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Comunidad CientoSeis => Literatura => Mensaje iniciado por: Sandman en 29 de Mayo de 2008, 20:30

Título: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 29 de Mayo de 2008, 20:30
Estoy poniendo cacho a cacho la novela en el foro de ogay, así que empezaré a subirla aquí también porque allí no me hacen demasiado caso (está bastante abandonado) Empiezo con una breve reseñilla que se hizo sobre si mismo, y después la primera y segunda entrega.s Iré subiendo más hasta llegar a donde me quedé en ogay.

Buenos días, tardes, noches, el autor

Mi nombre es Joaquín Corominas, 58 años, economista por profesión, escritor por afición y ciego porque no hay más remedio. He escrito varias novelas que, como se suele decir, tendré el gusto de írselas presentando.
La primera de ellas se basa en mis estancias nocturnas en una cervecería del centro de Madrid a donde acudían separadas, separados, divorciadas y algún que otro viuda o viudo. Con mi manhattan en la mano escuché tales fantasmadas por parte de hembras y varones que me decidí a recogerlas por escrito en forma de novela en tono de humor, un tanto ácido, eso sí. Su título es "Tres bragas en el camino de mi azarosa vida".
El segundo libro, cuyo título es "Mirarse en el espejo" contiene tres novelas cortas cuyos personajes reflejan el narcisismo imperante en la actualidad en las personas. Como la anterior, está escrita en tono de humor.
Y más novelas de las que ya les iré hablando.


Capítulo primero: Carnavales (1)

No recuerdo el nombre de aquella cervecería del barrio de Salamanca, ubicada en la calle Príncipe de Vergara casi esquina con Diego de León, en pleno centro de Madrid. El negocio debió quebrar hace mucho tiempo, por lo menos diez años, pues fue hace diez años más o menos cuando intentando un día acercarme a saludar al barman, un tal Ernesto, un profesional de la barra de primera clase, comprobé con desagrado que ya no existía la cervecería en cuestión. En su lugar habían abierto una juguetería especializada en todo tipo de maquetas de barcos y aviones.

Tampoco creo que alguien recuerde hoy en día el nombre de aquel local que se mantuvo abierto escasamente dos años y que solo conocíamos unos cuantos, un público selecto de degustadores de cerveza, pues la variedad y calidad de la cerveza que daban allí era extraordinaria. Aparte de la de barril, exquisita, cervezas españolas de botellín las tenían todas, de las marcas alemanas y holandesas pocas eran las que faltaban y, por haber, había marcas hasta de Portugal y Grecia, países que tradicionalmente fabrican una cerveza más bien pésima. Cuando alguien pedía una marca que no tenían, hecho insólito y seguramente malintencionado, el que mandaba allí, el barman, Ernesto, un curioso personaje de unos cincuenta años, pelo blanco, delgado de cuerpo, uno de esos de los que saben llevar la chaquetilla con elegancia suma, Ernesto un tipo afable y educado donde los haya, siempre en su sitio, entonces, cuando este hecho lamentable ocurría digo, sentíase cogido en falta y tan avergonzado del fallo cometido que enrojecía hasta las orejas y luego, al decir "Señor, lo siento, esa marca no la trabajamos", notábasele la voz quebrada por la emoción de la culpa. Y al cabo de unos días, la marca de marras aparecía incluida en el repertorio ofrecido por el establecimiento.

Por aquel entonces (comienzos de los años ochenta, época en la que sucedió lo que me dispongo a relatar), no pasaban dos días seguidos sin que me diera una vuelta por allí a última hora, generalmente después de cenar y con la sana intención de mantener agradable conversación con alguno de los parroquianos habituales del local. No era difícil hacer amigos al poco tiempo de aparecer por allí, unas amistades más bien vanales, claro está, pues no podía esperarse más de ese tipo de relaciones que pasar un rato agradable. Y nadie lo esperaba ni nadie lo pedía.

El negocio permanecía cerrado durante toda la mañana y sólo se abría pasadas las siete de la tarde, justo a esa hora en que la enorme tribu de gente talluda soltera, separada o divorciada sale del trabajo planteándose el terrible dilema de qué hacer hasta la hora de recogerse en el hogar, unos hogares que se sienten vacíos, plenos de soledad, en donde falta el elemento opuesto y complementario del hombre o de la mujer. Falta la pareja, quizás porque nunca hubo la tal pareja, o quizás también porque sí la hubo un día y luego no pudo ser y ya no la hubo más. Solteros, separados y divorciados, ese era el tipo de gente que iba por allí. Y esta gente no pide mucho, nada más que un poco de conversación y un poco de calor humano.

Solía pasarme por la cervecería a eso de las once de la noche y permanecía acodado en la barra un par de horas (a veces algo más), hasta que me retiraba a la vecina casa de mi madre donde estaba recogido desde mi separación de María, de María mi mujer. En ocasiones, sin embargo, cuando la conversación se animaba o la compañía era interesante, entonces digo, me estaba allí en la barra hasta altas horas de la noche paladeando buena cerveza o disfrutando de un rico manhatan. El trasnochar lo lamentaba luego, al día siguiente, cuando en la oficina había de luchar contra el sueño que me vencía sin remedio.

He dicho que María y yo nos habíamos separado y, para ser exactos, en honor a la verdad, había sido ella la que se había separado de mí y no yo de ella. Conoció a alguien y se enamoró de ese alguien al que nunca conocí yo. O se creyó enamorada. Y el caso inexplicable para mí aún hoy, es que el que tuvo que irse de casa fui yo. Así fue. María se quedó con los niños, con el piso, con los discos, con la televisión y con todo. Y yo me fui, primero a un apartamento cutre y, luego, pasados unos meses, derrotado, me situé en casa de mi madre al lado de la cervecería famosa. Así fue, así fueron las cosas y aún hoy no lo acabo de entender.

Cuando me separé de María, es decir, inmediatamente después de la ruptura, me encontraba disponible a todas las horas del día y de la noche. El salir a la calle se convirtió para mí en una necesidad vital. No pasó mucho tiempo sin que me uniera a otros que se hallaban en mi misma situación, otros que como yo estaban disponibles para todo a cualquier hora diurna o nocturna. De modo que comencé a llevar una vida maldita de continuas salidas y de un no parar en casa. Noche tras noche me lanzaba a la calle, el asunto era no pensar, no pensar, aunque pensaba, constantemente pensaba. Pensaba en María, en los niños y en aquel hijo puta que me la había quitado. Pensaba constantemente en María mi mujer (mi mujer que ya no era mi mujer), y también intentaba comprender por qué las cosas habían tenido que suceder como habían sucedido. Me sorprendía haciéndome preguntas como esta:

"¿Qué estarán haciendo ahora los niños? ¿Estarán cenando, o a punto de salir de la bañera?

Porque todas las tardes María y yo disfrutábamos un rato con ellos en el baño siendo éste un momento de risas y de jaleo, de vida familiar a tope.

