Estoy poniendo cacho a cacho la novela en el foro de ogay, así que empezaré a subirla aquí también porque allí no me hacen demasiado caso (está bastante abandonado) Empiezo con una breve reseñilla que se hizo sobre si mismo, y después la primera y segunda entrega.s Iré subiendo más hasta llegar a donde me quedé en ogay.
Buenos días, tardes, noches, el autor
Mi nombre es Joaquín Corominas, 58 años, economista por profesión, escritor por afición y ciego porque no hay más remedio. He escrito varias novelas que, como se suele decir, tendré el gusto de írselas presentando.
La primera de ellas se basa en mis estancias nocturnas en una cervecería del centro de Madrid a donde acudían separadas, separados, divorciadas y algún que otro viuda o viudo. Con mi manhattan en la mano escuché tales fantasmadas por parte de hembras y varones que me decidí a recogerlas por escrito en forma de novela en tono de humor, un tanto ácido, eso sí. Su título es "Tres bragas en el camino de mi azarosa vida".
El segundo libro, cuyo título es "Mirarse en el espejo" contiene tres novelas cortas cuyos personajes reflejan el narcisismo imperante en la actualidad en las personas. Como la anterior, está escrita en tono de humor.
Y más novelas de las que ya les iré hablando.
Capítulo primero: Carnavales (1)
No recuerdo el nombre de aquella cervecería del barrio de Salamanca, ubicada en la calle Príncipe de Vergara casi esquina con Diego de León, en pleno centro de Madrid. El negocio debió quebrar hace mucho tiempo, por lo menos diez años, pues fue hace diez años más o menos cuando intentando un día acercarme a saludar al barman, un tal Ernesto, un profesional de la barra de primera clase, comprobé con desagrado que ya no existía la cervecería en cuestión. En su lugar habían abierto una juguetería especializada en todo tipo de maquetas de barcos y aviones.
Tampoco creo que alguien recuerde hoy en día el nombre de aquel local que se mantuvo abierto escasamente dos años y que solo conocíamos unos cuantos, un público selecto de degustadores de cerveza, pues la variedad y calidad de la cerveza que daban allí era extraordinaria. Aparte de la de barril, exquisita, cervezas españolas de botellín las tenían todas, de las marcas alemanas y holandesas pocas eran las que faltaban y, por haber, había marcas hasta de Portugal y Grecia, países que tradicionalmente fabrican una cerveza más bien pésima. Cuando alguien pedía una marca que no tenían, hecho insólito y seguramente malintencionado, el que mandaba allí, el barman, Ernesto, un curioso personaje de unos cincuenta años, pelo blanco, delgado de cuerpo, uno de esos de los que saben llevar la chaquetilla con elegancia suma, Ernesto un tipo afable y educado donde los haya, siempre en su sitio, entonces, cuando este hecho lamentable ocurría digo, sentíase cogido en falta y tan avergonzado del fallo cometido que enrojecía hasta las orejas y luego, al decir "Señor, lo siento, esa marca no la trabajamos", notábasele la voz quebrada por la emoción de la culpa. Y al cabo de unos días, la marca de marras aparecía incluida en el repertorio ofrecido por el establecimiento.
Por aquel entonces (comienzos de los años ochenta, época en la que sucedió lo que me dispongo a relatar), no pasaban dos días seguidos sin que me diera una vuelta por allí a última hora, generalmente después de cenar y con la sana intención de mantener agradable conversación con alguno de los parroquianos habituales del local. No era difícil hacer amigos al poco tiempo de aparecer por allí, unas amistades más bien vanales, claro está, pues no podía esperarse más de ese tipo de relaciones que pasar un rato agradable. Y nadie lo esperaba ni nadie lo pedía.
El negocio permanecía cerrado durante toda la mañana y sólo se abría pasadas las siete de la tarde, justo a esa hora en que la enorme tribu de gente talluda soltera, separada o divorciada sale del trabajo planteándose el terrible dilema de qué hacer hasta la hora de recogerse en el hogar, unos hogares que se sienten vacíos, plenos de soledad, en donde falta el elemento opuesto y complementario del hombre o de la mujer. Falta la pareja, quizás porque nunca hubo la tal pareja, o quizás también porque sí la hubo un día y luego no pudo ser y ya no la hubo más. Solteros, separados y divorciados, ese era el tipo de gente que iba por allí. Y esta gente no pide mucho, nada más que un poco de conversación y un poco de calor humano.
Solía pasarme por la cervecería a eso de las once de la noche y permanecía acodado en la barra un par de horas (a veces algo más), hasta que me retiraba a la vecina casa de mi madre donde estaba recogido desde mi separación de María, de María mi mujer. En ocasiones, sin embargo, cuando la conversación se animaba o la compañía era interesante, entonces digo, me estaba allí en la barra hasta altas horas de la noche paladeando buena cerveza o disfrutando de un rico manhatan. El trasnochar lo lamentaba luego, al día siguiente, cuando en la oficina había de luchar contra el sueño que me vencía sin remedio.
He dicho que María y yo nos habíamos separado y, para ser exactos, en honor a la verdad, había sido ella la que se había separado de mí y no yo de ella. Conoció a alguien y se enamoró de ese alguien al que nunca conocí yo. O se creyó enamorada. Y el caso inexplicable para mí aún hoy, es que el que tuvo que irse de casa fui yo. Así fue. María se quedó con los niños, con el piso, con los discos, con la televisión y con todo. Y yo me fui, primero a un apartamento cutre y, luego, pasados unos meses, derrotado, me situé en casa de mi madre al lado de la cervecería famosa. Así fue, así fueron las cosas y aún hoy no lo acabo de entender.
Cuando me separé de María, es decir, inmediatamente después de la ruptura, me encontraba disponible a todas las horas del día y de la noche. El salir a la calle se convirtió para mí en una necesidad vital. No pasó mucho tiempo sin que me uniera a otros que se hallaban en mi misma situación, otros que como yo estaban disponibles para todo a cualquier hora diurna o nocturna. De modo que comencé a llevar una vida maldita de continuas salidas y de un no parar en casa. Noche tras noche me lanzaba a la calle, el asunto era no pensar, no pensar, aunque pensaba, constantemente pensaba. Pensaba en María, en los niños y en aquel hijo puta que me la había quitado. Pensaba constantemente en María mi mujer (mi mujer que ya no era mi mujer), y también intentaba comprender por qué las cosas habían tenido que suceder como habían sucedido. Me sorprendía haciéndome preguntas como esta:
"¿Qué estarán haciendo ahora los niños? ¿Estarán cenando, o a punto de salir de la bañera?
Porque todas las tardes María y yo disfrutábamos un rato con ellos en el baño siendo éste un momento de risas y de jaleo, de vida familiar a tope.
En general, he observado que los separados y divorciados pueden ser clasificados en dos grandes grupos: los enloquecidos y los tristes. Los enloquecidos no paran quietos en un mismo sitio un instante, mientras que los tristes se lo pasan en grande hablando continuamente de su exmujer. Nada más dejar mi casa, cuando alquilé el apartamento, pasé a integrarme en el grupo de los enloquecidos, pero luego, cuando me trasladé a casa de mi madre pertenecía ya al pelotón de los tristes. Fue entonces (después de un año de separación), cuando tuve la suerte de escuchar una conversación entre dos tipos a los que nunca antes había visto, una conversación que me impresionó sobremanera y cuyo efecto fue cambiar por completo el rumbo de mi vida.
-¿Llueve mucho, señor? -fue el agudo comentario del inteligente y uniformado portero.
Ya en el interior de la cervecería, le entregué el abrigo al barrigudo personaje observando cómo se alejaba en dirección al guardarropa. Avancé hacia la barra. La decoración era perfectamente clásica para un pub o una cervecería de postín como era aquella: a la derecha, se situaban unas cuantas mesitas bajas mientras que la barrase ubicaba a la izquierda. En las paredes, colgaban fotografías ampliadas a gran tamaño de escenas de cervecerías y tabernas alemanas o austríacas, fotografías en las que se inmortalizaban grupos de señores gordos, de escaso pelo, en actitud risueña y con enormes jarras de cerveza en la mano. La barra, de madera de pino envejecido, larga y ancha, se hallaba intensamente iluminada por una serie de focos de luz disimulados en el techo. Era la barra el lugar más alegre del local, espacio muy a propósito para la charla, para la conversación divertida propia de los amigos que simplemente desean pasar un buen rato. Aquí, en la ruidosa barra, el secreteo y la confidencia se hacen difíciles, el ronroneo de los amantes, imposible.
Esa noche el establecimiento estaba lleno. Probablemente el frío y la lluvia tenían mucho que ver en ello. Incluso las mesitas bajas se hallaban al completo. Se trataba de gente ruidosa, gente de risotada y aspaviento formando alegres grupos escandalosos. También se veían algunas parejas de enamorados más atentas al arrumaco que a la conversación de altura. En la barra, no cabía ni un alma más.
Ernesto, el amable barman, al ver a uno de los clientes habituales esforzándose por conseguir un hueco, hízome muda seña para que me situara a la espera en el lugar que el suponía iba a quedarse libre pronto, y, en efecto, no habiendo pasado ni un minuto, pude comprobar las dotes de observación de aquel hombre: el joven que estaba allí apalancado en el lugar que me indicaba Ernesto, pagó lo que hubiera tomado y se largó inmediatamente. Ocupé su puesto con ágil salto, atento a que ningún otro se me adelantara.
-Gracias, Ernesto -dije, apreciando el favor que acababan de hacerme en lo que valía, en lo que valía que no era poco dado el número de los que allí aguardaban su oportunidad.
-¿Viene usted del centro? -preguntó Ernesto-. ¿Mucha gente en la Plaza Mayor?
Las facultades adivinatorias del barman eran extraordinarias y siempre que hacía alarde de ellas lograba sorprenderme.
-Sí, muchísima -informé-. Pero oiga... Ernesto -no pude evitar interrogarle, me picaba la curiosidad fuertemente-, ¿cómo sabe usted que vengo del centro, de la Plaza Mayor? Efectivamente, vengo del carnaval, pero se me escapa cómo lo ha sabido usted. ¿Cómo logra saber las cosas, cómo lo hace?
-Es por la nariz postiza que lleva, señor -contestó el barman sin que se le alterase ni un solo músculo de la cara.
-¡Cielos! -exclamé.
Era la segunda vez en menos de dos horas que me recordaban la existencia de aquel postizo sobre mi nariz haciéndome sentir ridículo por ello. La primera vez había sido Lola, mi vieja amiga con la que me había topado bailando en la calle, metidos ambos en plena juerga carnavalesca. Lola me había señalado lo absurdo y estrafalario que resulta una nariz postiza en un hombre talludo. Ahora, Ernesto me señalaba el hecho de que lucir una tal nariz no era adecuado al lugar donde me hallaba, un local serio, con estilo, lejos su espíritu de la chabacanería popular.
-¡Qué vergüenza! -gemí escondiendo con rápido gesto la nariz en el bolsillo derecho de la chaqueta.
-Ninguna vergüenza, señor, estamos en carnavales -fue la consoladora respuesta de Ernesto. Y es que Ernesto siempre tenía la respuesta adecuada a la ocasión, siempre educado y correcto. Jamás se permitía el tuteo en el trato con el cliente y, en verdad, me gustaba la forma en que aquel hombre practicaba su oficio, a la antigua con respeto, como debe ser. Luego, en el mismo tono, sin aspavientos, con ligero acento de interés, quiso saber-: ¿El Aguila como siempre, señor?
-Sí. El Aguila -repliqué.
Esta marca era y es mi favorita, no soy de esos que prefieren por sistema productos provenientes del extranjero.
-Es la que más me gusta -insistí con orgullo español.
-Hace usted bien, señor, es muy buena -observó el barman-. Para mi gusto, no tiene nada que envidiar a ninguna otra marca, ni a las alemanas tampoco -recalcó Ernesto.
Con este comentario de fervor patriótico, aumentaba aún más la estima que le tenía. Este Ernesto no era nada tonto, no era tonto en absoluto. Y digo esto, no sólo por el amor que manifestaba a su país (cosa que me conmovía en lo más hondo, como es natural, claro está), sino que me parecía que era de esos que saben meter coba al cliente sin que se note demasiado. O aún notándolo, jamás llegan a darnos la impresión de servilismo. En suma, un auténtico profesional de la chaquetilla.
Se alejó un poco más allá, un par de metros, hacia donde se sitúa el grifo del barril del Aguila. Observé su modo de servir la cerveza. Dejaba que se llenara la jarra hasta derramarse la espuma por los bordes, para, luego, con rápido movimiento de muñeca, deslizar una especie de espátula plana por la boca del recipiente eliminando así el sobrante.
"La espuma justa", pensé con admiración. "Es formidable este Ernesto".
El barman colocó la jarra de cerveza delante de mí sobre la barra, acompañada de unas patatitas fritas puestas en pequeño cuenco de barro rojo vidriado, detalle de la casa. Levantando la jarra, me dispuse a echarle un trago. Tenía sed y deseos de tranquilidad, tranquilidad que no sé por qué tengo asociada con el hecho de tomarme una cerveza y fumarme un cigarrillo.
En ese momento, un tipo bajito situado a mi derecha y que me daba la espalda, retrocedió un paso, quizás presionado por el tumulto de parroquianos ansiosos agolpados en torno, y, golpeándome el brazo con que sostenía la jarra en el aire, me puso perdido de cerveza de arriba a abajo.
-¡Oiga! -exclamé irritado.
-Usted perdone -se disculpó dándose al tiempo la vuelta para poder mirarme de frente, la preocupación reflejada en el rostro-. Es toda esta gente que empuja...-añadió.
-Ya, ya -acepté, esbozando una sonrisa tranquilizadora-. Ya veo. Esto parece hoy el Corte Inglés.
-¡Y que lo diga! -confirmó en tono cordial el otro, en ese tono del compañero de barra-. Aquí no cabe un alfiler.
Se dio la vuelta quedándose de espaldas a mí y dando por terminada la disculpa. Charlaba con un tipo que me observaba mientras el bajito había estado hablando conmigo. Mantenían entre ellos animada conversación. Yo no conocía ni al uno ni al otro. Al volverse, oí que el que me había empujado le decía a su amigo:
-Eso es imposible, a nadie le pasa eso. No entiendo cómo puedes decir que a ti las tías nada de nada. Yo en tu lugar, me preocuparía por ello. Y me preocuparía mucho.
-Nada de eso -dijo el otro-. No tengo por qué preocuparme de nada. Eso es lo mejor que le puede ocurrir a uno, es la situación ideal, no lo dudes. De las mujeres hay que saber prescindir o te vuelven loco. Y yo sé prescindir. ¡Vaya! ¡Perfectamente!
Me sentía inclinado a darle la razón a aquel individuo pero me abstuve de hacer comentarios. Luego, ya no les presté más atención.
Afortunadamente, pese a la cerveza derramada, aún quedaba en la jarra más que suficiente para calmar la sed. La jarra era una de esas grandes, de las de un tercio de litro, y yo había resistido el embite con entereza logrando salvar la mayor parte de su precioso contenido. La chaqueta y el pantalón habían sufrido, eso sí, pero más tarde, mejor dicho al día siguiente ya me preocuparía de si había que mandarla al tinte o no. Con esto de las manchas del alcohol etílico hay un gran lío y nunca se sabe. A veces un poquito de cognac arruina un traje y, otras, un vaso de vino vertido sobre una manga desaparece como por ensalmo. En fin, mi madre ya se ocuparía de lo que hubiera que ocuparse. Sin más demora, me decidí a darme el trago que me merecía.
Efectivamente. Fría y en su punto. Perfecta... Encendí un cigarrillo y esperé. Esperé otro poco. Y aún esperé un poco más. Pero, para mi desgracia, esta vez, la consabida combinación cerveza-cigarrillo no surtió efecto. Y no parecía que la situación fuera a mejorar si pedía unos cacahuetes o unas almendritas. Nada, estaba seguro. Se trataba de una de esas noches tontas en que nos sentimos absurdos, un tanto imbéciles también, algo payasos... No son buenas esas noches, no, no son buenas.
Meditabundo, abstraído, miraba perplejo hacia la pared que tenía delante de mis ojos y, más concretamente, hacia un estante lleno de botellas de todas las marcas inimaginables de whisky y coñac. Y es que esa noche me sentía lleno de vergüenza. A mis treinta y cinco años estaba hecho verdaderamente un fantoche, un payaso auténtico. ¿Quién me mandaría a mí ir como un idiota a bailar la conga al centro de Madrid? A mí, un payaso rodeado de payasos y payasas, separados y separadas comportándonos como jovencitos, como jovencitos tontos y ridículos. ¿Qué dignidad es esa? ¡Dios mío, cuánta tontería!
Estaba irritadísimo. Gloria me había parecido una tonta desde el primer momento que me la presentaron, así que a fin de cuentas, que el cretino de Guillermo se ligara o no a la tal Gloria (no menos cretina que él), la verdad es que eso no me tendría que importar ni lo más mínimo. Y no me importaba. ¿O sí que me importaba? Bueno, pero fuera como fuese, lo de rivalizar con ese Guillermo era algo imbécil por mi parte, realmente imbécil.
Pero lo de Lola era diferente. Eso sí que estaba seguro que me había afectado seriamente. Lola no tenía ninguna relación con la gente que yo había quedado esa noche y el habérmela encontrado en la Plaza Mayor había sido una pura casualidad. Lola era amiga mía desde los quince o dieciséis años y desde que nos habíamos conocido raro era el día en que no nos veíamos o hablábamos por teléfono. Luego, cuando comencé a salir con María, seguí viéndola bastante a menudo aunque menos que antes. Me casé yo primero y ella después con un tal Ricardo, un tipo al que no conocíamos ninguno de los amigos. Poco a poco nos fuimos distanciando. Y cuando un par de horas antes me la había encontrado en la Plaza Mayor bailando la conga, hacía por lo menos tres años que no la veía. Pero tenía noticias de ella a través de un amigo común, Rafael, quien me había contado que Lola estaba separada desde hacía un año, más o menos. Al parecer, Lola habíase liado con uno de sus jefes. Enterado Ricardo por propia confesión de Lola, se fue de la casa dejándola con los niños, con los niños y con todo. Un caso parecido al mío. Aparte de esto, no había vuelto a saber de ella.
Me encontré con mis amigos en la Plaza Mayor, a la hora prevista. Se veían numerosas narices postizas, capas, sombreros, matasuegras, cazús y serpentinas. La mayoría (como yo mismo), se conformaban con el narigudo adorno. Otros, lucían sobre los hombros espléndidas capas rojas o multicolores, mientras que las serpentinas verdes, amarillas, azules, de mil colores, entrelazadas, les caían por la espalda. Algún que otro atrevido varón se ataviaba con traje de luces y estiraba el cuerpo esforzándose por imitar el caminar garboso del torero. Y también los había que, pese al frío y humedad reinantes, se vestían de boxeadores, es decir que iban con el torso desnudo, calzón corto luciendo las piernas al aire. Las más disfrazadas eran las mujeres, cleopatras, griegas y romanas, señoras de época, también muchas venían de arlequín.
Guillermo (el tipo que resultó luego ser mi rival con Gloria y que ella prefirió), ni tan siquiera se había molestado en disfrazarse con esa actitud propia del engreído y seguro de si mismo. Por no preocuparse, no se había preocupado ni de adquirir un cazú, un silbato o un cornetín, nada. Gloria, mi esperanza de amor, aún no había llegado y, cuando por fin se presentó (como siempre la última), mes sorprendió gratamente por lo sencillo del disfraz, un sombrerito tirolés que le sentaba fenómeno, colorete abundante y muchos collarines y pulseras. Muy sencillita. mejor así, sencillita. Situándose a mi lado, me saludó con afectuoso beso. Guillermo vino a hacernos compañía inmediatamente. Era un tiburón aquel tipo, no cabe duda, un listo de los que no pierde ni un minuto.
Hubo risas, luego canciones y más tarde bebimos cerveza y comimos pulpo a la gallega, calamares y patatas bravas en un par de bares cercanos.
De vuelta a la Plaza Mayor donde se congregaba la alegre y divertida muchachada, entonamos nuevas canciones y reímos aún un poco más. Ya entonces, a esas alturas de la noche, era evidente que no tenía nada que hacer con Gloria (con Gloria que se reía ostentosamente al menor comentario de Guillermo). Y él (un seguro de sí mismo), no tardó en darse cuenta de la actitud complacida de ella, de modo que, acercándose, le pasó el brazo por encima de los hombros. Gloria no protestó. Luego la abrazó por la cintura. Tampoco protestó. Y no habían pasado cinco minutos cuando ya la estaba besando frenéticamente. Verdaderamente, cuando uno ve hacer esas cosas a un hombre y a una mujer, o uno es tonto, o si uno no lo es sabe lo que va a pasar. Yo sabía lo que iba a pasar, lo sabía perfectamente. Allí sobraba, estaba de más. y decidí retirarme en cuanto me fuera posible hacerlo sin ser antipático.
Algunos grupos de gente joven comenzaron a bailar la conga y uno de los nuestros propuso que les imitáramos. Así lo hicimos y, formando un largo cordón humano, comenzamos a bailar. A mis treinta y cinco años dando saltitos, resoplando. Todos en hilera cantando:
"La conga, de Jalisco, ahí viene, ahí va...".
Me agarraba a una semidesnuda Cleopatra. Desde mi privilegiada posición, podía observar como le temblaban los generosos glúteos con las sacudidas y el bamboleo de la conga. Pero no éramos unos niños ninguno, nos quedamos sin fuelle en seguida. Hubo que descansar y entonces, Cleopatra me comentó entusiasmada:
-¡Cómo lo estamos pasando!. ¿Verdad?
-Sí, sí -repliqué avergonzado.
Y justo en ese momento apareció Lola, mi amiga. Pasaba a nuestro lado otro grupo de conguistas y de él salió ella corriendo hacia mí.
-¡Sebastián!, ¡Sebastián Grijalbo! -gritaba alegremente-. Cuánto tiempo sin verte!
La aparición de Lola lo cambiaba todo. La noche de carnaval era otra vez la noche de carnaval, la noche de la ilusión. Lola les dijo a los suyos y yo les dije a los míos que siguieran bailando la conga y que les esperaríamos en El Abuelo, un bar cercano a la Plaza Mayor, famoso por sus gambas. Los conguistas aceptaron.
Lola y yo, cogidos de la mano, nos encaminamos hacia El Abuelo. Lola estaba preciosa. Una cinta verde rodeábale el cabello rubio ceniza, mientras que de esa cinta y prendida con grueso alfiler, pendía una pluma de ganso algo deteriorada, una pluma que alzándose por encima de su cabeza, no dejaba de oscilar con los movimientos del andar gracioso de mi amiga. Un par de collares de bolitas de cristal multicolor y algunas pulseras de plata, completaban su sencillo disfraz de india comanche.
Yo no podía apartar los ojos de la plumita de ganso. Ibamos andando y con el continuo bamboleo, al igual que el imán atrae al hierro, así la pluma atraía la vista de todo aquel que pasando a nuestro lado echaba una ojeada a aquella belleza de señora, porque Lola, en honor a la verdad, con pluma y todo, Lola estaba guapa, tan guapísima como siempre.
-Vengo disfrazada de india. -me informó innecesariamente.
A los cinco minutos nos acodábamos en la barra de El Abuelo, una barra en forma de "U" situada en el centro del bar. La iluminación, intensísima, arrancaba destellos y brillos espejeantes a las superficies de acero y plástico de mesas y sillas, mientras que un agradable olor de gambas al ajillo o a la plancha se esparcía por el aire. No, no, El Abuelo no es un lugar romántico. A él, se acude para paladear buena cerveza y deglutir la rica gamba (una gamba increíblemente barata para lo que es la gamba, que ya se sabe a los precios que va). Allí estábamos Lola y yo, y yo contento. Pedimos dos cervezas y una de "ajillo". En el bar no cabía un alma y el ruido era infernal.
"Luego habrá que ir a otro sitio", pensé con cierta preocupación. "No ha sido adecuado elegir éste. Aquí no va a haber manera de... ".
-Me encontré con Rafa hace poco -dijo Lola-. Me contó lo de tu separación y que te has vuelto a casa de tu madre -prosiguió Lola animadamente.
-Sí, así es -repuse, confirmándole a Lola las noticias recibidas.
-Hace ya casi un año, ¿no? -quiso saber.
-Por mayo se cumplirá el año, a finales -dije.
-Yo llevo casi dos desde que Ricardo se fue de casa abandonándome. Me dejó sola con los niños -observó ella.
Decir que Ricardo la había abandonado dejándola sola con los niños, era una forma de presentar los hechos que se prestaba a confusión. Más bien, era poco menos que una mentira. Lola se había liado con uno de sus jefes y, enterado Ricardo, decidió irse de casa al día siguiente. Ricardo no se llevó nada consigo, salvo su propia ropa, algún que otro libro y dos o tres discos. Un caso de separación parecido al mío. Y por eso, aunque los hermosos ojos azules de Lola, inocentes, me inclinaban a a darle la razón en todo, la verdad es que oírle decir aquello de que el marido la había abandonado me pareció, no sólo inexacto, sino signo inequívoco de la caradura extraordinaria de que hacen gala algunas mujeres cuando explican lo que les ha separado de sus maridos. Pero no era esa la noche ni es el momento adecuado para la polémica. Me limité a decir:
-Sí, lo sé.
-¿Por Rafa? -preguntó Lola.
-Sí, por Rafa -contesté yo.
-¡Caramba! -exclamó Lola-. Este Rafa nos mantiene bien informados a todos. Parece "la Gaceta" -puntualizó sacudiendo la cabeza y haciendo oscilar la pluma de india- Y lo tuyo... ¿cómo ha sido?
-Pues... -vacilé antes de contestar, mejor sería no dar detalles-. Ya sabes... que no te entiendes, que un día te lo replanteas todo... En fin, esas cosas... El matrimonio es algo muy complejo, algo que en cualquier momento puede romperse, ya sabes. También influyó la pérdida de libertad que yo estimo más que nada en el mundo. ¿Comprendes, Lola? El matrimonio -observé rematando el agudo comentario-, es un continuo "No hagas esto, no hagas lo otro". En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, Lola.
-Rafa me dijo que es que María te había puesto los cuernos y que por eso te habías ido de casa -comentó girando bruscamente la cabeza para mirarme. La plumita adquirió un mayor ímpetu en la oscilación y estuvo a punto de darme en el ojo-. Creíamos todos que había sido por lo de los cuernos, querido Sebastián, por lo de los cuernos que te puso con aquel fulano -añadió con crudeza innecesaria.
Se requería una explicación por mi parte. Era indudable que el cotilla de Rafael se había ido de la lengua. Desde ese día Rafael no me cae bien como me caía antes. Le guardo cierto rencor, sobre todo, por esa manía que tiene de contar las cosas de manera tan directa y exacta. .
-Pues... -retrasé la respuesta-, sí, la verdad es que sí. Fue por eso.
-Eso es, te puso los cuernos -repitió ella en un tono demasiado alto para mi justo. Estábamos en un bar abarrotado de gente.
-Sí, así es -confirmé.
-Naturalmente -dijo Lola-, Te jodió a más no poder que te pusiera los cuernos. ¿No es así? ¡Te jodió a más no poder! -insistió con ferocidad en tono aún más alto si cabe y meneando la plumita de india de arriba abajo.
-¿Querrías hacer el favor de hablar un poquitín más bajo? -sugerí.
-Tengo que hablar fuerte -justificó Lola-, porque si no, no me podrías oír. Es imposible entenderse con tanto ruido si no se habla alto.
Llegaron las cervezas y la ración de gambas al ajillo interrumpiendo la conversación. Desde hacía un momento, Tenía la impresión de que una chiquita (quizás una estudiante), situada muy cerca de Lola, y que no nos quitaba ojo de encima, tenía la impresión digo de que nos escuchaba fascinada sin perder ripio. Pero no hice caso de esto y, luego, dimos un par de tragos a nuestras respectivas cañas pinchando de paso unas gambitas lo que nos entretuvo breve rato. Quise llevar la conversación hacia temas más agradables y comenté:
-Son estupendas las fiestas de carnaval, ¿no crees, Lola?
-¿Por qué lo dices? -quiso saber.
-Bueno, por lo de los disfraces y eso... Por las cosas divertidas que se hacen -dije. La respuesta, lo reconozco, era un tanto imprecisa.
-¿Lo dices por lo de bailar la conga y salir por ahí, no es eso? -concretó ella.
-Sí, claro -confirmé.
-Pues lo que es a mí -repuso ella al tiempo que pinchaba una gamba-, todo eso de la conga, las serpentinas, los matasuegras y todo eso, el tenerse que divertir por cojones, ¿qué quieres que te diga?, me parece espantoso. La verdad, nunca me han gustado los disfraces y encuentro ridículo que personas mayores se vistan a lo payaso y s atrevan a salir a la calle pintarrajeados como mamarrachos. ¡Esa, es mi opinión! -terminó afirmando con rotundidad.
Y como el gesto que hizo con la cabeza para acompañar la conclusión también fue rotundo, no pudo evitar que la plumita me viniera a parar al ojo izquierdo que, irritado, se puso a llorar instantáneamente.
Intenté reponerme.
-A mí me pasa lo mismo -dije.
Era sincero al decirlo, nunca me gustaron las fiestas de disfraces y si había ido a la Plaza Mayor aquella noche era por estar en la vida como estaba, separado de mi mujer y de mis pobres niños, mis niños a los que sólo veía un fin de semana de cada dos.
-Antes has dicho que son estupendas estas fiestas -recordó Lola, dirigiéndome una mirada de desconfianza-. ¿En qué quedamos, te parecen estupendas o no te parecen estupendas?
-No me gustan, en absoluto. No me gustan nada.
-Luego antes has mentido -fue la conclusión lógica a la que llegó ella. Esperó unos segundos para continuar diciendo-: De todas formas, no me extraña que me mientas. Todo el mundo me miente, últimamente. Y es que todo el mundo miente a todo el mundo. Todos mentimos. La vida, las relaciones humanas en general, son una gran mentira, un puro interés. No te culpo, Sebastián, la vida es un asco, una pura mentira.
Comenzaba a dudar que la noche con Lola fuera algo tan magnífico como había pensado en un principio.
"¡Carajo!", pensé, "¿por qué se me ocurriría decir esa tontería de que me gustan los carnavales? ¡Valiente majadería!"
Me quejé en voz alta.
-Mira Lola, exageras que da gusto -le dije-. No creo que sea para tanto, la verdad, por el hecho de que yo haya dicho... En fin, solo quería ser amable, creía que a ti te gustaban los carnavales y las fiestas. Como vas disfrazada con esa pluma y esos collares y te he visto bailando la conga, supuse que te gustaban este tipo de cosas. Por eso lo dije, nada más que por eso, por ser amable.
Entonces Lola se volvió para mirarme con sus azules ojos.
-O sea, que dijiste que te gustaban los carnavales nada más que porque quieres echarme un polvo esta noche. ¿No es eso? ¿Acaso no se trata de eso?
Eso dijo. Sí, sí, eso fue lo que dijo Lola, que yo quería echarle un polvo. Y lo dijo en tono tan alto que un poco más y lo grita, escuché como alguien, detrás nuestro, una voz masculina, exclamaba:
-¡No me extraña, qué carajo! ¡Está de pecado esa tía!
-Oye Lola yo... -empecé lo que iba a ser una airada protesta.
-¿Qué me vas a decir ahora? -me interrumpió con violencia mal contenida, tremolante la plumita-. ¿Es que no quieres echarme un polvo?
-No, en absoluto -repuse irritadísimo,
-¡Este tío es tonto! -oí que decía la misma voz masculina de antes-. La tenía a punto de caramelo!
-Bueno -intenté rectificar-, la verdad es que no estaría mal eso del polvo... En fin, ahora sí que había metido la pata, la pata hasta el corbejón. Y no había manera de arreglarlo. Lola guardaba silencio. Intentando comerme una gamba, me atraganté y hube de toser repetidamente para evitar ahogarme. Pero Lola no había protestado. Ni me insultó, ni nada por el estilo. ¿Sería posible que Lola quisiera... ? ¿Querría? Sí, sí, había esperanzas de que aquel tipo de detrás no se equivocase. Pudiera ser que Lola estuviera a punto de caramelo.
-Eres un mentiroso de mierda, Sebastián -dijo Lola con suavidad. Estaba triste, decepcionada quizás. Añadió-: -Verdaderamente, todo me da asco, un asco horroroso.
-Nada que hacer -sentenció la voz masculina situada detrás de mi cogote. Se refería a nosotros, no cabía duda. Estábamos causando expectación.
-Perdona Lola -dije arrepentido-. No sé que me pasa últimamente, lo de la separación me tiene trastornado y ya no digo más que tonterías. Perdóname, no me lo tengas en cuenta. Somos amigos desde los quince años... Anda, olvida lo que he dicho -supliqué.
Lola no dijo nada. Entonces yo insistí cariñoso:
-Anda, perdóname y dime qué es lo que te pasa. Estás muy mal, amiga.
-Ya no, ya si que no. -Era otra vez la voz masculina e impertinente del tipo de detrás-, Ahora ya no tiene nada que hacer. Lo acaba de joder bien jodido -dictaminó. Y luego-: ¿No le parece a usted, señorita?.
La estudiante que estaba junto a mí, contestó:
-Por supuesto, lo ha jodido. Es un pardillo. No se puede hacer peor de como lo ha hecho.
-¿Quiere venirse a tomar una cerveza conmigo? Aquí ya no va a pasar nada, se lo aseguro. Vamos a aquella mesa del fondo, se va a quedar libre en un momento -invitó Don Sabelotodo a la chica.
-Encantada, encantada -aceptó ella abandonando el puesto que ocupaba junto a mí en la barra.
-Lo sé -dijo Lola clavando en los míos sus divinos ojos azules, la plumita oscilando-. Somos amigos desde hace tanto tiempo... Quizás sea por eso, por el exceso de confianza que puedo decirte cualquier burrada. He estado muy bruta, ¿no es verdad?
-Más bien sí, pero no te preocupes. Los amigos estamos para eso -observé con galantería.
-¿Estás enfadado? -se interesó Lola.
-No, en absoluto. Para nada. -Perdona.
-No te preocupes más.
-¿De verdad me perdonas? ¡Soy brutísima!
-Claro que sí, no pienses más en eso
-Es que no tenía ningún derecho a llamarte mentiroso...
-No te preocupes.
-De verdad me perdonas
-¡Joder, Lola! Estás más que perdonada. No te preocupes más, ¡haz el favor!
Se produjo una pausa. El tema del perdón habíase agotado. Lola contemplaba meditabunda el vacío plato de gambas al ajillo. Pedí otras dos cervezas, una para mí y otra para ella. Entonces, quiso saber:
-Te fuiste de casa por lo de los cuernos, ¿no es así? Se comentó entre los amigos que María se había portado como una tonta al contarte lo de ese maromo. Pero yo la comprendí perfectamente. Yo hice lo mismo, ¿sabes?. Por eso la entendí tan bien, porque es imposible guardarse una cosa así. Todo el mundo dice que es mejor callárselo y que así no pasa nada, pero a mí, eso, me parecía hacerle una charranada a Ricardo, Ricardo que tan bueno ha sido conmigo siempre. ¿Y a ti qué te parece, Sebastián, es mejor decirlo o no decirlo?
Girándose hacia mí con violento movimiento, la mala fortuna quiso que la odiosa plumita liberándose de la cinta que la sujetaba, saliendo despedida, fuera a golpearme el ojo derecho. El izquierdo ya había probado la plumita hacía un momento.
¡Ay! -exclamé-. ¡Joder con la plumita!
El ojo derecho comenzó a llorar.
-Perdona -se disculpó Lola-. Se ha soltado -explicó mientras se agachaba para recoger la pluma.
-Ya lo he visto que se ha soltado -corroboré en tono agrio-. Llevas toda la noche dándole a la plumita, a esa ridícula plumita...
-Tampoco está mal esa nariz que llevas tú -dijo ella rencorosa-. ¡Esa nariz sí que es ridícula!
Me quité el postizo apéndice narigudo del que me había olvidado por completo guardándomelo en el bolsillo de la chaqueta. Comenzaba a estar harto de la situación, o por mejor decir, lo estaba ya del todo. Lola, por el contrario, se iba animando por momentos. El tema que más le gustaba parecía ser el de su separación.
-Ricardo no me ha perdonado lo de los cuernos -explicó.
-Me duele muchísimo el ojo -le informé.
-Ya -se interesó ella-. Eso no es nada, no tiene importancia. ¡Lo mío sí que es horrible! ¡Horrible!, Han pasado casi dos años y yo noto que aún no me lo ha perdonado. Todavía le duele eso de los cuernos mucho y me guarda rencor. No quiere olvidar lo que pasó.
-Pues me duele muchísimo este ojo -me quejé.
-Pienso que Ricardo tiene motivos más que sobrados para estar enfadado -dijo ella-, pero, la verdad, han pasado más de dos años desde todo eso y dos años debería ser tiempo más que suficiente para que comenzara a olvidar el daño que le hice. Es muy orgulloso, mucho, demasiado... ¡Un imbécil que no sabe perdonar!
Lola iba subiendo la voz a medida que hablaba. Ahora estaba gritando y, francamente, no veía la razón por la que era necesario que todo el bar fuera informado acerca de la personalidad de Ricardo.
-Los hombres -prosiguió Lola, más irritada a cada momento-, sois todos unos machistas de mierda y os portáis como unos cabrones con las mujeres. Porque si hubiera sido al revés, si hubiera sido él el que se hubiera ido con una tía, entonces, todo el mundo seguro que me diría: "Lola, no tiene ninguna importancia y eso lo olvidarás en cuanto pase una temporadita. Piensa en tus hijos Lola, debes olvidar, perdonar, Lola, querida." Sí, eso dirían, seguro. Pero si fuera al revés, si fuera Ricardo quien me hubiera puesto los cuernos a mí, nadie le diría que me perdonara. Porque ya se sabe: si las mujeres ponen los cuernos al marido, son unas putas, pero si es el marido el que pone los cuernos a la mujer, entonces, es que el pobrecito buscaba fuera de casa lo que no le daban dentro. ¡Joder, qué tíos! ¡Machistas! ¡Maricones de mierda!
Lola, ¿por qué negarlo?, jamás se caracterizó por su timidez, el comedimiento y las buenas maneras. Recuerdo que cuando se sacó el carnet de conducir vociferaba en los semáforos como el más experto taxista, llevándosela detenida en una ocasión gloriosa por haber dado un guantazo a un guardia urbano. De verbo ágil, Lola no se cortaba un pelo y, ahora, bufaba y gesticulaba furiosamente, en pie, los codos en la barra de El Abuelo, golpeando el suelo con los tacones, primero con el tacón del pie derecho, después con el izquierdo... Parecía dispuesta a comerse al primero que se atreviera a llevarle la contraria. Me preocupaba la idea de que la gente que nos rodeaba pudiera pensar que yo le había hecho algo a Lola siendo esa la causa de que llevara semejante cabreo.
-¡Por Dios! -supliqué-. ¡No des esas voces! A nadie le importa lo que nos pase a ti o a mí.
-¡Cerdo! -vociferó indignada.
No quedó claro. ¿Se refería a Ricardo o a mí? No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es que el grito fue escuchado en todo el bar Y por si esto fuera poco, añadió:
-¡Todos sois lo mismo! Queréis que las tías se os abran de piernas, pero, eso sí, las de los demás. Las vuestras unas santitas. ¡Dios! ¡Qué mierda! ¡Qué mierda sois todos!
Esta opinión puede admitirse, pero lo que yo no debía consentir es que la expresara a gritos, tal como lo estaba haciendo.
-Un poquito más bajo, por favor -señalé con timidez-. La gente nos mira...
-¿Y qué huevos hacemos aquí los dos, en este cuchitril, mientras nuestros hijos están solos, los pobres? -apuntó, dando un giro inesperado a la conversación y sin hacerme el menor caso en cuanto a la disminución del volumen de la voz-. ¿Y no te avergüenza estar aquí tratando de ligar conmigo mientras tus pequeños te pueden necesitar? ¿Qué me dices a eso? ¡Eh! La pobre María limpiando los culos de tus hijos y tú aquí, como un zángano. Ella guisando, fregando, lavando la ropa, llevando los niños al colegio y tú, mientras, por ahí perdido, intentando, soñando con meter mano a cualquier tía. ¡Qué cabrones sois los tíos! ¡Qué hijos de la gran puta!
-¡Oye tú! -intervine ya sin poder aguantarme-. ¿Y qué me dices de ti? ¡Eh! En este momento el que está lavando culitos y poniendo cenas será Ricardo y no tú, ¡vamos, digo yo!, porque lo que es tú... Aquí, disfrazada de india... ¡Hay que tener cara, vaya si hay que tener cara!
-¿Lo ves? Tú también eres un machista, un inaguantable machista de mierda! -dijo a grandes voces-. ¡Como soy una mujer, una tonta mujer, me corresponde mi casita, ¿no es eso lo que me corresponde, precisamente eso?
Me dio la impresión de que no era "eso" lo que le correspondía, no precisamente "eso". Pero me abstuve de hacer algún comentario. Beligerante, decía Lola:
-¿Es que me tomas por una puta? -dijo.
Estaba clarísimo. Lola pretendía únicamente discutir, discutir por discutir.
-A ver.. -meditaba Lola en voz alta-, a ver... ¿qué hago yo aquí que no estoy cuidando niños? ¿Qué hago yo aquí disfrazada de gilipollas y bailando la conga? A ver... ¿es quizás porque soy una puta? ¿Eh? ¿es que soy una puta por eso? -Los azules ojos de Lola echaban chispas. Bramaba-. ¿Soy o no soy una puta? ¿Qué dices, Sebastián?
