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[VII CRAC] Relatos

Iniciado por Calabria, 08 de Octubre de 2011, 12:11

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Calabria

#10
El secreto del dinero

El garaje es lóbrego y húmedo, nido de sempiterna negrura. Sus paredes son de basto ladrillo sin revestimiento; su piso, de hormigón desnudo, testigo de una construcción inacabada. Como en una sucesión de muñecas rusas, el garaje ocupa la planta sótano de un chalet en su esqueleto que está situado entre la espesura de un bosque aledaño a un polígono industrial de las afueras. Permanezco en la oscuridad, como una más de las matrioskas de madera, en el interior de mi viejo y polvoriento Volvo, en lo más profundo del remoto garaje. Mas no soy la última de las figuras; en el interior de mi bolsillo izquierdo reposa el billete de diez euros, que aguarda entre dobleces hacerse valer con infinita paciencia.

Soy incapaz de recordar cuánto hace que decidí confinarme en este estrecho reducto, alejado del mundo; yo, que fui Santiago Nájera de la Yglesia, abogado de intachable reputación, último miembro de una estirpe de grandes juristas, me mantengo postrado sobre el reclinado asiento de mi inmóvil vehículo, tan quieto como él, con los ojos abiertos apuntando a la nada más absoluta. No me es preciso el más mínimo rayo de luz para alcanzar mis pobres pertenencias, la última garrafa de agua, la caja con las bolsitas de té, la manilla con la que abro la puerta que me permite arrastrarme hasta el rincón en que deposito mis necesidades.

Sin embargo, entre las nieblas de la memoria, aún puedo vislumbrar los hechos que me arrastraron hasta este voluntario encierro. Cuando la empresa quebró, mi vida se derrumbó como la torre abatida por un vendaval. Pronto me asaltaron las deudas contraídas en la opulenta época de esplendor. La misma mañana en que perdí mi casa, mi mujer me abandonó. No podía resistir la convivencia con un fracasado, no podía permitirse envejecer en un cuartucho de mala muerte viviendo día a día, comprando género de tercera, atesorando cupones de descuento; así que regresó a la ciudad natal llevándose a nuestro hijo.

No malgasté mis lágrimas en un vacuo intento de consuelo. Reaccioné apretando los dientes y prometiéndome a mí mismo que recuperaría mi fortuna, mi prestigio, a mi familia. Aún sin vivienda y carente de ingresos, no me dejé arrastrar por la turbia corriente del desánimo. Durante meses deambulé por las calles vestido de traje y corbata, con la única tacha de portar unas camisas algo arrugadas. Dormía en el viejo coche, la única posesión que nadie se molestó en embargarme. Todas las mañanas ejercitaba mis músculos en un gimnasio en el que tenía abonada una suscripción por dos años, y utilizaba sus instalaciones para el aseo diario exigible a un individuo de mi vieja condición.

El resto de la jornada la ocupaba en la búsqueda de un improbable empleo, con mi teléfono como única herramienta. Me convocaron a un puñado de entrevistas, a las que me presenté con un buen aspecto, como si continuase con mi vida de siempre. Nadie me contrató. Un aura sombría circundaba mi alma, era algo que las personas percibían y que les imprimía un sentimiento de repulsión. Lo veía en sus ojos mientras atendían a mis esforzadas respuestas; era la marca de la desdicha, de la misérrima ausencia de posibles.

A causa de mi vergonzante situación, solía estacionar mi vehículo en zonas apartadas, donde resultaba muy improbable un encuentro con algún antiguo conocido. Aquella noche, la que comenzó cuando murió el día en que la compañía telefónica dio de baja mi línea por impago, el  infortunio apretó una vuelta más el tornillo que lleva mi nombre.

Me hallaba en mi viejo Volvo, en una desgastada acera contigua a dos viviendas ruinosas y abandonadas. Andaba ya medio adormilado cuando sentí unas voces groseras y altisonantes que se aproximaban. Entre las rendijas de las cortinillas, que yo usaba para ocultarme de las miradas ajenas, pude distinguir a tres individuos que acababan de reparar en mi presencia.

- ¡Abre! ¡Tenemos frío! - Me dijeron. Ignoré sus necias palabras, sabedor de mi posición de fuerza en el interior del automóvil. Mi actitud no hizo más que provocar una ira desmedida en aquellos hombres. Zarandearon el coche, me amenazaron, arrojaron piedras; decidí entonces tomar la llave y girar el contacto, estaba dispuesto a alejarme con el escaso litro de gasolina que reposaba en el depósito. El motor rugió y, al tiempo que engranaba la marcha atrás, reparé en que habían forzado el maletero. Descubrí, mientras me alejaba, que se disputaban mis escasas pertenencias. Mis ajadas toallas, mis americanas, mis corbatas de seda; todos los objetos se repartían entre sus sucias manos y la desconchada acera.

Ya sin ropa decente que ponerme ni teléfono con que relacionarme, me sentí empujado hacia la indigencia. La mera idea me enajenó, embotando mis sentidos. Avancé por las avenidas con los faros apagados, como un invisible ataúd con ruedas, buscando en todo momento las zonas con menor iluminación; como si ello me protegiese de la vergüenza de no poseer nada. Al fin, alcancé el polígono de enormes naves oxidadas por el descuido de unas empresas en decadencia. Amparado por la sombra, abandoné el barrio industrial para ingresar en el desordenado bosque cercano. Fue el puro azar, o tal vez el mismo Dios, el que me condujo a la obra abandonada años atrás. Rompí, con suma facilidad, el candado colgado en el portalón que conducía a la rampa del garaje y descendí con mi Volvo en busca de un desconocido final de viaje.