En general, he observado que los separados y divorciados pueden ser clasificados en dos grandes grupos: los enloquecidos y los tristes. Los enloquecidos no paran quietos en un mismo sitio un instante, mientras que los tristes se lo pasan en grande hablando continuamente de su exmujer. Nada más dejar mi casa, cuando alquilé el apartamento, pasé a integrarme en el grupo de los enloquecidos, pero luego, cuando me trasladé a casa de mi madre pertenecía ya al pelotón de los tristes. Fue entonces (después de un año de separación), cuando tuve la suerte de escuchar una conversación entre dos tipos a los que nunca antes había visto, una conversación que me impresionó sobremanera y cuyo efecto fue cambiar por completo el rumbo de mi vida.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 29 de Mayo de 2008, 20:30
-¿Llueve mucho, señor? -fue el agudo comentario del inteligente y uniformado portero.
Ya en el interior de la cervecería, le entregué el abrigo al barrigudo personaje observando cómo se alejaba en dirección al guardarropa. Avancé hacia la barra. La decoración era perfectamente clásica para un pub o una cervecería de postín como era aquella: a la derecha, se situaban unas cuantas mesitas bajas mientras que la barrase ubicaba a la izquierda. En las paredes, colgaban fotografías ampliadas a gran tamaño de escenas de cervecerías y tabernas alemanas o austríacas, fotografías en las que se inmortalizaban grupos de señores gordos, de escaso pelo, en actitud risueña y con enormes jarras de cerveza en la mano. La barra, de madera de pino envejecido, larga y ancha, se hallaba intensamente iluminada por una serie de focos de luz disimulados en el techo. Era la barra el lugar más alegre del local, espacio muy a propósito para la charla, para la conversación divertida propia de los amigos que simplemente desean pasar un buen rato. Aquí, en la ruidosa barra, el secreteo y la confidencia se hacen difíciles, el ronroneo de los amantes, imposible.
Esa noche el establecimiento estaba lleno. Probablemente el frío y la lluvia tenían mucho que ver en ello. Incluso las mesitas bajas se hallaban al completo. Se trataba de gente ruidosa, gente de risotada y aspaviento formando alegres grupos escandalosos. También se veían algunas parejas de enamorados más atentas al arrumaco que a la conversación de altura. En la barra, no cabía ni un alma más.
Ernesto, el amable barman, al ver a uno de los clientes habituales esforzándose por conseguir un hueco, hízome muda seña para que me situara a la espera en el lugar que el suponía iba a quedarse libre pronto, y, en efecto, no habiendo pasado ni un minuto, pude comprobar las dotes de observación de aquel hombre: el joven que estaba allí apalancado en el lugar que me indicaba Ernesto, pagó lo que hubiera tomado y se largó inmediatamente. Ocupé su puesto con ágil salto, atento a que ningún otro se me adelantara.
-Gracias, Ernesto -dije, apreciando el favor que acababan de hacerme en lo que valía, en lo que valía que no era poco dado el número de los que allí aguardaban su oportunidad.
-¿Viene usted del centro? -preguntó Ernesto-. ¿Mucha gente en la Plaza Mayor?
Las facultades adivinatorias del barman eran extraordinarias y siempre que hacía alarde de ellas lograba sorprenderme.
-Sí, muchísima -informé-. Pero oiga... Ernesto -no pude evitar interrogarle, me picaba la curiosidad fuertemente-, ¿cómo sabe usted que vengo del centro, de la Plaza Mayor? Efectivamente, vengo del carnaval, pero se me escapa cómo lo ha sabido usted. ¿Cómo logra saber las cosas, cómo lo hace?
-Es por la nariz postiza que lleva, señor -contestó el barman sin que se le alterase ni un solo músculo de la cara.
-¡Cielos! -exclamé.
Era la segunda vez en menos de dos horas que me recordaban la existencia de aquel postizo sobre mi nariz haciéndome sentir ridículo por ello. La primera vez había sido Lola, mi vieja amiga con la que me había topado bailando en la calle, metidos ambos en plena juerga carnavalesca. Lola me había señalado lo absurdo y estrafalario que resulta una nariz postiza en un hombre talludo. Ahora, Ernesto me señalaba el hecho de que lucir una tal nariz no era adecuado al lugar donde me hallaba, un local serio, con estilo, lejos su espíritu de la chabacanería popular.
-¡Qué vergüenza! -gemí escondiendo con rápido gesto la nariz en el bolsillo derecho de la chaqueta.
-Ninguna vergüenza, señor, estamos en carnavales -fue la consoladora respuesta de Ernesto. Y es que Ernesto siempre tenía la respuesta adecuada a la ocasión, siempre educado y correcto. Jamás se permitía el tuteo en el trato con el cliente y, en verdad, me gustaba la forma en que aquel hombre practicaba su oficio, a la antigua con respeto, como debe ser. Luego, en el mismo tono, sin aspavientos, con ligero acento de interés, quiso saber-: ¿El Aguila como siempre, señor?
-Sí. El Aguila -repliqué.
Esta marca era y es mi favorita, no soy de esos que prefieren por sistema productos provenientes del extranjero.
-Es la que más me gusta -insistí con orgullo español.
-Hace usted bien, señor, es muy buena -observó el barman-. Para mi gusto, no tiene nada que envidiar a ninguna otra marca, ni a las alemanas tampoco -recalcó Ernesto.
Con este comentario de fervor patriótico, aumentaba aún más la estima que le tenía. Este Ernesto no era nada tonto, no era tonto en absoluto. Y digo esto, no sólo por el amor que manifestaba a su país (cosa que me conmovía en lo más hondo, como es natural, claro está), sino que me parecía que era de esos que saben meter coba al cliente sin que se note demasiado. O aún notándolo, jamás llegan a darnos la impresión de servilismo. En suma, un auténtico profesional de la chaquetilla.
Se alejó un poco más allá, un par de metros, hacia donde se sitúa el grifo del barril del Aguila. Observé su modo de servir la cerveza. Dejaba que se llenara la jarra hasta derramarse la espuma por los bordes, para, luego, con rápido movimiento de muñeca, deslizar una especie de espátula plana por la boca del recipiente eliminando así el sobrante.
"La espuma justa", pensé con admiración. "Es formidable este Ernesto".
El barman colocó la jarra de cerveza delante de mí sobre la barra, acompañada de unas patatitas fritas puestas en pequeño cuenco de barro rojo vidriado, detalle de la casa. Levantando la jarra, me dispuse a echarle un trago. Tenía sed y deseos de tranquilidad, tranquilidad que no sé por qué tengo asociada con el hecho de tomarme una cerveza y fumarme un cigarrillo.
En ese momento, un tipo bajito situado a mi derecha y que me daba la espalda, retrocedió un paso, quizás presionado por el tumulto de parroquianos ansiosos agolpados en torno, y, golpeándome el brazo con que sostenía la jarra en el aire, me puso perdido de cerveza de arriba a abajo.
-¡Oiga! -exclamé irritado.
-Usted perdone -se disculpó dándose al tiempo la vuelta para poder mirarme de frente, la preocupación reflejada en el rostro-. Es toda esta gente que empuja...-añadió.
-Ya, ya -acepté, esbozando una sonrisa tranquilizadora-. Ya veo. Esto parece hoy el Corte Inglés.
-¡Y que lo diga! -confirmó en tono cordial el otro, en ese tono del compañero de barra-. Aquí no cabe un alfiler.
Se dio la vuelta quedándose de espaldas a mí y dando por terminada la disculpa. Charlaba con un tipo que me observaba mientras el bajito había estado hablando conmigo. Mantenían entre ellos animada conversación. Yo no conocía ni al uno ni al otro. Al volverse, oí que el que me había empujado le decía a su amigo:
-Eso es imposible, a nadie le pasa eso. No entiendo cómo puedes decir que a ti las tías nada de nada. Yo en tu lugar, me preocuparía por ello. Y me preocuparía mucho.
-Nada de eso -dijo el otro-. No tengo por qué preocuparme de nada. Eso es lo mejor que le puede ocurrir a uno, es la situación ideal, no lo dudes. De las mujeres hay que saber prescindir o te vuelven loco. Y yo sé prescindir. ¡Vaya! ¡Perfectamente!
Me sentía inclinado a darle la razón a aquel individuo pero me abstuve de hacer comentarios. Luego, ya no les presté más atención.
Afortunadamente, pese a la cerveza derramada, aún quedaba en la jarra más que suficiente para calmar la sed. La jarra era una de esas grandes, de las de un tercio de litro, y yo había resistido el embite con entereza logrando salvar la mayor parte de su precioso contenido. La chaqueta y el pantalón habían sufrido, eso sí, pero más tarde, mejor dicho al día siguiente ya me preocuparía de si había que mandarla al tinte o no. Con esto de las manchas del alcohol etílico hay un gran lío y nunca se sabe. A veces un poquito de cognac arruina un traje y, otras, un vaso de vino vertido sobre una manga desaparece como por ensalmo. En fin, mi madre ya se ocuparía de lo que hubiera que ocuparse. Sin más demora, me decidí a darme el trago que me merecía.
Efectivamente. Fría y en su punto. Perfecta... Encendí un cigarrillo y esperé. Esperé otro poco. Y aún esperé un poco más. Pero, para mi desgracia, esta vez, la consabida combinación cerveza-cigarrillo no surtió efecto. Y no parecía que la situación fuera a mejorar si pedía unos cacahuetes o unas almendritas. Nada, estaba seguro. Se trataba de una de esas noches tontas en que nos sentimos absurdos, un tanto imbéciles también, algo payasos... No son buenas esas noches, no, no son buenas.
Meditabundo, abstraído, miraba perplejo hacia la pared que tenía delante de mis ojos y, más concretamente, hacia un estante lleno de botellas de todas las marcas inimaginables de whisky y coñac. Y es que esa noche me sentía lleno de vergüenza. A mis treinta y cinco años estaba hecho verdaderamente un fantoche, un payaso auténtico. ¿Quién me mandaría a mí ir como un idiota a bailar la conga al centro de Madrid? A mí, un payaso rodeado de payasos y payasas, separados y separadas comportándonos como jovencitos, como jovencitos tontos y ridículos. ¿Qué dignidad es esa? ¡Dios mío, cuánta tontería!
Estaba irritadísimo. Gloria me había parecido una tonta desde el primer momento que me la presentaron, así que a fin de cuentas, que el cretino de Guillermo se ligara o no a la tal Gloria (no menos cretina que él), la verdad es que eso no me tendría que importar ni lo más mínimo. Y no me importaba. ¿O sí que me importaba? Bueno, pero fuera como fuese, lo de rivalizar con ese Guillermo era algo imbécil por mi parte, realmente imbécil.
Pero lo de Lola era diferente. Eso sí que estaba seguro que me había afectado seriamente. Lola no tenía ninguna relación con la gente que yo había quedado esa noche y el habérmela encontrado en la Plaza Mayor había sido una pura casualidad. Lola era amiga mía desde los quince o dieciséis años y desde que nos habíamos conocido raro era el día en que no nos veíamos o hablábamos por teléfono. Luego, cuando comencé a salir con María, seguí viéndola bastante a menudo aunque menos que antes. Me casé yo primero y ella después con un tal Ricardo, un tipo al que no conocíamos ninguno de los amigos. Poco a poco nos fuimos distanciando. Y cuando un par de horas antes me la había encontrado en la Plaza Mayor bailando la conga, hacía por lo menos tres años que no la veía. Pero tenía noticias de ella a través de un amigo común, Rafael, quien me había contado que Lola estaba separada desde hacía un año, más o menos. Al parecer, Lola habíase liado con uno de sus jefes. Enterado Ricardo por propia confesión de Lola, se fue de la casa dejándola con los niños, con los niños y con todo. Un caso parecido al mío. Aparte de esto, no había vuelto a saber de ella.
Me encontré con mis amigos en la Plaza Mayor, a la hora prevista. Se veían numerosas narices postizas, capas, sombreros, matasuegras, cazús y serpentinas. La mayoría (como yo mismo), se conformaban con el narigudo adorno. Otros, lucían sobre los hombros espléndidas capas rojas o multicolores, mientras que las serpentinas verdes, amarillas, azules, de mil colores, entrelazadas, les caían por la espalda. Algún que otro atrevido varón se ataviaba con traje de luces y estiraba el cuerpo esforzándose por imitar el caminar garboso del torero. Y también los había que, pese al frío y humedad reinantes, se vestían de boxeadores, es decir que iban con el torso desnudo, calzón corto luciendo las piernas al aire. Las más disfrazadas eran las mujeres, cleopatras, griegas y romanas, señoras de época, también muchas venían de arlequín.
Guillermo (el tipo que resultó luego ser mi rival con Gloria y que ella prefirió), ni tan siquiera se había molestado en disfrazarse con esa actitud propia del engreído y seguro de si mismo. Por no preocuparse, no se había preocupado ni de adquirir un cazú, un silbato o un cornetín, nada. Gloria, mi esperanza de amor, aún no había llegado y, cuando por fin se presentó (como siempre la última), mes sorprendió gratamente por lo sencillo del disfraz, un sombrerito tirolés que le sentaba fenómeno, colorete abundante y muchos collarines y pulseras. Muy sencillita. mejor así, sencillita. Situándose a mi lado, me saludó con afectuoso beso. Guillermo vino a hacernos compañía inmediatamente. Era un tiburón aquel tipo, no cabe duda, un listo de los que no pierde ni un minuto.
Hubo risas, luego canciones y más tarde bebimos cerveza y comimos pulpo a la gallega, calamares y patatas bravas en un par de bares cercanos.
De vuelta a la Plaza Mayor donde se congregaba la alegre y divertida muchachada, entonamos nuevas canciones y reímos aún un poco más. Ya entonces, a esas alturas de la noche, era evidente que no tenía nada que hacer con Gloria (con Gloria que se reía ostentosamente al menor comentario de Guillermo). Y él (un seguro de sí mismo), no tardó en darse cuenta de la actitud complacida de ella, de modo que, acercándose, le pasó el brazo por encima de los hombros. Gloria no protestó. Luego la abrazó por la cintura. Tampoco protestó. Y no habían pasado cinco minutos cuando ya la estaba besando frenéticamente. Verdaderamente, cuando uno ve hacer esas cosas a un hombre y a una mujer, o uno es tonto, o si uno no lo es sabe lo que va a pasar. Yo sabía lo que iba a pasar, lo sabía perfectamente. Allí sobraba, estaba de más. y decidí retirarme en cuanto me fuera posible hacerlo sin ser antipático.
Algunos grupos de gente joven comenzaron a bailar la conga y uno de los nuestros propuso que les imitáramos. Así lo hicimos y, formando un largo cordón humano, comenzamos a bailar. A mis treinta y cinco años dando saltitos, resoplando. Todos en hilera cantando:
"La conga, de Jalisco, ahí viene, ahí va...".
Me agarraba a una semidesnuda Cleopatra. Desde mi privilegiada posición, podía observar como le temblaban los generosos glúteos con las sacudidas y el bamboleo de la conga. Pero no éramos unos niños ninguno, nos quedamos sin fuelle en seguida. Hubo que descansar y entonces, Cleopatra me comentó entusiasmada:
-¡Cómo lo estamos pasando!. ¿Verdad?
-Sí, sí -repliqué avergonzado.
Y justo en ese momento apareció Lola, mi amiga. Pasaba a nuestro lado otro grupo de conguistas y de él salió ella corriendo hacia mí.
-¡Sebastián!, ¡Sebastián Grijalbo! -gritaba alegremente-. Cuánto tiempo sin verte!
La aparición de Lola lo cambiaba todo. La noche de carnaval era otra vez la noche de carnaval, la noche de la ilusión. Lola les dijo a los suyos y yo les dije a los míos que siguieran bailando la conga y que les esperaríamos en El Abuelo, un bar cercano a la Plaza Mayor, famoso por sus gambas. Los conguistas aceptaron.
Lola y yo, cogidos de la mano, nos encaminamos hacia El Abuelo. Lola estaba preciosa. Una cinta verde rodeábale el cabello rubio ceniza, mientras que de esa cinta y prendida con grueso alfiler, pendía una pluma de ganso algo deteriorada, una pluma que alzándose por encima de su cabeza, no dejaba de oscilar con los movimientos del andar gracioso de mi amiga. Un par de collares de bolitas de cristal multicolor y algunas pulseras de plata, completaban su sencillo disfraz de india comanche.
Yo no podía apartar los ojos de la plumita de ganso. Ibamos andando y con el continuo bamboleo, al igual que el imán atrae al hierro, así la pluma atraía la vista de todo aquel que pasando a nuestro lado echaba una ojeada a aquella belleza de señora, porque Lola, en honor a la verdad, con pluma y todo, Lola estaba guapa, tan guapísima como siempre.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 18:10
-Vengo disfrazada de india. -me informó innecesariamente.
A los cinco minutos nos acodábamos en la barra de El Abuelo, una barra en forma de "U" situada en el centro del bar. La iluminación, intensísima, arrancaba destellos y brillos espejeantes a las superficies de acero y plástico de mesas y sillas, mientras que un agradable olor de gambas al ajillo o a la plancha se esparcía por el aire. No, no, El Abuelo no es un lugar romántico. A él, se acude para paladear buena cerveza y deglutir la rica gamba (una gamba increíblemente barata para lo que es la gamba, que ya se sabe a los precios que va). Allí estábamos Lola y yo, y yo contento. Pedimos dos cervezas y una de "ajillo". En el bar no cabía un alma y el ruido era infernal.
"Luego habrá que ir a otro sitio", pensé con cierta preocupación. "No ha sido adecuado elegir éste. Aquí no va a haber manera de... ".
-Me encontré con Rafa hace poco -dijo Lola-. Me contó lo de tu separación y que te has vuelto a casa de tu madre -prosiguió Lola animadamente.
-Sí, así es -repuse, confirmándole a Lola las noticias recibidas.
-Hace ya casi un año, ¿no? -quiso saber.
-Por mayo se cumplirá el año, a finales -dije.
-Yo llevo casi dos desde que Ricardo se fue de casa abandonándome. Me dejó sola con los niños -observó ella.
Decir que Ricardo la había abandonado dejándola sola con los niños, era una forma de presentar los hechos que se prestaba a confusión. Más bien, era poco menos que una mentira. Lola se había liado con uno de sus jefes y, enterado Ricardo, decidió irse de casa al día siguiente. Ricardo no se llevó nada consigo, salvo su propia ropa, algún que otro libro y dos o tres discos. Un caso de separación parecido al mío. Y por eso, aunque los hermosos ojos azules de Lola, inocentes, me inclinaban a a darle la razón en todo, la verdad es que oírle decir aquello de que el marido la había abandonado me pareció, no sólo inexacto, sino signo inequívoco de la caradura extraordinaria de que hacen gala algunas mujeres cuando explican lo que les ha separado de sus maridos. Pero no era esa la noche ni es el momento adecuado para la polémica. Me limité a decir:
-Sí, lo sé.
-¿Por Rafa? -preguntó Lola.
-Sí, por Rafa -contesté yo.
-¡Caramba! -exclamó Lola-. Este Rafa nos mantiene bien informados a todos. Parece "la Gaceta" -puntualizó sacudiendo la cabeza y haciendo oscilar la pluma de india- Y lo tuyo... ¿cómo ha sido?
-Pues... -vacilé antes de contestar, mejor sería no dar detalles-. Ya sabes... que no te entiendes, que un día te lo replanteas todo... En fin, esas cosas... El matrimonio es algo muy complejo, algo que en cualquier momento puede romperse, ya sabes. También influyó la pérdida de libertad que yo estimo más que nada en el mundo. ¿Comprendes, Lola? El matrimonio -observé rematando el agudo comentario-, es un continuo "No hagas esto, no hagas lo otro". En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, Lola.
-Rafa me dijo que es que María te había puesto los cuernos y que por eso te habías ido de casa -comentó girando bruscamente la cabeza para mirarme. La plumita adquirió un mayor ímpetu en la oscilación y estuvo a punto de darme en el ojo-. Creíamos todos que había sido por lo de los cuernos, querido Sebastián, por lo de los cuernos que te puso con aquel fulano -añadió con crudeza innecesaria.
Se requería una explicación por mi parte. Era indudable que el cotilla de Rafael se había ido de la lengua. Desde ese día Rafael no me cae bien como me caía antes. Le guardo cierto rencor, sobre todo, por esa manía que tiene de contar las cosas de manera tan directa y exacta. .
-Pues... -retrasé la respuesta-, sí, la verdad es que sí. Fue por eso.
-Eso es, te puso los cuernos -repitió ella en un tono demasiado alto para mi justo. Estábamos en un bar abarrotado de gente.
-Sí, así es -confirmé.
-Naturalmente -dijo Lola-, Te jodió a más no poder que te pusiera los cuernos. ¿No es así? ¡Te jodió a más no poder! -insistió con ferocidad en tono aún más alto si cabe y meneando la plumita de india de arriba abajo.
-¿Querrías hacer el favor de hablar un poquitín más bajo? -sugerí.
-Tengo que hablar fuerte -justificó Lola-, porque si no, no me podrías oír. Es imposible entenderse con tanto ruido si no se habla alto.
Llegaron las cervezas y la ración de gambas al ajillo interrumpiendo la conversación. Desde hacía un momento, Tenía la impresión de que una chiquita (quizás una estudiante), situada muy cerca de Lola, y que no nos quitaba ojo de encima, tenía la impresión digo de que nos escuchaba fascinada sin perder ripio. Pero no hice caso de esto y, luego, dimos un par de tragos a nuestras respectivas cañas pinchando de paso unas gambitas lo que nos entretuvo breve rato. Quise llevar la conversación hacia temas más agradables y comenté:
-Son estupendas las fiestas de carnaval, ¿no crees, Lola?
-¿Por qué lo dices? -quiso saber.
-Bueno, por lo de los disfraces y eso... Por las cosas divertidas que se hacen -dije. La respuesta, lo reconozco, era un tanto imprecisa.
-¿Lo dices por lo de bailar la conga y salir por ahí, no es eso? -concretó ella.
-Sí, claro -confirmé.
-Pues lo que es a mí -repuso ella al tiempo que pinchaba una gamba-, todo eso de la conga, las serpentinas, los matasuegras y todo eso, el tenerse que divertir por cojones, ¿qué quieres que te diga?, me parece espantoso. La verdad, nunca me han gustado los disfraces y encuentro ridículo que personas mayores se vistan a lo payaso y s atrevan a salir a la calle pintarrajeados como mamarrachos. ¡Esa, es mi opinión! -terminó afirmando con rotundidad.
Y como el gesto que hizo con la cabeza para acompañar la conclusión también fue rotundo, no pudo evitar que la plumita me viniera a parar al ojo izquierdo que, irritado, se puso a llorar instantáneamente.
Intenté reponerme.
-A mí me pasa lo mismo -dije.
Era sincero al decirlo, nunca me gustaron las fiestas de disfraces y si había ido a la Plaza Mayor aquella noche era por estar en la vida como estaba, separado de mi mujer y de mis pobres niños, mis niños a los que sólo veía un fin de semana de cada dos.
-Antes has dicho que son estupendas estas fiestas -recordó Lola, dirigiéndome una mirada de desconfianza-. ¿En qué quedamos, te parecen estupendas o no te parecen estupendas?
-No me gustan, en absoluto. No me gustan nada.
-Luego antes has mentido -fue la conclusión lógica a la que llegó ella. Esperó unos segundos para continuar diciendo-: De todas formas, no me extraña que me mientas. Todo el mundo me miente, últimamente. Y es que todo el mundo miente a todo el mundo. Todos mentimos. La vida, las relaciones humanas en general, son una gran mentira, un puro interés. No te culpo, Sebastián, la vida es un asco, una pura mentira.
Comenzaba a dudar que la noche con Lola fuera algo tan magnífico como había pensado en un principio.
"¡Carajo!", pensé, "¿por qué se me ocurriría decir esa tontería de que me gustan los carnavales? ¡Valiente majadería!"
Me quejé en voz alta.
-Mira Lola, exageras que da gusto -le dije-. No creo que sea para tanto, la verdad, por el hecho de que yo haya dicho... En fin, solo quería ser amable, creía que a ti te gustaban los carnavales y las fiestas. Como vas disfrazada con esa pluma y esos collares y te he visto bailando la conga, supuse que te gustaban este tipo de cosas. Por eso lo dije, nada más que por eso, por ser amable.
Entonces Lola se volvió para mirarme con sus azules ojos.
-O sea, que dijiste que te gustaban los carnavales nada más que porque quieres echarme un polvo esta noche. ¿No es eso? ¿Acaso no se trata de eso?
Eso dijo. Sí, sí, eso fue lo que dijo Lola, que yo quería echarle un polvo. Y lo dijo en tono tan alto que un poco más y lo grita, escuché como alguien, detrás nuestro, una voz masculina, exclamaba:
-¡No me extraña, qué carajo! ¡Está de pecado esa tía!
-Oye Lola yo... -empecé lo que iba a ser una airada protesta.
-¿Qué me vas a decir ahora? -me interrumpió con violencia mal contenida, tremolante la plumita-. ¿Es que no quieres echarme un polvo?
-No, en absoluto -repuse irritadísimo,
-¡Este tío es tonto! -oí que decía la misma voz masculina de antes-. La tenía a punto de caramelo!
-Bueno -intenté rectificar-, la verdad es que no estaría mal eso del polvo... En fin, ahora sí que había metido la pata, la pata hasta el corbejón. Y no había manera de arreglarlo. Lola guardaba silencio. Intentando comerme una gamba, me atraganté y hube de toser repetidamente para evitar ahogarme. Pero Lola no había protestado. Ni me insultó, ni nada por el estilo. ¿Sería posible que Lola quisiera... ? ¿Querría? Sí, sí, había esperanzas de que aquel tipo de detrás no se equivocase. Pudiera ser que Lola estuviera a punto de caramelo.
-Eres un mentiroso de mierda, Sebastián -dijo Lola con suavidad. Estaba triste, decepcionada quizás. Añadió-: -Verdaderamente, todo me da asco, un asco horroroso.
-Nada que hacer -sentenció la voz masculina situada detrás de mi cogote. Se refería a nosotros, no cabía duda. Estábamos causando expectación.
-Perdona Lola -dije arrepentido-. No sé que me pasa últimamente, lo de la separación me tiene trastornado y ya no digo más que tonterías. Perdóname, no me lo tengas en cuenta. Somos amigos desde los quince años... Anda, olvida lo que he dicho -supliqué.
Lola no dijo nada. Entonces yo insistí cariñoso:
-Anda, perdóname y dime qué es lo que te pasa. Estás muy mal, amiga.
-Ya no, ya si que no. -Era otra vez la voz masculina e impertinente del tipo de detrás-, Ahora ya no tiene nada que hacer. Lo acaba de joder bien jodido -dictaminó. Y luego-: ¿No le parece a usted, señorita?.
La estudiante que estaba junto a mí, contestó:
-Por supuesto, lo ha jodido. Es un pardillo. No se puede hacer peor de como lo ha hecho.
-¿Quiere venirse a tomar una cerveza conmigo? Aquí ya no va a pasar nada, se lo aseguro. Vamos a aquella mesa del fondo, se va a quedar libre en un momento -invitó Don Sabelotodo a la chica.
-Encantada, encantada -aceptó ella abandonando el puesto que ocupaba junto a mí en la barra.
-Lo sé -dijo Lola clavando en los míos sus divinos ojos azules, la plumita oscilando-. Somos amigos desde hace tanto tiempo... Quizás sea por eso, por el exceso de confianza que puedo decirte cualquier burrada. He estado muy bruta, ¿no es verdad?
-Más bien sí, pero no te preocupes. Los amigos estamos para eso -observé con galantería.
-¿Estás enfadado? -se interesó Lola.
-No, en absoluto. Para nada. -Perdona.
-No te preocupes más.
-¿De verdad me perdonas? ¡Soy brutísima!
-Claro que sí, no pienses más en eso
-Es que no tenía ningún derecho a llamarte mentiroso...
-No te preocupes.
-De verdad me perdonas
-¡Joder, Lola! Estás más que perdonada. No te preocupes más, ¡haz el favor!
Se produjo una pausa. El tema del perdón habíase agotado. Lola contemplaba meditabunda el vacío plato de gambas al ajillo. Pedí otras dos cervezas, una para mí y otra para ella. Entonces, quiso saber:
-Te fuiste de casa por lo de los cuernos, ¿no es así? Se comentó entre los amigos que María se había portado como una tonta al contarte lo de ese maromo. Pero yo la comprendí perfectamente. Yo hice lo mismo, ¿sabes?. Por eso la entendí tan bien, porque es imposible guardarse una cosa así. Todo el mundo dice que es mejor callárselo y que así no pasa nada, pero a mí, eso, me parecía hacerle una charranada a Ricardo, Ricardo que tan bueno ha sido conmigo siempre. ¿Y a ti qué te parece, Sebastián, es mejor decirlo o no decirlo?
Girándose hacia mí con violento movimiento, la mala fortuna quiso que la odiosa plumita liberándose de la cinta que la sujetaba, saliendo despedida, fuera a golpearme el ojo derecho. El izquierdo ya había probado la plumita hacía un momento.
¡Ay! -exclamé-. ¡Joder con la plumita!
El ojo derecho comenzó a llorar.
-Perdona -se disculpó Lola-. Se ha soltado -explicó mientras se agachaba para recoger la pluma.
-Ya lo he visto que se ha soltado -corroboré en tono agrio-. Llevas toda la noche dándole a la plumita, a esa ridícula plumita...
-Tampoco está mal esa nariz que llevas tú -dijo ella rencorosa-. ¡Esa nariz sí que es ridícula!
Me quité el postizo apéndice narigudo del que me había olvidado por completo guardándomelo en el bolsillo de la chaqueta. Comenzaba a estar harto de la situación, o por mejor decir, lo estaba ya del todo. Lola, por el contrario, se iba animando por momentos. El tema que más le gustaba parecía ser el de su separación.
-Ricardo no me ha perdonado lo de los cuernos -explicó.
-Me duele muchísimo el ojo -le informé.
-Ya -se interesó ella-. Eso no es nada, no tiene importancia. ¡Lo mío sí que es horrible! ¡Horrible!, Han pasado casi dos años y yo noto que aún no me lo ha perdonado. Todavía le duele eso de los cuernos mucho y me guarda rencor. No quiere olvidar lo que pasó.
-Pues me duele muchísimo este ojo -me quejé.
-Pienso que Ricardo tiene motivos más que sobrados para estar enfadado -dijo ella-, pero, la verdad, han pasado más de dos años desde todo eso y dos años debería ser tiempo más que suficiente para que comenzara a olvidar el daño que le hice. Es muy orgulloso, mucho, demasiado... ¡Un imbécil que no sabe perdonar!
Lola iba subiendo la voz a medida que hablaba. Ahora estaba gritando y, francamente, no veía la razón por la que era necesario que todo el bar fuera informado acerca de la personalidad de Ricardo.
-Los hombres -prosiguió Lola, más irritada a cada momento-, sois todos unos machistas de mierda y os portáis como unos cabrones con las mujeres. Porque si hubiera sido al revés, si hubiera sido él el que se hubiera ido con una tía, entonces, todo el mundo seguro que me diría: "Lola, no tiene ninguna importancia y eso lo olvidarás en cuanto pase una temporadita. Piensa en tus hijos Lola, debes olvidar, perdonar, Lola, querida." Sí, eso dirían, seguro. Pero si fuera al revés, si fuera Ricardo quien me hubiera puesto los cuernos a mí, nadie le diría que me perdonara. Porque ya se sabe: si las mujeres ponen los cuernos al marido, son unas putas, pero si es el marido el que pone los cuernos a la mujer, entonces, es que el pobrecito buscaba fuera de casa lo que no le daban dentro. ¡Joder, qué tíos! ¡Machistas! ¡Maricones de mierda!
Lola, ¿por qué negarlo?, jamás se caracterizó por su timidez, el comedimiento y las buenas maneras. Recuerdo que cuando se sacó el carnet de conducir vociferaba en los semáforos como el más experto taxista, llevándosela detenida en una ocasión gloriosa por haber dado un guantazo a un guardia urbano. De verbo ágil, Lola no se cortaba un pelo y, ahora, bufaba y gesticulaba furiosamente, en pie, los codos en la barra de El Abuelo, golpeando el suelo con los tacones, primero con el tacón del pie derecho, después con el izquierdo... Parecía dispuesta a comerse al primero que se atreviera a llevarle la contraria. Me preocupaba la idea de que la gente que nos rodeaba pudiera pensar que yo le había hecho algo a Lola siendo esa la causa de que llevara semejante cabreo.
-¡Por Dios! -supliqué-. ¡No des esas voces! A nadie le importa lo que nos pase a ti o a mí.
-¡Cerdo! -vociferó indignada.
No quedó claro. ¿Se refería a Ricardo o a mí? No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es que el grito fue escuchado en todo el bar Y por si esto fuera poco, añadió:
-¡Todos sois lo mismo! Queréis que las tías se os abran de piernas, pero, eso sí, las de los demás. Las vuestras unas santitas. ¡Dios! ¡Qué mierda! ¡Qué mierda sois todos!
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 18:10
Esta opinión puede admitirse, pero lo que yo no debía consentir es que la expresara a gritos, tal como lo estaba haciendo.
-Un poquito más bajo, por favor -señalé con timidez-. La gente nos mira...
-¿Y qué huevos hacemos aquí los dos, en este cuchitril, mientras nuestros hijos están solos, los pobres? -apuntó, dando un giro inesperado a la conversación y sin hacerme el menor caso en cuanto a la disminución del volumen de la voz-. ¿Y no te avergüenza estar aquí tratando de ligar conmigo mientras tus pequeños te pueden necesitar? ¿Qué me dices a eso? ¡Eh! La pobre María limpiando los culos de tus hijos y tú aquí, como un zángano. Ella guisando, fregando, lavando la ropa, llevando los niños al colegio y tú, mientras, por ahí perdido, intentando, soñando con meter mano a cualquier tía. ¡Qué cabrones sois los tíos! ¡Qué hijos de la gran puta!
-¡Oye tú! -intervine ya sin poder aguantarme-. ¿Y qué me dices de ti? ¡Eh! En este momento el que está lavando culitos y poniendo cenas será Ricardo y no tú, ¡vamos, digo yo!, porque lo que es tú... Aquí, disfrazada de india... ¡Hay que tener cara, vaya si hay que tener cara!
-¿Lo ves? Tú también eres un machista, un inaguantable machista de mierda! -dijo a grandes voces-. ¡Como soy una mujer, una tonta mujer, me corresponde mi casita, ¿no es eso lo que me corresponde, precisamente eso?
Me dio la impresión de que no era "eso" lo que le correspondía, no precisamente "eso". Pero me abstuve de hacer algún comentario. Beligerante, decía Lola:
-¿Es que me tomas por una puta? -dijo.
Estaba clarísimo. Lola pretendía únicamente discutir, discutir por discutir.
-A ver.. -meditaba Lola en voz alta-, a ver... ¿qué hago yo aquí que no estoy cuidando niños? ¿Qué hago yo aquí disfrazada de gilipollas y bailando la conga? A ver... ¿es quizás porque soy una puta? ¿Eh? ¿es que soy una puta por eso? -Los azules ojos de Lola echaban chispas. Bramaba-. ¿Soy o no soy una puta? ¿Qué dices, Sebastián?
-¡Mira, guapita, tú sabrás si eres o no eres una puta! -repliqué irritadísimo. Rabioso, le espeté-: después de lo que le hiciste al pobre Ricardo, al buenazo de Ricardo, vente ahora con esas majaderías feministas...
¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué esta agresividad? ¿Por qué esta violencia?
-¡Tú, como Ricardo -chilló Lola, histérica, el rostro desencajado-, no nos perdonáis a María ni a mí lo que hicimos. ¡No, no lo entenderéis nunca! Os ponéis malos porque os sentís unos... -Se detuvo un instante y luego, alzando la voz aún un poquitín más si es que esto era posible, acabó diciendo a gritos-: ¡Cornudos! ¡Sí, sí, os veis ridículos con los cuernos puestos!
En el bar se hizo un silencio espeso. Alguien dijo, quizás un sordo:
-¿Qué le ha llamado?
y otro le respondió solícito:
-Cornudo, le ha llamado cornudo.
-¿Por qué le ha dicho eso? -se interesó el sordo.
-Ni pajolera idea -contestó el otro con la misma solicitud de antes-. Pero siempre se dice por la misma cosa, ¿no cree usted? -puntualizó al momento tan amable señor.
Se acercaba veloz el camarero. Adivinando lo que iba a pasar, saqué rápidamente la cartera y me precipité a colocar sobre la barra un par de billetes de mil. Por cuatro cervezas y unas gambas al ajillo, ese sería el precio que debería pagarse actualmente, más o menos, pero por aquel entonces esa cantidad era una exageración. Dos mil pesetas sobrepasaba en mucho el precio que debían cobrarnos. El camarero comprendió la intención del gesto. Recogió los dos billetes verdes y fue a situarse al otro extremo de la barra desentendiéndose por completo de nosotros dos.
Con suavidad, empujé a Lola hacia la salida. No opuso resistencia. En la calle, lloviznaba.
Un fuerte golpe en mi brazo derecho con el que sostenía la jarra de cerveza, hizo que otra vez el rubio líquido se desparramara por la barra salpicando la manga de mi chaqueta. Inmediatamente se interrumpieron las meditaciones en las que me hallaba sumido desapareciendo Lola de mi imaginación. Salté hacia atrás como movido por un resorte viendo como la cerveza se escurría peligrosamente desde la bocamanga de la americana hacia el pantalón y el suelo. Milagrosamente, el pantalón se salvó. Era de nuevo el bajito, el inquieto calvo bajito de mi derecha el que, retrocediendo, habíame dado fortísimo empujón con la espalda.
-¡Ya está bien! -exclamé en voz bien fuerte, con tono agrio.
-Perdone, perdone -se apresuró a disculparse el bajito que, dándose la media vuelta, me miraba con aprensión, como recelando.
-Ya van dos veces -dije irritado, contabilizando la ofensa.
-Perdone -repitió el bajito-, no era mi intención, como estoy de espaldas...
-Jamás hace estas cosas con intención -dijo el compañero del bajito, el que hacía poco presumía de poder prescindir de las mujeres sin dificultad. Era este un tipo alto, elegante y fornido-. Es muy mirado mi amigo en serio -añadió-, nunca pone intencionalidad en estas, se lo aseguro, o al menos cuando tira la cerveza de los demás estando de espaldas jamás lo hace adrede. Decir otra cosa sería mentir. mentir descaradamente.
Eché una ojeada al individuo aquel, al alto y elegante. ¿Había choteo? No pude saberlo. Pero ellos eran dos y yo era uno, uno solo y no gran cosa. No fue difícil decidir la estrategia a seguir:
-No se preocupe -dije quitándole importancia al hecho-. Estas cosas son inevitables. Es casi imposible que no ocurran con estas apreturas...
El diligente Ernesto, intervino presuroso facilitándome una nueva jarra de cerveza y pasando un paño seco por encima de la superficie de la barra por donde se había derramado el dorado líquido. Luego, veloz, el barman abandonó la posición que ocupaba detrás de la barra y armándose con una fregona, repasó el suelo junto a mis pies. A los pocos segundos, no quedaba rastro de nada que pudiera dar testimonio de la agresión sufrida por mí. Ernesto era así, eficiente a más no poder. Y la mancha de la bocamanga no era cosa seria y el pantalón, a fin de cuentas, no se había visto afectado. Le dije:
-Ernesto, tráeme unas almendritas, haz el favor. -solicité al barman.
Con esto, el incidente quedó definitivamente zanjado. Los de al lado continuaron su charla y yo volví a sumirme en profunda meditación.
Encendí un cigarrillo, un Winston, mi marca preferida que siempre va conmigo.
Frente a mis ojos, en estanterías colgadas de la pared del otro lado de la barra, se alineaban viejas botellas de whisky y coñac llenas de polvo, botellas de todas las marcas inimaginables. Posé la vista en ellas. Con el pensamiento, regresé junto a Lola.
Al salir de El Abuelo, lloviznaba.
Lola se ajustó la plumita de india en el pelo y yo, por mi parte, me puse la nariz postiza. Los conguistas podían llegar en cualquier momento y nos preparábamos para el baile, para retornar al ambiente de los carnavales.
No nos alejamos mucho, pues habíamos quedado allí con nuestros amigos, ella con los suyos y yo con los míos. Probablemente no tardarían mucho en llegar. Guardábamos silencio mientras esperábamos y, poco a poco, la fina lluvia nos iba empapando. Entonces, cuando me disponía a sugerir que nos refugiáramos en un portal, entonces, Lola, esa mujer a la que todo el mundo supone de tan fuerte carácter, arrancó a llorar con tanta pena que era conmovedor el verla. Y Todavía impresionaba más el observar que la pobre, movida de un sentimiento de vergüenza, disimulaba el doloroso llanto ocultando el rostro tras un pañuelo con el que fingía estarse sonando los mocos de la nariz. Un sollozo que no pudo ahogar me hizo percatar de lo que estaba ocurriendo.
-Vamos, Lola, mujer, no te pongas así -le dije con cariño al tiempo que con mi mano presionaba su hombro intentando animarla.
-Perdona. Soy una tonta -replicó.
-¿Qué tienes? -pregunté.
No contestó, así de primeras. Un instante se mantuvo en silencio y, luego, sin poder callar más, dio rienda suelta a sus sentimientos.
-¿Qué hemos hecho, Sebastián? -dijo entre sollozos-. Hemos arruinado nuestras vidas, sí, sí, las hemos arruinado del todo. ¡Qué de tonterías se hacen a los treinta años! Se hacen y, después, nada que hacer, no hay ya solución ni manera de arreglarlo. Ricardo y los niños... ¿Cómo es posible que no estemos juntos? ¿Cómo se puede llegar a esta soledad, a esta situación imposible? Los niños me preguntan y no sé qué decirles porque... Muchas veces, me digo a mi misma: "Voy a llamar a Ricardo y le diré que quiero hablarle, que venga a casa. Después, cuando venga, le pediré que se quede, que se esté conmigo y no se vaya, que se quede conmigo y con los niños y no se vaya con su madre". Entonces, Cojo el teléfono y no sé qué pasa. Lo que antes, al amanecer, cuando estaba en la cama protegida por las mantas, me parecía perfectamente posible y sencillo, ahora, en pie ante el teléfono, es algo irrealizable, algo imposible, imposible, de todo punto imposible. Me vuelvo a la cama avergonzada porque jamás me atreveré a hablar con Ricardo de lo que pasó. Porque él no me lo perdonará jamás. Y cuando nos vemos, discutimos la mayoría de las veces y yo, mira, mira Sebastián, yo, yo que le quiero tanto y que no se cómo pedirle que vuelva, yo, ¡tonta de mí!, me lío en discusiones imbéciles y reclamaciones absurdas y no hago sino estropear aún más las cosas. ¡Bien nos hemos jodido la vida, bien! -concluyó al fin, la voz quebrada.
Hubo una pausa. Ella lo había dicho todo, todo lo que sentía. Ahora me correspondía hablar a mí.
-Así es, Lola -corroboré-. No sé qué decirte, Lola. No Sé.
Se me había enronquecido la voz, quizás efecto de la lluvia y el frío.
-Yo me voy a ir -dijo ella-. No pienso esperar ni un minuto más a esa pandilla de majaderos ridículos. Me voy para casa ahora mismo.
Tenía razón Lola, mi amiga Lola. Porque Gloria, Guillermo, las arlequines, Cleopatra y demás, todo aquel grupo, se me figuraba ahora como un grupo de majaderos, de majaderos totales y ridículos. Pensé en María y en los niños. Estarían viendo la televisión, o preparando la cena o... ¿qué harían?
-Yo también me voy -anuncié.
-Ricardo está en casa -me explicó Lola-. Ha venido a cuidar de los niños mientras me venía yo a hacer el payaso con todos estos.
-Yo me voy a casa de mi madre -dije. Y añadí-: En casa de mi madre no está María, ni María ni los niños tampoco.
Encontramos taxi. Al despedirme, al aproximar mi rostro al suyo para depositar en su mejilla el acostumbrado beso, le susurré bajito al oído:
-Que haya suerte, Lola, que tengas mucha suerte con Ricardo.
Y ella, con cariñoso impulso, me abrazó fuertemente y contestó:
-Lo mismo te digo, Sebastián, ¡que ojalá te arregles con María!
Continuaba llorando. Mi querida amiga Lola lloraba, mi querida Lola a la que había conocido de adolescente, casi cuando los dos éramos unos niños.
Ágilmente se subió al taxi y desapareció en la noche de Madrid, en la noche de aquel día húmedo y frío. Se iba a su casa y, quizás, le esperaba una aventura feliz con Ricardo. Y quizás, también, ¿por qué no?, la reconciliación.
Minutos después, ya en la Gran Vía, aún lloviznando, también yo paré un taxi y me subí a él. A mí, era seguro que no me esperaba ninguna aventura, ninguna aventura en ninguna parte.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 08 de Junio de 2008, 19:13
Sinceramente, no sé a qué esperas para seguir...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Poison Gilr en 08 de Junio de 2008, 19:21
A que su padre haga otra entrada en el blog xD
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:27
Mi padre me ha mandado 3 entregas más a partir de la última de ogame, así que las iré poniendo.

