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Comunidad CientoSeis => Literatura => Mensaje iniciado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:11

Título: [VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:11
Voy a ello. Creo que tenemos unos 12 en total, no los he contado.

Ale, ya estamos todos. Si alguien detecta problemas en su relato que me lo diga por mp. Admins/mods: No cerréis el hilo, o si lo cerráis dadme poderes porsiaca.


Edit 3: Regalo de la casa, a ver si os gusta.

Relatos en pdf  (http://dl.dropbox.com/u/29147288/VIICRAC-pantalla.pdf)para ver en pantalla (1280x800px, tres columnas, pulsar ctrl+l para maximizar).
Relatos en A4 (http://dl.dropbox.com/u/29147288/VIICRAC-folio.pdf), para imprimir.

(Ha habido un pequeño problema con el título de un relato, es ¿y cómo va a dormir? no ¿y cómo voy a dormir?. Corregido)
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:12
La inocencia perdida

   Desde el momento en que la carta se depositó en el buzón, se podría decir que mi conciencia estaba destinada a arremolinarse sobre ese sobre. O quizás deba matizar que fue mi destino quien se había concienciado de mi futuro con el escrito, por aún entonces incierto. Al abrir el buzón, cayó y en silencio llegó a mi mano junto al resto de papeles. Lo miré y fruncí el ceño como primera respuesta emocional. Sin remitente, pero asombrosamente sin destinatario. Me recordó como si de un niño perdido e inocente se tratara. Mi instinto, sin embargo, salvaje y felino, decidió inmediatamente apoderarse del sobre. Entré en casa con fingida normalidad, dejé el resto de mi correspondencia en el aparador de la entrada, subí las escaleras y abrí la puerta que da acceso a mi despacho.

   En el tercer cajón de mi escritorio guardo un abrecartas, más por adorno que por uso como útil utensilio. No quería romper el sobre, sino sencillamente despegar la solapa posterior que lo sellaba. Un redoble de latidos iba creciendo poco a poco en mi interior, sin un motivo claro, pero advirtiéndome. Era un presagio. Su contenido no me dejaría indiferente.

   No puedo expresar con palabras el torbellino de sentimientos que supuso su lectura. No obstante, lo intentaré a fin de colaborar y que ustedes me entiendan mejor.

   Tras el arduo proceso de manejar el abrecartas con la finura con la que un cirujano maneja su bisturí, retiré el envoltorio del mensaje en sí y me senté en mi sillón. Deshice los dobleces de la carta, me coloqué las gafas y leí.

   Mis ojos apartaron gradualmente a mis párpados y proyectaron su atención sobre el escrito. A medida que progresaba en mi lectura, la piel se me heló, el vello corporal se me encrespó y los poros de la piel se dilataron para exhumar el inusitado calor que se agolpaba en mi interior. El redoble había incrementado su intensidad hasta convertirse en una ensordecedora percusión para mis tímpanos. Un torrente de imágenes y antiguos recuerdos me asolaron e inundaron mi cerebro. Finalmente una fría gota de sudor se deslizó desde mi frente hasta mi barbilla, pasando por el contorno de mi ojo y por mis encendidos carrillos, sometida por el irrefrenable yugo de la gravedad. Jadeé, como nunca antes lo había hecho. O quizás sí, pero con total certeza de que hacía mucho tiempo. Aquellas fragmentadas reminiscencias me atormentaban, una por una, y lentamente me acuchillaban. Tentadoras y suculentas, me atravesaban y me llenaban de pavor. El pasado volvió a mí con esclarecedora luminosidad. Un pasado ya olvidado, que dejé atrás, cuando aún podía considerarme, aunque fuera en el límite, dentro del colectivo de la juventud. Ahora, a mis años, me encuentro a medio camino entre la reciente madurez y la amenazadora vejez asomándose allá a lo lejos. La visión se me nubló. Respiraba de manera entrecortada, así que inspiré profundamente y exhale largo y tendido. Finalmente recobré la compostura, suspirando todavía con aire grave. Tenía sed, así que dejé la carta y bajé a la cocina.

   Sin dejar ningún resquicio a la duda, cualquier otro en mi lugar, aunque no creyese en la casuística ni en la caprichosa estadística, atribuiría el hecho al azar. Sin embargo, insisto, he de insistir, en que no es en absoluto de ese modo. Yo sé que no pasó así. Sencillamente, no pudo. Fue mi destino. Yo fui su destinatario, quien lo recibió. Fueron los designios los que hicieron que el porvenir sucediera de tal manera. ¿Cómo si no se explicaría otra alternativa al hecho de que me fuera entregado? ¿Por qué no otro? ¿Por qué justo a mí? ¿Por qué precisamente yo?

   Mientras navegaba en esta niebla de cuestiones, abrí el grifo. Llené el vaso y, casi simultáneamente a la par que lo cerraba, ya me lo había bebido. Sabía que aquello no podía derivar en nada beneficioso. Era un presentimiento acerca de un mal presagio. Era instinto. Pero he que aquí tengo que reseñar brevemente la cruel y armoniosa tendencia del alma a dejarse perpetrar en sus profundidades una vez traspasada la carne. ¡Ah! Aquellos recuerdos, aquellos dulces recuerdos... aquellos turbios recuerdos... aquellas horrorosas pesadillas... tan lejanas, pero ahora tan vivas. Y tan terroríficas.

   Tras largo tiempo, finalmente volvían a mí.

   Definitivamente, algo cambió en mi interior.


   Tenía la sensación, la necesidad, de refrescarme y, a pesar de que lo normal hubiera sido empaparme la cara o sumergir la cabeza por completo en remojo, en aquel momento, la idea me repugnó. Retrocedí un par de pasos de la pila, como espantado, y de repente lo percibí. Un súbito silencio arrollador que ocupaba la casa. Mis sentidos entonces se agudizaron. Oí una voz. Durante unos segundos fueron dos, pero enseguida volvieron a convertirse en una, distinta, por contra. Intrigado, muerto por la curiosidad suscitada como aquel que dice. Me acerqué a la ventana y observé. Al otro lado, dos figuras se movían más allá de mi fregadero tras varias capas de vidrio. Las voces se intercambiaban, como en un baile, ininteligibles. Apenas pude captar cuatro palabras de su conversación. Dejando a un lado tan fútil tarea, mi mente se sintió libre de ataduras tras esta distracción. Mi cerebro decidió cavilar sobre mis vecinos. Habían llegado recientemente; apenas llevarían una semana y poco instalados. Recuerdo como Miguel salió del camión de las mudanzas cuando me acerqué a saludar. Su alta estatura me impresionó, moviéndose en el interior, oculto por las sombras hasta salir a la luz. Excusándose, se atusó el pelo en un ademán inconsciente. Llamó a Sandra y su mujer apareció en la puerta de la casa, cuyo pelo rojizo como el sol de aquella tarde ondulaba en el aire al son de cada paso que daba hacia mí. Sus pecas fueron el aspecto que más resaltó cuando nos saludamos cara a cara. Se presentó y los tres charlamos brevemente; lo suficiente como para conocerlos un poco más en profundidad yo a ellos. Y ellos a mí, claro. Fue una conversación típica entre desconocidos que se acaban de conocer. Les dije mi nombre, que mi chalet era contiguo al suyo, nuestras profesiones se cruzaron, las razones por las que se mudaron salieron a la luz (motivos relacionados con el trabajo), así como algunos otros detalles.

   Por ejemplo, Javier fue uno de ellos. A la tercera llamada de su madre, un gracioso chiquillo vino corriendo desde la parte posterior de la casa, bordeándola, hasta el jardín delantero donde nos situábamos. Su rubio cabello, liso y suave, sus celestes ojos, aquella sonrisa de ángel, su piel ligeramente bronceada... Su aparición me suscitó... impresiones contrariadas, enfrentadas entre sí. Por un lado, el cuidado y mimo de su madre se reflejaba en la manera de vestir y resaltaba así su naturaleza interior. El blanco impoluto de la camisa y los pantalones hacía de este lindo corderillo la representación perfecta de un chiquillo de Dios, diríase.

   Llegado a este punto en mi memoria, la consciencia volvió a mí y me llevó al momento presente, allí, enfrente de mi ventana, escrutando el infinito mientras escuchaba a mis vecinos. La primera reacción, sujeta al instinto y a las percepciones, fue buscar con la mirada. Primero en el jardín trasero, luego en dirección a la porción de calle visible entre las dos casas.

   Nada.

   Sin embargo... ¡ahí! ¡Sí, ahí! Había sido durante unos escasos segundos, pero lo había visto por el rabillo del ojo. Otra vez apareció y desapareció, fugaz.

   Inmediatamente, me dirigí a la parte anterior de la casa en la parcela contigua. Salí de casa y al cerrar la puerta le contemplé, impecable en su apariencia exterior, jugando con el dulce tractor de juguete, indiferente en cuanto a todo lo que acontecía fuera de su órbita de atención, de su mundo de fantasía. Era pura inocencia.

   Me acerqué con absoluta normalidad y, mientras me aproximaba, absorto como estaba en aquello que contemplaba, recordé palabra por palabra la carta que hacía apenas unos minutos acababa de leer. Incluso ahora, puedo recitarla casi de memoria. Si me permite, se la leeré entera.


   "Hola señor,

Me llamo Javier y mi papá y mi mamá son Miguel y Sandra, sabes quienes, ¿no? Hace poco tiempo que hemos llegado a la nueva casa. Papá y mamá estaban muy contentos cuando nos la dieron. Dicen que es porque trabajan mucho y porque somos buenos y nos portamos bien. Pero yo no estoy contento. Yo estoy enfadado. Porque es que a mí me gustaba más mi otra casa. Esta es bonita y muy grande, pero no tanto como mi anterior casa. Mi habitación también es muy grande, pero me da un poco de miedo por el día y por las noches me da mucho más miedo y tengo pesadillas, porque está vacía y sólo está mi cama y la puerta del armario oscuro, porque es un armario que no tiene luz y no se ve nada y por eso me da mucho miedo. Y no me gusta esta casa porque aquí ya no puedo ver a David, ni a Marta, ni a Jorge, ni a Laura, ni a Sergio y entonces me aburro mucho yo solo. Papá dice que tenemos que hacer nuevos amigos aquí, pero yo no quiero, yo quiero a mis amigos de antes. Pero ahora tampoco mamá y papá tienen amigos y también están solos. ¡Jo, es que aquí no conocemos a nadie! Papá y mamá dicen que eres buena persona. Por eso, te he escrito esta carta para que vengas a casa un día. Pero no se lo digas a nadie, ¿vale? ¡Es un secreto! Quería decírtelo yo para que no lo supiera nadie, pero es que nunca estás. Papá dice que tenemos que hacer amigos en la nueva casa porque no conocemos a nadie. Yo le creo, porque quiero volver a ver a mis amigos y porque el colegio no me gusta y estoy solo. Por eso quiero que vengas, porque mis padres también deben de estar sin amigos. Los tres estamos juntos y nos lo pasamos bien, pero cuantos más seamos, mejor, dicen papá y mamá.

¿Vendrás a vernos? Porfa, ven, que nos lo pasaremos muy bien. ¡Di que sí, di que sí!

¡Hasta pronto!"


   ¿Quién se puede resistir ante algo tan sencillo e ingenuo? Con esa letra tan infantil, escrita con todo el buen corazón... Ah...

Cuando al notar mi presencia, alzó su cara, llena de ternura y sonriendo de forma que la comisura de los labios le llegaba de oreja a oreja, no pude más que rendir pleitesía por dentro de mí ante el hallazgo con el que me encontraba.

- Hola, pequeñín. – le dirigí a modo de saludo - ¿Cómo te encuentras?
- Bien, gracias. Estoy jugando con los coches. – fue todo lo que me contestó. Inmediatamente volvió a centrar su atención al camión.
- ¡Oh! – dejé escapar - ¿Sabes? Yo también jugaba mucho a los coches cuando era pequeño. Hasta que un día descubrí un gran secreto.
- ¡Hala! ¿Sí? ¿Cuál? ¿Cuál?
- Ven, dame la mano. Vamos a dar primero un pequeño paseo y después te lo contaré, ¿vale?
- ¡Vale!

