Noticias:

Logan ha ido al médico porque se encontraba mal. Debe de ser un resfriado de nada.

Menú Principal

Probando ....

Iniciado por Finterra, 17 de Septiembre de 2009, 16:32

0 Miembros y 1 Visitante están viendo este tema.

Finterra

Como empezar una historia de alguien cuando no sabes hasta que punto puede dolerle sacar a la luz su vida.

Cap. 1

La aldea estaba situada en la montaña aislada por los campos y bosques llenos de eucaliptos.
La casa de los abuelos era de piedra y madera, construida mano a mano entre todos los familiares, cada piedra testimonia el sentir y el pesar de cada uno. Era costumbre ancestral que los familiares ayudasen a construir la casa de los que se casaban.

Constaba de tres plantas, la cuadra, las camas y la tercera, dedicada al grano y a los comestibles.

La cuadra de las vacas ocupaba toda  la planta de abajo, excepto, donde estaba la lumbre con el pote, negro como una noche sin luna, de tantas comidas que  pasaron por su ancha y tiznada boca, grande como para caerse dentro un niño de 6 años y ahogarse. Donde se mezclaban la comida de la familia y del ganado.

La planta donde dormíamos se subía por una escaleras, que siendo el más pequeño de la familia, debía encorvarme y subir a gatas para no darme con el travesaño que las sostenía. Crujían de día y de noche.

Era totalmente diáfana, sin separaciones de ningún tipo, puesto que el calor resultaba más valioso que la intimidad.  Siempre orvallaba y el frío se te colaba en los huesos.
Colgaban entre cama y cama unos retazos de cortina que evitaba que la luz del día no nos dejase dormir, ya que nunca se desnudaba uno para acostarse.


Las "camas" se componían de paja y lana, envueltas en un tela de áspera arpillera, que picaba como ella sola, entre la paja que se colaba entre las sábanas, la lana que olía a oveja muerta y la tela que los recubría, te lavases como te lavases siempre ibas oliendo a ganado. Los chinches y las pulgas hacían su agosto con nosotros.

Éramos de familia doce.
Mis padres dormían en la cama más grande y los 10 restantes nos distribuíamos en las 3 camas que quedaban, cuando no en el suelo.
Mi padre, en la gloria esté y sino, también, decía que dormir así fortalecía el carácter y el cuerpo.

El excusado, como ahora lo llamamos, se componía de un agujero entre las tablas del suelo que iba a dar a la cuadra del ganado y, sin ningún tipo de pudor, hacíamos nuestras necesidades en él.
Se hallaba lejos de las camas para evitar la subida del olor vacuno.

La luz nocturna de la que gozábamos era una candela con una vela nadando en parafina, que si eras cobarde, las sombras que proyectaba mientras ibas a alimentar al ganado a la madrugada, ponía tu corazón a un ritmo tan loco que no sabías si había alguien detrás de ti que bombeaba tan atroz ruido. 

Mi viejo era alto y delgado como un junco, con unos ojos azules fríos como el mar y nunca sonreía. Callado y taciturno, ningún vicio corroía su cuerpo, exceptuando el celtas que se fumaba del domingo y la partida de mus. Llevaba la vida militar en la sangre, ni siquiera estando de reservista, se olvidaba de quien era. Esa manera de ser la sufrimos todos los hijos, parientes y aldeanos en nuestro cuerpo.

Mi vieja iba vestida siempre de negro con su pañoleta negra cubriendo sus largas trenzas rubias, aún no sé porque ocultaba tal preciosidad a los ojos de los demás mortales. Tenía los ojos negros como el carbón y al contrario de mi padre, siempre tenía una sonrisa en su boca, con unos dientes blancos y bien alineados que no podías dejar de mirar. Menuda y fuerte, no de grasa sino de tanto esfuerzo en el campo y de parir a diecisiete hijos. Eso sí, cuando se enfadada, todos corríamos o simplemente no aparecíamos por casa.

Eran una pareja incongruente donde las haya, totalmente contrarios en carácter y físicamente el abismo se incrementaba. Nunca los vi discutir, se entendían con la mirada, si uno de los hijos se rebelaba eran como un equipo en el cual mi padre representaba el respeto y mi madre el castigo.