Durante las primeras semanas de reclusión en el lúgubre sótano no hice otra cosa que meditar en la oscuridad. Reflexioné mucho sobre mi pasado y no dejé de preguntarme cómo ascender del pozo en que estaba sumida mi existencia. Llegué a la evidente conclusión de que la culpa de todo la tenía el dinero. Si lograba recuperarlo, todos mis problemas estarían resueltos. Puedo recordar que, en esos días, fue cuando caí en la cuenta de que solo con dinero puede hacerse dinero. Ya no me quedaba una mísera moneda, solo un billete de diez euros que, por alguna razón, no había tenido el arrojo de cambiar por calderilla. Gasté muchas horas mirando el billete a la tenue luz interior que iluminaba el salpicadero. No hallé el modo de multiplicarlo, pero una nueva idea nació de repente, aflorando en mi conciencia como un relámpago. ¿Y si pudiese comunicarme con el billete? ¿Sería posible que él mismo me dijese cómo atraer a muchos más de sus congéneres? Tenía que intentarlo, tenía que descubrir su idioma, el lenguaje secreto del dinero.

Durante una extensa cantidad de tiempo que no puedo precisar, me dediqué a estudiar cada milímetro del rectángulo de papel moneda, en cada una de sus rojizas tonalidades. Medí las proporciones de los números, el número de arcos y de piedras de la puerta románica, la posición y la forma de los sillares del puente. Incluso conté las letritas de la banda de la parte baja del mapa, los diferentes tipos de rojo, los circulitos que hay debajo de la firma. Calculé relaciones entre esas cantidades, buscando inexistentes pautas. Todo resultó inútil. Finalmente, la batería del coche se agotó y mi mundo abandonó la sombría penumbra para adentrarse en la más absoluta negrura.

El billete se transformó entonces en una mancha de color imposible, rodeada de oscuridad. No sé si mantenía mis ojos abiertos o cerrados, pero lo que sí sé es que todo el universo se localizaba en aquella mancha palpitante, como una informe estrella que titilaba en una incansable serie de contracciones y expansiones al son de una inaudible música. La música me resultó muy placentera, como un lejano rumor. La mancha se agrandaba lenta, pero inexorablemente; como un corazón palpitante de diástole, en cada ocasión más exagerada. Al fin, una sensación de gran desasosiego terminó por embargarme, irradiado por la gran música, ahora cercana y apabullante, al compás de la enorme mancha que lo ocupaba todo. Con horror, observé en la mancha millones de imágenes, todas a la vez, de los más variados rincones del universo. Vi los cimientos en que se asienta el garaje, vi hasta la última rama del bosque. Vi a mi hijo crecido discutiendo con su madre, vi cómo el director que hundió mi empresa vivía entre el lujo y el derroche, vi cómo se fabricaban los billetes en la fábrica de moneda y timbre, vi a Mario Draghi rubricando la firma que se estampará en los nuevos billetes, vi a Jean-Claude Trichet susurrándole algo al oído, vi qué le susurraba, lo vi todo, absolutamente todo, diáfano como el agua pura. 

Sí. Yo, que fui Santiago Nájera de la Yglesia, conozco el secreto de los pedazos de papel rugoso por los que las personas madrugan, se esfuerzan, sufren, hacen y deshacen. Por ellos, algunas incluso ejercen la violencia, hasta el extremo de llegar a matar. Jean-Claude Trichet los firma, él como presidente del Banco Central Europeo, garantiza que pueden cambiarse por cualquier mercancía por el valor de diez euros. Todo es mercancía, todo se basa en la confianza. Uno se esfuerza porque obtiene una cierta cantidad de confianza a cambio. Todos anhelan la confianza que les hace infelices, por lo que unos esfuerzos se pagan con otros, unas confianzas cambian de manos, algunas se crean, otras se destruyen.

Aquí permanezco postrado, sobre el móvil inmóvil, en la vivienda inhabitada, en el bosque sin animales. Puedo observar hasta el más pequeño detalle de un billete que no veo. Hablo su misterioso idioma sin palabras. Ahora sé que en cada cara, de cada uno de los siete billetes, está grabado un número de varias cifras, en un críptico lenguaje de círculos de colores. Un total de catorce números forman la combinación que abre todas las puertas del dinero. Ahora sé que eso le contó Trichet a Draghi, el secreto más oculto, el que está a la vista de todos.

Si yo quisiera, si yo pudiera levantarme de este asiento, cambiaría el billete, y, por un par de monedas, me conectaría a cierta red en la que, con los catorce números, podría crear y destruir dinero a mi antojo. Podría ingresar miles de millones en mis cuentas en descubierto, podría recuperar mi casa, a mi familia, mi posición, mi prestigio. Podría derribar gobiernos, incluso estados, podría. Pero no quiero. Ahora que lo conozco, no me interesa. Aquel que ha visto el universo entero, como yo lo he hecho, sabe que su mera contemplación ya es más de lo que un hombre puede aspirar. Sabe que los asuntos de los hombres ya le parecen nimios, aunque él mismo sea un hombre, ya no le importan. Por eso no hago uso del secreto, por eso permanezco aquí, tendido en la oscuridad.

