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Tres Bragas (la novela de mi padre)

Iniciado por Sandman, 29 de Mayo de 2008, 20:30

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Sandman

Estoy poniendo cacho a cacho la novela en el foro de ogay, así que empezaré a subirla aquí también porque allí no me hacen demasiado caso (está bastante abandonado) Empiezo con una breve reseñilla que se hizo sobre si mismo, y después la primera y segunda entrega.s Iré subiendo más hasta llegar a donde me quedé en ogay.

Buenos días, tardes, noches, el autor

Mi nombre es Joaquín Corominas, 58 años, economista por profesión, escritor por afición y ciego porque no hay más remedio. He escrito varias novelas que, como se suele decir, tendré el gusto de írselas presentando.
La primera de ellas se basa en mis estancias nocturnas en una cervecería del centro de Madrid a donde acudían separadas, separados, divorciadas y algún que otro viuda o viudo. Con mi manhattan en la mano escuché tales fantasmadas por parte de hembras y varones que me decidí a recogerlas por escrito en forma de novela en tono de humor, un tanto ácido, eso sí. Su título es "Tres bragas en el camino de mi azarosa vida".
El segundo libro, cuyo título es "Mirarse en el espejo" contiene tres novelas cortas cuyos personajes reflejan el narcisismo imperante en la actualidad en las personas. Como la anterior, está escrita en tono de humor.
Y más novelas de las que ya les iré hablando.


Capítulo primero: Carnavales (1)

No recuerdo el nombre de aquella cervecería del barrio de Salamanca, ubicada en la calle Príncipe de Vergara casi esquina con Diego de León, en pleno centro de Madrid. El negocio debió quebrar hace mucho tiempo, por lo menos diez años, pues fue hace diez años más o menos cuando intentando un día acercarme a saludar al barman, un tal Ernesto, un profesional de la barra de primera clase, comprobé con desagrado que ya no existía la cervecería en cuestión. En su lugar habían abierto una juguetería especializada en todo tipo de maquetas de barcos y aviones.

Tampoco creo que alguien recuerde hoy en día el nombre de aquel local que se mantuvo abierto escasamente dos años y que solo conocíamos unos cuantos, un público selecto de degustadores de cerveza, pues la variedad y calidad de la cerveza que daban allí era extraordinaria. Aparte de la de barril, exquisita, cervezas españolas de botellín las tenían todas, de las marcas alemanas y holandesas pocas eran las que faltaban y, por haber, había marcas hasta de Portugal y Grecia, países que tradicionalmente fabrican una cerveza más bien pésima. Cuando alguien pedía una marca que no tenían, hecho insólito y seguramente malintencionado, el que mandaba allí, el barman, Ernesto, un curioso personaje de unos cincuenta años, pelo blanco, delgado de cuerpo, uno de esos de los que saben llevar la chaquetilla con elegancia suma, Ernesto un tipo afable y educado donde los haya, siempre en su sitio, entonces, cuando este hecho lamentable ocurría digo, sentíase cogido en falta y tan avergonzado del fallo cometido que enrojecía hasta las orejas y luego, al decir "Señor, lo siento, esa marca no la trabajamos", notábasele la voz quebrada por la emoción de la culpa. Y al cabo de unos días, la marca de marras aparecía incluida en el repertorio ofrecido por el establecimiento.

Por aquel entonces (comienzos de los años ochenta, época en la que sucedió lo que me dispongo a relatar), no pasaban dos días seguidos sin que me diera una vuelta por allí a última hora, generalmente después de cenar y con la sana intención de mantener agradable conversación con alguno de los parroquianos habituales del local. No era difícil hacer amigos al poco tiempo de aparecer por allí, unas amistades más bien vanales, claro está, pues no podía esperarse más de ese tipo de relaciones que pasar un rato agradable. Y nadie lo esperaba ni nadie lo pedía.

El negocio permanecía cerrado durante toda la mañana y sólo se abría pasadas las siete de la tarde, justo a esa hora en que la enorme tribu de gente talluda soltera, separada o divorciada sale del trabajo planteándose el terrible dilema de qué hacer hasta la hora de recogerse en el hogar, unos hogares que se sienten vacíos, plenos de soledad, en donde falta el elemento opuesto y complementario del hombre o de la mujer. Falta la pareja, quizás porque nunca hubo la tal pareja, o quizás también porque sí la hubo un día y luego no pudo ser y ya no la hubo más. Solteros, separados y divorciados, ese era el tipo de gente que iba por allí. Y esta gente no pide mucho, nada más que un poco de conversación y un poco de calor humano.

Solía pasarme por la cervecería a eso de las once de la noche y permanecía acodado en la barra un par de horas (a veces algo más), hasta que me retiraba a la vecina casa de mi madre donde estaba recogido desde mi separación de María, de María mi mujer. En ocasiones, sin embargo, cuando la conversación se animaba o la compañía era interesante, entonces digo, me estaba allí en la barra hasta altas horas de la noche paladeando buena cerveza o disfrutando de un rico manhatan. El trasnochar lo lamentaba luego, al día siguiente, cuando en la oficina había de luchar contra el sueño que me vencía sin remedio.

He dicho que María y yo nos habíamos separado y, para ser exactos, en honor a la verdad, había sido ella la que se había separado de mí y no yo de ella. Conoció a alguien y se enamoró de ese alguien al que nunca conocí yo. O se creyó enamorada. Y el caso inexplicable para mí aún hoy, es que el que tuvo que irse de casa fui yo. Así fue. María se quedó con los niños, con el piso, con los discos, con la televisión y con todo. Y yo me fui, primero a un apartamento cutre y, luego, pasados unos meses, derrotado, me situé en casa de mi madre al lado de la cervecería famosa. Así fue, así fueron las cosas y aún hoy no lo acabo de entender.

Cuando me separé de María, es decir, inmediatamente después de la ruptura, me encontraba disponible a todas las horas del día y de la noche. El salir a la calle se convirtió para mí en una necesidad vital. No pasó mucho tiempo sin que me uniera a otros que se hallaban en mi misma situación, otros que como yo estaban disponibles para todo a cualquier hora diurna o nocturna. De modo que comencé a llevar una vida maldita de continuas salidas y de un no parar en casa. Noche tras noche me lanzaba a la calle, el asunto era no pensar, no pensar, aunque pensaba, constantemente pensaba. Pensaba en María, en los niños y en aquel hijo puta que me la había quitado. Pensaba constantemente en María mi mujer (mi mujer que ya no era mi mujer), y también intentaba comprender por qué las cosas habían tenido que suceder como habían sucedido. Me sorprendía haciéndome preguntas como esta:

"¿Qué estarán haciendo ahora los niños? ¿Estarán cenando, o a punto de salir de la bañera?

Porque todas las tardes María y yo disfrutábamos un rato con ellos en el baño siendo éste un momento de risas y de jaleo, de vida familiar a tope.

En general, he observado que los separados y divorciados pueden ser clasificados en dos grandes grupos: los enloquecidos y los tristes. Los enloquecidos no paran quietos en un mismo sitio un instante, mientras que los tristes se lo pasan en grande hablando continuamente de su exmujer. Nada más dejar mi casa, cuando alquilé el apartamento, pasé a integrarme en el grupo de los enloquecidos, pero luego, cuando me trasladé a casa de mi madre pertenecía ya al pelotón de los tristes. Fue entonces (después de un año de separación), cuando tuve la suerte de escuchar una conversación entre dos tipos a los que nunca antes había visto, una conversación que me impresionó sobremanera y cuyo efecto fue cambiar por completo el rumbo de mi vida.
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Sandman

