ¡Qué ilusos! Gritábamos a un sordo de ojos vendados. El bueno de Ferdinand apenas durmió durante ese tiempo y todos acudíamos a él para descubrir que sus hijos mecánicos no hacían buenas migas con la corona del forastero; las bolsas se oscurecían alrededor de sus ojos claros y apenas articulaba palabra fuera de lo estrictamente protocolario. La decepción cundió y el desánimo arraigó en cada uno de los peregrinos del velero como una enfermedad contagiosa. ¡Desgraciados, no sabíamos que el silencio era la mejor de las respuestas!

La voz atiplada de la IA resonó por toda la Atamante al tercer día, como en los viejos cantos mesiánicos: ¡El sombrío titán había despertado! El interior del navío estelar se convirtió de pronto en un hormiguero azuzado por el fuego. Planeos en caída libre, golpes y rebotes contra los mamparos, saltos a través de las esclusas, improperios, empujones, científicos girando sobre sí mismos en medio de pasillos y drones rescatándolos y limpiando los restos flotantes de sus estómagos. Cada una de las terminales diseminadas por los camarotes, compartimentos, salas diversas y el puente de la Atamante reflejaban las miradas inquietas, y por momentos enajenadas, de cada uno de los viajeros espaciales. La imagen que nos regaló la IA era sobrecogedora: el aro alrededor de Prima se expandía como un cabo elástico, como una comba de trasnochados juegos de niños. Sobre la superficie se apreciaban resplandores azulados que destellaban como pequeños fuegos fatuos, que aparecían y desaparecían con celeridad de manera aleatoria. Era todo un despliegue de efectos especiales para el, hasta entonces, adormilado morador de Prima. Creo que nadie había contenido la respiración durante tanto tiempo en la historia de la humanidad. De repente, todo acabó, el anillo se detuvo a medio camino de Erica y las inmediaciones de Prima volvieron a la normalidad por un tiempo. Al menos, pudimos coger aire de nuevo antes de lanzarnos a aguijonear el anillo con otra oleada de drones de multitud de formas, capacidad y funciones que, como sus predecesores, desaparecían ante nuestros ojos. La letanía de emisiones seguía traspasándolo, igual que la flecha hiende la niebla, como si fuese un espejismo cósmico. Lo único que podíamos proclamar con seguridad es que aquello sobrepasaba nuestros medios de análisis... Después comprobamos que "y viceversa" no encajaba en la oración.

A continuación de aquel paréntesis todo se desarrolló con una rapidez inusitada si lo comparan con las tediosas jornadas anteriores. Aproximadamente tres horas después del único signo de vida que había dado el anillo, el misterioso fenómeno de Prima se revolvió  preso de una actividad insólita hasta ese instante. Se encendieron de nuevo, más numerosas, las incandescencias azuladas que habíamos presenciado; los fuegos artificiales precedieron a la deformación de un arco de miles de kilómetros de la ciclópea circunferencia, una abolladura dirigida hacia la Atamante de donde brotaban zarcillos de obsidiana que se retorcían como culebras epilépticas. Nos superó el miedo. La capitana Guisec vociferaba órdenes al primer oficial y Salvizkov amenazaba a las batas blancas que pululaban como torpes cachorros en la gravedad cero del puente para que lo abandonasen. Intenté conducir la Atamante lejos del curso de aquellos tentáculos amenazantes pero nuestra maniobrabilidad no era modélica, que digamos. Apenas nos pusimos en movimiento, con todas las alarmas silbando, asustados ante los crujidos del casco al desprenderse secciones completas de los paneles protectores, las extremidades del kraken nos ensartaron como a vulgares salmones.

Durante cierto tiempo no recuerdo nada. Debí caer inconsciente por la sacudida, tras el abordaje. El despertar no trajo la paz a mi mente. A la luz de las consolas y dispositivos que aún operaban con cierta normalidad y los destellos de las placas de emergencia, una escena de pesadilla me hizo parpadear incrédulo.

Retazos palpitantes de oscuridad habían atravesado los mamparos del puente; rezumaban una especie de fluido tan enlutado como su origen, un tipo de segregación cerúlea que se fundía con el casco y las terminales de la IA (no puedo definirlo más exactamente, pues tampoco se trataba de ningún humor o secreción que se haya visto jamás). ¡Santo espacio, menos mal que no podían estar allí! La imagen de los restos del anillo junto a los cadáveres, fundidos con ellos, no es un recuerdo que quiera retener más tiempo. El bueno de Ferdinand y su consola como un solo... Permítanme (otro privilegio de moribundo) que pase de largo los detalles de los maltrechos compañeros de viaje que dejaron su vida ese día. De los vivos y enteramente humanos sólo Patrice despertó. Asimismo Guisec, pero gravemente herida en el costado. Los únicos supervivientes en la cubierta de las batas blancas eran tres voces respondiendo a las llamadas ahogadas de la capitana por los intercom. Una hora después, la evaluación de emergencia realizada por una IA mermada no dejaba lugar a falsas esperanzas acerca de nuestro destino.

La Atamante era un pecio a la deriva, los dispositivos de comunicación y sus antenas resultaban inservibles, gran parte de la estructura había sido invadida por los restos del anillo y las funciones básicas de regeneración de aire y recursos, así como la propia IA, se encontraban maltrechas. De todos modos, el ataque no fue indiscriminado. No podía serlo cuando la única sección que apenas fue rozada por las agujas hipodérmicas del engendro fue el generador hawking. Lamentablemente para nosotros, no era posible hacerlo funcionar con una IA desecha y el sistema de refrigeración y las toberas siendo devoradas por aquella sustancia. Me inclino a pensar que el anillo sabía lo que hacía al no exponerse a una detonación del generador; imagino que tras nuestro insistente y fútil análisis se tomó la libertad de hacer lo mismo con la Atamante. Son impresiones, cómo iba siquiera a poder probarlo. A lo mejor, sólo fue el azar y todo respondía a una reacción instintiva propia de aquella singularidad o a una rutina mecánica preprogramada en unos circuitos que escapan a mi comprensión por completo. Nunca lo sabré. Sigo creyendo a pies juntillas que estábamos siendo estudiados por algo; y su meta era la misma que la nuestra: saber.

¿Qué había pasado con el kraken mientras tanto? Simplemente, se había retirado a su estado inicial en las inmediaciones de Prima, dejando sus aguijones como obsequio de bienvenida. Y no era, precisamente, un adorno inservible para colocar encima de la mesita de noche. Dos días después del ataque, mientras intentábamos revivir lo que podíamos de la nave y flotábamos de aquí para allá haciendo inventario de todo aquello que no se había convertido en simbionte de los vástagos del anillo, nos percatamos (no recuerdo quién dio la voz de alarma, pero no fui yo) de que aquel cáncer extraterrestre se había dedicado, aparte de fundirse con la estructura y cuerpos de los cadáveres, a reconfigurar la estructura de la Atamante. Ahora, encontrabas mamparos híbridos donde horas antes se abría un pasillo; secciones enteras de cableado asomaban en espacios antes invisibles con nuevas conexiones mestizas. La locura nos invitaba a té y unos pastelitos en su estrenada salita de estar.

Por supuesto, intentamos abrasar, punzar, cortar, golpear, escupir y todo el espectro de posibilidades de dañar aquellas entidades (incluso las batas blancas se unieron al circo con alegría psicópata). Como han adivinado, ningún resultado apreciable si no contamos la sensación de frustración y una vocecita en nuestro interior que nos decía que, ahí fuera, se reían de nuestros miserables esfuerzos. Si hubiese estado en mis manos entonces, habría lanzado la Atamante contra el maldito anillo para hacer explotar el hawking como una pequeña nova en sus entrañas. Supongo que mucho antes de poder hacerle cosquillas habríamos aparecido en otra dimensión, el mundo de las hadas o en el estómago de aquella cosa como aperitivo a medio digerir. Pero me sentía mejor con sólo pensarlo. En esos mismos momentos decidimos salir de allí. Si las rutas hasta el hangar donde descansaban los trasbordadores (Frixo y Hele) no estaban bloqueadas aún, quizás no llegáramos a formar parte (nunca mejor dicho) del cuadro surrealista que se desarrollaba a nuestro alrededor.

No fue fácil, pero conseguimos llegar hasta el objetivo dando rodeos, desorientándonos, volviendo sobre nuestros pasos y utilizando cualquier vía por inusual que fuese. De los dos trasbordadores que acarreábamos a bordo, sólo uno no parecía invadido por los restos del kraken. Eso suponía cinco plazas. Intentamos habilitar espacio pero no iba a hacer falta, Guisec no abandonaría el navío. Personalmente, me sorprendió esa vena romántica de la capitana, pero nadie discutió su decisión (¿u orden?). Sólo espero que Toria acabase antes de que la atraparan.

El resto llevamos varios días sobre Erica, que nos acogió ruborizada, como si se avergonzase de su pasividad en nuestra desgracia o de su silencio al no advertirnos que también nuestro transporte estaba contaminado.

Soy el último. He tenido que aguantar y reconfigurar el sistema de comunicación de la IA elemental del trasbordador para que sea capaz de enviar el haz hasta las coordenadas de la baliza de salto. Los demás yacen desperdigados por las inmediaciones del cráter, lejos del amasijo amorfo en que se está convirtiendo nuestro transporte funerario. No queda mucho tiempo. Al final del relato, he adjuntado un apéndice con los nombres, cargos y lugares de fallecimiento de cada uno de los integrantes de la Atamante. Mi único deseo es que el aviso mantenga al hombre lejos de aquí mas... eso sería pedir demasiado, ¿verdad? Sólo me queda rezar, pero no sé ninguna oración.

Erica... qué desatinado nombre. Sobre mi tumba escarlata, el último pensamiento es para Patrice y la lágrima que caía por sus mejillas al alejarse de sus amadas velas, al comprender que no volvería a ver otra rutilante aurora multicolor. Sólo quedaba la sonrojada Erica. Nunca le dije que ojalá hubiese sido yo la causa de aquella lágrima.

Faerindel

Relato nº5

Juntos


   Diez millones es un número que, como cualquier otro, sólo es grande o pequeño según qué estemos contando. Así, diez millones de células, o diez millones de átomos, apenas significan nada para nosotros. Diez millones de personas es una aglomeración importante. Sin embargo, si hay algo que hace realmente grande ese número son las bombas atómicas. Pongamos que, por una razón u otra, diez millones de bombas atómicas han salido de sus respectivos silos y se encuentran en este momento aproximadamente a nueve mil kilómetros de altura, dirigiéndose inexorablemente a sus objetivos.

   La noticia de ese suceso, sin duda, sería algo destacable que no pasaría desapercibido a ningún ciudadano del mundo, por aislado que estuviese. Efectivamente, la noticia fue emitida por todas las televisiones y todas las emisoras de radio, en particular, la emisora que Charlie Brown había sintonizado en la radio de su coche mientras conducía hacia su trabajo. Se quedó completamente embobado, incapaz de creer lo que oía. «Será alguna broma radiofónica», se dijo. «Después de "La guerra de los mundos", de Wells, ¿creerán que vamos a picar otra vez?», de modo que siguió conduciendo.

   En la calle que se veía a través del parabrisas, la gente parecía tranquila. Había una aglomeración de gente en el escaparate de televisores, donde los aparatos estaban sintonizados en un canal en el que se emitía la noticia- es decir, cualquiera. Algunas de las personas que estaban mirando dieron media vuelta y salieron corriendo. Charlie meneó negativamente la cabeza, sintiendo quizás un poco de vergüenza ajena por aquél que se dejaba llevar por el pánico ante lo que no podía ser otra cosa que una mala broma.
   No tardó en llegar a su centro de trabajo, un edificio bajo y de fachada lisa, sede del Instituto de Investigación Social. Dejó su coche en el aparcamiento, donde comprobó por la falta de otros coches que aquél día el absentismo laboral había hecho estragos. Quizás incluso se preguntó si tenía algo que ver con aquella broma tele-radiofónica, intentando convencerse de que ningún universitario sería tan crédulo.
   En la primera planta se encontró con Anton, el encargado del hormiguero. Anton era un hombre prematuramente calvo que veía el mundo a través de los gruesos cristales de sus gafas. Aquellos días había estado llevando a cabo una investigación sobre la jerarquía social de las hormigas y su aplicabilidad a la especie humana. Sin embargo, ahora parecía más nervioso que de costumbre.
   -Hola, Charlie -dijo, con una voz aguda y estridente-. ¿Has oído la noticia?
   -Querrás decir "la broma" -corrigió Charlie.
   -Estoy razonablemente convencido de que es cierta -respondió Anton.
   -Si es así, ¿por qué has venido a trabajar? Si es el último día de nuestras vidas, ¿por qué estás aquí, y no disfrutando en algún otro lugar?
   -A mí me gusta esto -dijo Anton, sincero-. Y ya sabes que no tengo más familia que mis hormigas.
   -Con razón te llaman Ant, en lugar de Anton- suspiró Charlie.

