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Houlfen, Poder en el Báltico

Iniciado por Mole11, 21 de Febrero de 2012, 00:39

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Mole11

Ante todo decir que esto es un proyecto viejo, de 2007, por lo que tiene en estos momentos sobre los cinco años. En cinco años su autor ha cambiado una barbaridad y aunque abandono la escritura del proyecto, el maldito Conde, su corte y toda su historia no han dejado de evolucionar y dar vueltas en su cabeza. La historia ha evolucionado, mucho, también el estilo de escritura de su autor, derivado sobretodo de haber leído una barbaridad durante estos 5 años. Eso si, los acentos siguen siendo un problema que hay que corregir aunque trato de mejorar en ello lo máximo posible. Mi idea es subir en cuanto pueda el prologo, al cual le faltan un par de retoques, a ver si os gusta.

Houlfen, Poder en el Báltico por Mole11 se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Mole11

Prologo:

La luz del alba empezaba a entrar por las pequeñas ventanas, que colocadas en lo alto de las paredes de la capilla permitían a Ernest empezar a diferenciar lo que le rodeaba. Había pasado la noche en aquella iglesia, que apenas tenía cuarenta años y que incluía las últimas tendencias en cuestiones arquitectónicas. Las ventanas eran un claro ejemplo de ello, la nueva posibilidad de escuadrar las piedras daba mayor sustento al muro y permitía la aparición de ventanas, que aunque pequeñas, alumbraban la sala. Debajo de las ventanas y hasta el suelo había unas columnas dóricas, que sin ningún tipo de ornamento sujetaban la bóveda de cañón que, sobre sus cabezas, cubría el recinto. Justo enfrente de él se encontraba el altar, hecho enteramente con madera oscura, en él había pequeños grabados con imágenes religiosas, además de dichos grabados también contaba con bonitos ornamentos en sus esquinas, en forma de manojos de hierbas. Aquel altar era, con diferencia, lo más ornamentado de la iglesia.

Tras eso, Ernest se fijó en el resto de personas que le rodeaban, tres hombres y cuatro mujeres que, llenos de pesar, rodeaban un sencillo ataúd de madera. Aquel ataúd era la causa por la que él y el resto de los que le acompañaban se mostraban abatidos, dentro de él reposaba el cuerpo de alguien, que en vida, fue uno de los hombres más importantes del báltico: el Duque de Mecklenburgo, Adolph Houlfen. El señorío del fallecido Duque abarcaba una parte de la costa suroeste del mar báltico, desde Kiel a Rostock, incluyendo varias ciudades Hanseáticas como son Rostock, Wismar, Lubeck y Kiel. Estas tierras, antes de la llegada al poder del Duque, habían sido condados independientes, aunque ahora estaban unificados bajo el poder que desde Rostock ejercía Adolph.

El sonido de una puerta abriéndose hizo que todos los presentes se giraran. Por ella entro una figura que se recortaba en la luz que provenía de fuera de sala, el hombre tras cerrar la puerta a su espalda avanzo hacia ellos, entrando en uno de los rectángulos de luz, lo que permitió a Ernest verle con claridad. El hombre vestía una sotana que le llegaba hasta los pies, no llevaba ningún ornamento, y lucia un cabello rapado. Tras acercarse a ellos les bendijo con la señal de la cruz y se dispuso a hacer su trabajo.

Todos los presentes se santiguaron cuando el padre empezó el funeral, que se celebraba con el cura de espaldas a sus feligreses y en latín, idioma que, a pesar de ser considerado culto, muy poca gente entendía. Al contrario que en otras zonas de Europa en aquel lugar la romanización había sido escasa, por lo que su lengua no derivaba de él y la mayoría de la gente era incapaz de entender lo que se decía en la iglesia, a pesar de ello repetían palabras de manera mecánica, ya que habían sido memorizadas a fuerza de costumbre. Por suerte Ernest sí que entendía lo que el cura decía, su condición de tercer hijo le había hecho tener una educación religiosa, basada en el latín, las matemáticas, la teología y la filosofía griega, educación que había hecho de él un hombre culto y que, entre otras ventajas, le permitía entender lo que decía el clérigo.

El hombre de negro acabo su alocución religiosa y giro sobre sus talones para ofrecer su cara a los penitentes familiares. Su silueta se recortaba contra la luz que provenía de las pequeñas ventanas de la capilla del castillo, lo que hacía que su cabeza rapada brillara como una aureola y su recortada barba luciera en todo su esplendor. Aquel juego de luces reforzaba la santidad del clérigo y le daba cierto aire de superioridad sobre el resto de los presentes, un truco que Ernest, siempre dispuesto a aprender, se juró recordar para un futuro. Tras unos segundos de silencio para aumentar el dramatismo el padre Heller empezó a hacer un elogio sobre el Duque, del que había sido confesor varios años. En su discurso lo describió como un hombre bueno, temeroso de dios y siempre dispuesto a ejercer su papel como gobernante de una manera correcta antes los ojos del Señor. Una vez  terminado su discurso Heller pidió al primogénito de Houlfen que se acercara donde estaba él y dijera unas palabras en honor a su padre, el joven hizo una corta diatriba en alemán sobre el fallecido y entre sollozos regreso junto a sus hermanos.

Acabada la ceremonia una de las mujeres que rodeaba el féretro se levanto y avanzando entre las sombras abrió la puerta y dio permiso a un grupo de gente que esperaba fuera para entrar a la capilla. Los sirvientes del castillo de Rostock, vestidos de respetuoso negro y con la cabeza gacha, rindieron homenaje a su señor. Tras pasar todos ante el féretro un grupo de seis sirvientes, a los que se unieron los hombres que habían asistido a la ceremonia, levantaran el féretro y seguidos por el padre Heller, las mujeres y el resto de sirvientes salieran al exterior.


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Espero sus criticas

z666

hola mole, veo que es el mismo texto que ya comenté en el otro foro, asi que seguiré posteando mi opinion allá segun vayas posteando capitulos.

Mole11

El frío se colaba entre las piedras, piedras que, sin pulir, formaban las paredes de aquel despacho. Ernest estaba sentado, junto al resto de miembros de su familia, en el lugar de trabajo de su fallecido padre, desde allí el Duque de Mecklemburgo había dirigido sus posesiones durante más de 40 años. El despacho era un claro ejemplo de habitación de castillo, paredes frías de piedra, techo bajo y poco iluminada, iluminación que solo era posible gracias a una lámpara de techo que oscilaba, peligrosamente, sobre sus cabezas. Pero detrás de la mesa del despacho algo rompía la monotonía de la habitación, el Duque había mandado construir una ventana desde la cual se veía gran parte de la ciudad de Rostock; los constructores habían tardado en construirla un año, debido a los problemas de ingeniería derivados de su construcción, pero el encabezonamiento del Duque había hecho que, pese a las negativas del maestro constructor, el proyecto de la ventana saliera adelante.