   Y aquella fue la última vez que vi al pequeño Javier.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:13
Necesita mejorar

C.E.I.P. Galiza
Don Manuel Salas-Grande

Estimados Don y Doña Rodríguez Tiberio:

Su hijo ha vuelto a suspender Lengua.

Hemos tenido una hora de charla en la que hemos repasado sus fallos, pero parece que sigue sin comprender la importancia de mi asignatura.

Les sugiero que le inscriban en clases de apollo.

Un saludo.

MONDARIZ, 6/Jun/66
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:14
El túnel

Un camino se habría ante los ojos de Sam, caminaba por él esperando llegar a la salida. El camino era el de un oscuro túnel, un túnel negro iluminado únicamente por la luz roja que brillaba al final de él. Claramente esa era la salida.
Sam no recordaba como había llegado allí, solo sabía que tenía que llegar al final de él, costase lo que costase. Caminaba lentamente, pero con paso decidido. En aquel momento se percató de que más personas caminaban en aquella dirección, hacia la salida.
Sam miró hacia atrás, se veía todo oscuro y la gente iba apareciendo de aquella oscuridad. Algunos intactos, otros con graves heridas. No lo recordaba muy bien pero tal vez hubiese ocurrido un accidente en el túnel.

Aquella idea le asustó, no recordaba nada así que tampoco podía estar seguro, se acercó a un señor mayor que caminaba al lado de él:
-Disculpe señor me podría ayudar, no recuerdo nada. ¿Me puede decir que ha pasado en este túnel?
El viejo miró a Sam como si de un ser despreciable se tratase, entonces esbozó una sonrisa y le respondió:
-Chico, este es el túnel que nos lleva al final de nuestras vidas. Este es el camino que te lleva hacia la luz al final del túnel.

¿Cómo era posible aquello? ¿Muerto? ¿Él? ¿Pero cuándo...? Su mente se hizo un caos, no podía recordar como había muerto, si es que realmente había muerto. Intentó parar pero no podía, seguía caminando, intentó girar pero su rumbo estaba fijado: la luz al final del túnel. Su desesperación le hizo gritar.

-No te alarmes tanto –le dijo el viejo, que continuaba caminando a su lado- tal vez no lo recuerdes porque te golpeases la cabeza o algo.
Sam no sabía que hacer, que decir, morir de una manera y no acordarse de ello. Era la peor situación en la que se podía encontrar. Se calmó, pero seguía sin recordar. Tras un silencio un poco incómodo Sam se decidió a preguntar:
-¿Usted lo recuerda?
-¿Recordar qué?
-¿Recuerda como murió?
-Sinceramente, no. Pero supongo que en mi cama, durmiendo.
-Dicen que es la mejor forma de morir.
-Pues tienen razón –bromeó.

Sin embargo aquella frase le recordó a Sam su situación, una frase que había escuchado antes, posiblemente el día de su muerte.

Horas antes

Sam conducía el coche a gran velocidad por la autopista. Iba acompañado de dos personas: su mujer y su hijo, por detrás la policía había encendido la sirena y le avisaba que parase.
-Sam ¿se puede saber qué haces?
-¡Cállate! Sé lo que hago. No te pienses como esos de los juzgados que estoy loco y me alejan de mi mujer y mi hijo.
-Pues creo que tienen razón. Para el coche Sam.

En el túnel

Sam recordaba poco a poco los momentos que habían ocurrido antes de su muerte. Aunque no estaba seguro del todo. Casi sin darse cuenta habían avanzado gran parte del túnel cuando un grito, a lo lejos, rompió el silencio.
-¿Qué demonios...? –se sorprendió Sam
-Lo quieras o no, ten en cuenta que a nadie le gusta llegar allí, yo hace mucho tiempo que temo acabar allí.
-¿Allí? ¿Te refieres al final del túnel? A morir.
-No amigo, morir ya estamos muertos, te recuerdo. Esa luz que ves brillar con tanta fuerza es del lugar al que nos dirigimos. Son las llamas del infierno, donde los pecadores gritan mientras arden –le informó el viejo.
-¿Has dicho... el infierno? –Sam tragó saliva.

¿Pecador? ¿Él? Ahora si que Sam no entendía nada.

Horas antes

Sam estaba esperando abajo en su coche. Esperaba a que su mujer y su hijo bajasen de casa. Sin embargo, bajaron con la persona menos indicada: Kevin.
Kevin era el nuevo novio de su mujer. Su divorcio no había sido tramitado aún, aunque esa no había sido la mejor etapa de su vida, pero de eso si que era mejor no acordarse, además ya le habían echado de casa y tenía una orden de alejamiento que ya había incumplido varias veces. Sam bajó del coche y cuando lo vieron acercarse, su mujer se escondió detrás de Kevin. Su nuevo novio se percató de la situación, así que se acercó a Sam, y le advirtió:
-Sabes que ella no te quiere ver por aquí.
-Lo sé, solo he venido a ver al niño, mañana es su cumpleaños.
-El niño tampoco te quiere ver. Márchate.
-¿Y quién me lo va a impedir, tú?
-Vete, no me hagas volver a repeti...

Un sonido muy fuerte cortó el ambiente. El sonido de un arma de fuego, una pistola, que había disparado Sam. Kevin cayó al suelo en el acto.
-Subid al coche si no queréis sufrir el mismo destino, Laura –amenazó a su mujer y su hijo.
La mujer, llorando se subió al coche, el niño la agarraba fuertemente de la mano, estaba asustado.

Un par de viandantes socorrieron al hombre que había tendido en el suelo:
-Que alguien llame a una ambulancia, y también a la policía.

En el túnel

Ahora lo recordaba, Sam había matado a un hombre. Y aquel pecado lo iba a pagar muy caro.
-No quiero morir, no. ¡No por culpa de ese hijo de puta!
Sam intentó girar, correr hacia atrás, pero no podía. El destino estaba decidido, debía acabar en el infierno.
-Chico, no intentes huir, no puedes. Por lo menos recuerdas a ese "hijo de puta", maldícele hasta entrar en el infierno –bromeó el viejo.
-Sería capaz incluso de encontrarme aquí a ese desgraciado.

La conversación se enfrió rápidamente, Sam no quería hablar más, aunque la idea de pagar sus pecados en el infierno era peor aún. Cuando entonces, habló:
-¿Y tú que hiciste para acabar aquí? ¿No decías que habías muerto en tu cama?
-Claro que morí en mi cama, en la de la cárcel. Me encerraron por provocar varias muertes, aunque no se sí alguna vez me he arrepentido de verdad.
-Parece ser que tú si que eras un cabrón.
-No te creas, tú no pareces muy distinto a mí.

Entonces Sam se sumió en su pensamiento, una última visión. Un último vistazo hacia atrás. El momento de su muerte.

Horas antes

La conducción por la autopista se había convertido en una auténtica persecución con la policía. Sam no iba a detener el coche, la policía lo iba a detener por el asesinato de Kevin. Lo tenía muy difícil para salir exitoso de allí.
Por si fuera poco su mujer no paraba de gritarle, y cuando Sam se despistó, su mujer le quitó la pistola del bolsillo y le apuntó.
-Para el coche Sam, no te quiero disparar.
Sam dudó, no sabía que hacer, si paraba el coche sería su fin. Así que hizo la decisión más peligrosa, forcejear con su mujer. Con una mano llevaba el volante, con la otra intentaba arrebatarle a su mujer la pistola de sus manos.
Se despistó un momento. Y chocaron contra el camión.
Sam se dio un fuerte golpe contra el volante en la cabeza. Y entonces se volvió todo oscuro. Como si entrase en un túnel, del que no podía escapar.

En el túnel

Paso tras paso, la luz llegaba a ellos. Se habían acercado lo suficiente como para poder escuchar los gritos que se escuchaban más y más alto. También la temperatura en el túnel iba aumentando, el calor de las llamas del infierno era más y más sofocante a medida que se acercaban. Sam no se podía detener, caminaba con rumbo fijo. El camino hacia aquellas llamas era cada vez más corto, cada paso que daba le acercaba a un castigo eterno. Los momentos eran eternamente largos, hasta que oyó una voz:
-¡No tiene pulso!
-¿Qué has dicho? –preguntó Sam al viejo.
-Pues eso, que tú no pareces muy distinto de mí si también mataste a alguien.
-Tenemos que reanimarlo, usad el desfibrilador
-Pero que demon...
Una descarga recorrió el cuerpo de Sam, y pegó un fuerte salto hacia atrás en el túnel.
-¡Otra vez, vamos!
Una nueva corriente con fuerza subió por el cuerpo de Sam, y nuevamente un salto gigantesco hacia atrás en el túnel.
-¡Le estamos recuperando, seguid así!

La última descarga ya le libró de la oscuridad. Despertó y miro a su alrededor. Estaba en un quirófano. Había escapado de la muerte. Había evitado su entrada al infierno. Había salido del túnel.

Después de aquello, Sam estuvo durmiendo un día entero, sin saber si lo que había ocurrido era real o solo una alucinación al estar inconsciente. Cuando despertó, una enfermera estaba cambiándole el suero. Ésta avisó rápidamente al doctor para que pudiese hacerle una revisión.
El golpe que Sam se había dado en la cabeza le había dejado un fuerte chichón, pero por suerte no había afectado al cerebro. Tenía la pierna escayolada, posiblemente a causa del accidente en el coche, así que probablemente se recuperaría pronto.

Cuando el doctor se marchó, un hombre trajeado entró en la habitación y se presentó:
-Buenos días Sam, soy el inspector Brandon.
Sam sabía perfectamente porque estaba el inspector allí, por el asesinato de Kevin, por darse a la fuga y por provocar un accidente.
-Buenos días inspector, ¿Qué hace aquí?
-Verás Sam, hace dos días ocurrieron una serie de incidentes que desencadenaron un accidente en la autopista 23, no sé si te lo han informado ya, pero siento decirte que tu mujer y tu hijo murieron en el acto.

A Sam aquellas palabras le dejaron descolocado, su mujer y su hijo habían muerto. Pero por otra parte su lado más oscuro se alegró, todas las personas que podían delatarle habían muerto.
-Oh, dios mío... -susurró en tono bajo como si aquello le afectase.
-Verá, nos gustaría saber que ocurrió con Kevin Dox, horas antes de su accidente de tráfico, el arma con la que murió estaba en su coche.
Y ahí el mundo de Sam se desmoronó, si alguien le había visto disparar a Kevin se acabó la pantomima, debía conseguir hacer que todos los cabos cuadrasen.
-Inspector Brandon, no estoy de muy buen humor en estos momentos, pero mi mujer y yo discutimos hace poco y, bueno, llevamos varios meses viviendo separados. El otro día la llamé, mi hijo cumplía hoy cinco años y quería saber si lo podría ver. Sin embargo cuando estábamos a punto de despedirnos ella me pidió ayuda. Me dijo que había hecho muy buenas migas con un tal Kevin, pero que ahora él le hacia la vida imposible, le pegaba y le hacia daño, la maltrataba y ella ya no lo soportaba.
-Y usted fue al día siguiente, es decir, ayer, a ayudarla.
-Sí, pero cuando llegué las cosas se habían torcido, Kevin no dejaba que Laura viniese conmigo y Laura se tomó la justicia por su mano. Se quitó a Kevin de en medio con una pistola que guardábamos en la cocina y luego me amenazó para que condujese por la autopista y huyésemos.
-Entonces llega una llamada a la central de policía de que se han oído disparos y un coche con dos adultos y un niño se dan a la fuga.
-Exacto, la policía comienza la persecución y mi mujer me amenaza con la pistola para que no pare. Cuando se despista forcejeo con ella, pero el que se acaba despistando soy yo y entonces...

Sam llora, intenta dar pena pero esos segundos son perfectos para reflexionar si ha dejado cabos sueltos. Las huellas de su mujer y las suyas propias estaban en la pistola a causa del forcejeo, así que la historia de que la pistola la llevaba ella puede funcionar.
Sam pegaba a su mujer, de ahí la orden de alejamiento, aún debe tener las marcas de cuando la golpeaba con el cinturón, podría cuadrar que Kevin la golpeara también. Y si alguien hubiese visto a Sam disparar el arma ya le hubiesen detenido. Todo iba viento en popa.

El inspector Brandon ve a Sam muy afectado. Ya le ha preguntado todo lo que tenía que preguntar así que no tiene motivos para seguir allí y se marcha, dejando a Sam llorando.
Cuando el inspector se marcha de la habitación Sam cambia completamente su estado anímico, su risa de satisfacción es imparable. Se ha librado completamente del inspector y ahora no hay nada que le impida continuar su vida.