Thylzos, si vas a seguirlo aquí te pongo una entrada más que a los de ogame ^^
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 08 de Junio de 2008, 19:36
Cita de: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:27
Mi padre me ha mandado 3 entregas más a partir de la última de ogame, así que las iré poniendo.

Thylzos, si vas a seguirlo aquí te pongo una entrada más que a los de ogame ^^

Qué buena gente  :'(
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:40
Y frente a mis ojos, una hilera de botellas de whisky y coñac.
-Tres bragas, sí -escuché que decía una voz masculina a mi lado-. Tres bragas, sí -insistió la voz-. He dejado tres bragas en el camino de mi azarosa vida, amigo mío, y con tres bragas, te lo aseguro, hay más que suficiente en la vida de un hombre.
Lo de las "tres bragas" despertó mi interés por el mundo que me rodeaba. Dirigí la vista hacia el lugar de donde procedía el curioso comentario. No podía ser otro. La observación había sido hecha por aquel tipo alto y elegante, el acompañante del bajito aficionado a derramar la cerveza ajena, Ahora, adoptaba aires de superioridad. El alto, no el bajito. El alto le estaba explicando la vida al otro. Ya había cazado yo antes alguna frase en la que aquel individuo se había mostrado menospreciativo del trato con as mujeres, rasgo éste, revelador de una personalidad misógina de la que más tarde haría descarada exhibición. Ahora hablaba de tres bragas y afirmaba que tres bragas eran más que suficientes en la vida de un hombre. En fin, eso es más de lo que puede resistir un apático para no pegar el oído a lo que se cuenta. Y yo, como no soy ningún apático, decidí seguir atentamente la conversación de mis vecinos de barra. Animadamente, me dispuse a escuchar. Y es que todo bebedor de cerveza solitario se ha dedicado alguna noche a escuchar con disimulo lo que dicen los de al lado. En estas ocasiones, lo que nos mueve es el puro placer de escuchar y cuanto mayor es el interés de uno por enterarse de lo que dicen los otros, tanto mayor es el mutismo en que uno debe envolverse si no quiere que, apercibido el otro, inmediatamente guarde silencio. Así que uno debe escuchar respetuosamente y no decir ni pío. Y eso es lo que me disponía a hacer yo, cotillear lo que decían aquellos dos tipos.
Entonces, me acodé con firmeza sobre la barra defendiendo la privilegiada posición que ocupaba. Sin aspavientos, procurando no llamar la atención, fijé otra vez la vista en la hilera de botellas que tenía en frente. Quieto como un palo agucé el oído, la vista clavada en la etiqueta de una vieja botella de coñac "Napoleón". Todos debían pensar que continuaba sumido en profunda meditación. Tenía que disimular.
De la ojeada que acababa de dirigirles a aquellos dos no extraje mucha información. El bajito me daba la espalda. Su calvo cráneo era lo más característico en él aparte la costumbre que tenía de recular y tirar la cerveza de los demás. En una barra de bar, era un peligro ese tipo bajito. En cuanto al amigo, el alto, se hallaba situado más allá, vuelto hacia su compañero y, de paso hacia mí también. No sólo era éste un tipo alto y guapo que vestía elegantemente, de los que les gustan a las mujeres, no, también era de esos que poseen un verbo fácil, gesticulantes al hablar y muy persuasivos. Esa noche pretendió convencer al calvo bajito de un imposible. Por lo que le llevaba oído decir, me daba la impresión de que se trataba de un individuo de personalidad más bien estoica. Luego, comprobé que no se trataba de eso. No, no era eso. Para nada.
-¡Ernesto! -llamé al barman con premura-. Un manhatan, por favor.
En estas ocasiones, la bebida larga como el manhatan, se adecua mejor a la situación porque nos permite disimular ampliamente con eso de agitar los hielos y remover con la cucharita. Sorbito a sorbito, aparentando un continuo entretenimiento, la bebida larga nos libera de las molestas interrupciones que supondría el estar renovando la copa a cada poco. Por hábil que sea el camarero, hará una cierta cantidad de ruido al servirnos distrayendo así nuestra atención de lo que interesa. Además, si uno verdaderamente hace larga la bebida larga, entonces, uno se mantiene sobrio fácilmente, Borracho es imposible entender lo que dicen los otros, esto es evidente. Como bebida larga el manhatan resulta bebida larguísima. Es imposible meterse un manhatan de un sorbo y se puede estirar cuanto uno quiera. Y fue por este motivo, para mantenerme sobrio, por lo que le pedí un manhatan a Ernesto.
-... y, mira, Agustín, aunque no sé qué carajo quieres decir con eso de las tres bragas, de lo que sí que no me vas a convencer es de que a ti las mujeres nada de nada. Siempre tuviste fama de ser un ligón de primera, y a todos los amigos nos sorprendió que te casaras. Pero lo cierto es que no aguantaste ni dos años de matrimonio. Así que no me vengas ahora con idioteces. Estoy perfectamente enterado de las juergas que te corrías luego, sí, sí, las juerguecitas de después de la separación. Eran famosas esas juerguecitas, no me lo vas a negar ahora. Y te puedes poner como quieras, todo el mundo se acuerda de la vida que llevabas de separado. Partiditas de golf en el club y juergas luego en los apartamentos de la sierra. ¿Y qué me dices del día que te pillaron escondido en una de las duchas del club con aquella camarera rubia? Sí, sí, lo recuerdas perfectamente, ¡bribón!, la de las tetas gordas, la que te perseguía por todas partes.
El estilo del bajito era vehemente, emocional. También algo soez, deplorable.
-¿Es que piensas que voy a negarte eso? -replicó el otro con voz suave y sin aparente alteración emocional-. En absoluto, nada de eso. Lo que ocurrió con esa camarera, o lo que ocurriera con otras muchas mujeres por aquella época, no tiene nada que ver con lo que te estoy diciendo. Desde hace tiempo soy otro hombre y, si quieres, te explico el por qué.
-¡Cómo que me voy a creer yo lo de la impotencia! -interrumpió el bajito, con irritación manifiesta, levantando un pelín el tono-. ¡Vamos hombre, el pichabrava del grupo, impotente! ¿A quién pretendes engañar?
-No pretendo engañar a nadie, Federico, sino que lo único que intento es poner a tu disposición la clave de la felicidad –contestó el nombrado por el bajito como Agustín. Usaba el tono de voz cargado de paciencia que emplearía un profesor, un profesor con muchos años de ejercicio, con un alumno novato y torpe-. Mira lo que te digo: la impotencia que causa dolor y humillación es la involuntaria, la que el hombre no busca. Yo me refiero, por el contrario, a un estado del espíritu en el que las mujeres se nos muestran como algo no necesario, como algo ajeno a nuestras vidas y que, por tanto, ni buscamos ni necesitamos. Tampoco se trata de hacer de menos a las mujeres, únicamente de alejarlas de nuestra experiencia cotidiana. Se trata de comprender que el hombre y la mujer vivimos en mundos distintos, en mundos que nada tienen que ver el uno con el otro... En último término, uno debe admitir que el contacto con las mujeres en nada le mejora y que para nada le sirve. Y no se trata de machismo. Entiéndelo, Fede. tampoco a la mujer le beneficia en nada el contacto con el hombre, sino que más bien creo que ese contacto la degrada en su espiritualidad femenina. Todos comprendemos que hemos de prescindir de aquello que nos perjudica, de algo que únicamente puede causarnos daño. Hay que olvidarse de que existe la mujer, o mejor, aún sin olvidarlas, no debemos permitir que las mujeres interfieran en nuestras vidas. Renunciemos voluntariamente al contacto con la mujer. Renunciemos a ellas y viviremos tranquilos, felices. Y si tu, Federico, quieres llamar a esto impotencia, puedes hacerlo entendiendo, claro, que se trata de una impotencia de orden espiritual, deseada y voluntaria, en absoluto de impotencia física. En fin, debemos renunciar a las mujeres al igual que los diabéticos deben renunciar al dulce, o como aquellos enfermos cardiacos que se ven obligados a precindir de la sal. Y eso es todo. Esa es la clave de la felicidad del varón.
Así, con esta referencia a la enfermedad y a cómo ser feliz, concluyó el alto su discurso.
-No te entiendo -dijo el que yo ya conocía como Federico-. ¿Y qué coño es eso de la impotencia intelectual? -inquirió entre cabreado y ansioso.
-Está clarísimo, Fede -replicó el otro sin vacilar- ¡Clarísimo! Suprimiendo el deseo desaparece el peligro. Mientras a uno se le levante el pito en la cabeza al ponerse en contacto con las tías, se le hace imposible prescindir de ellas y, consecuentemente, imposible ser feliz. Uno se mete en líos gordísimos y no se tiene ni un minuto de tranquilidad. Medita en ello, amigo mío, medita y no eches en saco roto esto que te digo: a las tías ni saludarlas. Y con el saludo, ya se corre algún peligro. Tenlo en cuenta, Fede.
Hubo una pausa en la que el bajito pareció reflexionar. Probablemente, meditaba sobre la conveniencia de ni siquiera saludar a las mujeres e imaginaba peligros sin cuento en el trato femenil. Ernesto el barman (increíble este hombre), habiéndose percatado de mi intención de espiar la conversación de los dos tipos, respetando mi deseo y no queriendo molestar, aguardó este momento en que los tipos se mantenían en silencio para aproximarme el manhatan que le había solicitado. Ernesto era verdaderamente un experto en los manhatanes. También en los daikiris, pero no alcanzaba en éstos la perfección que en aquellos. En el manhatan no empleaba la fórmula "una parte por cada tres", es decir, no combinaba una parte de ginebra con tres de vermut, sino que utilizaba la más civilizada de "una por cada cuatro". Con ello, se suaviza el sabor alcohólico de la bebida y se carga menos la cabeza. Por lo demás, la ginebra era siempre de calidad (normalmente Gordons o Beefeater), y el vermut siempre Cinzano. y en esto del Cinzano es tan maniático que, presionado por un cliente a que utilizara otra marca a la que estaba acostumbrado, yo le he visto como dejaba que fuera el camarero quien lo preparara, él, jamás hubiera cometido semejante sacrilegio.
-O sea... -Federico habíase tomado su tiempo, pero, al fin, había llegado a alguna conclusión-. O sea... -insistió-. Vamos, Agustín -acabó por decir-, que a ti no se te levanta. ¡Pues vaya!
-No se me levanta cerebralmente hablando, especificó Agustín sin prisa, acentuando más aún el tono de profesor universitario contra alumno torpe.
-Ya, ya, impotencia cerebral -repuso el bajito-. Impotencia cerebral -añadió como si por repetir varias veces la idea en voz alta, le fuera más fácil captarla en la mente. Quizás lo de la impotencia cerebral era un concepto demasiado elevado para un hombre tan vulgar como parecía ser Federico.
-Eso es -confirmó Agustín-. Cerebral.
-Sí, cerebral -repitió Federico bajando algo la voz.
No cabía duda. El tal Federico era un tipo intelectualmente lento
-Sí, eso -insistió Agustín pacientemente-. Cerebral o intelectual, como quieras.
-No se te levanta en el cerebro... ¿no es así? -razonó el bajito.
-Así es -dijo el otro.
-Nunca he oído tontería mayor. ¡Jamás! -se indignó el bajito-. No se te levanta y basta. A veces, tengo entendido, a veces les pasa a los tipos que abusan... Deberías consultarlo con un médico, un psiquiatra o un sexólogo. Hay soluciones... Pero -y retuvo el discurso un segundo-, ¿quién me iba a decir a mí que tú...? ¡Agustín impotente!
Se Produjo otra pausa. El comentario de Federico tenía que doler. Miré de soslayo, disimulando. Comprobé que no me faltaba razón, el bajito había dado duro y certero. Observé al elegante encendido, el rostro como la grana y perdida la figura. Era otro. Volví la mirada rápidamente para fijarla otra vez sobre las botellas de whisky y coñac. No podía permitirme el lujo de cometer errores y que los otros se dieran cuenta de que les estaba escuchando.
-Lo que tú opines o dejes de opinar, ¿sabes?, me importa, a mí, una mierda -informó el alto al bajito.
"Federico le ha dado bien a Agustín, en plena línea de flotación", pensé. "Agustín sólo ha sabido replicar con una grosería de calibre superior"
-No te pongas así, hombre -quitó hierro Federico-. Sé de sobra que se te levanta perfectamente. En el club de golf todo se sabe. Hace tiempo que no voy por allí, pero, ten en cuenta que las casadas cachondas que juegan al golf son las mismas para todos. Y tú, Agustín, entre ellas, me consta, merecías una buena calificación. Siempre te he respetado por ello, y, la verdad, ¿por qué no decirlo?, Hasta en ocasiones te he envidiado. Concretamente...
-Hace tiempo que no vas por el club y por eso... -interrumpió el otro hablando con tranquilidad, aparentemente apaciguado-. Eso era antes, ahora, no soy el mismo. Mira amigo... ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez en el cabrón?
-Sí -dijo el bajito-, muchas veces, pero... ¿en cuál de ellos? El mundo está lleno de cabrones, así que especifica un poco más, por favor, te lo ruego.
-No, no -repuso Agustín-. Me refiero a los maridos de las casadas cachondas, los que sufren los cuernos de las putas de sus mujeres.
"No se habla de otra cosa esta noche", pensé. "Madrid está hoy lleno de cuernos por todas partes".
-Nunca te había oído hablar así, Agustín. Me preocupas -dijo el bajito.
-Te lo he dicho antes, he cambiado, he cambiado por completo -anunció el alto con emoción mal contenida-. He sufrido, ¿sabes?
y dijo lo de "¿sabes?" casi en un gemido.
"Todo el mundo gime y llora hoy", medité por mi cuenta. "La noche no viene buena. no sé que pasa, todos están tristes. Tristes y ridículos".
-Mira, Fede, déjame que te cuente -dijo el impotente cerebral, ya en tono firme-. Amigo, antes te he confesado que tres mujeres han sido la causa de mi reforma espiritual. Ahora quiero contarte lo que pasó con esas tres mujeres.
-Antes no has dicho nada de eso -puntualizó Federico-. No has dicho que hubiera pasado nada con tres mujeres.
-Sí, lo he sugerido, pero da igual, el caso es que...
-La verdad, Agustín, no recuerdo que hayas dicho nada al respecto.
-Bueno, ahora eso da lo mismo. El caso es que...
-¿Cuándo lo has sugerido, o cuándo lo has dicho? Hay que ser precisos -insistió Federico, el bajito, el que tenía la costumbre de derramar cervezas ajenas, Se mostraba ahora como un quisquilloso de primera, hábil en la discusión y de aquellos que conocen los medios oportunos para desesperar al rival dialéctico. Estaba claro que quería sacar de quicio al amigo. Utilizando un símil boxístico, Federico me recordaba a los púgiles llamados fajadores, esos que, arrimando el cuerpo al de su contrincante, golpeándolo en corto constantemente sin concederle un minuto de respiro, acaban por derribarlo sobre la lona del ring.
-¡Bueno, joder! -se enfadó el otro-. Cuando he dicho lo de las tres bragas, lo de las tres bragas, entonces, me refería a tres mujeres que conocí y...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:41
-¿Quieres decir cuando has dicho que habías dejado tres bragas en el camino de tu azarosa vida?
-Sí, ahí fue cuando lo sugerí, precisamente ahí. ¿Qué importancia tiene eso ahora?
-Pues mira, Agustín, querido -la voz de Federico sonaba con retintín-, sí que la tiene. ¡Y mucha! Lo de las tres bragas queda muy bien, da idea de un tío macho castigador de las mujeres y todo eso. Pero, reconocerás que luego vas y dices que eres impotente, impotente cerebral y cosas así... En fin, lo uno no casa con lo otro, me parece a mí. ¿En que quedamos, te las tiraste tú a ellas, o ellas te dejaron en el más espantoso de los ridículos? En estas cosas conviene ser muy exacto en lo que uno dice, porque, de otro modo, decir tanto y más cuanto no es más que dárselas y presumir y presumir...
"Lo acaba de derribar", sentencié. "Tiene más fuerzas y habilidad el pequeño que el grande, ocurre muchas veces."
Nueva pausa. Con esfuerzo sobrehumano sujeté mis ojos y contuve la vista clavada en las botellas de whisky y coñac. Luego, la respuesta de Agustín me sorprendió, máxime, si tenemos en cuenta que la tal respuesta no revelaba el más mínimo nerviosismo, ni siquiera un pequeñito enfado.
-Como quieras ,Fede -dijo-, pero déjame que te cuente lo que pasó. Desde entonces no soy el mismo, necesito explayarme a gusto con alguien.
-Está bien -accedió el fajador-. Cuenta, cuenta...
-Pero haz el favor de no interrumpirme -solicitó el uno.
-No lo haré -prometió el otro-. Descuida, no lo haré.
Di un sorbito al manhatan. Encontrarme con aquellos dos tipos había sido una suerte. Primero mi madre y su perorata, la eterna cantinela; "O te juntas o te separas de una vez, hijo mío, pero así no puedes seguir". Luego lo de Gloria y el cretino de Guillermo. Y para remate, lo de Lola. ¡Vaya noche! Pero ahora, en la cervecería, la conversación de aquellos dos prometía un rato de auténtico entretenimiento.
El alto y el bajito, habían hecho una pequeña pausa. Estuvieron callados justo el tiempo necesario para que Ernesto les sirviera nuevas jarras de cerveza. Fuese el barman. habló Agustín
"La primera braga fue Azucena -explicó-. Me la presentaron el día de mi cumpleaños, el día de mi cuarenta y cinco cumpleaños. Sabes que todos los años desde que me separé de Albertina, organizo una pequeña fiestecita en el apartamento donde vivo. Tú mismo has venido más de una vez. Ya sabes, nada de multitudes, unos cuantos amigos y amigas nada más, lo preciso para que se forme un ambiente agradable. El número es importante, Si son muchos es un alboroto, pero si son pocos resulta un coñazo de reunión. Aquel año vinieron doce personas (lo máximo admisible), pero siete eran tíos y sólo cinco eran tías. Con tanto tío y tan poca tía, con tanta competencia en suma, habría que andarse con pies de plomo y no cometer ni el más ligero error si es que uno quería ligar. Y yo quería ligar, Federico, así que tenía que estar atento. Azucena -prosiguió Agustín ya lanzado-, vino con Carmen, la que trabaja de cajera en la Caja de ahorros de mi barrio. Tú la has visto alguna vez, Fede. Carmen es una chica joven, de unos veintiséis, o cosa así, muy guapa y muy simpática. Una alta, morena... ¿No te acuerdas? ¿No? Bueno, es igual... El caso es que Carmen me presentó a Azucena. Sinceramente, nada más verla, instantáneamente, me sentí atraído por ella. Es morena, de unos treinta años y está muy bien, pero no pienses que fue eso lo que hizo que me impactara de ese modo, tan rápida y tan intensamente. No, lo que me atrajo de ella fue su educación, quiero decir naturalmente, su buena educación. La gente habla a gritos últimamente, ¿no? Pues mira, ella, todo lo contrario. Habla pausadamente y sin hacer aspavientos. Charlando con ella te das cuenta en seguida que estás hablando con alguien de opiniones razonadas, no con una de esas tontas que no paran de reir. Luego me dijo que era abogado, y que trabajaba como asesora legal de una empresa de "leassing". Tú sabes lo que para nosotros los economistas representan los abogados, seres que nos resultan profesional y emocionalmente complementarios, así que no te extrañará que te diga que, a los cinc o minutos estaba loco por ella. ¡Enamoradísimo! Y es que Azucena es el prototipo de mujer con clase, bien vestida y mejor pintada, de inteligencia más que notable, y, eso para mí como para ti, como para todo el mundo, o al menos para todo el mundo de nuestro mundo, es decisivo a la hora de elegir la acompañante ideal. En resumen, no pude menos de enamorarme, como le ocurriría a cualquiera que la hubiera visto aquella noche de mi cumpleaños"
Agustín se detuvo un segundo. Quizás esperaba que el amigo hiciera algún comentario sobre lo que acababa de decir. Y como el otro no hizo la menor observación, continuó con la perorata:
"Le pasó a Azucena conmigo lo que a mí con ella, -dijo-. Según confesaría más tarde en el sentirse atraída hacia mí con fuerza irresistible, tuvieron no poca influencia, la corbata Paco Rabanne y el traje Roberto Verino que llevaba aquella noche. Bueno, la cuestión es que a las dos de la madrugada ya conocíamos cada uno la vida del otro, o para ser exactos, conocíamos cada uno de nosotros de la vida del otro lo que el otro quería que conociésemos. Precisamente, Federico, por esto que te acabo de decir es por lo que nos equivocamos tantas veces, ya que, el otro no es que pueda mentir(que puede, naturalmente que puede), sino que puede omitir de su discurso lo que le interese omitir. O lo que casi es peor, puede adornar el relato. No sé si lo coges, amigo..."
El tono de Agustín que había ido cobrando confianza a medida que avanzaba en el discurso, era ahora de todo punto petulante. Sin embargo, el correoso bajito, ante mi sorpresa, no le interrumpió para exigirle una mayor moderación.
-¿Comprendes lo que quiero decir? -continuó dudando el petulante Agustín-. Pues mira, cuando una persona se niega a hablar de sí misma, el otro, el que la escucha, el que desea conocer y ve cómo se le niega ese conocimiento, irremediablemente acaba por sospechar del otro y desconfiar de él. Ahora fíjate en cómo deben hacerse las cosas. Uno está callado y el otro habla y habla sin parar de sí mismo. No dice mentira, tampoco dice verdad, lo que hace es adornar la realidad poniéndole imaginación, deformándola hasta hacerla irreconocible. Hay que deformar, tergiversar, torcer, y dar así al otro una imagen buena y elevada. Pero claro, esto, como todo en la vida, hay que saber hacerlo y, si no se sabe, mejor no intentarlo. ¿Hay que decir que todo lo de uno es bueno y perfecto? No, no, eso sería un error mayúsculo, un error de principiante. Uno jamás debe actuar de ese modo. De vez en vez, el que adorna debe mencionar algún defecto en la propia personalidad, lamentándolo, imprimiéndole carácter de inevitable y avergonzándose de él. Naturalmente, es obvio que ha de tratarse de un defectillo sin importancia, de esos que casi le resultan graciosos al que los oye nombrar. Por ejemplo, puede decirse: "Estoy lleno de manías. No puedo ver ni un solo plato sucio en la pila sin levantarme a fregarlo". O también, hablando con una fumadora se puede hacer la siguiente observación: "Todas las noches antes de dormir tengo que fumarme un pitillo tumbado en la cama. Sé que es peligroso porque te puedes quedar dormido e incendiar la casa, pero, si no me fumo ese último pitillo del día, no hay manera de que me duerma". La fumadora se quedará encantada. ¿Lo captas, Fede? Son defectos que casi son virtudes para el que los escucha. ¿Lo captas?
Federico no dijo nada. Probablemente lo captaba, pero no dijo nada. Agustín reordenó sus pensamientos:
-Me estoy yendo por las ramas -anunció-. Será mejor que nos centremos en lo de Azucena.
Y así lo hizo:
"Bueno -prosiguió-, pues el caso es que, aquella misma noche, Azucena me confesó lo de su marido. No en un primer momento, no, claro está, dábale excesiva vergüenza. Es natural. Cualquier mujer sentiría lo mismo en situación semejante. A eso de las tres morreábamos en la terraza. Yo ya sabía que estaba casada, me lo había confesado al comienzo de la velada. Como ella dijo:
-No quiero que te llames a engaño y si piensas que las casadas no debemos estar en estos sitios sin nuestros maridos, a tiempo estás de que no sigamos adelante con esto.
Así que me advirtió que estaba casada, Fede -continuó Agustín explicándole a su amigo-, aunque francamente, lo de que estuviera casada le daba más que le quitaba interés al asunto. Además, lo de "seguir adelante con esto" me pareció frase prometedora, casi una invitación a mostrarme más amable y atrevido. Le dije:
-No, en absoluto. No acostumbro a emitir juicios precipitados sobre ningún asunto, y tú, Azucena, tú, querida Azucena, bella flor, tú, me pareces asunto de importancia impresionante.
Estas frases rebuscadas, querido Fede, no siempre nos hacen alcanzar el éxito. He podido comprobar que tratándose de jovencitas, más las espantan que las atraen. En las de más de treinta funcionan con regular eficacia.
Bien, en fin, lo de que tenía marido lo dijo al comenzar la velada, mientras que, para decirme lo otro se esperó hasta las tres de la madrugada cuando ya nuestro amor era un hecho. Me sopló al oído:
-No temas pedirme lo que quieras -dijo.
Y yo le pedí lo que estás imaginando, más como de broma, como si fuera un juego. Luego, me declaré, me declaré como antaño lo hacíamos, Fede, poniendo verdadera pasión en las expresiones de amor que empleé. En todo caso, claramente dejé traslucir que mi amor por ella no disminuiría aunque me concediera su favor más íntimo. Azucena comprendió que se hallaba en presencia de un caballero, un caballero de los de antes.
-Por fin un hombre quiere acostarse conmigo –dijo al tiempo que sus blancos dientecillos clavábanse en mi feliz orejita-. Raimundo, mi marido, no me hace ni caso..
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:45
-El matrimonio acaba por convertirse en una aburrida rutina -le informé aún dándome perfecta cuenta de que el comentario no era original, ni mucho menos. Pero... ¡vaya, algo había que decir!
-No me hace ni caso porque no puede -observó Azucena.
-¿Demasiado trabajo? -pregunté con interés.
-No. Es un maricón -explicó ella.
-¿Porque no te toca? -dije pensando en lo brutas que son algunas mujeres cuando hacen comentarios sobre sus maridos.
-No, porque es maricón. Maricón, de maricón -dijo ella con naturalidad.
En fin Federico, al día siguiente, muy tempranito, sin apenas dormir, cogíamos mi coche y nos íbamos rumbo a Alicante, a Benidorm concretamente, donde Azucena tiene un apartamento en primera línea de playa. Yo, Fede, ¿qué quieres que te diga?, iba feliz. La idea de acostarme con ella me tenía entusiasmado".
-¿Es que no te la habías tirado ya esa misma noche en tu casa? -se interesó el bajito interrumpiendo el discurso de su amigo.
-Es que no hubo oportunidad -informó Agustín-. La fiesta duró hasta bien entrado el día y nadie se fue hasta entonces. El apartamento es pequeño (ya lo sabes, has estado en él mil veces), un salón, un dormitorio, cuarto de baño y uno de esos armarios que se abren y dentro está la cocina. No hay más. Tirármela allí no habría sido otra cosa que una pura exhibición ante los amigos, algo nada propio en mí y, menos aún, cuando la mujer me gusta de verdad. Y Azucena me gustaba ciento por ciento. Comenzaba a enamorarme de ella y esas bestialidades no se hacen con las chicas a las que uno quiere de veras -observó en tono serio.
Sin darle al bajito oportunidad para contestar. Tras realizar estas observaciones, Agustín prosiguió el relato de lo sucedido:
"Benidorm, dicen, es la playa de Madrid, pero no está precisamente ahí al lado. Todavía no había cambiado de coche y el "127" tenía ya siete años. No se trataba de quemarlo. Así que no me di prisa y no llegamos hasta eso de las cuatro de la tarde, agobiados de calor y muertos de hambre. Era comienzos de Junio, la temporada de vacaciones aún no estaba en su apogeo y la mayoría de los comercios y restaurantes estaban cerrados. Sin embargo, en el propio edificio del apartamento de Azucena, funcionaba una cafetería a pleno rendimiento en espera de la temporada veraniega, ya próxima. Se trataba de una cafetería (o también podríamos llamarlo restaurante, de las que dan comidas. Fritos, platos combinados y cosas así, en fin, uno de esos establecimientos típicos de playa.
Aparqué el coche en una calle cercana al paseo marítimo, abrí el maletero y recogí el escaso equipaje que llevábamos, un bolso de viaje por cada uno de los dos. En el mío sólo llevaba una muda, el traje de baño y un neceser con el cepillo de dientes, la pasta dentífrica y un peine de carey que me acompaña siempre a todas partes. Supongo que ella llevaría más o menos eso mismo, esto es, sólo lo más necesario para pasar dos o tres días fuera de casa. Porque tres días, como máximo, era el tiempo que duraría el viaje de negocios a Barcelona inventado por Azucena para engañar al marido, al maricón Raimundo. "Ineludible ir a Barcelona, amor mío", decía la nota que le dejó sobre la mesilla de noche al marido, al tal Raimundo, a Raimundo el maricón. Pero la excusa era creíble. Azucena se veía obligada a viajar frecuentemente a Barcelona por motivos de su trabajo, de manera que la nota tranquilizaría al esposo. Eso me dijo. Y el detalle que tenía procurando evitar disgustos al marido, me gustó, me gustó muchísimo por la delicadeza de carácter que descubría. Cuando nos disponíamos a entrar en el edificio de apartamentos, picándome en la nariz el agradable olorcillo a comida que provenía del cercano restaurante y observando, envidioso, como un par de turistas extranjeros, quizás alemanes, paladeaban buena cerveza en una mesita al aire libre, propuse entusiasmado:
-¿Te parece que comamos primero? Tiene buena pinta este sitio.
-Prefiero ducharme antes -dijo ella.
Llamamos al ascensor y subimos al apartamento de Azucena."
Agustín hizo un inciso:
-Si no te importa, Fede, amigo -dijo-, me ahorro la descripción de ese horrible lugar. No es cosa que importe al relato y baste con decir que era como cualquier otro apartamento de playa. Ya sabes, los hay mejores y peores, más grandes o más pequeños, pero a fin de cuentas, todos iguales, funcionalidad pura. Ni un solo adorno, ni un detalle... O cuando existen los tales adornos son de pésimo gusto, tanto que uno se ve obligado a esconderlos en el primer armario. Que venga a mano. Las típicas marinas, los jarroncitos de colorines... Son apartamentos para el verano, no sirven para ninguna otra época. Tampoco se prestan a las largas estancias...
-Puedes ahorrarte la descripción, no sufras -concedió Federico a Agustín con benevolencia. Debía temer una larga y pesada descripción de detalles decorativos. Por este motivo, exoneró a su amigo de toda explicación sobre el particular.
Pero, sin embargo, insistió sobre una cuestión distinta:
-Lo que deseo saber -dijo-, es si te la tiraste ahí mismo o te esperaste a después de comer. Entra en detalles de ese tipo, amigo, y no te vayas por las ramas.
El bajito era un genio. Hablaba directamente, sin circunloquios. Todo el mundo podría entenderlo porque se expresaba sin timideces, con suma claridad. Lo agradecí porque compartía su deseo de que el elegante Agustín concretase y no se perdiera en minucias. El estilo del alto me agradaba, un poco anticuado en la expresión (eso siempre está bien), pero, por contra resultaba algo lenta la transmisión de la idea. Ciertamente, me estaba divirtiendo, divirtiendo gracias aquellos dos.
-No te vayas por las ramas y vete al grano -insistió Federico.
Agustín pareció darse cuenta de lo que queríamos Federico y yo.
"Subimos al apartamento -explicó-, y allí no tuve opción para decidir nada, ni me dejó que se lo pidiera ni nada de eso que parece preceptivo en estos casos. En cuanto cerramos la puerta y estuvimos a solas, lanzose sobre mí comiéndome a besos, abrazándome con furia irresistible, loca la pasión, perdido el juicio. No pude ni aceptar el ataque. Ni siquiera pude responder a las frases de amor que me dirigía atropelladamente. ¡Oh! ¡Qué labios deliciosos! Nos besábamos una y otra vez y ella que se apretaba contra mí con asombroso ímpetu. Desnudándose con celeridad increíble, me arrastraba hacia la cama al tiempo que, con suma habilidad, de paso, iba quitándomelo todo. Llegué al lecho completamente desnudo y allí, Azucena, los duros pechos por delante, me embistió violentamente. Yo abajo, ella arriba, movimiento de vaivén. Ya sabes. Descansado para mí, agotador para ella. No es de esas que chilla y arma la de Dios. Pero sí que respiraba con fuerza jadeante al descender sobre mí, en el momento de máxima penetración."
Hizo una pausa efectista que yo aproveché para darle un sorbo al manhatan. Era emocionante aquella historia. Federico no dijo nada, quizás estaba impresionado. Agustín podía vanagloriarse, muy raras veces se encuentran mujeres así, así, como era esa Azucena. Y él se había portado como un hombre. De eso no cabía duda
"Bueno, Fede -prosiguió Agustín su interrumpido discurso-. tú no eres tonto y yo tampoco. Comprendí que estaba ante una pasional, ante algo serio y extraordinario. Aquello me emocionó. ¡Y pensar que el marido era maricón, que desperdiciaba aquella mujer de campeonato! Esta idea me entristeció un tanto, pero, luego, reflexionando, me di cuenta de que la frialdad del marido sólo podía traducirse en un beneficio para mí, en un beneficio como el de ahora en que Azucena, galopando sobre mí, me provocaba tremendo placer. Terminó ella antes que yo, pero yo tuve orgasmo también cumpliendo a plena satisfacción. Entonces, ella se fue a duchar y yo me quedé en la cama descansando un poco.
Luego la seguí. Me metí en la ducha con ella y, cuando comencé a enjabonarme Azucena salió para secarse. Previamente le había frotado con oloroso jabón espaldas y muslos, pechos también, juegos estos que tanto gustan a las parejas de enamorados. Se mostró encantada y agradecida. Yo estaba feliz, te puedes imaginar. Me daba pena pensar que su marido jamás la tocaba, , ¿sabes?, ¡Jamás la tocaba! ¡Cómo debía sufrir, pobrecita Azucena!
Se fue a vestir permaneciendo yo aún unos minutos secándome bien el cuerpo. Tenía hambre, había echado un buen polvo, ahora iríamos al restaurante... Yo estaba feliz como te digo, completamente feliz.
Pero cuando abandoné el cuarto de baño y entré en el dormitorio, sorprendentemente, encontré que Azucena aún no había comenzado a vestirse. Mas bien, no parecía que esa fuese su intención, En absoluto. Y me dio esa impresión Fede, porque la hallé de hinojos sobre la cama, sí, de hinojos y desnuda como te he dicho, los codos sobre la colcha, el culo en pompa. Lo orientaba en la dirección por la que forzosamente había de producirse mi llegada.
-No te vistes? ¿Se te ha perdido un pendiente? - pregunté con interés.
-Éntrame por detrás, cariño, por favor -demandó con tono premioso.
-¿Por el ano? -dije, dudando por un momento de Azucena y recordando al homosexual marido.
-No hombre, no, entra en la vagina atacando por detrás y agárrate a las tetas, -especificó con amabilidad, aunque, ¿por qué no decirlo?, como exigiendo, como mandando... Era una pasional! ¡Vaya si lo era!
Yo tenía hambre y estaba cansado. No soy como aquel tipo de aquella película, el de "Un hombre y una mujer", ese tipo que se tira a la protagonista una y otra vez después de conducir miles de kilómetros. Ya sé que Madrid no es París, y que Benidorm no es Montecarlo. Lo sé, Federico, lo sé. Tampoco había participado en ninguna carrera de "fórmula uno", pero apenas había dormido. Casi llevaba veinticuatro horas sin dormir. Estaba cansado, lo reconozco, pero ya sabes como soy... Había que cumplir y no lo dudé. Golpeaba yo para delante, golpeaba ella hacia atrás retrocediendo. Cumplí bien. De nuevo terminó ella antes y yo la seguí. Una nueva ducha, ahora más rápida, y al poco rato nos sentábamos en el restaurante de abajo."
Le di otro sorbito al manhatan. Encendí un cigarrillo. Pensé:
"Hay tipos con suerte. Yo nunca he conocido a una Azucena, ni parecida."
"... y el hecho cierto es que se me había quitado el hambre -estaba diciendo el suertudo Agustín-. Azucena tomó un primer plato de arroz de paella, de segundo un chuletón con patatas y de postre nata con nueces. Ella sí tenía apetito. Yo, por mi parte, me conformé con una simple ensalada de berros, no hubiera podido con más. Tomamos café y, luego, viendo el mar ahí, al otro lado del paseo marítimo, azul y tranquilo, propuse nos fuéramos a dar un baño. Azucena aceptó y dijo:
-Sí, vámonos. Sí, un baño en la playa. Aunque el caso es que , no tengo el bañador puesto y tendremos que subir al apartamento un instante.
Llamamos al ascensor y una vez arriba, prefirió dormir. La copiosísima comida que se había atizado, según dijo, le producía modorra irresistible. La idea de dormir, aunque sólo fuera una siesta, tal como ella había insinuado, me entusiasmó. Ya te he dicho que estaba cansado. La cama era de matrimonio. Retiramos la colcha y nos echamos juntos. Como hacía calor Azucena se quedó en sostén y bragas. A mí, sólo pensar en desvestirme, me daba una pereza enorme, de modo que me tumbé sobre la cama vestido como estaba y, a los cinco minutos, dormía como un bebé.
No sé cuanto tiempo transcurrió. De repente, me desperté sobresaltado. Azucena, sin que yo me percatara de ello, desabrochando la bragueta de mi vaquero y levantando, con no menos cuidado, el calzoncillo, había liberado el pene y trabajado con él manualmente hasta ponerlo erecto. Ahora, inclinada sobre mí, chupábalo con gusto.
-¿Qué haces? -pregunté. Y nada más preguntar, la pregunta me pareció imbécil. ¡A la vista estaba lo que estaba haciendo! ¿Cómo no iba a saber yo lo que estaba haciendo? Ella debió pensar lo mismo y quizás por eso prefirió no dar explicaciones sobre lo que hacía limitándose a decir:
-Tumbada no me lo has hecho todavía. Tumbada y por delante. ¡Anda, házmelo por delante!
Y lo decía con mimo. Quitándose las bragas se echó en la cama boca arriba abriendo las piernas. Esperaba, o para ser más exactos, me esperaba a mí."
Nuevo silencio de Agustín. Mi admiración por ese hombre crecía minuto a minuto. Me di cuenta que no eran sólo las cosas que le pasaban. Lo que más me admiraba en él, era cómo las contaba. Lograba que uno se emocionase, que uno adivinara los gestos, las situaciones, los sentimientos, todo, como si uno lo estuviera viendo allí mismo. Además esas escabrosidades, la pasión de la chica, lo que hacían, ¡vaya!, quizás aprendiese algo aquella noche. O quizás, también, , me estaba poniendo cachondo el tipo aquel con esa historia de Azucena. Entre tanto, yo debía seguir disimulando, así que no apartaba la vista de la vieja botella de coñac "Napoleón" que tenía delante. Ni siquiera me volví para echar una ojeada a aquellos dos que me tenían tan entretenido.
-¿Pero cumpliste o no cumpliste? -intervino el bajito impaciente por que el otro continuase con la narración.
Agustín hizo como que no había escuchado la pregunta de Federico:
-Me dejó descansar un buen rato -explicó-. Y luego dimos un largo paseo por la playa.
-¿Pero te la tiraste -interrumpió el bajito. Estaba claro que no pensaba dejar pasar por alto semejante detalle. Yo, me alegré por ello
-¿Qué quieres decir? -intentó escabullirse Agustín.
-Pues, coño!, ¿qué voy a querer decir? -se impacientó Federico.
-Bueno...-la voz de Agustín era insegura-. La mantuve dura, eso sí -puntualizó.
-O sea que fallaste -observó el bajito sin apiadarse.
-¡Hombre! La mantuve dura -protestó el alto-. Ella, disfrutó.
-Pero eso no es -dijo el otro.
-Depende como lo mires. Ella, disfrutó.
-Pero tú no. Reconócelo. -sentenció Federico-. Tú como un poste, nunca mejor dicho, como un poste. Estabas allí, pero como están en los sitios los postes de la luz. . .
El bajito era implacable. No tenía sentimientos.
-Habíamos echado dos hacía menos de una hora y media, o cosa así más o menos -se justificó Agustín. Pero lo hizo sin convicción, y sus palabras sonaron a disculpa.
Tuve la misma sensación que ya había tenido hacía un rato. Me pareció escuchar el ruido sordo que produce un boxeador cuando cae sobre la lona del cuadrilátero. El bajito, ese estupendo fajador, le había dado duro. Tenía esa técnica. Aguantaba hasta que el otro se descuidaba y, entonces, golpeaba duro hasta derribar al contrincante.
Pero ahora, viéndolo en el suelo, vencido, Federico se permitió un gesto caritativo con el amigo.
No te agobies -dijo-. Eso le pasa a todo el mundo. Uno vale, y dos también, pero, tres, tres polvos seguidos, eso es un mito. Nadie puede. Cuando escuches a esos que dicen siete en un día, pregúntales, pregúntales lo siguiente: "¿Con qué intervalo?". Y que te contesten. Luego, insiste y vuelve a preguntar: "¿Y durante cuantos días haces siete?". No sabrán que decir, te lo aseguro. Al menos a ti no se te arrugó, no señor. No, no señor, no se te arrugó.
"Este sí que es un amigo", pensé con emoción, "Primero lo derriba fustigando su vanidad, pero luego, viéndolo caído, le tiende una mano. y le ayuda a recobrar la confianza perdida. ¡Este sí que es un amigo!"
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 19:46
El elegante Agustín, pese a las buenas intenciones de su amigo el bajito, no recuperó el buen ánimo. Cuando tomó la palabra para continuar el relato de su viaje a Benidorm, empleó un tono pesimista, alicaído, un tono de voz tan bajo que pasé serias dificultades para entender lo que decía:
"Dimos un paseo por la playa hasta las diez y media, o quizás hasta las once, no recuerdo exactamente. Estuvo bien. A esas horas del atardecer (y más en esa época, fuera de la temporada alta de turismo), la playa de Benidorm es un sitio agradabilísimo. Caminábamos por la orilla del mar, arremangados los pantalones, mojándonos los pies, mi mano derecha apretando suavemente la suya izquierda... La amaba. Comprendía lo que le había pasado. Esa ansiedad sin límites, ese marido que no la tocaba, que no la miraba siquiera...
Dejamos la playa ya de noche. Habíamos paseado durante casi cuatro horas y yo me sentía la mar de a gusto. El cansancio había desaparecido por completo. No había dormido pero no estaba cansado. Fede, tú sabes que a veces ocurre eso, que pasadas un gran número de horas sin dormir, luego, ya es igual y aguantas lo que te echen.
Regresamos para cenar. Subimos al apartamento para cambiarnos de ropa y ponernos más decentes. Tal como veníamos, llenos de arena y salitre, hubiera sido muy incómodo ir directamente a cenar al restaurante.
En fin, amigo, entonces quiso otro. Empezar por delante y acabar por detrás. Eso dijo. Todavía no lo habíamos hecho así. Y lo hice, negarse habría sido una grosería. Esta vez, para satisfacción mía, pude con ella. También en esta ocasión Azucena se satisfizo primero, pero yo también lo tuve.
Bajamos a cenar. Azucena tomó ensalada, lubina al horno con patatas y, de postre, flan de la casa. Yo, sólo la ensalada. Luego lo quiso hacer otra vez, ahora en la playa a la luz de la Luna. Me mantuve firme, pero nada más. Me gustó la escenificación, el ruido de las olas, la luz del astro nocturno bañando nuestros cuerpos y todo eso, pero del polvo apenas me enteré. Me fatigué mucho, eso sí, me fatigué muchísimo.
A las tres de la madrugada, dormía yo profundamente. Entonces, Azucena me despertó para intentar otro juego:
-¿Te gustaría el sesenta y nueve? -me susurró al oído.
-¡El sesenta y nueve! -me quejé.
Negocié como pude un polvo normal y consintió. Quitose otra vez las bragas. Habíame ya percatado de que lo de andar por ahí sólo con las bragas era en ella una costumbre. Con valor intenté seguirla en sus ardores. Salí con honra del embite, pero ligeramente mareado. Al acabar, me fui a la cocina para beber un litro de agua del grifo, o quizás fuera litro y medio, así, todo seguido, en un afán de reponer líquidos como fuera.
Y dos horas más tarde, cuando noté que Azucena, acercando su cuerpo al mío, manipulaba el pene, sobándolo sin parar y sin conseguir del estropeado instrumento ni la más mínima reacción, asustado, cobardemente, comencé a imitar un suave ronquido, el ronquido del que duerme plácidamente y no quiere ser molestado.
Me respetó no insistiendo en su amorosa demanda. Pero, cuando, a las nueve de la mañana intentó nuevas manipulaciones peniles, no me valió ningún disimulo. El mismo truco no sirve dos veces con la misma persona. Abrí los ojos y la vi, tumbada a mi vera, con el sujetador puesto y sin bragas como siempre, tratando de ejecutar lo que denominó "un agradable polvo mañanero." Mi pene y yo estábamos exhaustos, hartos. Ni mi pene ni yo mismo, deseábamos, en absoluto, aquel "agradable polvo mañanero". A esas horas, lo que nos apetecía, es un café con churros y ninguna otra cosa. El pene estaba irreconocible. De tan pequeñito, era difícil verlo.
Así que decidí retirarme. Renunciar... Le comuniqué de inmediato la decisión tomada, a las claras, y entonces ella, con expresión de asombro en el rostro, rabiosa la mirada, dijo:
-¡Anda, si tú también... ! Si eres como mi marido... , ¡un maricón!, ¡un maricón de mierda!
Fede, amigo -la voz de Agustín se quebraba por la emoción-, es doloroso oír eso, terrible. Me sentía avergonzado, débil físicamente, hundido moralmente roto. Estaba destrozado. la situación era insostenible -prosiguió Agustín-. Me vestí rápidamente y en silencio. Le propuse que regresáramos a Madrid. Rechazó el ofrecimiento. Tumbada sobre la cama, la vista clavada en el techo, el sostén por única ropa... Junto a ella, yacían las juguetonas bragas ahora hechas un montoncito informe, un guiñapito. El cuerpo de Azucena allí sobre el lecho, me pareció el de una ninfa, el de una ninfa insatisfecha e insaciable. Pensé que sus antepasadas de la Grecia Antigua resultarían cándidas y frígidas a su lado. Azucena habría dejado chiquita a Pasifae, la reina de Creta, la que se enamoró del toro blanco. Esa Pasifae hizo que Dédalo, el arquitecto, diseñara y construyera una vaca hueca de madera donde ella se introdujo una noche, desnuda, las piernas encajadas en las del extraño objeto, el cuerpo inclinado hacia adelante, su vagina simulando la de la vaca, engañó al toro gozando así de su amor bestial. Pero el rey Minos, el marido, quedó cornudo, cornudo como aquel pobre Raimundo al que no paraba de insultar Azucena llamándole maricón. También a mí me llamaba maricón ahora... En fin, aquel montoncito azul claro de las bragas de Azucena se me a quedado grabado en la imaginación para siempre. Aún hoy, transcurrido tanto tiempo desde aquel funesto día, el recuerdo de aquella inquieta braga, de aquel montoncito informe azul claro sobre la sábana blanca, me provoca vergüenza, anonada mi espíritu y un escalofrío de terror me recorre la espalda.
Abandoné el apartamento de Azucena con a cabeza gacha. Busqué el "127" y llegué a Madrid al mediodía, humillado, deprimido y, más que nada, terriblemente fatigado."
Agustín guardó silencio. Su historia era un drama, un auténtico drama. Lo compadecí. Lo compadecí, sinceramente. Me dio lástima. ¡Cómo debe de sentirse uno en situación semejante!