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Calabria

#11
Entre armas y sangre

I

Las alarmas sonaron de nuevo; por tercera vez en una noche. Los soldados situados a la parte superior de las literas bajaron de un salto y, sin mostrar signos de sueño o cansancio, se ponían el chaleco, botas y cargas. Dos minutos después ya estaban todos fuera de su habitaciones, en el estrecho pasillo, tan sólo iluminado por dos fluorescentes de muy baja potencia.
Los soldados circularon en guardia, armados con sus metralletas de fuego rápido, hasta llegar a la puerta que daba a la profunda trinchera. Pasaban los minutos y todos los soldados ya ocupaban sus respectivas posiciones. A punto de disparar al detectar el mínimo movimiento.
El Capitán, tras los soldados chilló:
-¡Nos atacan por el frente!- paso la mirada por la espalda de todos los soldados analizando, con tan solo unos segundos, que formación tomar-. ¡Formación delta! Fuego a discreción  al mínimo movimiento.
Solo se escuchaba el frenético latido del corazón del compañero y tú respiración ajetreada. Quizá esa sería la ultima noche para algunos.

Los focos de luz encontraron el grupo de insurgentes a tan solo cincuenta metros y las armas de los soldados empezaron a disparar.
Los enemigos se percataron de que habían sido descubiertos y, tras estirarse en el suelo para ser un blanco más difícil, empezaron a disparar.
El intercambio duró más de media hora pero, los insurgentes, estaban en minoría y eso, al final, pasa factura.
Hasta que cayó el último hombre.
-Rápido, rápido -chilló dando órdenes el Capitán-. Hay que comprobar las bajas enemigas.
Un pequeño grupo, al que yo pertenecía, se encargó de examinar uno por uno todos los cuerpos y verificar sus bajas.
-Señor -informó el teniente del escuadrón-. Todos son bajas, no hay ni un superviviente.

Volvimos, a nuestro refugio pero, sin quererlo nosotros y, cuando tres cuartas partes del ejercito de contención había entrado, un soldado, que aun seguía apostado en la trinchera chilló:
-¡Kamikaze!-cargó el soldado su arma-. ¡Kamikaze a las tres! -.Tras las advertencias abrió fuego y el Kamikaze recibió deferentes disparos pero, milagrosamente, no se detuvo y, tras conseguir levantar el brazo, lanzo un disparo al aire y su cuerpo se cayo con un estruendo seco en el tierra polvoriento.
Yo, cuando el kamikaze dejó ir su bala, aún me encontraba dentro de la trinchera, al lado mio, mis dos compañeros.
Uno se puso la mano en la cabeza y dijo:
-Ayudam...-. Se le interrumpió la voz pues cayó de cara a la pared de la trinchera y, segundos después, una mancha de sangre se esparcía por toda la pared de arena húmeda.
Me quité mi arma y chille al capitán mientras intentaba reanimar, sin muchas esperanzas, a mi compañero.
-Capitán! Una baja producida por bala en la cabeza, procedo al reanimamiento!
De seguida dos unidades médicas se acercaron al cuerpo pero no pudieron hacer nada para reanimarlo. Otra baja más de la tormentosa guerra.

Se levantó de un salto de la cama. Tenía toda la camisa de tirantes, grisa, empapada de sudor. Le tocó la sien quitándose las gotas y se apoyó en sus manos, apoyadas en sus rodillas.
Se pasó media hora así hasta que levantó los ojos para poder ver la hora. Tan solo las cinco de la madrugada.

II

Había siete personas sentadas en sillas en circulo. En medio, una señorita rubia de cuarenta y cinco años de edad toaba nota de lo que mencionaban sus pacientes, Daniel era uno de ellos.
La señora empezó a hablar, pasando la mirada por la cara de todos los presentes.
-Bueno, pues empezamos la terapia -empezó tras anotar cuatro notas en su cuaderno-. Jacknes ¿por qué estas aquí?
Un hombre tímido, con una amplia melena y ojos pequeños, empezó a hablar:
-Pues verá -se miró sus rodillas para no mirar directamente a la vista de la terapéutica que lo miraba fijamente y preparada para anotar las palabras claves-. Yo vi como mi compañero en la guerra se moría delante mio y, desde ese día aún no consigo dejar de pensar en el. Como si tuviese un signo de debilidad, de impotencia. Siempre he pensado que su muerte podría haberse evitado.
-Te entiendo, te entiendo- y siguió anotando en su libreta-. Y tu Daniel ¿por qué estas aquí?
Daniel se sentó bien en sus silla y empezó a hablar con inseguridad.
-Pase doce meses en Afganistán, destinado al grupo de contención y de riesgos. Eramos los primeros en hacer misiones donde nos jugásemos la vida. Un día mi compañero de la izquierda de la trinchera murió por un disparo. Podría haber muerto yo.
-Te entiendo te entiendo- dijo mientras seguía anotando palabras clave.
-No, no me entiende... nunca no me entenderá nadie -dijo el dando un golpe en la silla con el puño cerrado, descargando su ira.
-¡¡No me entiende!!- chilló desesperado y todos los presentes en la sala lo miraron; entre curiosidad, pena y temor-. ¡Nadie ha estado en una guerra como esa! ¡¡Nadie!!-siguió insistiendo-. Nadie sabe el sufrimiento que pasas al saber que, si haces un paso en falso, una mina anti personas, una bomba sin detonar te puede matar o dejarte sin extremidades. Nadie sabe el sufrimiento que pasas cuando te destinan en una misión y cuando estas en la cena, vas mirando a tus compañeros; uno por uno en la cara. ¡¡No sabrás si los volverás a ver después!!
>>Nos jugábamos la vida las veinticuatro horas del día. ¡¡En una noche sonaban más de tres alarmas de ataque!! Por mis manos.. Por mis manos he matado mucha gente y por mis ojos las he visto morir, he visto morir a mis enemigos y a mi gente querida. ¡¡A la gente que, hacia veinte minutos antes, echaba unas partidas de cartas con él!!
Daniel no consiguió controlar su ira y, tras dar numerosos golpes en la silla donde estaba sentado se levanto y salió por la puerta de la sala dejando ir todo tipo de insultos.