-¡Mira, guapita, tú sabrás si eres o no eres una puta! -repliqué irritadísimo. Rabioso, le espeté-: después de lo que le hiciste al pobre Ricardo, al buenazo de Ricardo, vente ahora con esas majaderías feministas...
¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué esta agresividad? ¿Por qué esta violencia?
-¡Tú, como Ricardo -chilló Lola, histérica, el rostro desencajado-, no nos perdonáis a María ni a mí lo que hicimos. ¡No, no lo entenderéis nunca! Os ponéis malos porque os sentís unos... -Se detuvo un instante y luego, alzando la voz aún un poquitín más si es que esto era posible, acabó diciendo a gritos-: ¡Cornudos! ¡Sí, sí, os veis ridículos con los cuernos puestos!
En el bar se hizo un silencio espeso. Alguien dijo, quizás un sordo:
-¿Qué le ha llamado?
y otro le respondió solícito:
-Cornudo, le ha llamado cornudo.
-¿Por qué le ha dicho eso? -se interesó el sordo.
-Ni pajolera idea -contestó el otro con la misma solicitud de antes-. Pero siempre se dice por la misma cosa, ¿no cree usted? -puntualizó al momento tan amable señor.
Se acercaba veloz el camarero. Adivinando lo que iba a pasar, saqué rápidamente la cartera y me precipité a colocar sobre la barra un par de billetes de mil. Por cuatro cervezas y unas gambas al ajillo, ese sería el precio que debería pagarse actualmente, más o menos, pero por aquel entonces esa cantidad era una exageración. Dos mil pesetas sobrepasaba en mucho el precio que debían cobrarnos. El camarero comprendió la intención del gesto. Recogió los dos billetes verdes y fue a situarse al otro extremo de la barra desentendiéndose por completo de nosotros dos.
Con suavidad, empujé a Lola hacia la salida. No opuso resistencia. En la calle, lloviznaba.
Un fuerte golpe en mi brazo derecho con el que sostenía la jarra de cerveza, hizo que otra vez el rubio líquido se desparramara por la barra salpicando la manga de mi chaqueta. Inmediatamente se interrumpieron las meditaciones en las que me hallaba sumido desapareciendo Lola de mi imaginación. Salté hacia atrás como movido por un resorte viendo como la cerveza se escurría peligrosamente desde la bocamanga de la americana hacia el pantalón y el suelo. Milagrosamente, el pantalón se salvó. Era de nuevo el bajito, el inquieto calvo bajito de mi derecha el que, retrocediendo, habíame dado fortísimo empujón con la espalda.
-¡Ya está bien! -exclamé en voz bien fuerte, con tono agrio.
-Perdone, perdone -se apresuró a disculparse el bajito que, dándose la media vuelta, me miraba con aprensión, como recelando.
-Ya van dos veces -dije irritado, contabilizando la ofensa.
-Perdone -repitió el bajito-, no era mi intención, como estoy de espaldas...
-Jamás hace estas cosas con intención -dijo el compañero del bajito, el que hacía poco presumía de poder prescindir de las mujeres sin dificultad. Era este un tipo alto, elegante y fornido-. Es muy mirado mi amigo en serio -añadió-, nunca pone intencionalidad en estas, se lo aseguro, o al menos cuando tira la cerveza de los demás estando de espaldas jamás lo hace adrede. Decir otra cosa sería mentir. mentir descaradamente.
Eché una ojeada al individuo aquel, al alto y elegante. ¿Había choteo? No pude saberlo. Pero ellos eran dos y yo era uno, uno solo y no gran cosa. No fue difícil decidir la estrategia a seguir:
-No se preocupe -dije quitándole importancia al hecho-. Estas cosas son inevitables. Es casi imposible que no ocurran con estas apreturas...
El diligente Ernesto, intervino presuroso facilitándome una nueva jarra de cerveza y pasando un paño seco por encima de la superficie de la barra por donde se había derramado el dorado líquido. Luego, veloz, el barman abandonó la posición que ocupaba detrás de la barra y armándose con una fregona, repasó el suelo junto a mis pies. A los pocos segundos, no quedaba rastro de nada que pudiera dar testimonio de la agresión sufrida por mí. Ernesto era así, eficiente a más no poder. Y la mancha de la bocamanga no era cosa seria y el pantalón, a fin de cuentas, no se había visto afectado. Le dije:
-Ernesto, tráeme unas almendritas, haz el favor. -solicité al barman.
Con esto, el incidente quedó definitivamente zanjado. Los de al lado continuaron su charla y yo volví a sumirme en profunda meditación.
Encendí un cigarrillo, un Winston, mi marca preferida que siempre va conmigo.
Frente a mis ojos, en estanterías colgadas de la pared del otro lado de la barra, se alineaban viejas botellas de whisky y coñac llenas de polvo, botellas de todas las marcas inimaginables. Posé la vista en ellas. Con el pensamiento, regresé junto a Lola.
Al salir de El Abuelo, lloviznaba.
Lola se ajustó la plumita de india en el pelo y yo, por mi parte, me puse la nariz postiza. Los conguistas podían llegar en cualquier momento y nos preparábamos para el baile, para retornar al ambiente de los carnavales.
No nos alejamos mucho, pues habíamos quedado allí con nuestros amigos, ella con los suyos y yo con los míos. Probablemente no tardarían mucho en llegar. Guardábamos silencio mientras esperábamos y, poco a poco, la fina lluvia nos iba empapando. Entonces, cuando me disponía a sugerir que nos refugiáramos en un portal, entonces, Lola, esa mujer a la que todo el mundo supone de tan fuerte carácter, arrancó a llorar con tanta pena que era conmovedor el verla. Y Todavía impresionaba más el observar que la pobre, movida de un sentimiento de vergüenza, disimulaba el doloroso llanto ocultando el rostro tras un pañuelo con el que fingía estarse sonando los mocos de la nariz. Un sollozo que no pudo ahogar me hizo percatar de lo que estaba ocurriendo.
-Vamos, Lola, mujer, no te pongas así -le dije con cariño al tiempo que con mi mano presionaba su hombro intentando animarla.
-Perdona. Soy una tonta -replicó.
-¿Qué tienes? -pregunté.
No contestó, así de primeras. Un instante se mantuvo en silencio y, luego, sin poder callar más, dio rienda suelta a sus sentimientos.
-¿Qué hemos hecho, Sebastián? -dijo entre sollozos-. Hemos arruinado nuestras vidas, sí, sí, las hemos arruinado del todo. ¡Qué de tonterías se hacen a los treinta años! Se hacen y, después, nada que hacer, no hay ya solución ni manera de arreglarlo. Ricardo y los niños... ¿Cómo es posible que no estemos juntos? ¿Cómo se puede llegar a esta soledad, a esta situación imposible? Los niños me preguntan y no sé qué decirles porque... Muchas veces, me digo a mi misma: "Voy a llamar a Ricardo y le diré que quiero hablarle, que venga a casa. Después, cuando venga, le pediré que se quede, que se esté conmigo y no se vaya, que se quede conmigo y con los niños y no se vaya con su madre". Entonces, Cojo el teléfono y no sé qué pasa. Lo que antes, al amanecer, cuando estaba en la cama protegida por las mantas, me parecía perfectamente posible y sencillo, ahora, en pie ante el teléfono, es algo irrealizable, algo imposible, imposible, de todo punto imposible. Me vuelvo a la cama avergonzada porque jamás me atreveré a hablar con Ricardo de lo que pasó. Porque él no me lo perdonará jamás. Y cuando nos vemos, discutimos la mayoría de las veces y yo, mira, mira Sebastián, yo, yo que le quiero tanto y que no se cómo pedirle que vuelva, yo, ¡tonta de mí!, me lío en discusiones imbéciles y reclamaciones absurdas y no hago sino estropear aún más las cosas. ¡Bien nos hemos jodido la vida, bien! -concluyó al fin, la voz quebrada.
Hubo una pausa. Ella lo había dicho todo, todo lo que sentía. Ahora me correspondía hablar a mí.
-Así es, Lola -corroboré-. No sé qué decirte, Lola. No Sé.
Se me había enronquecido la voz, quizás efecto de la lluvia y el frío.
-Yo me voy a ir -dijo ella-. No pienso esperar ni un minuto más a esa pandilla de majaderos ridículos. Me voy para casa ahora mismo.
Tenía razón Lola, mi amiga Lola. Porque Gloria, Guillermo, las arlequines, Cleopatra y demás, todo aquel grupo, se me figuraba ahora como un grupo de majaderos, de majaderos totales y ridículos. Pensé en María y en los niños. Estarían viendo la televisión, o preparando la cena o... ¿qué harían?
-Yo también me voy -anuncié.
-Ricardo está en casa -me explicó Lola-. Ha venido a cuidar de los niños mientras me venía yo a hacer el payaso con todos estos.
-Yo me voy a casa de mi madre -dije. Y añadí-: En casa de mi madre no está María, ni María ni los niños tampoco.
Encontramos taxi. Al despedirme, al aproximar mi rostro al suyo para depositar en su mejilla el acostumbrado beso, le susurré bajito al oído:
-Que haya suerte, Lola, que tengas mucha suerte con Ricardo.
Y ella, con cariñoso impulso, me abrazó fuertemente y contestó:
-Lo mismo te digo, Sebastián, ¡que ojalá te arregles con María!
Continuaba llorando. Mi querida amiga Lola lloraba, mi querida Lola a la que había conocido de adolescente, casi cuando los dos éramos unos niños.
Ágilmente se subió al taxi y desapareció en la noche de Madrid, en la noche de aquel día húmedo y frío. Se iba a su casa y, quizás, le esperaba una aventura feliz con Ricardo. Y quizás, también, ¿por qué no?, la reconciliación.
Minutos después, ya en la Gran Vía, aún lloviznando, también yo paré un taxi y me subí a él. A mí, era seguro que no me esperaba ninguna aventura, ninguna aventura en ninguna parte.
Sinceramente, no sé a qué esperas para seguir...
A que su padre haga otra entrada en el blog xD
Mi padre me ha mandado 3 entregas más a partir de la última de ogame, así que las iré poniendo.
Thylzos, si vas a seguirlo aquí te pongo una entrada más que a los de ogame ^^
Cita de: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:27
Mi padre me ha mandado 3 entregas más a partir de la última de ogame, así que las iré poniendo.
Thylzos, si vas a seguirlo aquí te pongo una entrada más que a los de ogame ^^
Qué buena gente :'(
Y frente a mis ojos, una hilera de botellas de whisky y coñac.
-Tres bragas, sí -escuché que decía una voz masculina a mi lado-. Tres bragas, sí -insistió la voz-. He dejado tres bragas en el camino de mi azarosa vida, amigo mío, y con tres bragas, te lo aseguro, hay más que suficiente en la vida de un hombre.
Lo de las "tres bragas" despertó mi interés por el mundo que me rodeaba. Dirigí la vista hacia el lugar de donde procedía el curioso comentario. No podía ser otro. La observación había sido hecha por aquel tipo alto y elegante, el acompañante del bajito aficionado a derramar la cerveza ajena, Ahora, adoptaba aires de superioridad. El alto, no el bajito. El alto le estaba explicando la vida al otro. Ya había cazado yo antes alguna frase en la que aquel individuo se había mostrado menospreciativo del trato con as mujeres, rasgo éste, revelador de una personalidad misógina de la que más tarde haría descarada exhibición. Ahora hablaba de tres bragas y afirmaba que tres bragas eran más que suficientes en la vida de un hombre. En fin, eso es más de lo que puede resistir un apático para no pegar el oído a lo que se cuenta. Y yo, como no soy ningún apático, decidí seguir atentamente la conversación de mis vecinos de barra. Animadamente, me dispuse a escuchar. Y es que todo bebedor de cerveza solitario se ha dedicado alguna noche a escuchar con disimulo lo que dicen los de al lado. En estas ocasiones, lo que nos mueve es el puro placer de escuchar y cuanto mayor es el interés de uno por enterarse de lo que dicen los otros, tanto mayor es el mutismo en que uno debe envolverse si no quiere que, apercibido el otro, inmediatamente guarde silencio. Así que uno debe escuchar respetuosamente y no decir ni pío. Y eso es lo que me disponía a hacer yo, cotillear lo que decían aquellos dos tipos.
Entonces, me acodé con firmeza sobre la barra defendiendo la privilegiada posición que ocupaba. Sin aspavientos, procurando no llamar la atención, fijé otra vez la vista en la hilera de botellas que tenía en frente. Quieto como un palo agucé el oído, la vista clavada en la etiqueta de una vieja botella de coñac "Napoleón". Todos debían pensar que continuaba sumido en profunda meditación. Tenía que disimular.
De la ojeada que acababa de dirigirles a aquellos dos no extraje mucha información. El bajito me daba la espalda. Su calvo cráneo era lo más característico en él aparte la costumbre que tenía de recular y tirar la cerveza de los demás. En una barra de bar, era un peligro ese tipo bajito. En cuanto al amigo, el alto, se hallaba situado más allá, vuelto hacia su compañero y, de paso hacia mí también. No sólo era éste un tipo alto y guapo que vestía elegantemente, de los que les gustan a las mujeres, no, también era de esos que poseen un verbo fácil, gesticulantes al hablar y muy persuasivos. Esa noche pretendió convencer al calvo bajito de un imposible. Por lo que le llevaba oído decir, me daba la impresión de que se trataba de un individuo de personalidad más bien estoica. Luego, comprobé que no se trataba de eso. No, no era eso. Para nada.
-¡Ernesto! -llamé al barman con premura-. Un manhatan, por favor.
En estas ocasiones, la bebida larga como el manhatan, se adecua mejor a la situación porque nos permite disimular ampliamente con eso de agitar los hielos y remover con la cucharita. Sorbito a sorbito, aparentando un continuo entretenimiento, la bebida larga nos libera de las molestas interrupciones que supondría el estar renovando la copa a cada poco. Por hábil que sea el camarero, hará una cierta cantidad de ruido al servirnos distrayendo así nuestra atención de lo que interesa. Además, si uno verdaderamente hace larga la bebida larga, entonces, uno se mantiene sobrio fácilmente, Borracho es imposible entender lo que dicen los otros, esto es evidente. Como bebida larga el manhatan resulta bebida larguísima. Es imposible meterse un manhatan de un sorbo y se puede estirar cuanto uno quiera. Y fue por este motivo, para mantenerme sobrio, por lo que le pedí un manhatan a Ernesto.
-... y, mira, Agustín, aunque no sé qué carajo quieres decir con eso de las tres bragas, de lo que sí que no me vas a convencer es de que a ti las mujeres nada de nada. Siempre tuviste fama de ser un ligón de primera, y a todos los amigos nos sorprendió que te casaras. Pero lo cierto es que no aguantaste ni dos años de matrimonio. Así que no me vengas ahora con idioteces. Estoy perfectamente enterado de las juergas que te corrías luego, sí, sí, las juerguecitas de después de la separación. Eran famosas esas juerguecitas, no me lo vas a negar ahora. Y te puedes poner como quieras, todo el mundo se acuerda de la vida que llevabas de separado. Partiditas de golf en el club y juergas luego en los apartamentos de la sierra. ¿Y qué me dices del día que te pillaron escondido en una de las duchas del club con aquella camarera rubia? Sí, sí, lo recuerdas perfectamente, ¡bribón!, la de las tetas gordas, la que te perseguía por todas partes.
El estilo del bajito era vehemente, emocional. También algo soez, deplorable.
-¿Es que piensas que voy a negarte eso? -replicó el otro con voz suave y sin aparente alteración emocional-. En absoluto, nada de eso. Lo que ocurrió con esa camarera, o lo que ocurriera con otras muchas mujeres por aquella época, no tiene nada que ver con lo que te estoy diciendo. Desde hace tiempo soy otro hombre y, si quieres, te explico el por qué.
-¡Cómo que me voy a creer yo lo de la impotencia! -interrumpió el bajito, con irritación manifiesta, levantando un pelín el tono-. ¡Vamos hombre, el pichabrava del grupo, impotente! ¿A quién pretendes engañar?
-No pretendo engañar a nadie, Federico, sino que lo único que intento es poner a tu disposición la clave de la felicidad –contestó el nombrado por el bajito como Agustín. Usaba el tono de voz cargado de paciencia que emplearía un profesor, un profesor con muchos años de ejercicio, con un alumno novato y torpe-. Mira lo que te digo: la impotencia que causa dolor y humillación es la involuntaria, la que el hombre no busca. Yo me refiero, por el contrario, a un estado del espíritu en el que las mujeres se nos muestran como algo no necesario, como algo ajeno a nuestras vidas y que, por tanto, ni buscamos ni necesitamos. Tampoco se trata de hacer de menos a las mujeres, únicamente de alejarlas de nuestra experiencia cotidiana. Se trata de comprender que el hombre y la mujer vivimos en mundos distintos, en mundos que nada tienen que ver el uno con el otro... En último término, uno debe admitir que el contacto con las mujeres en nada le mejora y que para nada le sirve. Y no se trata de machismo. Entiéndelo, Fede. tampoco a la mujer le beneficia en nada el contacto con el hombre, sino que más bien creo que ese contacto la degrada en su espiritualidad femenina. Todos comprendemos que hemos de prescindir de aquello que nos perjudica, de algo que únicamente puede causarnos daño. Hay que olvidarse de que existe la mujer, o mejor, aún sin olvidarlas, no debemos permitir que las mujeres interfieran en nuestras vidas. Renunciemos voluntariamente al contacto con la mujer. Renunciemos a ellas y viviremos tranquilos, felices. Y si tu, Federico, quieres llamar a esto impotencia, puedes hacerlo entendiendo, claro, que se trata de una impotencia de orden espiritual, deseada y voluntaria, en absoluto de impotencia física. En fin, debemos renunciar a las mujeres al igual que los diabéticos deben renunciar al dulce, o como aquellos enfermos cardiacos que se ven obligados a precindir de la sal. Y eso es todo. Esa es la clave de la felicidad del varón.
Así, con esta referencia a la enfermedad y a cómo ser feliz, concluyó el alto su discurso.
-No te entiendo -dijo el que yo ya conocía como Federico-. ¿Y qué coño es eso de la impotencia intelectual? -inquirió entre cabreado y ansioso.
-Está clarísimo, Fede -replicó el otro sin vacilar- ¡Clarísimo! Suprimiendo el deseo desaparece el peligro. Mientras a uno se le levante el pito en la cabeza al ponerse en contacto con las tías, se le hace imposible prescindir de ellas y, consecuentemente, imposible ser feliz. Uno se mete en líos gordísimos y no se tiene ni un minuto de tranquilidad. Medita en ello, amigo mío, medita y no eches en saco roto esto que te digo: a las tías ni saludarlas. Y con el saludo, ya se corre algún peligro. Tenlo en cuenta, Fede.
Hubo una pausa en la que el bajito pareció reflexionar. Probablemente, meditaba sobre la conveniencia de ni siquiera saludar a las mujeres e imaginaba peligros sin cuento en el trato femenil. Ernesto el barman (increíble este hombre), habiéndose percatado de mi intención de espiar la conversación de los dos tipos, respetando mi deseo y no queriendo molestar, aguardó este momento en que los tipos se mantenían en silencio para aproximarme el manhatan que le había solicitado. Ernesto era verdaderamente un experto en los manhatanes. También en los daikiris, pero no alcanzaba en éstos la perfección que en aquellos. En el manhatan no empleaba la fórmula "una parte por cada tres", es decir, no combinaba una parte de ginebra con tres de vermut, sino que utilizaba la más civilizada de "una por cada cuatro". Con ello, se suaviza el sabor alcohólico de la bebida y se carga menos la cabeza. Por lo demás, la ginebra era siempre de calidad (normalmente Gordons o Beefeater), y el vermut siempre Cinzano. y en esto del Cinzano es tan maniático que, presionado por un cliente a que utilizara otra marca a la que estaba acostumbrado, yo le he visto como dejaba que fuera el camarero quien lo preparara, él, jamás hubiera cometido semejante sacrilegio.
-O sea... -Federico habíase tomado su tiempo, pero, al fin, había llegado a alguna conclusión-. O sea... -insistió-. Vamos, Agustín -acabó por decir-, que a ti no se te levanta. ¡Pues vaya!
-No se me levanta cerebralmente hablando, especificó Agustín sin prisa, acentuando más aún el tono de profesor universitario contra alumno torpe.
-Ya, ya, impotencia cerebral -repuso el bajito-. Impotencia cerebral -añadió como si por repetir varias veces la idea en voz alta, le fuera más fácil captarla en la mente. Quizás lo de la impotencia cerebral era un concepto demasiado elevado para un hombre tan vulgar como parecía ser Federico.
-Eso es -confirmó Agustín-. Cerebral.
-Sí, cerebral -repitió Federico bajando algo la voz.
No cabía duda. El tal Federico era un tipo intelectualmente lento
-Sí, eso -insistió Agustín pacientemente-. Cerebral o intelectual, como quieras.
-No se te levanta en el cerebro... ¿no es así? -razonó el bajito.
-Así es -dijo el otro.
-Nunca he oído tontería mayor. ¡Jamás! -se indignó el bajito-. No se te levanta y basta. A veces, tengo entendido, a veces les pasa a los tipos que abusan... Deberías consultarlo con un médico, un psiquiatra o un sexólogo. Hay soluciones... Pero -y retuvo el discurso un segundo-, ¿quién me iba a decir a mí que tú...? ¡Agustín impotente!
Se Produjo otra pausa. El comentario de Federico tenía que doler. Miré de soslayo, disimulando. Comprobé que no me faltaba razón, el bajito había dado duro y certero. Observé al elegante encendido, el rostro como la grana y perdida la figura. Era otro. Volví la mirada rápidamente para fijarla otra vez sobre las botellas de whisky y coñac. No podía permitirme el lujo de cometer errores y que los otros se dieran cuenta de que les estaba escuchando.
-Lo que tú opines o dejes de opinar, ¿sabes?, me importa, a mí, una mierda -informó el alto al bajito.
"Federico le ha dado bien a Agustín, en plena línea de flotación", pensé. "Agustín sólo ha sabido replicar con una grosería de calibre superior"
-No te pongas así, hombre -quitó hierro Federico-. Sé de sobra que se te levanta perfectamente. En el club de golf todo se sabe. Hace tiempo que no voy por allí, pero, ten en cuenta que las casadas cachondas que juegan al golf son las mismas para todos. Y tú, Agustín, entre ellas, me consta, merecías una buena calificación. Siempre te he respetado por ello, y, la verdad, ¿por qué no decirlo?, Hasta en ocasiones te he envidiado. Concretamente...
-Hace tiempo que no vas por el club y por eso... -interrumpió el otro hablando con tranquilidad, aparentemente apaciguado-. Eso era antes, ahora, no soy el mismo. Mira amigo... ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez en el cabrón?
-Sí -dijo el bajito-, muchas veces, pero... ¿en cuál de ellos? El mundo está lleno de cabrones, así que especifica un poco más, por favor, te lo ruego.
-No, no -repuso Agustín-. Me refiero a los maridos de las casadas cachondas, los que sufren los cuernos de las putas de sus mujeres.
"No se habla de otra cosa esta noche", pensé. "Madrid está hoy lleno de cuernos por todas partes".
-Nunca te había oído hablar así, Agustín. Me preocupas -dijo el bajito.
-Te lo he dicho antes, he cambiado, he cambiado por completo -anunció el alto con emoción mal contenida-. He sufrido, ¿sabes?
y dijo lo de "¿sabes?" casi en un gemido.
"Todo el mundo gime y llora hoy", medité por mi cuenta. "La noche no viene buena. no sé que pasa, todos están tristes. Tristes y ridículos".
-Mira, Fede, déjame que te cuente -dijo el impotente cerebral, ya en tono firme-. Amigo, antes te he confesado que tres mujeres han sido la causa de mi reforma espiritual. Ahora quiero contarte lo que pasó con esas tres mujeres.
-Antes no has dicho nada de eso -puntualizó Federico-. No has dicho que hubiera pasado nada con tres mujeres.
-Sí, lo he sugerido, pero da igual, el caso es que...
-La verdad, Agustín, no recuerdo que hayas dicho nada al respecto.
-Bueno, ahora eso da lo mismo. El caso es que...
-¿Cuándo lo has sugerido, o cuándo lo has dicho? Hay que ser precisos -insistió Federico, el bajito, el que tenía la costumbre de derramar cervezas ajenas, Se mostraba ahora como un quisquilloso de primera, hábil en la discusión y de aquellos que conocen los medios oportunos para desesperar al rival dialéctico. Estaba claro que quería sacar de quicio al amigo. Utilizando un símil boxístico, Federico me recordaba a los púgiles llamados fajadores, esos que, arrimando el cuerpo al de su contrincante, golpeándolo en corto constantemente sin concederle un minuto de respiro, acaban por derribarlo sobre la lona del ring.
-¡Bueno, joder! -se enfadó el otro-. Cuando he dicho lo de las tres bragas, lo de las tres bragas, entonces, me refería a tres mujeres que conocí y...
-¿Quieres decir cuando has dicho que habías dejado tres bragas en el camino de tu azarosa vida?
-Sí, ahí fue cuando lo sugerí, precisamente ahí. ¿Qué importancia tiene eso ahora?
-Pues mira, Agustín, querido -la voz de Federico sonaba con retintín-, sí que la tiene. ¡Y mucha! Lo de las tres bragas queda muy bien, da idea de un tío macho castigador de las mujeres y todo eso. Pero, reconocerás que luego vas y dices que eres impotente, impotente cerebral y cosas así... En fin, lo uno no casa con lo otro, me parece a mí. ¿En que quedamos, te las tiraste tú a ellas, o ellas te dejaron en el más espantoso de los ridículos? En estas cosas conviene ser muy exacto en lo que uno dice, porque, de otro modo, decir tanto y más cuanto no es más que dárselas y presumir y presumir...
"Lo acaba de derribar", sentencié. "Tiene más fuerzas y habilidad el pequeño que el grande, ocurre muchas veces."
Nueva pausa. Con esfuerzo sobrehumano sujeté mis ojos y contuve la vista clavada en las botellas de whisky y coñac. Luego, la respuesta de Agustín me sorprendió, máxime, si tenemos en cuenta que la tal respuesta no revelaba el más mínimo nerviosismo, ni siquiera un pequeñito enfado.
-Como quieras ,Fede -dijo-, pero déjame que te cuente lo que pasó. Desde entonces no soy el mismo, necesito explayarme a gusto con alguien.
-Está bien -accedió el fajador-. Cuenta, cuenta...
-Pero haz el favor de no interrumpirme -solicitó el uno.
-No lo haré -prometió el otro-. Descuida, no lo haré.
Di un sorbito al manhatan. Encontrarme con aquellos dos tipos había sido una suerte. Primero mi madre y su perorata, la eterna cantinela; "O te juntas o te separas de una vez, hijo mío, pero así no puedes seguir". Luego lo de Gloria y el cretino de Guillermo. Y para remate, lo de Lola. ¡Vaya noche! Pero ahora, en la cervecería, la conversación de aquellos dos prometía un rato de auténtico entretenimiento.
El alto y el bajito, habían hecho una pequeña pausa. Estuvieron callados justo el tiempo necesario para que Ernesto les sirviera nuevas jarras de cerveza. Fuese el barman. habló Agustín
"La primera braga fue Azucena -explicó-. Me la presentaron el día de mi cumpleaños, el día de mi cuarenta y cinco cumpleaños. Sabes que todos los años desde que me separé de Albertina, organizo una pequeña fiestecita en el apartamento donde vivo. Tú mismo has venido más de una vez. Ya sabes, nada de multitudes, unos cuantos amigos y amigas nada más, lo preciso para que se forme un ambiente agradable. El número es importante, Si son muchos es un alboroto, pero si son pocos resulta un coñazo de reunión. Aquel año vinieron doce personas (lo máximo admisible), pero siete eran tíos y sólo cinco eran tías. Con tanto tío y tan poca tía, con tanta competencia en suma, habría que andarse con pies de plomo y no cometer ni el más ligero error si es que uno quería ligar. Y yo quería ligar, Federico, así que tenía que estar atento. Azucena -prosiguió Agustín ya lanzado-, vino con Carmen, la que trabaja de cajera en la Caja de ahorros de mi barrio. Tú la has visto alguna vez, Fede. Carmen es una chica joven, de unos veintiséis, o cosa así, muy guapa y muy simpática. Una alta, morena... ¿No te acuerdas? ¿No? Bueno, es igual... El caso es que Carmen me presentó a Azucena. Sinceramente, nada más verla, instantáneamente, me sentí atraído por ella. Es morena, de unos treinta años y está muy bien, pero no pienses que fue eso lo que hizo que me impactara de ese modo, tan rápida y tan intensamente. No, lo que me atrajo de ella fue su educación, quiero decir naturalmente, su buena educación. La gente habla a gritos últimamente, ¿no? Pues mira, ella, todo lo contrario. Habla pausadamente y sin hacer aspavientos. Charlando con ella te das cuenta en seguida que estás hablando con alguien de opiniones razonadas, no con una de esas tontas que no paran de reir. Luego me dijo que era abogado, y que trabajaba como asesora legal de una empresa de "leassing". Tú sabes lo que para nosotros los economistas representan los abogados, seres que nos resultan profesional y emocionalmente complementarios, así que no te extrañará que te diga que, a los cinc o minutos estaba loco por ella. ¡Enamoradísimo! Y es que Azucena es el prototipo de mujer con clase, bien vestida y mejor pintada, de inteligencia más que notable, y, eso para mí como para ti, como para todo el mundo, o al menos para todo el mundo de nuestro mundo, es decisivo a la hora de elegir la acompañante ideal. En resumen, no pude menos de enamorarme, como le ocurriría a cualquiera que la hubiera visto aquella noche de mi cumpleaños"
Agustín se detuvo un segundo. Quizás esperaba que el amigo hiciera algún comentario sobre lo que acababa de decir. Y como el otro no hizo la menor observación, continuó con la perorata:
"Le pasó a Azucena conmigo lo que a mí con ella, -dijo-. Según confesaría más tarde en el sentirse atraída hacia mí con fuerza irresistible, tuvieron no poca influencia, la corbata Paco Rabanne y el traje Roberto Verino que llevaba aquella noche. Bueno, la cuestión es que a las dos de la madrugada ya conocíamos cada uno la vida del otro, o para ser exactos, conocíamos cada uno de nosotros de la vida del otro lo que el otro quería que conociésemos. Precisamente, Federico, por esto que te acabo de decir es por lo que nos equivocamos tantas veces, ya que, el otro no es que pueda mentir(que puede, naturalmente que puede), sino que puede omitir de su discurso lo que le interese omitir. O lo que casi es peor, puede adornar el relato. No sé si lo coges, amigo..."
El tono de Agustín que había ido cobrando confianza a medida que avanzaba en el discurso, era ahora de todo punto petulante. Sin embargo, el correoso bajito, ante mi sorpresa, no le interrumpió para exigirle una mayor moderación.
-¿Comprendes lo que quiero decir? -continuó dudando el petulante Agustín-. Pues mira, cuando una persona se niega a hablar de sí misma, el otro, el que la escucha, el que desea conocer y ve cómo se le niega ese conocimiento, irremediablemente acaba por sospechar del otro y desconfiar de él. Ahora fíjate en cómo deben hacerse las cosas. Uno está callado y el otro habla y habla sin parar de sí mismo. No dice mentira, tampoco dice verdad, lo que hace es adornar la realidad poniéndole imaginación, deformándola hasta hacerla irreconocible. Hay que deformar, tergiversar, torcer, y dar así al otro una imagen buena y elevada. Pero claro, esto, como todo en la vida, hay que saber hacerlo y, si no se sabe, mejor no intentarlo. ¿Hay que decir que todo lo de uno es bueno y perfecto? No, no, eso sería un error mayúsculo, un error de principiante. Uno jamás debe actuar de ese modo. De vez en vez, el que adorna debe mencionar algún defecto en la propia personalidad, lamentándolo, imprimiéndole carácter de inevitable y avergonzándose de él. Naturalmente, es obvio que ha de tratarse de un defectillo sin importancia, de esos que casi le resultan graciosos al que los oye nombrar. Por ejemplo, puede decirse: "Estoy lleno de manías. No puedo ver ni un solo plato sucio en la pila sin levantarme a fregarlo". O también, hablando con una fumadora se puede hacer la siguiente observación: "Todas las noches antes de dormir tengo que fumarme un pitillo tumbado en la cama. Sé que es peligroso porque te puedes quedar dormido e incendiar la casa, pero, si no me fumo ese último pitillo del día, no hay manera de que me duerma". La fumadora se quedará encantada. ¿Lo captas, Fede? Son defectos que casi son virtudes para el que los escucha. ¿Lo captas?
Federico no dijo nada. Probablemente lo captaba, pero no dijo nada. Agustín reordenó sus pensamientos:
-Me estoy yendo por las ramas -anunció-. Será mejor que nos centremos en lo de Azucena.
Y así lo hizo:
"Bueno -prosiguió-, pues el caso es que, aquella misma noche, Azucena me confesó lo de su marido. No en un primer momento, no, claro está, dábale excesiva vergüenza. Es natural. Cualquier mujer sentiría lo mismo en situación semejante. A eso de las tres morreábamos en la terraza. Yo ya sabía que estaba casada, me lo había confesado al comienzo de la velada. Como ella dijo:
-No quiero que te llames a engaño y si piensas que las casadas no debemos estar en estos sitios sin nuestros maridos, a tiempo estás de que no sigamos adelante con esto.
Así que me advirtió que estaba casada, Fede -continuó Agustín explicándole a su amigo-, aunque francamente, lo de que estuviera casada le daba más que le quitaba interés al asunto. Además, lo de "seguir adelante con esto" me pareció frase prometedora, casi una invitación a mostrarme más amable y atrevido. Le dije:
-No, en absoluto. No acostumbro a emitir juicios precipitados sobre ningún asunto, y tú, Azucena, tú, querida Azucena, bella flor, tú, me pareces asunto de importancia impresionante.
Estas frases rebuscadas, querido Fede, no siempre nos hacen alcanzar el éxito. He podido comprobar que tratándose de jovencitas, más las espantan que las atraen. En las de más de treinta funcionan con regular eficacia.
Bien, en fin, lo de que tenía marido lo dijo al comenzar la velada, mientras que, para decirme lo otro se esperó hasta las tres de la madrugada cuando ya nuestro amor era un hecho. Me sopló al oído:
-No temas pedirme lo que quieras -dijo.
Y yo le pedí lo que estás imaginando, más como de broma, como si fuera un juego. Luego, me declaré, me declaré como antaño lo hacíamos, Fede, poniendo verdadera pasión en las expresiones de amor que empleé. En todo caso, claramente dejé traslucir que mi amor por ella no disminuiría aunque me concediera su favor más íntimo. Azucena comprendió que se hallaba en presencia de un caballero, un caballero de los de antes.
-Por fin un hombre quiere acostarse conmigo –dijo al tiempo que sus blancos dientecillos clavábanse en mi feliz orejita-. Raimundo, mi marido, no me hace ni caso..
-El matrimonio acaba por convertirse en una aburrida rutina -le informé aún dándome perfecta cuenta de que el comentario no era original, ni mucho menos. Pero... ¡vaya, algo había que decir!
-No me hace ni caso porque no puede -observó Azucena.
-¿Demasiado trabajo? -pregunté con interés.
-No. Es un maricón -explicó ella.
-¿Porque no te toca? -dije pensando en lo brutas que son algunas mujeres cuando hacen comentarios sobre sus maridos.
-No, porque es maricón. Maricón, de maricón -dijo ella con naturalidad.
En fin Federico, al día siguiente, muy tempranito, sin apenas dormir, cogíamos mi coche y nos íbamos rumbo a Alicante, a Benidorm concretamente, donde Azucena tiene un apartamento en primera línea de playa. Yo, Fede, ¿qué quieres que te diga?, iba feliz. La idea de acostarme con ella me tenía entusiasmado".
-¿Es que no te la habías tirado ya esa misma noche en tu casa? -se interesó el bajito interrumpiendo el discurso de su amigo.
-Es que no hubo oportunidad -informó Agustín-. La fiesta duró hasta bien entrado el día y nadie se fue hasta entonces. El apartamento es pequeño (ya lo sabes, has estado en él mil veces), un salón, un dormitorio, cuarto de baño y uno de esos armarios que se abren y dentro está la cocina. No hay más. Tirármela allí no habría sido otra cosa que una pura exhibición ante los amigos, algo nada propio en mí y, menos aún, cuando la mujer me gusta de verdad. Y Azucena me gustaba ciento por ciento. Comenzaba a enamorarme de ella y esas bestialidades no se hacen con las chicas a las que uno quiere de veras -observó en tono serio.
Sin darle al bajito oportunidad para contestar. Tras realizar estas observaciones, Agustín prosiguió el relato de lo sucedido:
"Benidorm, dicen, es la playa de Madrid, pero no está precisamente ahí al lado. Todavía no había cambiado de coche y el "127" tenía ya siete años. No se trataba de quemarlo. Así que no me di prisa y no llegamos hasta eso de las cuatro de la tarde, agobiados de calor y muertos de hambre. Era comienzos de Junio, la temporada de vacaciones aún no estaba en su apogeo y la mayoría de los comercios y restaurantes estaban cerrados. Sin embargo, en el propio edificio del apartamento de Azucena, funcionaba una cafetería a pleno rendimiento en espera de la temporada veraniega, ya próxima. Se trataba de una cafetería (o también podríamos llamarlo restaurante, de las que dan comidas. Fritos, platos combinados y cosas así, en fin, uno de esos establecimientos típicos de playa.
Aparqué el coche en una calle cercana al paseo marítimo, abrí el maletero y recogí el escaso equipaje que llevábamos, un bolso de viaje por cada uno de los dos. En el mío sólo llevaba una muda, el traje de baño y un neceser con el cepillo de dientes, la pasta dentífrica y un peine de carey que me acompaña siempre a todas partes. Supongo que ella llevaría más o menos eso mismo, esto es, sólo lo más necesario para pasar dos o tres días fuera de casa. Porque tres días, como máximo, era el tiempo que duraría el viaje de negocios a Barcelona inventado por Azucena para engañar al marido, al maricón Raimundo. "Ineludible ir a Barcelona, amor mío", decía la nota que le dejó sobre la mesilla de noche al marido, al tal Raimundo, a Raimundo el maricón. Pero la excusa era creíble. Azucena se veía obligada a viajar frecuentemente a Barcelona por motivos de su trabajo, de manera que la nota tranquilizaría al esposo. Eso me dijo. Y el detalle que tenía procurando evitar disgustos al marido, me gustó, me gustó muchísimo por la delicadeza de carácter que descubría. Cuando nos disponíamos a entrar en el edificio de apartamentos, picándome en la nariz el agradable olorcillo a comida que provenía del cercano restaurante y observando, envidioso, como un par de turistas extranjeros, quizás alemanes, paladeaban buena cerveza en una mesita al aire libre, propuse entusiasmado:
-¿Te parece que comamos primero? Tiene buena pinta este sitio.
-Prefiero ducharme antes -dijo ella.
Llamamos al ascensor y subimos al apartamento de Azucena."
Agustín hizo un inciso:
-Si no te importa, Fede, amigo -dijo-, me ahorro la descripción de ese horrible lugar. No es cosa que importe al relato y baste con decir que era como cualquier otro apartamento de playa. Ya sabes, los hay mejores y peores, más grandes o más pequeños, pero a fin de cuentas, todos iguales, funcionalidad pura. Ni un solo adorno, ni un detalle... O cuando existen los tales adornos son de pésimo gusto, tanto que uno se ve obligado a esconderlos en el primer armario. Que venga a mano. Las típicas marinas, los jarroncitos de colorines... Son apartamentos para el verano, no sirven para ninguna otra época. Tampoco se prestan a las largas estancias...
-Puedes ahorrarte la descripción, no sufras -concedió Federico a Agustín con benevolencia. Debía temer una larga y pesada descripción de detalles decorativos. Por este motivo, exoneró a su amigo de toda explicación sobre el particular.
Pero, sin embargo, insistió sobre una cuestión distinta:
-Lo que deseo saber -dijo-, es si te la tiraste ahí mismo o te esperaste a después de comer. Entra en detalles de ese tipo, amigo, y no te vayas por las ramas.
El bajito era un genio. Hablaba directamente, sin circunloquios. Todo el mundo podría entenderlo porque se expresaba sin timideces, con suma claridad. Lo agradecí porque compartía su deseo de que el elegante Agustín concretase y no se perdiera en minucias. El estilo del alto me agradaba, un poco anticuado en la expresión (eso siempre está bien), pero, por contra resultaba algo lenta la transmisión de la idea. Ciertamente, me estaba divirtiendo, divirtiendo gracias aquellos dos.
-No te vayas por las ramas y vete al grano -insistió Federico.
Agustín pareció darse cuenta de lo que queríamos Federico y yo.
"Subimos al apartamento -explicó-, y allí no tuve opción para decidir nada, ni me dejó que se lo pidiera ni nada de eso que parece preceptivo en estos casos. En cuanto cerramos la puerta y estuvimos a solas, lanzose sobre mí comiéndome a besos, abrazándome con furia irresistible, loca la pasión, perdido el juicio. No pude ni aceptar el ataque. Ni siquiera pude responder a las frases de amor que me dirigía atropelladamente. ¡Oh! ¡Qué labios deliciosos! Nos besábamos una y otra vez y ella que se apretaba contra mí con asombroso ímpetu. Desnudándose con celeridad increíble, me arrastraba hacia la cama al tiempo que, con suma habilidad, de paso, iba quitándomelo todo. Llegué al lecho completamente desnudo y allí, Azucena, los duros pechos por delante, me embistió violentamente. Yo abajo, ella arriba, movimiento de vaivén. Ya sabes. Descansado para mí, agotador para ella. No es de esas que chilla y arma la de Dios. Pero sí que respiraba con fuerza jadeante al descender sobre mí, en el momento de máxima penetración."