(hasta aquí tienen en ogame, esta última la he subido hace un ratito)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 08 de Junio de 2008, 20:13
¿Qué manía tienen todos en hacer historias con personajes que tienen mi nombre?, es algo que me vengo preguntando desde hace mucho tiempo, como si Agustín sea un nombre común.

En otro orden de cosas, debo suponer que ya estarás contento, me he viciado...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 08 de Junio de 2008, 20:15
Pues mañana te pongo la siguiente ^^
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 08 de Junio de 2008, 20:16
Cita de: Sandman en 08 de Junio de 2008, 20:15
Pues mañana te pongo la siguiente ^^

Te tomo la palabra.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: El tipo en 08 de Junio de 2008, 20:56
No te lo aconsejo Sandman, despues no podrás quitártelo de arriba.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 08 de Junio de 2008, 21:02
Cita de: El tipo en 08 de Junio de 2008, 20:56
No te lo aconsejo Sandman, despues no podrás quitártelo de arriba.

Es culpa tuya, si tuvieses sentido de la responsabilidad y siguieses la historia de vez en cuando no te tendría que molestar  X(
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: El tipo en 08 de Junio de 2008, 21:03
Ves?...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 08 de Junio de 2008, 21:05
Cita de: El tipo en 08 de Junio de 2008, 21:03
Ves?...

Sí, veo.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: jmgdixcontrol en 09 de Junio de 2008, 08:19
Buenisima historia.
me la estaba leyendo en el foro de ogame, y te digo lo mismo que ayi.
Continua rapido ^^:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 09 de Junio de 2008, 16:27
CAPÍTULO TERCERO
DULCE


Agustín guardó silencio.  Su historia  era un drama, un auténtico drama.  Lo  compadecí.  Lo  compadecí, sinceramente.  Me  dio lástima. ¡Cómo debe de sentirse uno en situación   semejante!
No  pude evitarlo  y eché  una ojeada.   Rápida, fugaz,  ni medio segundo, el  tiempo  preciso para contemplar el rostro  de aquel hombre maltratado por  aquella cruel  Azucena.  En sus  ojos parecía  estar a punto de brotar el llanto.
Por mi parte, me lo estaba pasando de primera viéndome como un as del disimulo.  ¡La estaba gozando con esos dos!.  El manhatan, sorbito a sorbito, estaba ya mediado a esas alturas de la noche.
-¡Bah!, ¡bah!  -exclamó Federico-.   Bobadas, Agustín, eso no son más que  bobadas.  Que  te encontraste una  loba, bien,  bien...  ¿Qué pasa por ello?   En el mundo hay unas cuantas  lobas, demasiadas.  Esa tal Azucena  no es la única  que se come  a los tíos, ni  mucho menos. ¡Bobadas, hombre, eso no son más que bobadas!
-Es que no se movía en absoluto -dijo Agustín.
-¿El qué no se movía en absoluto?  -inquirió Federico.
-El pene  -repuso el  otro-.  Se quedó  paralizado, completamente inerte.
-¡Pero hombre de  Dios!  -desesperose el bajito-.  ¿Es  que no te das cuenta  de que  tratabas con una  enferma?  ¡Fuera  complejos!  Ya decía yo que eso de la impotencia cerebral o intelectual era un camelo que  tú  te traías.   ¡Vaya!.   Y  francamente,  si  te basas  en  esa historia, si  ese es el fundamento  que tienes para decir  que hay que prescindir de la mujer, que ni siquiera  se las debe desear y, en fin, toda esa monserga de la impotencia intelectual, esa paja mental que tú te  haces,  me  parece,  ¿qué  quieres que  te  diga?,  me  parece  un fundamento pobrísimo para  tus teorías.  No tienen  ningún sentido tus conclusiones, Agustín,  perdona que  te lo diga.   De esa  historia de  Azucena  cualquier  otro (cualquiera  en  su  sano juicio),  extraería exclusivamente la siguiente conclusión: "Debo prescindir del trato con zorras".  Esa  es la conclusión lógica,  y ninguna otra cosa  más.  De algo  tan concreto  como  la existencia  de una  tía  zorra, no  puede derivarse  ninguna norma  que afecte  al trato  que debe  darse a  las mujeres en general.  Ni tampoco se deduce nada acerca de la naturaleza dañina de la fémina.  Y es que estás tú como los escritores cristianos famosos  del siglo  tercero como  ese tal  Tertuliano o  ese Orígenes. Seguro que esos y tantos otros  que hablaron en contra de las mujeres, seguro que se  habían encontrado con tipas como la  Azucena de marras. O parecidas.   Les dio  por decir  que las  tías eran  poco menos  que demonios llegándose  a cuestionar si  tendrían alma o no  la tendrían. Pero mira  Agustín, amigo, ahora  ya hemos  tenido un Sigmund  Freud y tipos así, sabemos que algunas mujeres están enfermas y que les gustan los  pitos más  que a  un tonto  una tiza.   Son la  excepción y,  por terrible  que  sea la  experiencia  de  encontrarse  con una  de  esas excepciones, insisto en que ,  la única conclusión que puede obtenerse es la misma que  ya nos decían nuestras madres: "Hijo  mío, no te líes con una zorra".  Eso nos decían.   Lo sabían Tertuliano y Orígenes, lo  saben nuestras madres,  y lo sabe todo  el mundo.  Lo que  te pasó con esa fulana, no  justifica en absoluto todas esas  majaderías que dices sobre impotencias cerebrales, intelectuales, impotencias voluntarias y cosas así.  Tranquilízate pues, Agustín, y no hablemos más del asunto.
El bajito terminó   el  entusiástico   discurso  evidentemente satisfecho de  sí mismo  (las últimas  frases habíanse  pronunciado en tono  triunfal).  Pidió  otra cerveza.   Le imitó  Agustín.  Y  por mi parte, aprovechando el inciso, terminé el manhatan. Encendí un cigarrillo. Para el  renueve de la  copa no  hacía falta hablar  con Ernesto. Bastaba una seña y él entendía.   Manteniendo en el aire la vacía copa con la mano izquierda, golpeé el cristal con el dedo índice de la mano derecha  repetidas  veces.   Con  la cabeza,  Ernesto  asintió.   Como siempre, el barman había entendido.  Muy bien.
Aquellos dos me tenían impresionado con eso de Minos, de Pasifae, lo  de Tertuliano  y ese  otro fulano,  ese tal...   ¡vaya!, no  había logrado  retener  el nombre  de  ese  individuo.   Era algo  así  como Primero, Fundamento, o algo por el estilo, no podía recordar.  ¡Ah!  , ¡Orígenes!  Eso era, el fulano  del siglo tercero se llamaba Orígenes, seguro.
Ernesto  atendió primero  a  mis vecinos  y  luego, viniéndose  a situar delante mío  (naturalmente del otro lado de  la barra), comenzó la preparación  del nuevo manhatan.   No me dio  palique y casi  no se movía.   Me  pareció demasiado  hierático,  tanta  solemnidad y  tanto silencio, tanto quietismo, constituía una actitud rara en aquel hombre  cuyo sentido de la eficiencia incluía dirigir unas pocas palabritas al cliente que se disponía a servir.
Hacía  rato que  venía observándole.   Ernesto, en  contra de  su costumbre de pasear de un lado  a otro vigilando qué copas se quedaban vacías, contra  su costumbre digo,  se había plantado unos  dos metros más allá de la pareja de charlatanes  y no se movía.  Comprendí que él también  estaba atento a la conversación de aquellos dos de mi derecha. No solía  hacerlo, no lo hacía  jamás.  Este entretenimiento no  se lo permiten los auténticos profesionales de la barra, y Ernesto lo era de primera clase.  Pero, en aquella ocasión, era evidente, Ernesto estaba escuchando.  Discretamente, sí, pero escuchaba sin perderse ripio.
Algunos parroquianos se habían ido ya  (era muy tarde, más de la  una de  la madrugada,  una buena  hora para irse  a dormir),  pero, la mayoría de  los que aún  apurábamos las últimas  copas de la  noche en aquella cervecería, curiosamente, nos  apiñábamos en la barra mientras que  el  resto del  local  se  hallaba prácticamente  vacío.   Observé entonces que el  silencio era general y que  cualquier cliente situado próximo  a  la  barra  (si   ese  fuera  su  deseo),  podría  escuchar perfectamente a esos tipos sin mayores problemas de audición.

(esto en primicia para cientoseis, aparecerá en ogame más tarde)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: jmgdixcontrol en 09 de Junio de 2008, 17:00
gracias por la primicia ^^:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 09 de Junio de 2008, 17:10
 :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey: :prey:

Creo haber dejado claro mi opnión.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 10 de Junio de 2008, 17:41

-Todo eso que  dices está muy bien, pero no  me convence -tomó la palabra Agustín después de darle un largo trago a la cerveza que tenía delante.  El bajito le  imitó con la suya, yo le  seguí con un sorbito  de mi renovado manhatan-. Sí, sí,  todo eso está muy bien –prosiguió Agustín-, muy bien,  si no hubiera ocurrido lo de  Dulce.  Sí, también yo me  limitaría (sin  plantearme ninguna  duda), a  decir que  con no salir con mujeres liberadas (o  si lo prefieres, con mujeres ligeritas de cascos, que  viene a ser lo mismo), entonces,  todo resuelto.  Pero es  que no  se trata  de eso,  no se  trata sólo  de prescindir  de las
liberadas, se trata de prescindir  de todas las mujeres, prescindir de todas ellas -porfió temoso Agustín-.  Y ahora, si te parece, Federico, escucha lo que tengo que contarte y luego me dices si tengo razón o no la tengo.
-De acuerdo, soy todo oídos -aceptó  el bajito la propuesta de su amigo.
"Pues bien -inició  el relato el alto y  elegante Agustín-, Dulce era  y es  una mujer  de bandera,  o mejor   una muchacha  de bandera porque,  actualmente, no  pasará de  los  veintitrés años  de edad  y cuando sucedió lo que voy  a contarte, tendría apenas veintiuno recién cumpliditos".
-Te   estás    volviendo   mayor,   Agustín    -apuntó   Federico interrumpiéndole-.   Ni   en  los   peores  momentos  de   crisis,  de enamoramiento  feroz,  incluso  en   momentos  de  profunda  depresión nerviosa, jamás he empleado esos  términos cursis para referirme a una mujer.  Los calificativos como  "cariñito", "preciosa", "bomboncito" u otros por el estilo me estomagan.  ¡Sí, son estomagantes!  Pero si eso de "dulce"  lo dices por amor,  o si lo dices  porque caballerosamente pretendes  ocultar  el  verdadero  nombre   de  la  joven  (sería  una casualidad,  pero podría  suceder que  yo  la conociera,  tú eres  muy aficionado a  las camareras y a  las criaditas y tú  y yo frecuentamos los mismos bares  y las mismas casas),  en fin, sea por  amor, sea por discrección, sea  como sea, te  ruego prescindas de  esas cursilerías. Llámala "X"  o dale cualquier  nombre imaginario, haz lo  que quieras, pero no vuelvas a decir eso de "dulce".  ¡Me pone malo!
-Es que se llama Dulce -replicó el alto.      -¡Eh!  ¿Dulce?   -el bajito estaba asombrado-.   ¿Qué demonios de nombre es ese de Dulce?  No lo he oído en mi vida.
-Dulce Nombre de María -aclaró Agustín.
-¡Ah!,  ¡ah!  -exclamó  Federico,  apresurándose  a añadir-:  Muy bonito, muy bonito nombre.
-Mira,  el nombre  es lo  de menos  -se defendió  el alto  por si acaso-.  ¿Qué importancia tiene eso?
-Ninguna, ninguna...
-Pues entonces, déjame seguir y no me interrumpas a cada paso.
-Está bien, continúa tu historia -concedió el bajito al otro.
Agustín ordenó sus ideas.  Luego, dijo
"Era morenita, muy bien de formas,  con todo lo que hay que tener para alcanzar la  cúspide de la belleza femenina.   Quizás, si hubiera que buscarle  algún defecto, yo  diría  que  las formas aún  no estaban  hechas del todo  no teniendo aún la solidez que  adquieren en la mujer de alrededor de  treinta años.  Pero todo muy durito,  muy bien, en la justa medida.  Si tuviera que hacer una más ajustada descripción de la espléndida  anatomía de  Dulce, quizás  lo mejor  sería establecer  un paralelismo  entre   ese  cuerpo  magnífico  y   una  fruta  tropical, selvática, fresca  y jugosa, una fruta  aún sin el dulzor  de la fruta madura pero ya sabrosa, muy sabrosa.   Se trata de una comparación muy utilizada,  lo  sé,  hasta  manida,  pero  en  mi  opinión  se  ajusta perfectamente al caso.  En cuanto a su personalidad...  ".
-¿Cuándo celebra el santo?  -quiso saber Federico.
-No lo sé -fue la seca respuesta de Agustín.
-¡Ah!  -exclamó el otro-.  Debe de celebrarse el día de la virgen de Agosto, el quince.     
-Puede ser.  No lo sé...
El timbre  irritado de voz que  empleó Agustín para decir  "no lo sé",  me hizo  temer que  la conversación  se terminara  en ese  justo momento.  Para mi tranquilidad, el bajito se disculpó presuroso.
-Perdona -dijo-,  es que jamás antes  había oído ese nombre  y me tiene intrigado.   Continúa, continúa, no volveré  a interrumpirte, lo prometo.
Agustín continuó el relato en el punto donde lo había dejado:
"En cuanto  a su personalidad  y carácter -dijo-, para  un hombre que, como  yo, acabara de  pasar por la  dura prueba y  humillación de caer en las garras de una ninfómana como Azucena, la mentalidad limpia y pura de aquella linda niña habría supuesto (como lo supuso para mí), un  sentirse renovado,  el frescor  reconfortante de  una suave  brisa marina,  la posibilidad  del reposo  espiritual, la  liberación de  la vergüenza y, sobre  todo, la posibilidad de volver  a enamorarme.  Era la oportunidad de olvidar el oprobio que supuso en mi vida el episodio   con Azucena.
La conocí en  la Facultad de Económicas,  durante una conferencia que di sobre organización de empresas -explicó Agustín-.  Me invitaron a dar una conferencia dentro del  cursillo de organización de empresas que   se  hace   todos  los   años.   Pagan   espléndidamente  a   los conferenciantes.   Concretamente,  yo  tenía   que  hablar  sobre  las ventajas y  desventajas del organigrama jerárquico  en comparación con el organigrama  funcional y,  básicamente, informar  a los  alumnos de cómo la  moderna técnica de gestión  empresarial denominada "dirección por objetivos"  ha venido a  eliminar la vieja controversia  entre los defensores y  detractores de uno  y otro organigrama.  Fede,  no somos muchos los  economistas expertos  en este interesantísimo  problema de gestión  empresarial y, menos aún, en España en donde apenas un pequeño grupo  nos   interesamos  por   investigar  sobre   estas  importantes cuestiones.
En fin, el caso es que soy amigo del catedrático de la asignatura de Contabilidad General, un tipo que  es la mano derecha del decano de la facultad, que me conoce y que le habló de mí al decano.  Por eso me llamaron al cursillo, porque como ya te he dicho, soy una autoridad en materia de organigramas, ¿sabes, Federico?, una autoridad mundial.
Federico no dijo nada.  De dos cosas, una: o no lo tenía por una tal autoridad  científica mundial o  no quiso interrumpir otra  vez el discurso.  Fuese como  fuese, Agustín, no le dio tiempo  al amigo para confirmar  o negar  su  petulante afirmación.   Continuó hablando  sin detenerse.  Decía:
"...  Sí, sí,  ciertamente, un coñazo de conferencia  que hay que preparar, pero bien  pagado, eso sí.  Lo que yo  no podía imaginar era que también  iba a enamorarme.   El día de  la conferencia comí  en la Facultad en compañía de mi amigo y con el decano.  Mi amigo es un tipo majete, pero el pelmazo del decano  es un individuo de esos felizmente casados que no paran de hablar de  la mujer y los hijos.  La comida no es muy  buena en  la Facultad, pero  casualmente, había  albóndigas de  segundo  plato y  las albóndigas  me  privan.  ¡Qué  quieres, me  puse morado!  ¡Riquísimas!  Luego me  encontraba pesadísimo.  La verdad, no sé qué les  pusieron.  Entraban bien, pero al  digerirlas se hinchaban en el estómago.   Me dieron náuseas.  Me encontraba fatal  y con ganas de vomitar.   Pero, en  fin, ahorraré  detalles sobre  este nauseabundo tema.
     Después de comer, nos dirigimos al aula donde había de celebrarse el seminario y donde  yo tenía que dar la charla.   Allí, el calor era de  mil pares  de demonios.   Me  sorprendí, mejor  dicho, me  molestó profundamente que  el aula  estuviera abarrotada  de público,  no sólo porque la masa  humana aumenta la temperatura ambiente (y  ya venía un tanto sofocado), sino  porque muchos estudiantes tienen  la puta manía de  preguntar al  final de  la  conferencia en  el turno  de ruegos  y preguntas,  y,  cuantos más  estudiantes  haya,  más preguntas  hacen. Tienen  la absurda  esperanza de  que se  les conteste.   Es algo  muy desagradable.
Pero  vayamos al  grano.   Dulce estaba  allí,  en primera  fila. Morenita como ya  te he dicho, mollar, guapetona,  sanota, las piernas cruzadas y con  minifalda, en fin, una ricura de  chavala.  Me fijé en ella, pero, Fede, créeme, no fue ni por lo mollar, ni por lo guapa, ni por lo sana, ni por los poderosos  muslos ni nada de eso.  La salsa de las albóndigas me  repetía en la boca, así que  no estaba para dejarme llevar  de  esa  clase  de  emociones.   El  cerebro  las  rechaza  de inmediato.   Lo  que me  llamó  la  atención  nada  más verla  fue  lo interesada que parecía estar en lo  que yo decía y la manera frenética de tomar  apuntes.  Ese  día no  estuve especialmente  brillante.  Más bien, el recuerdo de las albóndigas me impedía desarrollar el tema con soltura haciéndolo  interesante para  los allí presentes.   Pero ella, como loca, consumía hojas y hojas del grueso bloc de notas que apoyaba sobre  el  muslo.   Mucho  me  temí que,  al  acabar,  aquella  morena minifaldera me freiría a preguntas.     Finalizada la charla, me encontraba  mareado, al borde del vómito, así que, con cierta aspereza, comuniqué a los alumnos:
"Con estas últimas observaciones,  podemos dar por finalizada la conferencia y  les ruego  que cualquier  pregunta que  quieran ustedes hacer, la formulen por escrito y se la  entreguen al señor decano, aquí presente.  Tendré mucho  gusto en contestar a todas  ellas también por  escrito."

(de nuevo, primicia para cientoseis, ahora les pongo la entrega anterior a los de ogame)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 10 de Junio de 2008, 17:49
Jodeos Ogamers  >_<. Por ahora Agustín es el mejor (no influye para nada que sea mi tocayo), espero que tu padre me lo cuide.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 10 de Junio de 2008, 23:35
bueno ya pase al grupo de los privilegiados que ven antes esta gran novela :D

salu2
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: jmgdixcontrol en 11 de Junio de 2008, 09:05
muchas gracias, de nuevo, por esta primicia ^^:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 13 de Junio de 2008, 17:11
Pensé que con eso sería  suficiente para desengañarlos.  Nadie se interesa  seriamente  (y  menos  aún  un  alumno  de  la  Facultad  de Económicas),  en  saber   si  los  organigramas  más   fetén  son  los jerárquicos o  los funcionales.  Nadie  en su sano juicio  pregunta en sus ratos libres por estas cosas, a  menos claro está, que uno se gane la vida con ellos dando conferencias.
Así, cuando  a las dos semanas,  más o menos, recibí  una gruesa carta remitida por el decano conteniendo las dudas de los estudiantes, mi asombro  fue mayúsculo.   Y todavía fue  mayor cuando  comprobé que todas  las preguntas  las remitía  una  única persona,  una tal  Dulce Cueto.  Eché un vistazo al  contenido de las preguntas.  Aquella Dulce quería saberlo todo acerca de los  organigramas y lo mismo le daba que fueran jerárquicos  o funcionales,  lo preguntaba  todo.  Su  ansia de saber  era  infinita,  viciosa.   No sólo  preguntaba,  también  pedía bibliografía.  Debía tratarse de una aberrada.
Me puse en  contacto telefónico con el decano.  Conocía  a la tal Dulce Cueto teniéndola por una de  las mejores alumnas de la Facultad. El decano me dio a entender que  no le había gustado que suprimiera el coloquio final  de la conferencia.   Según dijo, él nunca  antes había asistido a  una conferencia  en la  que no hubiera  turno de  ruegos y preguntas.  El turno  de ruegos y preguntas es algo  que todo el mundo espera que se  produzca al final de una conferencia.   Le constaba que algunos alumnos  habían pretendido preguntar, pero  yo, suprimiendo el coloquio, les  había impedido el  hacerlo.  Yo debía entender  que era perfectamente  comprensible que  quedaran dudas  sobre el  tema, sobretodo, teniendo en  cuenta que habiéndose estimado una  duración de dos horas,  más o  menos,  yo había  sólo consumido  un  tiempo de  veinte minutos escasos.  Sí, sí, no le  cabía duda sobre este extremo, Veinte minutos, los había medido.
     En veinte minutos no se agota un tema como el de los organigramas jerárquicos y  funcionales.  Eso  sí, él reconocía  que me  había dado prisa en el desarrollo del asunto, pero, de todas maneras, pensaba que me había dejado  muchas cosas sin decir.  Y que  había estado muy poco concreto.
En estas circunstancias, era normal que surgieran dudas, ¿no?      Y luego  me amenazó.   Me dijo que  casualmente todavía  no había dado  la orden  al  banco con  el  que trabaja  la  Facultad para  que transfirieran a mi cuenta de la  Caja de Ahorros los honorarios que me debían.   Un ligero  descuido,  un descuido  fácilmente subsanable  si existiera buena  voluntad por ambas  partes, Sí, eso dijo,  le entendí perfectamente:  "buena voluntad  por ambas  partes".  Eso  fue lo  que dijo.
Sí, sí, consideraba muy  importante no defraudar las expectativas de  una alumna  de esas  características, sobresaliente  en todas  las asignaturas.  Comprendía que eran  muchas preguntas, pero quizás podía resolverse todo por teléfono.
Sí,  el padre  de esa  chica era  un personaje  importante en  el círculo  de  empresarios,   un  pez  gordo  de   la  Confederación  de Organizaciones  Empresariales,  de  hecho   era  presidente  de  dicha organización en la Comunidad de Castilla León.
Sí, le  daría mi número de  teléfono a la señorita  Dulce Cueto. ¿De acuerdo?   Entonces, todo  arreglado.  En  seguida me  llegaría el dinero.  No había problema.  Ninguno."
Agustín hizo una  pequeña pausa para darse un  trago de cerveza, Federico  ya había  repuesto  la suya  y yo  aún  estaba empezando  el segundo manhatan.  La  bebida larga tiene sus  ventajas.  Ellos bebían cerveza confiados,  una tras  otra y  acabarían mal.   Yo, escasamente dispondría del  tiempo suficiente  para acabar  el manhatan  que tenía delante,  el   segundo  manhatan  de   la  noche.   Me  Iría   a  casa perfectamente  sobrio.  Había  que  reconocer  que últimamente  estaba aprendiendo a  beber.  Sí,  desde la  separación había  adquirido gran experiencia en esto de controlar la bebida alcohólica.
"Pasada una semana desde mi conversación telefónica con el decano  -era otra vez Agustín-, al volver  a casa al mediodía, me encontré una nota sujeta  por un imán  a la puerta  del frigorífico, lugar  éste de intercambio de  mensajes con Lurdes,  mi joven asistenta.   Dependo de esos mensajes pues  no paro en el apartamento, pero,  ¡gracias a Dios! Lurdes  es profesor  mercantil  y lee  y  escribe correctamente.   ¡Es listísima!  Temo perderla algún  día cuando encuentre trabajo, aunque, por ahora, si  las cosas siguen así  en este país, no  hay peligro, lo del paro no tiene arreglo.
En fin, Lurdes me había dejado una nota:
"Le ha llamado cuatro veces la señorita Dulce Cueto."
Luego,  Lurdes apuntaba  un  teléfono de  siete  cifras.  No  se indicaba ningún prefijo provincial, así que el teléfono era de Madrid.      Te confieso, Fede,  que en un primer momento,  hice repaso mental de los nombres de mis amistades femeninas en busca de una Dulce.  Como había recibido  el dinero de  la conferencia a  los cuatro días  de mi conversación  con el  decano,  para nada  me  acordaba del  compromiso adquirido con respecto a esa señorita.      Aquel día había tenido una mañana regular, de modo que la idea de que  una mujer  se  acordara  de mí  me  reconfortaba fuertemente,  La vanidad del corazón humano es inmensa, tú lo sabes, Federico.  además, habían  pasado más  de tres  meses  desde el  asunto de  Azucena y  me encontraba plenamente repuesto de  aquella vergonzosa aventura.  Desde entonces no había  vuelto a salir con  ninguna mujer y ya  era hora de rectificar esta actitud uraña.
Del repaso  mental no salió  nada.  Ninguna Dulce aparecía  a lo largo de  mi vida.  Es  Dulce un  nombre lo suficientemente  raro como para que  no se le olvide  a uno.  No  es por dármelas, Fede,  pero de haber  figurado en  la nota  de Lurdes  nombres como  Taticia, Carina, Vanesa  o Patricia  y otros  que aún  no siendo  de mi  generación, de haberse  tratado   de  alguno  de   estos,  yo  lo   habría  recordado inmediatamente.  Seguro que sí.  ¡Perfectamente!.   . Pero lo de Dulce era extraño, No  lograba recordar a ninguna Dulce.  Y  no concebía que alguien pudiera tener semejante nombre.   Claro que podía ser un error de Lurdes...  Nada, nada, no conocía a ninguna Dulce.
Entonces recordé la conversación con el decano, la velada amenaza acerca del talón no transferido aún,  viniéndome de súbito a la cabeza el nombre de  la estudiante cuyas estúpidas preguntas  se contenían en la carta  remitida por aquel majadero  del decano.  Ahora ya  tenía el dinero en mi cuenta corriente, pero la posibilidad de que me volvieran a contratar para el año que viene dependía de que dejara satisfecha la curiosidad de esa  Dulce.  Porque Dulce era precisamente  el nombre de la  chica interesada  en los  organigramas jerárquicos  y funcionales. Ahora recordaba el nombre perfectamente.