Ernest, cansado, se quedo mirando fijamente por esa ventana, el castillo estaba colocado en una zona de la muralla más cercana al mar, lo que hacía muy visible el puerto. Aquel puerto era el cordón umbilical de la ciudad, Rostock había crecido gracias a él y al comercio que en él se daba. Desde su situación privilegiada en el centro del Báltico Adolph Houlfen había hecho crecer su ciudad, basándose en el intercambio comercial pero apoyándose en demasía en ciertas prácticas mal vistas, como puede ser el monopolio de los productos provenientes de fuera de la región y que quedaban bajo control de sus comerciantes. Estas prácticas habían llevado al Duque a enfrentamientos de distinta índole tanto dentro como fuera de su Ducado, pero sobretodo le habían llevado a conflictos con la Liga Hanseática, una federación de ciudades y de sus comerciantes situada en la región que se oponía a sus impuestos y monopolios. Durante sus últimos años de vida las cosas se habían calmado, sobre todo tras la invasión y conquista de Lubeck una década antes, pero los recelos y el odio hacia el Ducado y sus prácticas comerciales recorrían todo el Báltico.

Tras apartar la vista de la ventana, Ernest se fijo en la cara de sus familiares, que sentados en duras sillas de madera, le rodeaban. Podía ver en sus caras un reflejo de su propia tristeza, sentados en el viejo despacho esperaban la llegada del albacea de su padre, el padre Heller, consejero y amigo en vida y compañero en su viaje hacia la otra. El Duque ahora ya descansaba eternamente donde siempre había querido hacerlo, en la Iglesia de Santa María. Tras el acto religioso en la capilla del castillo, a causa de unas inoportunas obras, el cortejo fúnebre había salido en procesión, arropado por los habitantes de la ciudad, hacia la iglesia, allí, tras una pequeña ceremonia de bendición de los presentes, el Duque de Mecklemburgo, Adolph Houlfen, había sido enterrado en la catedral de la ciudad a la que tanto había aportado.

Tras el sepelio los familiares se habían reunido, reclamados por el padre Heller, en el viejo despacho del Duque donde ahora se miraban sin saber que decir.  El fallecimiento les había pillado por sorpresa, Adolph había muerto muy rápidamente: la semana anterior, a la vuelta de su viaje a Torum, empezó a encontrarse enfermo, le dolía el estomago y había perdido el apetito, a partir de entonces había estado postrado en la cama donde se había consumido sin remedio. Ello había hecho que las malas lenguas hablaran de un posible envenenamiento a cargo del Alcalde de Torum, enfrentado al mecklemburgués por el control de la ciudad, ya que el Duque la reclamaba como propia.

Por fin la puerta del despacho se abrió, por ella entro de nuevo el padre Heller, ataviado con su vieja sotana y haciendo relucir su calva bajo la luz de la lámpara. Bajo el brazo llevaba un par de pergaminos. Tras saludar con un pequeño movimiento de cabeza tomo asiento en la silla que se encontraba detrás de la mesa del despacho, mesa hecha con madera de ébano traída especialmente desde tierras exóticas, y que era el único capricho que el Duque se dio en vida. Una vez sentado desplego uno de los pergaminos que llevaba mientras dejaba el otro a un lado. El que acababa de desplegar estaba presidido por las armas del Ducado, el toro y el dragón que custodian un escudo coronado donde están representados todos los territorios que el Duque poseía. Debajo de las armas se encontraba el árbol genealógico de los Duques de Mecklemburgo, por lo que su padre, primer Duque, se encontraba en primer lugar, siendo custodiado a la izquierda por su hermano, Conrado Houlfen, al lado del cual no aparecían mas figuras. Por el contrario a ambos lados de Adolph se encontraban sus dos esposas: Aba de Ratzburg, miembro de una familia de la antigua aristocracia pagana y ya fallecida, y Adalia Diermisen, hija del fallecido Conde de Hamburgo, Edwin Diermisen y hermana del actual Conde, Gerard Diermisen.

De ambas uniones partían otras líneas, que culminaban en los hijos del Duque, del primer matrimonio: Hahn Houlfen, el primogénito del Duque y educado para gobernar, con 29 años de edad y casado con Gisele de Sajonia; Varik Houlfen, el segundo hijo, educado en armas y mariscal del Ducado, con 26 años de edad y casado con Alessia de Vermandois; Martina Houlfen, primera hija y fallecida de tuberculosis. Además de la segunda unión también nacerían tres nuevos vástagos: Ernest Houlfen, educado en la iglesia y versado en ciencias y letras, con 18 años de edad y soltero; Vid Houlfen, fallecido al poco de nacer por problemas en el parto; Ulva Houlfen; ojito derecho de su padre y educada para ser buena administradora por su madre, 15 años de edad y soltera.

Heller fue nombrando a cada uno de los presentes uno por uno y levantando la vista para comprobar si entendían su situación en la familia. Cuando le toco el turno a Ernest aquellos ojos verdes le trastornaron como pasaba siempre, el cura tenía poder en la mirada y desde pequeño había sido capaz de notarlo. Pero aquella vez era diferente, sabía que el padre quería decirle algo más aunque no era capaz de descifrarlo, aunque no tuvo tiempo para pensar en ello, ya que la inmediatez de los hechos le reclamaba, ya que tras nombrar a su hermana Ulva Heller dio la vuelta al árbol genealógico, para que lo pudieran ver todos, se aclaro la voz y empezó a hablar con un tono vivo, alejado al monótono y aburrido con el que había descrito el árbol.

—Espero que todos tengan clara ya cual es su situación en la familia, esa era mi intención con el árbol genealógico —comenzó Heller mirando a todos y cada uno de los presentes de nuevo—. Para empezar les diré que el uso y la costumbre suelen dejar ciertas indicaciones en cuestiones de herencia, la formula más común es legar al primogénito todas las posesiones de manera completa e indivisible —ante estas palabras su hermano Hahn, el primogénito, dejo escapar una media sonrisa —. Pero como ya he dicho esto no es más que una simple costumbre y cada hombre es libre de dejar en herencia sus posesiones según su elección, cosa que hizo el Duque Adolph, que se decanto por la opción de repartir sus bienes entre sus hijos.

—¿Los repartió? —preguntó contrariado y con cierta sorpresa en sus ojos azules Hahn— ¿Cómo que los repartió padre? ¿No acaba de decir que la costumbre es legar completamente la herencia al primogénito?

-Eso he dicho hijo— respondió con voz melosa Heller—. Pero la costumbre no es más que eso, la costumbre, no dicta una manera de hacer las cosas. Cada hombre es libre para realizar con sus posesiones lo que crea conveniente.

—Pero si es la costumbre, lo lógico sería que...

—Hijo, su  padre hizo lo que considero conveniente con sus posesiones, y como ya le he explicado la costumbre son unas meras directrices, nunca una ley escrita. La única ley irrefutable es la que dicta nuestro Señor— como cada vez que aludía a Dios Heller subió levemente la voz, levanto sus ojos hacia el cielo y luego miro fijamente a su interlocutor, que abandonó la discusión.

