Noticias:

Dichos popular cientoseisero #1: Nunca digas de este agua no beberé, este cura no es mi padre o esta polla no es de Aliena

Menú Principal

V CRAC. Relatos.

Iniciado por Faerindel, 01 de Julio de 2010, 01:52

0 Miembros y 1 Visitante están viendo este tema.

Faerindel

Se nota que es verano. 7 relatos nada más, y con la nueva regla de votaciones a saber cuántos quedan al final. :lol:

Recordamos que hay que votar todos los relatos (incluso el propio) y que los autores deben votar obligatoriamente.

Si hay algún fallo de forma (un tag mal puesto, espacios entre párrafos, etc), me envían un mp para corregirlo.

Gracias a todos por participar.

Faerindel

#1
Relato nº1

end LOOP

Sábado.

Lo primero que reconozco al abrir los ojos es la pequeña gotera en el techo.
Chapotea sobre mi cuerpo, con un ritmo que me recuerda al latido de un corazón.

Estoy tirado sobre el suelo de la ducha, como un juguete roto, con la espalda apoyada sobre los fríos azulejos de la pared. Me encuentro totalmente vestido, unos vaqueros y una camisa blanca que ya apestan a sudor, y a sangre.
Siento que mi cabeza está a punto de estallar. Deben ser las drogas que tomé.

Mi reloj marca las 3.25 de la madrugada. He pasado menos tiempo inconsciente de lo que esperaba. Debió ser ese ruido, entonces lo recuerdo, estridente y desagradable, que a mis oídos pareció una bola de acero estallando en mil pedazos.
Debió ser ese ruido lo que me arrancó de mi sueño antes de tiempo.

Trato de levantarme, pero me cuesta mantenerme en pie. Ojalá me diese tiempo a darme una ducha y quitarme del todo este hedor, pero no sé cuándo se irá él. Ahora mismo sigue en el piso de abajo, puedo escucharle. No puedo arriesgarme a que se escape.
Quito la traba que está puesta en la mampara de la ducha, salgo y la vuelvo a trabar, esta vez desde fuera. Esquivo los cristales rotos del suelo y corro al pasillo.
Le estoy escuchando salir por la puerta. Es el rugido del motor de algún coche.
Mierda.
Bajo las escaleras a trompicones. Ya en la calle, el coche es un borrón blanco en la lejanía.

-¡No!

Me importa bastante poco que alguien pueda verme. Mi vecino siempre ha sido especialmente molesto; dudo que sea injusto que ahora tome prestada su bicicleta. Culpa suya por no ponerle un candado más difícil de romper.

Persigo el coche sorteando las farolas de la acera. El borrón blanco desaparece de mi campo de vista pasado un rato. No importa. Me conozco este camino. Sé adónde se dirige. Llegaré después de él, pero llegaré.
O al menos esa era mi intención.
Reconozco que yo me estaba saltando las señales de STOP, pero sólo cogía por donde no hubiese coches, y atravesaba los cruces por donde todo el mundo pudiera verme. Lo que pasa es que el taxista no quiso o no pudo reaccionar a tiempo.
Me arrolla.
Mi cuerpo se estrella contra el suelo. Me he golpeado la cabeza con fuerza.

Con mucha fuerza.





Sábado.

Mucho antes de que mi agresor me robase mi coche, se tomó su tiempo para pasearse por mi casa, nostálgico. Antes que mía, había sido suya. Siempre guardó una copia de la llave, y se la trajo consigo. De esa manera fue capaz de colarse sin llamar la atención.
Pasó por la cocina para hacerse un bocadillo, inspeccionó las notas de mi laboratorio con una sonrisa triunfal, curioseó entre las fotos de mis seres queridos, y fue al cuarto de baño a afeitarse (era necesario para él). Malacostumbrado a su cuchilla personal, más moderna, con ésta se hizo un corte en la barbilla. Al ir a limpiarse tiró accidentalmente el vaso de los cepillos de dientes al suelo. Se hizo añicos con un ruido estridente y desagradable.

Todavía estaba recuperándose del shock de haberme atacado. Claro, una cosa era planearlo y otra muy distinta llevarlo a la práctica. Él no estaba acostumbrado a estas cosas, no era una persona violenta, pero cuando algo tan importante estaba en juego, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Y había recurrido a esto porque era la única manera.
Alrededor de las 3.35 de la madrugada, mi agresor recogió las llaves de mi coche del mueble del salón en el que suelo ponerlas, y se llevó mi coche.

Media hora más tarde, estaba buscando aparcamiento en las calles de un barrio residencial de casas clónicas, en las afueras de la ciudad. Sabía que había llegado temprano y no le importaba esperar. Se encendió un cigarrillo y puso en la radio uno de los discos que yo guardaba en la guantera.

Alice salió de la casa un rato más tarde, guapísima, tal y como él la había conocido, con sus rizos pelirrojos cayendo sobre sus hombros, y un vestido negro que mi agresor todavía tenía grabado a fuego en su memoria. Estaba preciosa.
Mi agresor tiró el cigarrillo por la ventana y salió a darle el encuentro. Hasta entonces Alice parecía intranquila, molesta por el hecho de que la fiesta de Thomas Granger no había salido como esperaba, o quizás por el mal presentimiento de que algo inquietante la aguardaba. Tan pronto como vio a mi agresor, su expresión se tornó sorprendida.
-¿Danny? ¿Qué haces aquí?

Fue incapaz de contestar.
No se molestó en reprimir sus ganas de abrazarla. Alice correspondió a su abrazo con una amplia sonrisa, aunque todavía le buscaba una explicación. Tenía entendido que últimamente Daniel no había hecho mucho por recuperar el contacto, ni con ella ni con nadie; se pasaba días enteros encerrado en su casa. Quizás es que ahora había pasado algo. En ese caso, se alegraba de que fuera así.
Mi agresor, por su parte, tenía una lágrima silenciosa resbalando por su mejilla.
-Llevaba mucho tiempo sin verte.
-¡Anda! Ni yo a ti.-al sonreír, a Alice se le formaban un par de hoyuelos en las mejillas.-¡No sabía que fueras a venir a la fiesta al final!
-Bueno, cambié de idea.
-Oh.-frunció los labios, sin terminar de creérselo del todo.- Pues es una lástima, Danny, porque yo me iba a ir ya...
-Lo sé. Por eso estoy aquí.
-¿...Cómo?

Alice le miró sin comprender, esperando a que explicase lo que quería decir. Reparó en la lágrima de su mejilla; un escalofrío recorrió su espalda. Daniel se dio cuenta y se apresuró a limpiarse.
-¿Va todo bien, Danny...?
-Claro que sí.-mintió, sintiendo los latidos de su corazón casi en la garganta. Cambió de tema rápidamente.-Escucha. Te dije que te llevaría en coche después de la fiesta, y siempre me sentí muy mal por habértelo cancelado. He venido a cumplir mi promesa.
-Danny...-Vaya, aquello sí que era increíble viniendo de Daniel.-Escucha, no tenías que haberte molestado. Además, ya hace un rato que llamé a un taxi.
-¡Alice!-No parecía dispuesto a aceptar un no por respuesta.

La miró con dureza a los ojos, haciendo un esfuerzo para que no notase lo importante que era para él volver a verlos.
-...Por favor.-Era una súplica.-Tengo cosas que contarte.

Insistió hasta que Alice cedió. Mi agresor era capaz de ser muy persuasivo, y recordaba los puntos débiles de la pelirroja. Montaron en mi coche y regresaron a la ciudad.
Por el camino les sorprendió una calle cortada que tuvieron que rodear. Había habido algún tipo de accidente.
-¿Qué ha pasado ahí?-Alice se quedó mirando los destrozos. Un taxi había volcado y se había quedado empotrado contra una farola. Se llevó por delante una bicicleta naranja que había salido muy mal parada. Ya sólo faltaba que llegase la grúa.
-Algún conductor borracho.-Sin que Alice pudiese verlo, mi agresor sonreía.

Cenaron juntos en un restaurante de comida rápida impersonal y frío, donde las probabilidades de encontrarse con alguien capaz de reconocer a mi agresor eran mínimas. Daniel tuvo con ella todas las conversaciones que había querido tener con ella desde siempre, y aunque no le dijo la verdad ni en la mitad de ellas, ni mucho menos le contó lo que había sucedido, ambos sentían que no habían estado tan cercanos jamás hasta ese momento.

La acercó a su casa antes de las 5.00 de la mañana y se despidieron con cariño. Había llegado la hora de que mi agresor terminase lo que había empezado. Regresaría a mi casa.
No era un trabajo difícil. Solo tenía que liberarme, y salir de la ciudad tan rápido como fuera posible, antes de que alguien más pudiese verle.
Aparcó en mi garaje, entró a dejar las llaves en el mueble, y se preocupó de dejarlo todo como si él nunca hubiese estado allí. Al hacerlo cayó en la cuenta de que mi bate de béisbol no estaba donde él lo había dejado.
Mi agresor dedujo correctamente que me había escapado y tenía intención de abrirle la cabeza en cuanto le viese. Trató de huir en mi coche, pero se encontró con que yo ya había pasado por el salón y me había llevado las llaves. Lo había hecho a propósito. La policía estaba rodeando la casa, y mi agresor comprendió que me las había llevado por ese motivo.

Con su instinto de supervivencia dictando órdenes a toda velocidad, se deslizó en silencio hasta la cocina y se armó con el cuchillo más grande que encontró. Me llamó por mi nombre con voz suave y me invitó a salir para "hablarlo", pero si acaso estaba esforzándose en esconder su arma y parecer poco amenazador, no lo estaba haciendo nada bien.
Revisó todas las habitaciones hasta llegar al piso de arriba. Allí yo había cortado la luz. Me estaba escondiendo en mi dormitorio, y él lo adivinó.
¿Dónde me escondería si estuviese en su lugar?, pensó mi agresor, tratando de orientarse en la habitación a oscuras.
El hueco detrás del armario parecía una buena idea.
O mejor aún...debajo de la cama. Era una opción aún mejor.

-Escúchame. Sé que estás nervioso.-se acercó poco a poco hacia la cama.-Tan solo sal y mírame a la cara. Déjame que te explique todo lo que tienes que saber, o te arrepentirás el resto de tu vida.

No le dejé terminar.
Salí del hueco detrás del armario, cogiéndole por la espalda, y le reventé la puta cabeza con el bate de béisbol.




Sábado.

Creo que intentaban matarme.

Todavía estoy sangrando por la boca, y siento el roce del aire con la herida como si fuese fuego contra mi piel.
Ya he abierto los ojos, pero la luz apenas entra por una rendija del estrecho espacio en el que me encuentro. Huele a madera húmeda, y puedo sentir el frío suelo bajo mi espalda.

Grito. Con todas mis fuerzas. Se me ocurre demasiado tarde que todavía pueden andar cerca. Escucho, pero a mi alrededor no oigo a nadie. Creo que no están, estoy solo.

¿Quién ha podido hacerme esto? ¿Por qué motivo? ¿He tenido yo enemigos alguna vez? ¿Van a matarme? ¿O sólo quieren jugar conmigo? ¿Querrán llevarse mi dinero, mi ordenador, los resultados de mis experimentos?

Intento liberarme de las cuerdas que me atan de pies y manos. No puedo romperlas, no soy lo bastante fuerte; pero consigo, con dolor, deslizarme fuera de los nudos. Con las manos al fin libres, me apoyo en la pared para poder ponerme en pie.
Sólo entonces caigo en la cuenta de que no me han arrastrado a ningún zulo: estoy en el armario de la habitación de mi casa. La persona que me golpeó en la cabeza y me dejó inconsciente, me escondió en mi propio dormitorio. Reconozco mis propias camisas, ahora manchadas por mi sangre.

Si es un secuestro, no me han llevado muy lejos. Y ellos tampoco han podido ir muy lejos. O no han querido.