(Pues eso, más primicia xD)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 14 de Junio de 2008, 09:14
Por fin consigo leerlo sin que me estén molestando ¬¬. Esto se vuelve interesante  :wiiiiii:. Cuando puedas, sigue.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: jmgdixcontrol en 14 de Junio de 2008, 16:16
sigue, que la cosa pinta bien ^^:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 17 de Junio de 2008, 05:09
En la mesita de noche del dormitorio, encontré la carta, al fondo del  cajón.  Sí,  Dulce  Cueto.   Debía ser  una  enferma mental,  una perversa.  Nadie se interesa en el tema de los organigramas tanto como para insistir  de esa manera obsesiva,  primero por carta al  decano y luego  llamándome  por teléfono  directamente.
Quizás  era de  esas estudiantes  que preparan  tesinas sobre  temas  que a  todo el  mundo aburren  y que,  por  consiguiente, se  diga lo  que  se diga,  ningún miembro del tribunal encargado de  juzgarlas discute.  En estos casos, el "cum laude" está asegurado.
Por supuesto, no había mirado para  nada las preguntas de la tal Dulce.  La  carta era  gruesa.  Por  un momento  estuve tentado  de no hacer ni  caso, pero la  razón se impuso.   Tal como había  hablado el decano,  si quería  que me  contrataran en  años sucesivos  para aquel cursillo,  tenía  que   ser  amable  con  aquella   chica.   Nunca  he despreciado el dinero, Fede, no soy un materialista tampoco, pero creo que un poco de dinero nunca está de más.       Cogí el teléfono (lo tengo ahí mismo, sobre la mesita de noche), y marqué el número que venía reflejado en la nota de Lurdes.
Dulce estaba en casa.  Le dije  la verdad.  O la verdad a medias, porque, si  bien reconocí  que no había  preparado las  respuestas, lo otro, lo de que había estado  ocupadísimo toda la semana no disponiendo ni de un minuto, eso, francamente, era una mentira gordísima.  En fin, querido, que considerando  mentalmente que esa noche  no había quedado con  nadie y  que  siendo miércoles  no había  ningún  programa en  la televisión que me apeteciese, quedé con  ella a cenar en el Rugantino, en el Rugantino quizás el restaurante  italiano mas elegante y caro de Madrid.  Reservaría la  mesa a mí nombre  para eso de las  diez, más o menos."
Agustín estaba seco.   Se detuvo para darle un largo  trago a su cerveza.  Federico  hizo lo propio.  Yo  le di un sorbito  al manhatan comprobando  sorprendido, que  me  lo había  terminado sin  enterarme. Ernesto, a una seña mía, me renovó la bebida con celeridad eficiente
"Estoy  bebiendo mucho", pensé.
Observé que el  barman, requerido por Federico, le  servía la que debía ser  la cuarta  o quinta  jarra de cerveza  de la  noche.  Bebía mucho aquel tipo  bajito.  Discutía bien, las  palabras precisas, pero bebía  rápido,  demasiado  rápido.   Habría  que  ver  si  no  acababa borracho.  Yo  no lo deseaba,  en absoluto,  porque los excesos  en el alcohol  indefectiblemente  empobrecen  las conversaciones  de  barra, tanto, que acaban  por arruinarlas del todo.  El  único que conservaba su bebida  casi intacta era  Agustín, de modo  que Ernesto no  hubo de renovarle la jarra de cerveza.
"A las nueve de la noche  estaba arrepentido de haber quedado con Dulce -continuó el  alto y elegante Agustín, apagada la  sed-.  Lo que antes me había parecido hasta casi divertido, una cita a ciegas o algo por  el estilo,  me  daba  ahora la  sensación  de  que tenía  grandes posibilidades  de ser,  en realidad,  por  qué no  decirlo, un  coñazo mortal.  Se podía anular la reserva,  claro está.  Y tentado estaba de hacerlo.   Pero cuando  Dulce Cueto  se presentase  en el  Rugantino y viera que le  había dado plantón, es seguro que  informaría al decano. Y la Facultad no volvería a contratar  mis servicios.  El dinero no lo es todo, ya sé, pero sí que es algo muy conveniente, ¿sabes, Federico? Sí, muy conveniente.      En fin,  que a las  diez, como un  clavo, estaba entrando  por la puerta del Rugantino.  Y sinceramente, Federico, amigo, ¿qué quieres?, me llevé una sorpresa mayúscula.  La reconocí de inmediato.  Dulce era la minifaldera  de la primera fila,  la que tomaba apuntes  a cien por hora.  En el Rugantino  estaba guapísima.  ¡Guapísima!  ¡De impresión! ¡Jovencísima   y guapísima!
Cuando se levantó de la  silla para saludarme, la pude contemplar de cuerpo  entero, en la  plenitud de  su vigor físico.   Un trajecito corto,  muy corto,  dejaba ver  al que  quisiera las  dos piernas  más bonitas con  que jamás  me he encontrado,  piernas largas,  de tobillo fino y muslo aparente, piernas  enfundadas en medias negras, medias de liguero, de las que debe usar una mujer.  No me gustan los pantis para nada, porque, aparte del incordio que suponen en los momentos del amor desatado,  además,  le  quitan  a  los  femeninos  muslos  la  belleza misteriosa que poseen.  Los pantis  rompen la tradición estética de la novela romántica y  erótica.  No, no me gustan nada  los pantis.  Y en cuanto  al escote,  generoso, se  le adivinaba  el canalillo  que toda mujer debe  poseer y que Dulce  lo tenía más que  hermoso.  ¡Cosa ésta del canalillo, de asombro, en una muchacha!      También había algún inconveniente.  A  Dulce le pasaba lo que les pasa a muchas jovencitas que pretendiendo impresionar a los hombres (a los hombres en su opinión un poquitín mayores), entonces, se disfrazan de  algo así  como de  zorritas prescindiendo  de la  ropa más  que de costumbre y pintándose en exceso.  Esto, claro, cuando están lejos las madres que les dieron el ser y que les ponen coto.

(El foro de ogame va tan sumamente lento que ya subiré las dos entradas seguidas otro día)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 17 de Junio de 2008, 23:34
Eres cruel, subes de a cachos pequeños. Nos das un poquito y luego nos lo quitas despiadadamente. Te odio.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 17 de Junio de 2008, 23:44
De modo  que Dulce que era  de Burgos (ciudad en  donde vivían su madre  y su  padre),  Dulce  que compartía  piso  en  Madrid con  otra estudiante de Ponferrada (de su misma  edad y de similares gustos), se presentó en  el Rugantino tan  enseñándolo todo  que era un  placer el contemplarla.  Algunos tipos ñoños  únicamente desean rodearse de tías de categoría, de tías  con clase.  Yo no soy de esos,  a mí, Fede, las hembras,  cuanto  más generosamente  enseñen  sus  encantos mejor  que mejor.  Por supuesto, siempre que les siente bien lo que lleven puesto encima porque tampoco  soy de los que prefieren que  las mujeres vayan por ahí desnudas.  No, tampoco soy de esos.
El  camarero me  miraba  con evidente  envidia.   Después de  las presentaciones, pedimos  la cena.  Luego me  contó lo de que  vivía en Madrid y  que era de  Burgos.  Pese a que  ya llevaba tiempo  aquí, se sentía un poco  perdida todavía en una ciudad tan  grande como Madrid. Sus padres confiaban mucho en ella  -me explicó-, y por eso la dejaban vivir en  un apartamento  con su compañera,  y no en  casa de  una tía carnal que vivía en  la calle Serrano.  A ella no  le gustaba esa tía. Los padres  tenían unas bodegas en  Roa, en donde producía  vino de la Ribera del Duero,  fincas agrícolas en explotación en  Olmedo y alguna que  otra en  Soria  (éstas, algo  más pequeñas  que  las de  Olmedo).Tenían  vacas, ovejas  cerdos  y,  por tener,  tenían  una fábrica  de harina.  El padre era socio  mayoritario y presidente ejecutivo de una central lechera de  Aranda de Duero y, además, ese  señor ostentaba la jefatura de la organización de empresarios de la comunidad de Castilla y León, cargo que ejercía con furibunda energía al decir de la hija.
-Soy, lo  que se dice,  una niña  rica -dijo Dulce  sonriendo con aire de timidez-.   Hija única, también soy hija  única -añadió-.  Eso me  ha  causado algún  problema  que  otro.   Desde  que mi  padre  es presidente  de la  organización  de empresarios  de  Castilla y  León, cuando voy por Burgos, noto que algunos  chicos se acercan a mí por el interés. Piensan que  mi padre  les  dará trabajo  cuando acaben  la
carrera.
Dulce y  yo continuamos hablando  de esas  cosas de que  habla la gente cuando acaban de ser presentados  unos a otros, de temas vanales que se utilizan para romper el hielo del primer momento".      Y no me negarás, Fede -observó Agustín interrumpiendo el relato-, que la chica  no debía de andar muy desencaminada  en eso del interés. . Es cosa  corriente que  alrededor de las  niñas ricas  aparezcan una turba de  admiradores únicamente  con la  intención de  asegurarse una buena boda, una boda que les permitiría vivir sin dar golpe.      Llegados a los postres -prosiguió Agustín tras haberse detenido un instante en  sus explicaciones-, me dio  por pensar que aparte  de las bodegas de  la Ribera del Duero,  las fincas agrícolas de  Olmedo y de Soria, la fábrica  de harinas y la central lechera,  cosas todas éstas de  los padres  pero de  las que  era de  suponer que  algo habría  de heredar Dulce (porque difícilmente sus padres podrían llegar a pulirse todo el patrimonio, por despilfarradores  que fuesen), aparte de estas cosas  digo,  Dulce,  por  sí   misma  era  una  chica  sobresaliente, sobresaliente su cerebro de  empollona y sobresalientes los magníficos y juveniles pechos.
Sí, eso pensaba yo mientras comía.  Y también llamaba mi atención el  menú que  había pedido  Dulce:  macarrones con  tomate, de  primer plato,  huevos  fritos con  patatas  de  segundo  (huevos que  se  los prepararon por ser yo cliente, una  deferencia, nunca he visto a nadie pedir huevos con patatas en  Rugantino), y para terminar, de postre, un helado doble de vainilla.
"Un menú un  poco infantil", pensé.  "Pero ese  cuerpazo no tiene nada de infantil."
La empollona  me había caído  bien desde un primer  momento.  Era muy graciosa y espontánea hablando, quería saber si era muy complicado el ejercicio libre de la profesión,  si era bonito.  Sí, sí, eso dijo. "bonito".  O quizás era mejor trabajar en una empresa como asalariada. ¿Qué me parecía a mí?  ¿Qué consejo podía darle?  ¿Se podía vivir bien con el sueldo  de un economista?  Porque ella, aunque  su padre quería que se ocupara de  las fincas y de todo eso, el caso  es que a ella no le gustaba Burgos, ni salir al campo a ver las fincas, ni nada de eso. Lo que  de verdad  le gustaría  hacer cuando  acabara la  carrera, era quedarse en  Madrid y  entrar de meritoria  en cualquier  empresa, por ejemplo, una compañía de seguros o algo por el estilo.      -No te lo aconsejo -le  dije-.  Vivirás mucho mejor ocupándote de las fincas  de tu padre, muchísimo  mejor.  Y no tendrás  que obedecer las órdenes de nadie.
-Pero tú también (habíamos  decidido tutearnos desde el principio de la cena, pasadas las presentaciones de rigor), tú también les darás órdenes a  muchos y te  lo pasarás  genial -contestó ella  haciendo al tiempo mueca  graciosísima con  la boca-.  A  mí me  gustaría trabajar contigo.  Y  eso no quita para  que cobrara las rentas  del patrimonio  familiar –añadió.
En  ese  preciso  instante,  al contemplar  la  juvenil  ilusión reflejada en  sus ojos dulcísimos  y la  sonrisa afectuosa con  la que hablaba,  en ese  emocionado instante,  fue cuando  noté algo,  cuando comprendí que en  el breve intervalo de tiempo  transcurrido entre los macarrones con tomate y el helado de vainilla, Dulce, mi niña, habíase enamorado de mí.  Y lo que más me sorprendió, querido Federico, es que yo también me  había enamorado de ella.  Y asustado  por la intensidad de la pasión que sentía, quise huir de ese sentimiento que comenzaba a nacer  en  mí.   Le  propuse  nos centráramos  en  el  asunto  de  los organigramas.  Entonces ella, con delicioso mohín, rechazó la oferta.
-¿Te gusta bailar?  -sugirió Dulce.
-Contigo  me entusiasmará,  seguro -le  repliqué.  Me  ardían las mejillas.
-Pues vámonos a  bailar -dijo ella.
Y mientras  Dulce recogía el abrigo del ropero, pagué la cuenta.   Salió cara la cena (el Rugantino no es un sitio barato precisamente), pero  algo me decía que no me iba a arrepentir.
Al poco, el camarero se acercó a la mesa:
-Su hija le espera fuera, señor -me indicó amablemente.
Le perdoné la metedura de pata.   Dulce, mi niña, era tan joven y linda que no era de extrañar  que alguien se confundiera en el sentido en que lo había hecho el camarero.      Si, sí, había que disculpar a aquel tipo.
La llevé a uno de esos sitios  que hay por Malasaña, uno de esos pubs poco  iluminados y con una  pequeña pista de baile  en el centro, música suave,  poco público...  Bailamos agarradísimos.   Entonces, le dije:
-¿De verdad te llamas Dulce?  ¿Qué nombre es ese?  -pregunté.
-Es el Dulce Nombre de María -contestó-.  De la Virgen María
A  cada minuto,  la quería  más.   Me volví  loco.  Nos  volvimos locos.   Pasadas  dos  horas  de  bailoteo,  decidimos  irnos  al  día  siguiente al Algarve,  a un hotel que conozco que  está estupendo.  Es de lujo,  un cinco  estrellas.  Tiene playa  particular y  una piscina paradisiaca, algo increíble, Federico,  te lo aseguro.  Saldríamos por la mañana temprano en avión rumbo  a Jerez, y desde allí alquilaríamos un coche.  ¡Sería maravilloso!     
Estuvimos toda la  noche bailando,  y luego,  ya amanecido,  nos fuimos al aeropuerto.  Recogimos  algo de equipaje, lo imprescindible, primero  en el  piso  de Dulce  y  luego en  el  mío.  Lurdes  pareció extrañarse       un  tanto al verme  en compañía  de una joven  tan hermosa, pero discreta,  no dijo nada.  Nos  sirvió el desayuno y  después nos fuimos para Barajas."
-¿Y por qué  carajo no te la tiraste esa  misma noche?  -inquirió groseramente  el bajito  interrumpiendo  bruscamente  el discurso  de Agustín.
La pregunta era una tremenda grosería, claro, pero no dejaba de  tener  su  miga,   porque,  enamorada  Dulce,  enamorado  Agustín, disponiendo de  apartamento para  el amor, la  demora no  se entendía. No, no,  no se entendía.   El bajito (aún con  dosis de cerveza  en el cuerpo  superiores a  lo  razonablemente  admisible), sabía  preguntar maravillosamente bien.
-No lo sé -fue la escueta y más bien fría respuesta del otro.
"Sí que lo sabe", pensé.
Tenía a Ernesto delante mío, al otro lado de la barra.  Escuchaba atentamente.  Observando la emoción que  se pintaba en su rostro, supe que el barman también sabía que  Agustín lo sabía.  El alto y elegante Agustín  había mentido.
A  esas  alturas  de  la  noche, la  barra  había  ido  perdiendo parroquianos a  gran velocidad.   No quedaríamos más  de cinco  o seis personas, aparte  de Federico  y Agustín.  Tuve  la impresión  de que, ahora, no sólo Ernesto y yo  nos interesábamos en la historia de aquel hombre, sino que era toda la barra la que estaba interesada.  Y es que el silencio se  iba espesando alrededor del alto y  el bajito quienes, sin embargo,  ni uno ni otro  parecían darse cuenta de  la expectación que estaban provocando en los demás.
Agustín esperó un  tiempo antes de continuar, un  tiempo que por lo excesivo que resultó, anunciaba la tragedia:
"El avión salía a  las diez y media de la  mañana -dijo-, pero no nos embarcamos hasta las doce.  Problemas técnicos del aeropuerto, sin especificar.  Llegamos a Jerez como a  eso de la una y media.  Comimos allí mismo en  la cafetería del aeropuerto, dos  raciones de pescadito frito  surtido y  helado de  vainilla.  Luego,  alquilamos un  coche y salimos para Portugal.
Llegamos a la recepción del hotel a eso de las seis.  La luz del sol empezaba  a declinar. Dejamos el equipaje en la habitación (una habitación espaciosa y limpia en la cuarta planta, con amplia terraza  y vistas  al mar),  y bajamos  a darnos  un baño  a la piscina maravillosa.
Estábamos a  finales de Octubre y  en Madrid hacía frío.   En el Algarve, no lo hacía.  Dulce, nada más ver aquel agua transparente, de tonos  rosáceos (efecto  óptico provocado  por  estar el  fondo y  las paredes pintadas  de rosa  salmón), me comunicó  el inmenso  deseo que tenía de nadar  en ella.  Sinceramente, a mí no  me apetecía nada.  En el  Algarve, en  esa época  del año  no hace  frío, pero  tampoco hace calor.  La temperatura  es buena , para pasear, incluso  para tomar el sol en traje de baño en el hueco del día, pero, bañarse, meterse en el agua helada de una  piscina, eso no, eso sí que no  lo pide el cuerpo. Pero Dulce, mi  niña, sí que lo  quería, quería bañarse.  De  modo que bajé con ella a la piscina rosa.      El  aire  era más  bien  fresco.   Me  temía  lo peor.   En  fin, Federico, amigo, no  sé si te he  dicho alguna vez que  tengo una gran facilidad para coger  frío en mis partes, bueno,  para la prostatitis. No tiene importancia, ¿sabes?, pero  es incomodísimo.  Por ejemplo, en el Cantábrico,  no me puedo bañar  ni en verano y  si un día voy  y me lanzo,  pues entonces,  pastilla  viene y  pastilla va.   O  si no,  a levantarse a hacer pis mil veces en una noche.      Bueno, a  lo que voy,  que no me  apetecía bañarme y  ni siquiera quitarme la ropa.  La  sola idea de quedarme en traje  de baño me daba escalofríos. Nos  instalamos en  una  de  las hamacas  de  primera línea.   No quedaba ya  nadie, ni dentro  del agua, ni fuera  en el recinto  de la piscina.   Dulce  se quedó  en  tanga.   Sí,  sí,  ahora sí  que  pude contemplar a plena satisfacción  aquellos estupendos pechos.  Aquellos pechos y todo lo demás.   Era maravilloso ver la perfecta arquitectura de aquel cuerpo en plena juventud, verlo así, desnudo, desentumeciendo los músculos, ganado de  la pereza y poseído de los  rayos del sol que lo cubrían, en verdad, Federico, sinceramente, producía vértigo."

(venga, que me has caido bien)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 17 de Junio de 2008, 23:46
Pedir más sería excederse, ¿no?. Agustín me cae cada vez mejor.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 17 de Junio de 2008, 23:50
Mañana o pasado pongo más, no seas ansioso xD
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 17 de Junio de 2008, 23:53
Había que intentarlo. A ver si mañana me entero cuando postees.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Superjorge en 17 de Junio de 2008, 23:56
cállate y haz como yo, sufre en silencio
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 18 de Junio de 2008, 01:13
malditos¡¡¡, kiero massss
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Bill en 18 de Junio de 2008, 09:31
O subes otro trozo o montas una asociación de ayuda a los bragadependientes.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 20 de Junio de 2008, 01:24
-Agustín,    querido   -interrumpió    Federico   con    evidente impaciencia-, espera un poco, para un  segundo.  Hay algo que no puedo entender.
-¿Qué es ello?  -dijo el otro.
-¿Estabas cansado?
-No, no, lo que tenía era frío.
-Digo al llegar al hotel.
-No, no -se apresuró a contestar Agustín-.  Fuimos en avión hasta Jerez y desde allí al hotel no habrá  más de dos horas, o quizás dos y media..  Y eso, sin correr mucho.  No, cansado no estaba, en absoluto.
-Pues no lo entiendo -dijo Federico.
-No se qué quieres decir -dijo Agustín.
-Pues es  bien sencillo -replicó el  bajito-.  ¿Por qué no  te la tiraste al llegar?  Si hubieras estado  cansado, en fin, eso le pasa a cualquiera, tenemos  ya una edad en  que hay que andarse  con cuidado. Al menos  con las del tipo  Azucena.  Pero con una  chavalita guapa... Me preocupas Agustín.  Temo lo peor.
El alto no dijo nada.  No fui yo quien giró la cabeza para mirar. Giró ella  sola  automáticamente al  escuchar el último  comentario del bajito.  Mi cabeza se movió por su cuenta como lanzada por un resorte. Tenía  que  mirar,  evaluar  cómo  le  habían  afectado  al  alto  las insidiosas  palabras  de Federico.   El  rostro  encendido, la  mirada errática, la barbilla temblorosa...  ¡Pobre hombre!  Suficiente, había visto bastante.
Girando la cabeza,  fijé de  nuevo la mirada  en las botellas de whisky y coñac.
-¿Qué pasó luego?  -inquirió Federico.
-Fuimos a  cenar al  restaurante del  hotel -informó  Agustín con sequedad.
-¿No subísteis antes a la habitación?
-Sí,  a cambiarnos  de ropa,  a  ponernos decentes  para bajar  a cenar.
-A cambiaros  de ropa...  -reflexionó lentamente  Federico-.  Ya, ya veo.
-Y ese "ya, ya veo"  sonó como un directo a la mandíbula.  El bajito, en el combate, no daba tregua.
-¿Qué pasa?  -dijo irritado el alto y elegante Agustín, vacilante la voz.
-Nada, nada  -repuso el otro-.   Sólo que  pensé que la  chica te gustaba.  No pasa nada más que eso, nada más.
-Pues  naturalmente   que  me  gustaba  -aclaró   Agustín-.   Por entonces, Estaba ya prácticamente enamorado de Dulce.  Habíamos estado bailando la noche anterior, muy apretaditos, acaramelados, besándonos, en  fin,  a  cien  por   hora.   Era  simpatiquísima,  muy  agradable, inteligente y  hacía un  momento, en la  piscina, nos  habíamos besado otra vez.
-Eso no  basta -fue la  cruel respuesta del cruel  Federico-.  En determinados momentos, el amor no basta, en absoluto.
Ernesto,  conmovido,  emitió  hondo suspiro.   Una  expresión  de piedad y conmiseración, también de angustia, se reflejaba en el rostro del eficiente  barman.  Yo  participaba de estos  mismos sentimientos. ¿Por qué no le dejaba que  acabara su historia sin tanta interrupción? ¿Por que  se empeñaba  en ahondar  en la herida?   El triste  final se adivinaba, Puestas  así las  cosas, sería  mucho mejor  que el  alto y elegante llevara a término el relato cuanto antes.
La  barra  permanecía   en  silencio,  toda  ella   atenta  a  la conversación de los  dos de mi derecha.  Hacía rato  que dos tipos más habíanse incorporado a la reunión y, también, una pareja de enamorados situada a mi izquierda  y que no habían parado de sobarse  el uno a la otra y  la otra al uno,  ahora, cesando en los  arrumacos, desplegaban las antenas  sintonizando las orejas  receptoras en la misma  onda que toda la barra.   Sólo algunos despistados permanecían  sentados en las mesitas bajas, lejos de la reunión y ajenos a lo que allí se cocía.
Federico captó el deseo de la comunidad.
-Sigue.  Acaba tu historia -ordenó en tono imperioso
El otro  no obedeció  inmediatamente.  Terminó  la cerveza  de un trago  y le  pidió a  Ernesto que  le sirviera  un whisky.   Esperó al whisky,  hizo   tintinear  los   hielos  sobre  el   cristal  agitando frenéticamente  el  grueso  vaso, probablemente,  percatándose  de  la enorme expectación que  su discurso causaba y,  entonces, cuando todos esperábamos oírle lo  que tuviera  que decir,  entonces, se  atizó un larguísimo trago de  whisky, así seguido, sin  pestañear. El silencio era absoluto y desde mi privilegiada posición escuché perfectamente el chapoteo de la lengua de Agustín.  Le imité con el manhatan y creo que Federico  nos  siguió  también.   De  los demás  no  puedo  decir  qué hicieron, si bebieron o no, porque uno no puede estar en todo.