Aquel movimiento teatral, tan ensayado, del cura le permitió ganar la pequeña discusión con el primogénito del Duque. Ernest, como ya hiciera durante el entierro, se prometió ser capaz de controlar aquellos movimientos como hacia Heller. Tras unos momentos de reflexión el cura volvió a moverse, esta vez recogiendo el pergamino con el árbol y desplegando el otro que había traído con él. La distancia impedía al joven leer nada, pero sí que podía discernir que estaba ante un documento escrito por un clérigo, debido sobre todo a la pulcritud de la escritura y la elegancia de la letra utilizada, cualidades obtenidas de la práctica continuada de la escritura derivada de sus obligaciones.

—En este documento está escrito el testamento de Adolph Houlfen, Duque de Mecklemburgo, Conde de Rostock y Holstein, Marqués de Wismar y Señor de Lubeck— empezó de nuevo el padre con la voz serena y clara de funcionario que había utilizado anteriormente—.Su padre, esposo y hermano dicto este documento el 25 de Septiembre del año de nuestro señor 1274.

—¿Dictó? — interrumpió Hahn de nuevo, abriendo mucho los ojos—. ¿No lo escribió él?

—Realmente no— admitió Heller apartando la vista del documento y mirando molesto a Hahn por la interrupción, al mismo tiempo que volvía a su voz más viva—. Los documentos solía redactarlos yo, fui su asistente más cercano durante muchos años y además estoy mucho más familiarizado con los documentos oficiales. Espero que no sea un problema para el señor...— Hahn respondió negando con la cabeza y se mostro contrariado.

—En mi opinión es mucho más interesante la fecha— intervino esta vez Conrado con su voz queda, como un susurro, mientras se removía incomodo en la silla haciendo bailar la trenza con la que se recogía el pelo—. Pocos días después se marcho a Torum... ¿Estaba asustado mi hermano por algo Johann? — su tío era de las pocas personas, además del Duque, que tuteaban al padre Heller ya que se conocían desde la infancia.

—Sabes mejor que yo que tu hermano no era un hombre dado a expresar sus sentimientos, querido Conrado, pero sí que he de decir que estuvo insistiendo por esas fechas en dejar claras cuestiones sucesorias, lo que derivo en este documento. No le di importancia entonces, pensaba que serian cuestiones de la edad ya el miedo a la muerte suele llegarnos a todos— culmino Heller con una mirada furtiva a Conrado de la cual solo Ernest fue testigo, el resto parecían demasiado ocupados para caer en dichos detalles.

Una vez solucionadas las dudas Heller se acaricio la barba y miro de nuevo a su alrededor para comprobar que los presentes seguían prestándole atención. Tras esta comprobación bajo la vista de vuelta al pergamino, se aclaro la voz y comenzó a leer.

—"Yo, Adolph Houlfen, por la gracia de Dios Duque de Mecklemburgo, Conde de Rostock y Holstein, Marqués de Wismar y Señor de Lubeck, me dispongo a dictar a mi amigo y confesor el padre Johann Heller la repartición de mis bienes y títulos entre mis sucesores. Por el presente documento además autorizo al mencionado a guardar este documento, que será leído tras mi muerte ante mis sucesores. Además le conmino a hacer cumplir lo aquí pactado"— tras acabar de leer volvió a levantar la cabeza y preguntó—. ¿Tienen mis señores alguna duda?

—Sí, tengo una duda, si me permite padre— hablo con voz cantarina Ulva mientras sus ojos verdes miraban intrigada al clérigo—. ¿Mi padre solo le lego estos documentos? ¿No había nada más? ¿Ningún documento aparte? — aquella referencia a otros documentos por parte de la benjamina de la familia llevo a distintas reacciones por parte del resto de presentes, desde la curiosidad por parte de sus hermanos mayores hasta una mirada reprobatoria de su madre.

—No, mi señora, su padre solo me entrego el documento con su testamento. Incluso el árbol genealógico es creación mía. No hay nada más , siento decepcionarla.

Resuelta la duda Heller repitió el gesto de mirar a todos y cada uno de los presentes, era otro de sus trucos, este para conseguir concentrar la atención de sus oyentes y en cierta manera hacerlos más reactivos a lo que iba a decir. Concluida la ronda de miradas volvió a leer.

—"Tras las consideraciones previas pasare a describir mis bienes y la manera de repartirlos. Tras muchas meditaciones he optado por una fórmula de reparto que sé controvertida pero que he considerado justa y necesaria para lograr una mejor gobernación de mis territorios. Pese a todo es mi deseo que la unión de mis territorios bajo el manto del poder ducal se consolide en mis sucesores hasta el fin de los días." —Heller de nuevo levanto la vista del pergamino para explicar el párrafo—. El Duque se mostro bastante insistente en esto, la unidad de sus territorios tras su muerte era algo que le obsesionaba, deseaba que el Ducado permaneciera inalterado en la siguiente generación.

—¿Y entonces porque lo repartió?— el enfado de Hahn con lo que escuchaba era más que evidente, sus ojos azules relampagueaban de rabia—. Porque como fórmula para mantener el Ducado unido la repartición de los territorios es contraproducente en mi opinión.

—Su padre estuvo varios años meditando sobre esto, pensaba que la unión del Ducado era importante pero también sabía que una gobernación eficaz pasaba por un poder poderoso a nivel local— explico Heller como si estuviera dando clases a niños.

—Siendo realistas un fuerte control local es la mejor opción— apuntillo Conrado sin cambiar el gesto—. Las ciudades en estos territorios tienen excesivo poder— tras esto se giro hacia su sobrino—. Hahn, se que duele ver repartido lo que consideras como tuyo, pero tu padre medito mucho tiempo sobre su sucesión y creo que eligió la opción correcta. Además, según tengo entendido tu padre no olvido tu primogenitura y ocuparas su puesto como Duque y señor de todos sus territorios.

—Obviamente no esperaba otra opinión por parte de uno de los señores locales de mi padre. Aunque tu ciudad no tenga excesivo poder... —Hahn se mostro altivo y desafiante pero su tío no entro al trapo, siguió impertérrito mirándole fijamente.

—Tranquilícense señores, no olviden los lazos de sangre que les unen— intervino Heller para calmar los ánimos—.  Además las decisiones ya están tomadas y el testamento no va a cambiar por mucho que discutan.

La voz suave y tranquilizadora del clérigo hizo regresar las aguas a su cauce y Hahn, pese a seguir enfadado, se sentó en su silla y guardo silencio. Heller espero un momento para que los ánimos se acabaran de apaciguar y siguió leyendo.

—"Primero de todo quiero confirmar a mi hermano, Conrado Houlfen, en su situación como Señor de Fehmarn, posición que gano con su sudor, su sangre y dos de sus dedos. En caso de fallecimiento sin descendencia el titulo y todos sus bienes pasarían al Señorío de Lubeck."