La puerta del armario está bloqueada por algún tipo de barra sólida. No consigo verla a través de la pequeña rendija, por la que mis dedos no caben. Se me ocurre que el gancho de una percha debería ser lo bastante fino para deslizarse por el hueco. Así consigo desencajar la traba de la puerta.

Compruebo, efectivamente, que estaba encerrado en mi propio dormitorio, y que no hay nadie más en casa. Son las 4.50 de la noche. Lo primero que hago es llamar a la policía. Les doy mis datos y contesto a todas sus preguntas con lo poco que sé de mi agresor; me cogió por la espalda. Una unidad llegará de un momento a otro.

Paso por el cuarto de baño para limpiarme la herida y encuentro cristales rotos en el suelo. Los barro y me quedo mirando mi reflejo en el espejo.
Tengo un aspecto horrible.
Me gustaría darme una ducha, pero al ir a abrir la mampara de la ducha me la encuentro trabada. En ese momento recuerdo que todavía está esa maldita gotera, y no me queda más remedio que limpiarme con el agua del lavabo.

Investigo en el piso de abajo, en busca de qué me pueden haber robado. El coche. Me falta el coche. Hijos de puta. ¿De verdad era esto lo que querían? ¿Hacía falta encerrarme para esto?
Salgo del garaje, cojo unos analgésicos del botiquín. Me siento en la cocina para prepararme un bocadillo y pensar en cómo les voy a contar a los agentes lo que me pareció ver.

Apenas llevo allí unos minutos cuando escucho un coche acercándose a la casa, pero conozco el rugido de ese motor. No es la policía.
Mi agresor ha vuelto.
Necesito algo con lo que defenderme. El bate de béisbol que él usó para golpearme en la cabeza me parece perfecto.
Está metiendo el coche en el garaje. Tengo poco tiempo para actuar. Me escondo en la habitación más cercana, con el bate en las manos, y contengo la respiración.
Está ahí. Lo tengo ahí mismo.
Él cree que estaré todavía maniatado en mi armario y me buscará allí. Le escucho moverse. Debo aprovechar ahora que está lejos.

Mientras él pierde el tiempo en la otra mitad de la casa, yo salgo de la habitación sigilosamente en busca de un escondite mejor. Consigo llegar hasta el salón, y me llevo conmigo las llaves del coche antes de que pueda escapar. Durante un instante me siento muy tentado de huir yo, conducir tan lejos de ese hijo de puta como sea posible. ¿Y si está armado y ahora me mete dos tiros?
Pero la policía está ya al llegar. Todo lo que tengo que hacer es esconderme y esperar a que lleguen. Quiero saber quién es él, quiero que acabe en la cárcel. Y más importante, quiero que alguien me explique de qué va todo esto. Él es el único que puede hacerlo.

Subo al piso de arriba, antes de que pueda volver al salón. Le escucho llamarme por mi nombre, es la primera vez que me habla. He escuchado su voz antes, aunque no recuerdo de quién puede ser. Y sin embargo, él sí que se acuerda muy bien de mí.
Ahora mismo él es el gato y yo el ratón. Habrá que darle la vuelta a eso.
Mi dormitorio me parece el mejor lugar para esconderme; es la última habitación del pasillo. Corto la luz para obligarle a avanzar a oscuras.
¿Dónde debería esconderme?
El hueco debajo de la cama parece una buena idea.
O mejor aún...detrás del armario. Es una opción aún mejor.

Aguardo allí en silencio, sin mover un músculo, durante unos segundos que se me hacen eternos. Siento los latidos de mi corazón casi en la garganta.
Se está acercando.
Agarro con más fuerza el bate de béisbol. Me sudan las manos.
Está entrando en la habitación.

-Escúchame. Sé que estás nervioso.-Nunca jamás en mi vida yo había sentido tanto miedo como cuando escuché su voz y me pareció reconocerla.-Tan solo sal y mírame a la cara. Déjame que te explique todo lo que tienes que saber, o te arrepentirás el resto de tu vida.

No le dejo terminar.
Salgo del hueco detrás del armario, cogiéndole por la espalda, y le reviento la puta cabeza con el bate de béisbol.

No había sido mi intención matarle, me repito una y otra vez a mí mismo hasta que me lo creo.
La habitación se ha quedado ahora en un mortecino silencio, y el único ruido que mi agresor emite es el de una respiración tenue que termina por apagarse.
Todo ha acabado.

Pero en cuanto encendiese la luz, todavía me aguardaba un horror más terrible que cualquiera de los que había experimentado en aquel día y en toda mi vida. Porque al verle, la sangre que manchaba mis manos cobraba ahora un nuevo, terrorífico significado, y sentí un enorme vacío en mi estómago, una ansiedad que no me permitía ni imaginar qué diablos podía haber sucedido y qué diablos iba a suceder a partir de entonces.
Porque bajo mis pies yace el cuerpo sin vida de mi agresor, que no era otro sino yo mismo, mi misma persona.

¿Me habré vuelto loco?

Estoy intentando pensar en alguna explicación de cómo puede ser esto posible, pero parece que no tendré mucho tiempo para especular. Estoy escuchando el coche de policía aparcar frente a mi casa, y yo puedo llegar a ser muy persuasivo, pero no sé cómo explicaré toda esta situación a los agentes. ¿Cuenta esto como asesinato o como suicidio? No quiero ir a la cárcel, ¿es posible que vaya a la cárcel? No creo, esto tiene que contar como defensa propia, y nunca mejor dicho. Él me había atacado primero.

Los agentes están llamando a la puerta, y yo todavía estoy muerto de miedo.

Me agacho sobre el charco de sangre, manchándome los zapatos, para examinar su cuerpo y tratar de encontrar alguna explicación a todo esto.
Soy yo. Él es yo.
Vestido con una camiseta roja y unos pantalones que no he visto nunca.
Casi tan afeitado como yo, y con un cortecito en la barbilla.
Quizás aparenta un par de años más que yo.
En un bolsillo lleva una cartera con un documento de identidad asignado a un nombre falso, ilustrado con una foto mía de carné que no recuerdo haberme sacado jamás. Y algo de dinero. Y una copia exacta de la llave de mi casa.
En el otro bolsillo guarda algo que conozco a la perfección.

No puede ser posible.
Creía que sólo había sido un sueño. Que todos mis experimentos serían fallidos, no importaba cuántos días enteros me pasase encerrado en mi laboratorio. Intentando recrear esa idea, tan clara en mi cabeza, pero que tenía que ser físicamente imposible de realizar.
Y sin embargo ahí estaba.
Delante de mí, tal y como yo la había planificado, con un diseño más depurado y algunos elementos estabilizadores que a mí se me habían pasado por alto. Era el resultado de la entera dedicación que yo ya había prometido que nunca volvería a destinar a mi imposible proyecto. Para mí solamente eran notas en el laboratorio, algo descartado. ¿Por qué para él se convirtió en algo más?

Están llamando a la puerta otra vez. Si no salimos con las manos en alto, van a entrar por la fuerza.
No. No puedo dejar que esto acabe. Necesito saber qué ha pasado, por qué oscuro motivo he sido capaz de hacer algo que me prometí a mí mismo que nunca llegaría a hacer.
Debo impedir que lo que ha pasado vuelva a suceder.

Ignorando las órdenes de los agentes, tomo el objeto entre mis manos. En alguna habitación de mi casa debe haber un rincón en el que nadie vaya a descubrir un campo magnético de partículas exóticas. La respuesta está al otro lado del pasillo, en el cuarto de baño.
La ducha estaba cerrada hasta que se arreglase la gotera. Nadie iba a entrar allí.
Quito la traba a la mampara y me asomo.
Ahí está, delante de mis narices. La máquina que todavía no he construido. Real y operativa. Había perdido la esperanza de llegar a verla algún día ni empezada, y ahí había estado escondida todo este tiempo, terminada.

Llegué a hacerlo, y sólo Dios sabe cuánto tiempo trabajaría sin descanso para conseguirlo, pero lo logré.

Sin pensármelo dos veces, enciendo y dejo que los generadores se vayan calentando. Saco del botiquín los sedantes que necesito para atravesar inconsciente el proceso de desintegración, y abuso de ellos hasta rozar la sobredosis.
En el piso de abajo, los agentes ya han tirado abajo la puerta. Están entrando, armas en mano, a mi salón. Ya es sólo cuestión de tiempo que vengan al piso de arriba y descubran lo que ha sucedido.
Pero no me encontrarán a mí.

Cuando los delgados postes eléctricos en las esquinas de la ducha han alcanzado la temperatura mínima, atravieso y cierro la mampara, dispuesto a dejar atrás todo lo que he hecho hasta ahora y repetirlo, con la esperanza de que el remedio sea mejor que la enfermedad.
Les escucho subir por las escaleras. No importa. Ya ha empezado.
Sujeto con fuerza el objeto en mi mano.

Siento un cosquilleo por todo mi cuerpo. Experimento cómo mis células son barridas y asimiladas por el campo de energía que me trasladará, durante el tiempo que permanezca inconsciente, a algún punto lejano del momento en el que me encuentro.
El dolor bloquea todos mis otros sentidos hasta hacerme gritar; los sedantes me conducen bruscamente hacia el profundo sueño del que espero despertar dentro de unas horas.

Lo último que veo antes de cerrar los ojos es la pequeña gotera del techo.
Chapotea sobre mi cuerpo, con un ritmo que me recuerda al latido de un corazón.

Faerindel

Relato nº2

El Asesino

Paso  hacia mucho tiempo. Era un jueves otoñal por la noche. Las hojas se acumulaban por la vereda. Yo y mi esposa hacíamos esfuerzos por esquivarlas.
   Acabábamos de salir del teatro, era nuestro decimoquinto aniversario y estábamos por entrar en una de esas típicas callecitas porteño del centro. Cuando mi mujer de repente sufrió un estremecimiento. – ¡Mi anillo!- gritó – Mi anillo de compromiso, lo debo haber dejado en la butaca. - . – Tranquila – Le dije  - Lo voy a buscar – y me separe de ella. Que idiota que fui, pensar que esa seria la ultima vez que la viera con vida y todo por un estupido anillo.
   Cuando volví rengueando por el cansancio la encontré descuartizada en medio de la calle. El solo hecho de recordarlo me paraliza, así que no voy a entrar en detalles insignificantes. Haciéndolo breve diré que la policía llegó, mejor dicho la inútil policía llegó y no encontró pistas del asesino. Por supuesto no me conforme con eso y recurrí a un investigador privado, el más caro que encontré, con la estupida idea que seria el mejor.
   Y así paso el tiempo: días, semanas, meses, sin ninguna novedad. Por años me obsesioné con el asesino. Me imagine mil veces frente a él y dándole la paliza que se merecía. Dejé de salir a la calle. Cerraba puertas y ventanas. Vigilaba la calle a menudo con los prismáticos. Dejé de confiar en nadie. Ni familia, ni mis amigos más íntimos. No recibía visitas. Me compre un revolver que llevaba siempre cargado.
   Hasta que un día me llamó el investigador privado y me dijo que nueva evidencia había surgido y que ya sabían quien era el asesino. Me emocione y le pedí que nos juntáramos en un bar y que llevará la evidencia con él.
   Cuando llegue él ya estaba esperándome. Tuvimos una charla breve, finalmente me entrego el sobre y se fue repentinamente. Sin perder tiempo abrí el sobre y empecé a examinar una a una la evidencia. Pero cuanto más veía, más me sorprendía. Hasta que llegue a la ultima hoja, en esa hoja estaba escrito el nombre del asesino. Miré el nombre y grité: - ¡No! ¡No puede ser él es imposible!- Mire del otro lado del salón donde había un espejo. En él se reflejaba la silueta del asesino. Era yo.

Faerindel

Relato nº3

Vida y milagros.