   Una puerta se abrió tras ellos y de ella surgió Amanda, la jefe del proyecto. Era una mujer menuda, de pelo largo recogido en una coleta. Como todos en el edificio, llevaba gafas, pero las llevaba con tanta gracia que realzaban su mirada más que apagarla. Su único defecto físico visible para un observador decente eran unos dientes demasiado grandes. Al entrar, preguntó:
   -¿Qué hacéis aquí? ¿No habéis oído la noticia?
   Charlie puso los ojos en blanco un milisegundo, y luego trató de explicar lo más racionalmente posible.
   -Lo siento, Amanda, pero no puede ser cierto. Todo indica que no puede ser cierto. A ver, si vamos a morir todos, ¿por qué los reporteros de la radio están aún haciendo su trabajo informándonos de un desastre que también les llegará a ellos? La gente, ante la seguridad del fin de sus días, no sigue trabajando. A nadie le gusta trabajar.
   -A mí me gusta -murmuró Anton-. Si no cerraran por la noche, dormiría aquí.
   -No están repitiendo la noticia una y otra vez, Charlie -dijo Amanda-. Es una grabación.
   Charlie quedó paralizado un instante, hasta que se le ocurrió otra respuesta:
   -¿Y por qué funcionan las emisoras, en primer lugar? Tiene que haber alguien asegurándose de que la señal se emite, y todo eso... supongo -Amanda le miró como si acabara de obtener una victoria sobre él-. Y si tú crees en la noticia, ¿qué haces aquí?
   -He venido a recoger mis cosas.
   -¿Y te vas a ir? ¿Así, sin más?
   -Sí.
   Charlie meditó un segundo. Después, dijo:
   -Sólo por curiosidad, ¿a dónde piensas ir?.
   Amanda sonrió. «Segunda victoria», pensó. Se llevó distraídamente la mano a un bucle de cabello y empezó a darle vueltas, mientras respondía:
   -Hay un refugio cerca de aquí. Lo construyeron cuando la guerra fría. Muy pocos sabemos esto, de modo que apenas habrá gente. Por lo que sé, hay alimentos para varios meses.
   Charlie la miraba inquieto, debatiéndose entre la idea que venía defendiendo sobre que aquello era una mala broma, y la nueva verdad que traía Amanda. Finalmente, hizo como que nunca había dudado de la veracidad de la noticia y dijo:
   -Esto... esto... Po... ¿podría ir yo también al refugio?
   Amanda pareció pensárselo, pero al final asintió con la cabeza. En ese momento, ambos se estaban mirando a los ojos fijamente, como si se hubieran dado cuenta de algo que habían llevado dentro mucho tiempo y que finalmente empezaba a brotar. Su contacto visual finalizó cuando Anton preguntó:
   -¿Puedo ir yo también?
   -Supongo que no podría impedírtelo -respondió Amanda-. Así que ven.
   -Genial -respondió Anton. Se volvió y cogió con dificultad uno de los grandes y pesados cubos de plástico que contenía un hormiguero. Luego, ante la mirada de perplejidad de los otros dos, se excusó-: Ellas también tienen que salvarse.
   -Vamos Anton -dijo Charlie-. Si se escaparan en el refugió sería un caos. Suelta eso.
   Arrebató el hormiguero a Anton y lo devolvió a su posición. Luego, para evitar que la escena se repitiera, agarró a su compañero por un brazo y lo llevó prácticamente a rastras a través de los pasillos, siguiendo a Amanda al aparcamiento.

   ***

   El refugio era bastante más grande y acogedor de lo que Charlie se había imaginado. Contaba con una amplia zona habitable que disponía de aparatos de radio, televisión, reproductores de DVD y varios estantes llenos de libros y películas. Todo aquello sería necesario para mantener a raya el aburrimiento durante los días que probablemente tendrían que vivir encerrados allí dentro. También había siete zonas de sueño individuales y una especie de cocina, entre cuyos aparatos más que encontrarse microondas u hornos había hidratadores y revoluminizadores. Tres puertas tenían la etiqueta de "higiene corporal", por lo que Charlie dedujo que serían aseos. Había, por último, una inmensa despensa de comida enlatada y concentrada.
   -Hey -dijo Anton-. Este sitio está muy bien. Es mejor que mi casa...
   -¿Por qué no hay nadie más? -preguntó Charlie, dirigiéndose a Amanda-. ¿Dónde están los otros?
   -No lo sé. Hay otros refugios, ¿sabes? -respondió ella-. Además, muchos de los que conocen este lugar tienen sus propios refugios. Son viejos generales que aún tienen tics nerviosos recordando la guerra fría.

   Había un pequeño reloj analógico sobre una mesita. Era un reloj antiguo muy elaborado, en cuyo centro había un bonito brillo. En ese momento marcaba las 19:00. Al ver esto, Amanda dio un gritito:
   -Oí que a esta hora hablaría la presidente- dijo, y no perdió tiempo en encender el televisor.
   En efecto, ahí estaba la figura de la presidente, la primera mujer de origen taiwanés en presidir Estados Unidos. Sus rasgos asiáticos reflejaban serenidad y transmitían simpatía. Y dio un discurso, sin duda. El problema era que lo que decía era totalmente intrascendente, aunque estaba lleno de palabras de tranquilidad y pretendidas frases para la posteridad. Seguramente muchos pensaban que estaban oyendo un gran discurso, pero Charlie, experto en comunicación a las masas, llegó a detectar prácticamente todos los recursos que la ciencia de la sociología había ido desarrollando con el paso de los años para calmar a una multitud sin decir realmente nada. Incluso llegó a enorgullecerse en un momento dado, pues uno de los recursos empleados por la presidente había sido el tema de su tésis doctoral. Lo único importante que dijo fue que toda la población sería evacuada a refugios antinucleares y que la hora prevista para la caída de los misiles era las 24:00 de aquél día.
   Cuando el discurso terminó, Charlie murmuró por lo bajo:
   -Viva la sociología.
   -¿Qué dices? -preguntó Amanda.
   -Ejem... Digo que gracias a la sociología, toda la gente permanecerá calmada y tranquila. Sin los debidos estímulos que ha proporcionado la presidente Chuan, seguramente se llegarían a formar tumultos, violencia y saqueos. Ahora todos están tranquilos, esperando a ser llevados pacíficamente por las fuerzas del orden a sus refugios, donde permanecerán como bebés en el útero materno sin preocuparse de nada. Sí. Es posible que la radiactividad haga inhabitable la superficie durante años, e incluso es posible que algunos de los refugios no aguanten el poder destructivo de las bombas. Pero todos están tranquilos. Es la deducción de Geörg-Syndaquil.
   -Pero nunca ha sido probada. ¿Cómo puedes estar seguro de que todos estarán tranquilos sólo por el discurso? -preguntó Amanda.
   Anton intervino:
   -Hay ecuaciones...
   -...Que se basan en hipótesis -remató Amanda.
   -Vamos. Se han hecho experimentos sociales muy fiables con mucha gente- trató de continuar Anton.

   -Sea como sea, yo estoy tranquilo -dijo Charlie-. No me preocupa en exceso la muerte de ningún ser querido. Ya lo habéis oído, todos serán trasladados a los refugios.
   -Claro, tú no estás casado, no tienes una familia de la que preocuparte -dijo Amanda. Luego añadió-. Yo tampoco. Realmente no me importa lo que le suceda a los demás.
   -Yo tampoco tengo familia -añadió Anton. Su comentario fue ignorado.

   De pronto, todos se pusieron a exhibir confianza y tranquilidad. Charlie se arrellanó en un sofá. Anton se sentó y se puso a leer un libro, mientras Amanda traía unas copas de la despensa, diciendo:
   -Señores, brindemos. Por que todo vaya bien -y luego, mirando a Anton, dijo-. Descuida, tiene un cero por ciento de alcohol -dijo, mostrando la etiqueta.
   Los tres tomaron una copa, esperaron a que se llenara, y brindaron. Al cabo de unos minutos se descubrieron jugando al parchís y llevando una conversación distendida.

   El reloj analógico con el brillo en el centro marcaba las 21:00. Durante aquella hora habían jugado al parchís y al dominó, y también habían hablado mucho y bebido más. Todos se sentían extrañamente cómodos con la idea de estar prácticamente atrapados en un refugio a varios metros bajo una tierra que sería devastada en pocos minutos. Anton se disculpó para irse a dormir -dijo que ya era tarde para él-, de modo que se quedaron solos Amanda y Charlie.

   Ella se había quitado las gafas, y le miraba con unos ojos encantadores. Él de pronto fue consciente de que estaba un poco rellenito, y metió tripa disimuladamente. Se quitó las gafas y le devolvió la mirada. Entonces, Amanda pareció súbitamente triste. Charlie no había esperado esa reacción, y se temió que fuera por él, pero ella se explicó:
   -¿Crees que el refugio aguantará las bombas? -preguntó Amanda.
   -Bueno, es un refugio, está hecho para aguantarlas.
   -Pero es de la guerra fría. Fue construido pensando en mil bombas atómicas, no en diez millones de bombas de última generación. Tú mismo lo dijiste. Es posible que no todos los refugios aguanten.
   Charlie tragó saliva y trató de tranquilizarla.
   -Seguro que todo sale bien.
   -Intentas tranquilizarme -acusó Amanda-. No quiero morir así.
   -Y no vas a morir...
   -No soy una chiquilla, Charlie -se volvió de espaldas a él. Luego tras un segundo un poco incómodo, le volvió a mirar con una extraña expresión y dijo -: No quiero morir sin haber hecho el amor.

   Él se ruborizó completamente. Pero no sabía por qué. La cabeza había empezado a darle vueltas poco antes, y ahora todo parecía confuso. Un poco mareado, se adelantó un paso y dio un beso en la boca a Amanda. Luego retrocedió. No sabía por qué había hecho eso. De hecho, no sabía qué acababa de pasar. Amanda se sentó al lado del reloj y le dio la vuelta para no ver la hora:
   -No queremos que nos angustie, ¿verdad?
   Entonces comenzó a quitarse la ropa. Charlie murmuró:
   -Anton oirá.
   -No. Ahora dormirá como un bebé -dijo Amanda, mientras se quitaba la blusa demostrando que no llevaba nada debajo. Charlie trató de desviar la mirada, pero era muy difícil- vamos. ¿No quieres hacerlo?

   "Sí", "no". Todo quería decirlo a la vez, y sólo dijo:
   -Nsíiiii.

   ***

   Dos figuras estaban acurrucadas en el sofá, cubiertas por una manta. Todo era apacible. Charlie no se sentía tan bien desde hacía muchos años. Entonces, dijo:
   -Amanda... ¿De verdad que el champán era sin alcohol?
   Ella rió un momento:
   -Sí, la verdad es que mentí sobre eso. Le cambié la etiqueta. Pero compréndelo, era para liberar tensiones.
   -¿Me estás diciendo que no lo tenías todo preparado para que Anton se fuera pronto a dormir y nosotros acabáramos...? Ya sabes.
   -Pero, cariño, ¿acaso estás disgustado con el resultado?
   -... No.

   Entonces se levantaron y se vistieron. Amanda dio de nuevo la vuelta al reloj para ver la hora. Marcaba las 23:48. Cuando Charlie lo vio, suspiró disgustado:
   -Ya casi se me había olvidado.

   Los dos se sentaron, mirando pasar el segundero. 44, 45, 46, 47...
   Entonces, algo retumbó. Una vibración sacudió todo el refugio. Empezó como algo suave y se fue incrementando, llegando al punto en que algunos libros cayeron de sus estantes. Luego, se detuvo.
   -¿Qué ha sido eso? - dijo una voz desde un dormitorio. Al cabo de dos segundos apareció Anton tratando de colocarse las gafas sin sacarse un ojo con las patillas -. ¿Lo habéis sentido?
   -Supongo que será la primera -dijo Amanda.
   -¿Supones?- chilló Anton- Eso ha sido terrible. ¿Cuántas más van a caer?
   -Creo que diez millones -respondió ella.
   Charlie intervino:
   -Seamos metódicos, ésta ha caído muy cerca, pero las demás simplemente se diseminarán por el país. Veamos, si Estados Unidos tiene cerca de nueve millones de kilómetros cuadrados, quiere decir que toca aproximadamente a una bomba por kilómetro cuadrado. Con lo que podemos darnos por satisfechos, señores. Esa bomba era la que tocaba aquí, las demás caerán mucho más lejos y ni las sentiremos -dijo, sonriendo.
   Otra sacudida borró su sonrisa. Ésta era mucho más fuerte que la anterior. Varios estantes se soltaron de la pared y cayeron al suelo, incrementando el ruido, y de debajo de la puerta de "la zona del higiene corporal" comenzaba a entrar agua de alguna tubería rota.
   -¿Y esa? -dijo Anton-. ¿Esa ha caído más cerca?
   -Un pequeño error de cálculo. Su efecto es más fuerte del que pensaba. Ésta es la que ha caído en nuestro kilómetro cuadrado. La anterior debió de caer en el kilómetro cuadrado de al lado.
   Una nueva sacudida, más fuerte que la última, retumbó en sus cuerpos como si estuvieran pegados a un potente altavoz. Las vibraciones duraron cuarenta segundos, al término de los cuales la estancia quedó irreconocible, como si hubiera sucedido un terremoto.
   -¿Un nuevo error de cálculo?-chilló Anton-. Vamos a morir. Cállate.
   -Si no estoy diciendo nada -repuso Charlie.
   Anton agarró un libro de los que habían caído por el suelo y se lo lanzó, diciendo:
   -Esto, por todas las veces que no me haces caso cuando hablo -El libro no acertó a Charlie por milímetros. Anton cogió otro y lo lanzó diciendo-: Esto, por aquella vez que no me invitaste a café cuando invitaste a todos los demás -Éste sí acertó en el estómago de Charlie. Y ya comenzaba a coger el tercero cuando su objetivo reaccionó y corrió hacia Anton para detenerle.
   Entonces Anton, como un niño, cogió una silla y la usó de parapeto o escudo, amagando cada poco con lanzarla.
   -Nunca me hacéis caso. Nunca me escucháis. No os importo- chillaba-. Mi vida es un asco por culpa de gente como tú.
   -Anton, deja esa silla -decía Charlie en tono severo-. Puedes hacerte daño.
   Pero el que se hizo daño fue Charlie cuando Anton arremetió y le dio un golpe en el costado. Era difícil imaginar de dónde había sacado tanta fuerza, pero la estaba usando. Amanda se aproximó por detrás de Anton, pero éste lo notó y no se dejó acorralar. Soltó la silla y se llevó la mano al bolsillo del que sacó, para horror de los otros, una pequeña pistola.

   -¿De dónde has sacado eso? -preguntó Charlie con voz temblorosa.
   -Estaba en mi cama. ¿Qué? Cállate. Ahora los dos os vais a estar muy quietos.
   -Dame ese arma, Anton -dijo Charlie. En ese momento Anton le apuntó, cosa que por alguna razón puso una sonrisa de histeria en Charlie, que dijo-. ¿Vas a dispararme? ¿Eres un asesino? Vamos, dame la pistola, Anton -sin dejar de acercarse.
   -Claro que te dispararía -y Anton apuntó ahora a Amanda, que se acercaba a él por otro lado. Ahora Anton estaba en una esquina y los otros dos se le acercaban lentamente-. ¡Maldita sea! ¡Yo tengo el arma! Vosotros deberíais estar acurrucados en el suelo muertos de miedo, implorando mi perdón. ¿Por qué os acercáis? ¿Por qué sigue sin importaros lo que digo? -el sudor se resbalaba por su frente, igual que por las frentes de Charlie y Amanda. De pronto, hacía mucho calor. Anton tenía la camisa pegada al cuerpo.

   Entonces, recordando algo importante, todos miraron al reloj: 23:59 y 56 segundos, 57 segundos, 58 segundos, 59 segundos...