Aquello era esperado, Conrado había sido un administrador eficaz de la isla desde su conquista hacia ya varias décadas, por lo que la confirmación de su posición era lógica. Eso no evitó que la última frase que hablaba del futuro del título en caso de fallecimiento de Conrado sin descendencia, algo plausible vista su edad y su falta de hijos, hiciera que Hahn y Varik se miraran nerviosos.

—Sigo leyendo—prosiguió el padre—. "A Hahn Houlfen, mi primogénito, y sus sucesores quiero legar el Ducado de Mecklemburgo, además del Condado de Rostock y el Marquesado de Wismar, que quedaran bajo su mandato directo. Quiero remarcar que su titulo de Duque le dará dominio en todos los territorios bajo mi mando en el momento de mi muerte, aunque no lo pueda ejercer de manera directa en los señoríos de los cuales no es titular." — Heller separó la vista del pergamino y miro a Hahn— ¿Lo ha entendido mi Duque?

—Sí, perfectamente— oírse llamar Duque dibujó una ligera sonrisa de suficiencia en el rostro de su hermano—. Bueno, todo no, me gustaría saber que significa el último párrafo, padre— a Hahn le costaba pedir consejos a los demás y se noto en aquellos momentos, hizo un gran esfuerzo para guardar su orgullo y preguntar.

—Estoy aquí para servirle mi señor— afirmó con una sonrisa ligeramente burlona el padre—. Sera un placer. La última frase significa que aunque su padre haya repartido las posesiones entre sus hermanos ellos deberán rendirle pleitesía, aunque las controlen de manera local.

Aquella noticia había cambiado en cierta manera el ánimo de Hahn, pero también el de sus hermanos, que sorprendentemente iban a recibir una parte de los territorios del ducado, aunque lo hicieran con cortapisas y bajo el control de su hermano en Rostock. Pese a todo Ernest sabía que aquel poder era más nominal que real, ya que la imposibilidad de controlar tantos territorios desde una sola ciudad daba alta autonomía a cada región.

—Si no les importa a mis señores y nadie tiene objeciones quisiera terminar con el testamento— prosiguió Heller antes de volver a bajar la vista al documento—. "Para terminar quisiera legar a mis dos hijos menores dos territorios. Varik Houlfen, mi segundo hijo, recibirá en herencia el Condado de Holstein, con capital en Kiel, aunque rindiendo vasallaje a su hermano Hahn en Rostock. Por su parte mi hijo Ernest Houlfen recibirá la ciudad de Lubeck en calidad de Conde. Además es mi deseo que funde un Obispado en la ciudad, para que el Ducado pueda obtener una Diócesis propia y librarse de la influencia del Obispado de Bremen."

—¿Un obispado? — preguntó Ernest sorprendido ante aquella noticia— Para ello es necesario el permiso papal, hay que crear una diócesis...

—No se preocupe mi señor— interrumpió Heller con voz tranquila—. Su padre y yo estuvimos haciendo gestiones durante un tiempo y los planes de crear el obispado en un futuro cercano están bastante avanzados, pese a todo su padre lo incluyo en el testamento. Simplemente lo hizo por si no conseguíamos el propósito estando él con vida el proyecto tuviera continuidad.

Una vez terminada la lectura Heller giro el pergamino de cara a los familiares y pidió a los presentes que leyeran el documento y confirmaran que lo que había leído era lo que había escrito en el documento. Estaba escrito en alemán por lo que todos los presentes pudieron leerlo y dar fe de que lo escrito era lo leído. Tras esa mera formalidad Heller se levantó, saludo a todos los presentes y se marcho haciendo aletear su sotana tras él. El siguiente en levantarse fue Conrado, que miro a sus familiares, abrazo a su cuñada y con su voz queda se despidió para marcharse con la misma melancolía en la cara que le acompañaba siempre. Solo quedaron en el despacho la familia más cercana del Duque, el siguiente en levantarse fue Hahn, que lanzo a Ernest una fría mirada antes de girarse con un gesto altivo y salir por la puerta visiblemente contrariado. Ante esto el Conde de Lubeck miro a su madre buscando respuestas, que con un gesto le dijo que callara y le siguiera, lo que hizo que ambos salieran seguidos por Ulva, dejando a Varik solo, sentado en la silla y con semblante entre dolido y sorprendido, fruto de la muerte de su padre y de una responsabilidad para la cual no se veía capacitado.

Mole11

El nuevo Conde de Lubeck descansaba en sus viejos aposentos del Castillo de Rostock mientras fuera el sol se acercaba al horizonte y las sombras caían sobre la ciudad. Anochecía. Hacía varios años que no pisaba aquella habitación y a su vuelta le había parecido mucho mas adornada que cuando la abandonó. Quizá su estancia en un monasterio durante los últimos años ayudaba a aquella sensación, ya que la comparación con la austera celda que allí ocupaba hacia relucir su antiguo aposento. Tirado en la cama Ernest Houlfen miraba hacia el techo, de la misma fría piedra que el resto del castillo, y reflexionaba sobre su padre. Pero no lo hacía sobre el Duque Houlfen, sino sobre Adolph, aquel hombre que no hacia tanto se paseaba por allí, siempre sonriente, para visitar a su hijo menor pero no por ello menos querido. Aquellos recuerdos hicieron aflorar lagrimas en sus ojos, verdes y tan parecidos a los de Ulva, por lo que se incorporó con rapidez. Un gobernante no podía mostrar debilidad.

Sentado en la cama Ernest se enjuagó los ojos y miró a su alrededor, concentrándose en todos los recuerdos que le transmitía aquella habitación. Sabía que estaba en un momento crucial de su vida, debía dar un paso adelante y convertirse en adulto, y no solo eso, sino que debía convertirse en un buen gobernante y no desmerecer la herencia recibida. Pese a todo no quería dejar atrás sus recuerdos infantiles, formaban parte de él. Levanto la vista y repasó la habitación; enfrente de él había una mesa oscura, de la misma madera exótica que la del despacho de su padre. Recordaba cómo tras verlo fascinado ante el mueble su padre había ordenado que realizaran una mesa más pequeña que colocarían en su habitación, aquello hizo a Ernest muy feliz y recordarlo le hizo sacar una sonrisa. Justo enfrente de la mesa había una silla en la que su padre se sentaba cuando era un niño a contarle historias. Esto hacia que el joven Ernest viajara a mundos inhóspitos, luchara en mil batallas y rescatara a cientos de doncellas sin moverse de la habitación. A pesar de estar siempre muy ocupado había sabido darles una buena educación a sus hijos. Echaba de menos a su padre.

Al lado de la silla estaba su espada, "LichtderOstsee", Luz del Báltico en alemán. Había sido un regalo de su padre al cumplir los catorce años, cuando regreso por primera vez del monasterio de Fehmarn tras terminar sus estudios de Trivium, es decir, gramática, dialéctica y retorica en latín y alemán. Recordó lo feliz que le había hecho aquel regalo, que su padre le enviara a estudiar fuera mientras sus hermanos permanecían junto a él siempre le había causado dolor. De pequeño se había considerado apartado, el hijo del segundo matrimonio, alguien prescindible, pero aquel regalo lo cambio todo. Adolph Houlfen había decidido darle una educación culta, que solo le podía ofrecer la Iglesia, pero no quería que su hijo menor fuera un simple clérigo que rezara por la salvación de la familia y aquella espada demostraba todo aquello.