Pero todavía hay un pensamiento que retuerce a Sam por dentro: el túnel. El túnel que va de camino al infierno, ese pasillo tan largo que desemboca en un castigo eterno. Sam debe expirar sus pecados, no quiere tener que volver a vivir esa situación. No quiere volver a ver ese túnel, aunque fuese una alucinación por el golpe, él quiere ir al túnel que lleva al Cielo, el túnel que finaliza en el Paraíso.

Al día siguiente un sacerdote se dirige al hospital a dar la unción a los enfermos y Sam pide verle para poder confesarse.
-Padre, me gustaría confesarme, porque he pecado.
-Bien hijo ¿de qué te arrepientes?
Sam explica sus mentiras, sus actos, sus hechos, todo lo que ocurrió el día del accidente y otros pecados menores que es mejor quitarse de encima. El sacerdote no se puede creer todo lo que está oyendo, es increíble, pero las falsas lágrimas de Sam consiguen engañarle.
-Hijo veo que estás muy arrepentido, así que yo te expiro de tus pecados...

Sin embargo alguien le interrumpe y entra en la habitación. El inspector Brandon ha vuelto, y parece que trae malas noticias para Sam:
-Sam Bonder, queda detenido por el asesinato de Kevin Dox y el asesinato involuntario de Laura Bonder y William Bonder. Tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra.
El inspector esposa a Sam a la cama del hospital. Aún no se lo pueden llevar, tiene graves heridas por el accidente, pero le mantendrán bajo vigilancia un tiempo.
-¿Pero cómo...? –pregunta Sam desconcertado.
-Por la pólvora, cuando alguien dispara, pequeños restos de pólvora salen del arma y quedan en la mano del que ha disparado. Su mujer no tenía esos restos.
-Pero entonces...
-Los restos estaban en la manga de su chaqueta. Sabemos que usted disparó el arma.

Era un asesino, un pecador, le habían descubierto, no solo estaría en la cárcel sino que el camino que cogería después de la muerte sería el del infierno. Sam gritó desesperadamente:
-¡Padre! ¡Ayúdeme! Expíreme los pecados otra vez, ¡no puedo ir allí!
El inspector se percató entonces de la presencia del sacerdote. Dejaron a Sam bajo vigilancia con un policía y salieron de la habitación para hablar con más tranquilidad:
-Disculpe Padre, no desearía que hubiese visto esa imagen.
-Tranquilo, no me ha molestado demasiado.
-Ahora bien, ese hombre ha dicho que le expire los pecados "otra vez" ¿eso significa que ese hombre ya se había confesado?
-En efecto, y cuando le estaba perdonando entraron ustedes.
-Sé que irá en contra de sus principios, pero necesitamos que nos diga que le ha dicho.
-Como bien sabrá es secreto de confesión y no se me permite...
-¡Como bien sabrá ese hombre ha matado a tres personas! –gritó el inspector, pese a estar aún en el hospital.
-No puedo. Tienen la prueba de la pólvora, eso les servirá.
-Pero no es una prueba concluyente, si consigue un buen abogado con tan pocos restos en la chaqueta podrían alegar que llegaron de otra manera, o decir que su mujer era la que llevaba su chaqueta. Necesitamos un testigo.
-Disculpe inspector, pero no puedo. Debo seguir continuando con otros pacientes, tengo mucho trabajo que hacer –dijo el sacerdote mientras se marchaba.
-¿Es esto lo que quiere Dios? ¿Qué los que cometen actos tan atroces puedan seguir en libertad?
El sacerdote se había alejado un poco pero se giró y le dijo al inspector:
-Dios no necesita que alguien sea juzgado en la Tierra, Dios ya conoce nuestros pecados, Él ya sabrá que castigo es oportuno para cada persona.
Y el sacerdote se marchó.

Finalmente, cuando Sam se recuperó de las heridas, fue juzgado. El sacerdote no testificó en contra de Sam, así que las pruebas no fueron muy concluyentes, por lo que le dejaron en libertad con cargos, de una manera u otra había cometido homicidio involuntario al estrellar su coche.
Sin embargo la libertad de Sam duró poco. Desde que fue detenido no paraba de gritar que no quería ir allí, que era un lugar que quemaba, que necesitaba ser perdonado y demás desvaríos. Sam fue internado en un centro psiquiátrico. La que se convertiría en su cárcel durante mucho tiempo.

40 años después

Los numerosos tratamientos no habían funcionado. Sam no había conseguido recuperarse, seguía con la idea de ir al infierno. Ningún sacerdote le liberó de sus pecados y su conciencia seguía completamente marcada por tener que ir al infierno y ser pasto de las llamas durante un tiempo indefinido.

Sin embargo el cáncer fue peor que la locura y una noche, durmiendo en su cama, dio su último aliento. Dicen que es la mejor manera de morir. Ahora lo podría comprobar, mientras viajaba a un lugar que ya conocía. El túnel por el que caminan los pecadores y lleva como destino el infierno.

En el túnel

Un camino se habría ante los ojos de Sam, caminaba por él esperando llegar a la salida. El camino era el de un oscuro túnel, un túnel negro iluminado únicamente por la luz roja que brillaba al final de él. Él ya sabía que aquello era la salida.
Caminaba lentamente, pero con paso decidido. De hecho no podía volver hacia atrás. Él ya sabía cual era su camino. Debía seguir hacia delante, ya que nunca podría dar un paso hacia atrás.
Entonces un chico se le acercó:
-Disculpe señor me podría ayudar, no recuerdo nada. ¿Me puede decir que ha pasado en este túnel?
Sam estaba lo suficientemente cabreado como para prestarle atención. Entonces miró de arriba abajo al chico, aquel chico era él. Sam esbozó una sonrisa, se había reconocido a si mismo. Él se ayudó a si mismo tiempo atrás, él era el viejo que caminó con él en el túnel, se volvían a encontrar cuarenta años después:
-Chico, este es el túnel que nos lleva al final de nuestras vidas. Este es el camino que te lleva hacia la luz al final del túnel.
Le podría haber dicho desde un principio que aquel túnel llevaba al infierno, él ya lo sabía. Pero sin embargo dejó que su antiguo yo recordase todos los hechos y que descubriese por si mismo a que lugar llevaba el túnel. Incluso en aquellos momentos seguía mintiendo, aunque fuese a sí mismo.
Tal y como ya sabía, continuó caminando por el túnel, hasta que su antiguo yo fue reanimado por los médicos en el hospital. Pocos metros le separaban de la salida.

Utilizó esos últimos instantes para meditar sobre lo ocurrido y entonces se dio cuenta de que no necesitaba ser juzgado o acusado en el mundo humano para haber ido allí. La primera vez que llegó no recordaba nada, así que conscientemente él no podía saber que era un pecador, tal vez su subconsciente fuese quien le juzgó para ir al infierno. ¿Quién había decidido que fuese allí? ¿Quién había visto sus pecados? Tal vez si hubiese escuchado al sacerdote cuando hablaba con el inspector Brandon, ahora tuviese una respuesta. Aunque Sam sabía bastante bien que alguien muy superior a él era su juez.

Pero ya todo daba igual, saber el porqué o quién no importa, ya que nada iba a cambiar por saber una respuesta.
Finalmente después de tanto tiempo cumpliría su castigo, acabando de recorrer el túnel y llegando al que era su destino original: el infierno.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:16
En mi cárcel transparente

       Recuerdo como, tiempo atrás, pude verme rodeado de mis seres queridos como cualquiera de vosotros; recuerdo como,  hace ya bastante tiempo, pude compartir mi vida con mi madre y mis hermanos, quienes eran además mis compañeros de juego.  A decir verdad. todos ellos eran bastante fríos, pero tampoco puedo achacarles culpa alguna, pues yo tampoco me caracterizo (o caracterizaba) por mi calidez... y digo caracterizaba puesto que como ya os he dicho antes, no podría decir el tiempo que hace desde que tuve contacto con alguno de ellos o con cualquier otro, y es por eso que no sabría definirme a mí o mi "don de gentes" con exactitud, tras el tiempo que ha transcurrido desde mi última "interacción social".
       Una pregunta que seguramente surja cuando se vea lo que ahora mismo relato es que, ¿qué tipo de situación ha podido llevarte a tal estado de soledad? Pues bien, diré que no ha sido algo precisamente voluntario; simplemente, pasó.  Sí, así es, pues tanto yo como aquellos de los que me veía rodeado no éramos más que mercancía esperando a que el cliente viniese y nos comprase. No sé qué suerte correrían los demás, pero desde luego, yo no fui precisamente afortunado, puesto que esto que os estoy explicando no es ningún tipo de metáfora: éramos simples productos a la espera de ser vendidos. Sé que puede sonar algo duro,  pero en el mundo en el que vivimos no os debería extrañar si alguien os cuenta una historia como la mía; en el fondo sabéis que ocurre,  otra cosa es que decidáis mirar hacia otro lado y seguir con vuestras vidas como si nada ocurriese,  pero no os culpo,  puesto que es la opción más sencilla y la que toma la mayoría de la gente para vivir felices en la ignorancia.  Podría decir que no le deseo mi situación a nadie, pero almenos no he tenido que ver cómo se llevaban a mis hijos cuando apenas habían roto el cascarón ni he tenido que ver cómo les encerraban. Tampoco creo que pueda tener la oportunidad de seguir con mi estirpe, viendo cómo tengo las cosas.
       Hasta ahora os habéis enterado de que me encuentro solo, de la situación que viven mis allegados y otros tantos que no podría numerar (entre otras cosas, porque tampoco sé contar), pero en realidad aún no sabéis nada de mi situación más allá de la falta de roce de la que os he hablado (en ambos sentidos, ya me entendéis), pero esque yo tampoco sé gran cosa. Puedo contaros que me encuentro en una sala en la que no me falta agua y donde la comida me la proporcionan una vez al día todas las mañanas, por suerte con cierta generosidad, aquel que comerció conmigo como si de un kilo de arroz se tratase, por lo que me las puedo apañar según el hambre que tenga para que me dure más o menos. Puedo deciros que los alimentos me los dan por una apertura que la sala en la que me encuentro tiene en la parte superior, y creedme, es realmente exasperante e irritante ver  cómo prácticamente alcanzo, pero que el intentar subir no me sirve ni me servirá de nada, pues cada vez que he logrado alcanzar la única salida que tengo a mi alcance con las yemas de los dedos, aparece Él y me empuja de nuevo al interior de la sala, haciendo que tope mi espalda de nuevo con el mismo sitio en el que llevo desde hace ya años, por lo que hace tiempo que me he dado cuenta de que tal esfuerzo no merece la pena. Puedo también advertir, aunque tampoco hace falta poner demasiada atención, que el sitio en el que me encuentro seguramente no sea como el que tengáis en vuestra mente, dado que no es ningún zulo soterrado, insonorizado y al que no llega la luz; al contrario, puesto que las paredes que me rodean y que me mantienen prisionero son transparentes, pero no, que no quepa la duda en vuestra mente creándonoos una falsa concepción, dado que son bien sólidas. No sabría decir de qué tipo de material están hechas, pero esque tampoco sé el nombre de los materiales transparentes que puedan existir.
       ¿Sabéis qué era también algo que me sobrepasaba? Dormir a escasos metros de mi captor, puesto que la sala en la que me encuentro está a su vez dentro de una sala más grande en la que Él hace una importante parte de su vida diaria. Como veréis, la pregunta está conjugada en pasado porque al final tuve que acostumbrarme, a pesar de que durante mucho tiempo me desesperaba ver cómo dormía plácidamente teniéndome a mí encerrado en esta maldita prisión, y no pudiendo conciliar el sueño, tirándome horas arañando y dando golpes contra la superficie cristalina que me envuelve, pues nisiquiera gritar podía por haber nacido sin cuerdas vocales. Supongo que por eso se permitía el lujo de dejar abierta la trampilla de las que os hablé antes, y dormir con las ventanas abiertas, sin miedo a que mis sollozos pudieran despertar o avisar a cualquiera que pasase o viviese cerca.
       Si tenéis curiosidad por saber cómo ha sido mi día a día encerrado en esta jaula, puedo deciros que en una jornada típica comienza con Él despertándose de su plácido y despreocupado sueño, tras lo cual, me observa y me hace entrega de la comida de la que dispondré el resto del día. Veo cómo durante unos minutos se viste y se prepara para salir, cómo recoge sus bártulos, desapareciendo durante horas. Cuando vuelve, a veces trae compañía, amigos y amigas suyas supongo, que se comportan con el mismo desdén hacia mi dignidad y que muestran incluso más curiosidad y divertimento por cómo me comporto por ejemplo, cuando a Él se le olvida (quiero esperar que es así) darme de comer durante uno o dos días y al volver me da algo que comer. Algo, por supuesto, que deboro con ansia.
       Veo cómo transcurre el tiempo, cómo se acumulan mis deshechos, escamas de piel y demás en el fondo de mi no subterránea ni oscura cripta. Puedo notar cómo, cuando transcurrido un tiempo me fijo en mis extremidades, que sigo creciendo y haciéndome mayor en un lugar en el que nadie debería envejecer. Veo cómo la gente pasa, me mira, se rie y disfruta con mi agonía, cómo después continúan su camino, volviendo en algunas ocasiones y desapareciendo como mis parientes se fueron una vez para no volver, aunque por supuesto voluntariamente en este caso, pues ellos eran y son libres y dueños de su propio destino.
       Siento no poder contaros cómo fue mi inexistente viaje por el atlántico surcando los mares libremente del mismo modo en el que siento no poder explicaros cómo sin saber ni contar, puedo escribir con aceptable registro; pero del mismo modo en el que os digo que por mis características físicas no podría llevar a cabo la primera labor, por mis facultades psicológicas tampoco he podido efectuar la segunda, al fin y al cabo, no esperaréis que una tortuga de agua dulce sepa escribir, hilvanar pensamientos, ni mucho menos razonar.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:17
Duelo por una madre