Nos levantábamos con el canto del gallo, a las cinco de la mañana y nos acostábamos con las gallinas, a las nueve, cuando no nos reuníamos la familia en torno a la lareira a recibir los consejos o amonestaciones correspondientes, según hubieses actuado.
La presencia en tales reuniones era obligatoria, el castigo era la exclusión y el vacío familiar hasta tu arrepentimiento.

En ellas, disfrutábamos del chorizo crujiente que asábamos con un palo en el fuego, sardinas en una parrilla entrecruzada con cuatro alambres gruesos y del café con achicoria, mientras  mi padre daba las órdenes de la semana o analizaba el porqué de alguna conducta que no le gustaba.

Mi madre siempre a su vera sentada en un taburete tosco con tres patas nunca decía nada. Repartía pan de brona, de maíz, negro, duro y sabroso. Asentía o negaba, según que palabras salían de la boca de mi padre.

El ritmo de la vida lo marcaban las candencias de la naturaleza, el mar y el campo.


Finterra

La vida del campo y del mar era dura, su aspereza confería a las mujeres jóvenes un rostro lleno de pliegues que ocultaban su verdadera edad; los hombres, también, estaban curtidos por las intempestades climatológicas.
En la aldea quedábamos los jóvenes preadolescentes y toda nuestra rutina diaria giraba en torno a lo que se debía hacer.
Tras pasar la adolescencia, venía el camino de ser hombre, que era o embarcar o emigrar fuera de nuestras tierras y familias.
Aún no tenía claro mi destino, era decisión de mi madre. Sólo pensaba en escapar a la plaza del pueblo a reunirme con mis amigos y correr detrás de las rapazas.
Siempre era lo mismo. A las cinco de la mañana en pie, rebanada de brona con un trozo de tocino, un tazón de leche y un chupito de orujo, para calentar el cuerpo.

Ordeñamos a las vacas en los calderos de hierro, alimentábamos al resto de los animales y subimos al monte a ver los caballos si estaban todos o habían sufrido daños por la noche.
Bajamos corriendo la ladera empinada del monte, recogíamos los bártulos para la escuela, que estaba a 16 kms y volvíamos a comer a casa.
Por las tardes, era escoger simientes, preparar los campos, cosechar o cualquier labor  pendiente.
Los sábados se dedicaban a ir a por leña con el carro, salíamos temprano que aquí son las seis de la mañana. Otros iban a por hierba para el ganado, a sacar el estiércol de las cuadras... ¡¡¡Qué peste!!!
Según el orden en que te levantabas, así te tocaba una tarea u otra, muchos sábados ni desayunábamos para poder elegir la tarea menos penosa.

Por la tarde, nos reuníamos los chicos en la plaza del pueblo, a jugar a las chapas, a comentar el último fascículo de "El Hombre Enmascarado" o "Tintín", nos enseñamos las canicas nuevas o mirábamos de reojo a las chicas que estaban tomando el sol en el banco de piedra, custodiadas por sus madres.
Y por la noche, si no tocaba reunión familiar frente al fuego donde mi padre nos instruía en la vida, mi abuela materna nos asustaba con leyendas de la Santa Compaña o nos contaba chismes de la vida.

Muchas historias quedaron en mi memoria. La que mayor admiración me causo, al ser verdadera, era la historia de mis padres.

Como he dicho antes, mi padre tenía un carácter un tanto peculiar. Un hombre que se queda en la aldea porque es el último de su familia, no tiene muchas opciones de casarse. Debe cuidar de los campos y sacar adelante la herencia.
Pero mi padre se casó, vaya que si se caso y de que manera. Singular hasta para eso.

Para la mentalidad de mi aldea  los marineros eran muy diferentes de los labriegos, siempre me habían hecho creer que era mucho más meritorio para un hombre, ir a la mar, que ganarse el pan desbrozando la tierra.

A menos que seas el último, que debes quedarte a cuidar la tierra por la que lucharon tus descendientes.