   Beeep.

   Anton se desmayó. Aquella había sido la señal de entrada. Era como el timbre del refugio, e indicaba que había alguien fuera que quería entrar. Amanda se apresuró, con paso ligero, hacia la compuerta principal, desoyendo la pregunta de Charlie:
   -Amanda, ¿qué haces? No puedes abrir. No ahora.

   Ella introdujo la clave en la compuerta, que se despresurizó y se abrió. Al otro lado había personas de uniforme, el primero de ellos un anciano con todos los galones de un general. El hombre dijo:
   -Fin del experimento. Muy bien, señores, pueden salir.
   Entre las personas de fuera, Charlie reconoció a John Conway, el jefe del Instituto, que se le acercó con una ancha sonrisa y le dijo cosas como:
   -Sensacional, sensacional. Bravo chicos. Este experimento ha sido crucial para demostrar la hipótesis de Geörg-Syndaquil. Fuera están sirviendo canapés. ¿Te apuntas?
   -Yo... Amanda... Anton... Casi nos mata.
   -En absoluto -respondió chabacanamente John-. La pistola tenía balas de fogueo. Hemos descubierto que un personaje marginado como él es muy peligroso con un arma en una situación de caos. Esto es muy importante para la investigación para aplicarlo a casos futuros. Anton ha sido un gran éxito.
   -¿Anton?
   -Sí. Su marginación fue provocada. Obviamente, necesitábamos un marginado observado en toda su trayectoria, y utilizamos a Anton. Desde chiquillo hemos ido consiguiendo que sus compañeros le marginaran, le inducimos calvicie prematura y miopía severa para aislarlo más y más de la sociedad.

   Charlie reprimió dar un puñetazo a su jefe, para escuchar otra conversación, la que tenía lugar entre Amanda y el general. Éste le decía:
   -¿Con que "viejos generales que aún tienen tics por la guerra fría"?
   -Lo siento, general, tenía que hacer la historia creíble.
   Charlie se acercó y la agarró del brazo para cuestionarle:
   -¿Tú estabas en el ajo?
   -Pues claro.
   -Ese general conocía nuestras conversaciones.
   -El brillo del reloj era una cámara diminuta.
   -¿Lo que hicimos lo planeaste desde el principio?
   -Sí.
   -...¿Hicimos el amor delante de todos?
   -No -repuso Amanda-. La cámara estaba en el reloj, y al darle la vuelta desconecté también el sonido, de modo que si no hubieras dicho nada, esta buena gente no se habría enterado.
   Charlie se sonrojó. Luego, preguntó:
   -¿Quedamos para otra vez?

Faerindel

Relato nº6

Dicen los sabios...

Dicen los sabios que cuando uno pierde la vista y se queda sordo por la vejez, el último sentido que se pierde es el olfato. Dicen también que es el que más vívidos recuerdos despierta.

Venteó el aire.

Estaba lleno de fragancias, de aromas conocidos para él que le evocaban miles de sensaciones, de recuerdos. Sensaciones que eran capaces de estimular en su cabeza remembranzas de imágenes que le traían felicidad y alegría.

El aire olía a la madera quemada que su madre ponía en el hogar. Las fragantes cenizas de las coníferas que circundaban su casa inundaban la pequeña estancia con el aroma a campo feraz y verde en el que crecían. De ese perfume montañés y puro surgía el olor al cocido que hervía en una olla, desprendiendo los efluvios de la carne que les serviría de alimento aquella mañana. Casi podía saborear las sabrosas fibras y las jugosas ternillas, arrancándolas vorazmente de las cañas óseas que le daban la sustancia y aquella fragancia al puchero. Le trajo recuerdos de una madre antaño perdida, una mujer rechoncha, de mejillas siempre sonrosadas, con una sonrisa afable bailándole en los ojos y nunca ausente en sus labios; una madre que, cuando estaba enfermo, olía a esencias de vainilla, mentol y diversas hierbas recién cortadas.

Los fuegos se extendían a su alrededor, propagando por el aire su embriagador aroma. No había hogar ni fogón, ni tampoco un guiso puesto a cocer en el infernillo: lo que ardía eran los propios árboles que los rodeaban, enhiestos guardianes, altísimos espectadores envueltos en una refriega que no era la suya. Las ramas prendían como yesca seca, extendiendo las rojas lenguas alrededor suyo, encerrándolos en una cárcel infernal en la que la temperatura se veía acrecentada por el esfuerzo. Las cenizas de pino y abeto se mezclaban con el acre olor de los esfínteres aflojados y de los orines calentados por el incendio. El guiso se desvaneció de su mente y lo que se caldeaba y cocía eran los cuerpos de los demás guerreros, hervidos en sus propias armaduras, calcinados los cadáveres y los moribundos a quien nadie había podido retirar de donde habían caído. Crujían, como si fueran sabrosas ternillas entre sus dientes, las maderas al prender y chascaban las ramas, consumidas por las llamas, al caer desde su posición, como caían los soldados a uno y otro lado del frente. La sonrisa de su madre se derritió ante sí, podridos los rellenos carrillos, reventando los ojos por el fuego. Las medicinales esencias de la hierbabuena se agolpaban ahora más cerca de su nariz, ofreciéndole un pobre consuelo para la destrucción y la desolación que se descubrían desde su posición.

También podía olfatear el heno recién cosechado. Aquel olor vegetal, la savia chorreando por los tallos recién segados, echados sobre los anchos hombros de su padre. Se confundían en él las esencias de distintas flores que rozaban sus botas, la mies recogida, la tierra mojada y removida por sus poderosas extremidades con la del sudor que emanaba del arduo esfuerzo de trabajar el campo, el cuero endurecido que calzaba sus pies y los hediondos efluvios que también manaban de un esfuerzo concreto. Cada paso parecía hacer retumbar el suelo, fuertes las piernas, con las espaldas cargadas y el valioso grano siseaba, susurrante heraldo de la llegada de su progenitor, al frotarse unos contra otros en las apretadas gavillas. Para él, su padre olía a los campos que cultivaba, a la madera que cortaba. Era sus potentes brazos lanzándole hacia arriba cuando era apenas un crío, montando el columpio en el gran roble de su casa siendo un mozalbete y la palmada en la espalda al aventar la paja en otoño.

Le llegaba el aroma agreste del heno, pero no había ningún campo a su alrededor. Lo que podía oler eran las briznas de hierba que saltaban por doquier. La savia chorreaba de los tallos mancillados y esparcía su suave olor, distinguible incluso entre los efluvios del incendio. El cuero sudado por cientos de personas también empezaba a esparcir su hedor, reblandecido por los esfuerzos de unos y de otros, por los movimientos incesantes, las idas y las venidas. La acérrima fetidez del sudor de sus compañeros y sus enemigos llenaba sus ollares mientras se seguían cruzando unos con otros, pasando frente a él, proyectando sus sombras. Así podía olisquear aún más la arena, removida por las botas de unos y otros, con ese olor húmedo. El siseo era el que producían los justillos de cuero al rozar las cotas de malla y los jubones contra las pieles de los soldados. Los campos cultivados habían ardido hace mucho tiempo y la madera era la última en arder. Los potentes brazos de su padre se disiparon, transformándose en los cientos de pares de brazos armados, que luchaban por su vida en ese momento. No habría columpios, sino el sonido de los escorpiones y los trabuquetes al disparar. Sin embargo, la paja si que volaba por todos lados, levantada por los avances y retrocesos de los frentes, por los pisotones de los caballos. No olería el bieldo ni la garieta, pero el olor del acero estaba presente en armas, armaduras, arreos y herraduras.

Aquellos olores eran recuerdos del hogar, evocaciones de tiempos más felices. Felicidad que también traían otros olores más dulces, olores femeninos que eran capaces de llenar con su intensidad las fosas nasales, embriagándolo de pasión y amor, olores que inflamaban en sus venas, recorriendo su cuerpo como un estallido eléctrico, haciéndole reaccionar como un animal, jadear, embestir. Olores de cama y mujer que le pinchaban allí abajo, con un dulce dolor que le empujaba a vivir. Las curvas de su esposa, su cuerpo desnudo y sudoroso en el tálamo, sus jadeos constantes y sus gritos en el momento del placer estaban allí con él. Sus verdes ojos de felino y su ambigua sonrisa le acompañaban, suplicándole más, pidiéndole más esfuerzo. Y el delicioso perfume de su piel desnuda después de sus juegos, abrazándola, dándole el calor que su cariño era el único que podía proporcionar.

Y no sólo de mujeres, sino también de niños, de partos y nacimientos que llenaron de gritos y risas la pequeña cabaña. ¿Había olido su hogar como el de su madre? ¿Olerían sus hijos lo mismo que él había olido durante su infancia, llenando sus vidas con los mismos recuerdos que tenía él ahora?

Deseó que sus hijos nunca tuvieran aquellos recuerdos. Allí, mientras a su alrededor todo se consumía, el olor de las mujeres hacía tiempo que se había disipado. Pero sí olía a niños. Había hijos y padres a su alrededor, con sus propios aromas, hombres que luchaban por padres e hijos que habían dejado tan atrás como las mujeres a las que tanto añoraban.

Los campos que habían ardido eran los suyos y el olor de las mieses abrasadas sustituyó al de los trigos espigando. La madera que aserraban ardía ahora, inundando el aire con el perfume de la pinaza y el verdor de los bosques. El serrín también había ardido, en lugar de haberse barrido, perdiéndose aquella sensación de novedad que producía al flotar en el aire. Los esmaltes de los ebanistas hedían ahora, apestando todo el campo de batalla, en lugar de llenar el mercado con sus efluvios. Y el fresco olor de la tierra mojada se había convertido en ese otro, tan extravagante y confuso, de la tierra batida.

Cerró los ojos e intentó recordar aquellos olores tal y como los había sentido la primera vez, pero fue imposible. Recordaba a su madre y ahora la veía delante de él, llamándole, pidiéndole que se le acercara, pero el rostro no era el de su madre, sino una máscara informe de putrefacción y muerte. También su padre alzaba los brazos para lanzarlo hacia arriba, como cuando era pequeño, pero no eran aquellos brazos fuertes que lo atrapaban para volverlo a lanzar mientras se reía como sólo los bebés saben hacerlo, sino unos oscuros tentáculos que amenazaban con arrastrarlo hacia el abismo en el que se habían transformado el querido rostro de su progenitor.

Su mujer sollozaba al verlo partir para la guerra, armado con una horca y la pobre camisola de serraje. Ese era todo su equipo bélico. Pero ahora la mujer con la que había compartido su vida, en lugar de llorar, lo azuzaba, castigándolo e hiriéndolo.


De pronto, no hubo más olores. Sintió un golpe fuerte y los aromas se desvanecieron. Y con ellos, los recuerdos. Supo entonces que había estado cayendo, que mientras caía, su vida se apagaba y que el golpe que había acabado con su olfato, era el que su cabeza dio contra el suelo. Su cráneo se agrietó contra el piso y se abrió como un huevo duro contra una mesa. Por la grieta empezó a manar una sangre negruzca y espesa, y aquella marea deshizo su embotamiento.

"Vi morir a mi alrededor a mi madre, a mi padre, a mi esposa, a mis hijos... Vi la destrucción que habíamos desatado, comprobé el fuego, la sangre, las vísceras fuera de los cuerpos de los caídos. Observé los cadáveres que habíamos sembrado. Miré el fuego y sus rojas llamas, danzarinas, vestidas con tules amarillentos y naranjas de organdí me atraparon en una red hipnótica que durmió mi sufrimiento y mitigó mi dolor, narcotizándome como si hubieran sido un médico cuidadoso, antes de practicar su profesión sobre mí.

También oí. Oí el clangor de las espadas al entrechocarse, el miedo en los relinchos de las monturas y el trápala de los caballos y los hombres al cargar. Escuché los gritos de guerra y las maldiciones, los ayes de los moribundos y los alaridos de los que recibían heridas. Llegaron a mis oídos los chasquidos de la madera al resquebrajarse por el calor y el tintineo de las cotas y las vainas al moverse los guerreros. Se llenó mi mente con los sonidos de los pies arrastrados por el esfuerzo, los sordos golpes de las armas al entrar en contacto con los cuerpos, las vibraciones de las cuerdas de los arcos y el restallido de ballestas y escorpiones.

A mi boca llegó el sabor metálico de la sangre al derramarse en mi interior y desbordarme por dentro. La tierra se mezcló con mi savia y el acre sabor de los miles de granos de arena me hizo probar el sabor de la hiel al vomitar. Saboreé mi propia muerte, paladeando todos y cada uno de los momentos que acercaban el final. Percibí el terroso gusto de los cuajarones que se formaban en mi boca al no fluir el precioso líquido vital que ni siquiera había sabido derramar por el agujero que me habían abierto en el vientre.

No pude realmente palpar nada, porque todo mi cuerpo estaba cubierto. Sentí el áspero tacto del cuero contra el pecho, un cuero si curtir que había sido toda mi protección. Noté como las blandas canilleras se hincaban en mi mortecina piel, cubierta por la tierra que los demás hacían caer sobre mí, haciéndome percibir la fina lluvia en que se convertía aquella materia sobre los muertos. La hierba sobre la que había caído, marchita, abrasada, me hizo cosquillas sobre los pómulos y peinó amorosamente mi cabello, arrastrando la sangre pegada sobre mi cabeza, como el sepulturero adecenta a su último cliente antes de arrastrarlo al abismo.

Dicen los sabios que el olfato es el último sentido que se pierde antes de morir. Y no mienten.

Olí mi propia muerte. El olor de la sangre llegó hasta mí en las postrimerías de mi vida y mi propia sangre me resultaba repulsiva. El hedor a muerte que había a mi alrededor no era nada comparado con el de mi propia podredumbre. Mis sesos se habían corrompido dentro de mí antes de morir y yo no me había dado ni cuenta, porque estaba demasiado absorto en lo que me rodeaba.

Y mi madre no olía a hogar y a cocina, a hierbabuena y césped, sino a muerte. Y mi padre no olía a cereales y a madera, sino a podredumbre. El perfume de mi esposa, que olía a mujer, a sexo, a parto y a pasión, se había vuelto acre, desagradable, y su hedor casi me hizo vomitar. El olor de la madera quemada ya no era el del pino y el abeto ardiendo en el hogar de la chimenea de la casita en la que crecí sino la fetidez dulzona de los cuerpos al quemarse. Mis compañeros, mis amigos... sus olores se habían esfumado. Sólo quedaba la horrible fetidez de sus cuerpos mutilados, de sus entrañas colgando de horribles heridas.