La populosa ciudad hierve de agitación. Sus individuos, perezosos al principio, comienzan su frenética actividad diaria. La anciana, sentada en el mismo banco de siempre, contempla como, desde que tiene memoria, todos los que la rodean han seguido la misma rutina, una y otra vez, sin descanso ni desmayo, sin detenerse en nada fuera de lo que la propia vida parecía haberles asignado por mandato divino. Nadie se movía de su puesto, nadie hacía nada inesperado. Oh, sí, alguna vez había habido alguna rebelión, pero quedaba sofocada inmediatamente por la tediosa sociedad que la rodeaba, con sus sujetos bien entrenados, disciplinados cada uno en su materia.

¿Pero por qué de manera tan mecánica? Hay quien denominaba a su trabajo, "arte". ¿Era arte lo que ella hacía? No lo sabía, pero, desde luego, el arte no podía ser lo que hacían los que la rodeaban. Se movían por las pavimentadas calles, ciegos, ajenos a todo lo que corría a su alrededor. ¿Cómo podían apasionarse en algo? ¿Es que acaso podía hacerse algo bien sin apasionarse en ello? Poner el alma, poner todo el ser en lo que haces es la única manera de que salga bien. No sabía por qué, pero siempre lo había pensado así. Había tenido una vida muy larga, más que el resto de sus paisanos, lo sabía, pero no recordaba ni un solo momento de la misma en la que pensara distinto. Estaba pensando en círculos. También sabía aquello. Era una certeza que le había acompañado también desde su nacimiento. Aún sabiéndolo, sólo podía pensar de aquella manera. Le ayudaba a concentrarse en las cosas. Y no sólo eso. Le ayudaba a no pasar por aquellas calles sin mirar. Eran muy contadas las personas que conseguían darse cuenta de aquellas cosas. Y muchas menos las que podían darse cuenta de otras cosas.

Por ejemplo, nadie se había dado cuenta de lo grande que era su ciudad. Muchos de sus habitantes la recorrían todos los días. Algunos de ellos la recorrían varias veces y llegaban hasta los lugares más recónditos y escondidos. Ella no. Ella se quedaba en su lugar de siempre y esperaba que pasaran las cosas. Los demás iban donde estaba la acción, como respondiendo a una llamada que sólo ellos pudieran responder. Todas aquellas señales le resultaban faltas de interés. Ella era especial. En esencia, porque, a pesar de que todos iban de un lado para otro sin parar, ninguno conocía nada más allá de lo que le interesaba. Ella no. Ella lo sabía todo. No había nada de lo que ocurriera en aquella urbe que escapara a sus redes. Estaba enterada del chisme más pequeño. Sabía quién moría en cada sitio, quién nacía, quién era despedido y quién había tenido hijos.

La anciana, considerando todas estas cosas, se paró a repasar lo que había sido su vida.  No había tenido hijos. Jamás había tenido otra función que aquella que había desempeñado durante toda su vida. Tampoco había encontrado interés en viajar. No tenía sentido, teniendo como tenía conocimiento de todas las cosas importantes que acaecían cada día. Había sido dócil. Obediente. Se había adaptado al sistema, había estado en su sitio sin salirse nunca de la pauta. Y, aunque en líneas generales estaba satisfecha, no conseguía conciliar aquella parte que la llamaba a saltarse el guión y a la que nunca había escuchado, porque eso era lo que se esperaba de ella. Sin embargo, las preguntas no cesaban, remarcando la incertidumbre que había marcado los últimos tiempos. ¿Había hecho siempre lo que se esperaba de ella? ¿Había sofocado sus rebeliones internas? ¿O más bien las había dejado fluir? ¿Era eso lo que ella quería? ¿O más bien había hecho siempre lo que se esperaba de ella? ¿Había sofocado...? La letanía se repetía incesante. Desde la infancia.

La recordó. Había sido una época feliz, llena de actividad. Todo lo que descubría era nuevo y el sabor de esa novedad lo convertía todo en una mejor experiencia. Aquel fue el inicio de toda una vida de aprendizaje, que no cesó jamás. Se inició con una educación sencilla, pero eficaz, y pronto destacó. Le cogió el gustillo a eso de aprender y todo lo que la rodeaba la maravillaba, la desconcertaba y la estimulaba por igual. Aún guardaba toda la ilusión infantil y toda la alegría de cuando era niña. No había perdido el espíritu jovial de aquellos tiempos que tan lejanos le parecían ya. Seguía quedándose absorta ante las vías que el mundo y la experiencia iban abriendo ante ella. Si no hubiera sido por la niñez que había tenido, seguramente se habría convertido en otro más de sus anodinos compañeros, que pasaban por su lado sin detenerse a mirar lo que sucedía a su alrededor. Ella quería pensar que no era por desidia, sino más bien porque no tenían abierta su alma para recibir tal cantidad de estímulos, de información impresa en una realidad que parecía no interesarles. Quizá, como ella acababa de darse cuenta, habían perdido ya la frescura y la inocencia, hundidas en el abismo de la costumbre, el uso, la rutina y la comodidad. Como ella, se habían ido haciendo viejos y se habían resignado a ello, dejando fluir el mundo a su alrededor, en lugar de a su través y empaparse de todo aquello que los rodeaba.

Acudieron ahora los recuerdos de su juventud. ¡Glorioso tiempo el de la plenitud de las fuerzas, el de la lozanía y el florecimiento! ¡Ah, que grata época de su vida! Si de niña todo lo que la rodeaba la fascinaba, ahora la fascinación había cambiado su objetivo, y ya no era la cosa en sí, sino la razón de ser de esas mismas cosas. Aquello elevó a otro nivel sus ansias de progresar y puso un nuevo horizonte que alcanzar, descubriendo numerosas vías a las que adherirse. Fue cuando empezó a abrirse camino entre todos los caminos que se le abrían. Le gustaba creer que fue ella la que eligió su destino pero cuanto más mayor se hacía, más se daba cuenta de que aquello había sido una impronta, como si hubiera estado grabado a fuego en su código genético, produciendo una fuerza misteriosa pero imparable, imposible de detener y que la impulsaba únicamente por aquella vía. Ser comunicadora. Se le daba bien transmitir mensajes, codificarlos de forma que todos los demás los entendieran y darles la belleza que sólo los que se dedican a este oficio de la transmisión de información, pueden darle.

En su memoria se instaló el recuerdo del primer amor, la adolescencia, las hormonas chisporroteando por todas partes, haciendo surgir de la nada miles y miles de nuevas sensaciones que hasta entonces no había sido siquiera capaz de imaginar. ¡Aquello era tan puro! Aún podía sentir hervir la sangre, acelerarse su pulso y agitarse su respiración cada vez que recordaba a aquel chico de pelo castaño y ojos verdes que hizo inflamar su corazón. Sintió como aquel torrente de excitación sexual le bañaba, como si fuera la primera vez, y el recuerdo de aquel primer encuentro la inundó y le hizo estremecerse. Cada fibra vibró de nuevo y reverberó en una frecuencia que sólo supo reconocer en su interior, componiendo una melodía desconocida, frenética y a la vez dulce, atiplada, que estalló en un vibrato furioso y un allegro que la dejó exhausta, pero llena de placer y alegría, nadando en un mar de calma después de toda aquella actividad. Casi podía recorrer la senda de todas sus primeras veces, de todas aquellas músicas que se tocaron sin repetirse jamás, deleitándose ahora en la mera composición y no sólo en la sensación que la misma producía. La adolescencia era la época de los apetitos insaciables, del placer sin medida, de la experimentación ilimitada. Y ella probó, probó y probó hasta quedarse sin aliento, picoteando aquí y allá, cultivando todos y cada uno de los campos que se puso a su alcance.

¿Arrepentirse? No. Una de las cosas que había aprendido era que uno no puede arrepentirse de las cosas que no había hecho. Y ella había hecho todo lo que se le había puesto por delante. Una no se arrepentía de haber ido almacenando todos aquellos recuerdos. Se sentía orgullosa de ellos y los exponía a los demás, no se los quedaba guardados para ella. ¿De qué servía tener un tesoro y no disfrutarlo? Aquellos recuerdos era lo único que había ganado durante su vida y nadie podría despojarla de ellos. Bueno, alguien sí... pero cuando llegara, le dedicaría un cordial saludo, como a un viejo amigo al que se conoce de siempre pero que llevara mucho tiempo lejos.

La madurez había llegado casi sin darse cuenta. Ya era toda una comunicadora. Se había pasado tanto tiempo emitiendo información, de una forma u otra, que apenas se había percatado de en qué se había convertido. Torrentes de noticias llegaban a ella y salían hacia los demás transformadas por su propia mano. Y, al contrario que muchos individuos que dicen dedicarse a este bello oficio, ella se quedaba siempre con un poquito de todo eso que recibía. Eso fue lo que construyó su vida y no otra cosa. Las maravillas que observaba en su infancia fueron instructivas. Las experiencias que surgieron de ellas, completaron la base. Pero no fueron más que el duro cimiento sobre el que aposentar su madurez, construida, sillar a sillar, por la información. Había cubierto guerras, había informado sobre atascos. Había hecho circular rumores sobre amoríos y había tenido presencia en las cumbres de Estado. Y todo eso, todas las noches sin dormir, todos los días de trabajo duro, eran lo que la habían hecho.

Igual que durante su niñez, todo lo que la rodeaba la había fascinado, ahora era ella la que fascinaba a los demás. Su trabajo era objeto de estudio, su forma de hacer las cosas era una pequeña maravilla que, sin duda, merecía un puesto como la octava, entre los Jardines Colgantes o el Coloso de Rodas. ¿Por qué no, se preguntaba, si aún nadie había conseguido desvelar sus secretos, revelar sus fuentes? Quizá fuera modestia, pero cualquiera que consiguiera averiguar el menos importante de sus recuerdos merecería un puesto de honor. Sí, seguro que era modestia. O vanagloria. Había gente igual de importante que ella. ¿O es que acaso no eran todos igual de necesarios? Tenía que haber quien fuera capaz de defender el territorio, quien fuera capaz de limpiar las calles, quien pudiera hacer transportes de un sitio a otro, quien pudiera reparar las averías... Cada cual cumplía su función. Igual que ella.

Había cumplido con su cometido, por supuesto. ¿Cómo no iba a hacerlo? Estaba programada para ello. ¿O no? Bueno, qué más daba. Tanto si lo había elegido ella, como si la habían elegido a ella, el caso es que lo había hecho bien, con todo su ser puesto en su función, con toda el alma dedicada a ese trabajo en el que siempre había destacado. Le daban igual los galardones, los reconocimientos. Daba igual que no la reconociera nadie. Estaba segura que sus amigos, aquellos que había ido recogiendo a lo largo del tiempo, sabían quién era y por qué era lo que era.

Amigos... relaciones forjadas hace tanto tiempo... ¿Nadie había sentido, al conocer a alguien, que esa persona había nacido simple y llanamente para conocerla a una misma? Ella sí. Sus amistades parecían seguir una pauta. Tenían muchas cosas en común. No, claro que no todos se dedicaban a manejar información como ella. Unos eran verdaderos deportistas de élite, otros fríos ingenieros calculadores... Sin embargo, aunque aquella era la función que desarrollaban, ella los veía como meros comunicadores. Igual que ella. ¿Qué hacían ellos sino transmitir, igual que ella, sus propios conocimientos? Aunque su forma de expresión era distinta, lo que hacían no distaba mucho de lo que hacía ella. Manifestaban aquello para lo que habían sido entrenados.

Y luego llegó la vejez. Muchos de sus conocidos habían cesado en su actividad. Habían dejado de lado sus trabajos y se habían dedicado a dormitar, quedando latentes, ocupados simplemente en pasar la vida de la mejor manera posible. La gran mayoría habían sido ingresados, de forma permanente, en residencias en las que estaban aparcados, dejándolos a su suerte, sin nadie que se preocupara por ellos hasta que desaparecían.