Según mi abo, mi padre tenía 20 años y desesperaba por tener familia. Era la manera de demostrar a la aldea que eras un hombre hecho y derecho, capaz de mantener una esposa y concebir hijos para que labrasen la tierra, primero, y para mandarlos a la mar, después.

En la aldea no quedaban mujeres casaderas. Y mi padre no quería viudas de marineros ni solteronas.
Los domingos encargaba a su vecino cuidar de sus animales, ensillaba el caballo temprano y se dedicaba a ir de aldea en aldea, en busca de su futura.

Mi padre de joven era alto, fibroso, tan rubio los cabellos como azules los ojos. Era la comidilla de la aldea, siempre venía sin esposa que llevar al altar, cabizbajo y con cortes en las manos.

Como su linaje pertenecía al caciquismo de la aldea, muchas madres lo rechazaban como pretendiente para sus hijas y su carácter no ayudaba mucho.

Un domingo desistió de ir de caza y se quedo en la taberna. Los viejos, unos le miraban con pena y otros con burla mal encubierta. Se acerco a pedir su vino de costumbre y la mujer del tabernero, que admiraba el valor y coraje de mi padre, le conmino a ir a una aldea próxima.
Que se había muerto la madre de una chica casadera y el único familiar vivo era su padre.
El rostro de mi padre debió adquirir tal resplandor, que la tabernera tuvo que ponerle sobre aviso. Que la chica tenía pretendientes hasta debajo de las piedras.

Mi padre se agarro la solapa del chaleco, saco su reloj de bolsillo, vio que era buena hora y salio escopeteado a ensillar su caballo.

Tras varias horas de galope tendido llego a la plaza de la aldea mencionada, pregunto por la casa de la chica.
Las comadres que se encontraban en ella, al ver a mi padre, torcieron el gesto y murmuraban entre sí.
Una de las matriarcas le dijo:
- La casa es la tercera por la derecha, siguiendo el camino embarrado que lleva a la aserrería. Aunque no tienes muchas posibilidades y menos siendo extranjero, de una aldea poco conocida y sin referencias.

Mi padre, herido en su orgullo, tiro de las bridas del caballo y se encamino a la casa de la muchacha.

Al llegar, desmontó, llamo a la puerta y se presentó:
-   Buenas, soy Ventura. ¿Está tu padre o el señor de la casa?


Mi madre no le llegaba a mi padre a la altura del pecho, cuando consiguió verle los ojos, se quedo varada en el quicio de la puerta.

Mi padre nunca fue muy sensible con el sentir ajeno, abriendo la puerta de par en par, entró en la casa y escogiendo la silla más cómoda que vio, se sentó a esperar al padre de la chica.

Lo que no contaba era con el carácter de la pequeña celta. Amarrándolo por detrás de la cabeza y haciendo palanca con el pie en la silla, lo tiro al suelo y le invito a abandonar inmediatamente su casa.

Ventura sorprendido porque una rapaza, a la que le sacaba medio metro, se le enfrentará no atino ni a levantarse ni a decir mu.

Merce, siempre fue empática con los hombres, se crío con ellos. Al ver la cara de susto de Ventura, le aproximo una taza de agua. Taza que mi padre fue a coger con ansiedad... lo que no se esperaba es que la pequeña celta, se lo arrogase a la cara, diciéndole:

-   Lo mismo que a ti en el suelo, me paso a mí en la puerta. Como das así recibirás.


Ventura ni espero al padre de la chica, se levanto raudo, salio por la puerta, salto sobre su caballo y con los ojos enrojecidos por la rabia:
-   Nos veremos de nuevo.

Paso una semana después de aquello y Merce daba por perdido al orgulloso y tímido rubio. No era propio de una núbil buscar a un pretendiente, no le queda más remedio que elegir entre los de la aldea. Lo más pronto posible. Iba a cumplir 16 años y le quedaba poca vida de casadera.

Ventura, estuvo rezongando y trabajando en su tierra más que nunca, era la única forma de calmar su ira contra Merce.
No olvidaba fácilmente esos ojos negros que detrás de unas largas pestañas se burlaron de él.

El segundo domingo, reuniendo valor y rabia,  se puso su mejor ropa, cogio su escopeta, una cuerda  y se encamino a la aldea de la muchacha.