Olí también el calor del acero templado. La gente dice que el acero es frío y que su tacto puede congelar las venas, pero mienten. Yo sentí como ardía al contactar conmigo, sentí como me prendía y mis entrañas se licuaban con ese fuego abrasador. Sentí una columna ígnea atravesar mi cuerpo, de un extremo a otro. Y ese fuego no me purificó. Esta es otra mentira. En lugar de limpiarme, me trajo más ponzoña de la que jamás había tenido en mi corazón. Hizo anidar en mí el odio, la rabia y un deseo incontrolable de matar. Aunque ya fuera tarde.

Pude ventear el aroma de mi enemigo. Dicen que los animales pueden olfatear a un oponente y prepararse para defenderse, pero yo no soy un animal. Quizá la diferencia estribe en que yo no supe ser consciente de ello y un animal lo hubiera sido. Quizá la diferencia resida en que un animal habría huido y yo planté cara. Soy un idiota y como un idiota caí.

Dicen los sabios que es el olfato el último sentido que se pierde. Porque yo estoy muerto. Y el olor del infierno es lo único que me queda."

Faerindel

Relato nº7

22 horas, 14 minutos, 106 segundos

Era la hora preferida para invadir la Tierra, las diez y cuarto. En realidad, eran las diez y quince minutos con cuarenta y seis segundos de la noche, lo que viene a equivaler a las veintidós horas, catorce minutos y ciento seis segundos en aquel rinconcito del planeta. El tiempo, como por todos es sabido, es relativo. De hecho, para el reloj de Vicente Barrionuevo (más conocido por Vicentín, a secas) el tiempo se había detenido hacía cosa de una hora. No es un detalle baladí, pues ese descuido por parte de su reloj permitió que Vicentín fuese el primero en vislumbrar el platillo volante aterrizando al final del descampado que había detrás su casa. Es importante porque Vicentín no debería estar jugando con sus soldaditos de plástico a esas horas, aunque fuese verano y disfrutase de permiso en el cuartel escolar durante semanas. Tampoco le dio mayor importancia, no era el primer platillo volante que veía en sus ocho años de vida.

Un rato (relativo) después, unos golpes secos y solemnes sonaron en la puerta de Saturnino Dieciséis (es mejor no preguntar por el apellido si hay niños delante, aunque en el pueblo todos sabían que se debía a cierta noche apasionada de su tatarabuelo). Tampoco es menos cierto que una segunda andanada de golpes repiqueteó a la vez que la primera, pero fue menos digna, más bien arrítmica y daba la sensación de que el causante andaba algo apurado.

Saturnino abrió bastante molesto. Le habían dejado a medias el botellín y la tapita de chorizo recién sacada de las ascuas; además, el partido que echaban por la tele pintaba fatal para su equipo de toda la vida. Aparte de ni siquiera mirar quién podía ser, su saludo no fue de lo más correcto. Es lógico.

-¡Me cago en to lo que se menea, a ver qué narices quieres a estas horas! Mira, Paquillo, como vengas a dar por culo con el partido te juro que no respondo de... -Paquillo era su vecino y, si no lo saben ya, simpatizante acérrimo del equipo rival.

-Estoo... ejem... -un carraspeo metálico- En realidad venimos a anunciar que, a partir de este momento, el planeta queda bajo la jurisdicción, por la Ley Galáctica de Conquistas, de los nuevos regentes que de inmediato...

-¿Ya te has vuelto a pasar con el tintorro picao de tu bodega, Paquillo? Mira que el médico te ha dicho que ya tienes una edad –Saturnino no prestaba realmente atención al visitante, todo su afán había consistido en estirar el cuello para poder ver, aunque fuese de refilón, el devenir del partido-. Y don Julián es una eminencia para diagnosticar tontuna severa.

-Creo que no me ha entendido bien, criatura –otra vez la voz metálica-. Le conmino a que no opongan resistencia, pues toda reacción contra el nuevo poder establecido será duramente castigada. No habrá piedad para aquellos que precisen de...

-¿Un cuarto de baño? –Otra voz metálica, menos solemne y más apurada.

-Sí, al final del pasillo. Sales al corral y la caseta a la derecha de las gallinas –no se podía decir que Saturnino no fuera un buen anfitrión-. ¡Pero tira, hombre! ¡Qué malo eres! ¡Tuercebotas!

Las últimas imprecaciones no iban dirigidas a los visitantes sino a cierto jugador del equipo de toda su vida que, para Saturnino, hacía tiempo (relativo o no) que debería estar buscando percebes en el mar con un bonito adorno de hormigón atado y bien atado a los... bueno, a los pies.

Entre tanto jaleo forofo, la carrera del visitante con urgencias obvias pasó desapercibida para Saturnino, que no se percató del sonido de múltiples patas claqueteando por el pasillo que daba al corral ni del agradecimiento sincero que le prodigó la voz metálica.

-Creo que ésta no es la actitud que debería mostrar, criatura –la voz metálica tardó unos segundos en volver a hablar y se apreciaba cierta sorpresa y algo menos de seguridad tras la escapada de su acompañante-. Si insiste en su conducta tendremos... tendremos que aislarle en una celda para...

-¡Saturnino! –El grito procedía de una de las ventanas del piso superior y pretendía ser femenino, aunque se parecía más al barritar de un elefante macho de gran tonelaje- ¡Qué haces hablando con un cangrejo! ¡Y cierra la puerta, que se escapa el fresco!

La voz metálica habría fruncido el ceño y se hubiese puesto colorada de rabia si una voz, metálica o no, pudiese hacerlo. Una especie de gorgoteo más bien disgustado, eso sí, comenzó a nacer desde lo más profundo del visitante en el umbral. Saturnino sólo hizo un ademán con la mano, como alejando el comentario de su esposa.

-Está loca, ya sabes...

-Mire, vamos a ver si lo entiende de una vez –la voz metálica empezaba a enfurecerse-, esto no es una visita de cortesía. No me está dejando opción y no quisiera tener que recurrir a la fuerza.

-Muchas gracias –la segunda voz visitante acababa de volver, mucho más aliviada que al principio, y sonaba realmente agradecida.

-De nada, hombre

El gorgoteo de disgusto de la primera voz se hizo audible hasta para la tapa de chorizo en la salita de la televisión, que se habría cubierto con la rebanada de pan si hubiera podido.

-Quiere dejar de interrumpirme, sargento...

-Claro señor, sólo intentaba ser amable. Además, no sé si he acertado con el lugar, era muy raro, capitán, había un artefacto blanco con líquido en el fondo, imagino que para asearse una vez terminado; pero el otro, el sitio en cuestión, ya me entiende, estaba a una altura que debe ser incómoda hasta para estas criaturas. No sé por...

-Cállese, sargento, es una orden... -Si la voz hubiese sido una vena estaría a punto de reventar por la presión.

-¡Saturnino! –El elefante macho gritaba de nuevo desde el piso de arriba- ¡Tráeme la piedra pómez, que me tienes que repasar los callos!

Un estremecimiento recorrió por igual a las voces metálicas y a Saturnino al imaginarse el terrorífico cuadro. De hecho, Saturnino debió pensar en ese momento que aquel era uno de los peores días de su vida (el otro fue cuando el borriquillo grisáceo de don Julián le confundió con una oportunidad de perpetuar la especie).

-Mira, Paquillo –dijo volviéndose, cerrando la puerta y agachando la cabeza, todo a la vez -, ya hablamos, que ya sabes cómo se pone la Francisca cuando hay partido.

Las voces metálicas se quedaron con un palmo de narices frente a una puerta cerrada. Eso sí, sintiendo bastante lástima por el pobre Saturnino.

-Mejor será que probemos en la casa de al lado, capitán, que éste ya tiene suficiente castigo, ¿no cree?

La voz del capitán estuvo de acuerdo. Aunque las celdas de castigo del platillo volante hubiesen sido una mejora para Saturnino, reflexionaba, al encaminarse hacia el siguiente objetivo.

Si nos paramos a recapacitar durante un momento caeremos en la cuenta (o no, depende de las sustancias que hayan ingerido en el último rato relativo) que la escena era de lo más inhabitual. Las dos figuras, de un metro y medio largo de altura, con caparazones anaranjados y patas quitinosas, se bamboleaban por la calle con cierta torpeza. Las canicas negras que eran sus ojos no se veían todo lo brillantes que deberían entre las antenas pululantes. Llevaban ceñidos unos aparatos de lo más aparatoso que se cerraban sobre lo que venía a ser la boca (eran unos traductores universales que les conferían ese regusto metálico a sus voces) y portaban un artefacto de aspecto más bien bélico entre sus pinzas. Los dos visitantes no encajaban en aquel cuadro rural del interior (lo que nos da a entender la falta de previsión de su especie al no aterrizar cerca de una extensión de agua salada, su medio natural; bien es cierto que llevaban su propios acuarios en el platillo volante). Más bien parecían sacados de una revisión moderna de "20.000 leguas de viaje submarino" o de un concurso de marisco con gigantismo, como esos cangrejos de los cocoteros de República Dominicana, el cangrejo real sueco, el centollo de Tasmania o el kaempferi japonés, pero a lo bestia. Para hacernos una idea, todos los habitantes de aquel pueblecito podrían haber estado bajo un régimen especial de marisco una semana entera. Con raciones generosas, además.

Las dos nécoras espaciales llegaron hasta el siguiente edificio, todavía algo abatidas, entre balbuceos en su propia lengua.

La casa no era muy grande y estaba algo descuidada. Un fino bastón blanco descansaba a un lado de la puerta; estaba rematado con una bolita en uno de los extremos y un cordel en el otro. Los golpes resonaron a través de una ventana abierta, justo al lado del bastón.

-Ya va –la voz del interior era atiplada y suave, arrastraba las palabras como si fuesen un globo hinchado de helio y las pasease tirando de un cordel. También era bastante más femenina que la del elefante calloso.

Al abrirse la puerta, el rostro barbado y con gafas oscuras de Mauricio Rebollo les sonrió con amabilidad. Vendía cupones de lotería en la plaza del pueblo y ejercía de sarasa oficial de la localidad. Palpó varias veces el muro a su lado hasta que dio con el bastón.

-Mire, venimos para anunciar que, a partir de este momento –la voz metálica parecía recitar algo aprendido de memoria, como así era, sin el énfasis que le había dado en la primera ocasión-, el planeta queda bajo la jurisdicción, por la Ley...

-Pero hombre de dios –interrumpió Mauricio-, gente de fuera en el pueblo (lo sé por el acento que tiene) y yo sin ofrecerles nada. Pasen, pasen y ya me cuentan.

-Es que... -la confusión era evidente en la voz del capitán- No es por eso por lo...

-Nada de nada, no admito un 'no' por respuesta. Sólo faltaría que cuando volvieran a la capital dijesen que no somos hospitalarios por aquí. Les voy a preparar un refrigerio; vamos, que están en su casa.

Mauricio no les dejó opción a los forasteros, que le siguieron hasta el salón. Allí, Mauricio les invitó a sentarse en el destartalado sofá mientras él marchaba a la cocina a por algo para picar. Los visitantes miraron el sofá, miraron su colección de patas y decidieron que estaban mejor donde estaban.

-Está un poco desarreglada –la voz de Mauricio les llegaba desde la cocina-, pero es que esta semana mi prima, la Aurelia, no ha podido venir a echarme una mano, que se ha retorcido un tobillo persiguiendo un pollo que se le iba corriendo. A mí tampoco me importa, total, no lo veo, pero es una pena que haya tenido que ser esta semana. Claro que tampoco esperaba visita. ¿Prefieren un vinito o un zumo? Están hechos de hace un rato, de verdad.

-Lo que sea servirá –el sargento se dirigía a su superior más que a Mauricio en lo que vino a ser un encogimiento de hombros sonoro.

-Sargento, ¿ha visto eso de ahí? –La voz era apenas un susurro, o un parloteo húmedo, si lo prefieren.

Lo que señalaba el capitán con el extremo de una de sus pinzas era una cruz con una de aquellas criaturas clavada a ella y cara de no estar pasándolo muy bien. Se intercambiaron miradas y un claquetear nervioso de patas.

-En el otro sitio había una pintura primitiva colgada en el muro del pasillo. Con la misma escena. Si son capaces de hacer eso a los de su misma especie entonces qué no se les ocurrirá con...

-Déjelo, sargento –cortó apresurado el capitán-. Además, ya hemos comprobado lo estúpidas que son estas criaturas. No están a la altura de nuestros cañones de plasma ni nuestro superior cerebro.

-Sí, bueno –la voz del sargento no sonaba tan confiada-, pero pueden llegar a dar mucho la lata si son tan retorcidos, ¿no cree?

En ese momento, Mauricio regresó a la estancia con una bandeja repleta de cosas que pugnaban por no precipitarse hasta la alfombra deshilachada. Derramó más vino de lo que consiguió verter en un par de copas que ofreció con amabilidad y de forma afectada a sus huéspedes, que tuvieron que desplazarse con habilidad hasta el lugar donde Mauricio suponía que debían estar sentados.

-Bueno, ¿y de donde vienen ustedes?

-De... bueno, de Magallanes. De la Grande –respondió el sargento, degustando los extraños sonidos que salían del traductor cuando nombró el hogar, allá en la Gran Nube. Sonaban resecos.

-Ah, el del cabo. ¿O era el estrecho? –Mauricio se rascó la sien, pensativo.

-¿Cómo dice?

-Sí, del que navegaba tanto; el del cabo, ya saben.

-Será, será...

Los crustáceos cósmicos se miraron sin entender e intercambiaron un par de susurros que pueden resumirse como: "¿de qué cabo habla?", "yo creo que debe ser Ghrazx-X45, ¿no fue el que exploró esta zona?", "no sé, capitán, para mí que debe ser otro, pero no caigo ahora mismo. ¿Ghrazx-X45 no es el del platillo pintado de rosa?"

-Bueno, bueno, de donde sea son bienvenidos a la región –afirmó Mauricio, conciliador-. A ver si se anima más gente, que la zona está cada vez más vacía desde que los críos se van a estudiar a la capital.

La mano del vendedor de cupones dio un par de palmaditas en la pinza más cercana del capitán. Al momento, levantó las cejas y se llevó la mano a una boca que se había abierto en una 'o' de sorpresa.