¿Había sido ella entrenada? ¿Cuándo? La infancia, la adolescencia... eran periodos de entrenamiento. Pero no recordaba haber sido adiestrada. Si se paraba a pensarlo fríamente, era casi un instinto. Había nacido para ello. Aquella frase se la habían repetido una y otra vez propios y extraños. Has nacido para esto.

Se entristeció. Se deprimió. Cuatro palabras, cuatro bloques simples de información habían determinado su vida desde el principio. Su destino, su evolución... todo. Había seguido la pauta marcada por otro. Los senderos, las sensaciones... todas habían estado dirigidas desde la trastienda por otro que, como un director de polichinelas, se moviera entre bambalinas, manejando a su gusto y a su antojo la vida de los demás. Ahora se dio cuenta de la razón por la cual los demás no se habían parado nunca a mirar con detalle nada. Todos eran títeres de la misma mente, todos eran actores que habían representado un papel insignificante en el gran teatro que era la vida.

Y ahora iba a morir. Sola.

Notó cómo sus amigos habían cortado los lazos con ella. Unos habían muerto. La edad, decían. La enfermedad, decían otros. El caso es que sus relaciones habían quedado cortadas poco a poco. Y las que quedaban, aquellos escasos individuos con los que aún podía relacionarse, habían dejado de dar señales de vida. O de recibirlas, ya puestos, porque ninguno contestó a su llamada.

Igual debería haberse acordado de ellos de otra manera, por ejemplo, viajando a visitarles. En tren. Le encantaban los trenes. Durante su niñez, los trenes eran enormes y constantes, no dejaban de pasar. Siempre pasaban por su estación. Y ella se quedaba en uno de los bancos, el mismo en el que estaba ahora, viéndolos pasar. Unos eran muy largos, con multitud de vagones. Otros, eran muy cortos, con apenas uno o dos coches. Pero en aquellos tiempos, todos pasaban por delante de ella. En su adolescencia, la estación creció, se hizo mucho más amplia y acogedora. Se llenó de tiendas. Venían miles de pasajeros, curiosos y compradores. Y, a pesar de todos esos cambios, seguía mirando los trenes. Incluso pasaban con más frecuencia. Llegaban, descargaban su carga y se iban. Llegaban, cargaban y se iban. Aquel trasiego dejaba en ella una huella indeleble. Era como un vicio. Trenes, trenes y más trenes. Todo se empezaba a reducir a eso para ella. Su estación fue remodelada, de nuevo, cuando llegó a la madurez. Cambiaron las vías, para que las cosas circularan más rápido, pero también les cambiaron el camino. Allí ya no pasaban tantos trenes como antes. Seguía habiendo la misma variedad de ellos, pero cada vez paraban menos. Menos pasajeros bajaban, menos se subían. Habían ido perdiendo el interés por aquella vieja parada, pero ella se sentía como si fuera ella por quien lo habían perdido. Ella estaba en su banco para verlos a ellos, pero a nadie le importaba ya aquello. ¿O no le había importado a nadie? El último tren que había visto pasar, lo había hecho hacía muchísimo tiempo. Ya había dejado de esperarlos, pero aún seguía sentada, en su banco, teniendo la esperanza puesta en el siguiente pasajero que se dejara caer por allí, aunque sólo fuera por ser observado. O por tener a alguien que observar.

¿Había llegado el tiempo de irse? No tuvo que buscar lejos para encontrar la respuesta. La encontró dentro de sí, como si una maquinaria oxidada se hubiera puesto en marcha después de toda la vida detenida, se hubiera puesto en marcha inadvertidamente y ahora se moviera, inexorable, hacia el destino marcado: la desaparición y la muerte. Algo pequeño se ponía en marcha en su interior, en alguno de sus órganos. Algo se removió, imperceptible, pero desencadenó toda una cascada de acontecimientos que nada podía detener. Aquella pieza pequeñita, que hizo clic, fue el guijarro que formó la avalancha que arrolló todo a su paso. Pero no se sintió mal. Ni siquiera supo describir la sensación, no tuvo tiempo de mandar ninguna señal de auxilio. ¿Quién iba a hacerla caso? Se estaba disolviendo. Y para ella no habría más ataúd que el propio destino.

Fue todo en apenas unos instantes. Los órganos dejaron de funcionar. Ni ella ni nadie a su alrededor lo notaron. Su cerebro se fue apagando, poco a poco, su furiosa actividad dejando paso a una calma total, una inactividad real que no había conocido jamás. Toda capacidad de movimiento, toda reacción química se detuvo. Llegó el momento de colapsarse y la anciana desapareció, dejando tras de sí unos cuantos fragmentos de su cuerpo, que fueron recogidos por varios funcionarios que pasaban por allí.

Alguien que hubiera pasado por allí no habría notado nada. De hecho, una microglía se detuvo un instante a su alrededor, pero luego siguió su vagabundeo por el parénquima neural. Varios astrocitos se alarmaron y comenzaron a segregar interferón en concentraciones micromolares. Los oligodendrocitos que rodeaban su axón soltaron sus conexones y degradaron las proteínas que la comunicaban con ellos. Su núcleo comenzó a disgregarse. Sus orgánulos se colapsaron y se deshicieron. La cromatina se quedó expuesta en el citoplasma que se moría y los nucleosomas se fueron soltando. La membrana plasmática se replegó sobre sí misma, dejando fragmentos que fueron fagocitados por algún monocito extravasado. Su ataúd fue una cápsula de proteína tau y beta-amiloide.

Nadie derramó una sola lágrima. ¿Quién iba a llorar por una neurona asesinada por el Alzheimer?

Faerindel

Relato nº4


   En un pequeño pueblo de algún lugar perdido de Castilla cerraba ya la noche. Las casas de adobe se dispersaban irregularmente en lo que la costumbre había convertido en tres calles principales. A medio trayecto de una de estas calles había una casa, tan indistinguible para el viajero puntual como lo sería cualquier otra: una casa roja con un gran portalón de madera, de dos alturas y con el establo en la parte trasera, donde las vacas y un joven caballo dormitaban en silencio.

   Un observador furtivo que desde la calle se asomara por aquella ventana de cristal grueso apenas podría distinguir forma alguna. Sin embargo, sí que sería capaz de apreciar el ligero tintineo de luz que delataba la presencia de alguien en el interior de la casa. Efectivamente, en la estancia que hacía las veces de cocina y centro de la vida familiar, un hombre de treinta y pocos años, con una barba poblada y gesto ceñudo estaba sentado a la mesa con la mirada clavada en el suelo. Iluminado por dos velas que no sin esfuerzo dejaban entrever el mobiliario de la estancia, bebía pausada y mecánicamente del porrón que tenía ante sí.

   Ni nosotros ni él podemos saber cuánto tiempo había permanecido sentado en aquel mismo lugar, ajeno al mundo y con la ingesta de bebida como única evidencia de su consciencia. Cuando finalmente se oyeron pasos acercarse por la calle, él no reaccionó. Los pasos se aminoraron al pasar ante la casa y pasaron de largo. Apenas unos segundos después, sonó la llave, la puerta del establo se abrió pesada y perezosa y finalmente volvió a cerrarse. Durante unos segundos más él siguió inmóvil. Entonces soltó un largo suspiro y bebió un largo trago. Luego se levantó y permaneció de pie mirando fijamente el acceso que comunicaba el establo con la vivienda.

   Una mujer entró al poco silenciosa. Iba cubierta con una capa de invierno que le quedaba ridícula por grande y la cual sostenía sobre sus hombros con sus manos, como temiendo el contacto directo con ella. Para colmo, la llevaba del revés con la parte interna al descubierto  Sudaba abundantemente y no sin razón. Llevar la capa resultaba absurdo: estaban en el mes de junio. Se deshizo de ella y todo el peso que le suponía -a buena fe que era mucho- colocándola en el rudimentario perchero, todavía del revés, como si no supiera lo que es una capa o cómo se usa. Se acercó a la mesa desde donde su marido la observaba con detenimiento. Pudo apreciar en los ojos de aquél con quien compartía el lecho una violencia contenida y un temor arrebatado. Con todo el valor que encontró en el interior de su alma, le miró y le dijo suavemente:

   - Hola, mi amor. - tenía un deje en la voz que, sin llegar a sumisión, manifestaba un acuciante deseo de complacer, quizás temerosa de la respuesta de su cónyuge ante un tono más autónomo o desafiante.
   - Pensé que hoy serías menos complaciente en tanto que yo también soy un borracho. Al menos lo estoy. ¿Dónde has estado?
   - ¿Por qué dices eso? Sabes que fui al cementerio a poner flores a madre y luego a la ermita, a rezar por su alma y por todos nosotros.
   - ¿Hasta ahora?
   - Al bajar de la oración me encontré con la señora Plácida. Está tan mayor, y tan agotada por la reciente muerte de su marido, que decidí quedarme con ella hasta que tomara el sueño y entonces venir hacia aquí. Desgraciada e irresponsable que soy  me quedé traspuesta en la silla junto al lecho y es al despertarme que he vuelto. Espero que me disculpes. ¿Quieres algo de queso? - sin esperar la más mínima respuesta y evitando la mirada de su marido, se lanzó a la fresquera y tomó uno de los quesos. Cogió un cuchillo y empezó a cortarlo con sumo cuidado y en el mayor de los silencios.
   - ... Sí. Ya he tenido tiempo de sobra para valorar el vino. Ahora no me vendría mal algo de queso para acompañarlo - observaba a su mujer desde el mismo punto y del mismo modo que lo había hecho desde que entrara por la puerta del establo. Se percató de que tenía una mancha en los bajos de la falda-. Ha sido muy considerado de tu parte dar un trato tan amable. Esa mujer debe estar pasándolo terriblemente. No sabía que tuvieras tan buenas relaciones con ella. Por desgracia, no es la única en el pueblo que ha perdido a alguien en los últimos días...

   Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer que sintió flaquear sus fuerzas y dejó caer el cuchillo que fue a parar el suelo con poco escándalo. Durante un instante, la habitación quedó congelada. Incluso la llama de las velas quedó fija y el viento en la calle cesó. Se escuchó el sonido del roce de la tela con la piel cuando, lentamente y sin girarse, ella se agachó a coger el cuchillo. En el momento en que tocó el mango el mundo decidió volver a girar y ella, retomando su actividad, dejó escapar un hilo de voz:

   - Sí... El invierno se llevó a muchos por delante: a tu padre; al pequeño de Camilo y Juliana; a mi querida Martina... Incluso muchos creen que la enfermedad del marido de Plácida venía de esos meses. Fue una tragedia; pero, como todo el mundo sabe, Dios ha de tener sus razones y a veces no perdona.
   - Sin embargo, no todo aquel que no perdone y tenga sus razones puede actuar en nombre de Dios.
   - ¡Qué disparate! Por supuesto que no. Dios castiga a locos y pecadores y todo aquél que ose asemejarse a él y pretenda actuar en su nombre es ambas cosas; por lo que será doblemente castigado. - dicho esto, dejó el cuchillo con sequedad sobre la encimera y le acercó el queso cortado sobre uno de los pocos platos de la casa. No se atrevió a mirarle mientras él la observaba con cada vez menos temor y más certeza.

- Eres una buena católica, amor mío. Estoy convencido de que tus acciones serán bien pagadas en la otra vida. Aún así, deseo que sean muchos los años que pasen hasta que disfrutes del descanso eterno: no solo eres una buena católica, sino que eres una buena esposa, una buena madre, una buena hija y, ante todo, una buena hermana.

   Tras esta última palabra ella alzó la vista y miró directamente a su marido. Su respiración se volvió agitada y los ojos se le llenaron de lágrimas a las que no permitió caer: su determinación era permanecer entera y serena, y así lo haría.