-¿Llueve mucho, señor? -fue el agudo comentario del inteligente y uniformado portero.
Ya en el interior de la cervecería, le entregué el abrigo al barrigudo personaje observando cómo se alejaba en dirección al guardarropa. Avancé hacia la barra. La decoración era perfectamente clásica para un pub o una cervecería de postín como era aquella: a la derecha, se situaban unas cuantas mesitas bajas mientras que la barrase ubicaba a la izquierda. En las paredes, colgaban fotografías ampliadas a gran tamaño de escenas de cervecerías y tabernas alemanas o austríacas, fotografías en las que se inmortalizaban grupos de señores gordos, de escaso pelo, en actitud risueña y con enormes jarras de cerveza en la mano. La barra, de madera de pino envejecido, larga y ancha, se hallaba intensamente iluminada por una serie de focos de luz disimulados en el techo. Era la barra el lugar más alegre del local, espacio muy a propósito para la charla, para la conversación divertida propia de los amigos que simplemente desean pasar un buen rato. Aquí, en la ruidosa barra, el secreteo y la confidencia se hacen difíciles, el ronroneo de los amantes, imposible.
Esa noche el establecimiento estaba lleno. Probablemente el frío y la lluvia tenían mucho que ver en ello. Incluso las mesitas bajas se hallaban al completo. Se trataba de gente ruidosa, gente de risotada y aspaviento formando alegres grupos escandalosos. También se veían algunas parejas de enamorados más atentas al arrumaco que a la conversación de altura. En la barra, no cabía ni un alma más.
Ernesto, el amable barman, al ver a uno de los clientes habituales esforzándose por conseguir un hueco, hízome muda seña para que me situara a la espera en el lugar que el suponía iba a quedarse libre pronto, y, en efecto, no habiendo pasado ni un minuto, pude comprobar las dotes de observación de aquel hombre: el joven que estaba allí apalancado en el lugar que me indicaba Ernesto, pagó lo que hubiera tomado y se largó inmediatamente. Ocupé su puesto con ágil salto, atento a que ningún otro se me adelantara.
-Gracias, Ernesto -dije, apreciando el favor que acababan de hacerme en lo que valía, en lo que valía que no era poco dado el número de los que allí aguardaban su oportunidad.
-¿Viene usted del centro? -preguntó Ernesto-. ¿Mucha gente en la Plaza Mayor?
Las facultades adivinatorias del barman eran extraordinarias y siempre que hacía alarde de ellas lograba sorprenderme.
-Sí, muchísima -informé-. Pero oiga... Ernesto -no pude evitar interrogarle, me picaba la curiosidad fuertemente-, ¿cómo sabe usted que vengo del centro, de la Plaza Mayor? Efectivamente, vengo del carnaval, pero se me escapa cómo lo ha sabido usted. ¿Cómo logra saber las cosas, cómo lo hace?
-Es por la nariz postiza que lleva, señor -contestó el barman sin que se le alterase ni un solo músculo de la cara.
-¡Cielos! -exclamé.
Era la segunda vez en menos de dos horas que me recordaban la existencia de aquel postizo sobre mi nariz haciéndome sentir ridículo por ello. La primera vez había sido Lola, mi vieja amiga con la que me había topado bailando en la calle, metidos ambos en plena juerga carnavalesca. Lola me había señalado lo absurdo y estrafalario que resulta una nariz postiza en un hombre talludo. Ahora, Ernesto me señalaba el hecho de que lucir una tal nariz no era adecuado al lugar donde me hallaba, un local serio, con estilo, lejos su espíritu de la chabacanería popular.
-¡Qué vergüenza! -gemí escondiendo con rápido gesto la nariz en el bolsillo derecho de la chaqueta.
-Ninguna vergüenza, señor, estamos en carnavales -fue la consoladora respuesta de Ernesto. Y es que Ernesto siempre tenía la respuesta adecuada a la ocasión, siempre educado y correcto. Jamás se permitía el tuteo en el trato con el cliente y, en verdad, me gustaba la forma en que aquel hombre practicaba su oficio, a la antigua con respeto, como debe ser. Luego, en el mismo tono, sin aspavientos, con ligero acento de interés, quiso saber-: ¿El Aguila como siempre, señor?
-Sí. El Aguila -repliqué.
Esta marca era y es mi favorita, no soy de esos que prefieren por sistema productos provenientes del extranjero.
-Es la que más me gusta -insistí con orgullo español.
-Hace usted bien, señor, es muy buena -observó el barman-. Para mi gusto, no tiene nada que envidiar a ninguna otra marca, ni a las alemanas tampoco -recalcó Ernesto.
Con este comentario de fervor patriótico, aumentaba aún más la estima que le tenía. Este Ernesto no era nada tonto, no era tonto en absoluto. Y digo esto, no sólo por el amor que manifestaba a su país (cosa que me conmovía en lo más hondo, como es natural, claro está), sino que me parecía que era de esos que saben meter coba al cliente sin que se note demasiado. O aún notándolo, jamás llegan a darnos la impresión de servilismo. En suma, un auténtico profesional de la chaquetilla.
Se alejó un poco más allá, un par de metros, hacia donde se sitúa el grifo del barril del Aguila. Observé su modo de servir la cerveza. Dejaba que se llenara la jarra hasta derramarse la espuma por los bordes, para, luego, con rápido movimiento de muñeca, deslizar una especie de espátula plana por la boca del recipiente eliminando así el sobrante.
"La espuma justa", pensé con admiración. "Es formidable este Ernesto".
El barman colocó la jarra de cerveza delante de mí sobre la barra, acompañada de unas patatitas fritas puestas en pequeño cuenco de barro rojo vidriado, detalle de la casa. Levantando la jarra, me dispuse a echarle un trago. Tenía sed y deseos de tranquilidad, tranquilidad que no sé por qué tengo asociada con el hecho de tomarme una cerveza y fumarme un cigarrillo.
En ese momento, un tipo bajito situado a mi derecha y que me daba la espalda, retrocedió un paso, quizás presionado por el tumulto de parroquianos ansiosos agolpados en torno, y, golpeándome el brazo con que sostenía la jarra en el aire, me puso perdido de cerveza de arriba a abajo.
-¡Oiga! -exclamé irritado.
-Usted perdone -se disculpó dándose al tiempo la vuelta para poder mirarme de frente, la preocupación reflejada en el rostro-. Es toda esta gente que empuja...-añadió.
-Ya, ya -acepté, esbozando una sonrisa tranquilizadora-. Ya veo. Esto parece hoy el Corte Inglés.
-¡Y que lo diga! -confirmó en tono cordial el otro, en ese tono del compañero de barra-. Aquí no cabe un alfiler.
Se dio la vuelta quedándose de espaldas a mí y dando por terminada la disculpa. Charlaba con un tipo que me observaba mientras el bajito había estado hablando conmigo. Mantenían entre ellos animada conversación. Yo no conocía ni al uno ni al otro. Al volverse, oí que el que me había empujado le decía a su amigo:
-Eso es imposible, a nadie le pasa eso. No entiendo cómo puedes decir que a ti las tías nada de nada. Yo en tu lugar, me preocuparía por ello. Y me preocuparía mucho.
-Nada de eso -dijo el otro-. No tengo por qué preocuparme de nada. Eso es lo mejor que le puede ocurrir a uno, es la situación ideal, no lo dudes. De las mujeres hay que saber prescindir o te vuelven loco. Y yo sé prescindir. ¡Vaya! ¡Perfectamente!
Me sentía inclinado a darle la razón a aquel individuo pero me abstuve de hacer comentarios. Luego, ya no les presté más atención.
Afortunadamente, pese a la cerveza derramada, aún quedaba en la jarra más que suficiente para calmar la sed. La jarra era una de esas grandes, de las de un tercio de litro, y yo había resistido el embite con entereza logrando salvar la mayor parte de su precioso contenido. La chaqueta y el pantalón habían sufrido, eso sí, pero más tarde, mejor dicho al día siguiente ya me preocuparía de si había que mandarla al tinte o no. Con esto de las manchas del alcohol etílico hay un gran lío y nunca se sabe. A veces un poquito de cognac arruina un traje y, otras, un vaso de vino vertido sobre una manga desaparece como por ensalmo. En fin, mi madre ya se ocuparía de lo que hubiera que ocuparse. Sin más demora, me decidí a darme el trago que me merecía.