-Vaya, ¿cómo fue?

-¿El qué? ¿Esto? Pues por genética, digo yo –respondió el cada vez más confundido visitante mirando extrañado su pinza, como si no la hubiese visto jamás.

-Si ya decía mi prima que los de ciudad sois unos blandengues –se burló Mauricio, como un gatito pícaro y juguetón-. A ella también la tuvieron que escayolar el tobillo. Por lo del pollo, ¿ya se lo he dicho, verdad? Pero, lo suyo, ¿cómo fue? ¿Una escalera?

-¿El qué? –El capitán no conseguía seguir nada del chapurreo de la criatura.

-Digo –Mauricio volvió a insistir con infinita paciencia-, que si fue con una escalera. Lo de su brazo.

El cerebro de un ser que criado en un medio acuático no concebía la idea de una invención pensada para tierra firme y, si me apuran, para seres con menos patas articuladas. El traductor no fue de gran ayuda entonces.

-No sabríamos decirle si el ADN sería compatible –el sargento intentó salvar la confusa situación-, pero creo que no. El capitán, además, no es de esos que les van las perversi...

-Sargento, cállese.

-¡Oh, un capitán! –Mauricio se sonrojó hasta casi el nivel de los caparazones de los visitantes mientras daba palmaditas como una quinceañera en un concierto del grupo de guaperas de turno- ¡Qué emocionante! Me tiene que contar cómo es navegar por esos mundos perdidos. ¿Más vino?

-Eh, no gracias. No es tan emocionante, más bien un poco aburrido –el cerebro del capitán estaba en piloto automático-, te tiras todo el tiempo en el acuario hasta que llegas a algún sitio; si es que las coordenadas no te las han dado mal los de Exploración Galác... ¡Basta ya!

El grito, distorsionado por el traductor, reverberó por la salita.

-Tampoco pasa nada, no hay que ponerse así –Mauricio rompió un silencio incómodo.

-Vamos a ver (con perdón), lo que queremos decirle es que se trata de una invasión, no sé si coge el concepto y las implicaciones que tiene la...

-Ya entiendo, como la del escarabajo de la patata de hace tres años. Debe ser el cambio climático del que hablan en el Ayuntamiento. De todas formas, si les gustan los bichejos, no pueden irse sin dar un garbeo por los montes de aquí al lado. Hay alcaudones preciosos (yo no lo sé, aunque los oigo, pero mi sobrino el Gerardín me lo cuenta, que está todo el día detrás de ellos con el tirachinas), y topillos muy graciosos. El otro día casi me ensarto con un puercoespín justo en la entrada, pero lo que más me gusta es escuchar a las lagartijas. La gente dice que no suenan a nada pero yo les juro que las oigo cuando...

-¿Le importa que me sirva algo más de vino? –El sargento empezaba a sentirse extraño. No era desagradable, sino todo lo contrario, una sensación de bienestar y euforia. Estaba a punto de abrazar a la criatura.

-No faltaba más, tome, tome.

El vino se derramó por todo el caparazón del crustáceo y el objeto con pinta de arma de tebeo entre sus pinzas comenzó a soltar chisporroteos que, con seguridad, no cubriría el seguro.

-Está rico el brebaje, ¿eh, capot... copi... capitán?

-Deje ya eso, sargento –el capitán, colorado (no podía ser de otra forma), se giró hacia Mauricio- ¡Estoy diciendo que venimos a invadirles! Que nada de excursiones zoológicas ni nada de esa basu...

-Me parece estupendo, claro que sí.

-¿Qué?

-Que me parece estupendo (yo estaré ciego pero usted es un poco duro de oído), ya le he dicho que somos pocos por aquí, nunca viene mal sangre nueva de la capital, con sus moderneces, las nuevas ideas, el destape –la expresión de Mauricio empezaba a ser soñadora-, Almodóvar y todas esas cosas suyas.

-¡Qué destape ni qué ocho cuartos! No me obligue a recurrir a la violencia ya desde el principio, porque no... no respondo...

Diez minutos relativos después (breves para Mauricio y eternos para el capitán), los dos alienígenas correteaban de vuelta al lugar donde habían dejado el platillo volante. Expresiones como "sí, pégame si quieres, no tengas piedad" (acompañadas de chasqueantes latigazos del bastón); o del tipo "responda, respóndame capitán, que no quiero estar nunca más reprimido en este pueblucho"; sin olvidar el horror de ver, en el plato de comida que había sacado el lugareño, unos congéneres enanos de su propia especie entre unas semillas de color amarillo al ritmo que entonaba un "coman, que los cangrejillos a la paella le dan un toque especial", dejaron claras varias cosas para ellos: era un planeta de locos, criaturas peligrosas, antropófagos desalmados e inmunes al desaliento o la persuasión. Ya ajustarían las cuentas al cabo Ghrazx-X45 de Exploraciones Galácticas por la broma de mal gusto.

Al menos, es lo que había sacado en limpio el capitán, pues el sargento nécora empezaba a estar descoordinado cerebral y físicamente. Desde hacía un rato había empezado a cantar canciones de su océano natal y sus patas se anudaban de manera peligrosa al caminar. Eso sin contar que a cada minuto le repetía a su superior lo buen capitán que era y lo que aún le admiraba, apreciaba y cosas por el estilo.

Aquél no era un buen lugar para una invasión. Aunque la hora fuese la correcta. El capitán no veía el momento de despegar lejos de allí.

-Sargento, ¡quiere dejar de pasarme la pinza por el caparazón!

-Dizcúlpeme, copitán, pero es que me cae usted tan bien, tan pdofezional, tan quitdinoso, tan...

-El que se va a caer es usted como siga así. Mire, ya estamos en la nave, aguante un poco.

Una rampa descendió del lateral del platillo a una orden del capitán. Un par de metros más y estaría de nuevo en su añorado acuario. Una voz interrumpió su ascenso.

-Vaya platillo chulo que tenéis –La voz de Vicentín rezumaba una admiración sincera e ingenua-. Mucho mejor que el de esos otros con tantos tentáculos que vinieron el verano pasado.

El capitán tuvo que hacer un gran esfuerzo para mirar a la diminuta criatura allá abajo.

-¿Otros, qué otros? ¿Tentáculos? –La voz de la nécora espacial estaba impregnada de asombro, asco y decepción a partes casi iguales- ¡Encima han venido antes los de Alfa Centauro! Si ya lo decía mi madre, que me buscase otro empleo. ¿Por cierto, quién cometas eres...?

-¿No es una ricura, capitán? –El sargento había descendido hasta donde Vicentín estaba plantado, jugueteando entre sus dedos con un soldadito de plástico- Cuchi, cuchi, cuchi... -Su pinza danzaba peligrosamente cerca del niño- ¿Nos lo podemos qui.. quez... quedar? ¿Cómo te llamas, pequeñín?

-Vicentín, y no soy pequeño, que tengo ya ocho años –el niño se volvió señalando una casa con un dedo que al sargento le parecieron dos deditos de lo más encantador y gracioso-. Vivo aquí al lado. ¿Queréis venir a conocer a mis hermanos? Podemos jugar a las batallas con los soldados que tengo.

El capitán, a su vez, había bajado por la rampa para tirar del balbuciente sargento hacia la nave. "¿Jugar a las batallas?", pensaba, "las batallas se libran, no se juegan". Definitivamente, no le encontraba explicación a la supremacía de aquellos seres blandos e ignorantes del peligro.

-Mira, Vicentín –comenzó el capitán-, tú haces como si no nos hubiese visto, ¿de acuerdo?

-Pero es que sí les he visto.

La lógica era aplastante. Ése fue el momento en que el sargento decidió despeñarse por la rampa mientras entonaba una canción nostálgica. La coraza natural resistió. Su orgullo no tanto.

-Vale, criatura –el capitán no se daba por vencido a la vez que volvía a acarrear con el semiinconsciente sargento-, pues haces como si no hubiésemos estado aquí. ¡Aunque hayamos estado!

-Ah... ¿como cuando pillo a mis hermanos en la alacena comiendo galletas de chocolate y me dicen que si le digo a mamá que los he visto me cortarán la colita?

-Sí, algo así –la nécora espacial chasqueó la pinza que no sostenía al sargento para dar algo más de énfasis a su respuesta.

Vicentín, pensativo, daba la impresión de no saber si hacer la siguiente pregunta. La curiosidad infantil pudo más.

-Son los que los de los tentáculos decían que eran malos, ¿verdad?

El capitán no sabía qué responder (y no precisamente por escuchar tantos 'los' seguidos). La verdad es que no se llevaban muy bien con esas colecciones de ventosas de Alfa Centauro.

-No, nada de eso, hijo –la autodefensa espontánea ganó la batalla-. Son ellos los que son malos de verdad, nosotros sólo veníamos de... de turismo, sólo eso. ¿No quedará alguno por aquí?

El capitán miró en rededor, inquieto, al llegar al umbral de la entrada al platillo volante. Lo único que le faltaba es tener que liarse a pelear por un trozo de roca galáctica más bien reseca.

-¡Qué va! –Vicentín empezó a sonreír- Se fueron enseguida. Es que les encontró Pascual, el pastor, cuando intentaban hablar con una de sus cabras y los corrió a garrotazos por medio monte. Si no les digo dónde esconderse se los cena a la gallega. Es un poco bruto, pero buena gente, no se crean.

La respuesta tranquilizó al capitán, que ya había arrojado a su compañero en el interior del platillo como si fuese un saco.

-Estupendo –parecía divertido por la estampa de Pascual y los cabezones de Alfa Centauro-, les está bien empleado por meter los tentáculos en espacio de la Confederación. Ahora, chico, debemos irnos. Pásalo bien y que disfrutéis de vuestro asqu... acogedor planeta.

-¿No comen paella en su pueblo, verdad?

-¿Qué? –La nécora espacial parecía realmente asustada ante lo que parecía ser una nueva oleada de incongruencias.

-No nada, es que aquí siempre la hacen con cangrejos –Vicentín bajó la mirada, avergonzado, quizás-. Mi mamá dice que le dan un toque especial.

La respuesta del capitán se perdió entre el chirrido de la rampa al volver a su posición y el cierre de la esclusa del platillo. Mejor así, pues Vicentín no debería aprender tanta barbaridad junta a su edad. Aunque fuese en un idioma alienígena. Regresó con tranquilidad a su casa cuando dejó de ver la estrella fugaz en que se convirtió el platillo; allí se topó con su madre, que lo estaba buscando debajo de cada mueble. Se ganó un par de azotes por mentir sobre dónde había estado y con quién (y el caso es que, a pesar de lo que le dijo al capitán, contó la verdad). Esa noche, Vicentín se quedó sin cenar las sobras del arroz con cangrejos del mediodía.

Faerindel

Relato nº8

El último aliento

Fecha: 19 de septiembre de 2014
Localización: algún lugar al norte de Madrid, España.
Hora: 19.00 UTC

Los expertos no saben ponerse de acuerdo en cuándo ocurrió. Algunos dicen que 2009. Otros que 2010. Lo cierto es que algo tan grande no se produce de la noche a la mañana. Quizás desde las últimas décadas del siglo XX se fue fraguando el desastre. Como una partida de ajedrez condenada al jaque-mate. Pero a diferencia de ésta, comandada por cientos, decenas de miles de jugadores inconscientes de su papel.

Fue en 2012 cuando la economía se derrumbó definitivamente. Tras el hundimiento de la  estadounidense en 2009 sobrevino la europea. Finalmente Japón, que llevaba varias décadas retrasando lo inevitable, quebró. Y las dimensiones de la quiebra fueron inconcebibles. En un occidente en el que el paro no hacía más que aumentar, en el que ya nadie se arriesgaba a confiar en el mercado global y se contentaba con fomentar la autarquía, el autoabastecimiento, no había razones para mantener lazos comerciales tan costosos.

La humanidad, que durante el siglo XX había convertido al mundo en un lugar muy pequeño no sabía cómo salir de este problema que ella misma había alimentado. Con el paso de los meses aumentó el número de personas sin siquiera un lugar en el que pasar la noche. En lo último que se perdió la confianza fue en el dinero. Y ahí sobrevino el hundimiento. En Agosto de 2011 hacían falta 2000 euros para comprar una barra de pan. Ese era el correspondiente a la mensualidad del salario para la clase media-alta europea.

Ante esta situación y sin nada que llevarse a la boca empezaron los enfrentamientos civiles y la delincuencia creció de manera espectacular. Los asaltos a las tiendas de alimentación se sucedieron. Incapaces de afrontarlo, los distintos Gobiernos delegaron en sus ejércitos la labor de mantener el orden.

Comenzaron a distribuir alimentos de manera racionada y para evitar problemas se decretaba un toque de queda que duraba desde el atardecer hasta el alba. Decenas de miles de personas que jamás habían pasado más de unas pocas horas sin comer, aprendieron el significado de la palabra hambre.

La situación empeoró irremediablemente al llegar el invierno. Sin suministro eléctrico garantizado en los hogares y con poca comida, sobrevino la tragedia. Aún no se sabe la cifra exacta. Las estimaciones más pesimistas hablan de que el 40% de la población del Primer Mundo no fue capaz de sobrevivir al invierno más frío de la década.

Ni el hambre ni el frío distinguían a las personas por su clase social. Y tras la quiebra, todo el mundo quedó sumido al mismo nivel de miseria. Las clases más pudientes quemaban su dinero para protegerse del frío. Cuando la humanidad se percató de que ni el dinero, ni los lujosos muebles, ni los coches de ensueño servían para comer ya era tarde. Decenas murieron maldiciendo su opulencia.

Con la primavera y el calor los supervivientes tuvieron que enfrentarse a enfermedades que sólo se conocían en los países pobres ya que el avanzado mundo occidental las había erradicado. Sin nadie que mantuviera a flote la cadena de producción de los alimentos, no había suficiente para mantener sana a la hambrienta población.

Se intentaba por todos los medios mantener funcionando los gigantes energéticos para asegurar que el martillazo no fuese definitivo. Aún así, únicamente algunos países lo consiguieron. Nadie sabe con exactitud cuantas centrales nucleares fueron abandonadas a su suerte. En los años subsiguientes la radiación fruto de los isótopos más dañinos para la vida  aumentó hasta niveles alarmantes.