Editado.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:17
Cólera

[BORRADO A PETICIÓN DEL AUTOR]
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:18
Una vez

     Hubo una vez un hombre. Tuvo un gato. Lo atisbó un día junto a la carretera, lo recogió y lo llevó a casa. Se ocupó de arreglar un pequeño sitio para él, además de darle leche y suero. Pero al poco el gato murió, y el hombre se sintió culpable. Pensó que no lo había cuidado bien, que se había equivocado en algo y que era responsable de su muerte. Entonces decidió que nunca más volvería a tener animales.

     Tuvo un ficus, un regalo debido a alguna formalidad. Lo acomodó en un rincón soleado de su salón, lo regó, le limpió las hojas y hasta le contó algunos de sus pensamientos. Pero al volver de unas vacaciones de invierno encontró la planta lánguida y seca, muerta por el frío. Sintió que era culpa suya, que no la había cuidado bien, y decidió que nunca más volvería a tener plantas.

     Tuvo una familia, un amigo, un amor...






Nota de la organización:Por petición expresa de la autora, el relato no entra a concurso con lo cual no es necesario votarlo. Queda sin embargo publicado para que lo lea quien quiera, también por petición de la autora.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:20
Inconscientes

Verde. Verdes raíces, troncos y ramas. Verde cielo de mares de hojas. Y amarillo. Rayos iluminados que se escabullen por los pocos huecos que la espesura permite.
Era el amanecer en la profunda selva amazónica.

- ¡Mami, mami! ¡Despierta! ¡Hoy es el día!
- Cariño, tranquilo, no hay ninguna prisa. Sigue descansando un ratito más.
- ¡No, no! ¡Levanta! ¡Hay que ir lo antes posible!
- Vale, vale, ya voy...
- ¡Vamos, papá! ¡Tú también! No remolonees, que te veo.

El sonido del crujir de las ramas iba en aumento en la zona. Al fin, un árbol alto y grande elevó sus altas ramas hacia el infinito, y bostezó.

- ¡Por Dios, Krr, cuántas veces te he dicho que no hagas eso! ¡Vas a despertar a todos!
- Tranquilízate, Sty. No hay problema. Aquí todos duermen como troncos, ¡jaja!
- Papá, ¿por qué todos los días haces siempre la misma broma?
- Tú calla, hijo, y busca algo de agua y fosfatos, si puede ser. Me hacen algo de falta últimamente.

Rezongando se fue el pequeño arbusto, moviendo penosamente sus raíces en busca de lo encomendado por su padre.

Lentamente todo empezaba a activarse. Más y más crujidos de ramas y pisadas en el suelo sobre la maleza se hacían de oír por la selva, a la vez que el disco solar se alzaba.

- ¿Ya os marcháis? - habló una grave y profunda voz.
- Sí, padre. Cuando regrese Arlar ya partimos para el este.
- Ojalá pudiera ir con vosotros. Ya lo sabes hijo, si tan sólo...
- No te preocupes, de verdad. Les daremos recuerdos de tu parte y que les echas de menos.
- Gracias, hijo - respondió, cansadamente.

- ¡Ya estoy, ya estoy! ¡Vámonos ya! - exclamaba exultante Arlar.
- Sí, sí, tranquilo - intentaba calmar inútilmente la madre.

Finalmente se cumplió el deseo del pequeño y partieron. El sol ya estaba en su punto más álgido.

- Hace mucho que no vemos a los tíos y los primos, ¿eh, mami? Ya podríamos ir más a menudo.
-Ya, hijo, pero no es tan fácil. Están muy lejos y este viaje es complicado y largo. Además, ahora los abuelos no pueden venir, con lo que las excursiones van a ser aún menos frecuentes.
- Jopetas... ¿y por qué no pueden venir ya?
- Porque ya son más ancianos, y sus raíces no son tan potentes como cuando eran jovenes. Deben enterrarlas profundamente al final para ya poder descansar. Ese es el destino de todos nosotros.

- ¿En serio? Yo no quiero acabar así... Yo seré siempre fuerte y siempre poder correr por todos los bosques del mundo.
- Claro, hijo, claro... Eres joven, ingenuo y soñador. Es bonito eso.
- No sé qué me dices. ¡Yo te digo que lo conseguiré!
- Ay, Arlar, por favor, calla un rato. No hay manera de concentrarse. Intento ver si este es el camino correcto.
- ¡Claro que sí, papá! ¿Nos ves esa marca en ese viejo árbol?
- Venga, vale, sigamos por aquí.

La tarde se iba cerniendo sobre ellos mientras caminaban. El joven arbolito no desaprovechaba ninguna oportunidad para curiosear y preguntar sobre cosas que para él eran desconocidas, y sus padres le respondían como podían.

Finalmente llegaron a su destino. Pero todo era distinto. No había vitalidad, actividad. Se notaba pesadumbre en el ambiente. Krr decidió alejarse a preguntar a un anciano que había por ahí si sabía algo de sus parientes.

Cuando volvió con cara de preocupación, transmitió ese mismo sentimiento a Sty. A Arlar no, estaba demasiado ocupado observando cómo una mariposa multicolor se posaba sobre algunas flores de por allá.

- Me ha dicho que debemos irnos, que no es un lugar seguro. ¿No te han extrañado esos ruidos que provienen de por ahí lejos? ¡Dice que son ruidos de motores de esos seres, los humanos!
- Pero, ¿cómo? ¡Debemos irnos, entonces! ¡Estamos en peligro!
- Ve yendo tú con Arlar, yo tengo que preguntar por...
- ¡No, Krr, no nos dejes, por favor!
- Sty, tengo que hacerlo. Compréndeme. Tengo que saber qué les ha pasado, a dónde han ido...
- ¡Maldita sea! Vale, pero por favor, ¡vuelve rápido!
- No te preocupes, volveré.

Sty llamó rápidamente a Arlar y le informó que tenían que irse. Él no quería, y preguntaba constantemente dónde estaba su padre y qué es lo que pasaba. Su madre le respondía con evasivas, pero siempre ordenándole que fuera más rapido. Él decidió que quería enterarse de qué pasaba, y logró escabullirse de su madre en un momento en el que ella no miraba.

Mientras corría rápidamente hacia atrás, vio a su su padre a lo lejos que iba en su misma dirección. Parecía que quería decirle algo, pero Arlar no conseguía entender qué decía. De repente, en el fin de lo que podía abarcar su vista, surgió una enorme máquina amarilla que emitía un ruido estruendoroso. Horrorizado, vio como alcanzaba a su padre y le atropellaba. No podía creer lo que veía.

De repente oyó el chillido agudo y penetrante de su madre detrás de él, y corrió hacia ella.

- ¡Corre mamá, corre! Tenemos que vivir
- Tu padre... tu padre...
- ¡CORRE!

                                                                                           *     *     *

Y ahora, titulares: El gobierno anuncia una nueva medida contra la crisis económica. Los sindicatos y el partido líder de la oposición muestran sus dudas acerca de la utilidad de esta nueva medida, mientras que el gobierno afirma que es totalmente necesaria.

Hoy nos ha llegado la noticia desde Brasil que ha habido una nueva tala masiva ilegal en una parte de la selva amazónica. Ecologistas denuncian que algunas organizaciones protegidas por el Gobierno Brasileño tienen vía libre para cometer estas acciones, mientras que estas sólo conllevan grandes pérdidas ecológicas, tanto en fauna como en flora. Se prevé que si estas talas masivas continúan al ritmo actual, dentro de 40 años toda la Selva Amazónica, pulmón de la Tierra, estará totalmente devastado.


- ¿No te parece horroroso, mamá?
- ¿El qué, hija?
- Todo lo que está pasando en el mundo tan lejos de aquí, que es muy grave y que no nos damos cuenta de que pasa.
- ¡Ay, hija, qué cosas tienes, de verdad! Eso a nosotros no nos afecta.
- Claro que sí, mamá, claro que sí...
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:21
¿Y cómo va a dormir?

Le despertó el sonido de la lluvia. Ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera el martilleo de las gotas de agua contra el cristal, pero al entrar en el hospital ni siquiera se había dado cuenta de que el cielo estuviese nublado. O quizá sí, no sabría decirlo. No había dormido bien, sentado en la misma silla de plástico donde le había dejado la enfermera. El cansancio acumulado le había sorprendido sin darle tiempo a apoyar la cabeza. Caía como si tuviese el cuello roto. Lo primero que vio al abrir los ojos fue su ombligo. No reconoció la camisa que llevaba puesta, pero sí el paraguas rojo que sostenía con las manos entrelazadas sobre sus piernas. El paraguas le hizo recordar.

Levantó la vista, venciendo el entumecimiento con el que lo había envenenado el mal sueño. Frente a él, el rostro de un anciano lo examinaba con severidad. Tenía la cara consumida bajo unas arrugas que se plegaban hasta casi resbalarle por la garganta y las cejas más pobladas que Jaime Gómez recordaría jamás, pero era lampiño y de un color rosado tan saludable como extraño para alguien de su edad. A su derecha, un asiento vacío. Poco antes (o mucho, no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba dormido) lo había ocupado el cabeza de una familia de extranjeros recién llegados a Madrid. Peruanos, había creído oír. O colombianos. Eran una decena. La hija mediana acababa de ingresar para dar a luz cuando él ya llevaba varias horas esperando por segunda vez y eran los únicos rostros conocidos que seguían ahí. El viejo, que era sorprendentemente alto pero gordo como una bola, había decidido sentarse un par de filas más adelante en algún momento durante su siesta, quizá espantado por los ronquidos de Jaime, quizá procurando no importunar el descanso de su vecino. Volvió la mirada hacia su suegro, que no había cambiado de expresión.

-¿Cuándo habéis llegado? –preguntó, ya despejado.
-Hace poco. Diez o quince minutos. Montse tiene a los niños, se los ha llevado a dar una vuelta fuera. Supongo que no has podido pasar a verla.
-¿Los niños están aquí?
-No los íbamos a dejar solos.
-No, pero no me gusta que estén por aquí. Tienen que estar hartos de ir y venir.
-Joder, Jaime, no seas exagerado, que sólo han estado aquí veinte minutos. Cuando Laura aún no había pasado a la sala. Luego nos los hemos llevado. Y tampoco creo que sea malo que se acostumbren a esto. Ya les tocará pasar más tiempo entre hospitales cuando lleguen a mi edad, si Dios no quiere que antes.
-Pues eso. Cuando lleguen a su edad –replicó con seriedad.