Efectivamente. Fría y en su punto. Perfecta... Encendí un cigarrillo y esperé. Esperé otro poco. Y aún esperé un poco más. Pero, para mi desgracia, esta vez, la consabida combinación cerveza-cigarrillo no surtió efecto. Y no parecía que la situación fuera a mejorar si pedía unos cacahuetes o unas almendritas. Nada, estaba seguro. Se trataba de una de esas noches tontas en que nos sentimos absurdos, un tanto imbéciles también, algo payasos... No son buenas esas noches, no, no son buenas.
Meditabundo, abstraído, miraba perplejo hacia la pared que tenía delante de mis ojos y, más concretamente, hacia un estante lleno de botellas de todas las marcas inimaginables de whisky y coñac. Y es que esa noche me sentía lleno de vergüenza. A mis treinta y cinco años estaba hecho verdaderamente un fantoche, un payaso auténtico. ¿Quién me mandaría a mí ir como un idiota a bailar la conga al centro de Madrid? A mí, un payaso rodeado de payasos y payasas, separados y separadas comportándonos como jovencitos, como jovencitos tontos y ridículos. ¿Qué dignidad es esa? ¡Dios mío, cuánta tontería!
Estaba irritadísimo. Gloria me había parecido una tonta desde el primer momento que me la presentaron, así que a fin de cuentas, que el cretino de Guillermo se ligara o no a la tal Gloria (no menos cretina que él), la verdad es que eso no me tendría que importar ni lo más mínimo. Y no me importaba. ¿O sí que me importaba? Bueno, pero fuera como fuese, lo de rivalizar con ese Guillermo era algo imbécil por mi parte, realmente imbécil.
Pero lo de Lola era diferente. Eso sí que estaba seguro que me había afectado seriamente. Lola no tenía ninguna relación con la gente que yo había quedado esa noche y el habérmela encontrado en la Plaza Mayor había sido una pura casualidad. Lola era amiga mía desde los quince o dieciséis años y desde que nos habíamos conocido raro era el día en que no nos veíamos o hablábamos por teléfono. Luego, cuando comencé a salir con María, seguí viéndola bastante a menudo aunque menos que antes. Me casé yo primero y ella después con un tal Ricardo, un tipo al que no conocíamos ninguno de los amigos. Poco a poco nos fuimos distanciando. Y cuando un par de horas antes me la había encontrado en la Plaza Mayor bailando la conga, hacía por lo menos tres años que no la veía. Pero tenía noticias de ella a través de un amigo común, Rafael, quien me había contado que Lola estaba separada desde hacía un año, más o menos. Al parecer, Lola habíase liado con uno de sus jefes. Enterado Ricardo por propia confesión de Lola, se fue de la casa dejándola con los niños, con los niños y con todo. Un caso parecido al mío. Aparte de esto, no había vuelto a saber de ella.
Me encontré con mis amigos en la Plaza Mayor, a la hora prevista. Se veían numerosas narices postizas, capas, sombreros, matasuegras, cazús y serpentinas. La mayoría (como yo mismo), se conformaban con el narigudo adorno. Otros, lucían sobre los hombros espléndidas capas rojas o multicolores, mientras que las serpentinas verdes, amarillas, azules, de mil colores, entrelazadas, les caían por la espalda. Algún que otro atrevido varón se ataviaba con traje de luces y estiraba el cuerpo esforzándose por imitar el caminar garboso del torero. Y también los había que, pese al frío y humedad reinantes, se vestían de boxeadores, es decir que iban con el torso desnudo, calzón corto luciendo las piernas al aire. Las más disfrazadas eran las mujeres, cleopatras, griegas y romanas, señoras de época, también muchas venían de arlequín.
Guillermo (el tipo que resultó luego ser mi rival con Gloria y que ella prefirió), ni tan siquiera se había molestado en disfrazarse con esa actitud propia del engreído y seguro de si mismo. Por no preocuparse, no se había preocupado ni de adquirir un cazú, un silbato o un cornetín, nada. Gloria, mi esperanza de amor, aún no había llegado y, cuando por fin se presentó (como siempre la última), mes sorprendió gratamente por lo sencillo del disfraz, un sombrerito tirolés que le sentaba fenómeno, colorete abundante y muchos collarines y pulseras. Muy sencillita. mejor así, sencillita. Situándose a mi lado, me saludó con afectuoso beso. Guillermo vino a hacernos compañía inmediatamente. Era un tiburón aquel tipo, no cabe duda, un listo de los que no pierde ni un minuto.
Hubo risas, luego canciones y más tarde bebimos cerveza y comimos pulpo a la gallega, calamares y patatas bravas en un par de bares cercanos.
De vuelta a la Plaza Mayor donde se congregaba la alegre y divertida muchachada, entonamos nuevas canciones y reímos aún un poco más. Ya entonces, a esas alturas de la noche, era evidente que no tenía nada que hacer con Gloria (con Gloria que se reía ostentosamente al menor comentario de Guillermo). Y él (un seguro de sí mismo), no tardó en darse cuenta de la actitud complacida de ella, de modo que, acercándose, le pasó el brazo por encima de los hombros. Gloria no protestó. Luego la abrazó por la cintura. Tampoco protestó. Y no habían pasado cinco minutos cuando ya la estaba besando frenéticamente. Verdaderamente, cuando uno ve hacer esas cosas a un hombre y a una mujer, o uno es tonto, o si uno no lo es sabe lo que va a pasar. Yo sabía lo que iba a pasar, lo sabía perfectamente. Allí sobraba, estaba de más. y decidí retirarme en cuanto me fuera posible hacerlo sin ser antipático.
Algunos grupos de gente joven comenzaron a bailar la conga y uno de los nuestros propuso que les imitáramos. Así lo hicimos y, formando un largo cordón humano, comenzamos a bailar. A mis treinta y cinco años dando saltitos, resoplando. Todos en hilera cantando:
"La conga, de Jalisco, ahí viene, ahí va...".
Me agarraba a una semidesnuda Cleopatra. Desde mi privilegiada posición, podía observar como le temblaban los generosos glúteos con las sacudidas y el bamboleo de la conga. Pero no éramos unos niños ninguno, nos quedamos sin fuelle en seguida. Hubo que descansar y entonces, Cleopatra me comentó entusiasmada:
-¡Cómo lo estamos pasando!. ¿Verdad?
-Sí, sí -repliqué avergonzado.
Y justo en ese momento apareció Lola, mi amiga. Pasaba a nuestro lado otro grupo de conguistas y de él salió ella corriendo hacia mí.
-¡Sebastián!, ¡Sebastián Grijalbo! -gritaba alegremente-. Cuánto tiempo sin verte!
La aparición de Lola lo cambiaba todo. La noche de carnaval era otra vez la noche de carnaval, la noche de la ilusión. Lola les dijo a los suyos y yo les dije a los míos que siguieran bailando la conga y que les esperaríamos en El Abuelo, un bar cercano a la Plaza Mayor, famoso por sus gambas. Los conguistas aceptaron.
Lola y yo, cogidos de la mano, nos encaminamos hacia El Abuelo. Lola estaba preciosa. Una cinta verde rodeábale el cabello rubio ceniza, mientras que de esa cinta y prendida con grueso alfiler, pendía una pluma de ganso algo deteriorada, una pluma que alzándose por encima de su cabeza, no dejaba de oscilar con los movimientos del andar gracioso de mi amiga. Un par de collares de bolitas de cristal multicolor y algunas pulseras de plata, completaban su sencillo disfraz de india comanche.
Yo no podía apartar los ojos de la plumita de ganso. Ibamos andando y con el continuo bamboleo, al igual que el imán atrae al hierro, así la pluma atraía la vista de todo aquel que pasando a nuestro lado echaba una ojeada a aquella belleza de señora, porque Lola, en honor a la verdad, con pluma y todo, Lola estaba guapa, tan guapísima como siempre.
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Sandman