En los países pobres la situación fue, si cabe, aún peor. Sin recursos, sin ayuda de nadie. Olvidados por el mundo que se había afanado en comprar sus riquezas a cambio de caridad, no tuvieron oportunidad alguna. Millones perecieron de hambre y enfermedades.

A finales de 2012 sólo quedaban vivos, si es que se puede llamar vivir, 2000 millones de seres humanos. El año que predijeron los Mayas que se acabaría el mundo. Irónicamente no hizo falta ninguna clase de cataclismo exterior: la humanidad lo consiguió por ella misma. Como un gigante voraz imposible de detener hasta que, una vez ha engullido todo el alimento existente, termina devorándose a sí mismo.

Hace tres días que dejó de haber suministro eléctrico en el refugio y no para de llover. No sabemos si volveremos a tener luz o agua corriente. Hasta que reparemos los paneles solares tendremos que arreglárnoslas. Ya no hay cultivos que soporten el veneno que cae del cielo en forma de lluvia ácida. Todo lo que podemos hacer es esperar a que deje de llover y salir a buscar semillas y lo que pueda quedar. Hay una partida prevista para ir hacia el sur y establecer otro campamento base. Pero si no deja de llover, no sé cómo vamos a lograrlo.

Fecha: 23 de septiembre de 2014
Localización: algún lugar al norte de Madrid, España.
Hora: 6.00 UTC

Por fin ha dejado de llover después de casi una semana. Entre la niebla luce el Sol. Esta tarde se producirá el equinoccio de Otoño. Nos hemos puesto los trajes antirradiación para salir a reparar los paneles solares. Uno de ellos está totalmente inservible por lo que tendremos que restringir aún más el uso de corriente eléctrica.  Intentaremos salir hoy por la mañana a establecer el campamento base. Nuestro objetivo es llegar unos doscientos kilómetros más al sur. Esperamos que en lo que antes era Madrid queden más supervivientes y podamos recolectar algo que aún se pueda comer.

Hora: 9.00 UTC

Partimos a nuestra misión en los dos camiones que todavía funcionan. Tenemos gasóleo sólo para la ida y la vuelta al lugar que nos proponemos. No podemos permitirnos retrasos. El tiempo está inestable y queremos volver antes de que oscurezca demasiado.

Hora: 11.30 UTC

Hemos llegado a lo que antes era Madrid. No cabe duda. La gran ciudad sigue en su sitio. Aunque ahora parece un lugar desierto. Los grandes edificios están raidos por la lluvia ácida. Nos vemos obligados a avanzar muy despacio, puesto que las calles siguen estando repletas de coches abandonados que dificultan nuestro avance. No hay nada que encontrar aquí salvo desolación y desesperanza. De pronto en lo que era antes el escaparate de una tienda advertimos la presencia de una niña pequeña que nos vigila titubeante. Aparcamos los camiones y bajamos. Ella sale corriendo hacia el interior. La seguimos pero no está. Subimos a la primera planta con cautela. De pronto, una piedra golpea mi casco. Apunto con la linterna y la pequeña, deslumbrada, aún sostiene amenazante otra piedra.

-- ¡Salid de aquí! ¡Ladrones malos! -- Dice la pequeña sollozando. Sin dudarlo, lanza una segunda piedra solo que esta vez  me da tiempo a predecir su trayectoria. Elevando un poco la linterna veo que hay una persona tendida en el suelo.
-- Tranquila pequeña, hemos venido a ayudaros. No os vamos a hacer ningún daño. ¿Quién está aquí contigo? ¿Está enfermo? -- digo mientras le tiendo mi mano.

Nos acercamos y me arrodillo junto a la mujer que está tendida en el sueño. Tiene síntomas visibles de inanición y fiebre alta. Está semiinconsciente. Le acerco una botella de agua a la boca y  la ayudo a incorporarse un poco. Tras beber un poco agarra mi muñeca y se sienta.

-- Llevamos aquí tres semanas. Llegamos desde el sur, con la esperanza de que quedara alguien aquí. No nos queda apenas comida ni agua. La semana pasada nos robaron casi toda la que nos quedaba. Por eso mi hija al veros...-- dice la mujer con gran dificultad para hablar. Se le nota dificultad para respirar y una gran debilidad. 
-- ¿Y usted? ¿Está enferma? ¿Y el padre de la niña? -- interrogo.
-- Parece mentira que pregunte usted eso. Lo normal sería preguntar cómo demonios estamos vivas nosotras dos. Quién sabe cuántos han muerto. Pero ya no importa. Lo que cuenta es que estamos aquí. Aunque a mí ya no me queda mucho.-- Al decir esto rompe a toser y su mano se tiñe de sangre.
-- Hacedme un favor, lleváos a mi hija. No tiene fiebre y está sana como una pera. Siempre ha sido así. Si se queda conmigo no sé lo que le pasará.-- asevera la mujer.
-- De eso nada. Usted se viene con nosotros. En el camión auxiliar hay sitio y tenemos medicinas. No se preocupe, espéreme aquí.-- Le digo mientras me dirijo hacia las escaleras.

Faerindel

Relato nº9

La Oscuridad De Mackron

Capitulo 1

Realidad o Sueño

Hace algún tiempo, durante la era de la oscuridad, había un pueblo al sur de las montañas Orodreth, llamado Amras.
Este era un pueblo pacifico que a diferencia de los demás pueblos del reino, no había maldad alguna entre sus estrechas calles, ya que no había ni rencores ni odio; ni ricos ni pobres, todos eran iguales, y por eso, siempre estaban los hostales llenos de gente que venían de todos los rincones del reino de Mackron, durante las vacaciones, para descubrir si era verdad lo que se decía por todo el continente.

Pero algo paso esa  noche, que izo cambiar el rostro de cada habitante de Amras, al descubrir una verdad aterradora para el mal y esperanzadora para el bien, ya que una campesina dio a luz a un barón esa noche, que tenia los ojos blancos como los antiguos guerreros Ienikras, cumpliendo así la profecía que dice:


En los años venideros un barón vendrá al mundo
Un guerrero Ienikra que será
Elegido por la Swonkrai, la espada que
Contiene el poder de los dragones elementales y así
Poder convertirse en un gran guerrero que derrotara
Al malvado  señor de la oscuridad.

Pero en ese pueblo, no todos eran buenos, ya que sin nadie saberlo, avía un espía del señor oscuro viviendo desde hacia años tras la cara de un humilde anciano campesino, quien sin dudarlo emprendió el viaje de vuelta a las tierras malditas de Angrod, el territorio del señor oscuro, para informarle del cumplimiento de la profecía.

Los años fueron pasando y Rumil cumplió los 7 años, ese día estaba jugando con sus amigos en el bosque asta que decidieron jugar al escondite, siempre lo hacían, ya que era el juego preferido del equipo Lurtrack, así se hacían llamar ellos.

Sus amigos eran Vairot(su mejor amigo, nacieron el mismo año y siempre lo hacían todo juntos), Lúthien(su amor, su media naranja eso decía él, estaba enamorado de ella, tenia 6 años, uno menos que Rumil), Ireth(la mejor amiga de Lúthien lo hacían todo juntas se podría decir que eran como Rumil y Vairot, tenia un año mas que Rumil 8), y por ultimo estaba Círdan(el hermano pequeño de Vairot, aunque él más gracioso del grupo ya que con tan solo 5 años ya sabia contar chistes, la mayoría eran malos pero les hacia gracia el modo en que los contaba).

Cuando empezaron a esconderse, decidieron dividirse para que a Círdan le fuese más difícil encontrarlos. Cuando todos se hubieron escondido, Rumil, decidió alejarse mas para evitar ser descubierto y de ese modo poder salvarlos en el caso de que fuesen capturados, pero no se daba cuenta de que esa zona no la conocía, era la parte mas alejada del pueblo en la que su madre le advirtió de no ir, y poco a poco se iba alejando mas i mas asta el punto en que se había perdido.

Al principio no estaba asustado ya que decidió volver sobre sus pasos pero no se dio cuenta de que tres hombres lo estaban observando.

No tardo mucho en darse cuenta, ya que los tres soldados salieron corriendo detrás de el. Rumil asustado i confuso salió corriendo en busca de auxilio, pero lo único que encontró fue un gran acantilado, quedando así, atrapado entre el vacío y las espadas. Desesperado Rumil con miedo y terror en el cuerpo, decidió cerrar los ojos. Los soldados alegrados por lo fácil que les iba a ser matarlo, intentaron clavar sus espadas en el pecho del joven asustado, pero algo paso entonces, entre los llantos del muchacho, una luz enmendó de su mano haciendo una explosión que izo saltar por los aires a los soldados.

Rumil extrañado por la situación decidió abrir los ojos, observando una cosa muy curiosa, en su mano avía una gran espada que brillaba con fuerza. De repente noto como el miedo y el terror sé desvanecían dejando entrar un gran vigor y una increíble fuerza que le recorría las venas por todas las partes de su cuerpo. En ese momento los soldados aprovechando que el joven estaba aturdido iniciaron un nuevo ataque, desgraciadamente fallido ya que el joven sin ninguna dificultad pudo esquivar lo tres ataques acometiendo un sin fina de golpes. En uno de los rápidos i silenciosos ataques del joven, logro matar al primer soldado al darle en el cráneo, con un movimiento devastador alcanzo a partir en trozos la espada del segundo, que al intentar apuñalar  al joven con una daga, el fue más rápido y cortar la cabeza del soldado.

A lo lejos vio como el tercer soldado estaba escapando, y Rumil sin saber muy bien que estaba sucediendo, noto como una sensación de poder i destrucción salía de sus labios en forma de letras: "Bowtrak It Quentra", y junto a un gesto de su mano levantando dos dedos izo explotar todo el terreno en el que estaba el soldado, dejándolo enterrado ante el montón de tierra y arboles destrozados.

Rumil, aturdido por las acciones sucedidas sin lógica para él, acabo tumbado en el suelo apagándose su conciencia i dejándolo caer en un largo i placentero sueño.

Al día siguiente se despertó de golpe i gritando. Su madre que estaba estirada a su lado, logro tranquilizarlo al decirle que lo habían encontrado en el bosque con un fuerte golpe en la cabeza. Entonces Rumil pensó:
- Todo lo de ayer no fue real, era un sueño?

Fuera un sueño o no, Rumil, no dejo de pensar en esa preciosa espada, era ligera como una pluma, rápida como si el tiempo se detuviera en el movimiento de sus ataques. El color del mango era dorado, la empuñadura tenia unos diamantes incrustados, 4 en total: Blanco, Azul, Marrón i Rojo. Pero la hoja era diferente, estaba envuelta por una especie de aura que giraba de arriba a bajo, empezaba por la empuñadura i terminaba en la angosta i afilada punta de la hoja, pero Rumil dejo de pensar en ello ya que decía que parecía demasiado bueno para ser real i quedo en el olvido, en lo mas profundo de su memoria, esperando para volver a salir.

Capitulo 2

Lago de lágrimas

Los años fueron pasando y los amigos se hicieron más grandes, Rumil cumplió los 17, Vairot tambien cumplió los 17, Lúthien cumplió los 16, Ireth los 18 y el pequeño Círdan cumplió los 15 años.

Siempre sé iban juntos al bosque para entrenar, ya que les encantaba batirse en duelos. Rumil y Vairot siempre eran los que más entusiasmo ponían, querían superarse entre ellos. Si ganaba Rumil, el siguiente lo ganaba Vairot, así desde que empezaron a combatir. Les encantaba el duelo de espadas. Las chicas preferían el arco y hacían duelos de puntería y el pequeño Círdan estaba mas entusiasmado en las dagas, cogía dos dagas y podía realizar 30 golpes en menos de 20 segundos, avía desarrollado una velocidad de ataque espectacular y además era sigiloso como ninguno, nadie le oía cuando pasaba por detrás, se podría decir que le encantaba el espionaje.

Siempre después de cada día de entrenamiento tenían el mismo objetivo, era como si el entrenamiento duro les diera ganas de hacerse más fuertes i poder salvar a los demás de las injusticias o de las guerras.
- Algún día chicos, no necesitaremos estas espadas de madera, porque usaremos armas de hierro de las de verdad como los soldados y tendremos arcos creados mediante los cantos élficos a los arboles y tendremos muchas aventuras, dijo Rumil.
- Ojalá algún día llegue a ser mas que un sueño, añadió Vairot.

Durante ese tiempo el señor oscuro pudo organizar a los mejores hechiceros i prepararlos para el ataque al pueblo de Amras, que gracias al espía, sabia que la profecía se había cumplido y que el niño existía. El señor oscuro tan enojado y asustado a la vez, decidió mandar a su ejercito hechiceros, que acababa de reunir, a destruir ese pueblo y asegurarse de que ese joven no lograría alcanzar a  levantar un arma y lo que es mas que no llegaría a descubrir cual era su destino. Ese mismo día sé teletransportaron al pueblo mediante un portal. Una vez los hechiceros llegaron al pueblo no se inmutaron a averiguar si el niño estaba o no en la ciudad, así que empezaron a convocar a criaturas monstruosas y a conjurar hechizos asta devastar el pueblo, no dejar nada para evitar que ni siquiera el polvo del muchacho fuera arrastrado por el viento.

Después del devastador ataque decidieron volver al castillo de su señor para informarle de la situación.

Los amigos que volvían a casa después de un duro entrenamiento observaron que a lo lejos se levantaba humo i fuego, y que procedía del pueblo. Asustados por lo que podría haber ocurrido fueron corriendo ha averiguarlo.

Cuando llegaron no podían creer lo que sus ojos estaban observando, mas bien no querían. Todas sus familias, amigo, vecinos,... ahora yacían en el suelo muertos, quemados o algo peor, no avía rastro de nadie con vida. Rumil y Vairot intentaron hacerse los duros para no llorar aunque no podían esconder sus caras tristes y alguna que otra lagrima que caía sin control por sus mejillas, Lúthien y Ireth no pudieron contenerlas y descargaron todo su dolor en forma de agua que caía ligera de sus ojos mientras se abrazaban. Mientras sé lamentaban, el pequeño Círdan abrazo a Vairot y no puedo contener las lagrimas. Su hermano mayor intento consolarlo diciéndole que nunca permitiría que le pasara nada malo y que estarían juntos siempre.