"LichtderOstsee" había sido un revulsivo para su vida. El joven Ernest jamás había sido feliz en el monasterio y no veía utilidad a lo que estudiaba, pese a todo la insistencia de su tío Conrado y los distintos viajes que hacia el padre Heller a la isla de Fehmarn le sirvieron de motivación para terminar sus estudios primarios. Con catorce años volvió a Rostock dispuesto a decirle a su padre que no quería continuar estudiando, pero su padre trató de convencerle por la necesidad de la familia, diciéndole que los Houlfen necesitaban a alguien instruido que les aconsejara en su gobierno. Pese a todo Ernest no estaba dispuesto a ceder con facilidad y orgulloso se negó, por lo que su padre saco a relucir la espada y le aseguro que solo aprendería a manejarla si volvía a Fehmarn. Ante esto el joven cedió y regreso a la isla, pero el sentimiento de chantaje y dejadez no le abandonó.

Mientras la galera se acercaba al puerto de la isla Heller le pidió que mirara fijamente al muelle. En él se podían distinguir dos figuras, una fornida, vestida de negro y con la mirada perdida era claramente su tío Conrado; a su lado había otra más pequeña, con el pelo negro rizado y la tez morena, que Ernest no había visto nunca. Nada mas atracar su tío se acerco a ellos y acarició el pelo de su sobrino, en un gesto de cariño poco habitual en él. Luego se giró y miró al joven que le acompañaba, que avanzó decidido hacia los recién llegados y dándoles la mano con fuerza se presentó con un alemán con gran acento catalán. Su nombre era Sanç Nebot, natural de la Ciutat de Mallorca, en la Corona de Aragón, y acababa de llegar a Fehmarn.

Sanç Nebot, según explico Conrado, era el hijo de un viejo amigo de su época en el Mediterráneo. El Señor de Fehmarn había conocido a su padre en el viaje que realizó siendo muy joven a las tierras del sur buscando mejorar su habilidad con las lenguas mediterráneas, algo necesario para ayudar a su hermano a gobernar Rostock debido al gran numero de comerciantes. También le valió el viaje para hacer amistades, como Martí Nebot. Martí era un comerciante de Barcelona que viajó a Mallorca con las tropas de Jaume I durante su conquista y que consiguió asentarse en los nuevos territorios haciendo una pequeña fortuna en la isla. La muerte de su padre y la mala relación con su hermano mayor hicieron a Sanç salir de Mallorca. Los últimos dos años los había pasado viajando con varios comerciantes, de ciudad en ciudad, hasta que en Hamburgo conoció a unos viejos amigos de su padre, la familia Seidel, a los cuales acudió en busca de ayuda y le recomendaron viajar a Fermarn a reunirse con Conrado. Le aseguraron que le trataría bien y le permitirá estudiar, como bien había hecho con sus propios hijos, por lo que Sanç decidió viajar hacia allí donde Conrado no puso problemas en darle estudios y refugio si demostraba el suficiente interés.

Pese a que Sanç tenía tres años más que Ernest, desde aquel día se convirtieron en uña y carne. Juntos estudiaron el Quadrivium, aritmética, geometría, astronomía y música, en Fehmarn al mismo tiempo que por las tardes practicaban con distintas armas bajo la supervisión de Hastings, uno de los asistentes de su tío, ya que él siguió sin dedicarle mucho tiempo a su sobrino. Aunque se preocupaba de su educación prefería pasar el tiempo con los monjes, escribiendo, leyendo, copiando y traduciendo obras que luego repartía entre los prohombres de la zona del Báltico.

Aquellos recuerdos le hicieron esbozar una sonrisa, Ernest no podía quejarse de su tío. Conrado era una persona ocupada, dedicada a transmitir todo el saber que caía en sus manos al máximo de personas posibles. Obras en distintas lenguas y de distintas épocas pasaban por la isla para luego salir traducidas por él y su equipo al alemán en dirección a distintas personalidades. Pese a ello había estado con su sobrino y Sanç cuando lo habían necesitado, los había ayudado a dar sus primeros pasos con la espada en la mano, les había mostrado como navegar y lo más importante, les había dejado leer cualquier libro que estuviera en su biblioteca, lo que había satisfecho el hambre voraz de conocimientos que tanto Ernest como Sanç tenían.

Ernest entonces se levantó y paseó por la habitación antes de llegar a su primera gran conclusión como gobernante. Necesitaba a ambos. El Conde de Lubeck salió de sus aposentos y marchó por los pasillos del castillo en busca de su tío. Con las prisas olvidó coger una vela, por lo que la oscuridad reinante en el castillo complicaba su avance. Pese a todo siguió corriendo en dirección a la torre norte, donde se hospedaba Conrado. En uno de los giros chocó con un hombre al que no vio, cayendo ambos al suelo. La persona contra quien chocó se levanto ágilmente y le miro enfurecido, aunque Ernest no podía evitar mirarle sorprendido. Era un hombre grande y alto, mucho más que él, con el pelo corto y una pequeña perilla. Pero lo más sorprendente era la cantidad de cicatrices que recorrían su cuerpo, incluyendo una desde la ceja izquierda hasta detrás de la oreja derecha, dándole un aspecto extraño, como si hubieran unido su cabeza como un puzle.

—Perdóneme, está oscuro y no pude verle— se disculpo Ernest con voz trémula.

—¡La siguiente vez usa una vela! ¡Están para eso!— respondió enfurecido el hombre mientras se limpiaba el polvo del jubón y recogía su propia vela.

—Lo sé, debí hacerlo. Es que iba con prisa, quería encontrar a mi tío.

—¿A tu tío?— preguntó sorprendido el desconocido— ¿Quién es tu tío?

—Conrado Houlfen. ¿Sabe donde esta?

—Así que sois Ernest...— dedujo el desconocido mientras se le relajaba el semblante— Soy Dustin de Westensee, uno de los ayudantes del Duque. Es un placer, mi señor— añadió mientras realizaba una pequeña reverencia con la cabeza—. Yo también estoy buscando a su tío, ya que el Duque quiere verle. Pero no está en sus aposentos— giró sobre sus talones—. Suerte con su búsqueda.

Sin decir nada más Dustin se marcho por el mismo pasillo por el cual había llegado. Ernest se quedó de pie reflexionando sobre lo que acababa de ocurrir y aun con la sorpresa en el cuerpo. La apariencia física de aquel hombre le había cogido a contrapié y no había sido capaz de ver lo que ahora veía, la rapidez con la que se había marchado Dustin le asustaba. Un presentimiento le hizo imitarle y regresar por donde había venido, camino de sus aposentos. Su intuición le decía que algo fallaba en todo aquello, además pasear sin velas por el castillo no era la mejor opción.