-Soldado, habrá la puerta- ordenaba su ex capitán en Afganistán.
-No hay nadie aquí- contestó él de mala manera-. No tengo nada que decirle señor.
-Es una orden -insistió el capitán.
-Ya no obedezco ordenes del ejército -contestó él estirado en su estrecha cama.
-No es una orden del ejército, es una orden mía soldado -. Daniel volvió a pensar en no abrirle la puerta pero se resistió y, de mala manera, abrió la puerta.
Daniel dejó a su antiguo capitán entrar en su pequeño apartamiento. Él accedió sin resistirse, lo que iba a decir no era para quedarse en el lindar de la puerta.

-Me han llamado de terapia, quise asegurarme que no haría otra imbecilidad suya- dejó su sombrero encima de la sencilla mesa de madera.
-Aquí me tiene -dijo Daniel-. Si estoy aquí sera porqué no he echo ninguna "imbecilidad"
-¿Pero lo esta pensando hacer joven soldado?
-Eso no es de su incumbencia -soltó él a la defensiva pero el capitán, tras un suspiro, dejo ir el contraataque.
-Se por lo que estas pasando- le puso la mano en el hombroo de Daniel pero él lo quitó con unmanotazo..
-¡No sabe por lo que estoy pasando!
-Más de lo que tú te piensas -dijo a la defensiva, pero sin perder los modales, el capitán.
-No me lo diga más, me provoca asco cada vez que me dice esto.
-¿Por..
-¿Por qué? No me haga reír -dejó ir una risa irónica-. ¡Lo único que ha echo en su carrera miliar ha sido llevar todas esas medallas en el pecho! Pero en realidad solo se ocultaba detrás de nosotros; mientras hacíamos la faena sucia.
-No diga eso soldado -seguía sin perder la calma pero una fría sudor le resbalaba por su frente.
-¿Entonces usted que ha echo en la guerra? ¿A caso llevaba una ametralladora encima y estaba en la primera linea matando enemigos? ¿O estaba tomando un café en su queridísimo y bien montado despacho mientras nos jugábamos la vida?
-Tenga presente que nadie le obligó llevar este tipo de vida – cogió sus sombrero y, tras tirarle una mirada a Daniel, se marchó.

II

El clima no acompañaba a las tropas. Un tiempo nublado, con escasa visibilidad, lo que facilitaba caer en pequeñas trampas.
-Registren los cadáveres- ordenó el Capitán encargado de la misión-. No quiero ni un superviviente; nada de coger prisioneros.
Hacía escasamente dos minutos que había habido un tiroteo en las afueras de la ciudad. El ejército acudió para garantizar la seguridad de la zona.
Tardaron media hora en controlar la zona pero, gracias a sus entrenamientos, lo lograron sin apenas bajas.
Los Rebeldes, cada intercambio de tiros que participaban, era una batalla perdida para ellos. El ejército, al estar más preparado y entrenado que ellos, conseguía controlar la situación en no más de dos horas.
Estaban avanzando para poder tomar la ciudad y, aunque aún quedaba el plato fuerte, donde se concentraba el ejército enemigo, tenían todas las de ganar.
Tres soldados, armados con ametralladoras y dispuestos a disparar en el más mínimo movimiento, donde también se encontraba Daniel, se encargaban de supervisar los cuerpos.
Niños tirados al suelo, traspasados por las balas, hombres que no habían conseguido ni abrir fuego con su arma; era el panorama que podía comprobar Daniel.
Iba, con ayuda de otro soldado, apartando todas las armas que encontraban, pera evitar futuras sorpresas.
Hasta que detectó un superviviente. Procedió a informar:
-Capitán, un superviviente en mi posición-esperaba respuesta del comunicador-. Parece un niño de diez años.
-No quiero ninguno -escuchó Daniel por el comunicador.
-Señor, repito, es un niño de diez años -repitió Daniel pensado que quizá su superior no había entendido bien.
-Creo que es usted que se le tienen que repetir las órdenes; no quiero ningún superviviente.
-Señor no puedo matar a un niño.
-No me haga abrirle un expediente de guerra, no me haga tenerlo que enviar a un juzgado por no acatar ordenes militares.
-¡Ordenes que están fuera de lugar señor!
-Hágalo ahora o ya se puede preparar el resto de su vida, personalmente me encargare que no salga de la cárcel en mucho tiempo.
Una sensación de impotencia; una sensación de ira y rabia. Esas eran las sensaciones que le recorrían en ese momento por todo su cuerpo. Pero, por mucho que le se negara, tenia que acatar las ordenes.
Cargó su arma, con toda la tranquilidad del mundo y...


Se levantó alterado de la cama; su corazón latía frenéticamente y una sudor fría le cubría todo el cuerpo. Respiraba con dificultad.
Dio un golpe, para conseguir calmar sus nervios, a su colchón y chilló:
-¡No podré dormir tranquilo ni un día! -y volvió a insistir con más fuerza-. ¡Ni un puto día!
Y chilló, lloró y dio golpes por todas partes, a cada objeto que encontraba. Hasta que una hora más tarde consiguió clamarse.