Le había disgustado mucho el tono de su suegro. Era el mismo que utilizaba cuando se lamentaba de sus achaques, y desde que lo habían operado de la rodilla eso era siempre. La suegra solía reprocharle a su marido que pareciera que lo que quería era estar permanentemente enfermo para poder quejarse a gusto. Jaime encontraba esa actitud patológica y mucho más grave que cualquier dolencia real o imaginaria que pudiese padecer el anciano, pero nunca manifestaba esta idea en voz alta. Ni siquiera cuando hablaba en la cama con su mujer. Las paredes de la casa eran poco apropiadas para guardar secretos y no quería arriesgarse a ser oído por culpa de una escapada nocturna al cuarto de baño. De modo que, cuando Montse regañaba a su marido, él asentía, y con los años se había acostumbrado a ceder parte de su opinión a cambio de aquellos extraños instantes de complicidad con un miembro de la familia de Laura.

Pensó en Laura. En las horas que llevaba dentro, en los años que estaban por venir.

Un médico se asomó a la sala y llamó a un tal Salvador Márquez, que resultó ser un joven sudamericano que formaba parte del séquito del hombre que había estado sentado a su lado; seguramente, el padre del niño que acababa de nacer. La muchedumbre se levantó alborotada. Todos menos el viejo, que se incorporó en silencio a abrazar a su yerno de un modo que Jaime encontró casi ritual, pero al mismo tiempo muy cálido. El doctor sonreía y les recordó que no podían entrar todos a la vez, que la nueva mamá estaba muy cansada. Se abrazaron y besaron cien veces más hasta que Salvador Márquez entró triunfante a la sala donde lo esperaba su esposa y donde pronto podría sostener a un hijo que sería "el primero de muchos si Dios lo permite", según le oyó decir. Le acompañaron el doctor y el suegro, que se detuvo un momento en el umbral de la puerta para dirigir una mirada a los suyos. Sus ojos se toparon también con los de Jaime antes de desaparecer. Eran unos ojos grandes y oscuros, brillantes como carbones encendidos en medio de un rostro que no aparentaba su edad. Sintió algo de vergüenza por haberlo incomodado al dormirse a su lado, pero se le fue toda al romperse el contacto visual. "El primero de muchos si Dios lo permite". No supo qué pensar.

-¿Dónde va a dormir el niño? –saltó su suegro al rato, rompiendo el silencio. Jaime notó que sólo intentaba sacar algún tema de conversación porque recordaba haber hablado ya sobre eso, pero sintió que de algún modo él sabía lo que había estado pensando y esa pregunta servía para recriminárselo.
-Con nosotros, al principio. Y luego ya veríamos.
-A nosotros no nos molesta, si la cuna no cabe en vuestro cuarto. Total, yo me despierto cada cinco minutos por los dolores. No me importa que llore.
-Si llora lo vamos a oír en toda la casa, Juan. No se preocupe, que la cuna cabe. Pero mejor dejamos el tema.
El viejo negó en silencio con la cabeza y no volvieron a decir nada hasta que Montse apareció con los niños casi una hora después.

Entraron en fila, con el mayor delante tratando de mantener el equilibrio sobre las líneas que dibujaban los azulejos del suelo. Su abuela le llamó la atenció con una palmadita para que se diera prisa y corrió a subirse a las rodillas del padre mientras el pequeño avanzaba inseguro agarrado a la mano de la anciana. Cuando llegaron junto al resto de la familia la mujer tomó asiento al lado de su marido, que le pasó la mano por el muslo casi mecánicamente. Jorge, ya liberado de la mano de su abuela, se dejó caer al suelo como un plomo. Hacía sólo tres días que había empezado a andar y no se sentía demasiado confiado para mantenerse sin ayuda. La anciana le reprendió con voz dulce y lo subió sobre sus rodillas. Félix miraba a su padre con los ojos muy abiertos, pegando su naricita contra la de él.

-¿Mamá no sale?
-No, aún no.
-Está tardando mucho –sentenció, apartando la cabeza.
Tenía el pelo rubio, igual que él. Era casi lo único que tenía suyo, y estaba seguro de que se le oscurecería con los años. El pequeño era igual, pero el puente del tabique nasal le recordaba más al de su abuelo paterno.
-Los niños tardan mucho.
-¿Nosotros tardamos tanto?
Sintió la mirada de sus suegros sobre él.
-No, no tanto.
-No pareces contento.
-Es que estoy cansado, grandullón.
-Pero cuando trajeron a Jorge no estabas cansado. Estabas de pie, y te reías más.
-Tú no te puedes acordar. Tenías cinco años, eras un mocoso.
-Pues me acuerdo.
-¿Y entonces por qué me has preguntado antes si tardasteis mucho?
El niño se encogió de hombros sin comprender.
-Te reías más –concluyó.

Félix tarareaba algo para sí y daba pataditas al aire. Al final la abuela se lo tuvo que quitar de encima porque le estaba moliendo las piernas y porque una de las patadas casi le dio a la rodilla operada del abuelo. En cuanto sus pies tocaron el suelo se volvió a dejar caer. Tenía roto el bajo del pantalón de tanto arrastrarlo, aunque estaba ya algo gastado porque habían sido de su hermano.

-¿Dónde va a dormir? –Insistió el mayor-. Conmigo no, que no cabe.
-Va a dormir con nosotros. Con tu madre y conmigo.
-Ahí tampoco cabe.
-¿Por qué no vamos a tomar un helado? –Sugirió la abuela-. Ya vendremos cuando podáis ver a mamá.
-Ya hemos tomado un helado antes –protestó el niño-. Quiero que volvamos a casa con mamá.

"Con mamá, pero no con su hermana", repitió Jaime para sí. "Con mamá pero sin su hermana". Y pensó en las interminables horas que pasaba en su casa de paredes de papel, en la cuna que no cabía en su habitación, en la ropa usada y en el paraguas rojo, que aún sostenía sobre sus piernas con su hijo subido encima y que Laura le había hecho coger hacía más de dos días porque la mañana que se puso de parto sí estaba lloviendo. Y pensó en los ojos de su mujer, que volvería a ver pronto. Y pensó en algo más, pero sintió la mirada de su suegro atravesándole y cargándolo de culpa por atreverse siquiera a atisbar algo de alivio.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:22
El secreto del dinero

El garaje es lóbrego y húmedo, nido de sempiterna negrura. Sus paredes son de basto ladrillo sin revestimiento; su piso, de hormigón desnudo, testigo de una construcción inacabada. Como en una sucesión de muñecas rusas, el garaje ocupa la planta sótano de un chalet en su esqueleto que está situado entre la espesura de un bosque aledaño a un polígono industrial de las afueras. Permanezco en la oscuridad, como una más de las matrioskas de madera, en el interior de mi viejo y polvoriento Volvo, en lo más profundo del remoto garaje. Mas no soy la última de las figuras; en el interior de mi bolsillo izquierdo reposa el billete de diez euros, que aguarda entre dobleces hacerse valer con infinita paciencia.

Soy incapaz de recordar cuánto hace que decidí confinarme en este estrecho reducto, alejado del mundo; yo, que fui Santiago Nájera de la Yglesia, abogado de intachable reputación, último miembro de una estirpe de grandes juristas, me mantengo postrado sobre el reclinado asiento de mi inmóvil vehículo, tan quieto como él, con los ojos abiertos apuntando a la nada más absoluta. No me es preciso el más mínimo rayo de luz para alcanzar mis pobres pertenencias, la última garrafa de agua, la caja con las bolsitas de té, la manilla con la que abro la puerta que me permite arrastrarme hasta el rincón en que deposito mis necesidades.

Sin embargo, entre las nieblas de la memoria, aún puedo vislumbrar los hechos que me arrastraron hasta este voluntario encierro. Cuando la empresa quebró, mi vida se derrumbó como la torre abatida por un vendaval. Pronto me asaltaron las deudas contraídas en la opulenta época de esplendor. La misma mañana en que perdí mi casa, mi mujer me abandonó. No podía resistir la convivencia con un fracasado, no podía permitirse envejecer en un cuartucho de mala muerte viviendo día a día, comprando género de tercera, atesorando cupones de descuento; así que regresó a la ciudad natal llevándose a nuestro hijo.

No malgasté mis lágrimas en un vacuo intento de consuelo. Reaccioné apretando los dientes y prometiéndome a mí mismo que recuperaría mi fortuna, mi prestigio, a mi familia. Aún sin vivienda y carente de ingresos, no me dejé arrastrar por la turbia corriente del desánimo. Durante meses deambulé por las calles vestido de traje y corbata, con la única tacha de portar unas camisas algo arrugadas. Dormía en el viejo coche, la única posesión que nadie se molestó en embargarme. Todas las mañanas ejercitaba mis músculos en un gimnasio en el que tenía abonada una suscripción por dos años, y utilizaba sus instalaciones para el aseo diario exigible a un individuo de mi vieja condición.

El resto de la jornada la ocupaba en la búsqueda de un improbable empleo, con mi teléfono como única herramienta. Me convocaron a un puñado de entrevistas, a las que me presenté con un buen aspecto, como si continuase con mi vida de siempre. Nadie me contrató. Un aura sombría circundaba mi alma, era algo que las personas percibían y que les imprimía un sentimiento de repulsión. Lo veía en sus ojos mientras atendían a mis esforzadas respuestas; era la marca de la desdicha, de la misérrima ausencia de posibles.

A causa de mi vergonzante situación, solía estacionar mi vehículo en zonas apartadas, donde resultaba muy improbable un encuentro con algún antiguo conocido. Aquella noche, la que comenzó cuando murió el día en que la compañía telefónica dio de baja mi línea por impago, el  infortunio apretó una vuelta más el tornillo que lleva mi nombre.

Me hallaba en mi viejo Volvo, en una desgastada acera contigua a dos viviendas ruinosas y abandonadas. Andaba ya medio adormilado cuando sentí unas voces groseras y altisonantes que se aproximaban. Entre las rendijas de las cortinillas, que yo usaba para ocultarme de las miradas ajenas, pude distinguir a tres individuos que acababan de reparar en mi presencia.

- ¡Abre! ¡Tenemos frío! - Me dijeron. Ignoré sus necias palabras, sabedor de mi posición de fuerza en el interior del automóvil. Mi actitud no hizo más que provocar una ira desmedida en aquellos hombres. Zarandearon el coche, me amenazaron, arrojaron piedras; decidí entonces tomar la llave y girar el contacto, estaba dispuesto a alejarme con el escaso litro de gasolina que reposaba en el depósito. El motor rugió y, al tiempo que engranaba la marcha atrás, reparé en que habían forzado el maletero. Descubrí, mientras me alejaba, que se disputaban mis escasas pertenencias. Mis ajadas toallas, mis americanas, mis corbatas de seda; todos los objetos se repartían entre sus sucias manos y la desconchada acera.

Ya sin ropa decente que ponerme ni teléfono con que relacionarme, me sentí empujado hacia la indigencia. La mera idea me enajenó, embotando mis sentidos. Avancé por las avenidas con los faros apagados, como un invisible ataúd con ruedas, buscando en todo momento las zonas con menor iluminación; como si ello me protegiese de la vergüenza de no poseer nada. Al fin, alcancé el polígono de enormes naves oxidadas por el descuido de unas empresas en decadencia. Amparado por la sombra, abandoné el barrio industrial para ingresar en el desordenado bosque cercano. Fue el puro azar, o tal vez el mismo Dios, el que me condujo a la obra abandonada años atrás. Rompí, con suma facilidad, el candado colgado en el portalón que conducía a la rampa del garaje y descendí con mi Volvo en busca de un desconocido final de viaje.

Durante las primeras semanas de reclusión en el lúgubre sótano no hice otra cosa que meditar en la oscuridad. Reflexioné mucho sobre mi pasado y no dejé de preguntarme cómo ascender del pozo en que estaba sumida mi existencia. Llegué a la evidente conclusión de que la culpa de todo la tenía el dinero. Si lograba recuperarlo, todos mis problemas estarían resueltos. Puedo recordar que, en esos días, fue cuando caí en la cuenta de que solo con dinero puede hacerse dinero. Ya no me quedaba una mísera moneda, solo un billete de diez euros que, por alguna razón, no había tenido el arrojo de cambiar por calderilla. Gasté muchas horas mirando el billete a la tenue luz interior que iluminaba el salpicadero. No hallé el modo de multiplicarlo, pero una nueva idea nació de repente, aflorando en mi conciencia como un relámpago. ¿Y si pudiese comunicarme con el billete? ¿Sería posible que él mismo me dijese cómo atraer a muchos más de sus congéneres? Tenía que intentarlo, tenía que descubrir su idioma, el lenguaje secreto del dinero.