-Vengo disfrazada de india. -me informó innecesariamente.
A los cinco minutos nos acodábamos en la barra de El Abuelo, una barra en forma de "U" situada en el centro del bar. La iluminación, intensísima, arrancaba destellos y brillos espejeantes a las superficies de acero y plástico de mesas y sillas, mientras que un agradable olor de gambas al ajillo o a la plancha se esparcía por el aire. No, no, El Abuelo no es un lugar romántico. A él, se acude para paladear buena cerveza y deglutir la rica gamba (una gamba increíblemente barata para lo que es la gamba, que ya se sabe a los precios que va). Allí estábamos Lola y yo, y yo contento. Pedimos dos cervezas y una de "ajillo". En el bar no cabía un alma y el ruido era infernal.
"Luego habrá que ir a otro sitio", pensé con cierta preocupación. "No ha sido adecuado elegir éste. Aquí no va a haber manera de... ".
-Me encontré con Rafa hace poco -dijo Lola-. Me contó lo de tu separación y que te has vuelto a casa de tu madre -prosiguió Lola animadamente.
-Sí, así es -repuse, confirmándole a Lola las noticias recibidas.
-Hace ya casi un año, ¿no? -quiso saber.
-Por mayo se cumplirá el año, a finales -dije.
-Yo llevo casi dos desde que Ricardo se fue de casa abandonándome. Me dejó sola con los niños -observó ella.
Decir que Ricardo la había abandonado dejándola sola con los niños, era una forma de presentar los hechos que se prestaba a confusión. Más bien, era poco menos que una mentira. Lola se había liado con uno de sus jefes y, enterado Ricardo, decidió irse de casa al día siguiente. Ricardo no se llevó nada consigo, salvo su propia ropa, algún que otro libro y dos o tres discos. Un caso de separación parecido al mío. Y por eso, aunque los hermosos ojos azules de Lola, inocentes, me inclinaban a a darle la razón en todo, la verdad es que oírle decir aquello de que el marido la había abandonado me pareció, no sólo inexacto, sino signo inequívoco de la caradura extraordinaria de que hacen gala algunas mujeres cuando explican lo que les ha separado de sus maridos. Pero no era esa la noche ni es el momento adecuado para la polémica. Me limité a decir:
-Sí, lo sé.
-¿Por Rafa? -preguntó Lola.
-Sí, por Rafa -contesté yo.
-¡Caramba! -exclamó Lola-. Este Rafa nos mantiene bien informados a todos. Parece "la Gaceta" -puntualizó sacudiendo la cabeza y haciendo oscilar la pluma de india- Y lo tuyo... ¿cómo ha sido?
-Pues... -vacilé antes de contestar, mejor sería no dar detalles-. Ya sabes... que no te entiendes, que un día te lo replanteas todo... En fin, esas cosas... El matrimonio es algo muy complejo, algo que en cualquier momento puede romperse, ya sabes. También influyó la pérdida de libertad que yo estimo más que nada en el mundo. ¿Comprendes, Lola? El matrimonio -observé rematando el agudo comentario-, es un continuo "No hagas esto, no hagas lo otro". En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, Lola.
-Rafa me dijo que es que María te había puesto los cuernos y que por eso te habías ido de casa -comentó girando bruscamente la cabeza para mirarme. La plumita adquirió un mayor ímpetu en la oscilación y estuvo a punto de darme en el ojo-. Creíamos todos que había sido por lo de los cuernos, querido Sebastián, por lo de los cuernos que te puso con aquel fulano -añadió con crudeza innecesaria.
Se requería una explicación por mi parte. Era indudable que el cotilla de Rafael se había ido de la lengua. Desde ese día Rafael no me cae bien como me caía antes. Le guardo cierto rencor, sobre todo, por esa manía que tiene de contar las cosas de manera tan directa y exacta. .
-Pues... -retrasé la respuesta-, sí, la verdad es que sí. Fue por eso.
-Eso es, te puso los cuernos -repitió ella en un tono demasiado alto para mi justo. Estábamos en un bar abarrotado de gente.
-Sí, así es -confirmé.
-Naturalmente -dijo Lola-, Te jodió a más no poder que te pusiera los cuernos. ¿No es así? ¡Te jodió a más no poder! -insistió con ferocidad en tono aún más alto si cabe y meneando la plumita de india de arriba abajo.
-¿Querrías hacer el favor de hablar un poquitín más bajo? -sugerí.
-Tengo que hablar fuerte -justificó Lola-, porque si no, no me podrías oír. Es imposible entenderse con tanto ruido si no se habla alto.
Llegaron las cervezas y la ración de gambas al ajillo interrumpiendo la conversación. Desde hacía un momento, Tenía la impresión de que una chiquita (quizás una estudiante), situada muy cerca de Lola, y que no nos quitaba ojo de encima, tenía la impresión digo de que nos escuchaba fascinada sin perder ripio. Pero no hice caso de esto y, luego, dimos un par de tragos a nuestras respectivas cañas pinchando de paso unas gambitas lo que nos entretuvo breve rato. Quise llevar la conversación hacia temas más agradables y comenté:
-Son estupendas las fiestas de carnaval, ¿no crees, Lola?
-¿Por qué lo dices? -quiso saber.
-Bueno, por lo de los disfraces y eso... Por las cosas divertidas que se hacen -dije. La respuesta, lo reconozco, era un tanto imprecisa.
-¿Lo dices por lo de bailar la conga y salir por ahí, no es eso? -concretó ella.
-Sí, claro -confirmé.
-Pues lo que es a mí -repuso ella al tiempo que pinchaba una gamba-, todo eso de la conga, las serpentinas, los matasuegras y todo eso, el tenerse que divertir por cojones, ¿qué quieres que te diga?, me parece espantoso. La verdad, nunca me han gustado los disfraces y encuentro ridículo que personas mayores se vistan a lo payaso y s atrevan a salir a la calle pintarrajeados como mamarrachos. ¡Esa, es mi opinión! -terminó afirmando con rotundidad.
Y como el gesto que hizo con la cabeza para acompañar la conclusión también fue rotundo, no pudo evitar que la plumita me viniera a parar al ojo izquierdo que, irritado, se puso a llorar instantáneamente.
Intenté reponerme.
-A mí me pasa lo mismo -dije.
Era sincero al decirlo, nunca me gustaron las fiestas de disfraces y si había ido a la Plaza Mayor aquella noche era por estar en la vida como estaba, separado de mi mujer y de mis pobres niños, mis niños a los que sólo veía un fin de semana de cada dos.
-Antes has dicho que son estupendas estas fiestas -recordó Lola, dirigiéndome una mirada de desconfianza-. ¿En qué quedamos, te parecen estupendas o no te parecen estupendas?
-No me gustan, en absoluto. No me gustan nada.
-Luego antes has mentido -fue la conclusión lógica a la que llegó ella. Esperó unos segundos para continuar diciendo-: De todas formas, no me extraña que me mientas. Todo el mundo me miente, últimamente. Y es que todo el mundo miente a todo el mundo. Todos mentimos. La vida, las relaciones humanas en general, son una gran mentira, un puro interés. No te culpo, Sebastián, la vida es un asco, una pura mentira.
Comenzaba a dudar que la noche con Lola fuera algo tan magnífico como había pensado en un principio.
"¡Carajo!", pensé, "¿por qué se me ocurriría decir esa tontería de que me gustan los carnavales? ¡Valiente majadería!"
Me quejé en voz alta.
-Mira Lola, exageras que da gusto -le dije-. No creo que sea para tanto, la verdad, por el hecho de que yo haya dicho... En fin, solo quería ser amable, creía que a ti te gustaban los carnavales y las fiestas. Como vas disfrazada con esa pluma y esos collares y te he visto bailando la conga, supuse que te gustaban este tipo de cosas. Por eso lo dije, nada más que por eso, por ser amable.
Entonces Lola se volvió para mirarme con sus azules ojos.
-O sea, que dijiste que te gustaban los carnavales nada más que porque quieres echarme un polvo esta noche. ¿No es eso? ¿Acaso no se trata de eso?
Eso dijo. Sí, sí, eso fue lo que dijo Lola, que yo quería echarle un polvo. Y lo dijo en tono tan alto que un poco más y lo grita, escuché como alguien, detrás nuestro, una voz masculina, exclamaba:
-¡No me extraña, qué carajo! ¡Está de pecado esa tía!
-Oye Lola yo... -empecé lo que iba a ser una airada protesta.
-¿Qué me vas a decir ahora? -me interrumpió con violencia mal contenida, tremolante la plumita-. ¿Es que no quieres echarme un polvo?
-No, en absoluto -repuse irritadísimo,
-¡Este tío es tonto! -oí que decía la misma voz masculina de antes-. La tenía a punto de caramelo!
-Bueno -intenté rectificar-, la verdad es que no estaría mal eso del polvo... En fin, ahora sí que había metido la pata, la pata hasta el corbejón. Y no había manera de arreglarlo. Lola guardaba silencio. Intentando comerme una gamba, me atraganté y hube de toser repetidamente para evitar ahogarme. Pero Lola no había protestado. Ni me insultó, ni nada por el estilo. ¿Sería posible que Lola quisiera... ? ¿Querría? Sí, sí, había esperanzas de que aquel tipo de detrás no se equivocase. Pudiera ser que Lola estuviera a punto de caramelo.
-Eres un mentiroso de mierda, Sebastián -dijo Lola con suavidad. Estaba triste, decepcionada quizás. Añadió-: -Verdaderamente, todo me da asco, un asco horroroso.
-Nada que hacer -sentenció la voz masculina situada detrás de mi cogote. Se refería a nosotros, no cabía duda. Estábamos causando expectación.
-Perdona Lola -dije arrepentido-. No sé que me pasa últimamente, lo de la separación me tiene trastornado y ya no digo más que tonterías. Perdóname, no me lo tengas en cuenta. Somos amigos desde los quince años... Anda, olvida lo que he dicho -supliqué.
Lola no dijo nada. Entonces yo insistí cariñoso:
-Anda, perdóname y dime qué es lo que te pasa. Estás muy mal, amiga.
-Ya no, ya si que no. -Era otra vez la voz masculina e impertinente del tipo de detrás-, Ahora ya no tiene nada que hacer. Lo acaba de joder bien jodido -dictaminó. Y luego-: ¿No le parece a usted, señorita?.
La estudiante que estaba junto a mí, contestó:
-Por supuesto, lo ha jodido. Es un pardillo. No se puede hacer peor de como lo ha hecho.
-¿Quiere venirse a tomar una cerveza conmigo? Aquí ya no va a pasar nada, se lo aseguro. Vamos a aquella mesa del fondo, se va a quedar libre en un momento -invitó Don Sabelotodo a la chica.
-Encantada, encantada -aceptó ella abandonando el puesto que ocupaba junto a mí en la barra.
-Lo sé -dijo Lola clavando en los míos sus divinos ojos azules, la plumita oscilando-. Somos amigos desde hace tanto tiempo... Quizás sea por eso, por el exceso de confianza que puedo decirte cualquier burrada. He estado muy bruta, ¿no es verdad?
-Más bien sí, pero no te preocupes. Los amigos estamos para eso -observé con galantería.
-¿Estás enfadado? -se interesó Lola.
-No, en absoluto. Para nada. -Perdona.
-No te preocupes más.
-¿De verdad me perdonas? ¡Soy brutísima!
-Claro que sí, no pienses más en eso
-Es que no tenía ningún derecho a llamarte mentiroso...
-No te preocupes.
-De verdad me perdonas
-¡Joder, Lola! Estás más que perdonada. No te preocupes más, ¡haz el favor!
Se produjo una pausa. El tema del perdón habíase agotado. Lola contemplaba meditabunda el vacío plato de gambas al ajillo. Pedí otras dos cervezas, una para mí y otra para ella. Entonces, quiso saber:
-Te fuiste de casa por lo de los cuernos, ¿no es así? Se comentó entre los amigos que María se había portado como una tonta al contarte lo de ese maromo. Pero yo la comprendí perfectamente. Yo hice lo mismo, ¿sabes?. Por eso la entendí tan bien, porque es imposible guardarse una cosa así. Todo el mundo dice que es mejor callárselo y que así no pasa nada, pero a mí, eso, me parecía hacerle una charranada a Ricardo, Ricardo que tan bueno ha sido conmigo siempre. ¿Y a ti qué te parece, Sebastián, es mejor decirlo o no decirlo?
Girándose hacia mí con violento movimiento, la mala fortuna quiso que la odiosa plumita liberándose de la cinta que la sujetaba, saliendo despedida, fuera a golpearme el ojo derecho. El izquierdo ya había probado la plumita hacía un momento.
¡Ay! -exclamé-. ¡Joder con la plumita!
El ojo derecho comenzó a llorar.
-Perdona -se disculpó Lola-. Se ha soltado -explicó mientras se agachaba para recoger la pluma.
-Ya lo he visto que se ha soltado -corroboré en tono agrio-. Llevas toda la noche dándole a la plumita, a esa ridícula plumita...
-Tampoco está mal esa nariz que llevas tú -dijo ella rencorosa-. ¡Esa nariz sí que es ridícula!
Me quité el postizo apéndice narigudo del que me había olvidado por completo guardándomelo en el bolsillo de la chaqueta. Comenzaba a estar harto de la situación, o por mejor decir, lo estaba ya del todo. Lola, por el contrario, se iba animando por momentos. El tema que más le gustaba parecía ser el de su separación.
-Ricardo no me ha perdonado lo de los cuernos -explicó.
-Me duele muchísimo el ojo -le informé.
-Ya -se interesó ella-. Eso no es nada, no tiene importancia. ¡Lo mío sí que es horrible! ¡Horrible!, Han pasado casi dos años y yo noto que aún no me lo ha perdonado. Todavía le duele eso de los cuernos mucho y me guarda rencor. No quiere olvidar lo que pasó.
-Pues me duele muchísimo este ojo -me quejé.
-Pienso que Ricardo tiene motivos más que sobrados para estar enfadado -dijo ella-, pero, la verdad, han pasado más de dos años desde todo eso y dos años debería ser tiempo más que suficiente para que comenzara a olvidar el daño que le hice. Es muy orgulloso, mucho, demasiado... ¡Un imbécil que no sabe perdonar!
Lola iba subiendo la voz a medida que hablaba. Ahora estaba gritando y, francamente, no veía la razón por la que era necesario que todo el bar fuera informado acerca de la personalidad de Ricardo.
-Los hombres -prosiguió Lola, más irritada a cada momento-, sois todos unos machistas de mierda y os portáis como unos cabrones con las mujeres. Porque si hubiera sido al revés, si hubiera sido él el que se hubiera ido con una tía, entonces, todo el mundo seguro que me diría: "Lola, no tiene ninguna importancia y eso lo olvidarás en cuanto pase una temporadita. Piensa en tus hijos Lola, debes olvidar, perdonar, Lola, querida." Sí, eso dirían, seguro. Pero si fuera al revés, si fuera Ricardo quien me hubiera puesto los cuernos a mí, nadie le diría que me perdonara. Porque ya se sabe: si las mujeres ponen los cuernos al marido, son unas putas, pero si es el marido el que pone los cuernos a la mujer, entonces, es que el pobrecito buscaba fuera de casa lo que no le daban dentro. ¡Joder, qué tíos! ¡Machistas! ¡Maricones de mierda!
Lola, ¿por qué negarlo?, jamás se caracterizó por su timidez, el comedimiento y las buenas maneras. Recuerdo que cuando se sacó el carnet de conducir vociferaba en los semáforos como el más experto taxista, llevándosela detenida en una ocasión gloriosa por haber dado un guantazo a un guardia urbano. De verbo ágil, Lola no se cortaba un pelo y, ahora, bufaba y gesticulaba furiosamente, en pie, los codos en la barra de El Abuelo, golpeando el suelo con los tacones, primero con el tacón del pie derecho, después con el izquierdo... Parecía dispuesta a comerse al primero que se atreviera a llevarle la contraria. Me preocupaba la idea de que la gente que nos rodeaba pudiera pensar que yo le había hecho algo a Lola siendo esa la causa de que llevara semejante cabreo.
-¡Por Dios! -supliqué-. ¡No des esas voces! A nadie le importa lo que nos pase a ti o a mí.
-¡Cerdo! -vociferó indignada.
No quedó claro. ¿Se refería a Ricardo o a mí? No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es que el grito fue escuchado en todo el bar Y por si esto fuera poco, añadió:
-¡Todos sois lo mismo! Queréis que las tías se os abran de piernas, pero, eso sí, las de los demás. Las vuestras unas santitas. ¡Dios! ¡Qué mierda! ¡Qué mierda sois todos!
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Sandman