II

El mar chocaba con fuerza contra el espigón de gigantescas rocas grises. En una de ellas estaba Daniel.
Miraba atentamente la espuma que se formaba cuando las olas impactaban contra las resistentes y ya gastadas rocas. Numerosos pensamientos le recorrían el cuerpo, ¿el más común? El suicidio.
Con sus armas y sus manos había echo una campaña de miedo, provocando numerosas bajas en el mando enemigo y, incluso, había comandado alguna que otra misión.
Se hizo de la marina no para matar, sino para protegerse a si mismo. Hacía más de quince años que no salía con los amigos, con la novia, hacía demasiado tiempo que estaba solo.
No le costó mucho pasar las pruebas; lo que verdaderamente le costó fue adaptarse a la rutina de la verdadera guerra. Una verdadera guerra que él nunca hubiese querido ir; pero le tocó.
Cuando volvió, junto con sus compañeros, nadie se había preocupado de ir a recibirlo; solo recibió una llamada telefónica, era de ella...

Se dispuso a levantarse y a cometer una estupidez pero notó una fría y delicada mano en su hombro Se detuvo y se volvió a sentar:
-¿Te crees que iba a hacer lo que tú estas pensando Marina? -adivinó el nombre con tan solo notar sus manos.
-Dímelo tú lo que ibas a hacer -le contestó ella sentándose a su lado.
-Quiero hacerme pagar todo lo que hice en la guerra -bajo la mirada avergonzado.
-Cometiste muchos crímenes, Daniel, pero era la guerra. Eran ellos o tú -intentó consolarlo pero de poco sirvió.
Daniel se empezaba a alarmarse, pero consiguió controlarse.
-Necesito explicarlo a alguien lo que pasó. Quizá así alguien me entenderá.
-Yo te escucho Daniel; por eso estoy aquí -y le apretó más el hombro en señal de afecto.
-Había una vez, habíamos controlado una zona después del tiroteo y nuestro Capitán dijo que no quería bajas. Tuve que matar a un niño de diez años...
-Tienes motivo para estar así... -retiró la mano de su hombro. Ya no le vería con los mismos ojos.
-Y lo peor de todo es que me negué. Me negué rotundamente; el Capitán me amenazó con un consejo de guerra. Y arruinarme la vida -una lágrima le recorrió toda la mejilla y, otra vez esa sudor fría, le inundaba todo el cuerpo. Marina se quedó muda. Sin saber que decir. Tras unos segundos Daniel soltó.
-Y no, no me alegro de estar vivo. Preferiría haber sido una baja y cesar mis tormentos, dejarlos en mi tumba -rió a carcajadas, una risa muy falsa-. Total, nadie vendría a verme morir y darme el último adiós.
-Yo sí que iría -soltó involuntariamente.
-Se agradece -y por vez primera levantó su rostro; un rostro que había perdido toda su juventud a los veinticinco años de edad.
Se lanzó, tras unos minutos de descanso y, tras dejar que Marina asimilase todo, y dijo:
-No hay día, Marina, no hay día que no sueñe con los caídos. Todos los caídos por ambos bandos.
-Lo sé -intentó consolarlo otra vez-. Lo sé.

III

Solo la luna le iluminaba, solo se podía escuchar sus frenéticos golpes de martillo al chocar contra la superficie rocosa.
-Si no puedo quitármelos de mi cabeza -dijo mientras seguía picando contra la roca-. Haré que los humanos los recuerden a todos.

Era una piedra gris, situada en medio de una plaza donde donde, por la noche, no había nadie. Tres horas más tarde de duro trabajo se podía leer en la inscripción:

"En memoria a todos los soldados estadounidenses caídos en guerra, en memoria a todos los rebeldes caídos en guerra"

-Quizá esto me ayudará a recordarlos de otra forma -dijo mientras recogía los pocos artilugios. El sol ya se podía ver, tímidamente, por el horizonte.

IV

-Hoy, los paseante del parque central -dijo la presentadora de la noticias de las doce del mediodía- podían encontrar una piedra en memoria a los caídos en la guerra de Afganistán. Según el ayuntamiento de la ciudad no habían autorizado a realizar tales inscripciones pues, en la pierda, se hace mención a los soldados afganos.
El secretario de marina ya ha dado la orden de quitar la piedra pues, según él: "Es una ofensa para nuestras tropas".
Entre muchas otras personas que comparten la misma opinión se encuentra el Capitán destinado a Afganistán de las fuerzas especiales; hemos podido hacerle una entrevista.

-Desgraciado -dijo en voz baja mientras dejaba la botella de cerveza en la mesa-. ¡¡Desgraciado!!
Dejó ir toda su ira, una vez más, contra los muebles de su cutre apartamiento. Unos muebles ya desgastados por los golpes recibidos.
-Te la cargaras -dijo Daniel todo rojo-. ¡¡Te la cargaras Capitán por hacerme matar a críos mientras tú salías con las manos vacías!!