Rumil aun estando triste por la perdida de su madre y lloraba en su interior, no pudo contener las lagrimas al ver como su amor,  su querida y hermosa Lúthien se desmoronaba de dolor ante tal perdida. Intento hablar con ella para regalarle unas palabras de consuelo, pero cuando lo intento, Lúthien, se le echo a los brazos llorando y decidió que seria mejor no decir nada, que un abrazo sincero demostraría todo su apoyo y por un instante, por poco que fuera, se sentiría feliz y segura ante los brazos de su amor.

Cuando hubo pasado unos segundos Rumil decidió iniciar la conversación.

- Que a podido pasar solo hemos estado fuera unas horas, dijo Rumil.
- No lo se, pero sea quien sea creo que será mejor que nos vallamos, no vallan a volver y nos ataquen a nosotros, contesto Vairon.
- Aun que no me gusta la idea, porque no tenemos lugar a donde ir, creo que tienes razón, afirmo Ireth.

Tras pensarlo durante unos 3 minutos decidieron irse de Amras ya que ese precioso i pequeño pueblo de la infancia, donde tantas veces se habían divertido jugando y escuchando las historias de los ancianos del pueblo, ya no era mas que cenizas i ruinas, lo cual les dejaba sin un hogar en el que pudieran dormir.

Decidieron ir a la ciudad más próxima para refugiarse y poder pensar en lo sucedido tranquilamente. Por suerte guardaban siempre sus ahorros en un árbol a las afueras de la ciudad i gracias a ellos se las podían apañar durante un tiempo.

Capitulo 3

Silinde

La ciudad más cercana era Silinde, que estaba situada a unos 3 kilómetros mas aya de las montañas Orodreth. Era una ciudad con unos jardines hermosos ya que en esos pastos crecían los arboles más grandes del reino - podrían incluso ser los más grandes del mundo - ya que alcanzaban los 50 m de altura. Pero los habitantes no eran tan hermosos, ya que a diferencia de Amras las leyes en esa ciudad no eran estrictas y la gente hacia lo que quería cuando y donde quería. Por eso era la ciudad más delictiva del reino.

Aun que a ellos no les gustara la idea, no llegarían muy lejos sin descansar o alimentarse, así que decidieron ir a esa ciudad primero.

Cuando ya hubieron pasado 2 días los 5 amigos ya avían cruzado las montañas y ya estaban por el camino que conducía a la ciudad.

- Que aremos cuando estemos en la ciudad? Pregunto Círdan.
- Creo que lo mejor será que encontremos la taberna y nos relajemos con una buena cerveza, respondió Rumil.
- Si será lo mejor tomar algo antes de pensar en lo que aremos mas adelante, continuo Lúthien.
- Espero que lleguemos antes de la comida, he oído  que si llegas a las tabernas de  Silinde después de que se sirvan los primeros platos te ponen las sobras de los demás, dijo Ireth apunto de vomitar.
- Entonces no hay tiempo que perder será mejor que no nos detengamos y que aumentemos la marcha para que lleguemos antes a Silinde.

Transcurridos los 3 kilómetros, llegaron a la ciudad sin problemas y más temprano de lo que se esperaban, así que, decidieron dar un rodeo a la ciudad para ver los jardines, ya que las estructuras no eran muy lindas para la vista i las calles no eran lo suficiente limpias como para poder observarlas, en esa ciudad lo único importante era las diversas especies florales y arboles que avía en sus jardines, que ocupaban mas de 300 hectáreas.

- Bueno chicos es la hora de ir a comer, dijeron las chicas.
- Como manden las señor, replico Vairon con una sonrisa.

Cuando ya hubieron comido los 5 fueron a registrarse en la entrada y alquilaron una habitación. En otras circunstancias abrían alquilado dos, una para las chicas y otra para los chicos, pero tras lo ocurrido decidieron no separarse para nada.

Cuando se hubo hecho de noche, bajaron para ir a tomar algo, después de una gran cena Vairon y Rumil se tomaron una jarra de cerveza mientras que las chicas tomaron un té y Círdan un vaso de leche.

Tras un rato sentados disfrutando de esas bebidas no pudieron evitar oír una conversación entre un grupo de amigos.

- E chicos os habéis enterado de lo sucedido en Amras?, Preguntó uno.
- No que a pasado, dijeron los demás.
-A llegado a mis oídos que el señor oscuro sé a enterado de la existencia del Niño por culpa de uno de sus espías i a mandado a sus hechiceros a devastar la ciudad, respondió el primero.
- Pero eso es terrible i si a matado al Niño, bueno estamos hablando ahora de un joven que tendrá los 16, 17 años, ¿habrá podido sobrevivir? Porque sino nuestras esperanzas de antaño se abran desvanecido, dijo el segundo.
- Tienes razón esperemos que no le aya pasado nada.

Después de haber escuchado todo eso hablaron entre ellos.

- ¿El señor oscuro a sido el causante de las muertes de nuestros padres?, Pregunto Rumil.
- ¿Pero quien es ese Niño al que se refieren y porque es tan importante?, Siguió Lúthien.
- Sea quien sea por lo menos ya tenemos la respuesta a nuestras primeras preguntas, y tenemos un objetivo fijado del cual nos podremos vengar, ya que somos los únicos sobrevivientes de Amras y a caído sobre nuestros hombros la misión de vengar a nuestro pueblo, dijo Vairon con unas palabras tan alentadoras que todos estuvieron de acuerdo con el.
- Aunque lo primero será descubrir quien es ese tal señor oscuro, ¿no?, Preguntó Círdan.
- ¿I ese tal "Niño" quien es?, Pregunto Ireth.
- No sé quien será ni porque es tan importante, pero solo hay una cosa que de la que estoy seguro, ese tal "Niño" tienes que ser unos de nosotros 5!, Exclamo Vairon.
- ¿Porque lo dices Vairon?, Pregunto Lúthien.
- Pensad un momento, que yo sepa solo 5, es decir nosotros, éramos los mas jóvenes de Amras, los mas niños...
- Tienes razón, pero aun así no sabemos nada, lo primero que tenemos que hacer es decir que somos supervivientes del ataque y...

De repente un hombre se les acerco a la mesa i les dijo en voz baja:
- Ni se os ocurra delatar vuestra identidad o estaréis muertos antes de que queráis daros cuenta.

Capitulo 4

"El Niño"

Los 5 se quedaron mudos y dejaron al hombre hablar.
- Venid con migo a mi casa, yo tengo las respuestas que necesitáis, o en parte a alguna de ellas.

Los amigos no sabían que hacer, pero ya que no tenían información se vieron obligados a seguirle. Una vez cruzada la plaza del distrito 3 de la ciudad, entraron en una casa, era una casa muy desgastada por fuera, debido a la humedad y el moho, aunque una vez entras a dentro te olvidas de lo que as visto fuera. Al entrar encontraron una barbaridad de libros, rollos y otros objetos que les impresionaron, como algunos  cuadros en los que se representaban grandes batallas. Las habitaciones eran muy grandes y el decorado de la casa era precioso, tanto los armarios como las paredes.

- Tomad sitio por favor, vamos a estar un rato charlando, dijo el desconocido.

Una vez sentaros, el hombre empezó a hablar.
- Antes de empezar creo que será mejor decir mi nombre. Me llamo Tiris, y soy un espía que trabaja junto a los lideres de los Arkintros.
- ¿Arkintros, que es eso, una especie de organización, un gremio,...?, Pregunto Vairon.
- No es, sino somos, los Arkintros representan a todas las personas que están en contra del Señor Oscuro, es decir, trabajo para los lideres que se encargan de las subvenciones tanto económicas, como militares y que se encargan de las estrategias contra él ejercito del señor oscuro, dijo Tiris.
- Antes de seguir hablando, por favor háblanos de ese tal Señor Oscuro, interrumpió Rumil.
- Todo a su tiempo muchacho, no soy el mas indicado para informaros sobre ese tema. Primero dejadme acabar de hablar. ¿Conoces la profecía?
- ¿La profecía, que profecía?, Dijeron todos.
- Valla parece que tendré que explicaros todo. Para empezar os explicare de que profecía hablo.
Después de hablarles hablado de ella salieron mas preguntas.
- Ienikra, ¿ Que es eso? ¿Es un humano, un elfo? Pregunto Rumil.
- No, ni hombre ni elfo, antes de que estas dos razas habitaran el reino de Mackron había una raza mucho más poderosa y mucho más antigua que habitaba en estas tierras, eran los Ienikras.
- Pues explícanos todo lo que sepas de ellos! Exclamó Vairon.
- Los siento pero sabéis menos de lo inusual, será mejor que os lleve ante nuestro Drukiar, él será quien responderá vuestras preguntas y quien os contara toda la historia que debéis conocer.
- De acuerdo iremos, pero antes podrías responderme una pregunta, Dijo Vairon.
- Desde luego muchacho, dime de que se trata, respondió Tiris.
- ¿Tu conoces la identidad de "el niño"? Pregunto Viron.
- Sabia que surgiría la pregunta, pero ¿seguro que estáis preparados para conocer la verdadera identidad del Ienikra?, Pregunto con una pequeña sonrisa Tiris.
- Si lo estamos deseando! Exclamaron todos juntos.
- Muy bien en ese caso, el Ienikra que hay entre vosotros es, Rumil.

Faerindel

Relato nº10


Egindakoa ordainduko duzue (Pagaréis lo que habéis hecho)

29 de octubre del 2009

La sociedad urbanita es una terrible bestia que cada día inspira y respira a la gente hacia sus puestos de trabajo, de una forma rítmica y regular. En Madrid, por ejemplo, a las 7 de la mañana se puede ver a la gente aglomerarse en las entradas de metro cogiendo un diario gratuito de manos de una chica con gorra roja de la que jamás podrían recordar la cara. Los coches circulan por las autovías sanguíneas portando a un trabajador dentro que depositan de manera osmótica en los centros de trabajo que los necesitan. Los fines de semana, en cambio, la ciudad ronca, emite terribles y sonoros quejidos, como queriendo expulsar la flema de su suciedad, antes de volver de nuevo a ese lunes de monótona respiración.

Era un jueves, a las 11:37, y la ciudad ya había inspirado. En la zona de Guzmán el bueno solamente había unos cuantos transeúntes y algún coche suelto. Con una minifalda vaquera que permitía ver unas piernas cinceladas por Miguel Ángel y una blusa suelta de las que lucen bien arrugadas, caminaba Marta con paso firme, portando en su mano un sobre blanco grande de la clínica de Nuestra Señora del Valle. Lucía la más hermosa de todas las sonrisas, sus ojos brillaban con la luz del sol bajo sus gafas de pasta roja. El horizonte ante ella se resquebrajó y la terrible luz anaranjada le hizo cerrar los ojos. Voló por los aires varios metros hacia atrás, cegada, mientras escuchaba un gran estruendo antes de dejar de escuchar nada, y cayó al suelo unos segundos antes de notar que no podía respirar. Tardó varios minutos en morir, y ni siquiera podía oirse a sí misma pidiendo ayuda. Cuando recuperó la visión tres personas del SAMUR se agolpaban junto a ella, y fueron sus caras las últimas que vió.

La televisión y la radio hacía eco de la noticia a los pocos minutos en sus emisiones especiales en directo,  los teclados de los periodistas funcionaban de nuevo preparando rotativas. El atentado había terminado con la vida de 5 personas y se contabilizaban 38 heridos en total, dos de ellos en estado crítico. De los fallecidos, 3 de ellos eran los guardias civiles que hacían guardia en el Cuartel General, otro un jubilado que paseaba a su perro, y por último Marta, la que causó más conmoción, dado que en su mano portaba el resultado positivo de un test de embarazo, y las recomendaciones ginecológicas. Era el atentado más brutal de ETA en décadas, al corazón de la Guardia Civil, y sin el preaviso que se solía conceder.

Pocos minutos después los buitres del periodismo se peleaban por un trozo de carnaza, buscando a los familiares y allegados de las víctimas, sin respetar el momento de duelo y conmoción. La familia de Marta, natural de ese mismo barrio, fue localizada de inmediato por la cercanía. La madre tuvo que ser atendida y sedada a causa de sus ataques, el padre tenía los ojos enrojecidos y secos, sus hermanos y cuñadas se abrazaban y se negaban a hacer más declaraciones que el preguntarse por qué. Ninguno de ellos quiso dar la identidad del novio de Marta, que sería la más preciada pieza para los carroñeros.

Otsoa Gaiztaro, ingeniero industrial de 28 años, de buen porte, moreno y elegante, uno de las más brillantes mentes de su promoción, era abrazado por la madre de Marta. Se había quedado sin habla, y no paraba de llorar y llorar. Su vida había sido destrozada por los 18 kilos de amonal de una bomba con temporizador en el interior de un coche dejado en la zona pocas horas antes. Ni siquiera sabía que iba a ser padre, tuvo que enterarse por los noticiarios, y en su interior empezaba a rezumar un negro odio hacia toda la especie humana, que concentraba especialmente en los animales asesinos de su novia e hijo, y en esos malditos que se ganaban la vida con el sufrimiento de los demás, esos vendedores de morbo. No les iba a dar el gusto, no se iba a presentar en público. Lo importante ahora era reaccionar, salir de la catatonia que le mantenía con su labio temblando notando la sal de las lágrimas, mientras lo único que le hacía sentir vivo era el dolor del fuerte abrazo de la que podría haber sido su suegra.

Y lo peor, es que Otsoa se sentía culpable, no hacía demasiados años él había sido parte del problema.

Agosto de 1998

La Irintzi Taberna, de Getxo,  era un lugar de moda para los jóvenes con sentimiento nacionalista. Cuando Otsoa, Mikel y Joseba entraron por la puerta, la gente del local botaba caóticamente al ritmo de Negu Gorriak. Por aquel entonces Otsoa tenía 16 años, y lucía el más clásico vestir desentendido y revolucionario, con su palestina a juego. Cuando se es joven, es fácil caer en modas, y la malla social se estructura en arquetipos básicos de cómo pensar, cómo vestir, qué música escuchar. El ser humano es social, necesita sentirse integrado en un grupo, pertenecer a algo, y muchas veces no se aprecia que con ello se vende el intelecto y el libre pensamiento. Es como vender tu alma al diablo, solo que en este caso el diablo es una manada de gente que piensa como otros quieren que piensen. Otsoa estaba perfectamente integrado, como parte necesaria de su desarrollo adolescente en la sociedad vasca. Para su edad parecía algo mayor, y era notablemente atractivo. Antes de terminar la noche, los tres amigos conversaban con dos chicas mayores en el local, Izaskun y Olatz. Izaskun era una joven de bellos ojos azules, de 23 años, mientras que Olatz, estudiante de sociología, tenía 19 y aunque menos atractiva, tenía una cara traviesa. Bailes, conversaciones, miradas, gestos, manos que se tocan y acarician, el típico rito de apareamiento antes de que Mikel tuviese que volver solo a casa, dejando a Joseba en los labios de Olatz, y a Otsoa en los brazos de Izaskun.