Durante una extensa cantidad de tiempo que no puedo precisar, me dediqué a estudiar cada milímetro del rectángulo de papel moneda, en cada una de sus rojizas tonalidades. Medí las proporciones de los números, el número de arcos y de piedras de la puerta románica, la posición y la forma de los sillares del puente. Incluso conté las letritas de la banda de la parte baja del mapa, los diferentes tipos de rojo, los circulitos que hay debajo de la firma. Calculé relaciones entre esas cantidades, buscando inexistentes pautas. Todo resultó inútil. Finalmente, la batería del coche se agotó y mi mundo abandonó la sombría penumbra para adentrarse en la más absoluta negrura.

El billete se transformó entonces en una mancha de color imposible, rodeada de oscuridad. No sé si mantenía mis ojos abiertos o cerrados, pero lo que sí sé es que todo el universo se localizaba en aquella mancha palpitante, como una informe estrella que titilaba en una incansable serie de contracciones y expansiones al son de una inaudible música. La música me resultó muy placentera, como un lejano rumor. La mancha se agrandaba lenta, pero inexorablemente; como un corazón palpitante de diástole, en cada ocasión más exagerada. Al fin, una sensación de gran desasosiego terminó por embargarme, irradiado por la gran música, ahora cercana y apabullante, al compás de la enorme mancha que lo ocupaba todo. Con horror, observé en la mancha millones de imágenes, todas a la vez, de los más variados rincones del universo. Vi los cimientos en que se asienta el garaje, vi hasta la última rama del bosque. Vi a mi hijo crecido discutiendo con su madre, vi cómo el director que hundió mi empresa vivía entre el lujo y el derroche, vi cómo se fabricaban los billetes en la fábrica de moneda y timbre, vi a Mario Draghi rubricando la firma que se estampará en los nuevos billetes, vi a Jean-Claude Trichet susurrándole algo al oído, vi qué le susurraba, lo vi todo, absolutamente todo, diáfano como el agua pura. 

Sí. Yo, que fui Santiago Nájera de la Yglesia, conozco el secreto de los pedazos de papel rugoso por los que las personas madrugan, se esfuerzan, sufren, hacen y deshacen. Por ellos, algunas incluso ejercen la violencia, hasta el extremo de llegar a matar. Jean-Claude Trichet los firma, él como presidente del Banco Central Europeo, garantiza que pueden cambiarse por cualquier mercancía por el valor de diez euros. Todo es mercancía, todo se basa en la confianza. Uno se esfuerza porque obtiene una cierta cantidad de confianza a cambio. Todos anhelan la confianza que les hace infelices, por lo que unos esfuerzos se pagan con otros, unas confianzas cambian de manos, algunas se crean, otras se destruyen.

Aquí permanezco postrado, sobre el móvil inmóvil, en la vivienda inhabitada, en el bosque sin animales. Puedo observar hasta el más pequeño detalle de un billete que no veo. Hablo su misterioso idioma sin palabras. Ahora sé que en cada cara, de cada uno de los siete billetes, está grabado un número de varias cifras, en un críptico lenguaje de círculos de colores. Un total de catorce números forman la combinación que abre todas las puertas del dinero. Ahora sé que eso le contó Trichet a Draghi, el secreto más oculto, el que está a la vista de todos.

Si yo quisiera, si yo pudiera levantarme de este asiento, cambiaría el billete, y, por un par de monedas, me conectaría a cierta red en la que, con los catorce números, podría crear y destruir dinero a mi antojo. Podría ingresar miles de millones en mis cuentas en descubierto, podría recuperar mi casa, a mi familia, mi posición, mi prestigio. Podría derribar gobiernos, incluso estados, podría. Pero no quiero. Ahora que lo conozco, no me interesa. Aquel que ha visto el universo entero, como yo lo he hecho, sabe que su mera contemplación ya es más de lo que un hombre puede aspirar. Sabe que los asuntos de los hombres ya le parecen nimios, aunque él mismo sea un hombre, ya no le importan. Por eso no hago uso del secreto, por eso permanezco aquí, tendido en la oscuridad.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 12:24
Entre armas y sangre

I

Las alarmas sonaron de nuevo; por tercera vez en una noche. Los soldados situados a la parte superior de las literas bajaron de un salto y, sin mostrar signos de sueño o cansancio, se ponían el chaleco, botas y cargas. Dos minutos después ya estaban todos fuera de su habitaciones, en el estrecho pasillo, tan sólo iluminado por dos fluorescentes de muy baja potencia.
Los soldados circularon en guardia, armados con sus metralletas de fuego rápido, hasta llegar a la puerta que daba a la profunda trinchera. Pasaban los minutos y todos los soldados ya ocupaban sus respectivas posiciones. A punto de disparar al detectar el mínimo movimiento.
El Capitán, tras los soldados chilló:
-¡Nos atacan por el frente!- paso la mirada por la espalda de todos los soldados analizando, con tan solo unos segundos, que formación tomar-. ¡Formación delta! Fuego a discreción  al mínimo movimiento.
Solo se escuchaba el frenético latido del corazón del compañero y tú respiración ajetreada. Quizá esa sería la ultima noche para algunos.

Los focos de luz encontraron el grupo de insurgentes a tan solo cincuenta metros y las armas de los soldados empezaron a disparar.
Los enemigos se percataron de que habían sido descubiertos y, tras estirarse en el suelo para ser un blanco más difícil, empezaron a disparar.
El intercambio duró más de media hora pero, los insurgentes, estaban en minoría y eso, al final, pasa factura.
Hasta que cayó el último hombre.
-Rápido, rápido -chilló dando órdenes el Capitán-. Hay que comprobar las bajas enemigas.
Un pequeño grupo, al que yo pertenecía, se encargó de examinar uno por uno todos los cuerpos y verificar sus bajas.
-Señor -informó el teniente del escuadrón-. Todos son bajas, no hay ni un superviviente.

Volvimos, a nuestro refugio pero, sin quererlo nosotros y, cuando tres cuartas partes del ejercito de contención había entrado, un soldado, que aun seguía apostado en la trinchera chilló:
-¡Kamikaze!-cargó el soldado su arma-. ¡Kamikaze a las tres! -.Tras las advertencias abrió fuego y el Kamikaze recibió deferentes disparos pero, milagrosamente, no se detuvo y, tras conseguir levantar el brazo, lanzo un disparo al aire y su cuerpo se cayo con un estruendo seco en el tierra polvoriento.
Yo, cuando el kamikaze dejó ir su bala, aún me encontraba dentro de la trinchera, al lado mio, mis dos compañeros.
Uno se puso la mano en la cabeza y dijo:
-Ayudam...-. Se le interrumpió la voz pues cayó de cara a la pared de la trinchera y, segundos después, una mancha de sangre se esparcía por toda la pared de arena húmeda.
Me quité mi arma y chille al capitán mientras intentaba reanimar, sin muchas esperanzas, a mi compañero.
-Capitán! Una baja producida por bala en la cabeza, procedo al reanimamiento!
De seguida dos unidades médicas se acercaron al cuerpo pero no pudieron hacer nada para reanimarlo. Otra baja más de la tormentosa guerra.

Se levantó de un salto de la cama. Tenía toda la camisa de tirantes, grisa, empapada de sudor. Le tocó la sien quitándose las gotas y se apoyó en sus manos, apoyadas en sus rodillas.
Se pasó media hora así hasta que levantó los ojos para poder ver la hora. Tan solo las cinco de la madrugada.

II

Había siete personas sentadas en sillas en circulo. En medio, una señorita rubia de cuarenta y cinco años de edad toaba nota de lo que mencionaban sus pacientes, Daniel era uno de ellos.
La señora empezó a hablar, pasando la mirada por la cara de todos los presentes.
-Bueno, pues empezamos la terapia -empezó tras anotar cuatro notas en su cuaderno-. Jacknes ¿por qué estas aquí?
Un hombre tímido, con una amplia melena y ojos pequeños, empezó a hablar:
-Pues verá -se miró sus rodillas para no mirar directamente a la vista de la terapéutica que lo miraba fijamente y preparada para anotar las palabras claves-. Yo vi como mi compañero en la guerra se moría delante mio y, desde ese día aún no consigo dejar de pensar en el. Como si tuviese un signo de debilidad, de impotencia. Siempre he pensado que su muerte podría haberse evitado.
-Te entiendo, te entiendo- y siguió anotando en su libreta-. Y tu Daniel ¿por qué estas aquí?
Daniel se sentó bien en sus silla y empezó a hablar con inseguridad.
-Pase doce meses en Afganistán, destinado al grupo de contención y de riesgos. Eramos los primeros en hacer misiones donde nos jugásemos la vida. Un día mi compañero de la izquierda de la trinchera murió por un disparo. Podría haber muerto yo.
-Te entiendo te entiendo- dijo mientras seguía anotando palabras clave.
-No, no me entiende... nunca no me entenderá nadie -dijo el dando un golpe en la silla con el puño cerrado, descargando su ira.
-¡¡No me entiende!!- chilló desesperado y todos los presentes en la sala lo miraron; entre curiosidad, pena y temor-. ¡Nadie ha estado en una guerra como esa! ¡¡Nadie!!-siguió insistiendo-. Nadie sabe el sufrimiento que pasas al saber que, si haces un paso en falso, una mina anti personas, una bomba sin detonar te puede matar o dejarte sin extremidades. Nadie sabe el sufrimiento que pasas cuando te destinan en una misión y cuando estas en la cena, vas mirando a tus compañeros; uno por uno en la cara. ¡¡No sabrás si los volverás a ver después!!
>>Nos jugábamos la vida las veinticuatro horas del día. ¡¡En una noche sonaban más de tres alarmas de ataque!! Por mis manos.. Por mis manos he matado mucha gente y por mis ojos las he visto morir, he visto morir a mis enemigos y a mi gente querida. ¡¡A la gente que, hacia veinte minutos antes, echaba unas partidas de cartas con él!!
Daniel no consiguió controlar su ira y, tras dar numerosos golpes en la silla donde estaba sentado se levanto y salió por la puerta de la sala dejando ir todo tipo de insultos.

-Soldado, habrá la puerta- ordenaba su ex capitán en Afganistán.
-No hay nadie aquí- contestó él de mala manera-. No tengo nada que decirle señor.
-Es una orden -insistió el capitán.
-Ya no obedezco ordenes del ejército -contestó él estirado en su estrecha cama.
-No es una orden del ejército, es una orden mía soldado -. Daniel volvió a pensar en no abrirle la puerta pero se resistió y, de mala manera, abrió la puerta.
Daniel dejó a su antiguo capitán entrar en su pequeño apartamiento. Él accedió sin resistirse, lo que iba a decir no era para quedarse en el lindar de la puerta.

-Me han llamado de terapia, quise asegurarme que no haría otra imbecilidad suya- dejó su sombrero encima de la sencilla mesa de madera.
-Aquí me tiene -dijo Daniel-. Si estoy aquí sera porqué no he echo ninguna "imbecilidad"
-¿Pero lo esta pensando hacer joven soldado?
-Eso no es de su incumbencia -soltó él a la defensiva pero el capitán, tras un suspiro, dejo ir el contraataque.
-Se por lo que estas pasando- le puso la mano en el hombroo de Daniel pero él lo quitó con unmanotazo..
-¡No sabe por lo que estoy pasando!
-Más de lo que tú te piensas -dijo a la defensiva, pero sin perder los modales, el capitán.
-No me lo diga más, me provoca asco cada vez que me dice esto.
-¿Por..
-¿Por qué? No me haga reír -dejó ir una risa irónica-. ¡Lo único que ha echo en su carrera miliar ha sido llevar todas esas medallas en el pecho! Pero en realidad solo se ocultaba detrás de nosotros; mientras hacíamos la faena sucia.
-No diga eso soldado -seguía sin perder la calma pero una fría sudor le resbalaba por su frente.
-¿Entonces usted que ha echo en la guerra? ¿A caso llevaba una ametralladora encima y estaba en la primera linea matando enemigos? ¿O estaba tomando un café en su queridísimo y bien montado despacho mientras nos jugábamos la vida?
-Tenga presente que nadie le obligó llevar este tipo de vida – cogió sus sombrero y, tras tirarle una mirada a Daniel, se marchó.