V

El timbre sonó con el típico ruido "Din-Dong". Eran las doce de la noche pero, Daniel ,tenía la certeza que el Capitán aún seguía despierto; la mayoría de las luces del habitáculo estaban abiertas.
El Capitán abrió la puerta vestido con un camisón de dormir y una bata a rallas de azul y gris.
Se sorprendió al ver a Daniel, a esas horas de la noche en su casa.
-¿Qué hace aquí, soldado? -preguntó pero enseguida vio las intenciones.
Daniel alzó el arma, una Beretta 92, a la vista del Capitán. La cargó mientras decía con toda la calma:
-No me llame soldado... ¡tengo un nombre Robert!
El Capitán seguía manteniendo la calma, aunque era consciente que ahora, Daniel, controlaba la situación.
-Entre dentro, ahora soy yo quien da las ordenes -. Robert obedeció y, tal y como le había indicado su enemigo, se estiró en el suelo con las manos levantadas.
-Eres un traidor a la nación, un desertor -hizo una pausa-. ¿Qué estoy diciendo? ¡Este adejetivo te se queda corto!
-No me provoque Robert, vengo a matarle -dijo amenazando Daniel.
-No tienes cojones de hacer lo que estas diciendo -le desafió él.
-En su vida nunca ha estado al frente. Saber que allí, del que de verdad dependes, es de tu compañero. No puedo dormir ni un día que no me atormenten sus órdenes: "Ejecute al niño" Me recorrió un asco por toda la piel cuando escuche eso.
-Demuestra que no es un hombre Daniel; no es lo suficientemente poderoso como para desobedecer mis órdenes. ¡Es escoria soldado! -chilló Robert más fuerte tocando la fibra sensible de Daniel.
-Usted sí que es escoria. Capitán -levantó el arma despacio, sin prisas; desde que había decidido ir en busca de Robert ya sabía como acabaría todo.
-Baje el arma soldado, o tendré que encerrarlo entre rejas y condenarlo a muerte-. Dijo a la defensiva Robert aunque, cada vez más, pensaba que no surgiría efecto sus palabras.
-Ya no es mi Capitánn, Robert, puedo hacer lo que me de la gana -al ver que el tipo de palabrería no era laadecuadaa, el Capitán cambio su estrategia para conservar la vida,aunquee, Daniel, le interrumpió.
-Me da lo mismo lo que diga -tomó asiento en un sillón cerca del cuerpo enemigo-. Desde que entré en esta casa ya se como saldré... ¡manchado de sangre... de su sangre!
-Comete una equivocación -dijo como último recurso para salvar su vida.
-No, es usted quien la comete, es usted quien la comete y la cometió retirando esa piedra en memoria de los caídos y haciéndome matar a niños... ¡a niños indefensos por no decir civiles en muchos casos!
-Civiles que eran peligrosos para nuestra misión.
-¡Civiles que no poseían ni una arma y no sabían ni escribir su propio idioma! -dijo alterándose otra vez más.
-Pero era sospechosos de actividades... -.Daniel le interrumpió.
-¡¡Caaaalllatee!! -dijo apuntado hacía su cabeza-. ¡¡Callate porqué cuando hablas se me retuercen todas las entrañas!!
Y apretó el gatillo.

VI

-Otra vez aquí -dijo Daniel-. Ahora ya podré descansar en paz.
Había un fuerte oleaje. Daniel estaba de pie en la barandilla que actúa como seguridad. Él no la necesitaba.
Llevaba unas rocas, que las había conseguido de una construcción, atadas en los dos pies.
-Descansaré tranquilo, en el fondo del mar -y miró la luna-. Dónde nadie me encontrará. Dónde nadie me molestará-. Tenía razón el Capitán, no he tenido el valor de desobedecer su órdenes, no soy un hombre que merezca la vida.

Se tiró.

Entró en el agua con un fuerte golpe, debido al peso de las piedras. Mientras descendía despacio, hacía la profundidad, levanto, ya casi sin aire, la cabeza para poder ver los primeros rayos de sol que se reflejaban en la superficie.

"Gracias por todo, gracias Marina"

Abrió la boca y dejo que el agua salada le inundase todos los lugares de los pulmones.








**NdE: Este es un relato ficticio, cualquier semejanza con la realidad (véase muertes, personajes, etc.) es pura coincidencia.

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Calabria

#12
Fábula de las diez velas

—¡NO- SÉ-!—te pusiste a chillar, y cogiste esta silla y la lanzaste contra el suelo porque ya no podías llorar más fuerte ni gritar más alto.—ME METISTEIS PRISA, YO ESTABA ENFADADO, ¡YO QUÉ SÉ-! ¡NO- ME GRITES- MÁS-!

Fue la primera vez que te escuché gritar como un mayor, como se gritaban Papá y Mamá: alargando las vocales. Me recordó a cuando ellos perdían los nervios y me asusté.
Yo sabía que tú en realidad no estabas enfadado conmigo sino muy triste. Era una tontería que siguiésemos discutiendo; lo que teníamos que hacer era ayudarnos.

—¿Y tú cómo estás tan seguro de que ha sido por ti?—te dije.—¿No ha podido ser que haya pasado otra cosa?
—No.—tú lo tenías clarísimo.—He sido yo. Hay cosas que se sienten. Ahora mismo me siento como siempre que hago algo malo, y ya me empecé a sentir así anoche, lo que pasó es que no le di importancia. Además, sería mucha coincidencia que hubiese sucedido algo precisamente esta noche sin tener yo nada que ver.

Yo también intuía que no debía haber sido otro más que tú. Eso es lo que más me dolía. Estaba furioso, tenía ganas de meterte otro guantazo, de gritarte que te merecías estar muerto tú y no ellos. Pero intenté tranquilizarme porque llevábamos ya dos horas de bronca y te aprecio demasiado para enfadarme tanto contigo. Yo aún era incapaz de perdonarte, pero no tenía ganas de seguir reprendiéndote. Si hubieses sido cualquier otro, la cosa habría sido muy diferente.