Las dos parejas fueron a un piso que tenían las dos chicas en la zona, y cada pareja buscó su propia intimidad en una habitación. Otsoa jamás había tenido relaciones sexuales, y ansia y timidez se mezclaban en sus movimientos y en su voz.
- Qué, no habías visto unas en vivo y en directo, ¿eh? Chúpalas, que esta noche son todas para ti... Tú tranquilo y disfruta - Izaskun se había quitado la camiseta de Soziedad Alkoholica y el sujetador, y sus pechos ondeaban a pocos milímetros de la cara de Otsoa.
- ¡Dios! ¡Son increíbles! - Otsoa no se decidía por cual empezar, y sujetaba una con cada mano, cebándose.
Dos horas más tarde un Otsoa cansado pero resplandeciente, salía del piso para coger un taxi, y su padre le esperaba despierto preparado para recordarle cual era su hora de llegada.

Olatz y Joseba se vieron un fin de semana más, luego ella pasó de él porque era demasiado pequeño. Izaskun y Otsoa, por el contrario, eran intelectualmente compatibles, y algo surgió entre ellos. Ella le explicaba todo sobre las ofensivas fascistas del gobierno español y francés contra Euskal Herria, y como el control de los medios era la fuente principal para intentar acallar las voces del pueblo vasco. Él se quedaba fascinado escuchándola horas y horas, y debatían sobre el futuro de una Euskal Herria independiente. Al poco tiempo de comenzar la relación ya sabía que tanto Izaskun como Olatz pertenecían a Jarrai, y a él lo captaron para el movimiento de los grupos Y, la llamada Kale Borroka.

La adrenalina fluía por su sangre y respiraba entrecortadamente tras su palestina en su primera manifestación. Sus compañeros y él mismo derribaron un autobús, y quemaron un cajero y tres contenedores de basura, antes de que la ertzaintza hiciera su aparición y les disuadiera con pelotas de goma. El moratón de su costado le duró casi un mes, y esa sería la primera pelota que guardaría en su cajón para su colección. Un año después su relación con Izaskun ya era agua pasada, pero él dirigía una de las facciones de los grupos Y. En el 2000 ya era famoso entre los captadores de la organización terrorista, y era famoso por su calidad estratégica, era uno de los futuros fichajes. Sin embargo, en marzo del 2001, las fuerzas del estado lanzaron la operación Sugekume con el objetivo de desmantelar el grupo de Jarrai-Haika, y declarar ilegales las acciones de la kale borroka. Hubo 15 detenciones entre el grupo de las Haika, una de ellas Olatz Dañobeitia, la Olatz que él conocía. No tardó mucho en salir la orden de detención contra Izaskun Lesaka Argüelles. También era mal momento para él, dado que en uno de los actos de violencia callejera terminó con dos costillas rotas.

La paciencia de sus padres terminó ahí, y tras largas charlas concluyeron que era momento de que retomara su vida e iniciara sus estudios en serio. Se apretaron el cinturón y le enviaron a estudiar ingeniería industrial a la Universidad Politécnica de Madrid. Cuando llegó a la facultad, no comprendía al resto de estudiantes. Se sentía distinto y discriminado, un sentimiento que era fruto de la xenofobia con la que había aprendido a vivir. Poco a poco, sin embargo, fue cambiando de ideología e incluso se sentía un poco estúpido y traicionado por la gente de su propia tierra. Terminó la carrera a curso por año, de los mejores de la promoción, y entró a trabajar en la empresa Atisae como inspector de instalaciones, un trabajo bien pagado. Durante ese tiempo conoció a Marta, y se enamoró. No un sentimiento sexual como el que había sentido por Izaskun, sino un amor visceral de sentir que esa persona es con la que quería envejecer.

Pero no había más amor para él, y un corazón vacío se rellena con una buena mezcla de dolor, rencor y odio, y esa mezcla es la más peligrosa en personas que no tienen ya nada que perder.

Noviembre del 2009

Frente al espejo del baño, un Otsoa sin afeitar ni peinar mira el frasco de trankimazin. Una idea se apodera de él, un solo gesto, un trago duro, y la paz eterna. Se mira en el espejo.

- ¿Qué arreglaría eso? ¿Eh? - Se mira a sí mismo con odio, se odia por lo que fue - ¡Ni una puta mierda!

Un movimiento brusco de su mano y el frasco rueda por el suelo. Las manos en la pileta y se mira, busca en sus ojos su propia alma para que le hable. Y a la mente le viene una canción de Barricada...

- Anónimo luchador, nunca tendrán las armas la razón - Traga saliva mientras pronuncia las palabras, sin dejar de mirarse a los ojos - Pero cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende a defenderlo.

Realmente no le quedaba nada para defender, pero tampoco le quedaba el miedo a morir, y sus ganas de vivir se iban rellenando con odio. Pero tenía un plan.

Se despidió del trabajo y vendió su C4, no iba a necesitar un coche, pero sí el dinero. Su piso era alquilado, así que no tuvo problema en dejarlo. Lo abandonó todo, y regresó a la tierra que le vió nacer. Los primeros dos meses fueron para recuperar contacto con sus antiguas amistades, y fue practicando su rol, su papel, contando a todo el mundo que le habían despedido y que con la crisis no encontraba nada y por eso había tenido que volver a casa de sus padres. La recibieron al principio con sorpresa, después de todo había desaparecido durantes años, pero era el mismo Otsoa de siempre, con más años, más canas, pero con la misma inteligencia y el mismo odio contra el fascismo español. Sus padres fueron los primeros sorprendidos por el despido de su hijo, y fue una suerte para él que desde hacía tiempo no se llevaba tan bien con ellos, y si bien sabían que tenía novia, jamás la habían conocido y no sabían quién era. Sobre ella, sencillamente dijo que lo habían dejado a causa de una discusión por problemas económicos.
- Hijo, pero debes hablar con ella, seguro que lo podéis arreglar - Su madre siempre había sido conciliadora
- Mamá, no hay nada que arreglar salvo mi vida. - La frase sonó con convicción, porque era cierto, pero no dentro del contexto. - Y por ahora lo primero es tratar de reponerme y buscar trabajo, todavía me quedan cartuchos por quemar.

Poco a poco fue recuperando los antiguos contactos, y consiguió un trabajo en negro en el taller de electricidad del padre de uno de sus compañeros de los grupos Y. No pasaba día en el que no se diese asco a si mismo, pero consiguió convertir ese asco en autosuperación. En cada momento era mejor actor, y poco a poco su carisma le iba asegurando ser conocido. En marzo ya formaba parte de los organizadores de los grupos, y su visión táctica y afiliación a la causa eran ejemplo para muchos. El lugar de reunión para las planificaciones solía ser el sótano de una herriko taberna cercana a Getxo. Le sorprendía la completa frivolidad que se le cedían a los actos de vandalismo. Decidían dónde atacar, qué destruir, qué reivindicar y cómo organizarse mientras jugaban al futbolín, tomando unas cervezas o echándose unas risas, mientras sonaban Kortatu, Negu Gorriak, Su Ta Gar, Soziedad Alkoholica... Ahora que veía la situación desde fuera, le resultaba increíble que la forma de ver temas serios como la violencia o el asesinato no era más que un juego para los más jóvenes, su entusiasmo y sus ganas de emprender las acciones provenían de la deshumanización de los actos y las personas, viéndolos como meras fichas de un gran ajedrez en el que creían estar del bando de los buenos. Pero no era un juego.

Y llegó abril, y Otsoa ya había organizado y cooperado en varios ataques de la kale borroka. Se había convertido en muy poco tiempo en una de las figuras más importantes, recuperando su anterior relevancia y multiplicándola incluso debido a que ahora su dedicación era a tiempo completo, y no parcial como cuando era joven y estudiaba. Un día le mandaron un sms para acudir a una reunión, era la forma común de contactar, aunque solían utilizar claves para comunicarse dado que sospechaban que el ministerio del interior podía escuchar sus conversaciones, la típica conspiranoia grupal. Llegó a la herriko taberna de turno, y saludó al camarero antes de bajar. Cuando terminó de bajar la escalera vió que la sale estaba vacía y notó el cañón de un arma contra su cabeza mientras le empujaban contra una pared.

- ¿Buscas algo, hijoputa? - Era una voz femenina que le hablaba sin dejar de apuntar a su cabeza, mientras con la mano libre le iba palpando en busca de micrófonos o armas ocultas - ¡Eh! ¡Contesta coño! ¿Se te ha comido la lengua el gato o qué? - La voz comenzaba a hacerse conocida, mientras le abría la camisa y tocaba el pecho comprobando que no llevara ningún objeto pegado.

- Creo que esta no es forma de recibir a un amigo, Izaskun - Había tardado en reconocerla, pero su voz era la misma de siempre, y su forma de hablar sensual a la vez que amenazadora era algo que siempre le había gustado de ella.

- Pues te vas a joder, porque es la única forma que hay. - Las manos de ella comenzaban a desabrocharle el pantalón y palpaban el interior - Así que dime, cabrón de mierda, españolito de los cojones, qué buscas... por qué vuelves ahora. - Su mano ya abarcaba todo su pene acariciándolo, y aunque él sentía por dentro dolor y asco, sabía que era el momento exacto para desdoblar su personalidad y actuar, así que comenzó a responder a los estímulos mientras notaba los pechos agitarse frotándose contra su espalda. - Porque yo llevo mucho buscando esto, y me lo vas a dar joder, vaya si me lo vas a dar.

Todo sucedía deprisa. Antes de darse cuenta estaba sentado en una silla, desnudo, con Izaskun serpenteando sobre su ingle, abrazándole con sus piernas, y sin dejar de acariciarle con el cañón de la 9mm. para añadir morbo a la escena. En algún momento el camarero incluso había bajado a comprobar que todo iba bien, y había vuelto a subir sabiendo que el asunto no iba con él. Poco más tarde se ponían la ropa interior y charlaban fumando con la pistola sobre la mesa.

- Hacía mucho que no te veía, veo que sigues igual de loca que siempre.- Otsoa dió una pequeña calada antes de continuar - E igual de hábil con la boca.

- Vaya vaya, parece que estos años en Madrid te han hecho bien, follas mucho mejor que antes - Izaskun no reía, era sincera y directa.

- Es que cuando me conociste yo era más joven joder, la experiencia es un grado - Otsoa la miraba a los ojos, intentando leer sus reacciones - ¿Por qué has venido a buscarme?

- Para comprobar si era cierto que habías vuelto y en activo - Izaskun ni siquiera pestañeaba, sostenía su mirada, ya era experta en esto dado que había sido del "arrantzale", el aparato de captación, y ahora estaba en la cúpula directiva de ETA. - No te voy a engañar, esto está mucho más jodido que antes. Nos han medio desmantelado, y el atentado de la última vez se descontroló, un error de la célula. Supuestamente la bomba tendría que haber estallado a las 11 y no a las 12, teníamos pensado llamar. - Apagó el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero - El problema es por los inhibidores de señal. Si en los jodidos cuarteles no los tuvieran, podríamos utilizar móviles, como siempre, pero tenemos que usar sistemas de tiempo y hay probabilidad de error... y este nos ha jodido.

- No hace falta usar temporizadores, hay una forma sencilla de burlar los inhibidores - Otsoa vió que ella de repente prestaba más atención. - El tema es no utilizar un aparato de señal, sino dos. Los inhibidores no funcionan para señales de onda corta, o los sistemas de radio propios tampoco funcionarían. Utilizas de disparador un sistema basado en onda corta, lo puedes extraer de un walkie talkie, pero claro, haría falta estar cerca para activarlo, así que necesitas rizar el rizo. Tan sencillo como un móvil en una papelera, que al recibir una llamada active la onda corta. Te puedo hacer un esquema.

Izaskun sonrió divertida mientras se ponía el sujetador.

- No esperaba menos de ti. Ayúdame a abrocharlo... en el del medio - Izaskun arqueó la espalda ofreciendo las tiras del sujetador - No te voy a engañar, me han enviado aquí en misión de 'mattin'. Zubizarreta quiere conocerte. La banda está ahora un poco diezmada con las últimas detenciones, y los fichajes de los Y no valen siempre, andamos buscando unos perfiles digamos que más académicos, y eso es jodido. Tú eres perfecto para dirigir a la sección logística y a la sarea, vamos, al principio no sería nada peligroso ni tendrías que apretar el gatillo.

- ¿Y yo qué gano con ello? El sentimiento patrio no da de comer - No quería mostrarse entusiasmado, así que salió por el lado pragmático.

- Tranquilo, que cuidamos de los nuestros. No pensarás que los impuestos los cobramos solamente para munición.

En menos de 14 días Zubizarreta le había conocido y dado el visto bueno, y comenzó su entrenamiento y misiones de prueba. Su labor era perfecta, y por fin planearon un golpe para junio, él dirigiría al grupo de logística e información, el llamado "endalahar". Por desgracia la estructura de celular de ETA hacía que para las preparaciones no se reuniesen todos, sino tan solo la gente involucrada, así evitaban riesgos de fugas de datos o de ponerse en peligro frente a las fuerzas del orden. A esta reunión acudirían la propia Izaskun, Eneko Gogeascoechea alias "zulos" que es uno de los directivos de los comandos, y las tres personas de la célula. Suficiente para su venganza personal. Para esta misión utilizarían la idea de la onda corta de Otsoa, e iban a ver una pequeña demostración, se sentían como si fuesen a ver la presentación de un gran invento en una feria de muestras de terrorismo.

Tras las presentaciones, él preparó su móvil trucado adaptado a un emisor de onda corta, y un receptor a un disparador. Nadie de los presentes se percató de los 2 kilos de amonal pegados a la base de la mesa del piso franco. Se alejó de ellos mientras decía la presentación, y marcó el número de móvil. Nada sucedió y Zubizarreta se volvió hacia él:
- ¿Qué mierda es esta? ¿Ha fallado?

- Para nada, deberías mirar bajo la mesa.

Todos se agacharon mientras él disfrutaba del último segundo antes de que se desatara el infierno.

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