(ésta más o menos breve, la siguiente no tardará tanto)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 20 de Junio de 2008, 07:15
Pues eso, que no tarde mucho, ¿eh?
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 20 de Junio de 2008, 14:21
mas porfavorrrrr
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 22 de Junio de 2008, 18:51
"Bajamos  a  cenar -dijo  el  alto  y  elegante Agustín  en  tono enérgico, quizás efecto del whisky-.  ¡Dulce estaba guapísima!  Vestía un traje  negro escotado y  la cortísima  falda dejaba ver  la belleza animal  de sus  largas y  bien  contorneadas piernas.   Cenó con  buen apetito:  crema de  puerro,  rodaballo y  un  postre.  Yo,  únicamente ensalada, aunque, eso sí, imperial, de  las que vienen con atún, huevo duro, aceitunas y  de todo.  Sin embargo no pude  acabarla.  Sentía un nudo en  el estómago.   Tenía una responsabilidad  con Dulce,  mi niña querida.  Yo la quería y,  probablemente, llegaría a casarme con ella, aunque, la realización de este bello proyecto no iba a ser cosa fácil porque Los padres de Dulce se opondrían con seguridad.
Me sentía también algo culpable.   No sabría decirte muy bien el por qué,  pero sí  que me sentía  culpable.  Y es  que ese  encanto de mujer, tan cariñosa, tan infantil,  acabaría por entregárseme, a mí, aun  hombre talludo  de cuarenta  y cinco  años.  No,  comenzar así  un matrimonio no es   bueno.  Pasados los años, pasado  ese primer momento de  felicidad de  todo  matrimonio, cuando  comienzan los  inevitables  reproches, entonces, recordar que todo  empezó en un hotel...  En fin, que no me parecía una buena forma de empezar nuestras relaciones.
Fede,  amigo,   que  en esas  pensaba  y   que  por   eso,  muy probablemente, tenía un nudo en el estómago.  Era algo así como si una garra...
-No creo  que fuera por  eso -interrumpió el  bajito-, añadiendo con impertinencia-: Sabiendo que no te  la tiraste nada más llegar al hotel, ya sé que  no fue por el dolor de estómago. No fue por  eso que dices.  No, estoy seguro de que no fue por eso.
-Bueno, lo mismo da por  lo que fuese -replicó irritado Agustín-. El caso es que tenía el nudo y basta.
-No da lo mismo -insistió groseramente el bajito-, en absoluto da lo mismo.
-¿Quieres hacer  el favor  de callar la  boca?  -dijo  Agustín ya iracundo.
Y  para sorpresa  de todos,  aquel fajador  extraordinario, aquel incontinente verbal que se atrevía con todo, Federico, calló la boca y no  dijo  nada.  ¿Es  que  no  pensaba  aprovechar la  oportunidad  de derribarlo,  de acabar  dialécticamente  con el  amigo?  Durante  unos segundos, reinó el silencio en la barra.  Ahora, todos los que estabanallí  seguían con  interés el  relato de  los amores  de Agustín.   La expectación era grande.
Encendí un nuevo cigarrillo.      Carraspeó Agustín. La  tensión  emocional  del entorno  se  mascaba.   ¿Continuaría Agustín relatando   la   historia   de   sus   amores   con   Dulce?
Afortunadamente, así lo hizo:
"Dulce estaba  muy contenta  -dijo-.  No paraba  de hablar  ni un momento.   Mientras cenábamos,  entre  plato y  plato,  Dulce hizo  la siguiente observación:
-Estamos dando el cantazo –afirmó.
Quise saber a qué se refería:
-¿Qué quieres decir con eso del cantazo?  -le dije.
-¿No te  das cuenta de que  todos nos miran?  -replicó-.   Les da envidia verte con una chica tan estupenda como yo.  Todos soñarían con estar conmigo esta  noche, todos los de tu edad  soñáis con las chicas jovencitas.
-¡Ah!.  ¿Sí?  -dije.
-Sí,  sí  -confirmó  ella  entusiásticamente-.  A  todos  los  de cuarenta les pasa lo mismo.  Les gusta la carne joven, la carne prieta y dura.  Por eso  todos esos mirones se mueren de  envidia pensando en la noche que te  vas a pasar conmigo arriba en  la habitación, a solas los dos follando toda la noche.
-¡Ah!  -dije-.  ¿Sí?  -inquirí.
-Por supuesto -aseguró Dulce-.  No  hay hombre de cuarenta que no reconozca que  se pirra por  las chicas de  veinte.  Todo el  mundo lo dice  y todo  el  mundo lo  sabe.   Y todos  esos  que miran  querrían acostarse  conmigo esta  noche, no  lo dudes.   Te tienen  una envidia loca.
-¡Ah!,  ¿sí?  -exclamé por tercera  vez en menos de  un minuto. No sé el porqué, pero no se me ocurría nada aparte de eso.
-En Málaga  -explicó ella-, cuando  fui con Pepe, pasó  lo mismo. Todos miraban, y Pepe sabía que todos deseaban acostarse conmigo.  Esa idea  le gustaba  mucho  a Pepe,  porque, ¿sabes?,  Pepe  era un  poco morboso.
Esta vez no dije "¡Ah!, ¿sí?".  Estuve más ocurrente:
-¿Quién coño es ese Pepe? -dije.
-Un novio que  tuve -me informó-.  También  en Mallorca prosiguió Dulce-,  en Mallorca,  con Santiago  López,  ocurrió lo  mismo.  Y  en Laredo, también.   Allí estuve con  Luis.  En Coruña, lo  mismo.  Pero ese viaje  no me gusta recordarlo.   Iba con Fermín, un  asturiano muy fogoso, pero "eso" se le arrugó.  ¡Nada, un desastre de viaje!  ¡Tanto cuento para nada!  Luego me tocó  consolarlo y aún peor.  ¡Qué escena! Por cierto...  tu nombre  también acaba  en "ín",  como el  de Fermín. ¡Que gracioso!
Dulce se puso a reir.  Y yo dije, en fin por decir algo:
-¡Ah!, ¿sí?
Y media hora  después, arriba en la  habitación, esperaba tumbado sobre la cama a que Dulce saliera del cuarto de baño.  Aún no me había desnudado  para  ponerme el  pijama,  en  la  esperanza de  que  Dulce aceptaría dar un  pequeño paseo por los alrededores  del hotel.  Había allí una maravillosa playa...
Pero  cuando Dulce  apareció,  lo hizo  completamente desnuda,  o mejor, sólo  vestida con una  minúscula braguita negra.   De inmediato comprendí que no venía a pasear.  ¡Venía por mí!"
La voz del  alto y elegante Agustín vacilaba  indecisa, al tiempo que adquiría un tono grave, ronco profundo.  La emoción lo embargaba y todos  comprendimos que  se  hallaba  al borde  de  las lágrimas.   Se proponía llegar  hasta el  final de  su historia  y ninguna  emoción o sensiblería podría hacerlo desistir de su empeño.  Dijo:
"Venía  a  mí con  los  pechos  por delante,  grandes,  redondos, inmensos, los pezones bien marcados...  Otra vez podía contemplarlos a mis anchas.  También estaban aquel torso fuerte, joven, y los potentes muslos...   Al   verla  aproximarse,  Federico,  en   fin,  tengo  que decírtelo,  no  puedo ocultártelo...   ¡tuve  miedo!   ¡Sí, sí,  miedo pánico!  ¡Aquellos  inmensos pechos producían pánico!   Dulce se lanzó sobre la cama y volaron las  negras bragas por los aires.  Yo temblaba azorado, como el inocente cervatillo que huye sabiendo que la escopeta del cazador está ya cargada y  lista para disparar.  ¡Lo intenté!  ¡Lo intenté por todos los medios!  Dulce también lo intentó, pero, por más empeño que  puso no consiguió nada.   El pene, flojo, sin  resorte, se negaba una y otra  vez...  Por fin, saltó de la  cama y poniéndose las bragas,  en pie,  mirándome a  los ojos  con desprecio,  me espetó  lo siguiente:
-¡Igual que con Fermín!.  ¡Un inútil más!
Por la  mañana temprano, tras una  noche de insomnio oyendo  a mi lado la rítmica y pausada respiración de aquella dormida fiera, pagada la elevada factura en recepción y cuando me disponía a salir del hotel para recoger en la agencia el coche de alquiler con el que nos iríamos a Jerez a  coger el avión, entonces,  no encontré a Dulce  por ninguna parte.
Un empleado del hotel me buscaba:
-Su hija le espera en el coche ,señor -me informó amablemente.
No contesté.
El viaje de regreso se me hizo eterno.  Hasta Jerez, en el coche, ninguno de los dos abrió la  boca.  En el avión, el comandante anunció que la temperatura en las pistas del aeropuerto de Madrid-Barajas, era de cinco  grados centígrados.  Nublado  y llovía.  ¡Un   río horrible! En el  periódico me  enteré de  que la  temida oleada  de frío  que se esperaba ya había llegado a la península.  Se preveían vientos polares y nevadas en todo el norte y centro de España y Portugal. Aterrizamos a la una de la tarde en Barajas.  Llovía.  Dulce, que durante todo  el vuelo  no había abierto  la boca, o  mejor que  no la había  abierto  para hablar  conmigo  (porque  sí  que habló  con  las azafatas y también con el sobrecargo, un joven alto y rubio con el que hizo  muy buenas  migas),  Dulce  digo, entonces,  se  despidió de  mí diciendo:
-¡Hasta nunca, Fermín!
Acto seguido,  escupió en el suelo  a mis pies y casi  me salpica los zapatos.  Inmediatamente, se fue a toda  prisa y no la he vuelto a ver en mi vida.  ¡Jamás!
Esto es todo, querido Federico."
Y así,  de esta forma  precipitada, terminó Agustín el  relato de sus tristes amores con aquella muchacha.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Superjorge en 22 de Junio de 2008, 18:51
^^
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 22 de Junio de 2008, 19:28
Esta vez te portaste.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 22 de Junio de 2008, 19:44


CAPITULO CUARTO
                           INMACULADA


Y así,  de esta forma  precipitada, terminó Agustín el  relato de sus tristes amores con aquella muchacha.
A mi izquierda, alguien gimió:
-¡Ay!  ¡dios mío, pobre señor!
Giré la cabeza en la dirección del lamento.  Quien así se quejaba era la componente  femenina de una pareja  de enamorados recientemente incorporada  a la  tertulia.  Para  ellos, para  su amor,  habría sido mucho mejor  mantenerse al  margen y continuar  con los  arrumacos que hasta  entonces teníanles  entretenidos.  La  de los  arrumacos estaba llorando.  Poca cosa, algunas lágrimas nada  más, pero sí que lloró un poquito.  El novio, el amante,  o lo que fuera, intentándola consolar, la  abrazó con  ternura por  los hombros  dándole al  tiempo repetidos besos en la  mejilla.  Quería consolarla, evitarle  el sufrimiento que Agustín le había causado con la historia de Dulce.
Aparte de los  dos enamorados, nadie más en la  barra movía ni un músculo.    Permanecíamos  todos   sumidos  en   respetuoso  silencio y fácilmente se  comprendía que todos  pertenecíamos al grupo  social de bebedores  de barra,  auténticos profesionales  del oído,  expertos en aburridas  noches de  viernes.   Todos ellos  (como  yo mismo),  gente triste que vive de la emoción y de las pasiones ajenas.
Observé  los  ojos  de  Ernesto enrojecidos.   Este  detalle  sin aparente importancia me hizo casi comenzar a llorar y de no ser por la ayuda que me  prestó refugiarme en el manhatan, eso  es lo que hubiera ocurrido para vergüenza mía.  La sensiblería se contagia.  El ver a un barman  como  Ernesto,  el  mejor  en su  oficio,  de  natural  grave, insensible casi,  uno de esos  que parecen encontrarse por  encima del mundo, por  encima del bien  y del  mal, encontrármelo digo   en aquel estado  lamentable, me  impresionó  en  extremo y  estuvo  a punto  de escapárseme un hipido histérico.
No sin esfuerzo, me sobrepuse a tanta emoción y ñoñería.  Con un nuevo giro de cabeza (esta vez  de ciento ochenta grados, de izquierda a derecha), posé la vista en  los dos charlatanes.  Al bajito (siempre de espaldas, siempre a punto de  empujarme), no podía verle el rostro, pero  sí que  veía el  de Agustín.   Era el  suyo, en  ese momento  de dolorosa  tensión, el  rostro de  un hombre  destrozado, de  un hombre marcado  por  la desgracia.   Aquel  tipo  irreflexivo, algo  iluso  y confiado, se  había colocado  en situaciones de  evidente riesgo  y la vida, el mundo, las mujeres lo  habían maltratado hasta hundirlo en la mayor de las miserias del  espíritu.   Ensimismado, reconcentrado en sí mismo, con la mirada baja y la copa mantenida en el aire (al descuido, sin  prestarle  la  más  mínima   atención),  aquel  hombre  digo,  se encontraba  a  muchos kilómetros  de  distancia.   Su pensamiento,  su espíritu y  sus sentimientos, todo   su ser, se habría  transportado al Algarve, en  Portugal, a  la habitación  de un  hotel donde  una bella joven, desnuda,  intentaba en vano lograr  de él lo que  no podía ser. El recuerdo   e aquella  mujer fustigaba su  mente.  El  comentario de Dulce, lo atormentaría por mucho tiempo:
"¡Como Fermín!,  ¡Un inútil  más!  -le había  dicho. y  luego, le escupió.
Un escalofrío recorrió  la espalda del alto  y elegante Agustín. Pude verlo.  Lo vi  perfectamente.
Antes,   al  comienzo   de  la   noche,  pretendió   engañarnos mostrándose fuerte y  seguro de  sí mismo,  hasta había  apuntado una Extra a  teoría  acerca de  la  impotencia  intelectual y  voluntaria, deseada, una impotencia  cuyos efectos benéficos sobre  el varón había defendido  valientemente.  Ahora,  se le veía derrotado, hundido en la depresión  moral.  ¿Era  éste el  mismo  hombre que,  apenas una  hora antes, se pavoneaba de no necesitar a las mujeres para nada?
De pronto, me encontré  acordándome de María y los niños.  También de mi pobre madre.      "¡Qué  solos estamos  todos, joder,  qué condenadamente  solos!",      Algo como una garra atenazaba mi garganta.  Habría cogido frío al salir  del taxi  y  empaparme  la  lluvia.  Muy  probablemente, al  día siguiente tendría fiebre.
Intenté darle un sorbito  al manhatan.  El vaso estaba vacío.   Le hice una seña a Ernesto  para que lo  renovara, otra de las señas que formaban parte de nuestro lenguaje sin palabras, una seña  universalmente conocida.  Llamé su  atención indicándole con el dedo  índice la  copa  vacía que tenía  delante.  Ese solo  gesto es bastante y no hay que decir ni una sola palabra.
-¿Señor?  ¿Qué desea?  -inquirió el eficiente barman. Ernesto no había entendido.  El lenguaje no verbal tiene fallos.
-Ernesto, otro manhatan -dije.      Y  al hablar,  comprobé que  mi pronunciación  era gangosa  y con dificultades, probablemente  efecto del alcohol  y no de la emoción que me embargaba.  Hay  algo en el alcohol que me  exaspera.  En cuanto me excedo un poco en la dosis, comienzo  a tartamudear y todo el  mundo lo nota.   Entonces,   paso  una  vergüenza   horrible.   Y  ese   es  el inconveniente de  las bebidas largas,  que cuando no se  hacen largas, verdaderamente largas, las trompas que uno se agarra son tremendas.
Mientras  Ernesto mezclaba  el vermut  y la  ginebra en  la  justa proporción para mi  cuarto manhatan (recuérdese, una  parte de ginebra por cuatro  de vermut),  pude comprobar  que algunos  parroquianos que habían permanecido  hasta ese  momento  en las mesitas  bajas, habíanse venido ahora junto  a nosotros al percatarse de  la emocionada  tensión que  se vivía  en la  barra.   No serían  más  de ocho  o nueve,  pero claramente  se veía  que querían  formar parte  del grupo  de oyentes. Ellos  también  tenían  derecho a escuchar y algo habrían  oído  ya  que   abría despertado su curiosidad pues (bien  por descuido de Ernesto, bien por consideración a la gente que  deseaba escuchar), la música ambiente no sonaba  desde   hacía rato  pudiéndose  oír  la  voz de  Agustín  desde cualquier punto de la sala.
Los recién llegados, gente de  ambos sexos, buscaban su puesto lo más cerca posible de Federico y   Agustín. Yo, con mi espalda pegada a la de Federico,  no cedí ni un milímetro de  terreno.  Se demandaba la bebida  (la mayoría  pidió cerveza,  uno un  manhatan como  yo, varios daikiris  y,  una  señorita,  un  San  Francisco).   Querían  beber  y empujaban. Estas  maniobras  se  hicieron   con  relativa  discreción,  con respeto, procurando hacer el menor  ruido posible.  Ernesto sirvió las copas.  Ni una sola vez hizo   que los clientes le repitieran el nombre de la bebida  que habían pedido, no preguntó nada  y ni siquiera agitó los hielos de los cubatas, vodkas y demás bebidas que los necesitan.       Con tanta gente  alrededor, el disimulo podía  relajarse un poco. Agustín,  meditabundo  como  estaba,  no  percibía  el  movimiento  de personas en  torno suyo.  Por  el contrario,  Federico sí que  se daba cuenta  de  estos  trajines.   Me  daba la  impresión  de  que  estaba  esperando a  que todo  el mundo estuviera  en su sitio  y con  la copa servida para,  entonces, hacer algún  comentario que pudiera  ser oído por todos.      Así  era.  Cuando  consideró  que el  ambiente  había llegado  al máximo  de expectación  y  no  queriendo que  el   público perdiera  el interés (cosa que  suele ocurrir si el actor deja  pasar ese momento), Federico,  con  más  grandilocuencia  de  la  debida,  con  manifiesta pomposidad,  dijo  con fuerte   voz,  lentamente  y marcando  mucho  la pronunciación:
-Querido Agustín,  van dos  bragas, Azucena  y Dulce,  azules las unas, negras las  otras. dijiste que hay una  tercera braga.  ¿Qué pasa  con ella,  con esa  tercera braga?   Descarga tu  alma, Agustín, amigo,  y  no  dudes de  que  haré  todo  lo  que sea...   ¡Todo!   La  impotencia  es  un  problema  muy  serio,  dificilísimo  de  resolver, prácticamente imposible...
La misma mujer  de antes, la joven que había  prescindido de  los arrumacos con  su pareja para  escuchar a Agustín, dejó  escapar nuevo gemido:
-¡Y tanto que es difícil!  ¡Imposible diría yo!  -exclamó.
El  hombre que  la  acompañaba sonrió  algo corrido.   Enrojeció. Hubo un murmullo de sorpresa en el  auditorio.  Algunas risas.
"Aquí  hay para  todos", pensé.   "La noche  va de  cuernos y  de impotentes."
Y luego,  inmediatamente, sin aparente relación  con lo anterior, me dije:
"¿Qué  estará haciendo  María?   ¿Tendrá  a los  niños  ya en  la cama?"
Miré el reloj.  La una y  media.  Los niños tenían que estar más que dormidos.
El comentario de  Federico hizo el efecto deseado,  terminar con el viaje astral de Agustín haciéndolo regresar  desde el Algarve.
-Impotencia, impotencia...  -despertó Agustín,  aún débil la voz, vacilante el tono.
Levantando la vista  del suelo, fijó una mirada de indignación en  el amigo, y yo, desde mi privilegiada  posición, escondido tras la espalda  del bajito, comprobé  como el furor  se iba apoderando de él.  Ahora  sí, el héroe hallábase poseído de  santa cólera.
-¡Qué coño dices de impotencia!  ¡Hostias!  -exclamó echando chispas por los ojos-   ¡Hostias!  -repitió-.  En ningún  momento me habrás oído decir que yo sea impotente  o algo por el estilo.  Lo único  que he dicho es que  hay que  huir  de  las mujeres,  no   tratarlas, dejarlas  aparte. ¿Entiendes, Federico?  ¿Lo  entiendes?  ¡A ver si es  que tú pretendes hacerme  creer que  habrías logrado  algo  con esas  dos!  ¡Por  Dios, Federico, que  nos conocemos!  ¡Que  no soy  tonto!  ¡Tú mismo  lo has dicho antes!.  A  nuestra  dad, dos polvos en un  día bien, bien, vale muy bien,  tres...  ¡pues  vaya que suerte!,  hasta cuatro  es posible distanciándolos, te lo admito,  pero cinco...  ¡cinco, son imposibles! ¡Un  mito!  ¡Ni  de cojones, hombre, ni de cojones  llegas tú al cinco! ¡Vamos, ni tú ni nadie!  Y  Dulce...  ¡una puta, ¡hombre!, ¡por dios!, ¡una puta redomada!  -concluyó Agustín ya caliente, agresivo.
Se produjo un murmullo de aprobación entre los presentes.
-Naturalmente que se  habría arrugado -se oyó que le  decía la de los arrumacos, la emocional, a su compañero-.  ¡Si ya en el primero os cuesta...   !
El   acompañante  enrojeciendo por  segunda vez,  lanzó tímida sonrisa al respetable público.
"Aquí hay para todos", me  dije.
Este pensamiento retornaba a mi cerebro una y otra vez  aquella noche.