—...Lo siento, nano...—te disculpaste por enésima vez, con lágrimas en los ojos. No fui capaz de mirarte a la cara.—No tenía ni idea de que esto iba a pasar, me siento fatal. Si lo hubiese sabido...Vosotros no lo sabíais, ¿no?
—...—dijese lo que dijese, no te iba a hacer sentir mejor.
—¿¡LO SABÍAIS!? ¿¡PERO LOS MAYORES SOIS TONTOS!? ¿¡POR QUÉ NO ME DIJISTEIS NADA!?
—Para que fuese una sorpresa.
—¡¿Y si llego a haber pedido algo peor?!
—Mario, ¿TE PARECE QUE PODRÍAS HABER PEDIDO ALGO PEOR QUE ESTO?

Me ibas a contestar, pero no te salieron más que insultos. Te tiraste en aquel sillón —porque antes lo teníamos en esta parte del salón— y te quedaste llorando mirando los dos cadáveres, contemplando lo que habías hecho.
Parecían haber muerto plácidamente. Tenían una expresión tranquila en la cara, y ninguna herida sangrante por ningún lado—definitivamente había sido algo interno. Pero natural no, desde luego. No eran tan viejos.

—...Deberíamos enterrarlos.—traté de ignorar tus sollozos. Soy el mayor, soy el que tengo que pensar de forma más práctica.
—¿¡PERO TÚ ESTÁS SEGURO DE QUE NO SE VAN A DESPERTAR!?
—En este mundo pueden pasar muchas cosas, pero no es normal que alguien se despierte cuando ya se le ha parado el corazón.
—¡AH, Y ES MÁS NORMAL QUE SE MUERAN PORQUE SÍ!
—...—tenías razón otra vez.—Eso es diferente, Mario...
—¡¿Qué tiene de diferente?! Mira, ¡ya sé! ¡YA SÉ!—los ojillos te brillaban con ilusión. Te sirvió al menos para por fin tranquilizarte y dejar de llorar.—¡EL AÑO QUE VIENE PUEDO PEDIR QUE VUELVAN! ¡Los dejamos guardados por ahí, aguantamos hasta dentro de un año, y entonces pido que revivan!

No quería reventarte la ilusión, más que nada porque cabía la posibilidad de que pudieses tener razón. Sería lo justo con lo mal que había salido el de este año. No perdíamos nada por intentarlo.
Ya habíamos llorado bastante, y aunque todavía nos faltaban muchas semanas por llorar a ti y a mí también teníamos que empezar a pensar en lo que íbamos a hacer a continuación, aunque costase.

—...Vale. Pero deberíamos enterrarlos de todas formas porque van a empezar a oler muy mal y nos vamos a sentir muy mal cada vez que estemos en el salón. Es lo que se hace con los muertos para guardarles respeto. Y el año que viene los sacamos y tú pides que se despierten, a ver si funciona.
—Venga.—se veía que estabas menos desesperado, tenías una posibilidad a la que agarrarte y te ibas a aferrar a ella hasta el final. Yo era más escéptico, pero no quería hacerte sentir aún peor.

Me levanté del sofá, con ganas de empezar ya para acabar cuanto antes. Sólo cuando me vi en la situación de hacerlo me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo se hacía. No lo había visto más que en las películas.

—¿...Y como se hace?—me preguntaste.
—Pues no sé. Haz una cosa, ponte tú a cavar un hoyo grande y yo voy a ver si los consigo arrastrar, que tengo más fuerza.
—¿Dónde está la pala?
—Ni idea. Papá es el que sabía eso.
—¿Entonces cómo quieres que lo haga?
—Yo que sé. Ponte a buscar, en algún sitio estará.

Tuve que mover una mesa de madera que antes teníamos aquí para poder arrastrar a Papá y Mamá hasta la puerta. Su piel estaba muy fría, y empezaban a oler raro. Me dio muchísimo asco.
Pesaban mucho más de lo que yo me esperaba. Yo siempre había pensado que la gente cuando muere se queda vacía por dentro y se convierten como en muñecos. Me daban mucha cosa al principio los maniquíes por eso.
No quería seguir frotándolos contra el suelo por si se hacían sangre o se rompían algo. Los malsubí a un carrito plano con el que jugábamos por aquel entonces, uno de color rojo. Me costó muchísimo decidir a quién iba a llevar primero y a quién iba a llevar después porque no quería dejar a ninguno solo.

—¡Ya tengo la pala!

Al final preferí empezar por Papá porque Mamá estaba bocarriba y se me hacía más difícil. Era muy complicado porque se resbalaban del carrito todo el tiempo. Para cuando los llevé a los dos tú ya tenías un hoyo muy grande hecho.

—Está bien.—te dije.—Pero mejor que tan ancho tendría que haber sido más profundo, porque así van a estar casi a ras de suelo.
—Ya, ya.—te inventaste rápidamente algo para justificarte, aunque yo sabía que en realidad no lo habías pensado. Tú tenías tan poca idea de esto como yo.—Es para que no tengamos que cavar mucho cuando vayamos a sacarlos. Además, ¿y si se pierden?
—Bueno, vale. Pues los ponemos los dos ahí. ¿Me ayudas?
—No soy tan valiente como tú. A mí me da mucha grima.
—¡¿No puedes ni empujar?!—me cabreaba estar yo ahí sacándote las castañas del fuego cuando yo no había tenido que ver con todos estos problemas, que eran cosa tuya.
—¡Que me da cosa!
—¡Mira que eres niño chico! ¡Pues esto lo has hecho tú!
—¡CLARO QUE SOY UN NIÑO CHICO, TONTO! ¡SIEMPRE VOY A SER MÁS NIÑO CHICO QUE TÚ!
—¡PUES YO NO VOY A ESTAR AQUÍ SIEMPRE PARA CUIDAR DE TI! ¡NO ME DA LA GANA!
—¿¡Y QUIÉN VA A HACERLO AHORA SI NO!?