   - Esta mañana vi a Fernán: se le veía apesadumbrado.
   - Apuesto a que sí.- contestó ella tajante.
   - ¿Tú le has visto desde el oficio?   
- No. En absoluto.
- ¿Hoy tal vez?
- No, lo juro.
   - Ya veo. Creo que los dos estamos exhaustos. Vamos a dormir. Será lo mejor. Ya tomaré el queso mañana. - dijo él apartándose del punto donde había permanecido estático todo aquel tiempo.
   - Sí, es una buena idea - corroboró ella retrocediendo instintivamente e interponiéndose entre su marido y la entrada al establo-. Ve subiendo, yo iré enseguida.
   - No. Ve tú. Yo quiero comprobar que las reses están bien.
   - Sí, lo están. Lo he comprobado al entrar.
   - ¿Sin luz? ¿Cómo puedes saberlo? - declaró mientras tomaba una de las velas y se disponía avanzar al interior del establo.
   - Por favor, no lo hagas. Vámonos a la cama.
   - Voy a ir. - afirmó con más aplomo del que ella había visto jamás en su cónyuge y se adentró en el establo.

   No quiso presentar batalla. Estaba exhausta y realmente atemorizada. Derrotada se quedó esperando. Esperó durante diez minutos algo que nunca llegó. Cuando entonces su marido salió del establo pasó de largo sin mirarla y se dirigió a la mesa. Una mueca se tornó en su cara: ¿qué estaba ocurriendo? Vio cómo aquel hombre con el que compartiera la mayor parte de su vida bebía del porrón de espaldas a ella y se apoyaba sobre la mesa con la vista fija en el lado opuesto al que ella se encontraba. Murmuró algo:

   - ¿Qué?
   - He dicho que vayas a ver el caballo. Creo que necesita algunas atenciones.
   - Pero...
   - No sé qué esperas.
   - Quizás hayas bebido demasiado vino, no crees que...
   - Puede que haya bebido demasiado, pero mi conciencia está tranquila. ¿Puedes decir tú lo mismo? No es vino lo que nubla tu juicio y mancha tus manos. Ve.
   - Tú mismo lo has dicho: no soy sólo una buena cristiana.
- ¡Por todos los diablos! ¡Ahora! – exclamó al tiempo que golpeaba la mesa.
   - ¿Y los niños?
   - Los niños están durmiendo y así han de seguir. Tú tienes que hacer. Con urgencia.

   Podría hacerlo de pocas maneras: esta parecía la más ventajosa para su familia y para ella. En realidad solo para ella. Lentamente acudió hasta el lugar donde había colgado la capa y la tomó. Un pequeño charco se había formado en el suelo, bajo el lugar donde había permanecido colgada la prenda durante los últimos minutos. Se la puso. Esta vez del derecho. Su marido permanecía de espaldas a ella, escuchando. Ni siquiera hizo el intento de acercarse a él: no se lo permitiría. Justo antes de entrar al establo él le dijo:

   - No olvides coger algunos instrumentos de siega. Puede que te hagan falta y yo de seguro que no lo utilizaré. Ya no. - el desprecio impregnaba su voz. Jamás le había hablado así antes. Cabizbaja entró en el establo.

   Él se quedó allí, junto a la mesa con la vista clavada en el suelo y un porrón casi vacío ante su persona. Así permaneció cuando oyó de nuevo la puerta del establo abrirse y cerrarse y el sonido de un caballo al paso que se alejaba por la calle; así permaneció largo rato hasta que el silencio fue total; así permaneció largo rato hasta que el primer gallo cantó; así permaneció largo rato hasta que aquel pueblo comenzó a cobrar vida; y así permaneció largo rato hasta que un grito de terror sobrecogido en algún lugar del pueblo delató los sucesos de la noche. Entonces y solo entonces cogió un pedazo de queso y fue a despertar a sus hijos.

Faerindel

Relato nº5

Guerra en Gb

El viento me azotaba, impasible, arpegiando eternamente su monótona melodía. Me aparté ligeramente el pelo oscuro que ya me llegaba un poco por debajo de los ojos y, desde la escarpada cumbre, observé mi cuna, mi hogar. Cuatro casuchas dispersas formaban su núcleo, rodeado, casi como por azar, de pequeñas granjas y extensísimos campos de trigo dorado. A través de los kilómetros que aún nos separaban me pareció sentir el aroma del pan recién horneado. Levanté la mirada hacia el horizonte, hacia el lejano océano, mientras mi pesada capa, ondulante bajo el ímpetu del clima, se pegaba a mi cuerpo. Una lágrima fría se escoló por la comisura de mis párpados, congelados y mancos de humedad. Debía llegar al valle antes de que cayese la noche en esos parajes grises y mortales mas ni siquiera mis pasos eran seguros. Ya hacía tres largos años que mis últimas huellas habían escapado, en polvo, de los duros caminos que ahora reseguiría. Demasiado tiempo para poder dar explicaciones, demasiado poco para poder olvidar. Quizás el único bastión de la duda con que mi propia arrogancia lidiaría. Y así, huyendo de la clásica sonata que me abrigaba, rehice mi pasado al ritmo que sendas y prados iban quedando atrás.

Sorprendentemente un etéreo cristal de hielo me facilitó enormemente esta última tarea. La realidad, pétrea, pasaba tras la alabastrina ventana escarchada de la indiferencia tal y como las nubes surcan los cielos más allá de nuestros dedos. No me estremecieron los verdes manzanares. Los arbustos espinosos que me acompañaron hasta los foráneos estandartes que presidían la muralla con que me encontré súbitamente ya no me eran familiares. Incluso a mi propia casa había llegado ese tumor llamado Gobierno y, con ello, me había liberado de mi única carga.

Mientras me acercaba al arco que permitía la entrada al reducido pueblecito reseguí las toscas líneas del muro que lo separaba del exterior: Tres peligrosos metros de pedruscos mal colocados que amenazaban en ponerse a bailar en cualquier momento.

-Nombre, motivo de la visita y procedencia. – me sobresaltó una voz desde la sombra del penoso acceso. Me miró de forma monótona, harto ya de preguntar lo mismo una y otra vez.

-Mi nombre es Ulbrecht Kälte Ar-Ightthar. Vengo desde las montañas para descansar antes de continuar mi viaje hacia el océano.

- ¿Ar-Ightthar? Mejor no mencione que esa sangre corre por sus venas. La señora Ar-Ightthar está perturbada, ya su padre lo estaba; y le aseguro que no tiene ganada la simpatía de nadie de por aquí.

-Gracias por el consejo. – Contesté escuetamente antes de seguir mi periplo.

Todo era tal y como lo recordaba, exceptuando, evidentemente, las banderolas carmesíes y doradas que bordaban un tapiz cuyo único objetivo era exclamar: ¡No lo olvidéis, el Gobierno, y con él todos los ejércitos del continente, vive entre y con vosotros! Al poco llegué a lo que se podía considerar la plaza principal, el punto de reunión de quienes buscasen algo de compañía durante las soleadas tardes de verano. La crucé sin siquiera intentar identificar algún rostro conocido, sin mirar atrás. Giré dos veces a la izquierda y una a la derecha. Era una calleja estrecha, pobre y mugrienta. Golpeé suavemente una puerta carcomida por la humedad y los años que se abrió rápidamente.

-Será mañana a primera hora. No habrá supervivientes.- espeté directamente al grueso hombre que me había recibido.

-Sin supervivientes. Nada más taxativo. Pero, ¿por qué aquí? – inquirió levantando imperceptiblemente una de sus cejas e invitándome a entrar.

-Porqué así se ha decidido. Primero aquí, más tarde será su corazón el que arderá en sus propias bocas. Esto es sólo el comienzo, y éste debe ser sobrio y perfecto. –terminé sentándome pesadamente sobre una pequeña butaca al tiempo que el chorro de luz exterior quedaba súbitamente atenuado.

-¿Y que hay de ti? ¿Por qué no has intentado cambiar esto?

-¿Debe un violinista cambiar una nota de su partitura? No somos quién para dirigir. Somos meros soldados que mañana pueden estar muertos. Nunca, por uno de nosotros, se adaptará una contienda, un concierto. – contesté mirándole fijamente a los ojos. Desde una sala contigua empezaron a sonar voces que, regularmente, repetían una tonada demasiado conocida por mis oídos: Re be-mol, Mi be-mol, Faaa, Re be-mol, Mi be-mol...

-Tu prima y su profesora de canto. – Explicó al percibir mi exaltación- No me preguntes para que quiere saber cantar pero en estos tiempos es bueno verla sonreír de vez en cuando. – terminó mientras su mirada se perdía más allá de las paredes de la habitación.

Aparté la mía, evitando compartir ninguna señal de empatía con él. Mis tres duros años de entrenamientos en las montañas me habían llevado a una llana indiferencia respecto a los sentimientos, ya fuesen o no de los demás. Me levanté lentamente, impulsado por un resorte extrañamente difícil de detener.

-Ya lo sabes, tío. Si tú y tu familia queréis sobrevivir, mañana al salir el Sol tenéis que haber abandonado este valle. Llevaos todo lo que no queráis que se convierta en ardiente ceniza. –dije saliendo de su oscuro nido. Re bemol, Mi bemol, Fa... Sólo faltaba un paso para que la revolución empezase.

Seguí por la callejuela hasta llegar a la improvisada e inestable pared. No dejaba de ser asombroso que los simples rumores de una guerra llevasen a la población de un pequeño valle a intentar construir su propia plaza segura. El muro, que circundaba la veintena de casas en las que se centraba la ligera actividad cambista, me guió hasta la zona de comercio de grano. Allí, desde las sombras, observé el ajetreo que la compraventa mientras les buscaba. El ligero olor a heno húmedo y a tormenta me llevó a ojear el cielo que rápidamente había adquirido tonos violetas. Paso a paso, en trance, me orienté por las desordenadas tiendas. Avena fresca, forraje vigoroso y mullido y harina blanquinegra a falta de mejores mallas para ennoblecerla. Anduve poco, repentinamente cansado. En ese momento yo era el solista de mi propia vida y, o encontraba mi estilo, o abandonaba mis aspiraciones.

Prácticamente tropecé con una mujer que me agarró la mano. Me detuve y encontré una febril mirada de reconocimiento en sus ojos, oscuros y brillantes. Balbuceé palabras inconexas mas a los pocos segundos me soltó para seguir con su trepidante andar. La gente, a su paso, se apartaba de una pobre señora que probablemente ya no recordaba su nombre. Ni el suyo ni el mío. Mi madre, como todo el mundo, había envejecido, o enloquecido quizás. ¡Pero solo habían sido tres años! Algo extraño había sucedido, algo que había llevado a mi apacible y tranquila matrona a ese penoso estado de degradación.

Una fresca gota se escoló por entre mi camisa para reanimarme. La multitud se disgregaba al compás de una lluvia que amenazaba con descargar toda su furia en pocas horas, como correspondía a esa época del año. A paso sincopado me precipité por varios callejones y algún que otro huerto para intentar alcanzar la posada, pero el chaparrón que descargaba era tal que una vez bajo un oscuro porche no pude seguir avanzando. Mosqueado al ver que en breve no estaría mejor que un pollito rollizo en lo alto de un árbol me senté sobre un nudoso tronco a dar tiempo al tiempo. En mi rostro se dibujó una sonrisa, me encantaban las ironías, los dobles sentidos; y más aún si llegaban por azar.

Cuando mi espalda ya empezaba a estar fustigada por la callosa madera sobre la que reposaba, el muro de agua que me privaba del tránsito por las calles se fue dispersando rápidamente. Me asomé esperando ver unas nubes ya descargadas y apacibles pero sobre mi cabeza me seguían vigilando unos enormes nubarrones que parecían salidos de la misma noche de los tiempos. Avancé ágilmente hacia la posada y, extrañamente, la encontré cerrada. Un cartelito rojo rezaba, en letras doradas: Cerrado por orden del vigente alcalde. ¡Por orden! Válganme los sagrados, ¿ahora el alcalde tenía poder sobre las gentes? Tiempo ha, cuando yo abandoné mi hogar, el que era elegido como soberano del pueblo sólo tenía jurisdicción sobre los aranceles y los horarios del agua de riego.