Cuando llego a sus aposentos se sorprendió de encontrarse allí a su madre. Adalia de Houlfen, como era conocida en Rostock, estaba sentada de espaldas a la puerta, calentándose en la chimenea mientras sostenía un libro en las manos. Al ver entrar a su hijo se puso de pie y alargándolas se lo entregó a Ernest. Este lo reconoció enseguida, era uno de los libros que su tío había escrito tomando distintos fragmentos de otros libros y que había titulado "Del arte de gobernar". Ernest lo había leído en la biblioteca de Conrado y no entendía porque su madre lo tenía en sus manos.

—¿De dónde lo ha sacado Madre?

—Me lo ha entregado Conrado hace un rato—explicó Adalia nerviosa—. Vino a mis aposentos, me dijo que vigilara a Ulva y que te entregara esto, trate que me explicara, pero se marchó— sollozó—. ¿Qué pasa Ernest?

—No lo sé— reconoció su hijo tratando de mantener la calma y poner sus ideas en orden—. Piensa Ernest, vamos, reflexiona... Ante todo, ¿donde está Ulva Madre?

—Con Heller— el miedo hacia mella en la cara de su madre—. Deben estar dando sus lecciones. Pero he mandado al jefe de la guardia a buscarles, tu tío me asustó.

—Bien hecho— aprobó Ernest mientras de manera instintiva se ponía el cinturón con su espada y dejando el libro sobre la mesa, lo que hizo dar un respingo a su madre—. No debería pasar nada, pero no sé qué es lo que ocurre y debemos estar protegidos, entiéndalo.

Pero Adalia ya no miraba a su hijo sino a la mesa, donde había caído una nota del libro que Conrado le había entregado. Ernest al verla la cogió y la desplego, enseguida distinguió la apretada y lenta letra de su padre, lo que le hizo dar un respingo. Adalia se levantó y mirando sobre el hombro de su hijo empezó a leer la carta. Ambos estaban absortos en la lectura cuando se abrió la puerta, lo que hizo que el Conde de Lubeck soltara la carta, girara de un salto y desplegara "LichtderOstsee" entre ellos y los recién llegados.

—Baje eso mi Conde. No dudo de su habilidad con ella, pero no creo que fuera capaz de derrotarme aun— Gerhard, el jefe de la guardia de su padre, entro en la habitación vestido de armadura pero con la espada en el cinto—. El enemigo no somos nosotros.

—Es más, dudo que haya algún enemigo, como mínimo por ahora— afirmó Heller mientras salía de detrás del guardia y saludaba a los dos presentes—. Eso sí, creo que hay un malentendido que no quiero que nos salpique.

—¿El enemigo? ¿Un malentendido? ¿Nos salpique?— interrogó Ernest bajando su espada— ¿Qué dice padre?

—¡Los documentos!— intervino Ulva— Hahn está buscando los documentos. ¡Claro! ¡Es lógico!— estas palabras hicieron asentir a Heller, bastante más tranquilo, aunque sorprendido por la perspicacia de su alumna.

—Muy bien Ulva, buena deducción. No había caído en ello. ¿Cómo se me pudo escapar?— reflexionó Heller—. Pero creo que ni su hermano ni su madre saben a que nos referimos— se giro hacia ellos—. ¿Recuerdan la lectura del testamento del Duque? ¿Cuándo Ulva pregunto por unos documentos?— asintieron, por lo que Heller continuó—. Fue todo una estratagema, Adolph tenía miedo de lo que pudiera ocurrir tras la lectura del testamento. Sobretodo tenía miedo de la reacción de Hahn y de ese matón que le acompaña, Dustin, al ver repartida la herencia.

—He visto a ese Dustin— interrumpió Ernest—. Cuando iba a buscar a Conrado me cruce con él en uno de los pasillos, preguntó por mi tío.

—Interesante, Hahn mueve sus piezas...— dijó para sí el cura— Pero eso lo trataremos luego, antes déjeme terminar. Lo de los documentos fue una ocurrencia de Ulva durante una de las clases mientras el Duque convalecía. No voy a decir que teníamos miedo de que Hahn acabara con la vida de Ernest, pero no negare que siempre me asusto esa posibilidad. Una persona tan pasional como él herida en su orgullo es algo de lo que hay que cuidarse. Así que Ulva pensó en sembrar ciertas dudas en ellos sobre unos documentos para darnos margen de maniobra.

—Y esos documentos no existen— culmino Ernest.

—Hay una carta, creo, o algo así decía su padre mientras deliraba, pero sinceramente, dudo mucho de su existencia.

—Existe padre— dijo Adalia tomándola y mostrándosela al cura, que palideció—. Estaba dentro de un libro que trajo mi cuñado. Y lo que dice es bastante interesante de leer...

—No lo niego— interrumpió Heller tratando de recuperar la compostura—. Pero no podemos discutirlo ahora. Que Conrado haya desaparecido y que Dustin este paseando por el castillo buscándole es algo que me preocupa, Hahn está quemando las naves— se giró hacia Gerhard—. Diez minutos donde usted ya sabe, tráigalos también a ellos— el guardia sin decir nada salió de la habitación y Heller se volvió hacia la familia—. Nos vamos, ya. Mi Conde, coja lo básico y síganme.

Mole11

Le dolía la espalda, le ardía en ciertas zonas y en otras sentía pinchazos. Sus músculos se quejaban por el esfuerzo realizado y no podía hacer desaparecer el dolor por muchos esfuerzos que pusiera en quitárselo de la mente. Pese a todo el Conde de Lubeck no podía hacer otra cosa que no fuera avanzar encorvado por aquel frio y lúgubre túnel. Un ruido le sobresaltó y se giró con la mano en el pomo de la espada, pero solo había sido el guardia que le seguía que había tropezado haciendo tintinear su antorcha. Seguía sobrecogido por lo ocurrido en los últimos minutos: Dustin, la carta, Heller y los guardias, las carreras hacia el despacho de su padre, el tapiz, la puerta detrás de él y definitivamente aquel oscuro y húmedo lugar. Pero si había algo que le torturaba sobremanera era aquella carta que su tío Conrado le había hecho llegar.

Que su abuelo hubiera ocultado la puerta de un pasadizo detrás de un tapiz en su despacho era algo que Ernest podía llegar a considerar, en cambio que aquel pasadizo recorriera el castillo en toda su extensión y tuviera distintas entradas era algo que no le cabía en la cabeza. ¿Cómo podía no haberlo visto? Siempre había oído que el padre de su padre era un hombre cauteloso y planificador, pero aquello era exagerado.

Otro sonido lo sacó de sus pensamientos, aunque esta vez provenía de delante, donde avanzaba Gerhard dirigiendo a la comitiva. El jefe de la guardia había chistado pidiendo silencio para luego introducirse por un recodo del pasillo de piedra saliéndose del ángulo de visión de Ernest. Detrás de Gerhard entraron el otro guardia, Heller, su madre y su hermana, que le precedían; el Conde les siguió por el recodo.