Esta opinión puede admitirse, pero lo que yo no debía consentir es que la expresara a gritos, tal como lo estaba haciendo.
-Un poquito más bajo, por favor -señalé con timidez-. La gente nos mira...
-¿Y qué huevos hacemos aquí los dos, en este cuchitril, mientras nuestros hijos están solos, los pobres? -apuntó, dando un giro inesperado a la conversación y sin hacerme el menor caso en cuanto a la disminución del volumen de la voz-. ¿Y no te avergüenza estar aquí tratando de ligar conmigo mientras tus pequeños te pueden necesitar? ¿Qué me dices a eso? ¡Eh! La pobre María limpiando los culos de tus hijos y tú aquí, como un zángano. Ella guisando, fregando, lavando la ropa, llevando los niños al colegio y tú, mientras, por ahí perdido, intentando, soñando con meter mano a cualquier tía. ¡Qué cabrones sois los tíos! ¡Qué hijos de la gran puta!
-¡Oye tú! -intervine ya sin poder aguantarme-. ¿Y qué me dices de ti? ¡Eh! En este momento el que está lavando culitos y poniendo cenas será Ricardo y no tú, ¡vamos, digo yo!, porque lo que es tú... Aquí, disfrazada de india... ¡Hay que tener cara, vaya si hay que tener cara!
-¿Lo ves? Tú también eres un machista, un inaguantable machista de mierda! -dijo a grandes voces-. ¡Como soy una mujer, una tonta mujer, me corresponde mi casita, ¿no es eso lo que me corresponde, precisamente eso?
Me dio la impresión de que no era "eso" lo que le correspondía, no precisamente "eso". Pero me abstuve de hacer algún comentario. Beligerante, decía Lola:
-¿Es que me tomas por una puta? -dijo.
Estaba clarísimo. Lola pretendía únicamente discutir, discutir por discutir.
-A ver.. -meditaba Lola en voz alta-, a ver... ¿qué hago yo aquí que no estoy cuidando niños? ¿Qué hago yo aquí disfrazada de gilipollas y bailando la conga? A ver... ¿es quizás porque soy una puta? ¿Eh? ¿es que soy una puta por eso? -Los azules ojos de Lola echaban chispas. Bramaba-. ¿Soy o no soy una puta? ¿Qué dices, Sebastián?
-¡Mira, guapita, tú sabrás si eres o no eres una puta! -repliqué irritadísimo. Rabioso, le espeté-: después de lo que le hiciste al pobre Ricardo, al buenazo de Ricardo, vente ahora con esas majaderías feministas...
¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué esta agresividad? ¿Por qué esta violencia?
-¡Tú, como Ricardo -chilló Lola, histérica, el rostro desencajado-, no nos perdonáis a María ni a mí lo que hicimos. ¡No, no lo entenderéis nunca! Os ponéis malos porque os sentís unos... -Se detuvo un instante y luego, alzando la voz aún un poquitín más si es que esto era posible, acabó diciendo a gritos-: ¡Cornudos! ¡Sí, sí, os veis ridículos con los cuernos puestos!
En el bar se hizo un silencio espeso. Alguien dijo, quizás un sordo:
-¿Qué le ha llamado?
y otro le respondió solícito:
-Cornudo, le ha llamado cornudo.
-¿Por qué le ha dicho eso? -se interesó el sordo.
-Ni pajolera idea -contestó el otro con la misma solicitud de antes-. Pero siempre se dice por la misma cosa, ¿no cree usted? -puntualizó al momento tan amable señor.
Se acercaba veloz el camarero. Adivinando lo que iba a pasar, saqué rápidamente la cartera y me precipité a colocar sobre la barra un par de billetes de mil. Por cuatro cervezas y unas gambas al ajillo, ese sería el precio que debería pagarse actualmente, más o menos, pero por aquel entonces esa cantidad era una exageración. Dos mil pesetas sobrepasaba en mucho el precio que debían cobrarnos. El camarero comprendió la intención del gesto. Recogió los dos billetes verdes y fue a situarse al otro extremo de la barra desentendiéndose por completo de nosotros dos.
Con suavidad, empujé a Lola hacia la salida. No opuso resistencia. En la calle, lloviznaba.
Un fuerte golpe en mi brazo derecho con el que sostenía la jarra de cerveza, hizo que otra vez el rubio líquido se desparramara por la barra salpicando la manga de mi chaqueta. Inmediatamente se interrumpieron las meditaciones en las que me hallaba sumido desapareciendo Lola de mi imaginación. Salté hacia atrás como movido por un resorte viendo como la cerveza se escurría peligrosamente desde la bocamanga de la americana hacia el pantalón y el suelo. Milagrosamente, el pantalón se salvó. Era de nuevo el bajito, el inquieto calvo bajito de mi derecha el que, retrocediendo, habíame dado fortísimo empujón con la espalda.
-¡Ya está bien! -exclamé en voz bien fuerte, con tono agrio.
-Perdone, perdone -se apresuró a disculparse el bajito que, dándose la media vuelta, me miraba con aprensión, como recelando.
-Ya van dos veces -dije irritado, contabilizando la ofensa.
-Perdone -repitió el bajito-, no era mi intención, como estoy de espaldas...
-Jamás hace estas cosas con intención -dijo el compañero del bajito, el que hacía poco presumía de poder prescindir de las mujeres sin dificultad. Era este un tipo alto, elegante y fornido-. Es muy mirado mi amigo en serio -añadió-, nunca pone intencionalidad en estas, se lo aseguro, o al menos cuando tira la cerveza de los demás estando de espaldas jamás lo hace adrede. Decir otra cosa sería mentir. mentir descaradamente.
Eché una ojeada al individuo aquel, al alto y elegante. ¿Había choteo? No pude saberlo. Pero ellos eran dos y yo era uno, uno solo y no gran cosa. No fue difícil decidir la estrategia a seguir:
-No se preocupe -dije quitándole importancia al hecho-. Estas cosas son inevitables. Es casi imposible que no ocurran con estas apreturas...
El diligente Ernesto, intervino presuroso facilitándome una nueva jarra de cerveza y pasando un paño seco por encima de la superficie de la barra por donde se había derramado el dorado líquido. Luego, veloz, el barman abandonó la posición que ocupaba detrás de la barra y armándose con una fregona, repasó el suelo junto a mis pies. A los pocos segundos, no quedaba rastro de nada que pudiera dar testimonio de la agresión sufrida por mí. Ernesto era así, eficiente a más no poder. Y la mancha de la bocamanga no era cosa seria y el pantalón, a fin de cuentas, no se había visto afectado. Le dije:
-Ernesto, tráeme unas almendritas, haz el favor. -solicité al barman.
Con esto, el incidente quedó definitivamente zanjado. Los de al lado continuaron su charla y yo volví a sumirme en profunda meditación.
Encendí un cigarrillo, un Winston, mi marca preferida que siempre va conmigo.
Frente a mis ojos, en estanterías colgadas de la pared del otro lado de la barra, se alineaban viejas botellas de whisky y coñac llenas de polvo, botellas de todas las marcas inimaginables. Posé la vista en ellas. Con el pensamiento, regresé junto a Lola.
Al salir de El Abuelo, lloviznaba.
Lola se ajustó la plumita de india en el pelo y yo, por mi parte, me puse la nariz postiza. Los conguistas podían llegar en cualquier momento y nos preparábamos para el baile, para retornar al ambiente de los carnavales.
No nos alejamos mucho, pues habíamos quedado allí con nuestros amigos, ella con los suyos y yo con los míos. Probablemente no tardarían mucho en llegar. Guardábamos silencio mientras esperábamos y, poco a poco, la fina lluvia nos iba empapando. Entonces, cuando me disponía a sugerir que nos refugiáramos en un portal, entonces, Lola, esa mujer a la que todo el mundo supone de tan fuerte carácter, arrancó a llorar con tanta pena que era conmovedor el verla. Y Todavía impresionaba más el observar que la pobre, movida de un sentimiento de vergüenza, disimulaba el doloroso llanto ocultando el rostro tras un pañuelo con el que fingía estarse sonando los mocos de la nariz. Un sollozo que no pudo ahogar me hizo percatar de lo que estaba ocurriendo.
-Vamos, Lola, mujer, no te pongas así -le dije con cariño al tiempo que con mi mano presionaba su hombro intentando animarla.
-Perdona. Soy una tonta -replicó.
-¿Qué tienes? -pregunté.
No contestó, así de primeras. Un instante se mantuvo en silencio y, luego, sin poder callar más, dio rienda suelta a sus sentimientos.
-¿Qué hemos hecho, Sebastián? -dijo entre sollozos-. Hemos arruinado nuestras vidas, sí, sí, las hemos arruinado del todo. ¡Qué de tonterías se hacen a los treinta años! Se hacen y, después, nada que hacer, no hay ya solución ni manera de arreglarlo. Ricardo y los niños... ¿Cómo es posible que no estemos juntos? ¿Cómo se puede llegar a esta soledad, a esta situación imposible? Los niños me preguntan y no sé qué decirles porque... Muchas veces, me digo a mi misma: "Voy a llamar a Ricardo y le diré que quiero hablarle, que venga a casa. Después, cuando venga, le pediré que se quede, que se esté conmigo y no se vaya, que se quede conmigo y con los niños y no se vaya con su madre". Entonces, Cojo el teléfono y no sé qué pasa. Lo que antes, al amanecer, cuando estaba en la cama protegida por las mantas, me parecía perfectamente posible y sencillo, ahora, en pie ante el teléfono, es algo irrealizable, algo imposible, imposible, de todo punto imposible. Me vuelvo a la cama avergonzada porque jamás me atreveré a hablar con Ricardo de lo que pasó. Porque él no me lo perdonará jamás. Y cuando nos vemos, discutimos la mayoría de las veces y yo, mira, mira Sebastián, yo, yo que le quiero tanto y que no se cómo pedirle que vuelva, yo, ¡tonta de mí!, me lío en discusiones imbéciles y reclamaciones absurdas y no hago sino estropear aún más las cosas. ¡Bien nos hemos jodido la vida, bien! -concluyó al fin, la voz quebrada.
Hubo una pausa. Ella lo había dicho todo, todo lo que sentía. Ahora me correspondía hablar a mí.
-Así es, Lola -corroboré-. No sé qué decirte, Lola. No Sé.
Se me había enronquecido la voz, quizás efecto de la lluvia y el frío.
-Yo me voy a ir -dijo ella-. No pienso esperar ni un minuto más a esa pandilla de majaderos ridículos. Me voy para casa ahora mismo.
Tenía razón Lola, mi amiga Lola. Porque Gloria, Guillermo, las arlequines, Cleopatra y demás, todo aquel grupo, se me figuraba ahora como un grupo de majaderos, de majaderos totales y ridículos. Pensé en María y en los niños. Estarían viendo la televisión, o preparando la cena o... ¿qué harían?
-Yo también me voy -anuncié.
-Ricardo está en casa -me explicó Lola-. Ha venido a cuidar de los niños mientras me venía yo a hacer el payaso con todos estos.
-Yo me voy a casa de mi madre -dije. Y añadí-: En casa de mi madre no está María, ni María ni los niños tampoco.
Encontramos taxi. Al despedirme, al aproximar mi rostro al suyo para depositar en su mejilla el acostumbrado beso, le susurré bajito al oído:
-Que haya suerte, Lola, que tengas mucha suerte con Ricardo.
Y ella, con cariñoso impulso, me abrazó fuertemente y contestó:
-Lo mismo te digo, Sebastián, ¡que ojalá te arregles con María!
Continuaba llorando. Mi querida amiga Lola lloraba, mi querida Lola a la que había conocido de adolescente, casi cuando los dos éramos unos niños.
Ágilmente se subió al taxi y desapareció en la noche de Madrid, en la noche de aquel día húmedo y frío. Se iba a su casa y, quizás, le esperaba una aventura feliz con Ricardo. Y quizás, también, ¿por qué no?, la reconciliación.
Minutos después, ya en la Gran Vía, aún lloviznando, también yo paré un taxi y me subí a él. A mí, era seguro que no me esperaba ninguna aventura, ninguna aventura en ninguna parte.
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Thylzos