Hizo una pausa efectista que yo aproveché para darle un sorbo al manhatan. Era emocionante aquella historia. Federico no dijo nada, quizás estaba impresionado. Agustín podía vanagloriarse, muy raras veces se encuentran mujeres así, así, como era esa Azucena. Y él se había portado como un hombre. De eso no cabía duda
"Bueno, Fede -prosiguió Agustín su interrumpido discurso-. tú no eres tonto y yo tampoco. Comprendí que estaba ante una pasional, ante algo serio y extraordinario. Aquello me emocionó. ¡Y pensar que el marido era maricón, que desperdiciaba aquella mujer de campeonato! Esta idea me entristeció un tanto, pero, luego, reflexionando, me di cuenta de que la frialdad del marido sólo podía traducirse en un beneficio para mí, en un beneficio como el de ahora en que Azucena, galopando sobre mí, me provocaba tremendo placer. Terminó ella antes que yo, pero yo tuve orgasmo también cumpliendo a plena satisfacción. Entonces, ella se fue a duchar y yo me quedé en la cama descansando un poco.
Luego la seguí. Me metí en la ducha con ella y, cuando comencé a enjabonarme Azucena salió para secarse. Previamente le había frotado con oloroso jabón espaldas y muslos, pechos también, juegos estos que tanto gustan a las parejas de enamorados. Se mostró encantada y agradecida. Yo estaba feliz, te puedes imaginar. Me daba pena pensar que su marido jamás la tocaba, , ¿sabes?, ¡Jamás la tocaba! ¡Cómo debía sufrir, pobrecita Azucena!
Se fue a vestir permaneciendo yo aún unos minutos secándome bien el cuerpo. Tenía hambre, había echado un buen polvo, ahora iríamos al restaurante... Yo estaba feliz como te digo, completamente feliz.
Pero cuando abandoné el cuarto de baño y entré en el dormitorio, sorprendentemente, encontré que Azucena aún no había comenzado a vestirse. Mas bien, no parecía que esa fuese su intención, En absoluto. Y me dio esa impresión Fede, porque la hallé de hinojos sobre la cama, sí, de hinojos y desnuda como te he dicho, los codos sobre la colcha, el culo en pompa. Lo orientaba en la dirección por la que forzosamente había de producirse mi llegada.
-No te vistes? ¿Se te ha perdido un pendiente? - pregunté con interés.
-Éntrame por detrás, cariño, por favor -demandó con tono premioso.
-¿Por el ano? -dije, dudando por un momento de Azucena y recordando al homosexual marido.
-No hombre, no, entra en la vagina atacando por detrás y agárrate a las tetas, -especificó con amabilidad, aunque, ¿por qué no decirlo?, como exigiendo, como mandando... Era una pasional! ¡Vaya si lo era!
Yo tenía hambre y estaba cansado. No soy como aquel tipo de aquella película, el de "Un hombre y una mujer", ese tipo que se tira a la protagonista una y otra vez después de conducir miles de kilómetros. Ya sé que Madrid no es París, y que Benidorm no es Montecarlo. Lo sé, Federico, lo sé. Tampoco había participado en ninguna carrera de "fórmula uno", pero apenas había dormido. Casi llevaba veinticuatro horas sin dormir. Estaba cansado, lo reconozco, pero ya sabes como soy... Había que cumplir y no lo dudé. Golpeaba yo para delante, golpeaba ella hacia atrás retrocediendo. Cumplí bien. De nuevo terminó ella antes y yo la seguí. Una nueva ducha, ahora más rápida, y al poco rato nos sentábamos en el restaurante de abajo."
Le di otro sorbito al manhatan. Encendí un cigarrillo. Pensé:
"Hay tipos con suerte. Yo nunca he conocido a una Azucena, ni parecida."
"... y el hecho cierto es que se me había quitado el hambre -estaba diciendo el suertudo Agustín-. Azucena tomó un primer plato de arroz de paella, de segundo un chuletón con patatas y de postre nata con nueces. Ella sí tenía apetito. Yo, por mi parte, me conformé con una simple ensalada de berros, no hubiera podido con más. Tomamos café y, luego, viendo el mar ahí, al otro lado del paseo marítimo, azul y tranquilo, propuse nos fuéramos a dar un baño. Azucena aceptó y dijo:
-Sí, vámonos. Sí, un baño en la playa. Aunque el caso es que , no tengo el bañador puesto y tendremos que subir al apartamento un instante.
Llamamos al ascensor y una vez arriba, prefirió dormir. La copiosísima comida que se había atizado, según dijo, le producía modorra irresistible. La idea de dormir, aunque sólo fuera una siesta, tal como ella había insinuado, me entusiasmó. Ya te he dicho que estaba cansado. La cama era de matrimonio. Retiramos la colcha y nos echamos juntos. Como hacía calor Azucena se quedó en sostén y bragas. A mí, sólo pensar en desvestirme, me daba una pereza enorme, de modo que me tumbé sobre la cama vestido como estaba y, a los cinco minutos, dormía como un bebé.
No sé cuanto tiempo transcurrió. De repente, me desperté sobresaltado. Azucena, sin que yo me percatara de ello, desabrochando la bragueta de mi vaquero y levantando, con no menos cuidado, el calzoncillo, había liberado el pene y trabajado con él manualmente hasta ponerlo erecto. Ahora, inclinada sobre mí, chupábalo con gusto.
-¿Qué haces? -pregunté. Y nada más preguntar, la pregunta me pareció imbécil. ¡A la vista estaba lo que estaba haciendo! ¿Cómo no iba a saber yo lo que estaba haciendo? Ella debió pensar lo mismo y quizás por eso prefirió no dar explicaciones sobre lo que hacía limitándose a decir:
-Tumbada no me lo has hecho todavía. Tumbada y por delante. ¡Anda, házmelo por delante!
Y lo decía con mimo. Quitándose las bragas se echó en la cama boca arriba abriendo las piernas. Esperaba, o para ser más exactos, me esperaba a mí."
Nuevo silencio de Agustín. Mi admiración por ese hombre crecía minuto a minuto. Me di cuenta que no eran sólo las cosas que le pasaban. Lo que más me admiraba en él, era cómo las contaba. Lograba que uno se emocionase, que uno adivinara los gestos, las situaciones, los sentimientos, todo, como si uno lo estuviera viendo allí mismo. Además esas escabrosidades, la pasión de la chica, lo que hacían, ¡vaya!, quizás aprendiese algo aquella noche. O quizás, también, , me estaba poniendo cachondo el tipo aquel con esa historia de Azucena. Entre tanto, yo debía seguir disimulando, así que no apartaba la vista de la vieja botella de coñac "Napoleón" que tenía delante. Ni siquiera me volví para echar una ojeada a aquellos dos que me tenían tan entretenido.
-¿Pero cumpliste o no cumpliste? -intervino el bajito impaciente por que el otro continuase con la narración.
Agustín hizo como que no había escuchado la pregunta de Federico:
-Me dejó descansar un buen rato -explicó-. Y luego dimos un largo paseo por la playa.
-¿Pero te la tiraste -interrumpió el bajito. Estaba claro que no pensaba dejar pasar por alto semejante detalle. Yo, me alegré por ello
-¿Qué quieres decir? -intentó escabullirse Agustín.
-Pues, coño!, ¿qué voy a querer decir? -se impacientó Federico.
-Bueno...-la voz de Agustín era insegura-. La mantuve dura, eso sí -puntualizó.
-O sea que fallaste -observó el bajito sin apiadarse.
-¡Hombre! La mantuve dura -protestó el alto-. Ella, disfrutó.
-Pero eso no es -dijo el otro.
-Depende como lo mires. Ella, disfrutó.
-Pero tú no. Reconócelo. -sentenció Federico-. Tú como un poste, nunca mejor dicho, como un poste. Estabas allí, pero como están en los sitios los postes de la luz. . .
El bajito era implacable. No tenía sentimientos.
-Habíamos echado dos hacía menos de una hora y media, o cosa así más o menos -se justificó Agustín. Pero lo hizo sin convicción, y sus palabras sonaron a disculpa.
Tuve la misma sensación que ya había tenido hacía un rato. Me pareció escuchar el ruido sordo que produce un boxeador cuando cae sobre la lona del cuadrilátero. El bajito, ese estupendo fajador, le había dado duro. Tenía esa técnica. Aguantaba hasta que el otro se descuidaba y, entonces, golpeaba duro hasta derribar al contrincante.
Pero ahora, viéndolo en el suelo, vencido, Federico se permitió un gesto caritativo con el amigo.
No te agobies -dijo-. Eso le pasa a todo el mundo. Uno vale, y dos también, pero, tres, tres polvos seguidos, eso es un mito. Nadie puede. Cuando escuches a esos que dicen siete en un día, pregúntales, pregúntales lo siguiente: "¿Con qué intervalo?". Y que te contesten. Luego, insiste y vuelve a preguntar: "¿Y durante cuantos días haces siete?". No sabrán que decir, te lo aseguro. Al menos a ti no se te arrugó, no señor. No, no señor, no se te arrugó.
"Este sí que es un amigo", pensé con emoción, "Primero lo derriba fustigando su vanidad, pero luego, viéndolo caído, le tiende una mano. y le ayuda a recobrar la confianza perdida. ¡Este sí que es un amigo!"
El elegante Agustín, pese a las buenas intenciones de su amigo el bajito, no recuperó el buen ánimo. Cuando tomó la palabra para continuar el relato de su viaje a Benidorm, empleó un tono pesimista, alicaído, un tono de voz tan bajo que pasé serias dificultades para entender lo que decía:
"Dimos un paseo por la playa hasta las diez y media, o quizás hasta las once, no recuerdo exactamente. Estuvo bien. A esas horas del atardecer (y más en esa época, fuera de la temporada alta de turismo), la playa de Benidorm es un sitio agradabilísimo. Caminábamos por la orilla del mar, arremangados los pantalones, mojándonos los pies, mi mano derecha apretando suavemente la suya izquierda... La amaba. Comprendía lo que le había pasado. Esa ansiedad sin límites, ese marido que no la tocaba, que no la miraba siquiera...
Dejamos la playa ya de noche. Habíamos paseado durante casi cuatro horas y yo me sentía la mar de a gusto. El cansancio había desaparecido por completo. No había dormido pero no estaba cansado. Fede, tú sabes que a veces ocurre eso, que pasadas un gran número de horas sin dormir, luego, ya es igual y aguantas lo que te echen.
Regresamos para cenar. Subimos al apartamento para cambiarnos de ropa y ponernos más decentes. Tal como veníamos, llenos de arena y salitre, hubiera sido muy incómodo ir directamente a cenar al restaurante.
En fin, amigo, entonces quiso otro. Empezar por delante y acabar por detrás. Eso dijo. Todavía no lo habíamos hecho así. Y lo hice, negarse habría sido una grosería. Esta vez, para satisfacción mía, pude con ella. También en esta ocasión Azucena se satisfizo primero, pero yo también lo tuve.
Bajamos a cenar. Azucena tomó ensalada, lubina al horno con patatas y, de postre, flan de la casa. Yo, sólo la ensalada. Luego lo quiso hacer otra vez, ahora en la playa a la luz de la Luna. Me mantuve firme, pero nada más. Me gustó la escenificación, el ruido de las olas, la luz del astro nocturno bañando nuestros cuerpos y todo eso, pero del polvo apenas me enteré. Me fatigué mucho, eso sí, me fatigué muchísimo.
A las tres de la madrugada, dormía yo profundamente. Entonces, Azucena me despertó para intentar otro juego:
-¿Te gustaría el sesenta y nueve? -me susurró al oído.
-¡El sesenta y nueve! -me quejé.
Negocié como pude un polvo normal y consintió. Quitose otra vez las bragas. Habíame ya percatado de que lo de andar por ahí sólo con las bragas era en ella una costumbre. Con valor intenté seguirla en sus ardores. Salí con honra del embite, pero ligeramente mareado. Al acabar, me fui a la cocina para beber un litro de agua del grifo, o quizás fuera litro y medio, así, todo seguido, en un afán de reponer líquidos como fuera.
Y dos horas más tarde, cuando noté que Azucena, acercando su cuerpo al mío, manipulaba el pene, sobándolo sin parar y sin conseguir del estropeado instrumento ni la más mínima reacción, asustado, cobardemente, comencé a imitar un suave ronquido, el ronquido del que duerme plácidamente y no quiere ser molestado.
Me respetó no insistiendo en su amorosa demanda. Pero, cuando, a las nueve de la mañana intentó nuevas manipulaciones peniles, no me valió ningún disimulo. El mismo truco no sirve dos veces con la misma persona. Abrí los ojos y la vi, tumbada a mi vera, con el sujetador puesto y sin bragas como siempre, tratando de ejecutar lo que denominó "un agradable polvo mañanero." Mi pene y yo estábamos exhaustos, hartos. Ni mi pene ni yo mismo, deseábamos, en absoluto, aquel "agradable polvo mañanero". A esas horas, lo que nos apetecía, es un café con churros y ninguna otra cosa. El pene estaba irreconocible. De tan pequeñito, era difícil verlo.
Así que decidí retirarme. Renunciar... Le comuniqué de inmediato la decisión tomada, a las claras, y entonces ella, con expresión de asombro en el rostro, rabiosa la mirada, dijo:
-¡Anda, si tú también... ! Si eres como mi marido... , ¡un maricón!, ¡un maricón de mierda!
Fede, amigo -la voz de Agustín se quebraba por la emoción-, es doloroso oír eso, terrible. Me sentía avergonzado, débil físicamente, hundido moralmente roto. Estaba destrozado. la situación era insostenible -prosiguió Agustín-. Me vestí rápidamente y en silencio. Le propuse que regresáramos a Madrid. Rechazó el ofrecimiento. Tumbada sobre la cama, la vista clavada en el techo, el sostén por única ropa... Junto a ella, yacían las juguetonas bragas ahora hechas un montoncito informe, un guiñapito. El cuerpo de Azucena allí sobre el lecho, me pareció el de una ninfa, el de una ninfa insatisfecha e insaciable. Pensé que sus antepasadas de la Grecia Antigua resultarían cándidas y frígidas a su lado. Azucena habría dejado chiquita a Pasifae, la reina de Creta, la que se enamoró del toro blanco. Esa Pasifae hizo que Dédalo, el arquitecto, diseñara y construyera una vaca hueca de madera donde ella se introdujo una noche, desnuda, las piernas encajadas en las del extraño objeto, el cuerpo inclinado hacia adelante, su vagina simulando la de la vaca, engañó al toro gozando así de su amor bestial. Pero el rey Minos, el marido, quedó cornudo, cornudo como aquel pobre Raimundo al que no paraba de insultar Azucena llamándole maricón. También a mí me llamaba maricón ahora... En fin, aquel montoncito azul claro de las bragas de Azucena se me a quedado grabado en la imaginación para siempre. Aún hoy, transcurrido tanto tiempo desde aquel funesto día, el recuerdo de aquella inquieta braga, de aquel montoncito informe azul claro sobre la sábana blanca, me provoca vergüenza, anonada mi espíritu y un escalofrío de terror me recorre la espalda.
Abandoné el apartamento de Azucena con a cabeza gacha. Busqué el "127" y llegué a Madrid al mediodía, humillado, deprimido y, más que nada, terriblemente fatigado."
Agustín guardó silencio. Su historia era un drama, un auténtico drama. Lo compadecí. Lo compadecí, sinceramente. Me dio lástima. ¡Cómo debe de sentirse uno en situación semejante!
(hasta aquí tienen en ogame, esta última la he subido hace un ratito)
¿Qué manía tienen todos en hacer historias con personajes que tienen mi nombre?, es algo que me vengo preguntando desde hace mucho tiempo, como si Agustín sea un nombre común.
En otro orden de cosas, debo suponer que ya estarás contento, me he viciado...
Pues mañana te pongo la siguiente ^^
Cita de: Sandman en 08 de Junio de 2008, 20:15
Pues mañana te pongo la siguiente ^^
Te tomo la palabra.
No te lo aconsejo Sandman, despues no podrás quitártelo de arriba.
Cita de: El tipo en 08 de Junio de 2008, 20:56
No te lo aconsejo Sandman, despues no podrás quitártelo de arriba.
Es culpa tuya, si tuvieses sentido de la responsabilidad y siguieses la historia de vez en cuando no te tendría que molestar X(
Ves?...
Buenisima historia.
me la estaba leyendo en el foro de ogame, y te digo lo mismo que ayi.
Continua rapido ^^:
CAPÍTULO TERCERO
DULCE
Agustín guardó silencio. Su historia era un drama, un auténtico drama. Lo compadecí. Lo compadecí, sinceramente. Me dio lástima. ¡Cómo debe de sentirse uno en situación semejante!
No pude evitarlo y eché una ojeada. Rápida, fugaz, ni medio segundo, el tiempo preciso para contemplar el rostro de aquel hombre maltratado por aquella cruel Azucena. En sus ojos parecía estar a punto de brotar el llanto.
Por mi parte, me lo estaba pasando de primera viéndome como un as del disimulo. ¡La estaba gozando con esos dos!. El manhatan, sorbito a sorbito, estaba ya mediado a esas alturas de la noche.
-¡Bah!, ¡bah! -exclamó Federico-. Bobadas, Agustín, eso no son más que bobadas. Que te encontraste una loba, bien, bien... ¿Qué pasa por ello? En el mundo hay unas cuantas lobas, demasiadas. Esa tal Azucena no es la única que se come a los tíos, ni mucho menos. ¡Bobadas, hombre, eso no son más que bobadas!
-Es que no se movía en absoluto -dijo Agustín.
-¿El qué no se movía en absoluto? -inquirió Federico.
-El pene -repuso el otro-. Se quedó paralizado, completamente inerte.
-¡Pero hombre de Dios! -desesperose el bajito-. ¿Es que no te das cuenta de que tratabas con una enferma? ¡Fuera complejos! Ya decía yo que eso de la impotencia cerebral o intelectual era un camelo que tú te traías. ¡Vaya!. Y francamente, si te basas en esa historia, si ese es el fundamento que tienes para decir que hay que prescindir de la mujer, que ni siquiera se las debe desear y, en fin, toda esa monserga de la impotencia intelectual, esa paja mental que tú te haces, me parece, ¿qué quieres que te diga?, me parece un fundamento pobrísimo para tus teorías. No tienen ningún sentido tus conclusiones, Agustín, perdona que te lo diga. De esa historia de Azucena cualquier otro (cualquiera en su sano juicio), extraería exclusivamente la siguiente conclusión: "Debo prescindir del trato con zorras". Esa es la conclusión lógica, y ninguna otra cosa más. De algo tan concreto como la existencia de una tía zorra, no puede derivarse ninguna norma que afecte al trato que debe darse a las mujeres en general. Ni tampoco se deduce nada acerca de la naturaleza dañina de la fémina. Y es que estás tú como los escritores cristianos famosos del siglo tercero como ese tal Tertuliano o ese Orígenes. Seguro que esos y tantos otros que hablaron en contra de las mujeres, seguro que se habían encontrado con tipas como la Azucena de marras. O parecidas. Les dio por decir que las tías eran poco menos que demonios llegándose a cuestionar si tendrían alma o no la tendrían. Pero mira Agustín, amigo, ahora ya hemos tenido un Sigmund Freud y tipos así, sabemos que algunas mujeres están enfermas y que les gustan los pitos más que a un tonto una tiza. Son la excepción y, por terrible que sea la experiencia de encontrarse con una de esas excepciones, insisto en que , la única conclusión que puede obtenerse es la misma que ya nos decían nuestras madres: "Hijo mío, no te líes con una zorra". Eso nos decían. Lo sabían Tertuliano y Orígenes, lo saben nuestras madres, y lo sabe todo el mundo. Lo que te pasó con esa fulana, no justifica en absoluto todas esas majaderías que dices sobre impotencias cerebrales, intelectuales, impotencias voluntarias y cosas así. Tranquilízate pues, Agustín, y no hablemos más del asunto.
El bajito terminó el entusiástico discurso evidentemente satisfecho de sí mismo (las últimas frases habíanse pronunciado en tono triunfal). Pidió otra cerveza. Le imitó Agustín. Y por mi parte, aprovechando el inciso, terminé el manhatan. Encendí un cigarrillo. Para el renueve de la copa no hacía falta hablar con Ernesto. Bastaba una seña y él entendía. Manteniendo en el aire la vacía copa con la mano izquierda, golpeé el cristal con el dedo índice de la mano derecha repetidas veces. Con la cabeza, Ernesto asintió. Como siempre, el barman había entendido. Muy bien.
Aquellos dos me tenían impresionado con eso de Minos, de Pasifae, lo de Tertuliano y ese otro fulano, ese tal... ¡vaya!, no había logrado retener el nombre de ese individuo. Era algo así como Primero, Fundamento, o algo por el estilo, no podía recordar. ¡Ah! , ¡Orígenes! Eso era, el fulano del siglo tercero se llamaba Orígenes, seguro.
Ernesto atendió primero a mis vecinos y luego, viniéndose a situar delante mío (naturalmente del otro lado de la barra), comenzó la preparación del nuevo manhatan. No me dio palique y casi no se movía. Me pareció demasiado hierático, tanta solemnidad y tanto silencio, tanto quietismo, constituía una actitud rara en aquel hombre cuyo sentido de la eficiencia incluía dirigir unas pocas palabritas al cliente que se disponía a servir.
Hacía rato que venía observándole. Ernesto, en contra de su costumbre de pasear de un lado a otro vigilando qué copas se quedaban vacías, contra su costumbre digo, se había plantado unos dos metros más allá de la pareja de charlatanes y no se movía. Comprendí que él también estaba atento a la conversación de aquellos dos de mi derecha. No solía hacerlo, no lo hacía jamás. Este entretenimiento no se lo permiten los auténticos profesionales de la barra, y Ernesto lo era de primera clase. Pero, en aquella ocasión, era evidente, Ernesto estaba escuchando. Discretamente, sí, pero escuchaba sin perderse ripio.
Algunos parroquianos se habían ido ya (era muy tarde, más de la una de la madrugada, una buena hora para irse a dormir), pero, la mayoría de los que aún apurábamos las últimas copas de la noche en aquella cervecería, curiosamente, nos apiñábamos en la barra mientras que el resto del local se hallaba prácticamente vacío. Observé entonces que el silencio era general y que cualquier cliente situado próximo a la barra (si ese fuera su deseo), podría escuchar perfectamente a esos tipos sin mayores problemas de audición.
(esto en primicia para cientoseis, aparecerá en ogame más tarde)
gracias por la primicia ^^:
:prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey:
Creo haber dejado claro mi opnión.
-Todo eso que dices está muy bien, pero no me convence -tomó la palabra Agustín después de darle un largo trago a la cerveza que tenía delante. El bajito le imitó con la suya, yo le seguí con un sorbito de mi renovado manhatan-. Sí, sí, todo eso está muy bien –prosiguió Agustín-, muy bien, si no hubiera ocurrido lo de Dulce. Sí, también yo me limitaría (sin plantearme ninguna duda), a decir que con no salir con mujeres liberadas (o si lo prefieres, con mujeres ligeritas de cascos, que viene a ser lo mismo), entonces, todo resuelto. Pero es que no se trata de eso, no se trata sólo de prescindir de las
liberadas, se trata de prescindir de todas las mujeres, prescindir de todas ellas -porfió temoso Agustín-. Y ahora, si te parece, Federico, escucha lo que tengo que contarte y luego me dices si tengo razón o no la tengo.
-De acuerdo, soy todo oídos -aceptó el bajito la propuesta de su amigo.
"Pues bien -inició el relato el alto y elegante Agustín-, Dulce era y es una mujer de bandera, o mejor una muchacha de bandera porque, actualmente, no pasará de los veintitrés años de edad y cuando sucedió lo que voy a contarte, tendría apenas veintiuno recién cumpliditos".
-Te estás volviendo mayor, Agustín -apuntó Federico interrumpiéndole-. Ni en los peores momentos de crisis, de enamoramiento feroz, incluso en momentos de profunda depresión nerviosa, jamás he empleado esos términos cursis para referirme a una mujer. Los calificativos como "cariñito", "preciosa", "bomboncito" u otros por el estilo me estomagan. ¡Sí, son estomagantes! Pero si eso de "dulce" lo dices por amor, o si lo dices porque caballerosamente pretendes ocultar el verdadero nombre de la joven (sería una casualidad, pero podría suceder que yo la conociera, tú eres muy aficionado a las camareras y a las criaditas y tú y yo frecuentamos los mismos bares y las mismas casas), en fin, sea por amor, sea por discrección, sea como sea, te ruego prescindas de esas cursilerías. Llámala "X" o dale cualquier nombre imaginario, haz lo que quieras, pero no vuelvas a decir eso de "dulce". ¡Me pone malo!
-Es que se llama Dulce -replicó el alto. -¡Eh! ¿Dulce? -el bajito estaba asombrado-. ¿Qué demonios de nombre es ese de Dulce? No lo he oído en mi vida.
-Dulce Nombre de María -aclaró Agustín.
-¡Ah!, ¡ah! -exclamó Federico, apresurándose a añadir-: Muy bonito, muy bonito nombre.
-Mira, el nombre es lo de menos -se defendió el alto por si acaso-. ¿Qué importancia tiene eso?
-Ninguna, ninguna...
-Pues entonces, déjame seguir y no me interrumpas a cada paso.
-Está bien, continúa tu historia -concedió el bajito al otro.
Agustín ordenó sus ideas. Luego, dijo
"Era morenita, muy bien de formas, con todo lo que hay que tener para alcanzar la cúspide de la belleza femenina. Quizás, si hubiera que buscarle algún defecto, yo diría que las formas aún no estaban hechas del todo no teniendo aún la solidez que adquieren en la mujer de alrededor de treinta años. Pero todo muy durito, muy bien, en la justa medida. Si tuviera que hacer una más ajustada descripción de la espléndida anatomía de Dulce, quizás lo mejor sería establecer un paralelismo entre ese cuerpo magnífico y una fruta tropical, selvática, fresca y jugosa, una fruta aún sin el dulzor de la fruta madura pero ya sabrosa, muy sabrosa. Se trata de una comparación muy utilizada, lo sé, hasta manida, pero en mi opinión se ajusta perfectamente al caso. En cuanto a su personalidad... ".
-¿Cuándo celebra el santo? -quiso saber Federico.
-No lo sé -fue la seca respuesta de Agustín.
-¡Ah! -exclamó el otro-. Debe de celebrarse el día de la virgen de Agosto, el quince.
-Puede ser. No lo sé...
El timbre irritado de voz que empleó Agustín para decir "no lo sé", me hizo temer que la conversación se terminara en ese justo momento. Para mi tranquilidad, el bajito se disculpó presuroso.
-Perdona -dijo-, es que jamás antes había oído ese nombre y me tiene intrigado. Continúa, continúa, no volveré a interrumpirte, lo prometo.
Agustín continuó el relato en el punto donde lo había dejado:
"En cuanto a su personalidad y carácter -dijo-, para un hombre que, como yo, acabara de pasar por la dura prueba y humillación de caer en las garras de una ninfómana como Azucena, la mentalidad limpia y pura de aquella linda niña habría supuesto (como lo supuso para mí), un sentirse renovado, el frescor reconfortante de una suave brisa marina, la posibilidad del reposo espiritual, la liberación de la vergüenza y, sobre todo, la posibilidad de volver a enamorarme. Era la oportunidad de olvidar el oprobio que supuso en mi vida el episodio con Azucena.
La conocí en la Facultad de Económicas, durante una conferencia que di sobre organización de empresas -explicó Agustín-. Me invitaron a dar una conferencia dentro del cursillo de organización de empresas que se hace todos los años. Pagan espléndidamente a los conferenciantes. Concretamente, yo tenía que hablar sobre las ventajas y desventajas del organigrama jerárquico en comparación con el organigrama funcional y, básicamente, informar a los alumnos de cómo la moderna técnica de gestión empresarial denominada "dirección por objetivos" ha venido a eliminar la vieja controversia entre los defensores y detractores de uno y otro organigrama. Fede, no somos muchos los economistas expertos en este interesantísimo problema de gestión empresarial y, menos aún, en España en donde apenas un pequeño grupo nos interesamos por investigar sobre estas importantes cuestiones.
En fin, el caso es que soy amigo del catedrático de la asignatura de Contabilidad General, un tipo que es la mano derecha del decano de la facultad, que me conoce y que le habló de mí al decano. Por eso me llamaron al cursillo, porque como ya te he dicho, soy una autoridad en materia de organigramas, ¿sabes, Federico?, una autoridad mundial.
Federico no dijo nada. De dos cosas, una: o no lo tenía por una tal autoridad científica mundial o no quiso interrumpir otra vez el discurso. Fuese como fuese, Agustín, no le dio tiempo al amigo para confirmar o negar su petulante afirmación. Continuó hablando sin detenerse. Decía:
"... Sí, sí, ciertamente, un coñazo de conferencia que hay que preparar, pero bien pagado, eso sí. Lo que yo no podía imaginar era que también iba a enamorarme. El día de la conferencia comí en la Facultad en compañía de mi amigo y con el decano. Mi amigo es un tipo majete, pero el pelmazo del decano es un individuo de esos felizmente casados que no paran de hablar de la mujer y los hijos. La comida no es muy buena en la Facultad, pero casualmente, había albóndigas de segundo plato y las albóndigas me privan. ¡Qué quieres, me puse morado! ¡Riquísimas! Luego me encontraba pesadísimo. La verdad, no sé qué les pusieron. Entraban bien, pero al digerirlas se hinchaban en el estómago. Me dieron náuseas. Me encontraba fatal y con ganas de vomitar. Pero, en fin, ahorraré detalles sobre este nauseabundo tema.
Después de comer, nos dirigimos al aula donde había de celebrarse el seminario y donde yo tenía que dar la charla. Allí, el calor era de mil pares de demonios. Me sorprendí, mejor dicho, me molestó profundamente que el aula estuviera abarrotada de público, no sólo porque la masa humana aumenta la temperatura ambiente (y ya venía un tanto sofocado), sino porque muchos estudiantes tienen la puta manía de preguntar al final de la conferencia en el turno de ruegos y preguntas, y, cuantos más estudiantes haya, más preguntas hacen. Tienen la absurda esperanza de que se les conteste. Es algo muy desagradable.
Pero vayamos al grano. Dulce estaba allí, en primera fila. Morenita como ya te he dicho, mollar, guapetona, sanota, las piernas cruzadas y con minifalda, en fin, una ricura de chavala. Me fijé en ella, pero, Fede, créeme, no fue ni por lo mollar, ni por lo guapa, ni por lo sana, ni por los poderosos muslos ni nada de eso. La salsa de las albóndigas me repetía en la boca, así que no estaba para dejarme llevar de esa clase de emociones. El cerebro las rechaza de inmediato. Lo que me llamó la atención nada más verla fue lo interesada que parecía estar en lo que yo decía y la manera frenética de tomar apuntes. Ese día no estuve especialmente brillante. Más bien, el recuerdo de las albóndigas me impedía desarrollar el tema con soltura haciéndolo interesante para los allí presentes. Pero ella, como loca, consumía hojas y hojas del grueso bloc de notas que apoyaba sobre el muslo. Mucho me temí que, al acabar, aquella morena minifaldera me freiría a preguntas. Finalizada la charla, me encontraba mareado, al borde del vómito, así que, con cierta aspereza, comuniqué a los alumnos:
"Con estas últimas observaciones, podemos dar por finalizada la conferencia y les ruego que cualquier pregunta que quieran ustedes hacer, la formulen por escrito y se la entreguen al señor decano, aquí presente. Tendré mucho gusto en contestar a todas ellas también por escrito."
(de nuevo, primicia para cientoseis, ahora les pongo la entrega anterior a los de ogame)
Jodeos Ogamers >_<. Por ahora Agustín es el mejor (no influye para nada que sea mi tocayo), espero que tu padre me lo cuide.
bueno ya pase al grupo de los privilegiados que ven antes esta gran novela :D
salu2
muchas gracias, de nuevo, por esta primicia ^^:
Pensé que con eso sería suficiente para desengañarlos. Nadie se interesa seriamente (y menos aún un alumno de la Facultad de Económicas), en saber si los organigramas más fetén son los jerárquicos o los funcionales. Nadie en su sano juicio pregunta en sus ratos libres por estas cosas, a menos claro está, que uno se gane la vida con ellos dando conferencias.
Así, cuando a las dos semanas, más o menos, recibí una gruesa carta remitida por el decano conteniendo las dudas de los estudiantes, mi asombro fue mayúsculo. Y todavía fue mayor cuando comprobé que todas las preguntas las remitía una única persona, una tal Dulce Cueto. Eché un vistazo al contenido de las preguntas. Aquella Dulce quería saberlo todo acerca de los organigramas y lo mismo le daba que fueran jerárquicos o funcionales, lo preguntaba todo. Su ansia de saber era infinita, viciosa. No sólo preguntaba, también pedía bibliografía. Debía tratarse de una aberrada.
Me puse en contacto telefónico con el decano. Conocía a la tal Dulce Cueto teniéndola por una de las mejores alumnas de la Facultad. El decano me dio a entender que no le había gustado que suprimiera el coloquio final de la conferencia. Según dijo, él nunca antes había asistido a una conferencia en la que no hubiera turno de ruegos y preguntas. El turno de ruegos y preguntas es algo que todo el mundo espera que se produzca al final de una conferencia. Le constaba que algunos alumnos habían pretendido preguntar, pero yo, suprimiendo el coloquio, les había impedido el hacerlo. Yo debía entender que era perfectamente comprensible que quedaran dudas sobre el tema, sobretodo, teniendo en cuenta que habiéndose estimado una duración de dos horas, más o menos, yo había sólo consumido un tiempo de veinte minutos escasos. Sí, sí, no le cabía duda sobre este extremo, Veinte minutos, los había medido.
En veinte minutos no se agota un tema como el de los organigramas jerárquicos y funcionales. Eso sí, él reconocía que me había dado prisa en el desarrollo del asunto, pero, de todas maneras, pensaba que me había dejado muchas cosas sin decir. Y que había estado muy poco concreto.
En estas circunstancias, era normal que surgieran dudas, ¿no? Y luego me amenazó. Me dijo que casualmente todavía no había dado la orden al banco con el que trabaja la Facultad para que transfirieran a mi cuenta de la Caja de Ahorros los honorarios que me debían. Un ligero descuido, un descuido fácilmente subsanable si existiera buena voluntad por ambas partes, Sí, eso dijo, le entendí perfectamente: "buena voluntad por ambas partes". Eso fue lo que dijo.
Sí, sí, consideraba muy importante no defraudar las expectativas de una alumna de esas características, sobresaliente en todas las asignaturas. Comprendía que eran muchas preguntas, pero quizás podía resolverse todo por teléfono.
Sí, el padre de esa chica era un personaje importante en el círculo de empresarios, un pez gordo de la Confederación de Organizaciones Empresariales, de hecho era presidente de dicha organización en la Comunidad de Castilla León.
Sí, le daría mi número de teléfono a la señorita Dulce Cueto. ¿De acuerdo? Entonces, todo arreglado. En seguida me llegaría el dinero. No había problema. Ninguno."
Agustín hizo una pequeña pausa para darse un trago de cerveza, Federico ya había repuesto la suya y yo aún estaba empezando el segundo manhatan. La bebida larga tiene sus ventajas. Ellos bebían cerveza confiados, una tras otra y acabarían mal. Yo, escasamente dispondría del tiempo suficiente para acabar el manhatan que tenía delante, el segundo manhatan de la noche. Me Iría a casa perfectamente sobrio. Había que reconocer que últimamente estaba aprendiendo a beber. Sí, desde la separación había adquirido gran experiencia en esto de controlar la bebida alcohólica.
"Pasada una semana desde mi conversación telefónica con el decano -era otra vez Agustín-, al volver a casa al mediodía, me encontré una nota sujeta por un imán a la puerta del frigorífico, lugar éste de intercambio de mensajes con Lurdes, mi joven asistenta. Dependo de esos mensajes pues no paro en el apartamento, pero, ¡gracias a Dios! Lurdes es profesor mercantil y lee y escribe correctamente. ¡Es listísima! Temo perderla algún día cuando encuentre trabajo, aunque, por ahora, si las cosas siguen así en este país, no hay peligro, lo del paro no tiene arreglo.
En fin, Lurdes me había dejado una nota:
"Le ha llamado cuatro veces la señorita Dulce Cueto."
Luego, Lurdes apuntaba un teléfono de siete cifras. No se indicaba ningún prefijo provincial, así que el teléfono era de Madrid. Te confieso, Fede, que en un primer momento, hice repaso mental de los nombres de mis amistades femeninas en busca de una Dulce. Como había recibido el dinero de la conferencia a los cuatro días de mi conversación con el decano, para nada me acordaba del compromiso adquirido con respecto a esa señorita. Aquel día había tenido una mañana regular, de modo que la idea de que una mujer se acordara de mí me reconfortaba fuertemente, La vanidad del corazón humano es inmensa, tú lo sabes, Federico. además, habían pasado más de tres meses desde el asunto de Azucena y me encontraba plenamente repuesto de aquella vergonzosa aventura. Desde entonces no había vuelto a salir con ninguna mujer y ya era hora de rectificar esta actitud uraña.
Del repaso mental no salió nada. Ninguna Dulce aparecía a lo largo de mi vida. Es Dulce un nombre lo suficientemente raro como para que no se le olvide a uno. No es por dármelas, Fede, pero de haber figurado en la nota de Lurdes nombres como Taticia, Carina, Vanesa o Patricia y otros que aún no siendo de mi generación, de haberse tratado de alguno de estos, yo lo habría recordado inmediatamente. Seguro que sí. ¡Perfectamente!. . Pero lo de Dulce era extraño, No lograba recordar a ninguna Dulce. Y no concebía que alguien pudiera tener semejante nombre. Claro que podía ser un error de Lurdes... Nada, nada, no conocía a ninguna Dulce.
Entonces recordé la conversación con el decano, la velada amenaza acerca del talón no transferido aún, viniéndome de súbito a la cabeza el nombre de la estudiante cuyas estúpidas preguntas se contenían en la carta remitida por aquel majadero del decano. Ahora ya tenía el dinero en mi cuenta corriente, pero la posibilidad de que me volvieran a contratar para el año que viene dependía de que dejara satisfecha la curiosidad de esa Dulce. Porque Dulce era precisamente el nombre de la chica interesada en los organigramas jerárquicos y funcionales. Ahora recordaba el nombre perfectamente.
(Pues eso, más primicia xD)
Por fin consigo leerlo sin que me estén molestando ¬¬. Esto se vuelve interesante :wiiiiii:. Cuando puedas, sigue.
sigue, que la cosa pinta bien ^^:
En la mesita de noche del dormitorio, encontré la carta, al fondo del cajón. Sí, Dulce Cueto. Debía ser una enferma mental, una perversa. Nadie se interesa en el tema de los organigramas tanto como para insistir de esa manera obsesiva, primero por carta al decano y luego llamándome por teléfono directamente.
Quizás era de esas estudiantes que preparan tesinas sobre temas que a todo el mundo aburren y que, por consiguiente, se diga lo que se diga, ningún miembro del tribunal encargado de juzgarlas discute. En estos casos, el "cum laude" está asegurado.
Por supuesto, no había mirado para nada las preguntas de la tal Dulce. La carta era gruesa. Por un momento estuve tentado de no hacer ni caso, pero la razón se impuso. Tal como había hablado el decano, si quería que me contrataran en años sucesivos para aquel cursillo, tenía que ser amable con aquella chica. Nunca he despreciado el dinero, Fede, no soy un materialista tampoco, pero creo que un poco de dinero nunca está de más. Cogí el teléfono (lo tengo ahí mismo, sobre la mesita de noche), y marqué el número que venía reflejado en la nota de Lurdes.
Dulce estaba en casa. Le dije la verdad. O la verdad a medias, porque, si bien reconocí que no había preparado las respuestas, lo otro, lo de que había estado ocupadísimo toda la semana no disponiendo ni de un minuto, eso, francamente, era una mentira gordísima. En fin, querido, que considerando mentalmente que esa noche no había quedado con nadie y que siendo miércoles no había ningún programa en la televisión que me apeteciese, quedé con ella a cenar en el Rugantino, en el Rugantino quizás el restaurante italiano mas elegante y caro de Madrid. Reservaría la mesa a mí nombre para eso de las diez, más o menos."
Agustín estaba seco. Se detuvo para darle un largo trago a su cerveza. Federico hizo lo propio. Yo le di un sorbito al manhatan comprobando sorprendido, que me lo había terminado sin enterarme. Ernesto, a una seña mía, me renovó la bebida con celeridad eficiente
"Estoy bebiendo mucho", pensé.
Observé que el barman, requerido por Federico, le servía la que debía ser la cuarta o quinta jarra de cerveza de la noche. Bebía mucho aquel tipo bajito. Discutía bien, las palabras precisas, pero bebía rápido, demasiado rápido. Habría que ver si no acababa borracho. Yo no lo deseaba, en absoluto, porque los excesos en el alcohol indefectiblemente empobrecen las conversaciones de barra, tanto, que acaban por arruinarlas del todo. El único que conservaba su bebida casi intacta era Agustín, de modo que Ernesto no hubo de renovarle la jarra de cerveza.