Tenías razón otra vez. Qué listo eras, incluso a esa edad.


Las ramas con las que marcamos el sitio las encontramos por allí tiradas. Yo habría preferido pintar el suelo porque era más disimulado, pero si llovía o pisábamos mucho por encima se podía haber desgastado.
Tuvimos que coger tierra de otros sitios para tapar bien el agujero, lo aplanamos un poquito y entramos a la cocina a desayunar. Te puse unas tostadas con algo y una taza de leche calentita. Estaba nervioso y se me derramó un poco sobre la mesa.
No tenías fuerzas ni para burlarte de mí.

—Julio...¿Qué va a pasar a partir de ahora?-me preguntaste, con la cabeza gacha.
—¿Cómo que qué va a pasar?
—¿Qué vamos a hacer? ¿Quién va a hacer la comida? ¿Quién nos va a llevar al cole?
—Pues...—yo ya llevaba un tiempo pensando en eso sin encontrarle respuesta.—Vamos a tener que andar mucho. El número de la tarjeta de Mamá yo me lo sé, eso se va renovando una vez al mes por sí solo, podemos ir a sacar dinero y pedir que traigan comida a casa.
—¿Tú no sabes cocinar nada?
—Pizzas al microondas. Eso es todo igual en realidad, es meterlo y darle al botón solamente. Te puedo enseñar.

Asentiste con la cabeza. Todo lo que fuese ser más independiente siempre te había parecido bien.

—¿Por qué lo hiciste, Mario? ¿Por qué deseaste que se muriesen?
—...
—Contesta, Mario.—me puse más serio.
—...No sabía que iba a pasar de verdad.
—Eso ya lo sé. Pero ¿cómo pudiste enfadarte tanto con ellos?
—Yo llevaba mucho tiempo pidiéndoles ese juego para la consola. Ellos lo sabían porque me habían escuchado. Llevábamos toda la semana mal, mi cumpleaños es solo una vez al año, ¿y ni en mi cumpleaños podían hacerme caso?
—Pero es que ese juego era muy caro, Mario.
—Ya lo sé. Si no era tanto por el juego. Era porque durante el resto de la semana habíamos estado muy enfadados, y exploté.

Me acabé mi tostada en un momento. Estaba muerto de hambre, entre el vértigo emocional y el cansancio físico.

—¿Y por qué discutisteis tanto?—te pregunté.
—Porque yo quería que mi fiesta de cumpleaños fuese como la tuya. Yo quería también estar en la piscina y que nos dejasen estar por la noche hasta tarde. No es justo que a ti te dejasen y a mí no.
—Pero es que eres más pequeño.
—¡Yo también podía tener cuidado! Ellos saben que yo puedo tener mucho cuidado, cuando me piden algo siempre lo cumplo, no como tú. Pero a ti te querían más.
—Mario...—me sentí muy mal de saber que pensabas eso.
—Es que es verdad, Julio. Pedí que se muriesen porque estaba harto de que siempre te tratasen mejor a ti.
—Entonces menos mal que no deseaste que me muriese yo.

Te quedaste callado un buen rato. Supongo que se te pasó por la cabeza en el momento de soplar las velas.

—¿Cómo sabías que se iba a cumplir el deseo?—me preguntaste.
—Cuando vas a cumplir diez años, el deseo siempre se cumple. Lo sabemos todos los mayores.
—¿Y eso por qué?
—Porque empiezas con dos números.
—¿Eso pasará también cuando cumples cien?
—Nunca he conocido a nadie que tuviese cien.—Yo también me lo había preguntado muchas veces, pero por aquel entonces todavía no conocíamos a gente tan anciana.—A lo mejor.
—¿Qué deseaste tú cuando cumpliste diez años?
—Que nos comprasen la consola que tú querías.

Por primera vez en toda la mañana, fuiste capaz de sonreír.

—Soy muy malo, nano.—murmuraste, más para ti que para mí.

Tenías la boca manchada de mantequilla. Ni siquiera te habías dado cuenta con lo concentrado que estabas en tus cosas. Cogí una servilleta y te la pasé para limpiarte.

—No lo eres. Todos nos enfadamos a veces.
—En realidad a mí es que me gustaría ser como tú. Tú siempre tienes todo lo que quieres. Por eso te tengo tanta envidia.
—Pues para nada. A mí sí que me gustaría ser como tú.—te reconocí.
—¿Por qué?
—Porque ser mayor no está tan bien para algunas cosas.
—¿Como tener que cuidar de mí?

Me hizo gracia que me contestases eso tan rápido. El teléfono estaba sonando, seguramente del trabajo de Mamá para preguntar dónde estaba. Me esperaba una larga mañana de dar explicaciones a todo el mundo, recoger la ropa de la lavadora, hablar con el colegio y con la policía y recoger la tarta y los adornos del cumpleaños de anoche. Y tú pensando que lo que me molestaba era estar contigo.

—No. Eso lo hago encantado.

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