Entro en la casa sin llamarse quedo parado en medio de la sala y apuntando a los pretendientes con la escopeta, le espetó al padre de la chica:
-   Me llevo a mi esposa.
Cogio a Merce en volandas, le ato las manos y las piernas para que no encabritase al caballo con sus pataleos. Y se la llevo a casa. Nueve meses después nacía mi primer hermano.
Siempre que mi abo cuenta la historia, mi padre sonríe de medio lado, diciendo que mi madre tenía buenos pulmones y mordía. Y mi madre le pellizca suavemente y le sonríe.
===


Los domingos, ese sí que era el mejor día de la semana. Nos levantamos para apañar los animales y ¡¡¡nos acostábamos de nuevo!!! Hasta las diez, que las mujeres iban a misa y los hombres iban a la "parroquia", que es como se definía la taberna los domingos. A jugar al mus, al dómino, a tomar vino y a confraternizar con sus vecinos y saber como les iba con la cosecha o el ganado.



Me gustaban los domingos, era cuando disfrutaba  de mi padre, íbamos a pescar, a cazar, recorrer montes...
Aunque nunca una caricia o una palabra amable salia de sus labios, tenía una voz profunda y gutural, voz de hombre, su compañía bastaba para cubrir esas faltas.


Y vuelta a empezar la semana.




Finterra

#2
Mis hermanos Ventura, Ramón y Tomás hacia tiempo que el mar se los había llevado.

Otro hermano también murió dentro del agua, sólo que no llego a ver la luz del cielo. Un mal día mi madre, preñada de 8 meses, llevándole la comida al campo a mi padre....
Tras andar unas dos horas con la olla a la cabeza y el resto de la comida en una cesta, al cruzar el río no se dio cuenta de que había roto aguas
Sí, no os sorprenderíais, si conocieseis la fortaleza de la mujer gallega y su incapacidad para el dolor. La prioridad de mi madre era alimentar a mi padre.

Con lentitud, mi madre dejó la comida sobre la hierba, cuando rescató a la criatura ya se había ahogado. Cortó el cordón umbilical, enterró su placenta, envolvió a la criatura en el delantal para darle santo sepulcro y cogiendo la comida prosiguió su camino.

Las mujeres de mi familia tienden a parir donde les cuadra. No recuerdo una sola de ellas que pariese en una cama como dios manda.

Sara, la que emigroó a Suiza con su marido, parió arrancando malas hierbas de entre el maíz. Pensaba que se había meado. Las chicas sólo llevaban bragas en ciertos días del mes, con lo cual con recogerse la falda y agacharse abonaban los campos.

Aunque todos los hermanos fuimos criados en el mismo régimen, una familia sin una oveja negra, no es familia.
La nuestra fue mi hermana Lola. Loca y rebelde, sin un atisbo de cordura. Una noche de San Juan pasó lo que preveíamos, se quedo preñada.
Mis padres la encerraron en casa hasta que tuvo la criatura, la mandaron a la capital y tuve una nueva hermana postiza, de ojos negros, que ni lloraba, ni gemía.



Los chicos de mi edad se dividían en  los que eran hijos de marineros muertos y los que eran hijos bastardos, que se llamaban así a los natos fuera de matrimonio cristiano. Mirando mis palabras, me doy cuenta de que no existía otro tipo de unión entre hombre y mujer.
Los huérfanos eran tratados con mimo por los aldeanos, los bastardos eran mirados mal como si tuviesen la culpa de que sus madres cometiesen tal "pecado".

Mi aldea es lo suficiente beata como para que las viudas de los marineros tengan a quien rezar, una vez muerto su hombre; como para que las mujeres que tienen a sus maridos en alta mar, pidan protección a algo o alguien, como si esos rezos sirviesen para calmar el mar embravecido, parar la embestida de las olas y evitar el mazazo contra las rocas.

Muchos chicos eran venidos al mundo sin posibilidades de conocer a su padre, sea un caso u otro.