"A las nueve de la noche estaba arrepentido de haber quedado con Dulce -continuó el alto y elegante Agustín, apagada la sed-. Lo que antes me había parecido hasta casi divertido, una cita a ciegas o algo por el estilo, me daba ahora la sensación de que tenía grandes posibilidades de ser, en realidad, por qué no decirlo, un coñazo mortal. Se podía anular la reserva, claro está. Y tentado estaba de hacerlo. Pero cuando Dulce Cueto se presentase en el Rugantino y viera que le había dado plantón, es seguro que informaría al decano. Y la Facultad no volvería a contratar mis servicios. El dinero no lo es todo, ya sé, pero sí que es algo muy conveniente, ¿sabes, Federico? Sí, muy conveniente. En fin, que a las diez, como un clavo, estaba entrando por la puerta del Rugantino. Y sinceramente, Federico, amigo, ¿qué quieres?, me llevé una sorpresa mayúscula. La reconocí de inmediato. Dulce era la minifaldera de la primera fila, la que tomaba apuntes a cien por hora. En el Rugantino estaba guapísima. ¡Guapísima! ¡De impresión! ¡Jovencísima y guapísima!
Cuando se levantó de la silla para saludarme, la pude contemplar de cuerpo entero, en la plenitud de su vigor físico. Un trajecito corto, muy corto, dejaba ver al que quisiera las dos piernas más bonitas con que jamás me he encontrado, piernas largas, de tobillo fino y muslo aparente, piernas enfundadas en medias negras, medias de liguero, de las que debe usar una mujer. No me gustan los pantis para nada, porque, aparte del incordio que suponen en los momentos del amor desatado, además, le quitan a los femeninos muslos la belleza misteriosa que poseen. Los pantis rompen la tradición estética de la novela romántica y erótica. No, no me gustan nada los pantis. Y en cuanto al escote, generoso, se le adivinaba el canalillo que toda mujer debe poseer y que Dulce lo tenía más que hermoso. ¡Cosa ésta del canalillo, de asombro, en una muchacha! También había algún inconveniente. A Dulce le pasaba lo que les pasa a muchas jovencitas que pretendiendo impresionar a los hombres (a los hombres en su opinión un poquitín mayores), entonces, se disfrazan de algo así como de zorritas prescindiendo de la ropa más que de costumbre y pintándose en exceso. Esto, claro, cuando están lejos las madres que les dieron el ser y que les ponen coto.
(El foro de ogame va tan sumamente lento que ya subiré las dos entradas seguidas otro día)
Eres cruel, subes de a cachos pequeños. Nos das un poquito y luego nos lo quitas despiadadamente. Te odio.
De modo que Dulce que era de Burgos (ciudad en donde vivían su madre y su padre), Dulce que compartía piso en Madrid con otra estudiante de Ponferrada (de su misma edad y de similares gustos), se presentó en el Rugantino tan enseñándolo todo que era un placer el contemplarla. Algunos tipos ñoños únicamente desean rodearse de tías de categoría, de tías con clase. Yo no soy de esos, a mí, Fede, las hembras, cuanto más generosamente enseñen sus encantos mejor que mejor. Por supuesto, siempre que les siente bien lo que lleven puesto encima porque tampoco soy de los que prefieren que las mujeres vayan por ahí desnudas. No, tampoco soy de esos.
El camarero me miraba con evidente envidia. Después de las presentaciones, pedimos la cena. Luego me contó lo de que vivía en Madrid y que era de Burgos. Pese a que ya llevaba tiempo aquí, se sentía un poco perdida todavía en una ciudad tan grande como Madrid. Sus padres confiaban mucho en ella -me explicó-, y por eso la dejaban vivir en un apartamento con su compañera, y no en casa de una tía carnal que vivía en la calle Serrano. A ella no le gustaba esa tía. Los padres tenían unas bodegas en Roa, en donde producía vino de la Ribera del Duero, fincas agrícolas en explotación en Olmedo y alguna que otra en Soria (éstas, algo más pequeñas que las de Olmedo).Tenían vacas, ovejas cerdos y, por tener, tenían una fábrica de harina. El padre era socio mayoritario y presidente ejecutivo de una central lechera de Aranda de Duero y, además, ese señor ostentaba la jefatura de la organización de empresarios de la comunidad de Castilla y León, cargo que ejercía con furibunda energía al decir de la hija.
-Soy, lo que se dice, una niña rica -dijo Dulce sonriendo con aire de timidez-. Hija única, también soy hija única -añadió-. Eso me ha causado algún problema que otro. Desde que mi padre es presidente de la organización de empresarios de Castilla y León, cuando voy por Burgos, noto que algunos chicos se acercan a mí por el interés. Piensan que mi padre les dará trabajo cuando acaben la
carrera.
Dulce y yo continuamos hablando de esas cosas de que habla la gente cuando acaban de ser presentados unos a otros, de temas vanales que se utilizan para romper el hielo del primer momento". Y no me negarás, Fede -observó Agustín interrumpiendo el relato-, que la chica no debía de andar muy desencaminada en eso del interés. . Es cosa corriente que alrededor de las niñas ricas aparezcan una turba de admiradores únicamente con la intención de asegurarse una buena boda, una boda que les permitiría vivir sin dar golpe. Llegados a los postres -prosiguió Agustín tras haberse detenido un instante en sus explicaciones-, me dio por pensar que aparte de las bodegas de la Ribera del Duero, las fincas agrícolas de Olmedo y de Soria, la fábrica de harinas y la central lechera, cosas todas éstas de los padres pero de las que era de suponer que algo habría de heredar Dulce (porque difícilmente sus padres podrían llegar a pulirse todo el patrimonio, por despilfarradores que fuesen), aparte de estas cosas digo, Dulce, por sí misma era una chica sobresaliente, sobresaliente su cerebro de empollona y sobresalientes los magníficos y juveniles pechos.
Sí, eso pensaba yo mientras comía. Y también llamaba mi atención el menú que había pedido Dulce: macarrones con tomate, de primer plato, huevos fritos con patatas de segundo (huevos que se los prepararon por ser yo cliente, una deferencia, nunca he visto a nadie pedir huevos con patatas en Rugantino), y para terminar, de postre, un helado doble de vainilla.
"Un menú un poco infantil", pensé. "Pero ese cuerpazo no tiene nada de infantil."
La empollona me había caído bien desde un primer momento. Era muy graciosa y espontánea hablando, quería saber si era muy complicado el ejercicio libre de la profesión, si era bonito. Sí, sí, eso dijo. "bonito". O quizás era mejor trabajar en una empresa como asalariada. ¿Qué me parecía a mí? ¿Qué consejo podía darle? ¿Se podía vivir bien con el sueldo de un economista? Porque ella, aunque su padre quería que se ocupara de las fincas y de todo eso, el caso es que a ella no le gustaba Burgos, ni salir al campo a ver las fincas, ni nada de eso. Lo que de verdad le gustaría hacer cuando acabara la carrera, era quedarse en Madrid y entrar de meritoria en cualquier empresa, por ejemplo, una compañía de seguros o algo por el estilo. -No te lo aconsejo -le dije-. Vivirás mucho mejor ocupándote de las fincas de tu padre, muchísimo mejor. Y no tendrás que obedecer las órdenes de nadie.
-Pero tú también (habíamos decidido tutearnos desde el principio de la cena, pasadas las presentaciones de rigor), tú también les darás órdenes a muchos y te lo pasarás genial -contestó ella haciendo al tiempo mueca graciosísima con la boca-. A mí me gustaría trabajar contigo. Y eso no quita para que cobrara las rentas del patrimonio familiar –añadió.
En ese preciso instante, al contemplar la juvenil ilusión reflejada en sus ojos dulcísimos y la sonrisa afectuosa con la que hablaba, en ese emocionado instante, fue cuando noté algo, cuando comprendí que en el breve intervalo de tiempo transcurrido entre los macarrones con tomate y el helado de vainilla, Dulce, mi niña, habíase enamorado de mí. Y lo que más me sorprendió, querido Federico, es que yo también me había enamorado de ella. Y asustado por la intensidad de la pasión que sentía, quise huir de ese sentimiento que comenzaba a nacer en mí. Le propuse nos centráramos en el asunto de los organigramas. Entonces ella, con delicioso mohín, rechazó la oferta.
-¿Te gusta bailar? -sugirió Dulce.
-Contigo me entusiasmará, seguro -le repliqué. Me ardían las mejillas.
-Pues vámonos a bailar -dijo ella.
Y mientras Dulce recogía el abrigo del ropero, pagué la cuenta. Salió cara la cena (el Rugantino no es un sitio barato precisamente), pero algo me decía que no me iba a arrepentir.
Al poco, el camarero se acercó a la mesa:
-Su hija le espera fuera, señor -me indicó amablemente.
Le perdoné la metedura de pata. Dulce, mi niña, era tan joven y linda que no era de extrañar que alguien se confundiera en el sentido en que lo había hecho el camarero. Si, sí, había que disculpar a aquel tipo.
La llevé a uno de esos sitios que hay por Malasaña, uno de esos pubs poco iluminados y con una pequeña pista de baile en el centro, música suave, poco público... Bailamos agarradísimos. Entonces, le dije:
-¿De verdad te llamas Dulce? ¿Qué nombre es ese? -pregunté.
-Es el Dulce Nombre de María -contestó-. De la Virgen María
A cada minuto, la quería más. Me volví loco. Nos volvimos locos. Pasadas dos horas de bailoteo, decidimos irnos al día siguiente al Algarve, a un hotel que conozco que está estupendo. Es de lujo, un cinco estrellas. Tiene playa particular y una piscina paradisiaca, algo increíble, Federico, te lo aseguro. Saldríamos por la mañana temprano en avión rumbo a Jerez, y desde allí alquilaríamos un coche. ¡Sería maravilloso!
Estuvimos toda la noche bailando, y luego, ya amanecido, nos fuimos al aeropuerto. Recogimos algo de equipaje, lo imprescindible, primero en el piso de Dulce y luego en el mío. Lurdes pareció extrañarse un tanto al verme en compañía de una joven tan hermosa, pero discreta, no dijo nada. Nos sirvió el desayuno y después nos fuimos para Barajas."
-¿Y por qué carajo no te la tiraste esa misma noche? -inquirió groseramente el bajito interrumpiendo bruscamente el discurso de Agustín.
La pregunta era una tremenda grosería, claro, pero no dejaba de tener su miga, porque, enamorada Dulce, enamorado Agustín, disponiendo de apartamento para el amor, la demora no se entendía. No, no, no se entendía. El bajito (aún con dosis de cerveza en el cuerpo superiores a lo razonablemente admisible), sabía preguntar maravillosamente bien.
-No lo sé -fue la escueta y más bien fría respuesta del otro.
"Sí que lo sabe", pensé.
Tenía a Ernesto delante mío, al otro lado de la barra. Escuchaba atentamente. Observando la emoción que se pintaba en su rostro, supe que el barman también sabía que Agustín lo sabía. El alto y elegante Agustín había mentido.
A esas alturas de la noche, la barra había ido perdiendo parroquianos a gran velocidad. No quedaríamos más de cinco o seis personas, aparte de Federico y Agustín. Tuve la impresión de que, ahora, no sólo Ernesto y yo nos interesábamos en la historia de aquel hombre, sino que era toda la barra la que estaba interesada. Y es que el silencio se iba espesando alrededor del alto y el bajito quienes, sin embargo, ni uno ni otro parecían darse cuenta de la expectación que estaban provocando en los demás.
Agustín esperó un tiempo antes de continuar, un tiempo que por lo excesivo que resultó, anunciaba la tragedia:
"El avión salía a las diez y media de la mañana -dijo-, pero no nos embarcamos hasta las doce. Problemas técnicos del aeropuerto, sin especificar. Llegamos a Jerez como a eso de la una y media. Comimos allí mismo en la cafetería del aeropuerto, dos raciones de pescadito frito surtido y helado de vainilla. Luego, alquilamos un coche y salimos para Portugal.
Llegamos a la recepción del hotel a eso de las seis. La luz del sol empezaba a declinar. Dejamos el equipaje en la habitación (una habitación espaciosa y limpia en la cuarta planta, con amplia terraza y vistas al mar), y bajamos a darnos un baño a la piscina maravillosa.
Estábamos a finales de Octubre y en Madrid hacía frío. En el Algarve, no lo hacía. Dulce, nada más ver aquel agua transparente, de tonos rosáceos (efecto óptico provocado por estar el fondo y las paredes pintadas de rosa salmón), me comunicó el inmenso deseo que tenía de nadar en ella. Sinceramente, a mí no me apetecía nada. En el Algarve, en esa época del año no hace frío, pero tampoco hace calor. La temperatura es buena , para pasear, incluso para tomar el sol en traje de baño en el hueco del día, pero, bañarse, meterse en el agua helada de una piscina, eso no, eso sí que no lo pide el cuerpo. Pero Dulce, mi niña, sí que lo quería, quería bañarse. De modo que bajé con ella a la piscina rosa. El aire era más bien fresco. Me temía lo peor. En fin, Federico, amigo, no sé si te he dicho alguna vez que tengo una gran facilidad para coger frío en mis partes, bueno, para la prostatitis. No tiene importancia, ¿sabes?, pero es incomodísimo. Por ejemplo, en el Cantábrico, no me puedo bañar ni en verano y si un día voy y me lanzo, pues entonces, pastilla viene y pastilla va. O si no, a levantarse a hacer pis mil veces en una noche. Bueno, a lo que voy, que no me apetecía bañarme y ni siquiera quitarme la ropa. La sola idea de quedarme en traje de baño me daba escalofríos. Nos instalamos en una de las hamacas de primera línea. No quedaba ya nadie, ni dentro del agua, ni fuera en el recinto de la piscina. Dulce se quedó en tanga. Sí, sí, ahora sí que pude contemplar a plena satisfacción aquellos estupendos pechos. Aquellos pechos y todo lo demás. Era maravilloso ver la perfecta arquitectura de aquel cuerpo en plena juventud, verlo así, desnudo, desentumeciendo los músculos, ganado de la pereza y poseído de los rayos del sol que lo cubrían, en verdad, Federico, sinceramente, producía vértigo."
(venga, que me has caido bien)
Pedir más sería excederse, ¿no?. Agustín me cae cada vez mejor.
Mañana o pasado pongo más, no seas ansioso xD
Había que intentarlo. A ver si mañana me entero cuando postees.
cállate y haz como yo, sufre en silencio
malditos¡¡¡, kiero massss
O subes otro trozo o montas una asociación de ayuda a los bragadependientes.
-Agustín, querido -interrumpió Federico con evidente impaciencia-, espera un poco, para un segundo. Hay algo que no puedo entender.
-¿Qué es ello? -dijo el otro.
-¿Estabas cansado?
-No, no, lo que tenía era frío.
-Digo al llegar al hotel.
-No, no -se apresuró a contestar Agustín-. Fuimos en avión hasta Jerez y desde allí al hotel no habrá más de dos horas, o quizás dos y media.. Y eso, sin correr mucho. No, cansado no estaba, en absoluto.
-Pues no lo entiendo -dijo Federico.
-No se qué quieres decir -dijo Agustín.
-Pues es bien sencillo -replicó el bajito-. ¿Por qué no te la tiraste al llegar? Si hubieras estado cansado, en fin, eso le pasa a cualquiera, tenemos ya una edad en que hay que andarse con cuidado. Al menos con las del tipo Azucena. Pero con una chavalita guapa... Me preocupas Agustín. Temo lo peor.
El alto no dijo nada. No fui yo quien giró la cabeza para mirar. Giró ella sola automáticamente al escuchar el último comentario del bajito. Mi cabeza se movió por su cuenta como lanzada por un resorte. Tenía que mirar, evaluar cómo le habían afectado al alto las insidiosas palabras de Federico. El rostro encendido, la mirada errática, la barbilla temblorosa... ¡Pobre hombre! Suficiente, había visto bastante.
Girando la cabeza, fijé de nuevo la mirada en las botellas de whisky y coñac.
-¿Qué pasó luego? -inquirió Federico.
-Fuimos a cenar al restaurante del hotel -informó Agustín con sequedad.
-¿No subísteis antes a la habitación?
-Sí, a cambiarnos de ropa, a ponernos decentes para bajar a cenar.
-A cambiaros de ropa... -reflexionó lentamente Federico-. Ya, ya veo.
-Y ese "ya, ya veo" sonó como un directo a la mandíbula. El bajito, en el combate, no daba tregua.
-¿Qué pasa? -dijo irritado el alto y elegante Agustín, vacilante la voz.
-Nada, nada -repuso el otro-. Sólo que pensé que la chica te gustaba. No pasa nada más que eso, nada más.
-Pues naturalmente que me gustaba -aclaró Agustín-. Por entonces, Estaba ya prácticamente enamorado de Dulce. Habíamos estado bailando la noche anterior, muy apretaditos, acaramelados, besándonos, en fin, a cien por hora. Era simpatiquísima, muy agradable, inteligente y hacía un momento, en la piscina, nos habíamos besado otra vez.
-Eso no basta -fue la cruel respuesta del cruel Federico-. En determinados momentos, el amor no basta, en absoluto.
Ernesto, conmovido, emitió hondo suspiro. Una expresión de piedad y conmiseración, también de angustia, se reflejaba en el rostro del eficiente barman. Yo participaba de estos mismos sentimientos. ¿Por qué no le dejaba que acabara su historia sin tanta interrupción? ¿Por que se empeñaba en ahondar en la herida? El triste final se adivinaba, Puestas así las cosas, sería mucho mejor que el alto y elegante llevara a término el relato cuanto antes.
La barra permanecía en silencio, toda ella atenta a la conversación de los dos de mi derecha. Hacía rato que dos tipos más habíanse incorporado a la reunión y, también, una pareja de enamorados situada a mi izquierda y que no habían parado de sobarse el uno a la otra y la otra al uno, ahora, cesando en los arrumacos, desplegaban las antenas sintonizando las orejas receptoras en la misma onda que toda la barra. Sólo algunos despistados permanecían sentados en las mesitas bajas, lejos de la reunión y ajenos a lo que allí se cocía.
Federico captó el deseo de la comunidad.
-Sigue. Acaba tu historia -ordenó en tono imperioso
El otro no obedeció inmediatamente. Terminó la cerveza de un trago y le pidió a Ernesto que le sirviera un whisky. Esperó al whisky, hizo tintinear los hielos sobre el cristal agitando frenéticamente el grueso vaso, probablemente, percatándose de la enorme expectación que su discurso causaba y, entonces, cuando todos esperábamos oírle lo que tuviera que decir, entonces, se atizó un larguísimo trago de whisky, así seguido, sin pestañear. El silencio era absoluto y desde mi privilegiada posición escuché perfectamente el chapoteo de la lengua de Agustín. Le imité con el manhatan y creo que Federico nos siguió también. De los demás no puedo decir qué hicieron, si bebieron o no, porque uno no puede estar en todo.
(ésta más o menos breve, la siguiente no tardará tanto)
Pues eso, que no tarde mucho, ¿eh?
mas porfavorrrrr
"Bajamos a cenar -dijo el alto y elegante Agustín en tono enérgico, quizás efecto del whisky-. ¡Dulce estaba guapísima! Vestía un traje negro escotado y la cortísima falda dejaba ver la belleza animal de sus largas y bien contorneadas piernas. Cenó con buen apetito: crema de puerro, rodaballo y un postre. Yo, únicamente ensalada, aunque, eso sí, imperial, de las que vienen con atún, huevo duro, aceitunas y de todo. Sin embargo no pude acabarla. Sentía un nudo en el estómago. Tenía una responsabilidad con Dulce, mi niña querida. Yo la quería y, probablemente, llegaría a casarme con ella, aunque, la realización de este bello proyecto no iba a ser cosa fácil porque Los padres de Dulce se opondrían con seguridad.
Me sentía también algo culpable. No sabría decirte muy bien el por qué, pero sí que me sentía culpable. Y es que ese encanto de mujer, tan cariñosa, tan infantil, acabaría por entregárseme, a mí, aun hombre talludo de cuarenta y cinco años. No, comenzar así un matrimonio no es bueno. Pasados los años, pasado ese primer momento de felicidad de todo matrimonio, cuando comienzan los inevitables reproches, entonces, recordar que todo empezó en un hotel... En fin, que no me parecía una buena forma de empezar nuestras relaciones.
Fede, amigo, que en esas pensaba y que por eso, muy probablemente, tenía un nudo en el estómago. Era algo así como si una garra...
-No creo que fuera por eso -interrumpió el bajito-, añadiendo con impertinencia-: Sabiendo que no te la tiraste nada más llegar al hotel, ya sé que no fue por el dolor de estómago. No fue por eso que dices. No, estoy seguro de que no fue por eso.
-Bueno, lo mismo da por lo que fuese -replicó irritado Agustín-. El caso es que tenía el nudo y basta.
-No da lo mismo -insistió groseramente el bajito-, en absoluto da lo mismo.
-¿Quieres hacer el favor de callar la boca? -dijo Agustín ya iracundo.
Y para sorpresa de todos, aquel fajador extraordinario, aquel incontinente verbal que se atrevía con todo, Federico, calló la boca y no dijo nada. ¿Es que no pensaba aprovechar la oportunidad de derribarlo, de acabar dialécticamente con el amigo? Durante unos segundos, reinó el silencio en la barra. Ahora, todos los que estabanallí seguían con interés el relato de los amores de Agustín. La expectación era grande.
Encendí un nuevo cigarrillo. Carraspeó Agustín. La tensión emocional del entorno se mascaba. ¿Continuaría Agustín relatando la historia de sus amores con Dulce?
Afortunadamente, así lo hizo:
"Dulce estaba muy contenta -dijo-. No paraba de hablar ni un momento. Mientras cenábamos, entre plato y plato, Dulce hizo la siguiente observación:
-Estamos dando el cantazo –afirmó.
Quise saber a qué se refería:
-¿Qué quieres decir con eso del cantazo? -le dije.
-¿No te das cuenta de que todos nos miran? -replicó-. Les da envidia verte con una chica tan estupenda como yo. Todos soñarían con estar conmigo esta noche, todos los de tu edad soñáis con las chicas jovencitas.
-¡Ah!. ¿Sí? -dije.
-Sí, sí -confirmó ella entusiásticamente-. A todos los de cuarenta les pasa lo mismo. Les gusta la carne joven, la carne prieta y dura. Por eso todos esos mirones se mueren de envidia pensando en la noche que te vas a pasar conmigo arriba en la habitación, a solas los dos follando toda la noche.
-¡Ah! -dije-. ¿Sí? -inquirí.
-Por supuesto -aseguró Dulce-. No hay hombre de cuarenta que no reconozca que se pirra por las chicas de veinte. Todo el mundo lo dice y todo el mundo lo sabe. Y todos esos que miran querrían acostarse conmigo esta noche, no lo dudes. Te tienen una envidia loca.
-¡Ah!, ¿sí? -exclamé por tercera vez en menos de un minuto. No sé el porqué, pero no se me ocurría nada aparte de eso.
-En Málaga -explicó ella-, cuando fui con Pepe, pasó lo mismo. Todos miraban, y Pepe sabía que todos deseaban acostarse conmigo. Esa idea le gustaba mucho a Pepe, porque, ¿sabes?, Pepe era un poco morboso.
Esta vez no dije "¡Ah!, ¿sí?". Estuve más ocurrente:
-¿Quién coño es ese Pepe? -dije.
-Un novio que tuve -me informó-. También en Mallorca prosiguió Dulce-, en Mallorca, con Santiago López, ocurrió lo mismo. Y en Laredo, también. Allí estuve con Luis. En Coruña, lo mismo. Pero ese viaje no me gusta recordarlo. Iba con Fermín, un asturiano muy fogoso, pero "eso" se le arrugó. ¡Nada, un desastre de viaje! ¡Tanto cuento para nada! Luego me tocó consolarlo y aún peor. ¡Qué escena! Por cierto... tu nombre también acaba en "ín", como el de Fermín. ¡Que gracioso!
Dulce se puso a reir. Y yo dije, en fin por decir algo:
-¡Ah!, ¿sí?
Y media hora después, arriba en la habitación, esperaba tumbado sobre la cama a que Dulce saliera del cuarto de baño. Aún no me había desnudado para ponerme el pijama, en la esperanza de que Dulce aceptaría dar un pequeño paseo por los alrededores del hotel. Había allí una maravillosa playa...
Pero cuando Dulce apareció, lo hizo completamente desnuda, o mejor, sólo vestida con una minúscula braguita negra. De inmediato comprendí que no venía a pasear. ¡Venía por mí!"
La voz del alto y elegante Agustín vacilaba indecisa, al tiempo que adquiría un tono grave, ronco profundo. La emoción lo embargaba y todos comprendimos que se hallaba al borde de las lágrimas. Se proponía llegar hasta el final de su historia y ninguna emoción o sensiblería podría hacerlo desistir de su empeño. Dijo:
"Venía a mí con los pechos por delante, grandes, redondos, inmensos, los pezones bien marcados... Otra vez podía contemplarlos a mis anchas. También estaban aquel torso fuerte, joven, y los potentes muslos... Al verla aproximarse, Federico, en fin, tengo que decírtelo, no puedo ocultártelo... ¡tuve miedo! ¡Sí, sí, miedo pánico! ¡Aquellos inmensos pechos producían pánico! Dulce se lanzó sobre la cama y volaron las negras bragas por los aires. Yo temblaba azorado, como el inocente cervatillo que huye sabiendo que la escopeta del cazador está ya cargada y lista para disparar. ¡Lo intenté! ¡Lo intenté por todos los medios! Dulce también lo intentó, pero, por más empeño que puso no consiguió nada. El pene, flojo, sin resorte, se negaba una y otra vez... Por fin, saltó de la cama y poniéndose las bragas, en pie, mirándome a los ojos con desprecio, me espetó lo siguiente:
-¡Igual que con Fermín!. ¡Un inútil más!
Por la mañana temprano, tras una noche de insomnio oyendo a mi lado la rítmica y pausada respiración de aquella dormida fiera, pagada la elevada factura en recepción y cuando me disponía a salir del hotel para recoger en la agencia el coche de alquiler con el que nos iríamos a Jerez a coger el avión, entonces, no encontré a Dulce por ninguna parte.
Un empleado del hotel me buscaba:
-Su hija le espera en el coche ,señor -me informó amablemente.
No contesté.
El viaje de regreso se me hizo eterno. Hasta Jerez, en el coche, ninguno de los dos abrió la boca. En el avión, el comandante anunció que la temperatura en las pistas del aeropuerto de Madrid-Barajas, era de cinco grados centígrados. Nublado y llovía. ¡Un río horrible! En el periódico me enteré de que la temida oleada de frío que se esperaba ya había llegado a la península. Se preveían vientos polares y nevadas en todo el norte y centro de España y Portugal. Aterrizamos a la una de la tarde en Barajas. Llovía. Dulce, que durante todo el vuelo no había abierto la boca, o mejor que no la había abierto para hablar conmigo (porque sí que habló con las azafatas y también con el sobrecargo, un joven alto y rubio con el que hizo muy buenas migas), Dulce digo, entonces, se despidió de mí diciendo:
-¡Hasta nunca, Fermín!
Acto seguido, escupió en el suelo a mis pies y casi me salpica los zapatos. Inmediatamente, se fue a toda prisa y no la he vuelto a ver en mi vida. ¡Jamás!
Esto es todo, querido Federico."
Y así, de esta forma precipitada, terminó Agustín el relato de sus tristes amores con aquella muchacha.
^^
Esta vez te portaste.
CAPITULO CUARTO
INMACULADA
Y así, de esta forma precipitada, terminó Agustín el relato de sus tristes amores con aquella muchacha.
A mi izquierda, alguien gimió:
-¡Ay! ¡dios mío, pobre señor!
Giré la cabeza en la dirección del lamento. Quien así se quejaba era la componente femenina de una pareja de enamorados recientemente incorporada a la tertulia. Para ellos, para su amor, habría sido mucho mejor mantenerse al margen y continuar con los arrumacos que hasta entonces teníanles entretenidos. La de los arrumacos estaba llorando. Poca cosa, algunas lágrimas nada más, pero sí que lloró un poquito. El novio, el amante, o lo que fuera, intentándola consolar, la abrazó con ternura por los hombros dándole al tiempo repetidos besos en la mejilla. Quería consolarla, evitarle el sufrimiento que Agustín le había causado con la historia de Dulce.
Aparte de los dos enamorados, nadie más en la barra movía ni un músculo. Permanecíamos todos sumidos en respetuoso silencio y fácilmente se comprendía que todos pertenecíamos al grupo social de bebedores de barra, auténticos profesionales del oído, expertos en aburridas noches de viernes. Todos ellos (como yo mismo), gente triste que vive de la emoción y de las pasiones ajenas.
Observé los ojos de Ernesto enrojecidos. Este detalle sin aparente importancia me hizo casi comenzar a llorar y de no ser por la ayuda que me prestó refugiarme en el manhatan, eso es lo que hubiera ocurrido para vergüenza mía. La sensiblería se contagia. El ver a un barman como Ernesto, el mejor en su oficio, de natural grave, insensible casi, uno de esos que parecen encontrarse por encima del mundo, por encima del bien y del mal, encontrármelo digo en aquel estado lamentable, me impresionó en extremo y estuvo a punto de escapárseme un hipido histérico.
No sin esfuerzo, me sobrepuse a tanta emoción y ñoñería. Con un nuevo giro de cabeza (esta vez de ciento ochenta grados, de izquierda a derecha), posé la vista en los dos charlatanes. Al bajito (siempre de espaldas, siempre a punto de empujarme), no podía verle el rostro, pero sí que veía el de Agustín. Era el suyo, en ese momento de dolorosa tensión, el rostro de un hombre destrozado, de un hombre marcado por la desgracia. Aquel tipo irreflexivo, algo iluso y confiado, se había colocado en situaciones de evidente riesgo y la vida, el mundo, las mujeres lo habían maltratado hasta hundirlo en la mayor de las miserias del espíritu. Ensimismado, reconcentrado en sí mismo, con la mirada baja y la copa mantenida en el aire (al descuido, sin prestarle la más mínima atención), aquel hombre digo, se encontraba a muchos kilómetros de distancia. Su pensamiento, su espíritu y sus sentimientos, todo su ser, se habría transportado al Algarve, en Portugal, a la habitación de un hotel donde una bella joven, desnuda, intentaba en vano lograr de él lo que no podía ser. El recuerdo e aquella mujer fustigaba su mente. El comentario de Dulce, lo atormentaría por mucho tiempo:
"¡Como Fermín!, ¡Un inútil más! -le había dicho. y luego, le escupió.
Un escalofrío recorrió la espalda del alto y elegante Agustín. Pude verlo. Lo vi perfectamente.
Antes, al comienzo de la noche, pretendió engañarnos mostrándose fuerte y seguro de sí mismo, hasta había apuntado una Extra a teoría acerca de la impotencia intelectual y voluntaria, deseada, una impotencia cuyos efectos benéficos sobre el varón había defendido valientemente. Ahora, se le veía derrotado, hundido en la depresión moral. ¿Era éste el mismo hombre que, apenas una hora antes, se pavoneaba de no necesitar a las mujeres para nada?
De pronto, me encontré acordándome de María y los niños. También de mi pobre madre. "¡Qué solos estamos todos, joder, qué condenadamente solos!", Algo como una garra atenazaba mi garganta. Habría cogido frío al salir del taxi y empaparme la lluvia. Muy probablemente, al día siguiente tendría fiebre.
Intenté darle un sorbito al manhatan. El vaso estaba vacío. Le hice una seña a Ernesto para que lo renovara, otra de las señas que formaban parte de nuestro lenguaje sin palabras, una seña universalmente conocida. Llamé su atención indicándole con el dedo índice la copa vacía que tenía delante. Ese solo gesto es bastante y no hay que decir ni una sola palabra.
-¿Señor? ¿Qué desea? -inquirió el eficiente barman. Ernesto no había entendido. El lenguaje no verbal tiene fallos.
-Ernesto, otro manhatan -dije. Y al hablar, comprobé que mi pronunciación era gangosa y con dificultades, probablemente efecto del alcohol y no de la emoción que me embargaba. Hay algo en el alcohol que me exaspera. En cuanto me excedo un poco en la dosis, comienzo a tartamudear y todo el mundo lo nota. Entonces, paso una vergüenza horrible. Y ese es el inconveniente de las bebidas largas, que cuando no se hacen largas, verdaderamente largas, las trompas que uno se agarra son tremendas.
Mientras Ernesto mezclaba el vermut y la ginebra en la justa proporción para mi cuarto manhatan (recuérdese, una parte de ginebra por cuatro de vermut), pude comprobar que algunos parroquianos que habían permanecido hasta ese momento en las mesitas bajas, habíanse venido ahora junto a nosotros al percatarse de la emocionada tensión que se vivía en la barra. No serían más de ocho o nueve, pero claramente se veía que querían formar parte del grupo de oyentes. Ellos también tenían derecho a escuchar y algo habrían oído ya que abría despertado su curiosidad pues (bien por descuido de Ernesto, bien por consideración a la gente que deseaba escuchar), la música ambiente no sonaba desde hacía rato pudiéndose oír la voz de Agustín desde cualquier punto de la sala.
Los recién llegados, gente de ambos sexos, buscaban su puesto lo más cerca posible de Federico y Agustín. Yo, con mi espalda pegada a la de Federico, no cedí ni un milímetro de terreno. Se demandaba la bebida (la mayoría pidió cerveza, uno un manhatan como yo, varios daikiris y, una señorita, un San Francisco). Querían beber y empujaban. Estas maniobras se hicieron con relativa discreción, con respeto, procurando hacer el menor ruido posible. Ernesto sirvió las copas. Ni una sola vez hizo que los clientes le repitieran el nombre de la bebida que habían pedido, no preguntó nada y ni siquiera agitó los hielos de los cubatas, vodkas y demás bebidas que los necesitan. Con tanta gente alrededor, el disimulo podía relajarse un poco. Agustín, meditabundo como estaba, no percibía el movimiento de personas en torno suyo. Por el contrario, Federico sí que se daba cuenta de estos trajines. Me daba la impresión de que estaba esperando a que todo el mundo estuviera en su sitio y con la copa servida para, entonces, hacer algún comentario que pudiera ser oído por todos. Así era. Cuando consideró que el ambiente había llegado al máximo de expectación y no queriendo que el público perdiera el interés (cosa que suele ocurrir si el actor deja pasar ese momento), Federico, con más grandilocuencia de la debida, con manifiesta pomposidad, dijo con fuerte voz, lentamente y marcando mucho la pronunciación:
-Querido Agustín, van dos bragas, Azucena y Dulce, azules las unas, negras las otras. dijiste que hay una tercera braga. ¿Qué pasa con ella, con esa tercera braga? Descarga tu alma, Agustín, amigo, y no dudes de que haré todo lo que sea... ¡Todo! La impotencia es un problema muy serio, dificilísimo de resolver, prácticamente imposible...
La misma mujer de antes, la joven que había prescindido de los arrumacos con su pareja para escuchar a Agustín, dejó escapar nuevo gemido:
-¡Y tanto que es difícil! ¡Imposible diría yo! -exclamó.
El hombre que la acompañaba sonrió algo corrido. Enrojeció. Hubo un murmullo de sorpresa en el auditorio. Algunas risas.
"Aquí hay para todos", pensé. "La noche va de cuernos y de impotentes."
Y luego, inmediatamente, sin aparente relación con lo anterior, me dije:
"¿Qué estará haciendo María? ¿Tendrá a los niños ya en la cama?"
Miré el reloj. La una y media. Los niños tenían que estar más que dormidos.
El comentario de Federico hizo el efecto deseado, terminar con el viaje astral de Agustín haciéndolo regresar desde el Algarve.
-Impotencia, impotencia... -despertó Agustín, aún débil la voz, vacilante el tono.
Levantando la vista del suelo, fijó una mirada de indignación en el amigo, y yo, desde mi privilegiada posición, escondido tras la espalda del bajito, comprobé como el furor se iba apoderando de él. Ahora sí, el héroe hallábase poseído de santa cólera.
-¡Qué coño dices de impotencia! ¡Hostias! -exclamó echando chispas por los ojos- ¡Hostias! -repitió-. En ningún momento me habrás oído decir que yo sea impotente o algo por el estilo. Lo único que he dicho es que hay que huir de las mujeres, no tratarlas, dejarlas aparte. ¿Entiendes, Federico? ¿Lo entiendes? ¡A ver si es que tú pretendes hacerme creer que habrías logrado algo con esas dos! ¡Por Dios, Federico, que nos conocemos! ¡Que no soy tonto! ¡Tú mismo lo has dicho antes!. A nuestra dad, dos polvos en un día bien, bien, vale muy bien, tres... ¡pues vaya que suerte!, hasta cuatro es posible distanciándolos, te lo admito, pero cinco... ¡cinco, son imposibles! ¡Un mito! ¡Ni de cojones, hombre, ni de cojones llegas tú al cinco! ¡Vamos, ni tú ni nadie! Y Dulce... ¡una puta, ¡hombre!, ¡por dios!, ¡una puta redomada! -concluyó Agustín ya caliente, agresivo.
Se produjo un murmullo de aprobación entre los presentes.
-Naturalmente que se habría arrugado -se oyó que le decía la de los arrumacos, la emocional, a su compañero-. ¡Si ya en el primero os cuesta... !
El acompañante enrojeciendo por segunda vez, lanzó tímida sonrisa al respetable público.
"Aquí hay para todos", me dije.
Este pensamiento retornaba a mi cerebro una y otra vez aquella noche.
(lo siento gente, me equivoqué y puse una entrada de más tarde en vez de la que tocaba :/)
Ya decía yo que no entendía mucho... :P
El murmullo de aprobación creció. Se quería que Federico rectificase y pidiera disculpas. La actitud de superioridad que adoptaba estaba de todo punto carente de justificación.
Por lo que a mí respecta, me encontraba decepcionado observando el grosero lenguaje que había empleado Agustín. Lo tenía por un individuo fino, elegante, con clase, de esos que mantienen la educación en cualquier circunstancia. Y ahora me había fallado con tanto taco y expresión grosera. En parte era comprensible pero me hubiera gustado verlo resistir con más entereza y que no hubiera empleado un lenguaje tan sumamente vulgar. De Federico, no me habría extrañado, pero de él... ¡Qué decepción!
Federico pareció comprender que su situación no era buena. Hasta ese momento, tenía el combate ganado, pero acababa de echarse a la gente en contra. La animadversión que en todos había despertado era evidente. Intentando rectificar, En tono humilde, dijo:
-No quería ofenderte, amigo, perdona.
-Está bien -aceptó el otro.
-No, perdona. En serio, perdóname.
-No te preocupes, pero es que no entiendes.
-¿El qué no entiendo? -quiso saber Federico.
Pues lo que suele decirse, que muchas veces una retirada a tiempo vale más que mil victorias -explicó Agustín
-¡Vaya! Eso, Agustín, sí que lo entiendo. Lo entiendo perfectamente.
-Se trata de retirarse sin daño, de apartarse.
-Ya -aceptó Federico.
-Eso es lo que hago yo ahora.
-No sabía -dijo el bajito-. Te tenía por el más fogoso de todos. Te lo he dicho antes, casi te tenía envidia.
Tuve la impresión de que había cachondeo, pero Agustín, o no se entera, o no quiso enterarse. El caso es que no dijo nada y se produjo una pausa.
El silencio era absoluto. Era imposible que Agustín no se diera cuenta de que todos estábamos atentos a lo que decían él y Federico. Quizás, era un exhibicionista mental, uno de esos que les gusta ir por ahí contándolo todo.
-Voy a contarte lo de la tercera braga, lo de Inmaculada -anunció Agustín-. Así comprenderás lo que quiero decir, comprenderás que lo mejor que se puede hacer con las mujeres es no hacer nada con ellas.
-Está bien, amigo, empieza cuando quieras -autorizó el bajito.
Para los demás no lo sé, pero para mí, era tan claro como la luz del día que Federico quería congraciarse con la reunión. Nadie hubiera dado un duro por Agustín hasta que Federico había empezado con ese tonillo de superioridad. Por eso estábamos de parte de Agustín. Porque a nadie le gusta ver como se ríen de otro por un posible problema de impotencia, es más, todo el mundo considera esto como una desgracia compadeciendo a quien sufre esa terrible enfermedad de la que ninguno se siente por completo a salvo. Federico, si quería triunfar dialécticamente sobre su amigo, debía rectificar esa actitud insolente y provocativa.
"Pues, verás -explicó el alto y elegante Agustín-, desde lo de Dulce no había salido con ninguna mujer. Renuncié a cualquier tipo de líos. Estaba lo suficientemente escarmentado como para que, entre una noche pacífica viendo la televisión o una noche loca con la mujer más guapa del mundo, sin la sombra de la más mínima duda, habría elegido la televisión porque, la televisión, en según qué circunstancias es un recurso psicológico estupendo. Azucena en junio y Dulce en octubre. Noviembre y diciembre en casa. Cuando salía a la calle iba con Manolo (tú lo conoces, el gordo, el ingeniero, va mucho por el club), y mayormente íbamos a la bolera. En Nochevieja me quedé viendo el programa de televisión de fin de año. Pasé os carnavales encerrado y sin ver a nadie. No quería correr riesgos innecesarios. Estaba feliz. Algo aburrido, eso sí, pero feliz. En serio, no podía estar mejor. Y en primavera, cuando más desprevenido estaba, para mi desgracia, conocí a Inmaculada. las cosas sucedieron de la manera más tonta, de una de esas maneras que no te avisan hasta que, cuando te das cuenta, es ya demasiado tarde, el mal está hecho.