Ernest tuvo que taparse la boca para no emitir un grito de sorpresa. Llevaban un tiempo andando por un oscuro y húmedo pasillo de piedra, estrecho y bajo, que no paraba de subir y de bajar, mezclándose lo construido con sillares de piedra y lo excavado en la roca sobre la que se apoyaba el castillo. De repente, tras pasar por aquella hendidura todo se había transformado. El Conde de Lubeck acababa de entrar en un agujero mucho mayor, excavado en la roca y con distintas comodidades, como podía ser una mesa y varios bancos de piedra. Sobre los bancos descansaban mantas, varias prendas de vestir abrigadas y haces de leña. Acababa de entrar en un refugio, preparado para que un grupo de personas pudiera ocultarse y sobrevivir por un tiempo.

Mientras el guardia que le precedía entraba también en el refugio y cerraba la puerta que ocultaba la hendidura Ernest se acerco a Heller, que pedía su presencia con gestos. Ernest avanzó dispuesto a comentarle sus miedos y temores por la carta que había recibido, pero de nuevo con un gesto el cura le hizo callar y le pidió que le acompañara. El religioso le condujo hacia un angosto pasillo que se abría enfrente del lugar por el que habían entrado, allí de nuevo regresaban los sillares de piedra en las paredes, por tanto volvían a introducirse en el castillo. Finalmente llegaron a otra sala, está mucho más pequeña y cuadrada, con una escalera de hierro incrustada. Ernest miró con curiosidad hacia arriba y descubrió una trampilla de madera parecida a la que se ocultaba tras el tapiz del despacho de su padre. Miró a Heller e intento hablar, pero el cura le puso la mano en la boca para callarlo y señaló hacia arriba, desde donde venían los ecos de una conversación.

—Aun no pueden volar. Ni uno ni los otros. ¡Es imposible que hayan desaparecido! ¡Seguid buscando!— la voz de Hahn Houlfen, Duque de Mecklemburgo, sonaba autoritaria—. ¿O es que acaso han aprendido a volar mi querido Garin? Aunque no creo, porque compartimos sangre y yo no me veo plumas.

—No creo que se hayan convertido en aves mi señor— respondió el interpelado—. Seguiremos buscando.

El tal Garin salió de la habitación y se oyó un largo y profundo suspiro mientras alguien se sentaba en una silla y jugueteaba con las manos para acto seguido oírse el sonido del líquido de una botella derramado en una copa. Dos suspiros más tarde Hahn volvió a hablar.

—¿Y cómo lo ves tú?— la voz sonó seca, pero mucho menos autoritaria que anteriormente.

—Complicado, muy complicado— la grave voz de Dustin resonaba en la habitación mientras se explicaba—. Sin ellos no hay negociación que valga y eso nos complica mucho las cosas. Y no me mires así, sabes que es muy difícil que los encontremos ya, aunque sigamos buscando. Y no me refiero solo a tu hermano y compañía.

—Lo sé, lo sé— cedió el Duque—. Pero no puedo decírselo a Garin, deben seguir trabajando y tratando de buscarlos— Hahn calló durante un tiempo para dar otro trago—. Dime Dustin, ¿qué hacemos ahora?

—Esperar. Aguantar. Contemporizar... No nos queda otra. Si están en el castillo acabaran apareciendo. Y si no lo están ya no podemos hacer nada, aparte de reforzar las medidas de seguridad. Si un grupo de gente ha sido capaz de salir sin ser visto otro grupo puede ser capaz de entrar, y eso si que me preocupa.

—Refuerza las defensas, no quiero tener sustos. Y paséate por el castillo, que se vea movimiento. Y que no se detenga la búsqueda de esos documentos— la mano de Ernest fue instintivamente a la carta de su padre—, por si acaso se los dejaron olvidados— se oyó el rechinar de una silla al levantarse alguien de ella—. Y no olvides hacer lo que acordamos antes, con cuidado, sin llamar la atención, pero hazlo.
   
El sonido de pisadas y una puerta cerrándose indicó el final de la conversación. Ernest se sintió impulsado a subir la escalera pero Heller le puso la mano en el hombro con tranquilidad y asiéndolo de allí le acompaño de vuelta a la sala donde les esperaba el resto. Heller nada más entrar hizo un gesto  hacia Gerhard que descansaba en uno de los bancos de piedra, el guardia se levantó con rapidez y con paso marcial se dirigió por otra apertura en la roca, seguido por Heller. Tras el cura y el jefe de la guardia salieron Adalia y Ulva, también en silencio, envueltas en dos de las capas que habían encontrado en el refugio y cargando con el resto y las mantas. Ello dejo a Ernest solo en la sala de piedra, acompañado por las dudas que no le habían dejado preguntar, y por los dos guardias que les acompañaban y cuyos nombres no recordaba. El más alto de ellos que lucía una maza en el cinto junto a la espada, le siguió en la entrada por la abertura mientras que al final quedaba el más bajo de los guardias, con un hacha a dos manos en la espalda además de su espada.

El pasillo por el que avanzaban ahora era ligeramente más estrecho y bajo que el anterior, lo cual complico aun más el caminar del grupo, además la humedad iba en aumento, mojando incluso las paredes de piedra. A Ernest el cansancio empezó a hacerle mella, arrepintiéndose de llevar puesta la cota de malla en aquellos momentos, los aros se le metían en los hombros y el ir encorvado complicaba aun más el avance, pero no tenía espacio suficiente para quitársela. Pese a todo se forzó a seguir caminando, mirando con envidia a su madre y su hermana que gracias a su tamaño avanzaban mucho mas cómodas por aquel angosto pasillo.

Finalmente llegaron a unas escaleras talladas en la piedra y el pasillo aumentó de altura, permitiendo al joven conde ir erguido, lo que agradecieron los músculos de su espalda. Con la escalera también apareció el agua, que se deslizaba a través de los escalones en una rápida bajada, mojando los pies de los presentes. Pese a todo este tramo fue el más corto y tras un par de giros de la escalera Ernest pudo visualizar la salida del túnel gracias a que Gerhard la iluminaba con su antorcha. El ánimo de la expedición aumentó con la visión de la salida, cambiando la expresión de sus caras y borrando el cansancio del viaje por las entrañas de la tierra.

El Conde de Lubeck  y su escolta salieron del túnel y respiraron gustosos el aire limpio de la noche. La luz de la luna, en cuarto creciente, daba un aspecto brillante al paisaje que contemplaban. Se encontraban en una llanura que descendía en suave pendiente hasta una lengua de agua marina donde desembocaba el rio Warnow, salpicada aquí y allá por monte bajo y arbustos y con un riachuelo que surgía del túnel y que iba creciendo hasta desembocar en la ría junto a un bosquecillo de pinos. Las sonrisas volvieron a los rostros tras volver al aire libre mientras Heller ordenaba apagar las antorchas, cosa que hicieron cubriéndolas con tierra, y empezaba a andar bordeando el riachuelo rumbo al mar. Aprovechando aquello y con cuidado de no caer al agua Ernest se le acercó.

—¿Hacia dónde nos dirigimos padre?— susurró el Conde.