Los bastardos carecían de afecto hasta en su propia casa, porque mandaban a su madre nada más parir a las ciudades con sus familiares, lejos de los murmullos de la aldea. Para darles la oportunidad de rehacer una vida sin la mancha de haber traído un bastardo al mundo.

Un bastardo sólo servía para trabajar los campos, en caso de ser chico. No podían perpetuar los apellidos de la familia porque no tenía derecho ni a las sobras de la comida. Las chicas se llevaban la peor parte.
Para mí, eramos todos parte de la misma miseria.

Después estaba la otra división que eran machos y hembras.

Había muchas más mujeres que hombres. Mujeres vestidas perpetuamente de negro, mujeres que arrastraban desde la infancia hasta la vejez el luto por el padre, el hermano, el hijo o si vivían lo suficiente, el nieto, tragadas por la insaciable mar.

La aldea era un matriarcado machista,  las mujeres tenían poder de decisión sobre toda la familia. Sobre la educación, sobre los destinos de todos los miembros, administraban su economía y al final de su existencia, repartían la herencia como bien dispusieran.

Con el concepto de machista me refiero a que los hombres tenían preferencia sobre las mujeres, se sentaban antes a comer, comían las mejores raciones, se casaban con quien querían.

Las funciones de las mujeres en la aldea eran mucho más domésticas, ayudaban de niñas a sus madres y abuelas, aprendiendo mientras tanto a cocinar, coser o hacer encajes de bolillos. En las tardes de primavera mientras las mayores panillaban a las puertas de las casas, haciendo un gran corro junto con las vecinas, las niñas atentas a las conversaciones de sus mayores, iban conociendo los secretos de la vida de adultas.


Las mujeres hablaban de todo tipo de chismorreos, reían con chistes verdes, o contaban viejas historias acaecidas en el transcurso de los años en la aldea. Mientras tanto, las niñas guardan un respetuoso silencio y escuchaban con atención las conversaciones de sus mayores, todas las dudas que les asaltaban de cuanto oían a sus mayores, las memorizaban para, luego en la intimidad del hogar, exponérselas a sus abuelas.

Así hasta el día en que se casaban, sólo entonces eran consideradas verdaderas mujeres, y pobres de aquellas que no casaran, estaban condenadas a ser tías de por vida, una especie de mujer de segunda categoría, sin hombre con el que compartir gratos momentos de amor, sin hombre que la sustentara, sin hijos a los que educar, y sin la posibilidad de llegar jamás a ser la matriarca de la familia.

Finterra

Anotación: la descripción de la matanza la pongo con spoiler para no herir sensibilidades.


Mi hermano Hipólito tenía 30 años, era el cuidaría las tierras a la muerte de mis padres. Puede parecer extraño que un hombre se quedé en una aldea gallega aislada del mundo cuando se le mentaliza que su futuro está ahí fuera. Siempre hay una razón para ello.
La de mi hermano fue perder una mano de pequeño dando de comer a los cerdos.

Un hombre con esa tara física no puede faenar en alta mar sin poner a sus compañeros en peligro ni emigrar para hacer los trabajos sucios.

Los veranos nos reuníamos toda la familia en la era, venían de vacaciones los emigrados y los marineros vivos, trayendo su prole a mi madre para que viese el buen desarrollo de la sangre.
Cuando le preguntaban los chiquillos a Polito sobre su mano, él contestaba, que le dio por contarle los dientes a un cerdo.

El cerdo es omnívoro, se lo come todo, hasta tus ropas como te descuides.

Sorry but you are not allowed to view spoiler contents.


Pilar tenía 20 años, heredó la altura y la cabezonería de papá y toda la mala uva de mamá. A Pili la respetábamos como hay que respetar a alguien que puede arrastrar 150 kilos de cerdo vivo, subirlo a pulso al banco de matanza y rematarlo sin esfuerzo alguno, ni sudor en su frente.

Mis padres sostenían que iba para "vestir santos", que sería la "tita solterona".

Hasta que un buen día, vino a tomar achicoria la comadre de la casa vecina (tengamos en cuenta que las distancias en las aldeas gallegas son relativas, se suelen medir por horas de andar. Vecina, traduzcámoslo como a una dos horas de camino).