Al principio me fue imposible sospechar que corría algún peligro porque Inmaculada no era de ese tipo de mujeres que siempre me han gustado. Por eso no sospeché nada. La conocí con motivo de un viaje que tuve que hacer a Segovia por un asunto del trabajo. Inmaculada era la jefa de la delegación que mi empresa tiene en esa ciudad castellana y me habían ordenado investigar unas cuantas pólizas de seguros de vida. El auditor de la central de Madrid no las tenía todas consigo con respecto a esas pólizas, veía algo raro en ellas. No estaba seguro de que hubiera ninguna anomalía, pero había que mirar. En cuatro ocasiones, habíase detectado que producido el óbito que da derecho al cobro, los beneficiarios no habían reclamado el dinero. Se desconocían los motivos de esta generosidad, pero el hecho es que parecía una actitud extraña. Nadie se siente benéfico con las compañías de seguros, Federico, estamos acostumbrados a que la gente quiera cobrar más de lo que se les debe, nunca de menos. Y menos acostumbrados aún a que renuncien al cobro. Además, se había detectado un cierto número de clientes morosos, es decir clientes que no pagaban las primas y, esto de que la gente no pague las primas. es cosa que no gusta nada a los responsables de las compañías de seguros, así que eso también había que mirarlo.
Había que mandar a un experto para que investigara, pero sin ruido, haciendo pasar la investigación por un control rutinario, por uno de esos controles programados. Actuando así, con disimulo, si todo queda aclarado finalmente, nadie se puede dar por ofendido porque las investigaciones de rutina son eso, investigaciones de rutina. En fin, Fede, cuando hay un asunto difícil, el jefe siempre piensa en mí. Le ofrezco confianza. No lo dudó ni por un momento y me envió a Segovia. Me envió a mí, como siempre, a mí. Era una magnífica oportunidad para salir de Madrid por unos cuantos días, de Madrid donde últimamente no hacía más que aburrirme. Y, de paso, me ganaría una buena pasta con las dietas, un buen pellizco. ¡Perfecto!, verdaderamente, la perspectiva, era magnífica.
Era una hermosa mañana de finales del mes de Abril cuando me puse en camino. Lucía el sol y me detuve en lo alto del puerto de Navacerrada a contemplar el bello panorama que se extendía a mis pies. Los pinos balsaín altos y derechos como flechas, el deleitoso rumor que producen a lo lejos las aguas del Eresma...
Cuando puse el coche en marcha para bajar a Segovia, era un hombre nuevo, un hombre nuevo en auténtica comunión con la Naturaleza. Un estado de ánimo similar, alegre, vital, pletórico de juventud y brío incontenibles, el deseo de saltar y correr, de henchir los pulmones de aire puro, es, según creo, el estado de la naturaleza que los griegos identificaban con la diosa Artemisa, Artemisa la virgen, la hermana de ese otro dios de la pureza, el brillante Apolo."
Alguien exclamó (pienso que fue un individuo gordito situado detrás del orador, pero no estoy seguro):
-¡Joder! ¡Qué cosas más bonitas dice este tío!
Pero Agustín no le prestó la más mínima atención. Y es que el Agustín que estaba hablando. El Agustín de ahora, no era a el Agustín destrozado de apenas hacía cinco minutos. Volvía a ser el mismo tipo seguro de sí mismo, un tanto petulante y... , ¿Cómo decirlo? ¿Qué palabra sería la adecuada para describirlo? Sí, sí, podríamos decir que resultaba doctoral, mejor, catedrático. Eso es: Agustín, en ese momento, parecía un catedrático, un catedrático dispuesto a explicarnos la vida a todos los allí presentes. Aquel Agustín del que todos nos temíamos fuera impotente había desaparecido y, en su lugar, en plena forma, reaparecía el Agustín del club, el golfista, el tipo maduro y de experiencia que sabe de lo que está hablando. Ante nosotros (público fiel y entregado), Agustín, el narrador genial. Decía:
"... y por esos retrasos llegué tan tarde a Segovia. En la delegación estaban a punto de irse e Inmaculada me recibió de uñas. Mi presencia la obligaba a prolongar la jornada laboral, como poco, una o dos horas más. Todo el mundo sabe que no tengo mala uva, pero ella aún no lo sabía porque ni siquiera nos conocíamos. Yo iba a hacer una investigación, un control sobre la actividad de la delegación, de manera que era normal que mi presencia no la ilusionara. En general, con honrosas excepciones, los auditores y la gente así, los inspectores, suelen ser tipos la mar de quisquillosos, siempre con la punta de la nariz arrugada como si les molestara un desagradable olor a corrupción, siempre la cara contraída en una mueca de dolor de muelas... La gente nos odia. Es injusto, pero nos odian. ¡Nos aborrecen!
(ale, otra más, ya vamos llegando al final, hace como 2 entregas que pasamos el ecuador)
¿Tan rápido?, se me pasó volando... ¿tienes por ahí un pdf con toda la historia para pasarme una vez la termines de subir?, me haría ilusión...
si lo consigue publicar te puedes comprar un original xD
Cita de: Sandman en 27 de Junio de 2008, 16:46
si lo consigue publicar te puedes comprar un original xD
Ojalá lo consiga, la verdad que lo merece.
si consigue publicarlo, avisanos
lo mismo digo, una gran novela ;)
En fin, Federico, mi sorpresa fue mayúscula. Después de un buen rato de andar buscando la oficina, Calle Real arriba, Calle Real abajo, cuando por fin di con ella, la persona que me esperaba allí no tenía nada que ver con lo que me había imaginado. Esperaba una ejecutiva moderna y lo que tenía delante, ¿qué quieres que te diga?, no se le parecía en nada. Las ejecutivas son otra cosa, no son como Inmaculada. Jamás había visto a una ejecutiva así y tampoco luego me he encontrado a ninguna con esa pinta, no, no al frente de una oficina como responsable de un trabajo serio. Inmaculada tenía toda la pinta del ama de casa cuando va a salir a hacer la compra en el mercado del barrio. Sin pintar, con blusa blanca y falda gris suelta, zapato de tacón bajo, sorprendía por la sencillez, casi por lo humilde y vulgar de su aspecto. Que era guapa, se veía, pero llevaba recogido el cabello rubio en un moño de esos de los tiempos de maricastaña, dándole a uno la impresión de haber vuelto a los años cincuenta. Tenía el aspecto de hermana mayor, de una hermana de los tiempos de la posguerra que se dejara aconsejar en asuntos de moda por una monja teresiana. En fin, Fede, que iba hecha un mamarracho antiguo y asexuado carente de toda gracia. En apariencia, yo no corría ningún peligro. Pero, claro, eso era en apariencia, nada más que en apariencia.
Tuve la inequívoca impresión de que no le agradaba recibirme a aquella hora tan tardía. Le dije:
-No se preocupe por mí y váyase a comer. Empezaremos mañana con más calma.
-No, no -replicó-. Ahora mismo llamo a mi madre y le digo que se pase por casa y se haga cargo de los niños. Es la ventaja de vivir en estas ciudades tan pequeñas en que todo está a un paso, siempre encuentras a alguien que te puede echar una mano. No es como en Madrid. En Madrid, aunque quieran, la gente no te puede ayudar porque para cualquier cosa hay que hacerse un montón de kilómetros
No contradije a Inmaculada. Este tópico es algo que el pueblo está dispuesto a sostener a capa y espada y que el madrileño debe soportar con paciencia cuando visita al amigo de provincias.
Pero, sin embargo, Inmaculada no estaba enfadada como me había parecido en un primer momento, al llegar. Se quedó a comer conmigo. Fue éste un buen detalle por su parte pues no tenía ninguna obligación de hacerlo y para mí que no conocía a nadie en Segovia, comer solo habría resultado muy aburrido.
Eran ya las tres y media, así que nos fuimos a comer a la plaza del Azoguejo, junto al acueducto romano, a un restaurante famoso, Casa Cándido, en donde se come un exquisito cochinillo asado aparte de otros muchos buenos platos. Pagó ella con tarjeta de crédito a nombre de la empresa, eso les está permitido a los delegados y, por tanto, no me extrañó. Luego, dimos un paseo por la Calle Real y tomamos café arriba del todo, en la pastelería Limón y Menta, una pastelería muy elegante.
Inmaculada era conocida en todas partes. Y a juzgar por la simpatía y amabilidad con que la saludaban, también muy querida. Tomando café, ya me había ganado. Me caía estupendamente, una mujer poco sofisticada, muy inteligente y hasta guapa. Porque era guapa, aunque eso sí, no tenía ni idea de como arreglarse para estar bonita.
Durante la comida me contó que era divorciada y que su marido (un egoísta impresionante), no se ocupaba de ella ni de los niños. Ni siquiera los recogía los fines de semana no ejerciendo de padre para nada, y por eso todo lo tenía que hacer ella sin ayuda de nadie. De que le preocupaban no poco sus hijos, en seguida pude darme cuenta, porque, en Casa Cándido primero y luego en Limón y Menta, se había levantado en varias ocasiones para telefonear a la madre para ver cómo se apañaba con los nietos.
-No es que sea nada grave, pero la pequeña tiene varicela y mi madre no se aclara. Está un poco mayor, la pobre -me comentó como disculpándose.
Inmaculada no se quejaba de su suerte en la vida, no se quejaba aun cuando se encontraba muy sola y desamparada. No era únicamente que aquel marido sinvergüenza no se preocupara de ella ni de los niños, es que (tal como me informó luego uno de los administrativos de la delegación), ese marido egoísta, ese padre desnaturalizado, por no preocuparse, ni tan siquiera se preocupaba de pasarle la pensión que le había fijado el juez. ¡Verdaderamente, Inmaculada era una mujer valiente!
Terminado el café, nos dirigimos a la oficina para iniciar la auditoría cuanto antes. Aunque lo de las dietas veníame muy bien, estaría justificado prolongar por mucho tiempo un trabajo de esta naturaleza, un trabajo que en condiciones normales no puede durar más de dos o tres días a lo sumo. Mi jefe me había advertido en este sentido. de modo que quería comenzar a trabajar inmediatamente.
Los administrativos eran dos chicos jóvenes, muy verdes todavía, pero, tanto ellos como Inmaculada se mostraron muy colaboradores y dispuestos a facilitarme la labor. En menos de dos horas habíamos confeccionado una relación de clientes morosos. Al azar, de los nombres que figuraban en esta relación, extrajimos diez expedientes. Sólo contando los dos últimos años, se habían dejado de cobrar de estos diez, primas por más de un millón y medio de pesetas."
-Fede, no sé si te das cuenta de las implicaciones de esta cuestión. El asunto es grave -apuntó Agustín interrumpiendo la narración con cierto tonillo de suficiencia.
Luego prosiguió:
"El cliente deja de pagar las primas (a veces no lo hace intencionadamente), luego va y se muere y, cuando la inconsolable familia, ufana, feliz y contenta, se dispone a cobrar el seguro... ¡Sorpresa!, la compañía se lo niega por no estar al día en las primas. He visto a hombres hechos y derechos que se comportaban dignamente ante la desgracia, la muerte del entrañable abuelo, del respetado y querido padre, de la querídisima madre, gente fuerte, gente de una vez, gente que nos asombra en el entierro por la entereza con que se muestran, a éstos mismos, Federico, a estos mismos los he visto derrumbarse y llorar como niños cuando, cumpliendo con mi obligación, les he comunicado que el abuelo, el padre o la queridísima madre se habían descuidado en el pago de las primas y que, por tanto, no podrían cobrar el seguro. Los he visto llorar a torrentes y hay casos en que llegan al insulto. Insultan al representante de la compañía de seguros, pero también vituperan al muerto olvidadizo, al entrañable abuelo, al respetado padre o a la queridísima madre. ¡Dramas de la vida y de la muerte, Federico! En fin, que visto este desbarajuste en el cobro de las primas y queriendo dar la impresión de autoridad que lleva aparejado el cargo de auditor, exclamé con gran aspaviento:
-¡Intolerable! ¿Cómo es posible que no se haya preocupado usted de saber por qué estos tipos no pagan? Lo primero es ir a visitarlos y exigir el pago de las primas debidas. ¡Esto es desidia! ¡Injustificable! Sintiéndolo mucho, me voy a ver obligado a informar de ello a la central.
Estaba siendo un poquitín duro. Forma parte de la técnica de la auditoría, es mejor hacerlo así al principio, para luego aflojar y mostrarse benevolentes si ello viene al caso.
-De la mayoría sí que se sabe el motivo por el que no pagan -replicó Inmaculada con sosegado ánimo.
-Pues lo lógico es que se les reclamen las cantidades una y otra vez -dije.
-No se puede -dijo.
-¿No? -dije.
-No -dijo.
-¡Ah! ¿No? -insistí autoritariamente.
-No se puede -repuso con calma.
La miré. El aspecto era de ama de casa, incluso de ama de casa apocada, pero indudablemente, tozuda. Sostenía mi mirada con tranquilidad, incluso parecía divertida. Irritado, observé:
-Pues déme una buena razón por la que no se les pueda reclamar el pago a éstos -dije. Y amenazante, blandía en el aire, muy cerca de su cara, uno de los expedientes morosos.
Sin agitarse lo más mínimo, Inmaculada replicó:
-Estan muertos -dijo.
-¿Eh? -dije yo.
Sinceramente, Fede, lo de estar muerto es una buena razón para que no le reclamen a uno el pago de las primas del seguro de vida. Pero tengo tablas, no me amilano por nada. Es difícil callarme. En seguida se me ocurrió la contestación adecuada, la contestación del profesional avezado:
-En ese caso -dije-, habrá que pagar el seguro a sus beneficiarios. La situación es peor aún, estaremos quedando a la altura del betún y el día menos pensado nos meten un pleito y nos funden.
Recordé que el jefe ya me había hablado de esto, de que en cuatro casos (al menos en cuatro casos que se supiera), habíase detectado la muerte del titular de la póliza sin que se hubiera reclamado por nadie el cobro del seguro. Ahora se confirmaba. El asunto era mucho más importante de lo que creía en un principio, tanto, que de lograr averiguar lo que estaba pasando podría incluso derivarse algún ascenso. A Juanito Estapé (un compañero), después de descubrir un enorme escándalo en la delegación de Vigo, lo habían nombrado director de zona. Quizás a mí me pasara lo mismo si había suerte.
-¿Y si están muertos, por qué no reclaman el cobro sus parientes? -insistí muy agudamente. La estaba acorralamdo.
-No pueden reclamar -me informó Inmaculada.
-¿Por qué no pueden? -quise saber. Aquella mujer me estaba mosqueando.
-No existen -respondió.
-¿Cómo que no existen? ¿Es que también los beneficiarios se han muerto -pregunté, a cada instante más mosqueado.
Inmaculada sonrió tímida, sencilla:
-Es que la beneficiaria soy yo -dijo-. Yo misma.
Desconcertado, quise saber:
-¿Es usted la beneficiaria de alguna de estas diez pólizas?
-De las diez -aclaró ella, sencilla.
-¿De las diez? -dije yo asombrado.
-Bueno, verdaderamente -explicó ella-, soy la beneficiaria de las treinta y tres. Más exactamente, de treinta y ocho, porque en ese montoncito de expedientes que tiene usted delante faltan cinco. Treinta y ocho expedientes, esos son. Soy la beneficiaria de treinta y ocho pólizas, sí, yo misma, así es.
-¡Carajo! -exclamé-. ¡Treinta y ocho pólizas!
-Unos cuantos millones, la verdad -observó ella con simplicidad.
-¡Carajo! -exclamé otra vez. ¡Treinta y ocho pólizas!
Sinceramente, Fede, nunca me había encontrado con algo semejante. tenía que pensar."
Agustín agitó los hielitos de su whisky y se atizó largo trago. Por empatía, el rumor del entrechocar de los cubitos de hielo se extendió a lo largo de toda la barra. Por lo visto, aparte de las cervezas, manhatanes y daikiris la barra se había poblado de vodkas, ginebras, whiskys, y hasta puede que algún perverso tomara ron. Le di un sorbito al manhatan. El resto de la barra hizo lo propio. Ruidos diversos, sorbeteos, carraspeos, chasquidos de lengua, el roce de la ropa al cambiar de postura... Encendí un cigarrillo. Silencio!
"Confieso -prosiguió el alto y elegante Agustín-, que me quedé desconcertado unos segundos. Eché mano de los recursos que da la profesión:
-¿Familiares, quizás? -dije, dando a mi rostro esa impasibilidad típica que padecen los rostros de los auditores, inspectores y gente así.
-No -contestó-, no tengo ningún parentesco con ellos. La mayoría son ancianos, solteros o viudos, sin familia, personas necesitadas de compañía. En general se trata de varones, pero no todos, también hay algunas mujeres. La gente mayor de la que nadie se ocupa y que está tan necesitada de cariño, esos son los que han suscrito esas pólizas.
Inmaculada se interrumpió.
(gracias por los ánimos, a ver si consigo que lo lea alguien que tenga una editorial xD)
Por este relato, incluso entro aqui. Gracias Sandman.
muy bueno, me encanta, cuando lo acabes de postear lo metere en un word la novela entera para poder conservarla ;)
Yo la tengo en papel y encuadernada. :^^
Chincha :m_m:
Veo lo que hace falta para tenerla en papel, pero Sand, que sepas que haga lo que te haga Poison para merecerlo, yo también puedo y mil veces mejor. Sigue, anda.
Thylzos estás a nada de que vaya a tu casa a hacer una masacre X(
Cita de: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:45
Thylzos estás a nada de que vaya a tu casa a hacer una masacre X(
Si soy mejor en "eso", soy mejor. Sandman ya decidirá.
Para eso tendrías que acercarte a él... :hehe:
Cita de: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:51
Para eso tendrías que acercarte a él... :hehe:
En algún momento lo dejarás sólo y entonces será mi oportunidad :wiiiiii:
sigue soñando
/forochat.
-¿Sí? -la invité yo a seguir hablando.
-Sí -continuó ella-. todos vivían solos en sus casas sin que nadie fuera a visitarlos. Yo sí lo hacía, los visitaba una y otra vez, era la época en que yo empezaba en la empresa. Al principio, ¡pobrecillos!, nunca me decían que no tenían a quién dejar como beneficiarios. Pasado un tiempo, cuando se decidían a decírmelo (y siempre con el temor de que no volviera a visitarlos), me pedían que hiciera lo que fuese pero que no les dejara nunca. Mis visitas eran todo lo que les mantenía con ilusión por vivir. Yo tenía que justificar el tiempo que perdía con ellos ante la compañía y me pasaba el día de aquí para allá sin ningún beneficio y sin lograr ni una sola póliza. Estaban mis dos hijos... Mi marido ya se había ido y no quería saber nada de mí ni de los niños. Es duro eso, es muy duro.... Si no conseguía quedar bien ante la central, no pasaría mucho tiempo sin que me despidieran.
Bueno, pero eso a usted no le interesa. Vamos a lo que vamos... La idea no fue mía -me explicó Inmaculada-. Se le ocurrió a Belarmino Martín, un anciano muy simpático, viudo desde hacía tiempo y que enterado de mis problemas y de que no me volvería a ver más, se conmovió de tal forma que temí se echara a llorar víctima de un ataque de melancolía. Luego estalló de rabia. Temí por el corazón de ese generoso anciano. Belarmino llevaba en el asilo sin que nadie se preocupara de él cuatro años completos, y yo, sin embargo, en menos de un mes le había visitado en dos ocasiones. Me invitaba a merendar y nos reíamos mucho. Había servido en la legión, en Africa, y me contaba historias picantes de su época de legionario. La verdad es que era muy gracioso aquel viejecito.
Empecé a visitar ancianos cuando comprobé que los ancianos eran los únicos disponibles. Los jóvenes estaban muy trabajados, todas las compañías se los disputan. Entre los jóvenes, los preocupados, los tristes, todos ellos ya tenían una póliza firmada. Los otros, los alegres, los amantes de la vida, jamás firmarían una. Pero me encontré que la mayoría de los ancianos que no disponían de seguros, eran precisamente aquellos que no tenían a quien dejar como beneficiarios de la póliza. Entonces, les sugería la posibilidad de que firmaran a favor de un querido sobrino o sobrina, a un primo o una prima... Belarmino Martín, aquel simpático exlegionario, me abrió los ojos a este respecto:
"Al hijo puta de mi sobrino, a ese cabrito que no aparece por aquí, así lo maten. Una mierda le voy a dejar yo a mi muerte. A ese cabrón, ni agua" me dijo.
Y entonces yo le dije a él que aunque le apreciaba mucho, no tenía más remedio que dejar de ir a visitarlo, porque, la compañía, no me admitiría que perdiera mi tiempo enhoras de trabajo sin ningún provecho. Belarmino me quería con locura. Tuvo una idea:
"Yo le pongo a usted como beneficiaria y se acabó la cuestión. Aunque me gaste todos los ahorros en el pago de las primas, lo mismo me da. Me muero de asco aquí en el asilo y sus visitas me encantan. Es la única diversión que me queda en esta puta vida. ¡Qué cojones!" me dijo Belarmino.
Hablaba así Belarmino, de forma soez, había estado muchos años en Marruecos con la legión.
Yo al principio, que no, pero luego, cuando vi que Belarmino se quedaba tristísimo y al borde del llanto, queriendo que se animara, le dije que me lo pensaría, que ya veríamos más adelante. Y él insistió muchísimo en que aceptara y que no fuera tonta.
Y si examina en profundidad los expedientes, Don Agustín, verá que en casi todos los casos se trata de gente que cuando firmaron la póliza no llegaban a los sesenta años, o poco más. Gente que se quedó viuda prematuramente, sin hijos, gente que verdaderamente quería a su pareja y que la vida les dio un baquetazo tremendo, un baquetazo del que no pudieron recuperarse jamás. Ningún hijo, ningún familiar con el que realmente se llevaran bien. Una pena, Don Agustín, una verdadera pena. La gente vive muy sola como para despreciar la amistosa compañía que se les ofrece y le aseguro que, para todos los ancianos que figuran en esos expedientes, el hecho de conocerme, el que les acompañara para merendar, el que perdiera el tiempo con ellos, representaba uno de los pocos alicientes en su monótona vida. Y, por otra parte, la mayoría de los suscriptores de esos seguros, eran por entonces gente en activo que no pasaban de los sesenta años, de manera que no cabía pensar que se murieran hasta muchos años después."
Inmaculada se detuvo un instante. Estaba roja como la grana. Y te juro, Fede, que estaba preciosa con las mejillas ligeramente rosadas -indicó Agustín a su amigo-. Te reconozco que aquella mujer con pinta de ama de casa, me tenía fascinado.
Mientras me había estado dando tantas explicaciones, la observaba cuidadosamente y poco a poco fui cautivado por el encanto de aquella mujer singular. Algo embriagador se desprendía de ella, algo así como un perfume que te penetraba hasta atrapar tu voluntad, hasta quedar rendido por aquella personalidad tan sencilla y bondadosa. Ese algo embriagador no era otra cosa que una inmensa ternura. A sus cuarenta años (más o menos esos tendría), Inmaculada exhalaba un aroma de simpatía y cariño maternal. Y yo (aunque aún no lo sabía), me estaba enamorando de ella. Sin saberlo ya estaba atrapado en su red.
Porque, naturalmente, estábamos solos en el despacho y la puerta estaba cerrada. Inmaculada inclinaba la cabeza hacia mí, aproximando su rostro al mío en deliciosa intimidad. Me estaba haciendo partícipe de un secreto, de su secreto, y quizás yo era su cómplice.
Noté que su rodilla izquierda se pegaba a mi rodilla derecha, y para mi placer, esperó un ratito antes de separarla.
-Yo necesitaba el trabajo -continuó Inmaculada su largo monólogo, su confesión-. Me era imprescindible ganar un sueldo porque, muerto mi padre hacía poco de un cáncer de pulmón y siendo la pensión que le quedó a mi madre tan exigua que no daba para nada, algo tenía que hacer. Soy hija única y aún no estaba casada. Sólo estaba yo para hacerme cargo, de mi madre, porque, los pocos parientes que teníamos (una hermana soltera de mi difunto padre y un primo de mi madre), en cuanto olieron la pobreza de la casa, desaparecieron, se volatilizaron en el aire como si nunca hubieran existido.
Quizás no estuvo bien que aceptara la proposición de Belarmino que me hizo beneficiaria de su póliza. Y quizás tampoco estuvo bien que se lo propusiera yo misma luego a otros ancianos. Y al poco tiempo, se lo decían unos a otros y me llovían las pólizas. Todos querían que yo me defendiera en la vida, todos se empeñaban en pagar sobreprimas en un intento de que mi eficaz labor me fuera reconocida en la empresa.
Y sin que yo hiciera nada, aquello fue creciendo. Muy pronto me nombraron jefa de la delegación con derecho al sobre anual de participación en beneficios.
Es verdad que no debí hacerlo, pero por fin mi madre dormía tranquila. Por fin podíamos vivir y eso hacía que mi conciencia se adormeciera. Buscaría otro trabajo en seguida. Pero me casé con ese sinvergüenza y vinieron los hijos. Mi marido se fue y yo seguía necesitando el dinero, ahora más que nunca.
Y así hasta hoy, hasta hoy en que muchos la han palmado y me he juntado con treinta y ocho pólizas. Por supuesto, yo no he reclamado ni una sola peseta. Pero al final, todo ha salido a la luz. Usted está aquí, Don Agustín, y pronto, en cuanto presente el informe a la central, me echarán de la empresa y puede que hasta me envíen a la cárcel.
La pobre mujer dio un respingo, Fede, como si fuera a recibir un golpe. Pero no separó su rostro del mío. Estábamos el uno junto al otro, muy cerca, e Inmaculada hablaba muy bajito para que no pudieran oírla los dos jóvenes administrativos desde el despacho contiguo.
-Es extraño que nadie haya dicho nada hasta ahora -le dije-. Y más si se tiene en cuenta que usted enviaría, como es preceptivo, copia de los contratos a Madrid.
-Le puedo aclarar eso también -replicó-. Todos me conocen por Inmaculada, pero tengo un primer nombre que oculto a todo el mundo. Cuando yo nací mi padre lo celebró a lo grande y se fue de juerga toda la noche con unos amigos. Bebió mucho, según parece, y al día siguiente en el Registro Civil, se le ocurrió hacer un chiste y me inscribió como Concepción Inmaculada. Mis apellidos, Sánchez Martínez, son bien corrientitos y nadie sabe lo de Concepción. El nombre que quería mi madre era el de Inmaculada y todo el mundo me conoce por Inmaculada, sin más. Así que en las pólizas figura el nombre de Concepción Sánchez Martínez. Una vez, el "controller" de la central me telefoneó y me encargó investigara quien era esa tal Concepción Sánchez a quien todos los ancianos de Segovia querían hacerle un favor. Era un gracioso aquel individuo. Un desagradable. A los dos días, le contesté que esa tal Concepción Sánchez era la madre superiora de un convento de clarisas y que, esas monjas, hacían muy buena labor por los ancianos. Eso paró el golpe de momento, pero la verdad es que pasé miedo pensando que todo se descubriría en unos días. No hubo más preguntas y el "controller" se jubiló al poco. Yo no he vuelto a figurar como beneficiaria en ninguna póliza nueva. Ya no lo necesito. Soy muy conocida en Segovia y me llueven los contratos. Es una pena que todo tenga que acabarse, ahora, cuando mejor estoy, cuando por fin vivía tranquila. ¡Terminar en la cárcel! ¡Qué horror!
Inmaculada emitió un gemido. Su rodilla izquierda rozaba la mía derecha. Yo estaba completamente impresionado. Jamás había oído una historia semejante. Y, francamente, desconocía entonces y desconozco ahora, si eso es legal o no lo es, y menos todavía si le pueden mandar o no a uno a la cárcel por ello. Porque el caso es que todos habían firmado voluntariamente. Así que no estaba yo del todo convencido de que allí se hubiera cometido algún delito. Para la empresa, las primas de toda esa gente había supuesto un montón de pasta, de manera que todos habían salido ganando. En cualquier caso, no convenía emitir juicios precipitados. Lo que había hecho Inmaculada era casi de admirar, una auténtica revolución en las técnicas del márketing del seguro.
Me sorprendí diciendo:
-Nadie va a ir aquí a la cárcel. Es más, la empresa va a tener que darle a usted la friolera cantidad... -y aquí empleé la máquina de calcular-, de, de.. exactamente, ciento sesenta y cinco millones de pesetas. ¡Sopla! ¡Carajo!
El comentario no había sido prudente, no, en absoluto, pero ya no tenía remedio. Inmaculada tardó en reaccionar. Cuando por fin lo hizo, fue maravilloso porque, inclinándose más hacia mí, me estampó prolongado beso en la mejilla. La tenía tan próxima que mis narices inspiraron el embriagador perfume que usaba Inmaculada (perfume que luego supe era de la marca Caprichi de Nina Richi), con lo que, emborrachado por el delicioso aroma y , sintiendo la rodilla suya clavada en la mía, no pudiendo resistir, impetuoso, abalanzándome sobre ella la besé en los labios. No opuso resistencia en un principio, pero luego me rechazó con suavidad.
Aquella tarde no trabajamos más. Prefirió que quedáramos para cenar. Iría a buscarla a su casa y desde allí buscaríamos donde ir. Abandonamos la delegación. Ella se fue a recoger a los niños y yo a la habitación del hotel de las afueras, en la carretera que une Segovia con Soria. Allí, en el hotel, tumbado sobre la cama, soñando con Inmaculada, pasé el resto de la tarde."
Calló Agustín para darse un trago de whisky. Yo le imité con el manhatan (por cierto, un manhatan ya a punto de terminarse, estaba bebiendo demasiado deprisa). Por lo demás, nadie hablaba, limitándose a beber y, alguno que otro (como yo mismo), a fumar cigarrillos, maniobras éstas que pueden hacerse sin necesidad de articular palabra y con escaso ruido. En la barra, nadie quería perder ripio. Y en cuanto al resto del local, poco a poco habíanse ido vaciando las mesitas bajas del fondo para venirse con nosotros, de manera que allí no quedaba nadie.
-Abrevia lo que puedas -aconsejó Federico-. Puede que este local lo cierren.
miré el reloj. Las dos y cuarto. Efectivamente el local lo cerrarían a las tres o tres y cuarto. Y pese al interés que tenía Ernesto en escuchar la historia de aquel tipo, era muy probable que se cerrara de todos modos pues, no queriendo el barman tener ninguna clase de líos con la policía, era muy estricto con la hora de echar el cierre. Pero aún quedaba una hora. Si el alto sabía aprovecharla, había tiempo de sobra.
-Lo haré -concedió Agustín-. Seré todo lo breve que pueda. Pero, algunas cosas no me las puedo saltar, o de lo contrario, jamás llegarías a comprender en sus justos términos lo que pasó luego. Fue algo horrible.
-¿Te metieron en la cárcel a tí por no decir nada? Como si lo viera, por tonto -observó el bajito.
-No, nada de eso. Inmaculada cobró sus millones y ahora vive como una reina. Efectivamente, no dije nada, y ella fue solicitando poco a poco el dinero que le correspondía. Como mi jefe me nombró luego supervisor de las delegaciones, yo no dije nada y hasta hoy nadie se ha enterado. Inmaculada, cobrados los ciento sesenta y cinco millones se fue de la empresa. Yo continúo de supervisor, así que de momento no hay problema.
-¡Vaya chollo! -exclamó Federico-. Esa tía te tiene que ser incondicional y te la puedes manejar como quieras... Hasta pedirle...
-Vas muy mal por ese camino -dijo Agustín empleando un tono de resignada tristeza. Posiblemente, le ofendían las suposiciones del bajito-. Espera a que te cuente y no me interrumpas. Los tiros no van por ahí, en absoluto.
-Pues cuenta, cuenta -azuzó el otro-. Estamos deseando oírte.
Y al decir "estamos" en lugar de "estoy", Federico acababa de cometer un fallo imperdonable pues nos incluía a todos. Y aunque era verdad que toda la barra escuchaba, no estaba bien que se dijera. Fue uno de esos lapsus a cuyo estudio se dedicó Freud el primero. Temí que Agustín se callara. No ocurrió así, de hecho ya estaba perorando:
" ... y no creas, aquella tarde -decía- en el hotel, me encontraba bastante mal. Era consciente de que me estaba metiendo en un lío con eso de las pólizas de vida no cobradas y de las que era beneficiaria Inmaculada. Se supone que de una cosa así hay que dar parte inmediatamente a la central, y yo, aunque no lo había expresado con palabras, en cierta forma, con aquel prolongado beso habíame comprometido a guardar silencio porque uno no puede besar primero a una mujer, tirarse morreando su buen minuto y medio y, luego, hacerse el longuis y llamar por teléfono al jefe recomendando el despido de la señora en cuestión. Por lo menos, eso no puede hacerse de conformidad con mi código del honor particular, el código de un caballero para el que tal forma de actuar está completamente prohibida.
Pero ese no era el único motivo de mi zozobra espiritual. Lo que más preocupado me tenía, francamente, era que el beso en cuestión me había puesto a cien por hora. Desde lo de Dulce, mi vida se hubiera podido comparar a la de un monje anacoreta (encerrado en casa, alguna que otra vez a la bolera con Manolo), de modo que no había corrido ningún riesgo con respecto a las mujeres. Y después de tantas precauciones, ahora, yo mismo en un arrebato de imprudencia infantil, me ponía en peligro grave de perder esa bendita tranquilidad del espíritu que tanto esfuerzo me había costado alcanzar.
Yo era consciente de que Inmaculada era más peligrosa que ninguna otra mujer que hubiera conocido antes porque, me ganaba por lo tierno, por lo cariñoso de modo que la razón se nublaba negándose a admitir que algún conflicto pudiera sobrevenirme del trato con aquella preciosa y maternal hembra. ¿No había oído yo hasta que punto había sido querida por multitud de ancianos? ¿No era esto suficiente prueba de su bondad inmensa? Inmaculada (no había duda), era capaz de amar de forma limpia y pura, no como Azucena, no como Dulce... De conseguir su amor supondría la completa recuperación de mi alma enferma, la reconciliación con la parte femenina del mundo.
Era precisamente mi deseo de que Inmaculada se fijara en mí, ese deseo loco de que llegara a amarme, lo que me tenía más preocupado. Una extraña sensación de estar corriendo peligro se apoderó de mí. Daba vueltas en la cama. Sumido en la zozobra del si esto y el aquello, de si me conviene por aquí, o si debo ir por allá, cuando en esto, junto a mí cabeza, sobresaltando mis desafinados nervios, escandaloso, chilló el teléfono sobre la mesilla de noche. Era Inmaculada. No podía esperar a que llegara la hora de la cena. Me rogaba fuera a su casa sin más demora.
Dejé el hotel para dirigirme a casa de Inmaculada. Fue aquel un paseo agradable. A la media hora escasa hallábame instalado en el piso de Inmaculada, sentado junto a ella en la pequeña y agradable habitación destinada para la cocina. Nos ocupábamos en pelar judías verdes para la cena de los niños. Delante de nosotros, sobre una mesa de pino, se situaban dos recipientes de cristal transparente, el uno destinado a los rabitos de las puntas y el otro para las judías ya cortadas y quitados los hilos.
Recordé entonces que esa misma operación la hacía yo con mi madre, de niño, allá en Santander, cuando se bajaba al huerto y volvía con un cesto lleno de verduras de todo tipo. Inmaculada, aunque de aspecto muy distinto al de mi madre, se le daba un aire, se le parecía. Y no tardé en adivinar de dónde le venía el parecido con mamá. Era por su ternura, una ternura infinita que ponía en todo lo que hacía por sus hijos. Como mi madre, que también se desvivía por mí. Aquel recuerdo grato hizo que deseara aún más pasarme la tarde en compañía de Inmaculada, en la intimidad con ella, sin hacer nada especial, entretenidos con cualquiera de esas tareas domésticas que invitan a la sosegada charla. Y es que, sencillamente, quería disfrutar de una tarde de compañía femenina.
Estaba disfrutando de lo lindo. Ultimamente me sentía un poco solo y admitido en aquel hogar por unas horas, por unas pocas deliciosas horas, me sentía feliz. ¡Muy feliz!
Cerca de nosotros arrastrándose por el suelo, jugaba una niña de tres años, Cristinita, la hija pequeña de Inmaculada. Manolín, de siete años, el otro hijo de aquella extraordinaria mujer, hacía los deberes en su habitación situada en el otro extremo del piso.
-Me gusta darles un plato de verduras para cenar -dijo Inmaculada-. Si les acostumbras desde pequeños, se la comen estupendamente y es muy buena para la salud.
Estuve de acuerdo. Luego me comentó:
-No sé cómo los madrileños no os volvéis locos con el tráfico y la contaminación. Aquí, la vida es mucho más tranquila y, en menos de una hora recorres la ciudad entera. Puedes ir a un montón de tiendas sin perder tiempo y aunque hay coches (porque no creas, en Segovia hay muchísimos coches), todavía no existe problema de aparcamiento. El aire es purísimo y es una gozada hincharse los pulmones de aire puro... ¿no te parece?
También estuve de acuerdo en esto haciéndole notar que, en mi opinión, esto del aire puro formaba parte de la calidad de vida de la gente.
-Tanto es así -observé-. que he estado pensando en comprarme un chalet en la sierra.
-Pues aquí no te haría ninguna falta ese chalet. Aquí se respira aire puro en toda la ciudad, sin problemas. Y el campo para pasear, está a un paso. En Segovia se vive muy bien, esa es la verdad.
Y al decir esto, Inmaculada me lanzaba significativa mirada al tiempo que en sus labios se dibujaba simpática sonrisa. Francamente, Fede, es que yo empezaba a estar harto de Madrid. Hay demasiada gente y demasiados coches en Madrid. Entre Inmaculada y yo surgía un sincero afecto, un afecto que nos unía.
Llamaron a la puerta de la calle. Era la madre de Inmaculada, una señora muy agradable que me estampó un par de besos nada más verme.
-¿Es usted el novio de mi hija? -quiso saber.
Reí encantado mientras exclamaba:
-¡Qué más quisiera yo, señora!
La madre venía a hacerse cargo de los niños mientras su hija salía a cenar. En Segovia, estas cosas suceden, las madres ayudan a sus hijas y todo lleva otro ritmo.
Mientras Inmaculada se arreglaba convenientemente para salir y la madre daba la cena a los niños, pasé a una salita muy coquetona y allí me quedé esperando y escuchando un disco compacto de música clásica. Repasé los discos que se ordenaban en los estantes de una pequeña librería. Había un buen número de discos y la mayoría de música clásica. Me agradó aquello. Porque por este detalle se adivinaba que la dueña de la casa era persona de sensibilidad. En cuanto a la decoración del piso, ya me había dado cuenta de que el buen gusto imperaba en el mobiliario, aunque, quizás, era excesivo el número de objetos de adorno. Esto del excesivo número de objetos, es cosa que ocurre en muchas casas, y más aún, en las casas de las ciudades pequeñas donde la decoración se recarga hasta el agobio. Me hundí en la cómoda butaca dejando volar mi imaginación al son de una sinfonía de Cherubini.
(Os he tenido tanto tiempo de sequía que os pongo una bien larga)
Supongo que no hace falta que exprese mi necesidad vital de que continúes de una vez.
masssss
Tengo mono uhm
No pasados veinte minutos, hizo su entrada Inmaculada. ¡Y qué entrada! Solo te diré, Fede, que nunca antes había visto nada igual. La sorpresa de los troyanos ante la belleza de Helena cuando la vieron por primera vez entrando en la ciudad del brazo del traidor Paris, debió ser algo semejante a lo que yo sentí en esos momentos. Y no sólo porque vistiera elegante, sino porque con el vestido que llevaba, (el adecuado para salir a cenar, un vestido negro ceñido, bien escotado y de cortísima falda), francamente, ¿qué quieres?, estaba imponente. No estaba sencillamente bien, Federico, sino imponente. Y no diré más sobre esto.
El caso es que se sentó a mi lado y, entrelazando sus manos con las mías, me preguntó:
-¿Qué te parezco, Agustín?
Le dije la verdad de lo que veía, es decir, púsela por las nubes. Ella, impulsiva, se arrojó sobre mí y me besó repetidamente. No continuó el ataque y, discreta, me dejó libre.
Al poco, salíamos rumbo a un restaurante muy bueno del que no recuerdo el nombre pero que está al pie del torreón de Lozoya, en la plaza que hay en mitad de la calle Real.
Y qué te he de contar de esa noche inolvidable, querido Federico? Fue algo maravilloso. Ocurrió todo y no ocurrió nada. Conversación y conversación, expresivas miradas y hasta un ligero sobe de manos... al salir del restaurante Inmaculada tropezó y estuvo a punto de irse al suelo. Yo la sostuve y, no me digas cómo, pero el caso es que acabamos abrazados. ¡Sí, sí, fue una sensación magnífica!.
En fin, regresé al hotel no muy tarde. Insomne, pasé toda la noche dando vueltas en la cama no sabiendo que camino tomar. Por un lado, el corazón me pedía una cosa y, por el otro, el cerebro aconsejaba justamente la contraria. El corazón me decía que venciendo toda reticencia (lo sucedido con Azucena y Dulce se hallaba muy presente en mi ánimo todavía), venciendo digo toda reticencia y todo miedo, me lanzara de cabeza en pos de la felicidad que el amor de Inmaculada prometía. Pero el cerebro aconsejaba lo contrario. "No te metas en líos, Agustín", decía. Me ordenaba volver a Madrid al día siguiente, muy tempranito, y sin ni tan siquiera poner el pie en la delegación. Insistía en que debía contarle al jefe todo eso de los ancianos y de Inmaculada, lo de la inexistente monja clarisa y todo eso. Y que, una vez hecho todo, me olvidara del asunto. La noche entera se la pasaron peleando el corazón y el cerebro, pero, como ya habrás adivinado, Federico (me conoces demasiado como para pensar otra cosa), ganó el corazón. Sabes que poseo un alma romántica sentimental.