II

El clima no acompañaba a las tropas. Un tiempo nublado, con escasa visibilidad, lo que facilitaba caer en pequeñas trampas.
-Registren los cadáveres- ordenó el Capitán encargado de la misión-. No quiero ni un superviviente; nada de coger prisioneros.
Hacía escasamente dos minutos que había habido un tiroteo en las afueras de la ciudad. El ejército acudió para garantizar la seguridad de la zona.
Tardaron media hora en controlar la zona pero, gracias a sus entrenamientos, lo lograron sin apenas bajas.
Los Rebeldes, cada intercambio de tiros que participaban, era una batalla perdida para ellos. El ejército, al estar más preparado y entrenado que ellos, conseguía controlar la situación en no más de dos horas.
Estaban avanzando para poder tomar la ciudad y, aunque aún quedaba el plato fuerte, donde se concentraba el ejército enemigo, tenían todas las de ganar.
Tres soldados, armados con ametralladoras y dispuestos a disparar en el más mínimo movimiento, donde también se encontraba Daniel, se encargaban de supervisar los cuerpos.
Niños tirados al suelo, traspasados por las balas, hombres que no habían conseguido ni abrir fuego con su arma; era el panorama que podía comprobar Daniel.
Iba, con ayuda de otro soldado, apartando todas las armas que encontraban, pera evitar futuras sorpresas.
Hasta que detectó un superviviente. Procedió a informar:
-Capitán, un superviviente en mi posición-esperaba respuesta del comunicador-. Parece un niño de diez años.
-No quiero ninguno -escuchó Daniel por el comunicador.
-Señor, repito, es un niño de diez años -repitió Daniel pensado que quizá su superior no había entendido bien.
-Creo que es usted que se le tienen que repetir las órdenes; no quiero ningún superviviente.
-Señor no puedo matar a un niño.
-No me haga abrirle un expediente de guerra, no me haga tenerlo que enviar a un juzgado por no acatar ordenes militares.
-¡Ordenes que están fuera de lugar señor!
-Hágalo ahora o ya se puede preparar el resto de su vida, personalmente me encargare que no salga de la cárcel en mucho tiempo.
Una sensación de impotencia; una sensación de ira y rabia. Esas eran las sensaciones que le recorrían en ese momento por todo su cuerpo. Pero, por mucho que le se negara, tenia que acatar las ordenes.
Cargó su arma, con toda la tranquilidad del mundo y...


Se levantó alterado de la cama; su corazón latía frenéticamente y una sudor fría le cubría todo el cuerpo. Respiraba con dificultad.
Dio un golpe, para conseguir calmar sus nervios, a su colchón y chilló:
-¡No podré dormir tranquilo ni un día! -y volvió a insistir con más fuerza-. ¡Ni un puto día!
Y chilló, lloró y dio golpes por todas partes, a cada objeto que encontraba. Hasta que una hora más tarde consiguió clamarse.

II

El mar chocaba con fuerza contra el espigón de gigantescas rocas grises. En una de ellas estaba Daniel.
Miraba atentamente la espuma que se formaba cuando las olas impactaban contra las resistentes y ya gastadas rocas. Numerosos pensamientos le recorrían el cuerpo, ¿el más común? El suicidio.
Con sus armas y sus manos había echo una campaña de miedo, provocando numerosas bajas en el mando enemigo y, incluso, había comandado alguna que otra misión.
Se hizo de la marina no para matar, sino para protegerse a si mismo. Hacía más de quince años que no salía con los amigos, con la novia, hacía demasiado tiempo que estaba solo.
No le costó mucho pasar las pruebas; lo que verdaderamente le costó fue adaptarse a la rutina de la verdadera guerra. Una verdadera guerra que él nunca hubiese querido ir; pero le tocó.
Cuando volvió, junto con sus compañeros, nadie se había preocupado de ir a recibirlo; solo recibió una llamada telefónica, era de ella...

Se dispuso a levantarse y a cometer una estupidez pero notó una fría y delicada mano en su hombro Se detuvo y se volvió a sentar:
-¿Te crees que iba a hacer lo que tú estas pensando Marina? -adivinó el nombre con tan solo notar sus manos.
-Dímelo tú lo que ibas a hacer -le contestó ella sentándose a su lado.
-Quiero hacerme pagar todo lo que hice en la guerra -bajo la mirada avergonzado.
-Cometiste muchos crímenes, Daniel, pero era la guerra. Eran ellos o tú -intentó consolarlo pero de poco sirvió.
Daniel se empezaba a alarmarse, pero consiguió controlarse.
-Necesito explicarlo a alguien lo que pasó. Quizá así alguien me entenderá.
-Yo te escucho Daniel; por eso estoy aquí -y le apretó más el hombro en señal de afecto.
-Había una vez, habíamos controlado una zona después del tiroteo y nuestro Capitán dijo que no quería bajas. Tuve que matar a un niño de diez años...
-Tienes motivo para estar así... -retiró la mano de su hombro. Ya no le vería con los mismos ojos.
-Y lo peor de todo es que me negué. Me negué rotundamente; el Capitán me amenazó con un consejo de guerra. Y arruinarme la vida -una lágrima le recorrió toda la mejilla y, otra vez esa sudor fría, le inundaba todo el cuerpo. Marina se quedó muda. Sin saber que decir. Tras unos segundos Daniel soltó.
-Y no, no me alegro de estar vivo. Preferiría haber sido una baja y cesar mis tormentos, dejarlos en mi tumba -rió a carcajadas, una risa muy falsa-. Total, nadie vendría a verme morir y darme el último adiós.
-Yo sí que iría -soltó involuntariamente.
-Se agradece -y por vez primera levantó su rostro; un rostro que había perdido toda su juventud a los veinticinco años de edad.
Se lanzó, tras unos minutos de descanso y, tras dejar que Marina asimilase todo, y dijo:
-No hay día, Marina, no hay día que no sueñe con los caídos. Todos los caídos por ambos bandos.
-Lo sé -intentó consolarlo otra vez-. Lo sé.

III

Solo la luna le iluminaba, solo se podía escuchar sus frenéticos golpes de martillo al chocar contra la superficie rocosa.
-Si no puedo quitármelos de mi cabeza -dijo mientras seguía picando contra la roca-. Haré que los humanos los recuerden a todos.

Era una piedra gris, situada en medio de una plaza donde donde, por la noche, no había nadie. Tres horas más tarde de duro trabajo se podía leer en la inscripción:

"En memoria a todos los soldados estadounidenses caídos en guerra, en memoria a todos los rebeldes caídos en guerra"

-Quizá esto me ayudará a recordarlos de otra forma -dijo mientras recogía los pocos artilugios. El sol ya se podía ver, tímidamente, por el horizonte.

IV

-Hoy, los paseante del parque central -dijo la presentadora de la noticias de las doce del mediodía- podían encontrar una piedra en memoria a los caídos en la guerra de Afganistán. Según el ayuntamiento de la ciudad no habían autorizado a realizar tales inscripciones pues, en la pierda, se hace mención a los soldados afganos.
El secretario de marina ya ha dado la orden de quitar la piedra pues, según él: "Es una ofensa para nuestras tropas".
Entre muchas otras personas que comparten la misma opinión se encuentra el Capitán destinado a Afganistán de las fuerzas especiales; hemos podido hacerle una entrevista.

-Desgraciado -dijo en voz baja mientras dejaba la botella de cerveza en la mesa-. ¡¡Desgraciado!!
Dejó ir toda su ira, una vez más, contra los muebles de su cutre apartamiento. Unos muebles ya desgastados por los golpes recibidos.
-Te la cargaras -dijo Daniel todo rojo-. ¡¡Te la cargaras Capitán por hacerme matar a críos mientras tú salías con las manos vacías!!

V

El timbre sonó con el típico ruido "Din-Dong". Eran las doce de la noche pero, Daniel ,tenía la certeza que el Capitán aún seguía despierto; la mayoría de las luces del habitáculo estaban abiertas.
El Capitán abrió la puerta vestido con un camisón de dormir y una bata a rallas de azul y gris.
Se sorprendió al ver a Daniel, a esas horas de la noche en su casa.
-¿Qué hace aquí, soldado? -preguntó pero enseguida vio las intenciones.
Daniel alzó el arma, una Beretta 92, a la vista del Capitán. La cargó mientras decía con toda la calma:
-No me llame soldado... ¡tengo un nombre Robert!
El Capitán seguía manteniendo la calma, aunque era consciente que ahora, Daniel, controlaba la situación.
-Entre dentro, ahora soy yo quien da las ordenes -. Robert obedeció y, tal y como le había indicado su enemigo, se estiró en el suelo con las manos levantadas.
-Eres un traidor a la nación, un desertor -hizo una pausa-. ¿Qué estoy diciendo? ¡Este adejetivo te se queda corto!
-No me provoque Robert, vengo a matarle -dijo amenazando Daniel.
-No tienes cojones de hacer lo que estas diciendo -le desafió él.
-En su vida nunca ha estado al frente. Saber que allí, del que de verdad dependes, es de tu compañero. No puedo dormir ni un día que no me atormenten sus órdenes: "Ejecute al niño" Me recorrió un asco por toda la piel cuando escuche eso.
-Demuestra que no es un hombre Daniel; no es lo suficientemente poderoso como para desobedecer mis órdenes. ¡Es escoria soldado! -chilló Robert más fuerte tocando la fibra sensible de Daniel.
-Usted sí que es escoria. Capitán -levantó el arma despacio, sin prisas; desde que había decidido ir en busca de Robert ya sabía como acabaría todo.
-Baje el arma soldado, o tendré que encerrarlo entre rejas y condenarlo a muerte-. Dijo a la defensiva Robert aunque, cada vez más, pensaba que no surgiría efecto sus palabras.
-Ya no es mi Capitánn, Robert, puedo hacer lo que me de la gana -al ver que el tipo de palabrería no era laadecuadaa, el Capitán cambio su estrategia para conservar la vida,aunquee, Daniel, le interrumpió.
-Me da lo mismo lo que diga -tomó asiento en un sillón cerca del cuerpo enemigo-. Desde que entré en esta casa ya se como saldré... ¡manchado de sangre... de su sangre!
-Comete una equivocación -dijo como último recurso para salvar su vida.
-No, es usted quien la comete, es usted quien la comete y la cometió retirando esa piedra en memoria de los caídos y haciéndome matar a niños... ¡a niños indefensos por no decir civiles en muchos casos!
-Civiles que eran peligrosos para nuestra misión.
-¡Civiles que no poseían ni una arma y no sabían ni escribir su propio idioma! -dijo alterándose otra vez más.
-Pero era sospechosos de actividades... -.Daniel le interrumpió.
-¡¡Caaaalllatee!! -dijo apuntado hacía su cabeza-. ¡¡Callate porqué cuando hablas se me retuercen todas las entrañas!!
Y apretó el gatillo.

VI

-Otra vez aquí -dijo Daniel-. Ahora ya podré descansar en paz.
Había un fuerte oleaje. Daniel estaba de pie en la barandilla que actúa como seguridad. Él no la necesitaba.
Llevaba unas rocas, que las había conseguido de una construcción, atadas en los dos pies.
-Descansaré tranquilo, en el fondo del mar -y miró la luna-. Dónde nadie me encontrará. Dónde nadie me molestará-. Tenía razón el Capitán, no he tenido el valor de desobedecer su órdenes, no soy un hombre que merezca la vida.

Se tiró.

Entró en el agua con un fuerte golpe, debido al peso de las piedras. Mientras descendía despacio, hacía la profundidad, levanto, ya casi sin aire, la cabeza para poder ver los primeros rayos de sol que se reflejaban en la superficie.

"Gracias por todo, gracias Marina"

Abrió la boca y dejo que el agua salada le inundase todos los lugares de los pulmones.