Me llevé una mano a mi barbilla, acariciándola lentamente. Pensé. Recorrí mentalmente cada rincón del pueblo. Había dos, quizás tres sitios que podrían servir. Aunque probablemente hubiesen escogido el de siempre. Me encaminé decididamente hacia la plaza principal. Una vez allí me senté en un banco, delante de una casa blanquecina. Silbé, cuatro notas, una tras otra. Repetí el proceso tres veces y esperé. Esperé a ver aparecer por la ventana el rostro sonriente de mis antiguos compañeros. Los que me habían animado a alistarme al ejército de resistencia, con los que había aprendido, gracias a los libros de mi tío, a leer y a escribir cual si fuésemos sacerdotes. Con los que había salido a cazar, con los que había reído horas y horas. Nada de esto pasó, pero no me extrañé. Era lo más normal del mundo, repetí más fuerte, más agudo, una octava y luego, con esfuerzo, una segunda más aguda aún. Silencio, roto fugazmente por las rachas de aire que empezaban a morder mis ropas de nuevo. Quizás ya no prestaban atención a la señal, quizás veían como un imposible siquiera la casualidad de que yo volviese algún día. Me levanté y me acerqué a la puerta. La golpeé, y esta cedió abriéndose lentamente. Mi corazón fue helándose al tiempo que la luz inundaba la demacrada estancia, sillas y mesas astilladas, hojas amarillentas esparcidas sin ningún orden y unas manchas oscuras decoraban un suelo en el que se había ido acumulando polvo.

No sabría decir cuanto tiempo me quedé ahí, quieto, solo, frío. Mi mirada se extravió entre los recovecos del recuerdo. Lentamente, un sentimiento de culpa fue extendiéndose por mi corazón, arañando profundamente todas las fibras de mi ser. El dolor me embriagó, emborrachó mi alma, y agaché mi cabeza, pidiendo perdón por unos crímenes que no había cometido. Pedí perdón por haberles fallado, pedí perdón por no haber vuelto antes y contarles que la revolución estaba ya próxima, pedí perdón por no habérmelos llevado conmigo, pedí perdón por no estar con ellos todo ese tiempo. Pedí perdón, y di media vuelta. Levanté mi mirada el cielo y éste me respondió con gotas de lluvia.

El tiempo pareció ralentizarse; mis pasos, pesados, me llevaron directamente hasta la salida de ese tormento en que se había convertido mi efímero regreso a casa.

-Señor, en nada va a descargar una buena, no debería salir con este tiempo.- Me sorprendió nuevamente el vigilante de la entrada. Le lancé una mirada iracunda como toda respuesta. – Quizás haya encontrado la antigua posada cerrada pero no se preocupe, el señor Thanais Kälte, muy amigo del nuevo alcalde del Gobierno ha abierto la suya propia, el maldito se está aprovechando como nadie del nuevo gobierno, y mire que bien le va.

Abrí la boca para responderle pero no pude. Nada me ataba ya, entonces, a ese pueblo. Mi familia ardería junto a los demás recuerdos. Y mi mentor, mi verdadero guía, mi tío, ya estaba sobre aviso. Seguí andando. La lluvia cada vez era más intensa. Oí, como debajo del agua, una voz que gritaba a mis espaldas.

El repiqueteo de las gotas fue aumentando de intensidad gradualmente. Mientras asimilaba todo lo que había descubierto, bajo el refresco del agua empapando todas mis ropas, una súbita rabia se apoderó de mí. Una descarga recorrió lentamente todo mi espinazo, erizándome el vello. Más motivado que nunca, recordé mi misión, mi objetivo, mi camino. El Gobierno me había robado todo lo que me quedaba, todo excepto mi sed de lucha y venganza. Y eso me haría más fuerte. Miré al frente, el mundo explotó no muy lejos al tiempo que todo se volvía un destello. En mi rostro se dibujó una sonrisa, una sonrisa de lobo. Cerré los ojos y los abrí lentamente. Seguí andando una vez más. El universo se hacía pedazos de luz a mi alrededor y el peso del cielo se descargaba sobre mis hombros. Una carcajada brotó de mis profundidades, mis dientes brillaban bajo la centelleante furia del temporal. Mi capa, ondulante, parecía que fuese a arrancar a volar libremente en cualquier momento, tal era la fuerza del viento que me azotaba. Mis brazos colgaban firmes, mis pasos ahora eran regulares y lentos, no tenía prisa ya. El momento cumbre de la obra que sería mi vida estaba próximo, todo se armonizaba. El público ya debía estar inquieto, esperándolo. El destino estaba próximo. Estaba lejos del campamento pero no importaba. Era un solitario, un romántico de mi propia naturaleza, un virtuoso de mi propia identidad. Y cuando el mundo se hundía bajo el fuego de la naturaleza, cuando la vida parecía querer esconderse, yo sonreía.

Re bemol, Mi bemol, Fa, Sol bemol... mañana empezaba la segunda parte de mi propio concierto, mañana empezaba la guerra por la libertad.

Faerindel

Relato nº6

Dioses de dios

Año 2109, a las afueras de Barcelona, en un laboratorio de la universidad de Física.

-Missari, ¿te das cuenta de lo que significaría que los resultados confirmen nuestras hipótesis?.

-Claro, podremos demostrar que, desde hace aproximadamente una década, el universo se expande a una velocidad mucho mayor y que está habiendo una aceleración cincuenta veces superior a la establecida según los cálculos actuales.

-Sin duda, si se confirma nuestra hipótesis, el conocimiento que hasta ahora se tiene del universos y sus fenómenos cambiaría radicalmente, pero también nuestra situación personal mejoraría sustancialmente.

Esa noche, Missari y Gerard hicieron el amor apasionadamente, plantando la semilla de una nueva vida.

Durante meses, esos dos jóvenes doctores en física relativista, continuaron estudiando una estrella enana conocida como XT2496-Q, una estrella relativamente cercana que, debido a su corta edad de creación, brillaba intensamente y era perfecta para los estudios de Missari y Gerard.

...

En otro momento de la historia del multiverso, antes de que existiera una referencia temporal conocida, en el centro de todo lo que algún día fue y todo lo que algún día será, cinco dioses tomaron forma y consciencia. Fueron dioses todopoderosos en la nada rodeados de un universo por crear donde ellos pudieran ser y donde ellos pudieran habitar.

Los cinco dioses eran Tulipo, Nandro, Jano, Plunio y Tara, y aunque todopoderosos, el universo que les rodeaba era nuevo para ellos e iban creando cuantas cosas imaginaban a la vez que su inteligencia se iba despertando. Sus primeras creaciones eran defectuosas y carentes de equilibrio, la mayoría de ellas se desvanecían instantes después de ser creadas. Realmente el inicio de lo que alguna vez ha sido su universo fue un completo caos. Dándose cuenta de ello, los cinco dioses se reunieron y fruto de la unión de sus prodigiosas mentes dieron a bien crear unas leyes universales que regirían sobre todas las cosas, leyes como la gravitacional, la ley de la conservación de la energía, la ley de la acción y reacción, la ley de la correspondencia, la ley de la vibración y muchas otras. La existencia de dichas leyes marcó un antes y un después. A partir de aquel momento, todo lo que los dioses creaban parecía estar ya destinado a existir, se podía intuir un orden casi perfecto que inspiraba a Tulipo, a Nandro, a Jano, A Plunio y a Tara a seguir componiendo el mundo del que ya formaban parte, un puzzle de dimensiones astronómicas basado en cimientos incorrompibles que facilitaban el trabajo de los dioses, pero también los encerraba en los límites de su cumplimiento.

Conforme la mente de los dioses se desarrollaba descubrían como servirse mejor de las leyes para crear energía en infinidad de formas y hacer construcciones gigantescas. Su universo se expandía a velocidad de vértigo y sin darse cuenta, Tulipo, Nandro, Juno, Plunio y Tara pasaban cada vez más tiempo en solitario y cuanto hasta ese momento les había parecido excitante empezó a parecerles aburrido y monótono. Fue entonces cuando se reunieron por segunda vez para decidir qué hacer.

Tras la intervención de cada dios quedó claro que el problema provenía de su curiosidad, que se mostraba infinita, nada les saciaba por mucho tiempo, siempre estaban buscando crear algo nuevo, diferente, pero las creaciones, una vez acabadas no significaban nada. Necesitaban algo que fuese capaz de mantener su interés. Fue entonces, cuando como por inspiración divina a los cinco dioses se les ocurrió la misma idea, crear vida; inyectar el germen de la vida en un medio hostil y complejo y ver su evolución.

Así fue como los dioses se concentraron sobre lo que dieron a llamar planeta y crearon los primeros seres del universo. Pero pasó que la vida que habían creado no les llenaba tampoco, los seres se limitaban a procurarse alimento, a reproducirse y a cuidar de sus semejantes, que si bien al principio captó toda la atención de los dioses, pronto les pareció monótono. Esta monotonía estuvo a punto de resultar definitiva para los nuevos entes si no hubiera sido por Tara, que había desarrollado un amor incondicional hacia ellos, y decidió dar un empujón a su inteligencia.

Los renovados seres pronto empezaron a analizar todo lo que los rodeaba, adaptaban su entorno a sus necesidades y acababan dominando los elementos que se ponían a su alcance. Esta nueva faceta vital dotó a los seres de un aura de atracción para Tulipo, Nandro, Juno, Plunio y sobretodo a Tara. Pero ese dominio que iban desarrollando fue transformándose indefectiblemente en un acicate de su curiosidad. Pronto dejaron de conformarse con conocer lo que les rodeaba o saber utilizar lo que la naturaleza les ofrecía y empezaban a preguntarse el por qué de las cosas, por qué llovía, que había más allá del manto azul que hacía las veces de techo de su mundo. Y así fue como ese aumento en su inteligencia,  implantado un día por Tara, acabó convirtiéndolos en sociedades avanzadas que hacían descubrimientos nuevos con una frecuencia de vértigo. Descubrieron la electricidad, formas de energía, y cada avance suponía un salto de calidad para esa humanidad, aunque no siempre a mejor. Muchas de esas mejoras dieron lugar a guerras, destapando sus peores egos y mostrándolos incapaces de colaborar para conseguir el bien común de sus semejantes.

Tulipo, Nandro, Juno y Plunio empezaron a ver que su creación era defectuosa, que en los seres había arraigado un afán de autodestrucción de su propia raza y que lo mejor sería hacerlos desaparecer, opinión con la que Tara no estaba de acuerdo, les había cogido cariño y defendía que los propios seres debían ser dueños de su futuro y que si ese futuro significaba su destrucción, que así fuera, pero no por decisión de sus creadores. Así que se opuso a sus iguales.

Los dioses no estaban preparados para que alguien les llevara la contraria y no estaban dispuestos a ceder, Tulipo, Nandro, Juno y Plunio ya habían decidido acabar con la vida insignificante de sus creaciones pero tenían claro que Tara trataría de evitar cualquier ataque directo. Efectivamente Tara se pasaba el tiempo vigilándolos, estudiándolos y a cada segundo crecía su amor por esos seres que avanzaban de forma desenfrenada. Ante tal situación, los cuatro dioses concibieron una forma sutil para deshacerse de esas criaturas. Sería una estrategia lenta, pero el tiempo nunca fue un problema para los dioses.
Cuando los dioses crearon la leyes universales , también concibieron que dado que su existencia se extendería por los eones del tiempo el universo en que habitaban debería estar en constante expansión, así pues, su plan consistía en aumentar la velocidad a la que se expandía su universo consiguiendo de este modo que el planeta donde vivían los seres se alejara de la estrella que les suministraba luz, calor y energía. Este distanciamiento haría bajar la temperatura global del planeta haciéndolo inhabitable. Para que el cambio fuese gradual y no levantara las sospechas de Tara, esta aceleración iría aumentando poco a poco pero sin pausa haciendo que en lo que correspondía a tres generaciones de las criaturas, su vida se extinguiría.