Sinceramente, no sé a qué esperas para seguir...

Gracias freyi *.*


Cita de: Gambit en 26 de Enero de 2010, 10:25
Follar cansa. Comprad una xbox 360, nunca le duele la cabeza, no discute, no hay que entenderla, la puedes compartir con tus amigos...

Poison Gilr

A que su padre haga otra entrada en el blog xD

Denn die Todten reiten schnell

Sandman

Mi padre me ha mandado 3 entregas más a partir de la última de ogame, así que las iré poniendo.

Thylzos, si vas a seguirlo aquí te pongo una entrada más que a los de ogame ^^
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Thylzos

Cita de: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:27
Mi padre me ha mandado 3 entregas más a partir de la última de ogame, así que las iré poniendo.

Thylzos, si vas a seguirlo aquí te pongo una entrada más que a los de ogame ^^

Qué buena gente  :'(

Gracias freyi *.*


Cita de: Gambit en 26 de Enero de 2010, 10:25
Follar cansa. Comprad una xbox 360, nunca le duele la cabeza, no discute, no hay que entenderla, la puedes compartir con tus amigos...

Sandman

Y frente a mis ojos, una hilera de botellas de whisky y coñac.
-Tres bragas, sí -escuché que decía una voz masculina a mi lado-. Tres bragas, sí -insistió la voz-. He dejado tres bragas en el camino de mi azarosa vida, amigo mío, y con tres bragas, te lo aseguro, hay más que suficiente en la vida de un hombre.
Lo de las "tres bragas" despertó mi interés por el mundo que me rodeaba. Dirigí la vista hacia el lugar de donde procedía el curioso comentario. No podía ser otro. La observación había sido hecha por aquel tipo alto y elegante, el acompañante del bajito aficionado a derramar la cerveza ajena, Ahora, adoptaba aires de superioridad. El alto, no el bajito. El alto le estaba explicando la vida al otro. Ya había cazado yo antes alguna frase en la que aquel individuo se había mostrado menospreciativo del trato con as mujeres, rasgo éste, revelador de una personalidad misógina de la que más tarde haría descarada exhibición. Ahora hablaba de tres bragas y afirmaba que tres bragas eran más que suficientes en la vida de un hombre. En fin, eso es más de lo que puede resistir un apático para no pegar el oído a lo que se cuenta. Y yo, como no soy ningún apático, decidí seguir atentamente la conversación de mis vecinos de barra. Animadamente, me dispuse a escuchar. Y es que todo bebedor de cerveza solitario se ha dedicado alguna noche a escuchar con disimulo lo que dicen los de al lado. En estas ocasiones, lo que nos mueve es el puro placer de escuchar y cuanto mayor es el interés de uno por enterarse de lo que dicen los otros, tanto mayor es el mutismo en que uno debe envolverse si no quiere que, apercibido el otro, inmediatamente guarde silencio. Así que uno debe escuchar respetuosamente y no decir ni pío. Y eso es lo que me disponía a hacer yo, cotillear lo que decían aquellos dos tipos.
Entonces, me acodé con firmeza sobre la barra defendiendo la privilegiada posición que ocupaba. Sin aspavientos, procurando no llamar la atención, fijé otra vez la vista en la hilera de botellas que tenía en frente. Quieto como un palo agucé el oído, la vista clavada en la etiqueta de una vieja botella de coñac "Napoleón". Todos debían pensar que continuaba sumido en profunda meditación. Tenía que disimular.
De la ojeada que acababa de dirigirles a aquellos dos no extraje mucha información. El bajito me daba la espalda. Su calvo cráneo era lo más característico en él aparte la costumbre que tenía de recular y tirar la cerveza de los demás. En una barra de bar, era un peligro ese tipo bajito. En cuanto al amigo, el alto, se hallaba situado más allá, vuelto hacia su compañero y, de paso hacia mí también. No sólo era éste un tipo alto y guapo que vestía elegantemente, de los que les gustan a las mujeres, no, también era de esos que poseen un verbo fácil, gesticulantes al hablar y muy persuasivos. Esa noche pretendió convencer al calvo bajito de un imposible. Por lo que le llevaba oído decir, me daba la impresión de que se trataba de un individuo de personalidad más bien estoica. Luego, comprobé que no se trataba de eso. No, no era eso. Para nada.
-¡Ernesto! -llamé al barman con premura-. Un manhatan, por favor.
En estas ocasiones, la bebida larga como el manhatan, se adecua mejor a la situación porque nos permite disimular ampliamente con eso de agitar los hielos y remover con la cucharita. Sorbito a sorbito, aparentando un continuo entretenimiento, la bebida larga nos libera de las molestas interrupciones que supondría el estar renovando la copa a cada poco. Por hábil que sea el camarero, hará una cierta cantidad de ruido al servirnos distrayendo así nuestra atención de lo que interesa. Además, si uno verdaderamente hace larga la bebida larga, entonces, uno se mantiene sobrio fácilmente, Borracho es imposible entender lo que dicen los otros, esto es evidente. Como bebida larga el manhatan resulta bebida larguísima. Es imposible meterse un manhatan de un sorbo y se puede estirar cuanto uno quiera. Y fue por este motivo, para mantenerme sobrio, por lo que le pedí un manhatan a Ernesto.
-... y, mira, Agustín, aunque no sé qué carajo quieres decir con eso de las tres bragas, de lo que sí que no me vas a convencer es de que a ti las mujeres nada de nada. Siempre tuviste fama de ser un ligón de primera, y a todos los amigos nos sorprendió que te casaras. Pero lo cierto es que no aguantaste ni dos años de matrimonio. Así que no me vengas ahora con idioteces. Estoy perfectamente enterado de las juergas que te corrías luego, sí, sí, las juerguecitas de después de la separación. Eran famosas esas juerguecitas, no me lo vas a negar ahora. Y te puedes poner como quieras, todo el mundo se acuerda de la vida que llevabas de separado. Partiditas de golf en el club y juergas luego en los apartamentos de la sierra. ¿Y qué me dices del día que te pillaron escondido en una de las duchas del club con aquella camarera rubia? Sí, sí, lo recuerdas perfectamente, ¡bribón!, la de las tetas gordas, la que te perseguía por todas partes.
El estilo del bajito era vehemente, emocional. También algo soez, deplorable.
-¿Es que piensas que voy a negarte eso? -replicó el otro con voz suave y sin aparente alteración emocional-. En absoluto, nada de eso. Lo que ocurrió con esa camarera, o lo que ocurriera con otras muchas mujeres por aquella época, no tiene nada que ver con lo que te estoy diciendo. Desde hace tiempo soy otro hombre y, si quieres, te explico el por qué.
-¡Cómo que me voy a creer yo lo de la impotencia! -interrumpió el bajito, con irritación manifiesta, levantando un pelín el tono-. ¡Vamos hombre, el pichabrava del grupo, impotente! ¿A quién pretendes engañar?
-No pretendo engañar a nadie, Federico, sino que lo único que intento es poner a tu disposición la clave de la felicidad –contestó el nombrado por el bajito como Agustín. Usaba el tono de voz cargado de paciencia que emplearía un profesor, un profesor con muchos años de ejercicio, con un alumno novato y torpe-. Mira lo que te digo: la impotencia que causa dolor y humillación es la involuntaria, la que el hombre no busca. Yo me refiero, por el contrario, a un estado del espíritu en el que las mujeres se nos muestran como algo no necesario, como algo ajeno a nuestras vidas y que, por tanto, ni buscamos ni necesitamos. Tampoco se trata de hacer de menos a las mujeres, únicamente de alejarlas de nuestra experiencia cotidiana. Se trata de comprender que el hombre y la mujer vivimos en mundos distintos, en mundos que nada tienen que ver el uno con el otro... En último término, uno debe admitir que el contacto con las mujeres en nada le mejora y que para nada le sirve. Y no se trata de machismo. Entiéndelo, Fede. tampoco a la mujer le beneficia en nada el contacto con el hombre, sino que más bien creo que ese contacto la degrada en su espiritualidad femenina. Todos comprendemos que hemos de prescindir de aquello que nos perjudica, de algo que únicamente puede causarnos daño. Hay que olvidarse de que existe la mujer, o mejor, aún sin olvidarlas, no debemos permitir que las mujeres interfieran en nuestras vidas. Renunciemos voluntariamente al contacto con la mujer. Renunciemos a ellas y viviremos tranquilos, felices. Y si tu, Federico, quieres llamar a esto impotencia, puedes hacerlo entendiendo, claro, que se trata de una impotencia de orden espiritual, deseada y voluntaria, en absoluto de impotencia física. En fin, debemos renunciar a las mujeres al igual que los diabéticos deben renunciar al dulce, o como aquellos enfermos cardiacos que se ven obligados a precindir de la sal. Y eso es todo. Esa es la clave de la felicidad del varón.
Así, con esta referencia a la enfermedad y a cómo ser feliz, concluyó el alto su discurso.
-No te entiendo -dijo el que yo ya conocía como Federico-. ¿Y qué coño es eso de la impotencia intelectual? -inquirió entre cabreado y ansioso.
-Está clarísimo, Fede -replicó el otro sin vacilar- ¡Clarísimo! Suprimiendo el deseo desaparece el peligro. Mientras a uno se le levante el pito en la cabeza al ponerse en contacto con las tías, se le hace imposible prescindir de ellas y, consecuentemente, imposible ser feliz. Uno se mete en líos gordísimos y no se tiene ni un minuto de tranquilidad. Medita en ello, amigo mío, medita y no eches en saco roto esto que te digo: a las tías ni saludarlas. Y con el saludo, ya se corre algún peligro. Tenlo en cuenta, Fede.
Hubo una pausa en la que el bajito pareció reflexionar. Probablemente, meditaba sobre la conveniencia de ni siquiera saludar a las mujeres e imaginaba peligros sin cuento en el trato femenil. Ernesto el barman (increíble este hombre), habiéndose percatado de mi intención de espiar la conversación de los dos tipos, respetando mi deseo y no queriendo molestar, aguardó este momento en que los tipos se mantenían en silencio para aproximarme el manhatan que le había solicitado. Ernesto era verdaderamente un experto en los manhatanes. También en los daikiris, pero no alcanzaba en éstos la perfección que en aquellos. En el manhatan no empleaba la fórmula "una parte por cada tres", es decir, no combinaba una parte de ginebra con tres de vermut, sino que utilizaba la más civilizada de "una por cada cuatro". Con ello, se suaviza el sabor alcohólico de la bebida y se carga menos la cabeza. Por lo demás, la ginebra era siempre de calidad (normalmente Gordons o Beefeater), y el vermut siempre Cinzano. y en esto del Cinzano es tan maniático que, presionado por un cliente a que utilizara otra marca a la que estaba acostumbrado, yo le he visto como dejaba que fuera el camarero quien lo preparara, él, jamás hubiera cometido semejante sacrilegio.
-O sea... -Federico habíase tomado su tiempo, pero, al fin, había llegado a alguna conclusión-. O sea... -insistió-. Vamos, Agustín -acabó por decir-, que a ti no se te levanta. ¡Pues vaya!
-No se me levanta cerebralmente hablando, especificó Agustín sin prisa, acentuando más aún el tono de profesor universitario contra alumno torpe.
-Ya, ya, impotencia cerebral -repuso el bajito-. Impotencia cerebral -añadió como si por repetir varias veces la idea en voz alta, le fuera más fácil captarla en la mente. Quizás lo de la impotencia cerebral era un concepto demasiado elevado para un hombre tan vulgar como parecía ser Federico.
-Eso es -confirmó Agustín-. Cerebral.
-Sí, cerebral -repitió Federico bajando algo la voz.
No cabía duda. El tal Federico era un tipo intelectualmente lento
-Sí, eso -insistió Agustín pacientemente-. Cerebral o intelectual, como quieras.
-No se te levanta en el cerebro... ¿no es así? -razonó el bajito.
-Así es -dijo el otro.
-Nunca he oído tontería mayor. ¡Jamás! -se indignó el bajito-. No se te levanta y basta. A veces, tengo entendido, a veces les pasa a los tipos que abusan... Deberías consultarlo con un médico, un psiquiatra o un sexólogo. Hay soluciones... Pero -y retuvo el discurso un segundo-, ¿quién me iba a decir a mí que tú...? ¡Agustín impotente!
Se Produjo otra pausa. El comentario de Federico tenía que doler. Miré de soslayo, disimulando. Comprobé que no me faltaba razón, el bajito había dado duro y certero. Observé al elegante encendido, el rostro como la grana y perdida la figura. Era otro. Volví la mirada rápidamente para fijarla otra vez sobre las botellas de whisky y coñac. No podía permitirme el lujo de cometer errores y que los otros se dieran cuenta de que les estaba escuchando.
-Lo que tú opines o dejes de opinar, ¿sabes?, me importa, a mí, una mierda -informó el alto al bajito.
"Federico le ha dado bien a Agustín, en plena línea de flotación", pensé. "Agustín sólo ha sabido replicar con una grosería de calibre superior"
-No te pongas así, hombre -quitó hierro Federico-. Sé de sobra que se te levanta perfectamente. En el club de golf todo se sabe. Hace tiempo que no voy por allí, pero, ten en cuenta que las casadas cachondas que juegan al golf son las mismas para todos. Y tú, Agustín, entre ellas, me consta, merecías una buena calificación. Siempre te he respetado por ello, y, la verdad, ¿por qué no decirlo?, Hasta en ocasiones te he envidiado. Concretamente...
-Hace tiempo que no vas por el club y por eso... -interrumpió el otro hablando con tranquilidad, aparentemente apaciguado-. Eso era antes, ahora, no soy el mismo. Mira amigo... ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez en el cabrón?
-Sí -dijo el bajito-, muchas veces, pero... ¿en cuál de ellos? El mundo está lleno de cabrones, así que especifica un poco más, por favor, te lo ruego.
-No, no -repuso Agustín-. Me refiero a los maridos de las casadas cachondas, los que sufren los cuernos de las putas de sus mujeres.
"No se habla de otra cosa esta noche", pensé. "Madrid está hoy lleno de cuernos por todas partes".
-Nunca te había oído hablar así, Agustín. Me preocupas -dijo el bajito.
-Te lo he dicho antes, he cambiado, he cambiado por completo -anunció el alto con emoción mal contenida-. He sufrido, ¿sabes?
y dijo lo de "¿sabes?" casi en un gemido.
"Todo el mundo gime y llora hoy", medité por mi cuenta. "La noche no viene buena. no sé que pasa, todos están tristes. Tristes y ridículos".
-Mira, Fede, déjame que te cuente -dijo el impotente cerebral, ya en tono firme-. Amigo, antes te he confesado que tres mujeres han sido la causa de mi reforma espiritual. Ahora quiero contarte lo que pasó con esas tres mujeres.
-Antes no has dicho nada de eso -puntualizó Federico-. No has dicho que hubiera pasado nada con tres mujeres.
-Sí, lo he sugerido, pero da igual, el caso es que...
-La verdad, Agustín, no recuerdo que hayas dicho nada al respecto.
-Bueno, ahora eso da lo mismo. El caso es que...
-¿Cuándo lo has sugerido, o cuándo lo has dicho? Hay que ser precisos -insistió Federico, el bajito, el que tenía la costumbre de derramar cervezas ajenas, Se mostraba ahora como un quisquilloso de primera, hábil en la discusión y de aquellos que conocen los medios oportunos para desesperar al rival dialéctico. Estaba claro que quería sacar de quicio al amigo. Utilizando un símil boxístico, Federico me recordaba a los púgiles llamados fajadores, esos que, arrimando el cuerpo al de su contrincante, golpeándolo en corto constantemente sin concederle un minuto de respiro, acaban por derribarlo sobre la lona del ring.
-¡Bueno, joder! -se enfadó el otro-. Cuando he dicho lo de las tres bragas, lo de las tres bragas, entonces, me refería a tres mujeres que conocí y...
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Sandman