**NdE: Este es un relato ficticio, cualquier semejanza con la realidad (véase muertes, personajes, etc.) es pura coincidencia.
Título: Re:[VII CRAC] Relatos
Publicado por: Calabria en 08 de Octubre de 2011, 21:28
Fábula de las diez velas

—¡NO- SÉ-!—te pusiste a chillar, y cogiste esta silla y la lanzaste contra el suelo porque ya no podías llorar más fuerte ni gritar más alto.—ME METISTEIS PRISA, YO ESTABA ENFADADO, ¡YO QUÉ SÉ-! ¡NO- ME GRITES- MÁS-!

Fue la primera vez que te escuché gritar como un mayor, como se gritaban Papá y Mamá: alargando las vocales. Me recordó a cuando ellos perdían los nervios y me asusté.
Yo sabía que tú en realidad no estabas enfadado conmigo sino muy triste. Era una tontería que siguiésemos discutiendo; lo que teníamos que hacer era ayudarnos.

—¿Y tú cómo estás tan seguro de que ha sido por ti?—te dije.—¿No ha podido ser que haya pasado otra cosa?
—No.—tú lo tenías clarísimo.—He sido yo. Hay cosas que se sienten. Ahora mismo me siento como siempre que hago algo malo, y ya me empecé a sentir así anoche, lo que pasó es que no le di importancia. Además, sería mucha coincidencia que hubiese sucedido algo precisamente esta noche sin tener yo nada que ver.

Yo también intuía que no debía haber sido otro más que tú. Eso es lo que más me dolía. Estaba furioso, tenía ganas de meterte otro guantazo, de gritarte que te merecías estar muerto tú y no ellos. Pero intenté tranquilizarme porque llevábamos ya dos horas de bronca y te aprecio demasiado para enfadarme tanto contigo. Yo aún era incapaz de perdonarte, pero no tenía ganas de seguir reprendiéndote. Si hubieses sido cualquier otro, la cosa habría sido muy diferente.

—...Lo siento, nano...—te disculpaste por enésima vez, con lágrimas en los ojos. No fui capaz de mirarte a la cara.—No tenía ni idea de que esto iba a pasar, me siento fatal. Si lo hubiese sabido...Vosotros no lo sabíais, ¿no?
—...—dijese lo que dijese, no te iba a hacer sentir mejor.
—¿¡LO SABÍAIS!? ¿¡PERO LOS MAYORES SOIS TONTOS!? ¿¡POR QUÉ NO ME DIJISTEIS NADA!?
—Para que fuese una sorpresa.
—¡¿Y si llego a haber pedido algo peor?!
—Mario, ¿TE PARECE QUE PODRÍAS HABER PEDIDO ALGO PEOR QUE ESTO?

Me ibas a contestar, pero no te salieron más que insultos. Te tiraste en aquel sillón —porque antes lo teníamos en esta parte del salón— y te quedaste llorando mirando los dos cadáveres, contemplando lo que habías hecho.
Parecían haber muerto plácidamente. Tenían una expresión tranquila en la cara, y ninguna herida sangrante por ningún lado—definitivamente había sido algo interno. Pero natural no, desde luego. No eran tan viejos.

—...Deberíamos enterrarlos.—traté de ignorar tus sollozos. Soy el mayor, soy el que tengo que pensar de forma más práctica.
—¿¡PERO TÚ ESTÁS SEGURO DE QUE NO SE VAN A DESPERTAR!?
—En este mundo pueden pasar muchas cosas, pero no es normal que alguien se despierte cuando ya se le ha parado el corazón.
—¡AH, Y ES MÁS NORMAL QUE SE MUERAN PORQUE SÍ!
—...—tenías razón otra vez.—Eso es diferente, Mario...
—¡¿Qué tiene de diferente?! Mira, ¡ya sé! ¡YA SÉ!—los ojillos te brillaban con ilusión. Te sirvió al menos para por fin tranquilizarte y dejar de llorar.—¡EL AÑO QUE VIENE PUEDO PEDIR QUE VUELVAN! ¡Los dejamos guardados por ahí, aguantamos hasta dentro de un año, y entonces pido que revivan!

No quería reventarte la ilusión, más que nada porque cabía la posibilidad de que pudieses tener razón. Sería lo justo con lo mal que había salido el de este año. No perdíamos nada por intentarlo.
Ya habíamos llorado bastante, y aunque todavía nos faltaban muchas semanas por llorar a ti y a mí también teníamos que empezar a pensar en lo que íbamos a hacer a continuación, aunque costase.

—...Vale. Pero deberíamos enterrarlos de todas formas porque van a empezar a oler muy mal y nos vamos a sentir muy mal cada vez que estemos en el salón. Es lo que se hace con los muertos para guardarles respeto. Y el año que viene los sacamos y tú pides que se despierten, a ver si funciona.
—Venga.—se veía que estabas menos desesperado, tenías una posibilidad a la que agarrarte y te ibas a aferrar a ella hasta el final. Yo era más escéptico, pero no quería hacerte sentir aún peor.

Me levanté del sofá, con ganas de empezar ya para acabar cuanto antes. Sólo cuando me vi en la situación de hacerlo me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo se hacía. No lo había visto más que en las películas.

—¿...Y como se hace?—me preguntaste.
—Pues no sé. Haz una cosa, ponte tú a cavar un hoyo grande y yo voy a ver si los consigo arrastrar, que tengo más fuerza.
—¿Dónde está la pala?
—Ni idea. Papá es el que sabía eso.
—¿Entonces cómo quieres que lo haga?
—Yo que sé. Ponte a buscar, en algún sitio estará.

Tuve que mover una mesa de madera que antes teníamos aquí para poder arrastrar a Papá y Mamá hasta la puerta. Su piel estaba muy fría, y empezaban a oler raro. Me dio muchísimo asco.
Pesaban mucho más de lo que yo me esperaba. Yo siempre había pensado que la gente cuando muere se queda vacía por dentro y se convierten como en muñecos. Me daban mucha cosa al principio los maniquíes por eso.
No quería seguir frotándolos contra el suelo por si se hacían sangre o se rompían algo. Los malsubí a un carrito plano con el que jugábamos por aquel entonces, uno de color rojo. Me costó muchísimo decidir a quién iba a llevar primero y a quién iba a llevar después porque no quería dejar a ninguno solo.

—¡Ya tengo la pala!

Al final preferí empezar por Papá porque Mamá estaba bocarriba y se me hacía más difícil. Era muy complicado porque se resbalaban del carrito todo el tiempo. Para cuando los llevé a los dos tú ya tenías un hoyo muy grande hecho.

—Está bien.—te dije.—Pero mejor que tan ancho tendría que haber sido más profundo, porque así van a estar casi a ras de suelo.
—Ya, ya.—te inventaste rápidamente algo para justificarte, aunque yo sabía que en realidad no lo habías pensado. Tú tenías tan poca idea de esto como yo.—Es para que no tengamos que cavar mucho cuando vayamos a sacarlos. Además, ¿y si se pierden?
—Bueno, vale. Pues los ponemos los dos ahí. ¿Me ayudas?
—No soy tan valiente como tú. A mí me da mucha grima.
—¡¿No puedes ni empujar?!—me cabreaba estar yo ahí sacándote las castañas del fuego cuando yo no había tenido que ver con todos estos problemas, que eran cosa tuya.
—¡Que me da cosa!
—¡Mira que eres niño chico! ¡Pues esto lo has hecho tú!
—¡CLARO QUE SOY UN NIÑO CHICO, TONTO! ¡SIEMPRE VOY A SER MÁS NIÑO CHICO QUE TÚ!
—¡PUES YO NO VOY A ESTAR AQUÍ SIEMPRE PARA CUIDAR DE TI! ¡NO ME DA LA GANA!
—¿¡Y QUIÉN VA A HACERLO AHORA SI NO!?

Tenías razón otra vez. Qué listo eras, incluso a esa edad.


Las ramas con las que marcamos el sitio las encontramos por allí tiradas. Yo habría preferido pintar el suelo porque era más disimulado, pero si llovía o pisábamos mucho por encima se podía haber desgastado.
Tuvimos que coger tierra de otros sitios para tapar bien el agujero, lo aplanamos un poquito y entramos a la cocina a desayunar. Te puse unas tostadas con algo y una taza de leche calentita. Estaba nervioso y se me derramó un poco sobre la mesa.
No tenías fuerzas ni para burlarte de mí.

—Julio...¿Qué va a pasar a partir de ahora?-me preguntaste, con la cabeza gacha.
—¿Cómo que qué va a pasar?
—¿Qué vamos a hacer? ¿Quién va a hacer la comida? ¿Quién nos va a llevar al cole?
—Pues...—yo ya llevaba un tiempo pensando en eso sin encontrarle respuesta.—Vamos a tener que andar mucho. El número de la tarjeta de Mamá yo me lo sé, eso se va renovando una vez al mes por sí solo, podemos ir a sacar dinero y pedir que traigan comida a casa.
—¿Tú no sabes cocinar nada?
—Pizzas al microondas. Eso es todo igual en realidad, es meterlo y darle al botón solamente. Te puedo enseñar.

Asentiste con la cabeza. Todo lo que fuese ser más independiente siempre te había parecido bien.

—¿Por qué lo hiciste, Mario? ¿Por qué deseaste que se muriesen?
—...
—Contesta, Mario.—me puse más serio.
—...No sabía que iba a pasar de verdad.
—Eso ya lo sé. Pero ¿cómo pudiste enfadarte tanto con ellos?
—Yo llevaba mucho tiempo pidiéndoles ese juego para la consola. Ellos lo sabían porque me habían escuchado. Llevábamos toda la semana mal, mi cumpleaños es solo una vez al año, ¿y ni en mi cumpleaños podían hacerme caso?
—Pero es que ese juego era muy caro, Mario.
—Ya lo sé. Si no era tanto por el juego. Era porque durante el resto de la semana habíamos estado muy enfadados, y exploté.

Me acabé mi tostada en un momento. Estaba muerto de hambre, entre el vértigo emocional y el cansancio físico.

—¿Y por qué discutisteis tanto?—te pregunté.
—Porque yo quería que mi fiesta de cumpleaños fuese como la tuya. Yo quería también estar en la piscina y que nos dejasen estar por la noche hasta tarde. No es justo que a ti te dejasen y a mí no.
—Pero es que eres más pequeño.
—¡Yo también podía tener cuidado! Ellos saben que yo puedo tener mucho cuidado, cuando me piden algo siempre lo cumplo, no como tú. Pero a ti te querían más.
—Mario...—me sentí muy mal de saber que pensabas eso.
—Es que es verdad, Julio. Pedí que se muriesen porque estaba harto de que siempre te tratasen mejor a ti.
—Entonces menos mal que no deseaste que me muriese yo.

Te quedaste callado un buen rato. Supongo que se te pasó por la cabeza en el momento de soplar las velas.

—¿Cómo sabías que se iba a cumplir el deseo?—me preguntaste.
—Cuando vas a cumplir diez años, el deseo siempre se cumple. Lo sabemos todos los mayores.
—¿Y eso por qué?
—Porque empiezas con dos números.
—¿Eso pasará también cuando cumples cien?
—Nunca he conocido a nadie que tuviese cien.—Yo también me lo había preguntado muchas veces, pero por aquel entonces todavía no conocíamos a gente tan anciana.—A lo mejor.
—¿Qué deseaste tú cuando cumpliste diez años?
—Que nos comprasen la consola que tú querías.

Por primera vez en toda la mañana, fuiste capaz de sonreír.

—Soy muy malo, nano.—murmuraste, más para ti que para mí.

Tenías la boca manchada de mantequilla. Ni siquiera te habías dado cuenta con lo concentrado que estabas en tus cosas. Cogí una servilleta y te la pasé para limpiarte.

—No lo eres. Todos nos enfadamos a veces.
—En realidad a mí es que me gustaría ser como tú. Tú siempre tienes todo lo que quieres. Por eso te tengo tanta envidia.
—Pues para nada. A mí sí que me gustaría ser como tú.—te reconocí.
—¿Por qué?
—Porque ser mayor no está tan bien para algunas cosas.
—¿Como tener que cuidar de mí?

Me hizo gracia que me contestases eso tan rápido. El teléfono estaba sonando, seguramente del trabajo de Mamá para preguntar dónde estaba. Me esperaba una larga mañana de dar explicaciones a todo el mundo, recoger la ropa de la lavadora, hablar con el colegio y con la policía y recoger la tarta y los adornos del cumpleaños de anoche. Y tú pensando que lo que me molestaba era estar contigo.

—No. Eso lo hago encantado.
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