Chismorreándole a mi madre que vieron a Pilar sentada en el cruceiro de la corredoira a Mira hablando con Ramiro, de Lamas.

Mis padres no sabían si llorar o reír. Ramiro era el zapatero remendón que recorría las aldeas en su bicicleta destartalada, recosiendo los zapatos. Aquí nunca se tira nada, se remienda todo.
El caso es que el hombre no era bien mirado en casa. Esa noche mis padres estuvieron hasta las tantas conversando, de vez en cuando, mi madre soltaba una risilla y mi padre un chist!.

Ahora veréis lo de Ramiro. Medía 1,60 y pesaba unos 60 kilos escasos, mal comparado por mi madre, hasta un pollo de corral abultaba más.

Sus ojillos apagados por tantas noches remendando a la luz de las bujías, su piel macilenta pegada a los huesos, sus pies y manos destacando por su enormidad... aquí vendría una gracia de mi madre acerca de los tamaños, que no viene a cuento.


Entre pitos y remiendos, Ramiro se presentó a pedir la mano de mi hermana un domingo después de misa. Debo añadir un inciso, mi hermana fue la que pidió la mano de Ramiro a mis padres. No preguntéis, mi familia era peculiar.

Mi padre sentía curiosidad por ese pequeño zapatero remendón y mi madre sólo quería saber de que iban a vivir.

Ramiro saca de la alforja un manojo de papeles, demostrando poseer varios acres de tierra y un centenar de reses con su toro semental. Era hijo único y huérfano de padre antes de nacer. Suplía su falta de físico con coraje y redaños.

Por tanto, en pocos meses seríamos uno menos en casa y en otros nueve ampliaríamos la estirpe. Así como le parían las reses a Ramiro, así paría mi hermana, así como el semental preñaba a las vacas, Ramiro hacia lo propio.

Finterra

Mi hermana Manuela tenía 19 años era dulce y risueña. Se iba a quedar a cuidar a mis padres cuando no pudiesen valerse por sí mismos. Habitualmente, esto le corresponde a la última niña de la familia.
Manuela no matrimonió debido a un accidente que le impedía andar bien. Renqueaba de la pierna derecha.

Cuatro años atrás, en plena noche no encendió el candil para ir al meadero, pisó una tabla falsa, el suelo del dormitorio se caía a pedazos y las tablas estaban carcomidas. Cayó a la cuadra y se espetó el asta de una vaca atravesándole el fémur. El medico que teníamos por entonces era el veterinario y la comadrona, te sacaban desde una criatura a la luz como te recomponían un hueso.

Curo mal la herida dejando una cojera evidente en mi hermana. Después de este accidente, mis padres empezaron a construir una nueva casa.

Constaba de cinco plantas. Un sótano con una parte para la salazón, otra para el alambique del viejo y el pozo del agua. La planta de entrada se componía del comedor, la cocina y un hueco para el molino de harina. En la primera planta se hallaban doce habitaciones con dos grandes cuartos de baño. La penúltima era todo ropero y la ultima era terraza para tender y cribar el grano.
Todo el suelo de baldosa orensana de la mejor calidad, las puertas y ventanas de madera de roble talladas por nosotros, los muebles de palisandro... pasábamos buenos momentos en el taller de mi padre.
Aún tardaríamos un par de años más en habitarla, aunque sabiendo lo que sabemos ahora...


Los otros de la casa, por orden descendente de nacimiento, eramos Jesús y Alfonso, ambos de 15 y 14 años, Santiago, Marcial, Mercedes, Antonia, Constantino, yo y la pequeñaja.
Más adelante, desgranaré su vida.

Mano de obra barata, decía mi padre.

María salió silenciosa y curiosa como un gato. Raro era el día que no estaba arañada o que sus rodillas no presentasen deshollamiento.
Cuando la reñían abría los ojos de par en par empañándose su mirada de incomprensión, aleteaba sus largas pestañas y todos nos rendíamos ante su encantadora inocencia.

Ella no hacia nada malo, sólo curioseaba. ¡¡¡Cuántos disgustos nos daría su curiosidad!!