-¿Quieres decir cuando has dicho que habías dejado tres bragas en el camino de tu azarosa vida?
-Sí, ahí fue cuando lo sugerí, precisamente ahí. ¿Qué importancia tiene eso ahora?
-Pues mira, Agustín, querido -la voz de Federico sonaba con retintín-, sí que la tiene. ¡Y mucha! Lo de las tres bragas queda muy bien, da idea de un tío macho castigador de las mujeres y todo eso. Pero, reconocerás que luego vas y dices que eres impotente, impotente cerebral y cosas así... En fin, lo uno no casa con lo otro, me parece a mí. ¿En que quedamos, te las tiraste tú a ellas, o ellas te dejaron en el más espantoso de los ridículos? En estas cosas conviene ser muy exacto en lo que uno dice, porque, de otro modo, decir tanto y más cuanto no es más que dárselas y presumir y presumir...
"Lo acaba de derribar", sentencié. "Tiene más fuerzas y habilidad el pequeño que el grande, ocurre muchas veces."
Nueva pausa. Con esfuerzo sobrehumano sujeté mis ojos y contuve la vista clavada en las botellas de whisky y coñac. Luego, la respuesta de Agustín me sorprendió, máxime, si tenemos en cuenta que la tal respuesta no revelaba el más mínimo nerviosismo, ni siquiera un pequeñito enfado.
-Como quieras ,Fede -dijo-, pero déjame que te cuente lo que pasó. Desde entonces no soy el mismo, necesito explayarme a gusto con alguien.
-Está bien -accedió el fajador-. Cuenta, cuenta...
-Pero haz el favor de no interrumpirme -solicitó el uno.
-No lo haré -prometió el otro-. Descuida, no lo haré.
Di un sorbito al manhatan. Encontrarme con aquellos dos tipos había sido una suerte. Primero mi madre y su perorata, la eterna cantinela; "O te juntas o te separas de una vez, hijo mío, pero así no puedes seguir". Luego lo de Gloria y el cretino de Guillermo. Y para remate, lo de Lola. ¡Vaya noche! Pero ahora, en la cervecería, la conversación de aquellos dos prometía un rato de auténtico entretenimiento.
El alto y el bajito, habían hecho una pequeña pausa. Estuvieron callados justo el tiempo necesario para que Ernesto les sirviera nuevas jarras de cerveza. Fuese el barman. habló Agustín
"La primera braga fue Azucena -explicó-. Me la presentaron el día de mi cumpleaños, el día de mi cuarenta y cinco cumpleaños. Sabes que todos los años desde que me separé de Albertina, organizo una pequeña fiestecita en el apartamento donde vivo. Tú mismo has venido más de una vez. Ya sabes, nada de multitudes, unos cuantos amigos y amigas nada más, lo preciso para que se forme un ambiente agradable. El número es importante, Si son muchos es un alboroto, pero si son pocos resulta un coñazo de reunión. Aquel año vinieron doce personas (lo máximo admisible), pero siete eran tíos y sólo cinco eran tías. Con tanto tío y tan poca tía, con tanta competencia en suma, habría que andarse con pies de plomo y no cometer ni el más ligero error si es que uno quería ligar. Y yo quería ligar, Federico, así que tenía que estar atento. Azucena -prosiguió Agustín ya lanzado-, vino con Carmen, la que trabaja de cajera en la Caja de ahorros de mi barrio. Tú la has visto alguna vez, Fede. Carmen es una chica joven, de unos veintiséis, o cosa así, muy guapa y muy simpática. Una alta, morena... ¿No te acuerdas? ¿No? Bueno, es igual... El caso es que Carmen me presentó a Azucena. Sinceramente, nada más verla, instantáneamente, me sentí atraído por ella. Es morena, de unos treinta años y está muy bien, pero no pienses que fue eso lo que hizo que me impactara de ese modo, tan rápida y tan intensamente. No, lo que me atrajo de ella fue su educación, quiero decir naturalmente, su buena educación. La gente habla a gritos últimamente, ¿no? Pues mira, ella, todo lo contrario. Habla pausadamente y sin hacer aspavientos. Charlando con ella te das cuenta en seguida que estás hablando con alguien de opiniones razonadas, no con una de esas tontas que no paran de reir. Luego me dijo que era abogado, y que trabajaba como asesora legal de una empresa de "leassing". Tú sabes lo que para nosotros los economistas representan los abogados, seres que nos resultan profesional y emocionalmente complementarios, así que no te extrañará que te diga que, a los cinc o minutos estaba loco por ella. ¡Enamoradísimo! Y es que Azucena es el prototipo de mujer con clase, bien vestida y mejor pintada, de inteligencia más que notable, y, eso para mí como para ti, como para todo el mundo, o al menos para todo el mundo de nuestro mundo, es decisivo a la hora de elegir la acompañante ideal. En resumen, no pude menos de enamorarme, como le ocurriría a cualquiera que la hubiera visto aquella noche de mi cumpleaños"
Agustín se detuvo un segundo. Quizás esperaba que el amigo hiciera algún comentario sobre lo que acababa de decir. Y como el otro no hizo la menor observación, continuó con la perorata:
"Le pasó a Azucena conmigo lo que a mí con ella, -dijo-. Según confesaría más tarde en el sentirse atraída hacia mí con fuerza irresistible, tuvieron no poca influencia, la corbata Paco Rabanne y el traje Roberto Verino que llevaba aquella noche. Bueno, la cuestión es que a las dos de la madrugada ya conocíamos cada uno la vida del otro, o para ser exactos, conocíamos cada uno de nosotros de la vida del otro lo que el otro quería que conociésemos. Precisamente, Federico, por esto que te acabo de decir es por lo que nos equivocamos tantas veces, ya que, el otro no es que pueda mentir(que puede, naturalmente que puede), sino que puede omitir de su discurso lo que le interese omitir. O lo que casi es peor, puede adornar el relato. No sé si lo coges, amigo..."
El tono de Agustín que había ido cobrando confianza a medida que avanzaba en el discurso, era ahora de todo punto petulante. Sin embargo, el correoso bajito, ante mi sorpresa, no le interrumpió para exigirle una mayor moderación.
-¿Comprendes lo que quiero decir? -continuó dudando el petulante Agustín-. Pues mira, cuando una persona se niega a hablar de sí misma, el otro, el que la escucha, el que desea conocer y ve cómo se le niega ese conocimiento, irremediablemente acaba por sospechar del otro y desconfiar de él. Ahora fíjate en cómo deben hacerse las cosas. Uno está callado y el otro habla y habla sin parar de sí mismo. No dice mentira, tampoco dice verdad, lo que hace es adornar la realidad poniéndole imaginación, deformándola hasta hacerla irreconocible. Hay que deformar, tergiversar, torcer, y dar así al otro una imagen buena y elevada. Pero claro, esto, como todo en la vida, hay que saber hacerlo y, si no se sabe, mejor no intentarlo. ¿Hay que decir que todo lo de uno es bueno y perfecto? No, no, eso sería un error mayúsculo, un error de principiante. Uno jamás debe actuar de ese modo. De vez en vez, el que adorna debe mencionar algún defecto en la propia personalidad, lamentándolo, imprimiéndole carácter de inevitable y avergonzándose de él. Naturalmente, es obvio que ha de tratarse de un defectillo sin importancia, de esos que casi le resultan graciosos al que los oye nombrar. Por ejemplo, puede decirse: "Estoy lleno de manías. No puedo ver ni un solo plato sucio en la pila sin levantarme a fregarlo". O también, hablando con una fumadora se puede hacer la siguiente observación: "Todas las noches antes de dormir tengo que fumarme un pitillo tumbado en la cama. Sé que es peligroso porque te puedes quedar dormido e incendiar la casa, pero, si no me fumo ese último pitillo del día, no hay manera de que me duerma". La fumadora se quedará encantada. ¿Lo captas, Fede? Son defectos que casi son virtudes para el que los escucha. ¿Lo captas?
Federico no dijo nada. Probablemente lo captaba, pero no dijo nada. Agustín reordenó sus pensamientos:
-Me estoy yendo por las ramas -anunció-. Será mejor que nos centremos en lo de Azucena.
Y así lo hizo:
"Bueno -prosiguió-, pues el caso es que, aquella misma noche, Azucena me confesó lo de su marido. No en un primer momento, no, claro está, dábale excesiva vergüenza. Es natural. Cualquier mujer sentiría lo mismo en situación semejante. A eso de las tres morreábamos en la terraza. Yo ya sabía que estaba casada, me lo había confesado al comienzo de la velada. Como ella dijo:
-No quiero que te llames a engaño y si piensas que las casadas no debemos estar en estos sitios sin nuestros maridos, a tiempo estás de que no sigamos adelante con esto.
Así que me advirtió que estaba casada, Fede -continuó Agustín explicándole a su amigo-, aunque francamente, lo de que estuviera casada le daba más que le quitaba interés al asunto. Además, lo de "seguir adelante con esto" me pareció frase prometedora, casi una invitación a mostrarme más amable y atrevido. Le dije:
-No, en absoluto. No acostumbro a emitir juicios precipitados sobre ningún asunto, y tú, Azucena, tú, querida Azucena, bella flor, tú, me pareces asunto de importancia impresionante.
Estas frases rebuscadas, querido Fede, no siempre nos hacen alcanzar el éxito. He podido comprobar que tratándose de jovencitas, más las espantan que las atraen. En las de más de treinta funcionan con regular eficacia.
Bien, en fin, lo de que tenía marido lo dijo al comenzar la velada, mientras que, para decirme lo otro se esperó hasta las tres de la madrugada cuando ya nuestro amor era un hecho. Me sopló al oído:
-No temas pedirme lo que quieras -dijo.
Y yo le pedí lo que estás imaginando, más como de broma, como si fuera un juego. Luego, me declaré, me declaré como antaño lo hacíamos, Fede, poniendo verdadera pasión en las expresiones de amor que empleé. En todo caso, claramente dejé traslucir que mi amor por ella no disminuiría aunque me concediera su favor más íntimo. Azucena comprendió que se hallaba en presencia de un caballero, un caballero de los de antes.
-Por fin un hombre quiere acostarse conmigo –dijo al tiempo que sus blancos dientecillos clavábanse en mi feliz orejita-. Raimundo, mi marido, no me hace ni caso..
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