Por entonces, ya sabía yo que Inmaculada estaba por mis huesos y que, de proponérmelo, no tendría dificultades para casarme con ella. Y es que cuando surge el amor, suele hacerlo de forma recíproca: Inmaculada estaba por mí y yo estaba por Inmaculada. Lo había visto claro durante la cena. Ella me había contado toda su vida y no había dejado de pedirme mil consejos, incluso consejos sobre la educación de los hijos. Eso es muy significativo, Fede, cuando una mujer te pide consejos acerca de lo que debe hacer con sus hijos, entonces, no lo dudes, es que ya la tienes en el bote. O sea, que Inmaculada estaba enamorada de mí y era millonaria. O mejor dicho iba a serlo en breve si reclamaba el dinero de las pólizas y yo no decía nada al jefe. O incluso si me iba de la lengua, también podría suceder que nada impidiera que Inmaculada cobrara sus millones, porque, como ya te he dicho antes, no estaba para nada convencido de que lo que había hecho fuera ilegal. No, no lo sabía.
De modo que venció el corazón y el corazón me decía que intentara casarme con Inmaculada disfrutando así de ella y de sus millones. Hasta podría dejar de trabajar e irme a vivir a aquella ciudad donde hay aire puro por todos los sitios a los que uno se le ocurra ir a pasear. La idea del matrimonio resultaba de todo punto tentadora.
No me fui a Madrid, no llamé al jefe ni tan siquiera.
Durante la semana, me dediqué a hacer que hacía. Los dos jóvenes administrativos no se dieron cuenta de la inutilidad de la labor que realizábamos con tanto ahínco. Les pedía un papel tras otro, les ordenaba elaborar una relación y luego otra. El caso es que averiguado lo de las pólizas, la inspección estaba terminada. Y mientras los días pasaban, Inmaculada y yo vivíamos el más apasionado de los romances.
Salíamos todas las tardes a pasear, luego íbamos a un restaurante para, luego, acabar bailando hasta altas horas de la noche. Un par de veces nos sorprendió el amanecer entre el champán y los besos. La verdad es que pulvericé las dietas. El jueves, mientras bailábamos en la discoteca, entre beso y beso, loca de alegría, me comunicó:
-Me han prestado una casita en el campo para que pasemos el fin de semana, ¿qué te parece? ¡Estoy deseando que vayamos!
Tuve que aceptar, soy un hombre y no valen las disculpas en estos casos. En verdad, acepté no sin cierta aprensión. Las experiencias vividas con Azucena y Dulce no me ayudaban en lo más mínimo."
-Un momento, Agustín -interrumpió Federico-, me da la impresión de que no te he entendido bien. ¿No acabas de decir que a veces os sorprendió el amanecer ahítos de champán y besos, el uno en brazos del otro? ¿No has dicho eso?
-Lo del champán no lo he dicho -puntualizó Agustín.
-Bueno, vale, vale -se impacientó Federico-, lo del champán no, pero sí que has dicho lo del amanecer... ¿no?
-Sí, lo he dicho -aclaró el otro-. Fueron noches maravillosas y a veces nos sorprendió el amanecer.
-Pues entonces -dijo Federico-, no entiendo por qué tanto remilgo.
-No sé a qué te refieres -replicó Agustín.
-Pues que si te pasabas todas las noches con esa tía ya tendrías que haber comprobado como iba todo -explicó el bajito-. Quiero decir si ella funcionaba bien y si tu respondías como un hombre. En este sentido, he de advertirte, amigo, que el atiborrarse de champán no es bueno, no... Sé de tremendos fracasos provocados por el exceso de alcohol en los momentos decisivos, en los momentos en que un varón debe cumplir enfrentándose con la verdad.
-Es que no había pasado nada -explicó Agustín.
-¡Ah! ¡ah! ¿Cómo que nada? -inquirió el bajito
-Nada. Nada de nada -respondió Agustín
-O sea que nada.
-Eso es nada.
-Ya.
Todos los allí presentes comprendimos lo que pensaba Federico al decir que "ya". Quería decir que, Agustín, nada de nada. Y todos pudimos imaginar la angustia que debió sentir aquel hombre sabiendo que iba a pasar todo un fin de semana en compañía de una mujer y en la soledad de una casa de campo sin escapatoria posible. Y en honor de la verdad, hay que señalar el hecho de que Federico se portó aquí estupendamente. Podía haberse mostrado muy irónico en ese momento si hubiera querido. Podría haber descargado el definitivo golpe dialéctico a su amigo. Pero Federico no lo hizo, dejó pasar la oportunidad. Guardó respetuoso silencio. Verdaderamente, ahí, Federico se portó como si fuera un amigo, un amigo entrañable.
-Continúa tu historia -ordenó el bajito. Y el otro, obedeció:
"Aquella noche del jueves -dijo-, previa a la de la excursión campestre, en la intimidad de la habitación del hotel, hice prácticas. El pene, al menos aparentemente, se subía con facilidad suma, enderezándose vigorosamente y poniéndose tieso a la menor manipulación.
"¡Perfecto! Mañana cumpliré a plena satisfacción." Me dije".
En la barra se produjo un murmullo. Aproveché para darle el último sorbo al manhatan. Me lo había terminado ¿Cuál era? El cuarto, era el cuarto. Le hice una significativa seña a Ernesto. Esta vez me entendió perfectamente,y, al poco, gozaba de un nuevo y rico manhatan.
"Me estoy pasando con la bebida", pensé. "Cinco manahatanes son muchos manhatanes."
La de los arrumacos, en voz baja pero audible por todos, le explicaba a su compañero:
-Lo que ha querido decir es que se hizo una paja, amor. Lo mismo que haces tú cuando yo estoy de viaje.
-Sí, amor mío -respondió el enamorado, otra vez el rostro encendido como la grana por la vergüenza.
No era discreta aquella mujer, no, no lo era. Antes nos había informado de que a su compañero un polvo ya le costaba y, ahora, añadía esto de las pajas... Quizás no le convenía una compañera así a un tipo tan tímido como aquel que no paraba de ponerse colorado como un tomate.
El bajito metió baza:
-Creo que esa manía que tienes tú, querido Agustín, de llevarte a las tías fuera de las ciudades para tirártelas, no deja de ser algo aberrado. A Azucena y a Dulce las llevaste fuera de Madrid y, ahora me dices que con Inmaculada te fuiste fuera de Segovia. Debe tener algún significado psicológico esa extraña manera de comportarse. Claro está, a menos que obedezca al mero deseo de retrasar el momento de la verdad... Si no, no se entiende. En Madrid hay muy buenos sitios donde llevarse una tía (incluyendo tu apartamento), y es de suponer que en Segovia pasa lo mismo. ¿Por cierto, no estabas en un hotel? En fin, que no, Agustín, que no se entiende.
Se acabó la tregua. Vuelta al combate.
-La acababa de conocer -protestó Agustín-, no hubo tiempo material para...
-Eso sí que no -atacó el bajito-, eso sí que no te lo admito. Tuviste toda una semana de hotel para tirártela. No te vengas ahora con disculpas... ¡toda una semana! ¡Y no hiciste nada!
El bajito tenía razón. De nuevo llevaba él ventaja en el combate, Sin embargo, no dejaba de parecerme costumbre sádica la que tenía de derribar a su amigo para dejarlo recuperar luego y volverlo a derribar. De seguir con esta práctica, acabaría por destrozarlo moralmente.
Agustín no contestó inmediatamente. Quizás no tenía fuerzas para hacerlo. Se limitó a seguir el relato sin hacer comentarios:
"Bueno, el caso es que al día siguiente una vez terminamos de comer, a eso de las tres y media de la tarde, nos subimos al coche de Inmaculada y, raudos, partimos hacia nuestro destino, un pueblecito a unos veinticinco kilómetros de Segovia y a unos once de Turégano. Dado lo solitario de la zona, es precisamente en esta población, Turégano (población de alguna entidad), en donde los lugareños se abastecen de alimentos, bebidas, clavos, bombillas, medicinas y, en general, de todo aquello que se necesita a diario en una casa. El viaje no debía durar más de una media hora, o cuarenta minutos a lo sumo. Eso me había dicho Inmaculada, así que en seguida llegaríamos y podríamos disfrutar de un agradable paseo a pie por el campo.
Conducía Inmaculada, a su lado iba Manolín y en el asiento trasero, iba yo con Cristinita en brazos. Era demasiado pequeña como para ir suelta y el coche de Inmaculada no disponía de silla para los niños. Siendo Segovia una ciudad tan pequeña, apenas se utiliza el coche, de manera que no se ve la necesidad de dotarlo con sillas de niños y cosas así, cosas que en algún otro momento pueden resultar un estorbo. Por esta razón, iba ahora Cristinita sentada sobre mis rodillas, inquieta, gozosa, sin parar de moverse ni un solo momento. Me resigné a sufrir aquello. A fin de cuentas, el viaje no duraría mucho. Podría resistirlo.
La cosa empezó mal. No nos habríamos alejado ni cinco kilómetros cuando pinchamos una rueda. Puse la de repuesto, no sin trabajo, porque el gato hidráulico no funcionaba bien y sólo pudimos salir del apuro gracias a la inestimable ayuda de un amable camionero.
Luego, Inmaculada decidió detenerse en el híper de la carretera de Soria que hace tan cómoda la vida de los segovianos, el Intermerca. Teníamos que conseguir patatas, huevos, cinta de lomo y las sanísimas e imprescindibles verduras para la cena de los niños. En fin, arrastré el carrito con paciencia por todo el híper, al tiempo que sostenía a Cristinita en brazos para que no se escapara. Manolín no paraba de hacerme preguntas, preguntas extrañas por cierto, tales como:
-¿Qué puede más, un león o un puma?
-Un león.
-¿Y cuál es más ágil, el león o el puma?
-El puma.
-Entonces, los pumas... ¿pueden subirse a las ramas de los árboles?
-No sé, creo que sí -le dije.
-Entonces, si se suben a la rama de un árbol... ¿cual puede más, el puma o el león? -insistió el niño.
-Los leones no pueden subirse a las ramas de los árboles -le informé.
-Pero si pudieran subirse, entonces... ¿cuál podría más? -porfió Manolín.
-Es que el león no puede subirse -afirmé categórico.
-Pero si pudiera... -sugirió el niño.
-Pues, en fin, en ese caso el puma -concluí yo, porque el león se apañaría muy mal.
-Entonces, puede más el puma -anunció Manolín triunfante-. Y tú me has dicho una mentira.
-¿Una mentira? -salté yo indignado.
-Sí, una mentira -repitió el simpático Manolín-. Al principio me has dicho que podía más el león y ahora dices que puede más el puma. Has tratado de engañarme. ¡Mentiroso!
Intervino la madre:
-Manolín, los mayores no dicen mentiras -le reñía con suavidad-. Además, no se dice "mentir", eso está muy feo, si no que se dice no es cierto. Agustín no ha dicho una mentira porque no tenía intención de mentir. Lo que ha dicho no es cierto, simplemente se ha equivocado y no es ningún mentiroso. ¿Lo comprendes, Manolín, rico?
-Es que me he limitado a decir que puede más el león -expliqué a la madre picado en mi amor propio-. Y es que no hay duda, todo el mundo lo sabe, el león es el que puede más de todos los animales. ¡Vamos hombre! De hecho puede más que el tigre que ya es decir...
-No en el árbol -dijo el odioso niño, impertinente-. En el árbol puede más el puma.
-Tiene razón el chico -terció la madre-. Quizás sólo en esa ocasión pueda el puma al león, pero Agustín, habrás de reconocer que en el árbol, el puma puede más que el león. No hay duda, la cosa es clara, tiene razón Manolín.
No dije nada. Mi orgullo varonil no me permite entablar discusiones bizantinas con las mujeres cuando opinan sobre temas que no le son propios a su sexo. Cualquier varón sabe que el león puede más que el puma, así que me mantuve en silencio sin querer entrar en una estéril discusión con aquel crío y con su madre.
En el coche, ya de camino otra vez, noté calor en la pierna. Cristinita se había hecho pis poniéndome como una sopa. Hubo que parar y cambiar a la niña. Y yo, que no había previsto incidentes de este estilo, no había tenido la precaución de meter un pantalón de repuesto en el bolso de viaje, hube de aguantarme así como estaba, empapado de cintura a pies. Era muy posible que aquello supusiera cogerme un catarro. Aparte, claro está, del asco que me daba, que no era poco.
Continuamos viaje. Pensando en la responsabilidad con la que debería enfrentarme esa misma noche, comencé a sentirme algo inquieto. Recobré la serenidad gracias al recuerdo del vigor con que el pene había respondido a los estímulos manuales la noche anterior en la soledad de mi habitación del hotel.
Al cruzar un puente sobre un río de nombre desconocido, Manolín se interesó por las corrientes de agua:
-¿Qué es mayor un río o un arroyo?
Esta vez, la respuesta era sencillísima:
-Un río -dije resueltamente.
-¿Y entre un manantial y un arroyo?
-Pues, depende.
La respuesta no era determinante, pero es que tomaba precauciones. No me fiaba de Manolín.
-Y entre un arroyo y un lago -quiso saber el niño.
-El lago. Seguro, el lago -le informé.
-Pues mi profesor de naturales, dice que en Venezuela hay un arroyo que es más grande que cualquier lago o que cualquier río de España -me dijo con ánimo instructivo el simpático chaval-. No tienes ni idea, tío Agustín. Mi profesor Don Roberto es un sabio y sabe mil veces más que tú de geografía.
No le discutí que Don Roberto era una eminencia y yo un asno. No dije nada. No merecía la pena discutir con aquel odioso niño. El caso es que la madre me gustaba con locura y lo demás daba igual. Posiblemente, ese niño se había visto muy afectado por el abandono del padre, de un padre que nunca se ocupó de él ni de su pequeña hermana Cristinita. La madre tampoco les prestó importancia a las palabras impertinentes del niño. En fin, que o no les dio importancia, o quizás, pensaba dándole la razón a su hijito que, efectivamente, Don Roberto era realmente un individuo mucho más sabio que lo que yo era. Las divorciadas se apoyan demasiado en sus hijos varones y suelen dejarse comer el terreno por ellos con harta frecuencia. Fuera como fuera, el incidente carecía de verdadera importancia y decidí no dársela.
El coche tomó una curva a gran velocidad. Ya habíamos tomado otras muchas curvas anteriormente, pero es que en ésta, precisamente en ésta, Cristinita vomitó. Para ser exacto, habré de decir, no que vomitó sino que me vomitó a mí. Me vomitó de arriba abajo un líquido rojo, pastoso, con alguna que otra judía pinta suelta, sin digerir. El olor era indescriptible. Sencillamente, Federico, no tengo palabras para poderte expresar cómo olía aquello. Estoy convencido de que en las letrinas de un cuartel el día de recepción de los quintos del reemplazo de primavera, puede uno inspirar mejores olores que los que desprendía aquella graciosa niñita.
Otra vez hubo que parar y cambiar de ropa a la pequeña. Para mí no hubo esa posibilidad pues, como ya te he dicho, el equipaje que llevaba era escasísimo. Ahora, Cristinita exhalaba un aroma de agua de limón y el que olía mal era yo.
(Pan y bragas para el pueblo)
pobre agus xD
Mejora por momentos (:
El viaje se me estaba haciendo eterno. El niño siguió haciendo preguntas y preguntas. Y me cazaba en todas.
Por fin, llegamos al chalet y, descargada la compra que habíamos hecho en el híper, me di una ducha. El termo del agua era eléctrico con una capacidad para calentar cien litros hasta los sesenta grados centígrados, una maravilla de termo, pero con el inconveniente de que desde que se encendía hasta que lograba este espléndido resultado, venía a tardar aproximadamente cinco horas. Naturalmente, nos lo encontramos apagado y el olor que yo traía debido a la vomitona de la niña no podía esperar. Y aunque era ya primavera, el agua de la sierra estaba helada, de manera que salí de la ducha al borde de la congelación.
Me puse a rebuscar en la bolsa de viaje. Encontré cuatro camisas, dos pares de calzoncillos y dos pijamas de seda, pero ningún pantalón. Demasiadas camisas para ningún pantalón. No soy muy experto en hacer equipajes y los estupendos pantalones grises y unos vaqueros los había dejado colgados en el armario del hotel. ¡Allí
podían estar!
Inmaculada vino en mi ayuda trayéndome unos vaqueros azules de hombre. Los Había encontrado en el armario del dormitorio donde íbamos a dormir juntitos ella y yo esa noche, en el dormitorio de la amiga, de la dueña de la casa, una divorciada como Inmaculada, una divorciada que llevaría allí de vez en cuando a un hombre. Alguno de ellos habría olvidado allí unos pantalones no presentándose luego ocasión propicia para devolvérselos. Y muy probablemente, esa oportunidad no llegaría nunca porque se trataría de un hombre para una noche, uno de esos hombres que utilizan las divorciadas y luego dejan. Los usan y los largan. Las divorciadas hacen eso. ¡Pobres diablos!
En fin, Federico, en todo eso pensaba mientras me probaba el pantalón. Comprobé que me sobraban cuatro tallas. El dueño de aquel vaquero debía ser un Hércules. Allí cabían cuatro "agustines". Inmaculada pareció comprender lo que estaba pensando:
-Lucía, mi amiga, se busca siempre unos tíos impresionantes. No le gustan los esmirriados ni los enclenques –dijo.
No sé el porqué, pero el comentario como que no me hizo mucha gracia, más bien, no me hizo ninguna. Me incordiaba el pensamiento de que alguien pudiera calzarse aquel pantalón y no quedar en ridículo.
Y al mirarme en el espejo, observé que aquel inmenso vaquero me hacía parecer un absurdo payaso. Un tremendo sentimiento de inseguridad se apoderó de mí espíritu. Quizás se debía a que existe un cierto sentido de la proporción, de la correspondencia por la que se piensa que a esa talla de pantalón, enorme, debe corresponder un pene también enorme. Tuve miedo, un miedo atroz al ridículo. La responsabilidad me abrumaba.
Viéndome recién duchado y tan limpito, probablemente excitada por el aroma del agua de colonia que utilizo habitualmente, Inmaculada, aproximándose, me acarició la nuca y me rozó los labios con tierno beso. Los niños andaban por otro lado de la casa y no podían vernos. Con rápido y sorpresivo gesto, me pasó la mano por encima de la bragueta y yo, de inmediato, por debajo del calzoncillo, noté que el pene se alzaba vigorosamente pugnando por salir al aire libre.
"Esto está hecho", pensé alegremente dándome ánimos-. "No va a haber ningún problema."
Aún era muy temprano para la cena. Inmaculada me pidió le hiciera un favor a su amiga:
-Si no te importa, pásale la máquina al césped, está altísimo. Le prometí a Lucía que lo haríamos. ¿No te importa, verdad?
Y melosa, me volvió a acariciar mis partes por fuera del pantalón.
Corté el césped con gusto, aunque me costó cogerle el tranquillo a la dichosa maquinita cortacésped. Acabé hasta los pelos de tanto bajarme y subirme a la máquina, pues, en los lugares próximos a las tapias la cortacésped no sirve y han de hacerse a mano con la azada. Además, debido a un descuido de su amiga, el tanque de gasolina de la maquinita estaba prácticamente vacío y hube de traspasarle un poco desde el depósito del coche. Sólo disponía para realizar esta operación de una gomilla de esas finas, y aunque lo conseguí y la mayor parte fue a parar al depósito de la cortacésped, unas buenas mamadas de gasolina me las llevé yo.
Terminado el trabajo, estaba mareadísimo pero un sentimiento de orgullo inundaba mi pecho. Y cuando Innmaculada se enteró de lo de la gasolina, observando que vacilaba un poco al andar, efecto del mareo, me hizo sentar para que no me fuera a caer al suelo.
Pero no pasados cinco minutos, intentó encender la cocina de butano comprobando que la bombona estaba vacía. Lo mismo les ocurría alas dos de repuesto que encontramos en la leñera. Entonces dijo:
-Anda, Agustín, querido, si no te importa, vete a Turégano a que te las cambien. Sin gas no podemos hacer nada. ¿No te importa, verdad?
Cogí el coche y me fui a cambiar las bombonas. Turégano es un pueblito que está a unos once kilómetros de la aldea donde se encuentra el chalet de Lucía. En el almacén distribuidor del butano noté como el empleado se fijaba en mis inmensos pantalones. Pero no dijo nada.
A la hora y cuarto, estaba de vuelta en el chalet. El camino es sinuoso y el coche debe ir muy despacio si uno no quiere salirse de la carretera. Descargué las bombonas del coche, metí dos en la leñera y una la introduje en la casa. Al cabo de unos minutos, Inmaculada se ponía a cocinar.
-Voy a hacer una tortilla de patatas y unas judías verdes, ¿qué te parece? -me anunció alegremente-. Una cosa sencilla, no quiero eternizarme, de modo que nos podremos ir muy prontito a la cama. Estoy deseando cogerte por banda, querido, no he estado con un hombre desde que me separé de mi marido. ¡Imagínate las ganas que tengo!
Encabritóse de nuevo el pene intentando alzarse, imperioso, dentro del opresor calzoncillo. De todas formas, me sentía algo cansado (no había parado ni un solo momento en toda la tarde) y ahora era conveniente descansar un rato antes de irse a la cama.
Mientras cascaba los huevos para las tortillas, Inmaculada s acordó de algo:
-Agustín, querido -me díjo zalamera-, aquí en Segovia las noches son frías y no te puedes fiar. Ahora, todavía con luz, el frío no se nota tanto, pero en cuanto caiga la noche... Si no te importa, haz el favor de ir a la leñera y parte un poco de leña para las estufas. No quiero catarros. ¿No te importa, verdad?
-Hay leña cortada ahí en la entrada, en un cesto de mimbre, junto a la puerta de la calle -le indiqué. Me había fijado en ese cesto nada más llegar aquella tarde.
Es muy poca -respondió. Y añadió riendo alegremente-: ¡Cómo se nota que eres de Madrid! ¡Qué poco sabes de estas cosas! Anda, anda, corta un poco más. Tienes el hacha en la leñera. ¿No te importa, verdad, querido?
Pues algo sí que me importaba, pero obedecí. No soy muy bueno con el hacha y salvé los dedos de los pies por milagro. Cuando al fin apilé los troncos de leña al lado de la chimenea (listos para que Inmaculada hiciera con ellos lo que quisiera), sudaba la gota gorda. Me notaba raro.
Inmaculada me dijo, cariñosa:
-Si no te importa, Agustín, querido, dúchate otra vez antes de cenar. Has sudado como un mono y en la cama te quiero muy limpito.
Y por tercera vez, insinuante, me pasó la mano, rápida, escurridiza, por encima de la bragueta del pantalón. A lo que se ve, este gesto era habitual en ella.
Pero el pene, en esta ocasión, no reaccionó todo lo bien que podía esperarse permaneciendo inerte. Algo en mí comenzó a desmoronarse.
"Esta va a ser como las otras dos" me dije con aprensión.
Y me fui a la ducha. Y en la intimidad del cuarto de baño hice pruebas. El resultado fue satisfactorio.
Entonces, perfumado y limpio, animoso aunque cansado, ayudé a Inmaculada con los niños. Les dimos de cenar a ellos primero, y después intentamos meterlos en la cama. Su dormitorio quedaba al otro extremo de la casa, de modo que nuestro amor podría desarrollarse discretamente. Pero no hubo forma ni medio de dormirlos. Cristinita que tenía miedo de estar tan lejos, Manolín que él ya era muy mayor para irse tan temprano a la cama, el caso es que no querían irse a dormir ni a tiros. Al fin, aceptaron con la condición de que les contara un cuento.
-Tío Agustín sabe unos cuentos maravillosos -habíales dicho la madre.
Inmaculada se fue a preparar nuestra cena y yo me eché sobre la cama que ocupaba Cristinita. Comencé el relato del cuento. Lógicamente, un hombre imaginativo como yo, prefería inventar el cuento a echar mano de los tan socorridos de Pulgarcito, la Cenicienta, Caperucita y demás, porque cuando se tiene el don de poder crear uno sus propias historias es mejor hacerlo así pues no se corre el riesgo de que los niños conozcan el cuento y se aburran. Además, pueden introducirse escenas que presenten aspectos diversos para una correcta formación de la mente infantil. Todo son ventajas.
El niño no paraba de hacer preguntas estúpidas y comentarios impertinentes. Preguntas y comentarios tales como:
-¿Por qué el osito quería rescatar a su papá de las garras de los cazadores?
Le expliqué las razones:
-Ya te lo puedes figurar, el osito quería mucho a su papá. Estaba muy triste desde que los malvados cazadores se lo habían llevado para encerrarlo en una jaula. Por eso, porque quería mucho a su papá y estaba muy triste, se jugaba la vida intentando rescatar a papá oso.
-Pues yo no lo haría -afirmó Manolín, compasivo-. No, no lo haría a menos que me lo pagasen bien. Un amor de criaturita, ese Manolín.
Acabado el cuento del osito, vino el de un niño, Pepín, que no tenía con quien jugar.
-Sería un niño muy antipático y por eso nadie quería jugar con él -dijo Manolín con lógica-. Un gilipollas, eso sería ese niño que te has inventado tú.
Le informé de que aquel niño no era ningún gilipollas, que lo que pasaba es que vivía en un lugar muy solitario en donde sólo había personas mayores y que por eso no tenía amigos. Pero Manolín insistía:
-Si no hay niños, hay viejos, siempre hay con quien jugar -afirmó-. O si no, un perrito, o un gato... Ese niño que te has inventado, tío Agustín, debía ser un gilipollas, un gilipollas súper antipático.
-No digas más eso de gilipollas -le reproché.
-Pues lo de gilipollas lo dice mi madre a todas horas.
-Pues es igual, eso no se dice. Y, además, te advierto que en ese sitio donde vivía el niño no había nada de nada, ni gente, ni perros, ni gatos... Nada de nada, ni nadie tampoco, observé con suma irritación-. ¿Lo comprendes, o no lo comprendes?
Y de este modo, cuando luego traté de encontrarle un amigo al niño, porque a Cristinita la idea de aquel pobre Pepín en extrema soledad rompíale el alma, entonces, entonces digo, las pasé canutas para encontrarle un compañero a aquel desgraciado niño que vivía en un lugar tan solitario. Forzando la situación, hice aparecer un perrito por los alrededores, un perrito del que muy pronto se hizo amigo Pepín. Pero, entonces, Manolín dijo:
-Ya lo sabía yo, en ese sitio tenía que haber animales, en todas partes hay alguna clase de animal. No hay sitios donde no haya animales, así que ese niño era un antipático, un súper antipático gilipollas.
No queda bien gritar al hijo de la mujer con la que vas a compartir la cama. Por lo menos, cuando las relaciones se plantean fuera del matrimonio. Así que no dije nada.
(Larguita, siguiendo la tendencia)
mas porfavorrrrr :D
Hubo en total tres cuentos y, terminando el tercero, estuve a punto de dormirme. Manolín, convencido de que mis cuentos eran pésimos, se abstuvo de hacer preguntas encerrándose en un obstinado mutismo. Me empezó a vencer el sueño y, de hecho, debí dormirme. De repente, sentí la pringosa mano de Cristinita que me frotaba la cara diciendo:
-¿Qué pasó con el tigre? ¿Qué le hicieron?
Lancé un chillido. Luego, cuando salí del cuarto de los niños ya no era el mismo hombre. Ya sabes, Federico, que no tengo hijos. Afortunadamente, me divorcié antes de tenerlos y esa es una de las cosas que más agradezco a la vida. No soporto a esas criaturitas egoístas y puñeteras que no hacen más que pedir y pedir, y que consideran que uno debe estar a su servicio las veinticuatro horas del día.
Al salir de aquella habitación, la idea de casarme con Inmaculada ya no me parecía tan buena. Lo de los millones de las pólizas, desde luego, estaba bien, no digo que no, pero no compensaba, no me va tan mal en la empresa como para someterme a una tortura semejante. Si algo bueno había tenido Albertina, mi mujer, era lo de no poder tener hijos aunque reconozco que no estuve delicado felicitándola por ello. No, no debí felicitarla, lo sé. Albertina no me lo ha perdonado.
El caso es que cuando dejé dormiditos a Manolín y Cristinita, la madre ya estaba metida en la cama esperándome. Tapábase por completo bajo las mantas y sólo se le veía asomando por encima del embozo de la sábana, su hermosa cabeza. Poseía Inmaculada un bello rostro de mujer madura, y ahora, lucía la espléndida cabellera rubia suelta, extendida por la almohada y el cobertor.
-Desnúdate pronto, amor mío, y vente conmigo -me reclamó impaciente.
En fin, Fede, bueno, pues que me volví a animar. Pensé que una relación con Inmaculada podía ser algo formidable. No tenía por qué casarme con ella y el hecho de que viviera en Segovia era otra ventaja. Podría verla cuando quisiera sin estar obligado a salir con ella a diario. Pero, a ver... ¿no es bonito que a uno le esperen bajo las sábanas con esa impaciencia? Inmaculada merecía la pena, verdaderamente, sí que la merecía.
Desnudo, me introduje bajo las sábanas. Inmaculada se arrimó a mí abrazándome. También ella estaba desnuda.
-Sólo me he dejado las bragas -me informó-, para que me las quites tú mismo.
Y nos dimos larguísimo beso. Luego, ella, manipuló sabiamente con el pene y yo trabajele los pechos. Noté con orgullo que mi aparato respondía con presteza y valor. Alzábase imperioso, con violencia incluso. Los pezones de Inmaculada ya estaban duros.
-En el clítoris -solicitó.
-De abajo arriba, con suavidad -indiqué yo.
Y en ese preciso instante de suma felicidad, Manolín, el odioso Manolín, llamó a la puerta.
-Cristinita tiene miedo -explicó.
-Si no te importa, Agustín, espérame un minuto -dijo Inmaculada saltando de la cama.
Se fue la madre para atender a la hija tardando su buen cuarto de hora en regresar. Mientras la aguardaba, mi órgano viril, fláccido, descansaba. Comenzamos otra vez los juegos comprobando que ahora la erección se producía de modo más lento, Inmaculada, estirando las mantas, púsose a acariciarlo con la boca, mordisqueando el glande con los labios. La maniobra tuvo éxito total. Desde luego, aquella mujer me sorprendía más a cada minuto. Allí, de rodillas en la cama, inclinada sobre mí, desnuda, luciendo aquellas bonitas bragas rosa que tan apetecible le hacían el trasero, se mostraba como una auténtica experta.
Mas con tanta manipulación y tanto roce, habíase escapado una buena cantidad de semen, de manera que, pensando en ello, comenzaron a rondar por mi cabeza tristes presagios.
"No sé", me dije: "Se entretiene mucho. O penetro ya, o no penetro nunca". .
-¿Te apetece primero un sesenta y nueve? -propuso feliz.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
-Casi no -repliqué-. Vamos a hacerlo como Dios manda.
Gozosa, se puso a mi lado girando el cuerpo hasta darme la espalda. Quería que le entrara por detrás.
Y cuando disponíame a complacerla, el pene erecto, ¡perfecto!, entonces digo, de nuevo Manolín golpeó la puerta con los nudillos:
-Cristinita se ha hecho pis -anunció.
-¿Y el pañal? -inquirió la madre (el pene en espera a la puerta de la húmeda vagina).
-Se lo había quitado y está toda la cama mojada -respondió Manolín desde el otro lado de la puerta.
Inmaculada, abandonó la cama bruscamente. Esta vez no me preguntó si me importaba o no, se fue con el hijo sin decir palabra.
El pene se desmoronó. Y yo mientras aguardaba, deprimido, asistía al triste espectáculo del derrumbamiento gradual de lo que tanto había costado levantar. Toda ilusión era vana. Jamás lo volvería a ver como lo había visto hacía un instante, fuerte y vigoroso, jamás tan atrevido.
Regresó Inmaculada cuando ya todo era inútil. No había nada que hacer. Lo intentó de todas las maneras posibles, pero el mal ya estaba hecho. Al fin, dándose por vencida, se puso en pie y quitándose las bragas rosas, arrojólas con rabia hacia el otro extremo de la habitación.
-¡Joder! - exclamó desesperada aquella mujer tan tranquila de ordinario-. ¡Ya podías haber aguantado un poquito, digo yo! ¡Qué inútil!
Se metió de nuevo en la cama y, no pasados cinco minutos, dormía plácidamente. Yo no pegué ojo en toda la noche. ¡Tenía en que pensar!
Nada más amanecer, en cuanto estuvo despierta, me comunicó su intención de regresar a Segovia.
-Nunca segundas partes fueron buenas, así que vámonos -dijo. Y añadió-: ¿Saben en la oficina de Madrid que eres impotente? ¿Lo saben? Yo no diré nada, no, seguramente no lo diré. Claro que... Podría ser que me viera obligada a...
Manolín, sentado frente a mí en el otro lado de la mesa, sostenía una tostada en el aire a punto de metérsela en la boca. El muy hijo puta sonreía. ¿De qué sonreía aquel hijo puta?
Inmaculada cumplió lo que había prometido. Se olvidó de aquel "seguramente" y no dijo nada en la oficina de Madrid. Yo tampoco comenté lo de las pólizas. Ese era el trato. Y es más, cuando solicitó el cobro y me pidió agilizara los trámites, me hice cargo personalmente del asunto. En menos de un año tenía el dinero. Al fin, fueron ciento setenta millones y no los ciento sesenta y cinco que yo había calculado. Dejó la empresa, aunque sin prisas y últimamente se ha juntado con Ros (con Ros, el jefe de la delegación de Barcelona, un tipo hábil, un oportunista de tantos que se pirra por la pasta).
Y esto es lo que pasó. Esto es todo. No he vuelto a salir con ninguna mujer, ni pienso volver a salir jamás. Supongo que podrás entenderlo, Federico, amigo mío."
Y Agustín (todos pudimos oírlo), emitió un gemido. Luego, no dijo nada.
(fin del capítulo cuarto, que da paso al quinto y último)
Está muy interesante, sigue en su alto nivel. Pon ya el siguiente.
muy buen final de historia, un poco triste para nusetro protagonista, pero asi es la vida :D
espero con ansias el 5 capitulo pero a la vez no quiero que llege porque es el ultimo :(
Pobre hombre, con menuda mujeres se nos topa...
CAPÍTULO QUINTO
CONCLUSIÓN
Y Agustín (todos pudimos oírlo), emitió un gemido. Luego, no dijo nada.
Federico, interpretando el pensamiento de todos los allí reunidos, sentenció sin compasión:
-Efectivamente, eso es lo mejor que uno puede hacer con las mujeres: no tratarlas. Sobre todo, cuando uno es impotente. Y no sólo es lo mejor, sino lo único que uno puede hacer en ese caso.
Con este comentario, el bajito acababa de ganar el combate. Se había mostrado implacable y sin corazón. Todos los allí reunidos escuchamos como Agustín caía derribado sobre la lona del cuadrilátero. El golpe, derecho a la mandíbula, de potencia extraordinaria, fue definitivo. Agustín ya no podría levantarse para seguir peleando. Estaba vencido.
Todos los presentes compadecieron al desdichado Agustín, pero nadie dijo una palabra de consuelo. Es más, nadie dijo nada, ni una palabra de consuelo ni ninguna otra cosa. De manera que el silencio se hizo espeso.
Ernesto (tan diligente como siempre, algo aturdido por la emoción a la que se había visto sometido, la voz alterada por súbita ronquera), preguntó dirigiéndose al público en general y a nadie en particular:
-¿Desean alguna cosa más, señores?
El barman había perdido el pudor. Aquello equivalía a proclamara los cuatro vientos que toda la barra seguía la conversación de Federico y Agustín. Los nervios habíanle traicionado, la presión ambiente le había hecho cometer un error imperdonable. Y es que las circunstancias para nada eran normales, porque ver como un noble varón abre su alma desgarrada ante extraños hasta el punto de hacer públicos sus más íntimos sentimientos y temores, ver como se confiesa y humilla hasta el extremo de la degradación moral, esas, verdaderamente, no pueden considerarse en absoluto circunstancias normales y no es de extrañar, por tanto, que Ernesto se dejara llevar de los nervios.
El silencio vino a romperse por un agudo, triste y prolongado quejido al que siguió un sollozo. Aquello encogió el corazón de todas las buenas gentes que nos encontrábamos allí reunidas. Era Agustín, un Agustín que estaba llorando. Luego nada, ni un ruido, ni tan siquiera el que producen los hielos al entrechocar unos con otros en el interior de los largos y finos vasos que utilizábamos para beber.
¡Nada! El silencio se hizo embarazoso, agobiante.
Intenté fumarme un pitillo. La cajetilla de Winston estaba vacía.
-Ernesto, por favor -dije-, ¿tiene Winston?
-Sí, señor. ¿Desea un paquete?
-Sí, por favor, Ernesto.
Algunos clientes pidieron la cuenta y se dispusieron para marcharse. La pareja del tímido y la chica joven de los arrumacos se largaron los primeros. Era evidente que todo lo que tenía que suceder de interés en aquella barra, ya había sucedido y que ya nada divertido podía esperarse que ocurriera esa noche.
Federico, cruel y mezquino, dejó que pagara Agustín y se fueron sin esperar las vueltas. Luego, sin disimulo, fue desfilando hacia la salida el resto de la concurrencia. Muy pronto, era yo el único cliente que aún permanecía en la cervecería. Acodado en la barra, apuraba los restos del quinto manhatan de la noche. Aunque no me encontraba demasiado bien (el alcohol me sienta fatal), no tenía ningún deseo de irme a dormir. Sabía que iban a cerrar la cervecería en breve, pero quería pensar tranquilo un rato.
Encendí un cigarrillo y le di un sorbo al manhatan. Al otro lado de la barra el barman se retiró un poco hacia la izquierda comprendiendo seguramente que mi estado de ánimo necesitaba el silencio. Quizás también el ánimo de Ernesto necesitaba de ese mismo silencio. El camarero se dedicaba a recoger las mesitas bajas. El portero se despidió hasta el día siguiente, le dio las llaves del ropero a Ernesto y se fue.
Frente a mis ojos las botellas de whisky y coñac polvorientas, con etiquetas descoloridas... En mi cerebro, girando, revolviéndose unas con otras, se mezclaban las ideas, pensamientos varios que causábanme profunda tristeza y honda depresión. Primero el encuentro con Lola con la que mi fatuidad había imaginado la posibilidad de una aventura, con Lola a la que había dejado luego en un taxi, los ojos convertidos en fuentes por los que manaban abundantes lágrimas. Y antes, las recomendaciones de mi madre, de una pobre viuda que tenía que aguantar en su hogar la presencia de un hijo imbécil que ni siquiera era capaz de hacerle compañía durante una tarde completa, un hijo del que únicamente reciba malos modos y desplantes de mal humor. La noche había tenido también lo de la ridícula nariz postiza y lo de toda aquella gente separada, divorciada, todos ya talludos, ridículos y grotescos con los que había pretendido pasar una noche alegre de carnaval, una noche alegre y desenfrenada... . ¡Qué palabra esa de "desenfrenada"! ¡Qué idiotez! ¡Qué vidas, Dios mío, qué vidas!
¿Y eso es lo que me esperaba día tras día, año tras año? ¿La búsqueda de una noche de jarana? Por las mañanas a la oficina y también por las tardes prolongando el trabajo innecesariamente, inventando tareas para no pensar en lo que verdaderamente importa, para no pensar en la propia vida que se nos ha roto. Regresamos a casa ya prácticamente de noche, muchas veces de madrugada, a una casa que además de no ser la nuestra (porque es la de nuestros padres, o porque estamos alquilados provisionalmente, o porque se trata del apartamento de un amigo), Allí, no encontramos a nuestros hijos, ni a nuestra mujer. Ni a mis hijos ni a mi María, a mi querida María. Bien es verdad que había pasado lo de aquel hijo puta, aquel amante, aquel amante de María al que yo sabía que ella ya había dejado, que lo había dejado hacía tiempo. Y es que mientras nuestro matrimonio había funcionado, verdaderamente había funcionado a las mil maravillas, porque hasta que se presentó ese cabrón nos entendíamos perfectamente. Y no es que hiciéramos grandes cosas no, sino que disfrutábamos con las pequeñas cosas de todos los días, con eso del perseguirse charlando de la cocina al cuarto de baño, charlando sin parar de tontería tras tontería, gozando inmensamente de eso que le decimos compañía, calor humano. Y es que María y yo habíamos sido felices de verdad, con nuestros hijos y con nuestros problemas. ¡Felices, de verdad felices!
Porque aquel Agustín lo primero que había dicho es que no tenía hijos. Es decir que se había separado de una mujer pero no de una familia como me había separado yo. Eso es muy distinto, muy distinto. Es sabido que las parejas que no tienen hijos pronto caen en el egoísmo y en el aburrimiento. Y terminan por separarse porque no son felices. Y eso le había pasado a Agustín, que no era feliz y por eso se había separado de su mujer. Pero yo sí era feliz y también me había separado de mi mujer, así que Agustín y yo nos habíamos separado los dos de nuestras mujeres. Eso era así, no podía negarse.
¿Y qué me importaba a mí lo de aquel Agustín? Bien, Agustín no había sido feliz y yo sí lo había sido. Bien.. ¿y qué pasaba con eso?
Pensé que Acaso me había pasado con los manhatanes. Evidentemente sí, pero daba igual. El hecho es que el relato de Agustín me tenía fascinado. ¿Era tan raro lo que le había sucedido a ese tipo? No, desde luego que no lo era. Por lo visto, cuanto más macho se cree uno y cuanto más se arriesgue uno haciendo cosas extrañas e imposibles con las mujeres, más frecuente es que se llegue a la impotencia. Y muy pronto se ve que esos tipos no sirven para nada.