Pero hete aquí que ni Tuli, ni Nandro, ni Juno, ni Plunio habían tenido en cuenta que la evolución científica de los seres a los que querían destruir era tan rápida que iba a resultar su mejor defensa.

....

El 24 de octubre de año 2109, la revista Journal of Physics and Cosmology publicaba en portada los resultados de Missari y Gerard sobre la aceleración en la expansión del universo. La noticia tardó varias semanas en estar en boca de toda la sociedad científica, y si bien podían contarse por decenas sus detractores, la gran mayoría de expertos habían contrastado su hipótesis. Pero donde muchos solo vieron una explicación más sobre la naturaleza del espacio inabarcable que rodeaba su planeta, Missari y Gerard vieron las consecuencias que esa aceleración significaría para la humanidad. Esta vez las reacciones fueron instantáneas, según los cálculos más optimistas a la tierra le quedaban menos de 200 años para dejar de ser habitable. Este descubrimiento creó un desasosiego generalizado en todo el mundo.

Tanto revuelo no pasó desapercibido para Tara, quien atenta a la evolución de sus queridas creaciones y a que sus iguales no hicieran nada por destruir la tierra, comprendió lo que estaba sucediendo, o mejor dicho a causa de quién estaba sucediendo y salió llena de furia en busca de Tulio, Nandro, Jano y Plunio.
Sus iguales la recibieron con una sonrisa maliciosa y le dijeron que el proceso de expansión ya era irreversible y que el destino de los humanos estaba sellado. Tara no podía creerse lo que los otros dioses habían hecho ni que a ella le hubiera pasado desapercibido. Su mente no dejaba de dar vueltas al asunto buscando alguna solución. Mientras tara se abstraía pensando qué hacer, la rabía que se iba acumulando en su interior hacía crecer su cuerpo, y entonces se dio cuenta de su propia naturaleza. Ella era un ser primordial podía hacer lo que quisiera, así que se hizo infinitamente grande y rodeó completamente el universo en el que habían aparecido, cerrándose sobre sí misma y provocando un estancamiento en la expansión espacial.

Pero la situación se complicó con Tara dedicada por completo a evitar la expansión universal mientras que Tulio, Nandro, Juno y Plunio campaban a sus anchas y decididos a destruir aquel precioso planeta y toda la vida que atesoraba. Y justo cuando lo peor estaba por ocurrir pasó que los cuatro dioses se desintegraron y en definitiva dejaron de ser, y de esa no existencia apareció el único, quien se presento ante Tara como un ser luminoso y le dijo:

-Tara, tú eres una de los cinco dioses creados a mi imagen y semejanza con la intención de ver que se podía esperar de la convivencia de seres tan poderosos. Todos habéis fracasado en mayor o menor medida por haberos creído con la capacidad de crear vida por el simple hecho de estar aburridos. La vida es algo muy importante y que no debe tomarse a la ligera, crear vida conlleva una gran responsabilidad. Pero por lo menos tú has sido consecuente con tus actos protegiendo vuestra creación hasta el final, incluso a costa de tu ser. Como castigo, Tulipo, Nandro, Juno y Plunio han dejado de existir en este universo. En cuanto a ti he decidido ligar tu destino al de los humanos. Aun y tu esfuerzo por frenar la expansión del universo, solo has conseguido disminuir su aceleración, pero poco a poco el universo seguirá su curso de expansión. Mientras la vida en el universo sea posible, tú seguirás siendo, cuando el último humano expire su último aliento tú, Tara, desaparecerás con ellos.

Y así fue como Tara salvó a la humanidad y gracias a ella hoy el planeta sigue girando cada día. En las semanas que siguieron a la desaparición de los cuatro dioses, nuevos estudios científicos demostraron que si bien el universo estaba en expansión, la velocidad a la que se expandía había vuelto a normalizarse y las teorías de Missari y Gerard fueron archivadas como incógnitas del universo que estaban aun por descubrir.

Pocos días después nacía la hija de Missari y Gerard a la que ambos coincidieron en llamar Tara, nombre en que coincidieron que les había acudido a la cabeza como por inspiración divina.

Faerindel

Relato nº7

PUZLE DE TRES PIEZAS

Instrucciones de uso: léanse los tres fragmentos en el orden que se desee. La correspondiente historia llevará como título la combinación de las tres palabras de cabecera separadas por comas, siguiendo el mismo orden elegido para la lectura.


DOLOR

Tork avanzaba apesadumbrado arrastrando pesadamente los pies, vestidos con unas botas manchadas de barro y sangre seca. Su mente se hallaba embargada por la pena, la vergüenza y el desánimo. Unos sentimientos provocados por una interminable e inútil lucha.
"¡Cobarde!, ¡cobarde!". Las palabras de sus antiguos vecinos aún resonaban en su cabeza. Todo había empezado a ir mal un par de meses atrás. Unas inoportunas fiebres le impidieron unirse a la hueste que defendería su país de los implacables invasores del sur. Le acusaron de fingir su enfermedad, en conminencia con los Sthlon, con los que se había entrenado años antes. Todo era mentira. Sólo querían culpar a alguien del gran fracaso que se avecinaba.
Tork sabía que ese ejército poco podría hacer contra el del sur, a pesar de que lo triplicaba en número de efectivos. Le daba igual, si tenía que morir, moriría. Pero nadie le llamaría cobarde.

Salió con cinco días de retraso y llegó tarde a la batalla, cuando las filas ya estaban rotas y sus compatriotas huían despavoridos intentando evitar la muerte. Muchos corrían a esconder a sus familias en los bosques o en las montañas de Turion. Otros marchaban hacia el nordeste, con la esperanza de llegar a otras tierras más seguras, más allá del muro de los montes de Nolan. El hizo cuanto pudo, se abrió camino luchando, matando, incluso en ocasiones a incontrolados efectivos de su  mismo bando.
Ahora entraba en su propia aldea, no más que un montón de piedras humeantes esparcidas por el suelo. Con desesperación, rogaba a los espíritus que su familia hubiese podido huir y no estuviesen muertos o hubiesen sido vendidos como esclavos. Su casa, como todas, derrumbada hasta los cimientos, no ofrecía ninguna pista sobre el paradero de sus antiguos habitantes.
Se apresuró, sabiendo que aquella devastación había sido provocada por la vanguardia del ejército de Angelea, seguro de que sólo le quedaba un suspiro para agrupar a los suyos y huir. Escapar a Turion, tal vez aguantasen un poco en los pasos de las montañas. Y después el mar. Hacia Vaisnim o Ulsen. Hacia la seguridad de los únicos poderes que habían logrado resistir a los Sthlon de Atlomea.

Subió hacia el monte, el gran bosque no estaba quemado, sería un buen escondrijo para los supervivientes. No tardó en alcanzar con la vista una construcción entre los prados y el gran bosque, el refugio de invierno.
Entró en la choza de pastores, la única edificación de la comarca que no había sido quemada. Un mal presagio invadía su mente, sabía que al traspasar el umbral iba a encontrarse con su destino. Descorrió la cortina, sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la penumbra del interior.  Junto a la puerta, dos cadáveres. Sobre un jergón, apenas un poco de paja mal amontonada, descubrió la postrada figura de una mujer. Estaba semidesnuda, con la irreconocible ropa hecha jirones.
Al acercarse, pudo comprobar que su sombrío presentimiento se hacía realidad. Los dos muertos eran sus padres. La mujer tendida al fondo, Sûka, su hermana.
Asustada, al sentir a un guerrero entrando en la choza, Sûka se acurrucó pegándose a la pared de tosca piedra, mientras sollozaba con la cabeza hundida entre los brazos y el pecho. No respondía a sus palabras, pero al observarla más de cerca descubrió horrorizado lo que le habían hecho.
Estaba atada al muro, un lazo unía su cuello a una robusta argolla. Le habían amputado una oreja y tenía marcada a fuego la mejilla izquierda con el símbolo de los Sthlon de Angelea: una estrella flanqueada por dos medias lunas. Tenía los dientes rotos y seguramente le habían cortado la lengua.
Apretó los puños y cerró los ojos, maldiciendo su suerte. Sûka, su hermana. Sûka, su compañera de juegos. Su confidente de juventud, la mujer de su mejor amigo. Forzada, vejada, mutilada. Nadie podría reponer esa oreja. Estaba marcada para el resto de su vida. Propiedad de los Sthlon de Angelea. Con un futuro destinado a prostituirse por un mendrugo de pan rancio y unos sorbos de hidromiel hasta que, un día, envejecida prematuramente, muriese de hambre o desesperación.
Apretó los puños con tanta fuerza que la sangre brotó de la palma de su mano. Un rayo negro cruzó su cabeza, se maldijo a sí mismo. Tarde. Había llegado tarde. Tarde a la batalla en defensa de su país, tarde a la defensa de su propia aldea.
Su cuerpo se estremeció, atravesado por el rayo negro salido de su cabeza. Con las rodillas temblando, la abrazó colocándose a su espalda.
"Sûka, mi niña". Sûka se escondía tras una roca, en el campo de la hierba alta.
Tork extendió su brazo izquierdo, rodeando con firmeza el mentón de su hermana con la mano.
"Sûka, no la veo. ¿Dónde está Sûka?". Sûka salía de detrás de la roca, intentando asustarle.
Tork extrajo con la mano derecha la daga de su cinto.
"¡Ah, pero si estabas aquí!". Sûka intentaba derribarlo, acababan rodando ambos por el suelo.
Tork movió la hoja con presteza. Sólo oyó un casi imperceptible gemido y, después de un instante, una fuente que comenzaba a manar.
"¡Me rindo, Sûka, me rindo!". Sûka estaba encima de él sonriendo, sujetándole por las muñecas.
Tork notó que el líquido que manaba de la fuente le empapaba los dedos. Era tibio. Tibio, pero le quemaba.
"Me llevarás a ver el mar. Quiero ver el mar". Sûka y el mar. Estaba a sólo una semana de viaje, pero sólo lo había visto dos veces en su vida.

En la choza entró un guerrero atribulado, de ella salía un hombre destrozado por la pena, el remordimiento y la ira. Tras de sí, la frágil construcción se consumía entre las llamas. No podía permitirse el perder varias horas cavando tumbas. Incinerados. Que las cenizas de su padre y de su madre enriqueciesen la tierra en la que vivieron felices.
Ya no quedaría piedra sobre piedra en toda la comarca. Llevaba cargado al hombro un pequeño saco, que contenía un único bulto de forma redondeada. Un saco manchado de sangre.