—Se lo indique anteriormente mi señor— respondió en voz queda el clérigo mientras miraba al suelo con cuidado de no tropezar—. Nos dirigimos hacia Lubeck, pero por caminos poco transitados. Se de las dudas que le inundan, pero no podemos pararnos a hablarlo. Ahora no. Le pido un poco de paciencia...

—Pero es que no entiendo nada...

—Silencio— interrumpió Heller—. Simplemente confíe en mí. Su hermano no, pero ese Dustin es un hombre capaz. Debemos alejarnos de Rostock, lo pensaba antes de salir y la conversación que hemos escuchado me lo ha confirmado. Esos documentos que lleva— las manos de Ernest apretaron instintivamente la carta de su padre, que llevaba oculta en sus ropas— pueden costarnos caro. Si, debemos alejarnos.

Heller se giro y con un gesto hizo venir a Gerhard, que se puso delante de la expedición para guiarles. El Jefe de la Guardia se separo del riachuelo y avanzando entre la hierba alta les llevo hacia el bosquecillo que había junto al mar. Dentro del pinar desaparecieron los caminos y la luz de la luna, lo que hizo que Ernest se sintiera desorientado, pese a todo Gerhard parecía conocer el camino a la perfección y les guiaba sin ningún problema. Tras varios tropiezos e incluso una caída por parte de uno de los guardias el grupo llego hasta una ensenada en la orilla de la ría. Se encontraban en una pequeña playa de arena oculta desde el mar por un cañar formando un puerto natural, un buen lugar para contrabandistas como bien comentó Ulva. Gerhard pidió a uno de sus guardias la antorcha y con la yesca y el pedernal volvió a encenderla, iluminando el lugar y haciendo a sus compañeros dar un respingo de sorpresa y mientras una sonrisa cómplice se dibujaba en el rostro de Heller.

Semioculta entre las cañas y varada en la arena había una pequeña embarcación, poco más que una barca de pesca, con una de las nuevas velas latinas y un timón como único aparejo. Gerhard ordenó al guardia con el hacha que limpiara de cañas los alrededores del bote mientras Heller se decidía por fin a explicar a sus compañeros el porqué de los caminos que habían recorrido. Los túneles fueron construidos en época de Robert Houlfen, el primer Conde de Rostock y abuelo de Ernest. En un principio se hicieron para que la familia pudiera huir y reunirse en el refugio en caso de peligro, aunque no tenían salida al exterior. Una noche, mientras Robert leía en el refugio donde gustaba de recluirse oyó el rumor del agua y ordeno a su constructor de confianza que picara en aquella pared para ver que encontraban. La sorpresa fue mayúscula cuando gran parte de la pared se derrumbo y empezó a entrar agua en el refugio, procedente de un rio subterráneo que acababan de descubrir. A Robert siempre le había entusiasmado la vida subterránea y mando que lo recorrieran, descubriéndose la salida del túnel. Lo demás es fácil de entender, se amplió, se construyeron las escaleras y se oculto la salida en la medida de lo posible, siendo solo posible la abertura desde dentro. Lo del bote ya fue un añadido de Adolph Houlfen, que veía mucho más plausible la huida por mar que a pie o a caballo.

Heller terminó su explicación al mismo tiempo que el guardia liberaba a la embarcación de las cañas que le aprisionaban. Gerhard fue el primero en acercarse a la embarcación, encendiendo con su antorcha los dos fanales con los que contaba el bote, uno a proa y otro a popa. Ernest al mismo tiempo ayudaba a su madre y su hermana a subir a bordo para luego unirse a los esfuerzos de los guardias y Heller para llevar la embarcación hasta el agua. El principio fue costoso pero finalmente los cinco hombres consiguieron introducir la proa en el mar, lo que facilito mucho el trabajo. Con la embarcación ya a flote en la ría subieron todos a bordo para bajo las órdenes de Gerhard, que tomó el papel de comandante, tensar la vela latina y aprovechando el flojo viento del sureste alejarse de la costa.

—¡No se puede negar que Dios está con nosotros!— exclamó el guardia de la maza mientras aseguraba una de las drizas con un doble nudo—. Vientos propicios nos aguardan en nuestra travesía.

—No cantemos victoria. Vela que toca palo, malo— se lamentó Gerhard mientras encaraba el timón hacia la costa contraria—. Este viento es demasiado flojo para mi gusto, esperemos que aguante.

Mientras los guardias, ayudados por Ernest, tomaban el control de la embarcación el resto de la expedición les observaba bajo el palo. Ya con el barco en movimiento llegaba el momento de acomodarse lo mejor posible para la travesía. El Conde de Lubeck ordenó a todos quitarse las armaduras, deshaciéndose de la cota de malla para dar ejemplo, en caso de una caída al mar el peso de la protección era una condena a muerte. Adalia repartió entre los presentes las capas que había recogido del refugio para protegerles del relente además de una manzana roja proveniente de las cocinas, que todos devoraron con ansia. Tras esto Ernest mandó a su madre y su hermana a descansar, cosa que hicieron envueltas en sus capas en el único lugar cubierto del barco, bajo la toldilla, la zona elevada de popa desde donde se dirigía la embarcación. También ordeno a los guardias descansar, pero estos lo hicieron sobre la cubierta, a ambos lados del palo y cubiertos del viento por la batayola.  Gerhard, Heller y Ernest correrían con la primera guardia.

El mar estaba tranquilo y no había trabajo a la vista. Hacía poco que habían virado hacia la salida de la ría, viaje que realizarían pegados a la costa contraria a Rostock para evitar problemas, y les quedaba poco tiempo para terminar su guardia. Así que mientras Gerhard dirigía la embarcación desde la toldilla Ernest y Heller observaban pensativos el mar en la proa. El cura acababa de leer, a la luz del fanal, la carta que Conrado le había entregado a Adalia en el castillo y la cara delataba su sorpresa.

—Esto es algo que debemos poner bajo llave tan pronto como podamos, mi señor. Puede hacer temblar los cimientos del Ducado y del propio Báltico— comentó finalmente Heller.

—No— respondió desafiante Ernest—. No pienso renunciar a lo que es mío. Mi padre puso esta carta en mis manos por algo. Todo empieza a tomar sentido, todas las preocupaciones, mi educación, mi inclusión en el testamento... No voy a renunciar a nada por miedo.

Ernest Houlfen, Conde de Lubeck, se puso de pie. Su cara, iluminada por el fanal, denotaba una franca determinación que Heller no había visto en su vida. Preocupado volvió a observar la carta que tenía en sus manos. La treta de Ulva para distraer a Hahn tomaba de repente un  sentido siniestro. Aquel trozo de papel podía abrir la caja de pandora en el Báltico. Pese a todo si lo que Adolph contaba en aquel documento era verdad no quedaba otra. Ernest era el legítimo Duque y el propio Heller le había prometido a su padre aconsejarlo y ayudarle. Y si el deseo de Adolph era que se desatara una guerra no le quedaba otra que  hacer lo posible por ganarla.



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