Cuando se asomó al pozo hizo contrapeso en el caldero del mismo, desenroscándose la soga y cayendo al fondo. La encontramos muerta de frío a la hora de subir el agua para la cena.
Gracias a Dios, la soga no llegó al final, enganchándose en una piedra de la boca del pozo.
Otra vez, abrió de par en par, la cuadra de los cerdos saliendo estos al galope y siendo arrastrada por el más grande. O la vez que saltó a un barranco lleno de matojos para saber que profundidad tenía, o la vez que cortó las cabezas de todas las gallinas para saber cuanto tiempo transcurría entre muerte y muerte (en mi vida, comí tanto pollo).
O la vez que probó a degollar a uno de los pastores alemanes imitando la matanza, lo salvamos por los pelos, el pobre se dejaba hacer.
¡¡¡Muchos disgustos!!!


------
Por fin, nos mudamos a la nueva casa. Era preciosa, inmensa y cómoda. Tardamos en acostumbrar nuestro cuerpo a los muelles del colchón y a la cama con cabecero. Lo de asearnos a diario fue más duro de llevar.
Antes, sólo tocaba los domingos, en un balde de madera con el agua calentada en el pote.

Mi madre estaba feliz con su gran cocina de hierro de 8 fuegos, su horno, sus pilas de piedra para lavar la vajilla y sus inmensas marmitas de cobre.

El comedor lo protagonizaba una gran mesa de palisandro que cerrada era para catorce comensales y abierta doblaba su tamaño. Una chimenea coronaba el fondo con dos mecedoras, varias butacas y el escupidero de mi padre.


No escatimaron gastos, pasamos de vivir en una pocilga y comportarnos como cerdos a vivir en un palacio y comportarnos como... cerdos.

Mi madre estrenó todo su ajuar, vajilla, manteles,... tardaban más en poner la mesa que nosotros en comer.
Al mudarnos descubrimos la cara oculta de mi madre... instauró un nuevo orden matriarcal.
Pasamos de comer sardinas con los dedos a no poder sorber la sopa en la mesa y a usar cubiertos de plata, de sentarnos en el suelo a tener que estar erguidos en las sillas,...


Fue un cambio tan drástico (horroroso) que Jesús y Alfonso se largaron al mar al mes.


El que más disfrutaba de nuestro asombro era mi padre, como no teníamos suficiente con las hormonas de la adolescencia.


Las mujeres de mi familia dejaron de pisar las cuadras y los campos los usaban para pasear sus vestidos florales recién hechos. Vestidos que cosían frente a la lumbre de la chimenea tomando achicoria y vinos dulces.


¡¡¡Teníamos la revolución femenina en casa!!!

Lacitos por los suelos, encajes, filigranas de colores en las butacas, ropa interior a ganchillo,...
Los cuatro hermanos que quedábamos nos sentíamos extraños en el nuevo mundo, desubicados. Habían tirado en poco tiempo nuestro mundo seguro y sin peligros a la basura. No conocíamos el nuevo terreno de juego. Estábamos perdidos entre tanta novedad.

Mis hermanas y mi madre convirtieron la casa en su castillo feudal, se impusieron normas nuevas, no se podía entrar con el calzado sucio dentro de casa, no se podía escupir en el suelo, todo se convirtió en un "No hagas eso o aquello".

No bien se aposentaron los nuevos hábitos en mi cuerpo cuando entró otro a paladas: la cultura, en forma de libros de todos los tamaños, colores y autores. De la noche a la mañana, las estanterías se llenaron de ellos.

Los sábados y los domingos frente a la lumbre oyendo leyendas de Santa Compaña se convirtieron en recitales de pasajes de libros. ¡¡¡¡Quién diría que mi padre sabía recitar poesía!!!!

Últimos mensajes

El hilo con el increíble título mutante de jug0n
[Hoy a las 21:29]


Adivina la película de jug0n
[Hoy a las 21:28]


Gran Guía de los Usuarios de 106 de Orestes
[Hoy a las 15:15]


Felicidades de Paradox
[Ayer a las 12:40]


¿Qué manga estás leyendo? de M.Rajoy
[26 de Abril de 2024, 11:54]