VENGANZA

Cuatro años había pasado entre los Sthlon de Angelea. Desde los diecisiete hasta los veintiuno. Cuatro años de duro entrenamiento, de férrea disciplina, de tediosos estudios. Cuatro años para nada. Un día llegó la gran prueba, y él, Tork de Kûl, había fracasado. "Nervioso, temeroso, dubitativo". Eso habían dictaminado los jueces. Su buen manejo de la espada, su rapidez, su agilidad, su fuerza; de nada habían servido. Expulsado, tuvo que regresar a su Kûl natal, a su aldea, humillado y hundido. Nunca olvidaría la expresión de disgusto de su padre, la de compasión de su madre. El desprecio de sus vecinos. "El que tanto se creía, el gran guerrero, vuelve con el rabo  entre las piernas".
La ira y la sed de venganza invadían su cabeza. Los antiguos temores, las dudas, los nervios habían desaparecido. Estaba preparado para morir. Pero no lo haría sólo. Moriría matando y lo haría con el casco de guerra de su padre. El casco de la familia, el que nunca había sido vencido en la batalla. Demostraría a su padre que era un digno sucesor de la saga guerrera de su clan. Aunque no estuviese allí para verlo.
Un Sthlon no era un guerrero cualquiera. Un Sthlon nunca huía, un Sthlon nunca se desmoralizaba, un Sthlon nunca desistía. Por eso de poco había servido que sus estúpidos compatriotas se lanzasen a una batalla inútil, confiando en su superioridad numérica. Se enfrentaron a un enemigo que ejecutaba los planes de batalla sin duda alguna, no necesitaba líderes ni generales que mantuviesen el orden y la disciplina, aunque naturalmente los tenía.
Ahora Tork se cobraría la deuda del pasado o perecería. Una banda de nueve hombres era su objetivo. Armados hasta los dientes, cansados de tantas semanas de campaña, avanzaban lentamente hacia las cada vez más cercanas montañas de Turion. Allí buscaban refugio muchas de las gentes de Kûl, después de la desastrosa derrota en la batalla. Salvaban lo que podían, los objetos más valiosos y las escasas provisiones que quedaban en la región.
La banda se dirigía hacia el Paso de los Colmillos de Roca. Tork estaba seguro de ello. Era una ruta muy difícil, pero la más directa para entrar en Turion. Sólo los más aguerridos pastores de la zona utilizaban ese difícil paso, impracticable hasta mayo.
"Fracasado, eres un fracasado."
Las últimas semanas de largas marchas, combates y escasos alimentos, más que debilitarle, le habían vuelto más ligero. Ya nunca volvería a perder.
"Corre, fracaso, corre."
Sus pies volaban, sin armadura, sin escudo, cubierto sólo por una piel de oso. Dos armas, una daga y una espada. Y un casco. El casco de la invencibilidad. O de la imbecilidad. Quién lo sabía. Pero lo averiguaría muy pronto.
Las rocas desaparecían bajo sus botas, el cansancio no le afectaba, cuando más sudaba más ganas tenía de correr. Uno contra nueve. Ellos las pagarían. Le iban a pagar todas y cada una de las deudas de su vida.
Poco antes del ocaso, atisbó al grupo. Ya los había adelantado, avanzando entre los riscos, mientras ellos subían por el valle cada vez más estrecho. Estaban montando el campamento, a media jornada del Paso de los Colmillos. Decidió parar para comer y beber un poco, pero la cólera no desaparecía de su cabeza.
"Arthar es un estado que pocos alcanzan en su vida, pero que el Sthlon debe dominar a la perfección. Arthar es voluntad, Arthar es locura controlada, Arthar es fijación, es obsesión. En ese estado no existe el dolor, ni el placer, ni la reflexión, ni el miedo. Sólo el objetivo."

Mientras anochecía durmió un poco, unas tres horas que le proporcionaron el mínimo descanso para que pudiese ejecutar sus planes. Ya con la noche cerrada, se acercó al campamento arrastrándose como una serpiente, oteando la reducida hoguera a cuya luz conversaban los dos hombres que hacían la primera guardia.
Conocía muy bien sus artes, sabía que habría un tercero patrullando alrededor del campamento, en la oscuridad. Una vez que supo qué buscar, no tardó en localizar su posición, en el lado opuesto de donde se hallaba la hoguera.
Tork se quitó las botas y avanzó con tal sigilo, que degolló al guardián antes de que le diese tiempo a pestañear. No había olvidado las habilidades aprendidas entre los Sthlon.
Arrastrándose de nuevo, entró en la primera tienda, desde la que llegaban unos sonoros ronquidos. Allí se hallaban los tres guerreros más corpulentos, durmiendo como niños. Tras un par de rápidos tajos, otras dos gargantas se abrieron. Uno de los desgraciados, se incorporó gorgoteando abundante sangre, en sus últimos estertores. Ello fue suficiente para despertar al tercero, pero Tork fue más rápido y con un hábil giro de espada, le amputó la mano derecha. El guerrero exhaló un poderoso grito de dolor, mientras se sujetaba las muñeca intentando detener la gran hemorragia.
Tork aprovechó los instantes que le quedaban para huir amparado por la noche.
"Muerte, muerte, venganza"
Llegó al Paso al amanecer. Allí escogió una cavidad en el gran peñasco que se encontraba en la zona más estrecha del desfiladero. A esa altura no podían pasar dos hombres con holgura. Tendrían que avanzar de uno en uno.
Descansó unas horas, ensayó la emboscada una y otra vez. Con retraso, ya entrada la tarde, avanzaron seis precavidos hombres por la garganta. El último de ellos era manco, llevaba un aparatoso vendaje en el muñón.
Dos de los guerreros iban algo avanzados, en cada ocasión que superaban un tramo difícil, con rocas o matorrales próximos ponían todos sus músculos en tensión, con la espada desenvainada. Uno exploraba mientras el otro le cubría y su avance era muy lento.
"A todos. Matarlos a todos"
En cuanto el explorador asomó la nariz, Tork clavó la daga hasta la empuñadura por debajo de la mandíbula del infeliz, con trayectoria ascendente. Mientras se derrumbaba, salió de su escondite de un salto con la espada en ristre, ensartándosela en el cuello al otro guerrero de la avanzadilla, antes de que pudiese reaccionar.
De los cuatro del grupo que quedaban en pie, dos de ellos tendieron sendos arcos y dispararon varias flechas con precipitación, que se estrellaron en las rocas próximas. Pese a su cólera, Tork mantenía fría la cabeza, con lo que no varió su protegida posición. Se mantuvo en pie junto al gran peñasco, al tiempo que pateaba la cabeza del agonizante herido en el cuello. Uno de los guerreros que no tenía arco, el que conservaba aún ambas manos, se lanzó a una loca carrera cuesta arriba con la espada agarrada sobre su cabeza. No fue rival para Tork. Murió de un espadazo bajo el esternón.
Los de los arcos, continuaban lanzando flechas, de fácil esquiva, mientra el manco dudaba.

"Er tum Tork îa Arthar"

Tork gritaba, corriendo cuesta abajo a descubierto. Una flecha impactó contra su casco mientras repetía el temible mantra de guerra de los Sthlon. El proyectil rozó el casco sin penetrarlo, unos pasos más y un arco se partió en dos. A un hombre se le cayeron las vísceras al suelo.

El manco ya huía lejos cuando Tork mató al octavo hombre. El único que lo reconoció. El que tiempo atrás lo había tratado con desprecio. "Traidor" fue la última palabra que salió de su boca antes de expirar.


TRAICIÓN

El cansancio vencía a Tork. No podía con su alma. Llevaba semanas huyendo de la huestes del ejército victorioso entre los riscos. Cuando podía los hostigaba, mató a cuantos pudo. Fueron muchos. Pero cada vez era más difícil, lo que no conseguían las espadas ni las flechas lo estaban logrando el hambre y el cansancio.
Se estaba haciendo famoso por aquellas tierras. Tork era escurridizo y poderoso en el uno contra uno. Por fin comenzaba a ser admirado por algunos de los suyos, tras años de desprecios. Lástima que llegase después de la derrota y la desolación de la región.
Su pueblo lo formaban ahora una marea de refugiados en Arta, Turion, y los más afortunados o rápidos en la huida, más allá de los montes de Nolan. Los parajes que otrora fueron aldeas, villas y ciudades eran ahora páramos yermos y ruinas. Sólo las aldeas más remotas mantenían una exigua población de mujeres, ancianos y niños, sufridores de los constantes abusos de bandas de soldados con hambre de placeres y botín.
Sus pensamientos volvían una y otra vez a su pequeña aldea, al pie de las montañas. Aquella aldea de no más de treinta casas, que tan injustamente le había tratado. Probablemente pocos o ninguno quedarían con vida ahora de aquellos mezquinos habitantes que habían sido sus vecinos.
Un risco más, las nieves eternas estaban cerca, tomó un poco de aliento al coronar la elevación. El reflejo de las nieves le hería los ojos, se dio la vuelta y oteó el horizante que se hallaba a sus espaldas.
Estupefacto, descubrió una hilera de hombres vestidos de negro, desplegándose por los alrededores del risco en que se encontraba. Debían ser cientos, pero lo que le heló la sangre fueron sus enseñas. Eran Sthlon. Pero no los de Angelea, que consideraba sus pares. De Atlomea. Eran los de Atlomea. Los más terribles guerreros que habían existido sobre la faz de la tierra. Difícilmente podría con uno sólo de ellos en combate singular, cuanto menos contra decenas o cientos.
Su única oportunidad era huir, pues ocultarse era imposible. Bien sabía de lo que eran capaces sus perros de guerra. Podían olfatear el rastro de un hombre a grandes distancias. Sólo le quedaba una escapatoria, entre nieves y lenguas de hielo. Si no estuviese tan cansado...

Lo alcanzaron los perros antes de que cayese la noche. Mató a algunos de ellos, pero perdió un tiempo precioso que provocó que se viese rodeado por decenas de guerreros. Todos serios, con sus ojos fijos en él, concentrados, serenos. Sabía que en cualquier momento sería hombre muerto.
Una tensa espera se alargó hasta que llegó una nueva partida de hombres. En el centro, el cabecilla del batallón de Sthlon avanzaba con sosiego. Su armadura era gris oscura, de brillo mate. Sus ojos brillantes le miraban fijamente. Intentaba escudriñar dentro de su mente.
Tork no creía en las habladuría que decían que había Sthlon que podían matar con la mirada. Él mismo se había entrenado con lo Sthlon de Angelea y nunca había visto nada semejante. Claro que éstos eran de Atlomea, pero dudaba que fuese cierto. Decidió sostener la mirada con fiereza.
Le costó mucho mantenerla, pero al fin, el caudillo sonrió hablándole en lengua atlomeana:
- Nos has causado un gran daño. Pero ha sido inútil. Ni tú, ni mil como tú podrían detenernos. Hemos tomado posesión de estas tierras y en un futuro próximo caeremos sobre otras como la lluvia en un día de tormenta. Pero los Sthlon valoramos a un buen guerrero cuando lo vemos. No nos preocupa el color de tu piel, ni el lugar de tu nacimiento. Sólo la fidelidad y el compromiso. Elige. Muere o únete a nosotros.
- ¿Unirme a vosotros?¿cómo es eso posible?
- Sólo te pediremos una prueba de tu fidelidad. A partir de este momento no tienes familia, ni amigos, ni vecinos, Tork de Kûl. Sólo a los Sthlon.

"Muerte o traición. Pero vida o muerte no era lo importante. "Cobarde, cobarde". "Inútil engreído". Traición a un país que ya no existía. Traición a aquellos hombres que lo despreciaron. Traición para unirse al mejor ejército del mundo. Traición para pertenecer por una vez a los ganadores. Traición para ser alguien. Traición para saldar las deudas que tenía consigo mismo".

- Acepto. ¿Cuál será esa prueba?

Entonces, el guerrero se acercó y susurró unas palabras acercándose a su oído. A Tork le cambió la cara, tuvo que contener una náusea al escuchar su dolorosa penitencia. Bajó la cabeza lentamente, y alzó los ojos que sin pestañeo alguno replicó:

- Eso está hecho.

Faerindel

#8
*Vale por un candado*

Sus deseos son órdenes.

Últimos mensajes

El hilo con el increíble título mutante de jug0n
[Ayer a las 21:29]


Adivina la película de jug0n
[Ayer a las 21:28]


Gran Guía de los Usuarios de 106 de Orestes
[Ayer a las 15:15]


Felicidades de Paradox
[29 de Abril de 2024, 12:40]


¿Qué manga estás leyendo? de M.Rajoy
[26 de Abril de 2024, 11:54]