¡Desgraciado de mí! ¡Qué porvenir! ¡Dios! ¡Qué vida tan sin sentido! Todos separados y separadas, divorciados y divorciadas, buscándose por los clubes, por las discotecas y los pubes. Y que triste lo que pasa con la mujer que iba a acompañarnos por toda la vida y con la que ahora sólo hablamos para confirmar a qué hora te devuelvo los niños, a esa hora a mí no me interesa recogerlos, y este fin de semana me tocan a mí, o no, te tocan a ti. Y los niños se utilizan como las pelotas de tenis, ahora en mi campo, ahora en el tuyo, ahí te la envío, aquí me la devuelves...¡Qué triste! Y con el paso del tiempo, cuando uno se hace viejo, descubres que no tienes ni mujer ni hijos, y ni tan siquiera madre porque ya está muerta, la pobre. ¡Dios mío, qué triste todo!
-Señor, son casi las tres y media y a esta hora tenemos costumbre de cerrar -anunció el barman con suavidad.
Para mi sorpresa, la ronquera de Ernesto había desaparecido y la voz no expresaba emoción alguna. Era un auténtico profesional, de eso no cabía duda. Solo habíase permitido un momento de debilidad, nada más que un momento.
(ale, quinto y último capítulo)
joder ya a terminao :(:(, la verdad una gran historia, creo que es muy buena, claramente deberia ser editada, aver si tu padre tiene suerte ;)
un saludo y dale mis felicitaciones por esta gran historia
Que no, que aún queda...
Pos continua, por favor ;(
am, como pusiste eso al final del post pense ke ya habia acabado :D
ahora me volvio la ansiedad jaja
salu2
Pregunté:
-¿Hay teléfono aquí desde el que pueda llamar?
-Sí señor, en el pasillo junto a los servicios -me informó-. Funciona con monedas o con fichas. ¿Quiere usted llamar?
Pagué la elevada cuenta que supusieron las cervezas, los manhatanes y el paquete de Winston. Ernesto, con las vueltas, me dio abundante moneda fraccionaria para el teléfono.
Me dirigí al pasillo, descolgué el auricular y, tras unos instantes de duda, marqué el número de mi casa. O mejor dicho, marqué el de la casa de María, porque ahora esa era la casa de María y no era mi casa. Diez o doce veces escuché con impaciencia el pitido característico previo a que descuelguen el aparato y, cuando decepcionado, pensaba ya desistir, pude oír la voz somnolienta de María preguntando:
-¿Sí? ¿Quién es?
-Soy yo, Sebastián -contesté dándome perfecta cuenta de que la voz se me quebraba un poco por la emoción.
-¿Qué quieres, Sebas? -dijo.
En general no me gusta nada la manía que tiene la gente de llamarme Sebas, porque, según mi opinión, esa manía de los apodos, esa costumbre de reducir el nombre suele hacerse exclusivamente con aquellas personas a las que se considera poco importantes, tales como camareros, o chicos de los recados, o gente así. Aunque a decir verdad, cuando era María quien lo hacía incluso me gustaba porque me daba la sensación de intimidad haciendo uso de un derecho sobre mí que los demás no tenían y que ella sí que tenía. Así que no fue eso de Sebas lo que me puso nervioso. fue la impresión que tuve de que seguramente la acababa de sacar de la cama y de que quizás la había despertado lo que me causó el nerviosismo y una cierta inseguridad. Y también el temor de estar metiendo la pata, como suele decirse, que estaba metiendo la pata hasta el corbejón.
-Quería saber cómo estabas -dije.
-Estoy bien -replicó. Y luego añadió-: ¿Y para saber eso me llamas?
Quizás no había sido buena idea el llamarla. Ella, habría pasado tranquilamente la noche en casa con los niños, no había visto llorar a Lola y no conocía siquiera quién era aquel desgraciado Agustín ni tenía la más remota idea de su triste historia. Y, posiblemente, ni siquiera sabría que la noche era fría y que la gente andaba por las calles tratando de disfrutar de los carnavales. Eso es lo malo, uno jamás acierta con el momento oportuno para hablar, para hacer algo que le indique al otro que se le quiere, que se le quiere más de lo que el otro puede imaginarse.
-¿Y los niños, qué tal están? -dije hablando con lentitud, pues, para mi mal, la lengua seme trababa un poco. El manhatan es una bebida deliciosa pero hay que reconocer que le pega duro. Y yo me había tomado cinco, demasiados.
-También están bien. ¿Cómo quieres que estén? -me informó, para mi gusto demasiado escuetamente.
-¿Han cenado ya? -pregunté con interés.
-Son las tres y media de la mañana, Sebas, ¿a ti qué te parece? ¿Te parecería normal que estuvieran cenando a las tres y media de la mañana? -repuso ella con tono sarcástico, ya completamente espabilada, vencido el sueño. Inmediatamente, en un tono de voz más calmado, contenido, preguntó-: ¿Te pasa algo, Sebastián?
-No, no me pasa nada -repliqué, sabiendo que lo que temía hacía un momento lo había temido con razón, la llamada era inoportuna y una metedura de pata que seguramente me sería recordada muchas veces y que muchas veces se aludiría a esa llamada para corroborar con un ejemplo esa faceta de pelmazo que María ahora, desde la separación, observaba en mi modo de ser y de actuar. Según ella, no se había dado cuenta de lo pelmazo que yo era hasta la separación, pero a partir de entonces no hacía más que comprobar día tras día que yo era un ser exasperante hasta el paroxismo.
-¿Te encuentras mal? -insistió ella.
-No, no -contesté-. Sólo que quería hablar o no sé muy bien... Perdona, ya cuelgo -terminé precipitadamente.
-No cuelgues -ordenó.
Obedecí y no colgué. Pero no dije nada porque no se me ocurría nada. A ella sí se le ocurrió:
-¿Has estado bebiendo? -preguntó en tono de reproche.
-Sí, he estado bebiendo -admití. No tenía ningún sentido decir otra cosa.
-¿Has estado bebiendo manhatanes?
-Sí, manhatanes.
-Sebas, a ti los manhatanes te sientan como un tiro. Debes estar fatal -observó, aunque lo curioso es que el tono de voz que acababa de emplear no era el del reproche sino el del cariño.
-No, no tan fatal -me defendí.
Permanecimos en silencio unos segundos. El teléfono me avisó con ruido estridente de que se estaba acabando el tiempo y que la llamada se iba a cortar.
-Esto se acaba -dije.
-¿No tienes más fichas?
-También valen las monedas -informé.
-¿Y tienes monedas?
-Sí.
-Pues echa más monedas -ordenó-. No quiero que se acabe.
Obedecí. Por fortuna, era mucha la moneda fraccionaria que habíame dado Ernesto en previsión de que la conversación fuera larga. Puse unas cuantas monedas de cien pesetas, la moneda de más valor que admitía la máquina, así que tenía para un buen rato. Pero ocurrió que ninguno de los dos dijo nada. Al fin, tomé yo la iniciativa:
-¿Estabas dormida? -me interesé-. Perdona, María. No volverá a pasar, es que hoy ha sido un día un poco especial.
-Estaba dormida, pero no me importa que me hayas despertado. No me importa en absoluto.
-¿De verdad no te importa? -pregunté ansioso.
-No sólo no me importa -replicó ella-, sino que me gusta. Me apetecía mucho hablar contigo.
-¡Cómo! ¿Qué has dicho? -dije.
-Antes de dormirme estuve pensando mucho en ti, Sebas -dijo ella.
-¿Sí?
-Sí.
-¿Y cómo es eso?
No comprendía que estaba pasando, pero estaba encantado de oír lo que estaba oyendo.
-Sebastián, últimamente pienso mucho en ti y en todo lo nuestro -declaró, temblándole la voz ligeramente. Lo noté perfectamente. Quizás tenía ella también miedo a estar metiendo la pata.
-¿Qué has dicho? -dije insistiendo. El pernicioso efecto del alcohol había desaparecido por completo encontrándome en estado de máxima lucidez mental. Estaba seguro que se cocía algo importante. María, después de unos cuantos segundos de vacilación, unos pocos segundos pero no muchos, inesperadamente, preguntó:
-Tú, Sebas, ¿cómo te encuentras?
No especificó nada más. Podía referirse al efecto de la bebida, o a mí estado de ánimo en general, o a cualquier otra cuestión, pero el caso es que no dudé ni por un momento de la respuesta que quería darle, que me salía del alma. Le dije:
-Muy mal, María, realmente me encuentro muy mal. Confesé sin ambages.
-Yo también me encuentro muy mal, muy mal, Sebas -dijo ella.
Hubo un silencio, un corto silencio, y María hizo otra pregunta:
-¿Dónde estás? ¿Estás en casa?
-No, en la cervecería de al lado de casa de mi madre. Ahora iba a retirarme -repliqué, emocionada la voz, impaciente el corazón. Ahora tenía la seguridad de que algo bueno iba a suceder.
-¿Quieres venirte a pasar la noche a casa? -dijo. Y comprobé, que también María dejaba que la emoción se le escapara en la temblorosa voz sin disimulo-. Me gustaría mucho que vinieras.
-Ahora mismo voy -respondí a toda prisa.
-¿Encontrarás un taxi a estas horas?
-Si no lo encuentro me lo invento o lo pinto, pero ahora mismo voy para allá. No tardo ni veinte minutos en llegar. Hasta ahora mismo, María -dije.
Y desde el otro lado de la línea, la voz de mi mujer, me contestó:
-Hasta ahora mismo pues, Sebas. Ya verás, te tengo que hablar de muchísimas cosas. Adios.
-Adios -le dije.
Y colgando el auricular del teléfono, apresuradamente, me fui a despedir de Ernesto. El camarero ya se había ido, de manera que Ernesto y yo estábamos solos en la cervecería. Ernesto me esperaba pacientemente paladeando con gusto lo que parecía un zumo de tomate preparado con sal y pimienta. Este era el tipo de bebida que en ocasiones permitíase el barman. También él querría irse a su casa y no sé por qué me vino a las mientes el pensamiento de si a Ernesto le esperaría en su hogar una mujer o no, una esposa o una compañera, o quizás, no le esperaría nadie.
Claro que no le comuniqué a Ernesto mi pensamiento, pues no habría quedado natural en absoluto que un cliente le preguntara por su vida privada. Los políticos, los funcionarios, los capitanes de industria, los camareros y demás servidores públicos han de aparentar no tener vida privada y se comete una gran incorrección preguntándoles por su familia por cómo pasan un domingo, si van a misa o cosas así. No es propio, no, no se debe preguntar.
-¿Todo va bien, señor? -quiso saber Ernesto. El barman esbozaba
una leve sonrisa.
-Todo bien, gracias, Ernesto -repliqué-. Buenas noches, ya es
hora de que todos nos retiremos a dormir, ¿no le parece?
-Sí señor, creo que ya nos lo merecemos -contestó con afabilidad-. Buenas noches, señor, que descanse y espero verle por aquí muy pronto -añadió, despidiéndose.
El barman se fue a por mi abrigo. De regreso me ayudó a ponérmelo y entonces, recogiéndola de encima de la barra donde yo la había dejado al llegar, me tendió la odiosa nariz postiza.
-Se olvidaba la nariz, señor -dijo.
-Gracias Ernesto -repliqué guardándome el postizo en el bolsillo del abrigo.
Ya me disponía a irme cuando me acordé de algo. Me volví hacia el barman y le dije:
-Ernesto, estos dos fulanos que estaban junto a mí en la barra y que no han parado de hablar en toda la noche... ¿vienen mucho por aquí?
-Que yo recuerde -repuso-, nunca antes habían aparecido. Además, su forma de comportarse es bastante llamativa y habría reparado en ellos. Los recordaría muy bien. Espero que no vuelvan por aquí. La gente acude a las cervecerías a alegrar el ánimo y no a que se lo dejen a uno por los suelos. Ese tipo de cosas al principio llena el local, pero a la larga hace que uno tenga que cerrar el negocio. A la gente le gusta el drama, pero no para todos los días, a diario prefieren la simple charleta. Y eso es lo que deja dinero a un bar, ni más ni menos que eso, la posibilidad de que unos hablen con otros... Y cuando uno quiere soltar discursos lo que debe hacer es dedicarse a la política. Eso, dedicarse a la política. Estas historias reales que parten el corazón de los clientes, son la ruina de los bares y cervecerías. Sinceramente señor, espero que no vuelvan por aquí esa pareja de individuos. ¡Que no vuelvan jamás!
No dijo más porque ya era bastante. Era la primera vez que lo veía tan locuaz. Y aunque yo no lo sabía, también era la última vez que pude hablar con aquel brillante profesional de la barra. Luego, una vez que María y yo reanudamos nuestra vida en común, entonces no fui por allí hasta pasados dos años en que me acerqué una tarde (más que nada por ver a aquel extraordinario Ernesto), llevándome la desagradable sorpresa de encontrarme el negocio cerrado.
En la esquina de Príncipe de Vergara con Diego de León no había ninguna cervecería. En su lugar se hallaba una juguetería que pasado algún tiempo también se vio obligada a cerrar. Y es que todo cambia, las naciones, las ciudades, las calles y nosotros mismos... El pasado es pasado y no hay nada que hacer a este respecto.
En fin, dejé a Ernesto y salí al exterior. Seguía lloviendo. Encontré taxi sin dificultad y muy pronto circulábamos por la autopista camino del barrio de las afueras donde nos habíamos comprado el piso María y yo. Lo habíamos comprado unos cuatro o cinco años después de casarnos, cuando Miguel, el mayor de nuestros hijos, tenía ya tres años. El taxista no me dirigió la palabra en todo el recorrido. Yo lo prefería, porque lo que deseaba era pensar, pensar en lo que estaba sucediendo con María, con María que quería verme a aquellas horas de la noche y que decía que había estado pensando en mí.
Entonces, me vino a la cabeza la imagen de Lola, mi querida amiga Lola, la pobre Lola a la que había dejado llorando hacía unas horas.
"Lola", pensé, "¡ojalá tengamos suerte! ¡Amiga mía, que nunca más nos encontremos perdidos en los carnavales! ¡Suerte, Lola, amiga querida!"
En esa noche se inició mi camino de regreso hacia la felicidad.
María y yo no paramos de hablar hasta las nueve de la mañana, hora en que tuvimos que irnos a nuestros respectivos trabajos. Los niños, cuando me vieron allí en casa desayunando con ellos, cuando comprobaron que sus padres no se gritaban sino que imperaban las buenas maneras, parecieron alegrarse aunque no en exceso. No se fiaban. Les dijimos que íbamos a vivir otra vez todos juntos. Sebastián, el pequeño, preguntó si ya no tendría que ir los fines de semana a casa de la abuelita. María se echó a reír con ganas al oírle decir esto, pero a mí, sinceramente, la pregunta del pequeño no me hizo la menor gracia.
Si bien los comienzos no fueron fáciles, puedo decir que desde entonces mi vida cambió hasta conseguir una felicidad que nunca antes había conocido. No sólo porque volvía a tener una familia (y yo soy hombre familiar y hogareño), sino porque creo que toda aquella historia de la separación me hizo madurar. De modo que ahora en el trabajo y en mis relaciones personales, doy a las cosas la importancia que tienen. O por lo menos, eso intento. Y ahora la estabilidad y felicidad de los míos es lo que más aprecio en esta vida, en esta vida que es corta y que merece la pena de ser vivida.
Mi madre se alegró muchísimo de nuestra reconciliación, en parte porque quería sinceramente a María, en parte porque deseaba verme feliz y, en parte también, ¿por qué no decirlo?, porque estaba harta de tenerme en su casa. No la culpo. La compañía de un separado frenético no es la mejor compañía para una anciana que se ha acostumbrado a vivir sola y tranquila. Y aún es más difícil si el separado es el hijo de la anciana. El reencuentro de madre e hijo en estas circunstancias es algo imposible de soportar para ambos.
También se alegró Lola cuando lo supo, al igual que nos alegramos María y yo cuando nos enteramos de que se había vuelto a juntar con Ricardo.
Y de los que no sé nada, ¡y maldito lo que me importa!, es de esa Gloria y de ese Guillermo, y en general, de ninguno de los integrantes de aquella alegre pandilla de simpatiquísimos conguistas.
En Madrid. Noviembre de 1996.
(Y ya está, se acabó la novela, espero que os haya gustado)
¡Gracias!
He venido de fiesta, y lo primero mirar a ver... OMG
Voy a ver si duermo-.
ahora si que acabo :(, como dije antes, un buen final feliz :). enorabuena a tu padre ;)
salu2¡
Bueno, subi antes a ogame la primera parte de su siguiente novela, ahora la pongo aquí. Tranquilos, en unos días adelantaré a ogame subiendo más capítulos aquí.
MAGNÍFICO DON ALFREDO.
UNO.
Antes que nada, debo presentarme. Mi nombre es Alfredo Fernández García, soy economista, estoy casado con Caridad Garrido, tengo dos hijos, José Luis, el mayor, de quince años y Alfredín, el pequeño, de trece, vivo en Madrid en el espléndido piso heredado por Caridad de sus padres en la tercera planta de un viejo edificio que hace esquina entre las calles Ramón de la cruz y Alcántara, en el barrio de Salamanca, en pleno centro, pudiendo considerarme como uno de esos afortunados hombres de éxito a quienes cualquier cosa que emprendan les sale bien. En este momento, me dispongo a contarles un capítulo de mi biografía, algo que me sucedió en una ocasión, algo que aún hoy me hace pensar en lo sorprendente que es la vida y en el montón de casualidades y raras coincidencias que se dan en ella.
Comienzo, pues, mi relato. Mi vida cambió por completo una radiante mañana de un lunes de la primavera de 1997. Por entonces, había alcanzado ya el puesto de subdirector en la misma empresa para la que aún continúo prestando mis servicios, las afamadas Bombonerías Gutiérrez, empresa de pastelería muy conocida en el sector por el prestigio que últimamente ha adquirido el caramelo registrado con el nombre de El Exquisito y, aunque ya gozaba de las múltiples ventajas que suelen acompañar a los puestos directivos, si he de serles sincero, en mi opinión, aún no se me valoraba como me merecía.
En la mañana a la que me refiero, el trabajo no se me estaba dando nada bien. No haría ni un par de horas todavía que el presidente me había mandado llamar a su despacho para decirme:
-Alfredo, los banqueros no consideran la actividad confitera como una actividad seria de la que deban ocuparse, y aunque desconozco las razones por las que piensan de ese modo, el hecho es que los bancos y demás instituciones financieras no se sienten atraídas por las confiterías y no consideran que el dulce sea una actividad en la que merezca la pena invertir dinero. Pero es que ahora da la impresión de que esta casa de antigua y bien reconocida fama, ha llegado a agotar su confianza por completo, no se fían de nosotros, no se fían en absoluto. Y como en un par de meses vence el plazo de uno de los tantísimos préstamos que hemos pedido, nos va a pillar sin una peseta en la Caja, de manera que si no encontramos pronto remedio al problema de tesorería que se nos viene encima, tendremos que declararnos en suspensión de pagos. En fin, Alfredo, muchacho, debes conseguir que el Santander nos preste quinientos millones, para lo que deberás hacer un informe de los tuyos, uno de esos en que parece que todo marcha estupendamente y que las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Claro que nos corre prisa, conviene que lo tengas listo digamos que para el miércoles. ¿De acuerdo?
Para el miércoles me iba a ser prácticamente imposible tener listo lo que se me pedía.
-Estamos a lunes –dije-. El miércoles es pasado mañana.
-Eso es –me respondió don Anastasio-. Deberás tenerlo escrito pasado mañana miércoles.
-¿No sería mejor que se ocupara Cipriano de esto? -dije intentando eludir mi responsabilidad en el tema. Cipriano Bustamante era por entonces el director financiero, mi jefe, el concuñado de don Anastasio, un tipo simpático, extremadamente vago, un tipo que cobraba no sé si tres o cuatro veces más que yo y al que, por tanto, le hubiera correspondido en puridad, hacerse cargo de un semejante trabajo de elaboración tan imposible como era ese.
-Deje en paz a mi concuñado –replicó don Anastasio con aspereza-. Usted, Fernández, se encargará del informe. ¿Entendido?
Cuando don Anastasio Gutiérrez Cuarto, mi presidente, utiliza el usted dirigiéndose a alguien en particular, ese alguien en particular siempre entiende perfectamente lo que se le está queriendo decir.
-Haré ese informe –contesté.
La verdad es que, podría haber protestado todo cuanto hubiera querido que habría dado lo mismo, el informe lo haría yo tanto si me gustaba la idea como si no, aunque por otra parte, no dejaba de reconocer que era por completo natural que don Anastasio hubiera pensado en mí exclusivamente para la realización de un trabajo tan importante y de tamaña dificultad como era ese, pues nadie en la empresa se hallaba tan capacitado como yo para hacerlo. De modo que no voy a ocultarles que, cuando a los pocos minutos salía yo del despacho de la presidencia, me iba satisfecho poseído de un sentimiento de orgullo por la confianza que don Anastasio acababa de deposittar en mí persona.
Pero de vuelta en mi propio despacho y pasadas dos horas desde la entrevista, reflexionando en pie junto a mi mesa, no se me ocurría ni una sola idea que me sirviera para dar inicio al informe. Sabía perfectamente que me iba a ver obligado a esconder algunas de las cifras más significativas de los balances y cuentas de pérdidas y ganancias de los últimos años, sabía que debería mentir un poquitín con la esperanza de que las cosas marcharan bien más adelante después de un tiempo, que se arreglaran de forma que pudiéramos hacer frente a la devolución del eventual préstamo que nos concediera el Santander. En fin, que mi trabajo, no iba a ser cosa sencilla, ya que Nuestra pésima situación financiera venía de lejos, era asunto grave, se remontaba a tres años atrás cuando Don Anastasio Gutiérrez Cuarto, había decidido (por cierto, en contra de la opinión unánime de los profesionales que nos venía asesorando), promocionar a tope las ventas del mejor de nuestros productos, el riquísimo caramelo El Exquisito del que les he hablado antes, un caramelo bien conocido ya por entonces en Madrid, Burgos, Valladolid y Zaragoza. Don Anastasio, llevado de tremendo y casi feroz entusiasmo, encargó una campaña de publicidad, abrió nuevas delegaciones en Ávila, Segovia y Guadalajara, comprando nueva maquinaria más moderna y eficiente al objeto de poder atender oportunamente a la nueva demanda que se nos venía encima. Y aunque era de prever (pero nadie lo previó suficientemente, o si alguien lo hizo no se atrevió a decirlo), el caso es que el delirio mayestático de nuestro presidente que suponía la inversión de tantísimo dinero que no teníamos, que hubo de pedirse prestado y que luego nos estaba siendo imposible devolver,nos dirigía a la quiebra a toda prisa, sin que por otra parte don Anastasio, pareciera darse cuenta exacta de lo que sucedía. Porque don Anastasio Gutiérrez Cuarto, era y lo es todavía, un gran tipo, sí, un tipo estupendo, pero completamente loco e irreflexivo al que le habían bastado solo quince años para (a través de sucesivas ampliaciones del negocio), conducirlo de forma irremediable a la ruina tras más de otros cien años de haber estado gozando de una bien fundada fama y plácida existencia. Nos hundíamos sin remedio, de forma que la antigua casa confitera burgalesa fundada por el tatarabuelo de don Anastasio, corría el riesgo de desaparecer.
Volvamos ahora a lo que es importante en esta historia y no nos despistemos con explicaciones que para nada nos interesan. Como les venía diciendo, aquella mañana, llevaba más de dos horas pensando y aún no se me había ocurrido ni una sola idea digna de ser transcrita al papel que tenía delante. Sobre mi mesa de tablero de roble, a mi derecha, un cenicero conteniendo los restos de unos diez o doce Winstones, esparcía por el aire un desagradabilísimo olor a colilla de tabaco.
Dudaba de cómo dar inicio al informe. Preparé los folios. Saqué punta al lápiz (por entonces todavía no me hallaba acostumbrado a escribir con el ordenador, su uso, del que no podría prescindir ahora, no se encontraba tan generalizado como lo está actualmente), encendí un cigarrillo. De nuevo las dudas. Saqué algo más de punta al lápiz, dude de nuevo, situé la goma de borrar a la derecha de los folios en vez de a la izquierda y, al fin, escribí un par de líneas.
Detuve el lápiz. La cosa no iba bien, no iba bien en absoluto. Y quizás por esto, porque la cosa no iba bien, me estaba doliendo el estómago a rabiar dándome fuertes, continuas y dolorosas punzadas. Extrayendo un Pepsamar del bolsillo de la chaqueta, me lo metí en la boca comenzándolo a chupar lentamente.
levanté la vista del papel fijándola sobre la pared blanca de enfrente a mi mesa. No se me ocurría ni una sola idea. Irritado, tiré a la papelera las pocas líneas que llevaba escritas, un primer borrador, después siguieron idéntico camino un segundo y un tercer borrador y desesperaba ya de ser capaz de iniciar la redacción de un cuarto, cuando, abriéndose de golpe la puerta del despacho, entró en él mi secretaria Maribel, como siempre, haciéndolo sin molestarse en pedir permiso. En fin, he dicho mi secretaria pero en puridad, he de decirles que Maribel no era mi secretaria por entonces, aunque yo la tenía por tal pues, aunque se hallaba asignada a Cipriano mi jefe, al no aparecer éste por la oficina, en la práctica, trabajaba conmigo todo el tiempo.
Maribel vino a sentarse enfrente de mí, del otro lado de la mesa y, como jamás cierra la puerta cuando entra o sale, me vi obligado a levantarme para hacerlo yo,de forma que cuando regresé a mi butaca tras realizar dicha operación, pude ver que ya se había encendido un cigarrillo, un Winston, uno de los de mi cajetilla, pues suele hacer esto, fumar de gorra y siempre que puede lo hace a mi costa. Porque en fin, qué voy a decirles a ustedes que no sepan, pues ustedes saben como yo sé, como son estas secretarias jóvenes que se toman confianzas que ni usted ni yo les damos.
Era Maribel en ese tiempo (y lo sigue siendo todavía, a fin de cuentas no han pasado tantos años), una mujer de las que impresionan: Es alta, morena, de ojos negros y pelo castaño, de facciones regulares, viste bien, se peina con estilo, su trato es agradabilísimo. Se halla casada con un tal Máximo al que no da la impresión de querer demasiado. En aquella época y Desde hacía tiempo, venía observando que Maribel me lanzaba furtivas, intensas y melancólicas miradas, tan melancólicas, tan furtivas y tan intensas que Estaba por asegurar que la muchacha, aunque quizá sin percatarse ella misma de ello, se había ido enamoriscando de mí. Porque no es raro que ocurra esto de que surja el enamoramiento de una secretaria hacia su jefe cuando lleva algún tiempo a sus órdenes. La cosa comienza por la admiración y termina por el enamoramiento, ustedes lo saben y yo también lo sé.
Maribel, al otro lado de la mesa que nos separaba, tal como les he dicho, fumaba uno de mis cigarrillos winstones. Le dio una profunda chupada y exhaló luego el humo por la nariz. Entonces comenzó a explicarse. Me dijo:
-Don Cipriano acaba de llamar para decir que está en la Pimentel, en el chalet, y que hoy no vendrá por la oficina. Estoy sola. Podría salir, don Alfredo? Es que no podré dejar mi casa esta tarde y querría aprovechar este ratito para irme a El Corte Inglés a comprar algo de ropa, el viernes tengo un compromiso, ¿sabe?
Con estas cosas de Maribel hay que tener cuidado, te la mete en cuanto te descuidas, así que consideré lo que se me estaba proponiendo. Las oficinas de Bombonerías Gutiérrez ocupan la quinta planta de un alto edificio situado en la calle Velázquez muy próximo a la confluencia con María de Molina y los cortes ingleses más a mano son los de Goya y el de La Castellana, ambos no demasiado cerca.
-Vas a estar fuera toda la mañana –le dije.
-¿Es que tengo que pasar algún informe, don Alfredo? –me respondió ella.
-Pues no, precisamente hoy no. Quizá mañana o pasado, cuando termine este encargo de don Anastasio, tendrás que pasar uno, sí, quizá sí, pero hoy no, no, no hay ningún informe que pasar.
-¿Una carta entonces, don Alfredo?
-No, no, tampoco hay ninguna carta que escribir -dije.
-Pues en tal caso, don Alfredo, no importa que me vaya -concluyó-. Porque si hubiera que pasar algún informe, o una carta, o algo... Pero como no lo hay, puedo irme, ¿no le parece?
Maribel no esperó a que yo le respondiese, sino que dando por supuesto que tenía concedido el permiso, se puso en pie dirigiéndose hacia la puerta. Entonces, justo antes de irse se giró para no darme la espalda mientras me hablaba. Me dijo:
-He dejado el teléfono puesto para que las llamadas que se produzcan en mi despacho, le pasen a usted directamente, don Alfredo.
Eso dijo justo antes de salir, pero esta vez para mi sorpresa, cerró la puerta del despacho no dejándola abierta como solía.
De nuevo Me hallaba a solas. Debía tomar el escrito en el mismo punto en que lo había dejado, pero como que tal punto no existía y como el caso es que tanto antes como ahora me encontraba completamente perdido, sin ideas, despistado a más no poder, me era imposible seguir con la tarea que me había propuesto. Y fue entonces cuando decidí distraer mi mente un ratito para que después, con la cabeza despejada, se me ocurriera alguna cosa que transcribir al papel, pero que si no era así, al menos de momento me entretendría cotilleando a los de la casa de enfrente. De manera que, decidido lo que iba a hacer en los próximos minutos, abriendo el primer cajón de la izquierda de mi mesa, extraje de su interior unos pequeños prismáticos de bolsillo de los que se utilizan en la ópera y en el teatro dirigiéndome al ventanal.
Enfoqué el artilugio hacia el jardín de la mansión de enfrente. En esa casa, situada al otro lado de la calle Velázquez, algo a la derecha de la oficina, con un jardín de colosales proporciones que ocupa nada más ni nada menos que el espacio que suele reservarse para la edificación de una manzana de casas completa, en esa mansión digo, vivía por entonces una artista famosa de cabaret, una "vedette" a la que, en enormes carteles anunciadores distribuidos por toda la ciudad, se le nombraba con el apodo artístico de La Mulatita. Pero si el nombre artístico de esta mujer era bien conocido para todo el mundo, del verdadero nombre de la artista, nadie parecía estar enterado. Y esta misma ignorancia se extendía a sus orígenes, y aunque se rumoreaba que procedía de Cuba, tampoco se sabía esto con certeza. Claro que de la artista se decían muchísimas cosas, por ejemplo, se decía que no era ella la propietaria de tan magnífica casa, sino que pertenecía a un millonario, un millonario raro y retraído del que la artista famosa era la amante y del que nadie sabía nada pues discretísimo, permanecía en el más obscuro anonimato. Y aunque lógicamente, este hombre debía pasarse por allí a menudo a visitar a su amante, yo, pese al estupendo observatorio que me proporcionaba el ventanal de mi despacho, no había logrado ver nunca el rostro de aquel millonario excéntrico.
Me centré en lo que estaba viendo a través de los prismáticos. Disfrutando del aire libre, se encontraba toda aquella gente que, en cuanto llegaba la primavera, se pasaba la mayor parte del tiempo trajinando de un lado para otro del inmenso jardín. Allí estaba aquel individuo vestido con lo que muy bien podría ser el uniforme de un chófer, quien balleta en mano, se empeñaba todo el tiempo en la tarea imposible de sacar más brillo aún a la carrocería de un imponente Jaguar. Allí estaban como siempre, aquellas dos simpáticas doncellitas vestidas de negro, con cofia y delantal blanco, quienes rodillas en tierra, fregaban y fregaban los escalones de mármol de acceso a la casa en un vano intento de eliminar hasta la más minúscula partícula de polvo que se hubiera podido depositar en ellos. Y aún algo más allá, al fondo del jardín, en la proximidad de los parterres de flores, un jardinero con mono azul se entretenía recortando la pradera con una cortadora de césped mecánica. Mas como la noche anterior no había cesado de llover, ahora que lucía el sol de pleno, los altos árboles, los frondosos bojes y alibustres, la hierba, todo lo que se veía en aquel hermoso jardín lavado y purificado por la acción del agua, brillaba destellando bajo los alegres rayos del astro rey: los pájaros revoloteaban felices, feliz era el gato que dormitaba sobre el muro, felices seguramente también los criados y , en general, me pareció que todo lo que habitaba en aquel hermoso jardín era feliz aquel día.
Algo que vi entonces, llamó mi atención. Se acababa de abrir la puerta principal de la que había surgido corriendo una señora mayor con aspecto de ama de llaves, quien, sin detenerse a saludar a las arrodilladas doncellas, se fue directamente a hablar con el chófer. Parloteaba aparentemente muy excitada moviendo constantemente las manos por delante del pecho del tipo. Comprendí que algo importante sucedía allá abajo. El chófer, seguramente atendiendo a lo que le decía la gesticulante señora, se introdujo en el Jaguar comenzando a maniobrar con él hasta situarlo enfrentado a la puerta cochera que da salida a la calle Velázquez.
Picado de curiosidad, contemplaba la escena desde mi atalaya . Ahora, de nuevo se abría la puerta de la casa. Apareció recortada en el dintel, la figura de un caballero anciano al que seguía muy de cerca otro hombre, otro hombre cuyo oficio había de ser por fuerza el de cocinero. Lo digo por las trazas, pues venía cubierto con un mandilón con mangas, portando además el complemento del oficio, esto es el alto gorro blanco que tan bien caracteriza a los que ejercen esta profesión.
El jardinero y las doncellitas, al ver en la puerta al que debía ser su amo y al cocinero, dejaron el trabajo para, aproximándose, formar un corro alrededor de ambos individuos. Daba la impresión de que todos los presentes querían hablar a la vez.
"¡Ostras, tú!", me dije. "este debe ser el millonario misterioso que paga las facturas."
Observé a este hombre. Era un tipo ya mayor, como he dicho, casi un anciano más bien, de pelo blanco y, en él, ningún rasgo particular llamaba especialmente la atención. Vestía un traje azul, camisa blanca y corbata de un color rojo sangre. Era alto, flaco y seco, portaba en la mano derecha un bastón de palo negro, probablemente más por coquetería que por otra cosa, pues agitándolo en el aire de vez en cuando, no se servía de él para ayudarse en la marcha. Yo estaba seguro que nunca antes lo había visto.
El hombre iba contestando a las preguntas de los criados precipitadamente, pero de súbito, impaciente, dando por terminada la conversación, se abrío paso entre los servidores dirigiéndose a toda prisa hacia el lugar en que se hallaba aparcado el Jaguar. El chófer, viéndolo llegar, mantuvo abierta la portezuela trasera del coche mientras se acomodaba su amo en el interior. Y fue justo en ese momento, mientras aún permanecía abierta la portezuela del Jaguar, cuando el anciano, dejando libre el puño del bastón, lo sostuvo por el palo agitándolo en el aire de manera que por un instante, al incidir los rayos del sol sobre la empuñadura extrajeron de ella una serie de destellos metálicos que me hicieron pensar que el mango de ese bastón habría de ser de plata.
El jaguar se puso en marcha, y al poco, lo vi atravesar la confluencia de Velázquez con la calle López de Hoyos. un segundo después, lo perdí de vista.
Guardé los prismáticos. Miré el reloj. Las once y cuarto. Prendí un Winston. Tenía hambre.Al mediodía, me bajaría a comer a Vips, un restaurante próximo a la oficina donde me daría el gusto de tomarme unos huevos a la cubana, pues allí saben hacerlos muy buenos utilizando en su preparación el plátano canario y no esos otros de importación de colosales dimensiones completamente insípidos. Pero de momento, debía continuar con el informe, razón por lo que abandonando el ventanal, regresé a mi mesa para continuar la no empezada faena.
Repiqueteó el teléfono. Lo descolgué.
-¿Está Maribel? -inquirió cantarinamente una voz femenina un tanto aguda en la que reconocí inmediatamente la de Lucía, la telefonista, una amiga de Maribel, una mujer mas bien gorda y antipática, una de esas mujeres que a mí no me gustan y que estoy seguro que tampoco a ustedes les gustan. Y algo semejante debía sucederle a su marido, porque siendo delegado comercial en Londres o algo por el estilo, llevaba sin aparecer por Madrid un año o más. Lucía había aprovechado su ausencia para ponerle los cuernos con un tal Friederich, Friederich o un nombre como ese, un personaje que trabajaba en la embajada alemana, un individuo con pasta quien, al parecer la popeaba llevándola de aquí para allá, al cine, al teatro, a los mejores restaurantes y a las discotecas de moda.
-Maribel no está en este momento -dije-, ha salido del despacho.
-¿Es usted Don Alfredo?
-Sí, yo soy –respondí-. ¿Querías algo, Lucía? ¿Quieres dejar algún recado?
-Es que Maribel va a ir a El Corte Inglés y quería pedirle un favor –comenzó a explicarse Lucía-. . Hoy es el cumpleaños de Arturo, mi marido, viene de Londres al mediodía, está trabajando allí por unos meses, y me hubiera gustado darle una sorpresa. Le encanta la tarta de San Honoré y, verdaderamente,como la tarta de San Honoré de El Corte Inglés no hay otra. ¿Lo comprende, don Alfredo? Mi marido se pondría tan contento con un detalle tan tierno como ese y bastaría con que Maribel me trajera una de seis raciones, no necesito más.
Actualmente, los teléfonos móviles han venido a resolver un sinfín de situaciones como ésta, ya que cuando alguien desde el otro lado de la línea nos pregunta por otro alguien del que conocemos su número de móvil, se lo damos y en paz, asúnto arreglado, ninguna complicación. , mas, en 1997 el uso de estos pequeños aparatitos no se había generalizado aún por lo que yo, por más historias que me contase Lucía, no iba a poder hacer nada por ella.
-Pero es que Maribel se ha ido hace un momento –dije intentando emplear un tono de voz amable-. No puedo avisarla, claro, pero si ella se pone en contacto conmigo, le daré el recado, te lo prometo, Lucía.
tras colgar, permanecí unos segundos reflexionando sobre lo indignante que es que te vengan con cosas tan absurdas como estas de la tarta de San Honoré, o cosas por el estilo, cuando el destino de la empresa en la que trabajas se ha puesto en tus manos. Me sentía molesto porque me sacan de quicio estas continuas bobadas y estúpidas majaderías en que las secretarias gastan su tiempo de trabajo poniendo de manifiesto su total irresponsabilidad y falta de mollera. Primero la interrupción de Maribel, ahora la de Lucía... Si Me seguían interrumpiendo, me sería imposible redactar una sola línea.
Fue justo entonces cuando el estómago me dió un nuevo aviso en forma de fortísima coz, lo que me obligó a recurrir por segunda vez en la mañana al blister de Pepsamar, el antiácido de moda por aquellos años, al blister de Pepsamar que, como les he dicho antes, guardaba en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Y durante un buen rato, me entretuve masticando despaciosamente dos de estas pastillas. Después, finalizada la operación del masticado, ya con el estómago más aliviado, le eché una ojeada al reloj. Las once y media, Todavía me quedaba tiempo para trabajar en el informe hasta la hora de bajar a Vips a por los huevos a la cubana. Ordené la multitud de paeles y documentos que tenía ante mí de otra manera que me pareció más lógica a fin de que me fuera más sencill su utilización, , situé la goma de borrar a mi derecha en lugar de a la izquierda que era como se hallaba antes, afilé el lápiz y encendí otro cigarrillo. Ahora sí, ahora sí podría trabajar a gusto, ahora se me ocurrirían buenas ideas. .
Retumbó el teléfono, era evidente no me iban a dejar en paz ni un solo minuto. Y atendí la llamada.
-¿Está Maribel? -preguntó una voz femenina que reconocí inmediatamente.
Era Celia, la secretaria de don Anastasio, una muchacha de ojos verdes, cabellos rubios y poseedora de un tipazo espléndido.
-Maribel hace un rato que ha salido -dije.
-¿Eres tú, Alfredo? -dijo ella. Su pregunta no venía al caso, Celia conocía perfectamente bien mi voz a través del teléfono y tenía que saber con total seguridad que era yo quien le hablaba.
-Sí, soy yo -respondí.
-Me alegro de haberte encontrado, Alfredo. Estaba buscando a Maribel únicamente para charlar un ratito, pero ahora que hablo contigo, te diré... ¿Te apetece que comamos hoy juntos en Vips?
-Sí, claro que me apetece –dije.
-¿Te vienes entonces? –insistió ella.
-Sí, sí, claro que voy corroboré yo.
-Pues a las dos en Vips.
-Sí, a las dos en la puerta –dije.
Muchos otros varones de la oficina hubieran deseado con ansia que Celia los eligiera a ellos en lugar de a mí para bajarse a comer a Vips, a Vips o a cualquier otra parte, pero ella siempre me prefería a mí. Porque Celia, de un tiempo a esta parte, estaba simpatiquísima conmigo. Sí, la verdad es que conmigo estaba simpatiquísima. Pero el caso es que no lo estaba con los demás, sólo lo estaba conmigo. Simpatiquísima. ¿Y por qué estaba tan simpática conmigo?Seguro que había algo, seguro. El corazón me latía como loco. Me tomé el pulso Casi cien pulsaciones por minuto. Cien por minuto. Demasiadas pulsaciones. Demasiadas.
Por tercera vez, el teléfono comenzó a sonar. En esta ocasión, decidí no contestar. No descolgaría.
Cinco, seis, siete...
El timbre insistía sin desanimarse.
Nueve, Diez, once, doce...
¡Carajo! –exclamé.
Quince, dieciséis, diecisiete...
! ¡Qué bárbaro! –dije.
Veinte, veintiuno, veintidós...
El teléfono dejó de sonar. Desistían. Quien fuera, seguramente se habría convencido de que no había nadie en el despacho. Me tomé otro Pepsamar que terminé de masticar justo en el momento en que en el contiguo y vacío despacho de Cipriano, empezó a retumbar estruendosamente el teléfono.
Reflexioné un segundo. Desde el interior de la oficina, no podría estar llamando alguien, pues todos en la oficina saben que Cipriano jamás se halla en su despacho los lunes, de manera que forzosamente, quien estuviera llamando, lo estaría haciendo desde la calle. Qizá fuera algo importante, pero esta consideración no alteró mi decisión inicial,pues llamasen desde donde llamasen y fuera quien fuera el que llamase, yo no contestaría. Pero entonces, casi al unísono, comenzaron a repiquetear, uno tras otro, hasta cuatro o cinco de los otros teléfonos que se sitúan en la planta más allá del despacho de Cipriano. Escuché viniendo de lejos la voz de Purita, la cajera, quien, a la distancia, contestaba a uno mientras que los demás y aún otros que se les iban uniendo, sonaban sin parar formando un estrépito formidable. La quinta planta del edificio se hallaba atacada de una ensordecedora y frenética actividad sonora. Sin duda, algo fuera de lo normal estaba ocurriendo, algo de lo que yo debía estar enterado. Y en ese preciso instante en el que me planteaba que algo raro sucedía, el teléfono sobre mi mesa comenzó lanzando histéricos alaridos, por lo que histérico yo también, me precipité a descolgarlo.
Quiero más, quiero más.
-¿Don Alfredo? -dijo una voz femenina que reconocí de inmediato. Era otra vez Lucía, la gorda Lucía, la telefonista, la que le ponía los cuernos al marido.
-Sí, soy yo –repliqué.
-¿Y cómo es que no contesta? -preguntó la chica-. Estoy desesperada llamando a todos los teléfonos de su alrededor.
-¡Carajo! ¡Por Dios, Lucía! –Chillé perdidas por completo las buenas formas.
-No se ponga así, Don Alfredo -me respondió -. Tenga tranquilidad.
Ahora ya sin chillar, pero esforzándome en dar a mi voz un tono severo y antipático, le dije:
-¿Pero qué demonios quiere, Lucía? ¿Quiere alguna cosa?
-Una señora pregunta por usted.
-¿Mi mujer? –pregunté.
-No, no es su esposa –me contestó la Telefonista-. Me ha dicho que se llama Rosa Valdivieso y que le urge ponerse en contacto con usted. La verdad es que por como habla, debe encontrarse en un apuro gordísimo, da la impresión de que va a echarse a llorar de un momento a otro. ¿Se la paso, don Alfredo?
-Sí, sí, pásemela -ordené.
-Me ha dado una lástima horrible tenerle que decir que me estaba siendo dificilísimo localizarle, don Alfredo –dijo Lucía entonces-. ¿Dónde se había metido?. Porque debo llevar más de cinco minutos llamando a todos los teléfonos de la planta, y esa señora ahí, porbre de ella, esperando. llando la pobre debe llevar esperando
-¡Ya está bien! –rugí indignado ante el atrevimiento de Lucía, de Lucía que todo lo cotillea-. ¡Pásemela de una puñetera vez! –dije de nuevo gritando.
Pero Lucía no me pasó a Rosa inmediatamente, sino que me hizo aguardar un buen rato. Y mientras me sentía más y más impaciente esperando escuchar la voz de mi amiga Rosa al otro lado del teléfono, pensé en ella y Raimundo a los que no veía desde hacía por lo menos dos meses, mucho tiempo tratándose de Rosa y Raimundo. Porque Rosa y Raimundo, su marido, eran unos amigos de toda la vida a los que no pasaba una semana sin que Caridad y yo los viésemos, bien en el cine, en el teatro , el auditorio o cenando por ahí en cualquier buen restaurante. Desde un principio, desde la época en que los cuatro íbamos a la universidad, desde entonces, venía notando yo que la esposa de mi amigo sentía hacia mí persona una especialísima atracción, una atracción tan fuerte que se hallaba próxima al enamoramiento. Recordé luego el pasado remoto de los tiempos universitarios. La amistad con Rosa y con su marido, Raimundo Ruibalbo, me venía de lejos, de los tiempos en que ambos éramos aún poco más que unos chiquillos jugando a ser universitarios. Recordaba perfectamente aquel día, lejano ya, en que nos presentaron a Rosa y a Caridad, aquel día en que Caridad decidió quedarse conmigo y Rosa decidió otro tanto con mi amigo. Raimundo cursaba por entonces el segundo año de ingeniería industrial mientras que yo me encontraba acabando tercero de económicas. Rosa es hija única, una Valdivieso por parte de padre y una Martín Fonseca por parte de madre. El padre, de obscura procedencia, se hizo millonario merced a los beneficios que, año tras año, le proporcionaba la fábrica de galletas de la que se hizo propietario, mientras que la madre, una Fonseca, aunque una Fonseca de una rama no muy directa de los Fonseca, una Martín Fonseca, presumía entonces (y presume aún), de ser una gran terrateniente con tres o cuatro fincas agrícolas y ganaderas de considerable extensión esparcidas entre Soria y Burgos. Claro que a los padres de Rosa apenas si los conocía, a la madre más que al padre, pues Raimundo y yo habíamos pasado junto con nuestras por entonces novias aún, un verano en el viejo caserón que la familia Fonseca poseía en Villarcayo y, así como doña Enriqueta había permanecido con nosotros todo el tiempo, al padre, únicamente lo vimos un día y casi por casualidad, un día en que se había acercado a comer a Villarcayo desde Burgos apareciendo en el jardín del caserón repantingado en el asiento trasero de un formidable Mercedes. Aunque me dio la impresión de ser un hombre simpático, la verdad es que no podría decir el por qué, pues apenas si dijo dos palabras a lo largo de la comida yéndose nada más terminado el postre. Y es que según supe luego, los padres de nuestra amiga andaban medio separados ya por entonces.
Pero vuelto a la realidad actual de mi despacho, el caso es que los segundos iban pasando (debía llevar esperando más de dos minutos ya) y la voz de Rosa no se dejaba escuchar. ¿A qué demonios estaba esperando Lucía para pasármela?
Se oyó un clic.
-Ahí la tiene -dijo Lucía.
-¿Eres tú, Alfredo?
-Sí, soy yo -dije. La voz de mi amiga efectivamente, tal como me había adelantado la telefonista, revelaba que su poseedora se hallaba sometida a una buena dósis de angustia.
-Alfredo... ¿Podrías venir rápidamente conmigo al hospital, al Ramón y Cajal? Raimundo ha tenido un accidente, está ingresado en la UVI de traumatología, está muy mal y quiere verte. Ha preguntado por ti. ¿Podrás venir? ¿Podrás venir ahora mismo?
-¡Naturalmente que puedo! -respondí. ¿Cómo no iba a poder?
-Pues date prisa en bajar al portal –me dijo-. Te espero en la puerta en unos diez minutos.
Colgó sin darme tiempo a preguntarle qué tipo de accidente había tenido Raimundo y qué era lo que le pasaba exactamente. Arrellanándome en la butaca, encendí un cigarrillo. Tenía diez minutos de espera hasta que llegara mi amiga. E inmediatamente volví a sumergirme en los recuerdos del pasado, de los tiempos universitarios que gastamos juntos los cuatro, Rosa, Caridad, Raimundo y yo.
"En fin... –me dije-. ¡El tiempo se nos va volando!"
Apagué lo que quedaba del cigarrillo, apenas algo más que la colilla. Los diez minutos de espera debían haber transcurrido ya y seguramente Rosa me estaría esperando abajo en el portal. Poniéndome en pie, abandoné el despacho para dirigirme pasillo adelante en dirección a los ascensores.
(Sé que es un pedacito enano, pero es que termina el capítulo 1)
DOS.
Abajo en la calle, reinaba una gran animación. La gente caminaba a toda prisa por las abarrotadas aceras, estorbándose el paso los unos a los otros, hablando fuerte, discutiendo algunos, formando un torrente humano contra el que hube de luchar para aproximarme a la calzada en la que los coches se agolpaban retenidos en un monumental atasco. Sonaban las bocinas con ensordecedor ruido.
Miré en todas direcciones, pero no se veía a Rosa por ninguna parte. De pronto, oí su voz llamándome desde el interior de un taxi. Asomaba la cabeza por la ventanilla gritando mi nombre. Alzaba la voz a más no poder. Le hice un gesto de reconocimiento, y luego, avanzando entre los coches, llegué rápidamente hasta el taxi, con lo que, abriendo la portezuela y fui a sentarme con ágil brinco en el hueco que mi amiga acababa de dejar libre retirándose hacia la ventanilla del otro lado.
-¡Buenos días! –dije saludando.
-¡Buenos días! –me respondió Rosa.
-¡Buenos días! –dijo el taxista girándose hacia atrás para mirarme, el taxista, un individuo joven que no llegaría a los treinta.
-Vamos al Hospital Ramón y Cajal –explicó Rosa al hombre.
-Está bien –contestó el otro.
Como mi amiga me estaba ofreciendo la mejilla para que se la besase, así lo hice, y luego, acomodándome en el asiento, me puse a contemplarla. Pese al mal trago que Rosa estaría pasando, con su marido ingresado en la UVI, la encontré fresca, guapísima, tan encantadora como siempre. Yo le llevo tres o cuatro años de manera que, andando yo por los cuarenta y nueve, ella debía estar por entonces en los cuarenta y cinco o cuarenta y seis. En fin, tuviera cuarenta y cinco o cuarenta y seis, tuviera los años que tuviera, de lo que no hay duda es de que en ese momento d su vida, Rosa atrabesaba su mejor edad encontrándola yo de lo más atractiva. Más bien morena de piel, ojazos negros, con el pelo castaño cortado casi a lo chico, menuda, graciosa , con todas las partes de su cuerpo muy bien formadas y en proporción unas con otras, cualquier hombre que la mirase habría de reconocer que estaba espléndida.
-¿Qué le ha ocurrido a Raimundo? pregunté, pues Raimundo era el motivo por el cual me hallaba con Rosa en un taxi a esa hora del mediodía.
-Ha tenido un accidente –me respondió-. Tu amigo, querido Alfredo, es un total irresponsable, está loco de remate.
-¿Pero que diantres le ha pasado ? –dije insistiendo.
-Se ha roto un brazo y una pierna. Tiene todo el cuerpo lleno de moratones de los que va a tardar en recuperarse. Pero además, probablemente, no se va a poder sentar en una larga temporada, porque tiene el culo en carne viva y una fisura en la rabadilla. Eso tiene tu amigo, Alfredo. Eso tiene.
-¡Qué bárbaro! –exclamé.
-¡Caray! –dijo el taxista.
Intenté imaginarme al pobre Raimundo con las dos piernas rotas, un brazo y dos costillas, más lo de la rabadilla y las magulladuras. ¿O lo que había dicho Rosa era que se había roto los dos brazos, una pierna y una costilla, una rabadilla y algo magullado el culo? ¿O era la rabadilla lo que tenía roto, el culo magullado, una fisura en una costilla, dos piernas rotas y un brazo? ¿Cómo era? ¡Qué horror! ¡Vaya lío!
-¿Pero concretamente... ¿Qué demonios le ha pasado? –volví a preguntar.
-Se ha dado un morrazo bestial con el parapente –me respondió Rosa.
-¿Parapente?
-Sí, parapente –confirmó mi amiga-. Un viento fortísimo, creo. Se precipitó desde bastante altura yendo a parar a un río, un río, gracias a Dios, con arena en el fondo y con apenas un metro y algo más de profundidad. Le vieron unos senderistas que le ayudaron inmediatamente.
-¿Se la pegó con el parapente? –dije insistiendo. La cosa me interesaba, tanto Raimundo como yo éramos (y continuamos siéndolo), grandes aficionados a los deportes de riesgo, pero nada sabía de que anduviera haciendo prácticas con el parapente. Pensé entonces de inmediato que, con toda seguridad, lo había llevado en secreto para dejarme con un palmo de narices cualquier día, dándome una sorpresa de órdago el muy cabrón. Pero él no estaba tan bien entrenado como yo para hacer deporte, su preparación física dejaba mucho que desear de forma que el día menos pensado, en su afán de emularme, iba a conseguir matarse.
-Sí, con el parapente. Desde una gran altura –volvió a decir Rosa reflexionando en voz alta.
-¡Caray! ¡Con el parapente! escuché que decía el taxista por lo bajo.
Permanecíamos sin movernos. Desde que me había subido en el taxi, no habríamos avanzado ni veinte metros, pues si bien el tráfico que discurría por María de Molina lo hacía con dificultad, en la dirección que nosotros pensábamos seguir, Velázquez arriba, y pese a que el semáforo se hallaba en perfecto funcionamiento saltando del rojo al verde y del verde al rojo, los coches no se movían en absoluto. Comprendí lo que estaba sucediendo. Un guardia urbano se estaba empeñando en poner orden en aquel caos, pero aquel gesticulante tipo, más que organizar, desorganizaba.
-¿Por dónde quieren que vayamos? –preguntó en ese momento el taxista-. Es que prefiero preguntar al cliente por dónde quiere ir para evitar malentendidos.
-Vaya por donde le parezca -le respondió Rosa-. Usted sabrá mejor que nosotros por dónde hay que ir.
-Gracias, señora -repuso el hombre-. ¿Le importaría que dejase la ventanilla abierta? Son tantas horas las que paso en el taxi que no me gusta llevarla cerrada, me da la sensación de estar prisionero. Este es un espacio tan pequeño que produce algo de claustrofobia. Pero luego, cuando nos movamos, la cerraré.
-Naturalmente que se lo permito –respondió Rosa hundiéndose un poquitín más en el asiento poniéndose cómoda.
Miré el reloj, las doce y cuarto. El estómago me seguía molestando. Del bolsillo de mi chaqueta, extraje por tercera o cuarta vez en la mañana, el blíster de Pepsamar, comenzando segundos después a masticar un par de pastillas despaciosamente.
El taxista acababa de hacernos una pregunta. Había dicho:
-¿Fuman ustedes?
-Pues sí, sí que fumo –dije echando una ojeada al cartelito situado sobre el cristal de la ventanilla de mi derecha en el que se prohibía fumar.
-Yo también tengo ese vicio –dijo Rosa.
-¿Quieren un Marlboro ahora? -nos ofreció el hombre que ya alargaba el brazo hacia la guantera para coger en ella un paquete de cigarrillos Marlboro. Mientras realizaba esta operación, continuó hablando. Nos dijo-: Aprovecho para fumar cuando se suben clientes que lo hacen y pueden comprender este vicio. Me hacen un favor. ¿Saben? Si fuman ustedes, podré fumar yo también.
Girándose en el asiento, con la mano izquierda nos tendió la cajetilla de la que sobresalían unos cuantos cigarrillos, al tiempo que con la derecha encendía el mechero que acababa de extraer del bolsillo de su chaqueta. Nos ofreció fuego, primero a Rosa y después a mí y, por último, encendió él.
-La gente se ha vuelto demasiado intransigente últimamente –observó-. Demasiado intransigente. La intolerancia está a la orden del día, nadie transige ni un pelo con nadie, todo el mundo se preocupa muchísimo de que respeten sus derechos pero nadie se preocupa de respetar los de los demás. ¡Es increíble! Nadie tolera ni lo más mínimo a nadie. Con esto mismo del tabaco, mire lo que pasa: los no fumadores desprecian a los fumadores y si por ellos fuera prohibirían fumar en las casas, les impondrían multas por hacerlo y hasta intentarían meterlos en las cárceles. En Estados Unidos no se puede fumar en la mayoría de los edificios de oficinas ni en los restaurantes y aquí, dentro de poco, harán también leyes para prohibirlo.
- Tiene usted toda la razón –corroboró Rosa el comentario del otro.
En fin... ¿Qué quieren que les diga? Ustedes y yo sabemos perfectamente como son estos fastidiosos taxistas, fontaneros, electricistas y demás listillos que de todo saben y de todo entienden. Ustedes los conocen bien y yo también. Pero cuando me disponía a recordarle al tipo aquel tan listillo lo nocivo que es el tabaco en la opinión de los médicos, me dio la impresión de que íbamos a movernos por fin.
(pues aunque nadie diga na pongo otro capítulo xD)
bueno, pusiste otra novela de tu padre :D, me alegro,la verdad me esta gustando esta novela, espero que prosigas ;)
saludos
-Nos vamos. Ya avanzamos –dijo el taxista.
Efectivamente, el guardia urbano nos estaba dando paso para que cruzásemos María de Molina. Lo hicimos lentamente, pero, al llegar a la altura de López de Hoyos un nuevo semáforo nos retuvo.
-¡Vaya por Dios! –exclamó Rosa impaciente.
-Si le parece, iremos por Velázquez y saldremos luego por la Castellana adelante en lugar de subir por López de Hoyos a buscar la M30, a estas horas suele ir muy cargada por este lado norte –dijo el taxista decidiéndose al fin a elegir un itinerario concreto-. Aunque claro –continuó diciendo-, no puedo garantizarles que vayamos bien por la Castellana, estas cosas nunca pueden saberse y únicamente se puede intentar acertar.
-Vaya usted por la M30 –dije percatándome de que el hombre intentaba engañarnos prolongando la carrera innecesariamente. En fin, que por muy simpático que se hiciera el listillo aquel, a mí no me la iba a dar.
-Es que... –insistió el hombre-. Antes, no hará ni media hora de esto, la M30 estaba a tope.
Furioso, di un ligero puñetazo sobre el reposacabezas que tenía delante.
-Cállese y vaya por donde le digo, haga el favor –dije alzando la voz.
-¿Qué ha dicho? ¿Por qué se pone así? ¿Es que quiere armar bronca? –me respondió el taxista.
-Lo único que deseo es que se calle –observé-. ¡Cállese! ¡Haga el favor!
-¡Por Dios, Alfredo! –intervino Rosa-. No armes lío. No es momento.
-No se preocupe, señora –dijo entonces el taxista-. Nunca armo jaleo por cosas como éstas, estoy más que acostumbrado a tratar con gente como su amigo.
-¿A que coño se refiere con eso? -pregunté indignado, perdidos ya los estribos.
-¡Por Dios, Alfredo! –exclamó Rosa-. ¡Haz el favor de callarte!
-¡Vaya!¿Es que tengo que ser yo el que me calle? –dije irritado a más no poder .
Pero pese a mi enfado, permanecí en silencio y ya no hubo más conversación por el resto de la carrera.
En el vestíbulo del hospital, entre un enorme barullo, Rosa y yo nos dirigimos a la ventanilla de información. Hubo suerte, no había nadie por delante de mí y no tuvimos que esperar.
-¿Qué desea? –me preguntó la joven encargada de atender al público.
-Necesito llamar por teléfono urgentemente –le dije. Acababa de recordar que debía ponerme en contacto con Celia y con Caridad, con Celia para avisarla de que no podría ir a comer con ella, y con Caridad para advertirle de lo que estaba pasando con Raimundo.
-El teléfono funciona únicamente con monedas –me advirtió la chica.
Pero como yo disponía de monedas más que suficientes y no iba a haber problema, le dije a Rosa que me siguiera hacia donde nos acababan de indicar. El lugar en cuestión, era un pasillo más bien lóbrego al lado de los servicios con un único teléfono colgado de la pared, un lugar en el que no se veía a nadie, Rosa y yo, estábamos completamente solos en ese pasillo.
Introduje una moneda y marqué el teléfono de casa. Caridad no respondía, de manera que, tras doce o trece timbrazos, acabó por saltar el contestador automático.
-Caridad, come tú sola haz el favor –le dije -. Estoy en el Ramón y Cajal, han ingresado a Raimundo, Rosa me ha telefoneado para que viniese. Luego, cuando sepa algo con más detalle, te llamaré.
Miré el reloj. La una menos diez, Celia aún estaría en la oficina. Marqué el número. Con un poco de suerte, aún podría disculparme ecplicándole lo que pasabva.
Uno, dos, tres...
¡Caray! No contestaban.
Nueve, diez, once...
¡Carajo! ¿Pdónd ese había metido Lucía?
Trece, catorce, quince...
Todavía esperé tres o cuatro timbrazos más. Y entonces, Descolgaron.
-¡Dígame! –contestó una voz.
Efectivamente,era Lucía la telefonista, la gorda Lucía, la de la tarta de San Honoré, la del marido en Londres.
-Soy yo, Don Alfredo –le dije.
-¡Ah! Don Alfredo. Es usted –se limitó a decir ella con frío acento.
-Sí, soy yo. ¿Me pasas con Celia? –dije.
Esperé mientras la telefonista intentaba localizar a mi amiga la secretaria del presidente.
-Celia no está en su despacho, don Alfredo –me dijo al fin Lucía-. No contesta.
Reflexioné durante unos cuantos segundos. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo avisar a mi amiga de que no podría comer con ella, a mi amiga que estaría esperándome ya impaciente en la puerta de Vipss?
-Don Alfredo... ¿Quiere que le diga algo a Celia si la veo?
-Aguarde un momento, por favor, Lucía. Tengo que pensar.
Me hallaba en una de esas situaciones en las que hay que aplicar las teorías de mister Simon, el famoso profesor norteamericano del Eurobuilding que todas las primaveras organiza cursillos para ejecutivos, cursillos a los que yo, por aquella época, asistía regularmente, mister Simon, un tipo del que no creo haberles hablado antes, un genio que no dejaba de repetirnos a los que seguíamos atentos sus clases que, en la vida, primero hay que pensar y después actuar, nunca al revés, nunca actuar y después pensar. ¿Qué hacer en una situación como la que se me presentaba? "Primero pensar y después actuar", me dije. Celia tendría que entenderlo, Raimundo quizás estuviese agonizando en la UVI y por mucho que nos moleste, antes es la obligación que la devoción. Perfecto el refrán, Raimundo era la obligación y Celia la devoción. resolví pedirle un favor a Lucía, un favor pequeñísimo. Le dije:
-Únicamente, dígale a Celia cuando la vea que la he llamado y que la veré luego.
¿Quiere que le pase a Maribel, don Alfredo?
Por detrás, Rosa me picó en el hombro.
-Alfredo –me advirtió-, hay otras personas que quieren usar el teléfono.
No me volví. La telefonista me estaba hablando de algo que, merced a la interrupción de Rosa, no pude entender, pero Ahora escuchaba su voz perfectamente.
- ... y es que Maribel es un amor.¿Sabe que me ha traído un San Honoré magnífico de doce raciones? Por lo visto habíamos estado hablando ella y yo de lo del cumpleaños de Arturo ayer y yo, con los nervios, no me acordaba. ¡Qué tonta! Pero el caso es que mi marido, Arturo, se va a poner contentísimo. Viene esta tarde de Londres y ...
-estoy en una cabina –le dije a Lucía interrumpiéndola.
-¡Perdone, Don Alfredo! No me daba cuenta de que a usted, puede que estas cosas no le interesen -se disculpó -. Entonces, ¿le paso a Maribel?
Reflexioné un instante. ¿Sería aconsejable que yo le dijera a Maribel lo de Raimundo y que ella se lo explicara a Celia? No, no me convenía que Maribel supiese que había quedado a comer con Celia, ya que tal como estaban nuestras relaciones de confusas últimamente, cuando ya daba la impresión de que la tenía a punto de caramelo, no sería prudente en absoluto picar sus celos enterándola de lo que había entre Celia y yo. Lo mejor sería que se lo explicase a Celia yo mismo al día siguiente cuando la viese, con lo que se evitaría con toda seguridad cualquier posible malentendido con Maribel.
-¿Se la paso?
-No, gracias Lucía –le dije.
-¿De verdad no quiere que se la pase?
Tanta insistencia de Lucía con Maribel ... ¿Sabría algo la telefonista? El corazón se me estaba acelerando, el estómago me lanzaba nuevas punzadas. Me decidí.
-¡Pásemela! ¡Pásemela! –le dije. Quizás fuese mejor así, que le explicase yo a a fin de cuentas, Con Celia todavía no había nada y Maribel no podría ofenderse.
(Pues eso, siento haber tardado tanto, no disponía de la novela aquí)
-Se la paso –dijo Lucía.
Aguardé. Aguardé un poco más. Se escucharon unos cuantos clics. Más clics.
-Perdone, don Alfredo –dijo Lucía-. Creo que se ha estropeado la centralita, no puedo comunicar con el despacho de Maribel. ¿Quiere que pruebe otra vez?
Y fue justo en ese momento cuando noté sobre mi hombro la presión de dos dedos. Tras de mí, alguien llamaba mi atención. Supuse que sería Rosa como antes quien llamaba mi atención, pero no lo era. al volverme, comprobé que El que me estaba clavando los dedos en el hombro, no era Rosa sino un señor mayor, de aspecto pacífico y amable que vestía un traje gastado por el uso y del que pensé debía ser un jubilado que, habiendo atravesado por mejores tiempos, ahora se veía obligado a vivir modestamente ajustándose a la cantidad exigua que le proporcionaría su bien ganada pensión.
-¿Tiene para mucho? –me preguntó el hombre. Hablaba con educación, se notaba que no era un mindundis-. No quisiera en absoluto molestarle –prosiguió diciendo-, no, no en absoluto, pero debo indicarle que estamos esperando unos cuantos y ya lleva un buen rato hablando, así que si tuviera la bondad de darse prisa se lo agradeceríamos.
-Un momento, por favor -le dije.
Lo que decía el hombre era verdad, pues efectivamente, tal como me acababan de advertir Rosa primero y este señor después, tras ellos, se hallaban esperando unas siete u ocho personas agolpándose en grupo, hombres y mujeres que no disimulaban su impaciencia haciéndome gestos significativos para que terminase mi conversación. Se encontraban en primer término, una señora de mediana edad mal encarada, un macarra de malísimo aspecto con cazadora de cuero claveteada, y más atrás, otros muchos. El mocetón de la cazadora, hacía gestos impaciente.
-¡Acabe de una puñetera vez! –me dijo el tipo adelantando un paso en mi dirección. Poseía una de esas voces roncas, gruesas, quebradas, una de esas voces a las que se llega merced al abuso del tabaco y del alcohol.
-Un momento –repetí esta vez ahora dirigiéndome al macarra. y un segundo después, dándome la vuelta hasta situarme otra vez de espaldas al grupo, intenté despedirme de la telefonista. Le dije-: tengo que colgar, Lucía, no puedo seguir hablando.
-¿Y qué ha pasado con esa señora? –me preguntó Lucía entonces.
-¿Con qué señora? -pregunté sorprendido no comprendiendo a qué se refería.
-La que le llamó a usted antes, don Alfredo. La señora que le llamaba porque habían ingresado a un tal Raimundo en la UVI. La pobre estaba a punto de llorar y me ha dejado con el corazón en un puño. ¿Está bien ese señor? ¿Está bien su amigo, don Alfredo?
Me quedé estupefacto. ¿Qué decir ante semejante atrevimiento? Lucía, cuando me pasó la llamada al despacho, había permanecido escuchando mi conversación con Rosa. ¡Sería posible que tuviera tanta caradura? ¡Carajo! ¿Y qué debe hacer uno cuando le ocurre una cosa como ésta? Me vino a la cabeza de nuevo mister Simon, el genio de los cursillos del Eurobuilding. ¿Qué habría hecho mister Simon en un caso análogo?
Tras de mí, Rosa me dijo:
-¿Terminas ya, Alfredo?
Pero yo no podía terminar, me hallaba obligado moralmente a encontrar una respuesta para Lucía lo suficientemente contundente como para el caso.
-¿Está usted ahí? -preguntó la telefonista desde el otro lado de la línea.
-Si, estoy aquí –le confirmé aún reflexionando en lo que iba a decirle.
-Termina, por favor, Alfredo –escuché la voz de Rosa hablándome a la espalda.
-¡Acabe de una vez! ¡Suelte el teléfono! -gritó a mi espalda una voz masculina, grave, quebrada, aguardentosa en la que reconocí la del macarra.
Girándome parcialmente, eché una ojeada. El muchachote, había avanzado un paso más hasta situarse por delante del señor mayor de antes y de Rosa.
-Lucía, me es forzoso, le tengo que dejar. –le dije a la telefonista.
-¡Un segundo! –se apresuró a responderme Lucía-. Tengo un recado para usted.
-¿Un recado? -pregunté agobiado. Los de atrás cada vez protestaban en voz más alta.
-Sí, un recado de Celia –se explicó la chica.
-¿De Celia? –dije.
-Sí, de Celia -confirmó ella.
-¡Por Dios, Alfredo, acaba! –exclamó Rosa entonces.
-¡Por Dios! ¡Dígamelo de una vez, Lucía! -clamé desesperado. Llevaba el corazón al galope, la telefonista me desesperaba.
-Celia me ha dicho... –por fin se oía del otro lado la voz de la telefonista-. Me ha dicho que no podría ...
Pero no le dio tiempo a terminar. A mi espalda, como un león, rugió el macarra.
-¡Ya está bien! -decía-.Acabe de una puta vez o le atizo una hostia que se va a enterar.
Un murmullo de aprobación se levantó frente a mí proveniente de las gargantas de los integhrantes del impaciente grupo.
-¡Adiós Lucía! ¡Muchísimas gracias! –dije.
-¡Solo un instante, don Alfredo!
-¿Qué pasa ahora, Lucía?
Tenía al macarra a menos de un paso mirándome furibundo. Bufaba. Y aunque me daba perfecta cuenta de que algo me estaba diciendo Lucía con respecto a Celia, yo ya no atendía a sus palabras reflexionando a toda máquina lo que se podría hacer con el tipo que tenía delante. decidí entonces cortar la conversación con Lucía y ocuparme, de una vez por todas, del grosero individuo.
-¡Adiós, Lucía! –dije al tiempo que colgaba el teléfono.
Hice bien en hacerlo. El puñetazo que me lanzó el tipo no me cogió desprevenido, he estudiado artes marciales en la escuela de Agustín Pacheco, la escuela que está en Juan Bravo, no la de Vallecas que no es lo mismo, sino en la de Juan Bravo. De manera que, no dejándome sorprender por el violento ataque del individuo (usted tampoco se habría dejado sorprender), con rápido y eficacísimo gesto, agarrándole con ambas manos el puño cuando ya se me venía encima, lo hice girar retorciéndole el brazo hasta que lo situé de espaldas a mí. Sí. Eso fue lo que hice. Y cuando lo tuve ya por completo a mi merced, entonces, le sacudí tan tremendo empujón con el brazo y la pierna que, lanzándolo hacia adelante unos cuantos metros, a punto estuvo de golpearse contra una pared. Se fue al suelo, pero se levantó a toda prisa. Entonces, se volvió para mirarme, en los ojos, se le veía el miedo. Los partidarios del tipo, viendo frustradas sus malévolas intenciones hacia mí, gritaban entre tanto. Y ya me disponía a abalanzarme sobre el desagradable individuo aquel a fin de demostrarle quien era yo peleando, cuando caí en la cuenta de que Rosa me estaba sujetando por los brazos en un vano intento de detener mi acción. Pero ahora le ayudaba ayudada por el amable señor mayor del traje gastado.
-¡Estate quieto, Alfredo! –chillaba Rosa.
-¡Basta d de peleas -decía el hombre.
Atraídos por el ruido que estábamos organizando, se iban aproximando unas cuantas personas procedentes de los pasillos vecinos, algunas de ellas luciendo bagas blancas o verdes. Al ver llegar esta gente, el mocetón de la metálica y tintineante cazadora de cuero, se puso en fuga huyendo ignominiosamente del lugar, mientras que Rosa y yo, tras alguna que otra explicación a las que nadie hizo caso, partimos también de allí aprovechando la confusión reinante. Nos dirigíamos en busca de la UVI de Traumatología en la que se hallaba ingresado Raimundo.
-A Raimundo lo tienen en la UVI de la menos uno –dijo Rosa.
-¿Cómo la menos uno? –pregunté.
Nos encontrábamos junto a los ascensores. Mi amiga se colgaba de mi brazo. Respondió a mi pregunta.
-Tenemos que bajar una planta en vez de subir –me dijo.¡Qué poca imaginación tienes, Alfredo!
En ese momento, se detuvo el ascensor ante nosotros. Se abrieron las puertas automáticamente. Y primero Rosa y luego yo, nos subimos en él.
TRES.
En el pasillo que da acceso a la UVI de traumatología, se aglomeraba un buen número de personas aguardando noticias de sus familiares o amigos, gente que se entretenía charlando animadamente formando pequeños corrillos.
Rosa me dejó casi inmediatamente a fin de ir a buscar a Carlos, Carlitos Benavídez nuestro común amigo del que no creo haberles hablado antes. Carlitos es médico especialista en digestivo, y por suerte para nosotros, precisamente presta sus servicios en el Ramón y Cajal. Nuestro amigo, según me dijo Rosa, nos iba a acompañar a visitar a Raimundo, pues aparte de que estuviésemos deseando lo hiciese (era médico, podría hacerse una idea mucho más exacta que nosotros de lo que le ocurría a Raimundo), aparte de esto, es que su presencia era del todo necesaria, ya que a esa hora, el paso al interior de la UVI, quedaba restringido al personal sanitario. Al irse, Rosa me dijo:
-Probablemente tardaré un poco, te recomiendo que te armes de paciencia, Alfredo.
eché un vistazo alrededor de mí. Arrimadas a las paredes se situaban dos hileras de sillas de madera y patas de hierro que, a la sazón, se encontraban en su mayoría ocupadas, aunque todavía dejaban ver, de vez en vez, algún hueco vacío. Y como me encontraba algo cansado tras el incidente con el muchachote de la zamarra de cuero, decidí tomar asiento. Lo hice en una silla que encontré libre cerca de mí.Observé a las personas que, en grupitos, permanecían sentadas o en pie alrededor mío, o bien paseaban de un lado a otro en un intento de calmar los nervios con este continuo movimiento. Muchos, quizá los más preocupados por la suerte que aguardaba al amigo o al familiar, o simplemente por ser viciosos del tabaco, pese a que esto se prohibía expresamente en un letrero en la pared, fumaban cigarrillo tras cigarrillo. Entre estos que echaban humo al aire, en seguida me fijé en un tipo alto y grueso de unos cuarenta años, un tipo que no dando en absoluto la impresión de hallarse sometido a especial preocupación, se estaba tragando materialmente un tremendo puro, uno de esos puros gruesos y largos del número uno.Lo contemplé con curiosidad. Sin dejar de soltar humo por la boca en ningún momento, hablaba a voces a un pequeño grupito que lo escuchaba atento. Este individuo, no dejando que metiera baza ningún otro, forzaba a los demás a que no se perdieran ripio de lo que les estaba largando.
-En fin... ¿Qué queréis que os diga? –decía el tipo en voz bien alta-. Felipe ha ido a escoger el peor día para tener un accidente. Sinceramente, a mí, concretamente a mí, me ha partido por el eje. Tengo invitados a comer, estreno hoy el horno de barro y les pienso poner un buen cordero, un cordero como a mí me gusta el cordero, con su jugo y su poquitín de grasa.Y eso lleva su preparación, amigos, no os creáis que es cosa fácil preparar un buen cordero al horno.
-Es que.. –empezó a decir un señor de cara simpática que permanecía de pie al lado del otro.
Pero no pudo continuar, el gordo lo interrumpió.
-Sí,sí –dijo intensificando el tono agudo de la voz para acallar al otro-, me ha jodido bien este Felipe con esto del accidente. Porque aquí esta gente, aparte de lo poco amables que son, no acaban de decirnos si la palma o no la palma. Deberían darnos una explicación, el cordero no se puede preparar aprisa y corriendo, no, lleva su tiempo. Además, os upongo enterados, ahora vivo en la Pimentel, de manera que si quiero tenerlo listo para a más tardar a eso de las cuatro, tendría que irme en cinco minutos, porque, para más cachondeo, se me han terminado las especias y tendré que pasarme por la tienda antes de ir a casa. ¡Vaya un contratiempo! ¡Qué Felipe!
-Por cierto, Maximino –tomó la palabra interrumpiéndole una señora de unos treinta años, una señora bastante mona y más joven que el gordo-. Estuve con Carmen el otro día y me dijo que te habías hecho poco menos que un palacio en Becerril de la Pimentel, que ahora vienes y vas todos los días. Carmen no dejó de ponderar tu casa en toda la tarde, decía que lo que te has hecho es una auténtica maravilla.
-Bueno, sí, María Antonia, no te lo voy a ocultar. Carmen tiene razón, es una verdadera maravilla, algo magnífico -reconoció el grueso y poco modesto señor-. No es un chalet, no, es más bien tipo mansión, una casa de más de cuatrocientos metros con un jardín de unos dos mil o más. Por eso te diría Carmen lo del palacio, porque tiene siete dormitorios, tres cuartos de baño completos y un aseo. El salón mide más de sesenta metros. Y claro, también está el garaje en el que se pueden meter hasta dos y tres coches si uno quiere. En fin, que Gloria y yo estamos encantados. Y tú, María Antonia... ¿Por qué no te vienes un día a verla?
-Y si no es indiscrección... –vaciló un instante la chica, la tal María Antonia antes de formular la pregunta que, pasado este instante de indecisión, inmediatamente hizo-. ¿Cuánto te ha costado esa maravilla, Maximino? Porque habrá salido carísima, muy pocos os podeis permitir esos lujazos.
-¡Vaya preguntita! -rió el tipo elevando ostensiblemente la voz hasta un . en que todo el mundo, tanto los situados en el pasillo como los que aguardaban en las salas de espera aledañas, podría escucharle ahora-: Barata no ha sido precisamente, tengo que reconocerlo. Cincuenta millones, ni más ni menos que cincuenta millones. Bueno, para ser exactos, cincuenta y dos y medio. Y es que como yo digo, si uno quiere lo bueno, lo bueno de verdad, hay que pagarlo, no te lo regalan, no, no te lo regalan. Porque nadie da duros a cuatro pesetas, no señor, nadie los da.
En el grupito se escucharon voces de aprobación. Todos parecían estar conformes con lo que acababa de afirmar el individuo aquel en el sentido de que, efectivamente, lo bueno hay que pagarlo, nadie hace regalos ni da duros a cuatro pesetas. El gordo tenía carisma, pero a mí, me desagradaba profundamente. Y pensé en lo que habría podido presumir ese tipo de haber poseído, como yo poseía, un espléndido piso en Ramón de la Cruz esquina Alcántara. Porque ese, sí que era un buen piso, un magnífico piso y bien situado además, no como el chalet o vaya usted a saber lo que sería lo que tenía el pájaro aquel en Becerril de la Pimentel, en Becerril de la Pimentel más o menos por allá por donde Cristo dio las tres voces.
Me percaté justo en ese instante de que el estómago me estaba dando nuevos avisos. Aguijoneado por el fuerte dolor, llevé la mano al lugar de las punzadas presionándolo, maniobra que solía dar algún resultado, pero esta vez, no me sirvió de nada hacer esto, seguí sintiendo un malestar horrible. Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que me estaba hablando un tipo sentado a mi izquierda, un señor de edad, de cabellos completamente grises, un señor que vestía un traje azul obscuro. Me estaba diciendo:
- ... y si quiere que le diga,
ha hecho usted bien en venir a sentarse inmediatamente nada más llegar. Esto se está llenando a toda prisa, en un par de minutos, no habrá ni un solo sitio libre. H hecho bien usted en sentarse, amigo, se le ve mareadísimo.
Parecía haber adivinado lo de mi estómago, por lo que supuse que mi aspecto no debía ser bueno.
-No estoy mareado –dije.
-¿Quiere que avise a un médico?
-¡Oh! ¡no! No avise a nadie –respondí-. No me pasa absolutamente nada y me encuentro perfectamente.
Pero contradiciendo mis palabras con la acción, extraje el blíster de Pepsamar del bolsillo de mi chaqueta zampándome un par de pastillas casi sin masticarlas. Me las zampé en menos que se dice un Amén Jesús.
El señor me observaba atentamente.
-¿Está seguro de que no le pasa nada? –insistió el individuo.
-Desde luego, estoy seguro. Sólo vengo a preguntar por un amigo que ha tenido un accidente.
-¡Lo que es el mundo! –exclamó el hombre-. Ahí están esos a los que les importa un bledo lo que le pase a ese tal Felipe y, aquí, en contraste, está usted, un hombre de buenos sentimientos que no quiere dejar al amigo solo en estos momentos difíciles.
-Visitar a un amigo enfermo Es lo mínimo que uno puede hacer –le dije.
-Eso lo dice usted porque es un buen chico -aprobó el señor-. Pero es que hemos llegado a un grado tal de egoísmo en esta sociedad que, la verdad, es de agradecer el encontrarse con alguien para el que los sentimientos todavía cuentan. No cambie usted su forma de ser, joven, pocos hombres quedan ya con principios como esos de los que usted hace gala.
Le eché una ojeada. El anciano tenía un aspecto espléndido. El traje y la corbata de seda natural eran de calidad y los zapatos de diseño italiano también.O sea, que tenía posibles y que, tal como hablaba, con tantísima amabilidad, daba la impresión de ser un hombre simpático al que, desde luego, lo que no le faltaba era educación. Y es que solo había que observarle un poquito para darse cuenta de que poseía estilo, tenía clase y, en fin, que era sin duda, uno de los nuestros, uno de los que son como usted o como yo. Pero es que, además, llevaba razón el tipo. ¡Qué diferencia entre la actitud del gordo y la mía! Ese gordo pensaba más en su cordero al horno que en ese tal Felipe que debía ser su amigo, su compañero de trabajo. Tenía razón aquel señor, ¡qué diferencia entre ese gordo, entre ese Maximino y yo!
El anciano estaba empezando a caerme francamente bien.
(ale, otro pedazo, ya podríais comentar algo sosainas)
al fin un pedacito, ya pense que nos dejabas abandonados :D