(lo siento gente, me equivoqué y puse una entrada de más tarde en vez de la que tocaba :/)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 22 de Junio de 2008, 19:44
Ya decía yo que no entendía mucho... :P
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 27 de Junio de 2008, 12:56
El  murmullo  de  aprobación  creció.   Se  quería  que  Federico rectificase  y  pidiera disculpas.   La  actitud  de superioridad  que adoptaba estaba de todo  punto carente de justificación.
Por lo que  a mí respecta, me  encontraba decepcionado observando el  grosero lenguaje  que había  empleado  Agustín.  Lo  tenía por  un individuo  fino,  elegante,  con  clase,  de  esos  que  mantienen  la educación en  cualquier  circunstancia.  Y  ahora me había  fallado con tanto taco  y expresión  grosera.  En parte  era comprensible  pero me hubiera  gustado verlo  resistir con  más  entereza y  que no  hubiera  empleado un lenguaje tan sumamente  vulgar.  De Federico, no me habría extrañado, pero de él...  ¡Qué decepción!
Federico  pareció  comprender que  su  situación  no era  buena. Hasta ese momento, tenía el combate  ganado, pero acababa de echarse a la gente  en contra.  La  animadversión que en todos  había despertado era evidente.  Intentando rectificar, En tono humilde, dijo:
-No quería ofenderte, amigo, perdona.
-Está bien -aceptó el otro.
-No, perdona.  En serio, perdóname.
-No te preocupes, pero es que no entiendes.
-¿El qué no entiendo?  -quiso saber Federico.
Pues  lo que  suele decirse,  que  muchas veces  una retirada  a tiempo vale más que mil  victorias -explicó Agustín
-¡Vaya!   Eso,   Agustín,  sí  que  lo   entiendo.   Lo  entiendo perfectamente.
-Se trata de retirarse sin daño, de apartarse.
-Ya -aceptó Federico.
-Eso es lo que hago yo ahora.
-No sabía -dijo el bajito-.  Te tenía por el más fogoso de todos. Te lo he dicho  antes, casi te tenía envidia.
Tuve la impresión de que había  cachondeo, pero Agustín, o no se entera,  o no  quiso enterarse.   El caso  es que  no dijo  nada y  se produjo una pausa.
El silencio era absoluto.  Era  imposible que Agustín no se diera cuenta de que  todos estábamos atentos a  lo que  decían él y Federico. Quizás, era un exhibicionista mental, uno  de esos que les gusta ir por ahí contándolo todo.
-Voy a contarte lo de la tercera braga, lo de Inmaculada -anunció Agustín-.   Así comprenderás  lo que quiero decir,  comprenderás que lo mejor que se puede hacer con las  mujeres es no hacer nada con ellas.
-Está bien, amigo, empieza  cuando quieras -autorizó el bajito.
Para los demás no lo sé, pero  para mí, era tan claro como la luz del  día  que Federico  quería  congraciarse  con la  reunión.   Nadie hubiera dado un duro por Agustín hasta que Federico había empezado con ese tonillo de   superioridad.  Por eso estábamos de  parte de Agustín. Porque  a nadie  le gusta  ver como  se ríen  de otro  por un  posible problema de impotencia, es más, todo  el mundo considera  esto como una desgracia compadeciendo  a quien sufre  esa terrible enfermedad  de la que  ninguno se  siente por  completo  a salvo.   Federico, si  quería triunfar dialécticamente sobre su  amigo, debía rectificar esa actitud insolente y provocativa.
"Pues, verás  -explicó el alto  y elegante Agustín-, desde  lo de Dulce no había salido con ninguna mujer.  Renuncié a  cualquier tipo de líos.  Estaba lo suficientemente escarmentado como para que, entre una noche pacífica viendo la televisión o  una noche loca con la mujer más guapa  del mundo, sin  la sombra  de la  más mínima  duda, habría elegido   la  televisión   porque,   la  televisión,   en  según   qué circunstancias es un recurso psicológico estupendo.       Azucena en junio  y Dulce en octubre.  Noviembre  y diciembre en casa.   Cuando salía  a  la  calle iba  con Manolo  (tú lo  conoces, el gordo, el ingeniero,  va mucho por el club), y   mayormente íbamos a la bolera.  En  Nochevieja me quedé  viendo el programa de  televisión de fin de  año.  Pasé   os carnavales  encerrado y sin  ver a  nadie.  No quería correr riesgos innecesarios.  Estaba feliz.  Algo aburrido, eso sí, pero feliz.  En serio, no podía estar mejor. Y  en   primavera,  cuando  más  desprevenido   estaba,  para  mi desgracia, conocí a  Inmaculada.    las cosas sucedieron  de la manera más tonta, de una  de esas maneras que no te  avisan  hasta que, cuando te das cuenta, es ya demasiado tarde, el mal está hecho.
Al principio me fue imposible sospechar que corría algún peligro porque Inmaculada   no era de  ese tipo de  mujeres que siempre  me han gustado.  Por eso no sospeché nada.   La  conocí con motivo de un viaje que tuve  que hacer a Segovia  por un asunto del  trabajo.  Inmaculada era  la jefa  de la  delegación  que mi  empresa tiene  en esa  ciudad castellana y  me habían  ordenado investigar  unas cuantas  pólizas de seguros de  vida.  El  auditor de  la  central de  Madrid no  las tenía todas consigo  con respecto a esas  pólizas, veía algo raro  en ellas. No  estaba seguro  de que  hubiera  ninguna anomalía,  pero había  que mirar.      En cuatro ocasiones, habíase detectado que producido el óbito que da derecho al cobro, los  beneficiarios no habían reclamado el dinero. Se desconocían los  motivos de esta generosidad, pero el  hecho es que parecía  una  actitud  extraña.   Nadie se  siente  benéfico  con  las compañías de seguros,  Federico, estamos acostumbrados a  que la gente quiera cobrar  más de  lo que se  les debe, nunca  de menos.   Y menos acostumbrados aún a que   renuncien al cobro. Además, se había detectado un  cierto número de clientes morosos, es decir clientes que   no pagaban las primas   y,  esto  de que la gente no pague las  primas. es cosa que  no gusta nada a  los responsables de las compañías de seguros, así que eso también había que  mirarlo.
Había que  mandar a  un experto para  que investigara,  pero sin ruido, haciendo pasar  la investigación por un  control rutinario, por uno de  esos controles  programados.  Actuando   así, con  disimulo, si todo queda aclarado finalmente, nadie se puede dar por ofendido porque las investigaciones de rutina son  eso, investigaciones de rutina.  En fin, Fede,  cuando hay un asunto difícil, el jefe siempre piensa en mí. Le ofrezco  confianza.  No  lo dudó  ni por  un momento  y me  envió a Segovia.  Me envió   a mí, como siempre, a mí.      Era  una magnífica  oportunidad  para salir  de  Madrid por  unos cuantos días, de Madrid donde  últimamente no hacía más que aburrirme.  Y,  de paso,  me ganaría  una buena pasta con las dietas,  un buen pellizco. ¡Perfecto!,  verdaderamente, la perspectiva, era magnífica.
Era una hermosa mañana de finales del mes de Abril cuando me puse en  camino.  Lucía  el  sol y  me  detuve  en lo  alto  del  puerto  de Navacerrada a contemplar el bello panorama que se extendía a mis pies. Los pinos  balsaín altos y  derechos como flechas, el  deleitoso rumor que producen a lo lejos las aguas  del Eresma...
Cuando  puse el  coche en  marcha para  bajar a  Segovia, era  un hombre nuevo, un hombre nuevo en auténtica comunión con la Naturaleza. Un estado  de ánimo  similar, alegre, vital,  pletórico de  juventud y brío  incontenibles, el  deseo  de  saltar y   correr,  de henchir  los pulmones de aire puro, es, según  creo, el estado de la naturaleza que los griegos identificaban  con la diosa Artemisa,  Artemisa la virgen, la hermana de ese otro dios de la pureza, el brillante Apolo."
Alguien  exclamó (pienso  que  fue un  individuo  gordito  situado detrás del orador, pero no estoy seguro):      
-¡Joder!  ¡Qué cosas más bonitas dice este tío!
Pero Agustín  no le prestó la  más   mínima atención.  Y  es que el Agustín que estaba  hablando.   El Agustín  de ahora,  no  era  a  el Agustín destrozado  de apenas  hacía cinco minutos.   Volvía a  ser el mismo  tipo seguro  de  sí mismo,  un tanto  petulante  y...  ,  ¿Cómo decirlo?  ¿Qué  palabra sería la  adecuada para describirlo?   Sí, sí, podríamos decir  que resultaba doctoral, mejor,  catedrático.  Eso es: Agustín,  en  ese  momento,  parecía un  catedrático,  un  catedrático dispuesto a  explicarnos la  vida a todos  los allí  presentes.  Aquel Agustín del que todos nos  temíamos fuera impotente había desaparecido y, en  su lugar, en  plena forma, reaparecía  el Agustín del  club, el golfista, el  tipo maduro  y de  experiencia que sabe  de lo  que está hablando.   Ante  nosotros (público  fiel  y  entregado), Agustín,  el narrador genial.  Decía:
"...  y por  esos retrasos  llegué tan  tarde a  Segovia.  En  la delegación estaban  a punto de irse  e Inmaculada me recibió  de uñas. Mi presencia  la obligaba a  prolongar la jornada laboral,  como poco, una o dos horas  más.  Todo el mundo sabe que no  tengo mala uva, pero ella aún  no lo  sabía porque  ni siquiera nos  conocíamos.  Yo  iba a hacer  una  investigación,  un  control   sobre  la  actividad  de  la delegación,  de  manera  que  era   normal  que  mi  presencia  no  la ilusionara.  En general, con honrosas  excepciones, los auditores y la gente así, los inspectores, suelen  ser tipos la mar de quisquillosos, siempre con  la punta de  la nariz arrugada  como si les  molestara un desagradable olor a corrupción, siempre la cara contraída en una mueca de dolor de muelas...  La gente nos odia.  Es injusto, pero nos odian. ¡Nos aborrecen!

(ale, otra más, ya vamos llegando al final, hace como 2 entregas que pasamos el ecuador)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 27 de Junio de 2008, 12:59
¿Tan rápido?, se me pasó volando... ¿tienes por ahí un pdf con toda la historia para pasarme una vez la termines de subir?, me haría ilusión...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 27 de Junio de 2008, 16:46
si lo consigue publicar te puedes comprar un original xD
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 27 de Junio de 2008, 16:49
Cita de: Sandman en 27 de Junio de 2008, 16:46
si lo consigue publicar te puedes comprar un original xD

Ojalá lo consiga, la verdad que lo merece.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: jmgdixcontrol en 30 de Junio de 2008, 00:51
si consigue publicarlo, avisanos
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 01 de Julio de 2008, 02:42
lo mismo digo, una gran novela ;)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 01 de Julio de 2008, 18:22
En  fin, Federico, mi sorpresa  fue mayúscula.  Después de un buen rato  de andar  buscando la  oficina,  Calle Real  arriba, Calle  Real abajo, cuando por fin di con ella,  la persona que me esperaba allí no tenía  nada que  ver  con lo  que me  había  imaginado.  Esperaba  una ejecutiva moderna y  lo que tenía delante, ¿qué quieres  que te diga?, no se le parecía  en nada.  Las ejecutivas son otra  cosa, no son como Inmaculada.  Jamás había visto a una  ejecutiva así y tampoco luego me he encontrado a ninguna con esa pinta, no, no al frente de una oficina como responsable de un trabajo  serio.  Inmaculada tenía toda la pinta del ama de casa cuando va a salir  a hacer la compra en el mercado del barrio.  Sin pintar,  con blusa blanca y falda gris  suelta, zapato de tacón bajo, sorprendía por la sencillez,  casi por lo humilde y vulgar de  su aspecto.   Que era  guapa, se  veía, pero  llevaba recogido  el cabello  rubio en  un  moño de  esos de  los  tiempos de  maricastaña, dándole  a uno  la impresión  de haber  vuelto a  los años  cincuenta. Tenía el aspecto de hermana mayor, de una hermana de los tiempos de la posguerra que  se dejara aconsejar  en asuntos  de moda por  una monja teresiana.   En fin,  Fede,  que  iba hecha  un  mamarracho antiguo  y asexuado carente de  toda gracia.  En apariencia, yo  no corría ningún peligro.   Pero,  claro,  eso  era  en apariencia,  nada  más  que  en apariencia.
Tuve la  inequívoca impresión de  que no le agradaba  recibirme a aquella hora tan tardía.  Le dije:
-No se preocupe por mí y  váyase a comer.  Empezaremos mañana con más calma.
-No, no -replicó-.  Ahora mismo llamo a mi madre y le digo que se pase por casa y se haga cargo de los niños.  Es la ventaja de vivir en estas  ciudades tan  pequeñas  en que  todo está  a  un paso,  siempre encuentras  a alguien  que te  puede echar  una mano.   No es  como en Madrid.   En Madrid,  aunque  quieran,  la gente  no  te puede  ayudar porque para cualquier cosa hay que hacerse un montón de kilómetros
No contradije a  Inmaculada.  Este tópico es algo  que el pueblo está dispuesto  a sostener  a capa  y espada y  que el  madrileño debe soportar con paciencia cuando visita al amigo de provincias.
Pero, sin  embargo, Inmaculada no  estaba enfadada como  me había parecido en un  primer momento, al llegar.  Se quedó  a comer conmigo. Fue éste un buen detalle por su parte pues no tenía ninguna obligación de hacerlo  y para mí  que no conocía a  nadie en Segovia,  comer solo habría resultado muy aburrido.
Eran ya las tres y media, así  que nos fuimos a comer a la plaza del Azoguejo, junto al acueducto romano, a un restaurante famoso, Casa Cándido,  en donde  se come  un exquisito  cochinillo asado  aparte de otros muchos buenos platos.  Pagó ella con tarjeta de crédito a nombre de la empresa, eso les está permitido a los delegados y, por tanto, no me extrañó.   Luego, dimos un paseo  por la Calle Real  y tomamos café arriba del  todo, en la pastelería  Limón y Menta, una  pastelería muy elegante.
Inmaculada  era conocida  en todas  partes.   Y a  juzgar por  la simpatía  y amabilidad  con  que la  saludaban,  también muy  querida. Tomando café, ya  me había ganado.  Me caía  estupendamente, una mujer poco  sofisticada, muy inteligente  y hasta  guapa.  Porque  era guapa, aunque eso sí, no tenía ni idea de como arreglarse para estar bonita.
Durante la comida me contó que era divorciada y que su marido (un egoísta  impresionante),  no se ocupaba  de ella  ni de los  niños.  Ni siquiera los recogía  los fines de semana no ejerciendo  de padre para nada, y por eso  todo lo tenía que hacer ella sin  ayuda de nadie.  De que le  preocupaban no poco sus  hijos, en seguida pude  darme cuenta, porque, en  Casa Cándido primero  y luego en  Limón y Menta,  se había levantado en varias ocasiones para telefonear a la madre para ver cómo se apañaba con los nietos.     
-No es  que sea nada grave,  pero la pequeña tiene  varicela y mi madre no  se aclara.  Está  un poco mayor,  la pobre -me  comentó como disculpándose.     
Inmaculada no se  quejaba de su suerte en la  vida, no se quejaba aun cuando  se encontraba muy  sola y desamparada.  No  era únicamente que  aquel marido  sinvergüenza no  se preocupara  de ella  ni de  los niños, es que (tal como me informó luego uno de los administrativos de la delegación), ese marido egoísta,  ese padre desnaturalizado, por no preocuparse, ni tan  siquiera se preocupaba de pasarle  la pensión que le había  fijado el juez.   ¡Verdaderamente, Inmaculada era  una mujer valiente!
Terminado el  café, nos  dirigimos a la  oficina para  iniciar la auditoría cuanto antes.  Aunque lo de  las dietas veníame muy bien, estaría justificado prolongar  por mucho  tiempo un  trabajo de  esta naturaleza, un trabajo que en  condiciones normales no puede durar más de dos  o tres días  a lo  sumo.  Mi jefe  me había advertido  en este sentido. de modo que quería comenzar a trabajar inmediatamente.
     Los administrativos eran dos  chicos jóvenes, muy verdes todavía, pero, tanto  ellos como  Inmaculada se  mostraron muy  colaboradores y dispuestos a  facilitarme la  labor.  En menos  de dos  horas habíamos confeccionado  una relación  de  clientes morosos.   Al  azar, de  los nombres que  figuraban en esta relación,  extrajimos diez expedientes. Sólo contando  los dos  últimos años,  se habían  dejado de  cobrar de estos diez, primas por más de un millón y medio de pesetas."
-Fede,  no sé  si  te das  cuenta de  las  implicaciones de  esta cuestión.   El  asunto  es  grave -apuntó  Agustín  interrumpiendo  la narración con cierto tonillo de suficiencia.
Luego prosiguió:
"El  cliente  deja de  pagar  las  primas  (a  veces no  lo  hace intencionadamente),  luego va  y se  muere y,  cuando la  inconsolable familia, ufana,  feliz y  contenta, se dispone  a cobrar  el seguro... ¡Sorpresa!, la compañía se lo niega por no estar al día en las primas. He visto  a hombres  hechos y derechos  que se  comportaban dignamente ante la  desgracia, la muerte  del entrañable abuelo, del  respetado y querido padre,  de la  querídisima madre, gente  fuerte, gente  de una vez, gente que nos  asombra en el entierro por la  entereza con que se muestran,  a éstos  mismos,  Federico,  a estos  mismos  los he  visto derrumbarse y  llorar como  niños cuando,  cumpliendo con  mi obligación, les he comunicado que el abuelo, el padre o la queridísima madre se habían descuidado en el pago  de las primas y que, por tanto, no podrían  cobrar el seguro.  Los  he visto llorar a  torrentes y hay casos  en que  llegan al  insulto.   Insultan al  representante de  la compañía de seguros,  pero también vituperan al  muerto olvidadizo, al entrañable abuelo,  al respetado  padre  o  a la  queridísima  madre. ¡Dramas de la vida y de la muerte, Federico!      En fin, que  visto este desbarajuste en el cobro  de las primas y queriendo dar la  impresión de autoridad que lleva  aparejado el cargo de auditor, exclamé con gran aspaviento:
-¡Intolerable!  ¿Cómo es posible que  no se haya preocupado usted de saber por qué estos tipos no  pagan?  Lo primero es ir a visitarlos y exigir  el   pago  de  las   primas  debidas.   ¡Esto   es  desidia! ¡Injustificable!  Sintiéndolo mucho, me voy  a ver obligado a informar de ello a la central.
Estaba siendo un poquitín duro.  Forma  parte de la técnica de la auditoría, es  mejor hacerlo  así al principio,  para luego  aflojar y mostrarse benevolentes si ello viene al caso.
-De la  mayoría sí  que se  sabe el  motivo por  el que  no pagan -replicó Inmaculada con sosegado ánimo.
-Pues lo lógico es que se  les reclamen las cantidades una y otra vez -dije.
-No se puede -dijo.
-¿No?  -dije.
-No -dijo.
-¡Ah!  ¿No?  -insistí autoritariamente.
-No se puede -repuso con calma.
La miré.  El aspecto  era de ama de casa, incluso  de ama de casa apocada,  pero   indudablemente,  tozuda.   Sostenía  mi   mirada  con tranquilidad, incluso parecía divertida.  Irritado, observé:
-Pues déme una buena razón por la que no se les pueda reclamar el pago a éstos -dije.  Y amenazante, blandía en el aire, muy cerca de su cara, uno de los expedientes morosos.
Sin agitarse lo más mínimo, Inmaculada replicó:
-Estan muertos -dijo.
-¿Eh?  -dije yo.
Sinceramente, Fede,  lo de estar  muerto es una buena  razón para que no  le reclamen a uno  el pago de  las primas del seguro  de vida. Pero tengo tablas,  no me amilano por nada.  Es  difícil callarme.  En seguida se  me ocurrió la  contestación adecuada, la  contestación del profesional avezado:
-En  ese   caso  -dije-,  habrá   que  pagar  el  seguro   a  sus beneficiarios.   La situación  es peor  aún, estaremos  quedando a  la altura del  betún y  el día menos  pensado nos meten  un pleito  y nos funden.
Recordé que el jefe ya me había hablado de esto, de que en cuatro casos (al menos en cuatro casos  que se supiera), habíase detectado la muerte del titular de la póliza sin que se hubiera reclamado por nadie el cobro  del seguro.  Ahora se  confirmaba.  El asunto era  mucho más importante  de lo  que creía  en un  principio, tanto,  que de  lograr averiguar  lo  que  estaba  pasando  podría  incluso  derivarse  algún ascenso.  A  Juanito Estapé  (un compañero),  después de  descubrir un enorme escándalo en la delegación de Vigo, lo habían nombrado director de zona.  Quizás a mí me pasara lo mismo si había suerte.
-¿Y si están muertos, por qué no reclaman el cobro sus parientes? -insistí muy agudamente.  La estaba acorralamdo.
-No pueden reclamar -me informó Inmaculada.
-¿Por  qué no  pueden?  -quise  saber.  Aquella  mujer me  estaba mosqueando.
-No existen -respondió.
-¿Cómo que no existen?  ¿Es  que también los beneficiarios se han muerto -pregunté, a  cada instante más mosqueado.
Inmaculada sonrió tímida, sencilla:
-Es que la beneficiaria soy yo -dijo-.  Yo misma.
Desconcertado, quise saber:
-¿Es usted la beneficiaria de alguna de estas diez pólizas?
-De las diez -aclaró ella, sencilla.
-¿De las diez?  -dije yo asombrado.
-Bueno, verdaderamente -explicó ella-, soy la beneficiaria de las treinta y  tres.  Más exactamente,  de treinta  y ocho, porque  en ese montoncito  de  expedientes  que  tiene usted  delante  faltan  cinco. Treinta y ocho expedientes, esos  son.  Soy la beneficiaria de treinta y ocho pólizas, sí, yo misma, así es.
-¡Carajo!  -exclamé-.  ¡Treinta y ocho pólizas!
-Unos cuantos millones, la verdad -observó ella con simplicidad.
-¡Carajo!  -exclamé otra vez.  ¡Treinta y ocho pólizas!
Sinceramente, Fede, nunca me había encontrado con algo semejante. tenía que pensar."
Agustín agitó los  hielitos de su whisky y se  atizó largo trago. Por  empatía, el  rumor del  entrechocar de  los cubitos  de hielo  se extendió a  lo largo de  toda la barra.  Por  lo visto, aparte  de las cervezas, manhatanes y  daikiris la barra se había  poblado de vodkas, ginebras, whiskys, y  hasta puede que algún perverso  tomara ron.  Le di  un sorbito  al manhatan.   El resto  de la  barra hizo  lo propio. Ruidos diversos, sorbeteos, carraspeos,  chasquidos de lengua, el roce de la ropa al cambiar de postura...  Encendí un cigarrillo.     Silencio!
"Confieso -prosiguió  el alto y  elegante Agustín-, que  me quedé desconcertado  unos segundos.   Eché mano  de los  recursos que  da la profesión:
-¿Familiares, quizás?  -dije, dando a mi rostro esa impasibilidad típica que padecen  los rostros de los auditores,  inspectores y gente así.
-No -contestó-, no tengo ningún parentesco con ellos.  La mayoría son ancianos, solteros o viudos,  sin familia, personas necesitadas de compañía.  En general se trata de  varones, pero no todos, también hay algunas mujeres.  La gente  mayor de la que nadie se  ocupa y que está tan necesitada de cariño, esos son los que han suscrito esas pólizas.
Inmaculada se interrumpió.

(gracias por los ánimos, a ver si consigo que lo lea alguien que tenga una editorial xD)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Ruben&Leiva en 01 de Julio de 2008, 22:50
Por este relato, incluso entro aqui. Gracias Sandman.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 02 de Julio de 2008, 01:13
muy bueno, me encanta, cuando lo acabes de postear lo metere en un word la novela entera para poder conservarla ;)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:28
Yo la tengo en papel y encuadernada.  :^^


Chincha :m_m:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 03 de Julio de 2008, 09:35
Veo lo que hace falta para tenerla en papel, pero Sand, que sepas que haga lo que te haga Poison para merecerlo, yo también puedo y mil veces mejor. Sigue, anda.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:45
Thylzos estás a nada de que vaya a tu casa a hacer una masacre X(
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 03 de Julio de 2008, 09:50
Cita de: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:45
Thylzos estás a nada de que vaya a tu casa a hacer una masacre X(

Si soy mejor en "eso", soy mejor. Sandman ya decidirá.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:51
Para eso tendrías que acercarte a él...  :hehe:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 03 de Julio de 2008, 09:54
Cita de: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 09:51
Para eso tendrías que acercarte a él...  :hehe:

En algún momento lo dejarás sólo y entonces será mi oportunidad :wiiiiii:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Poison Gilr en 03 de Julio de 2008, 10:00
sigue soñando


/forochat.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 09 de Julio de 2008, 20:15
-¿Sí?  -la invité yo a seguir hablando.
-Sí  -continuó ella-.  todos vivían  solos en  sus casas  sin que nadie fuera  a visitarlos.  Yo  sí lo hacía,  los visitaba una  y otra vez, era  la época en  que yo empezaba  en la empresa.   Al principio, ¡pobrecillos!,  nunca me  decían  que  no tenían  a  quién dejar  como beneficiarios.  Pasado  un tiempo, cuando  se decidían a  decírmelo (y siempre con el  temor de que no volviera a  visitarlos), me pedían que hiciera lo que  fuese pero que no les dejara  nunca.  Mis visitas eran todo  lo  que les  mantenía  con  ilusión  por  vivir.  Yo  tenía  que justificar el tiempo que perdía con ellos ante la compañía y me pasaba el día de aquí para allá sin ningún beneficio y sin lograr ni una sola póliza.  Estaban  mis dos  hijos...  Mi  marido ya se  había ido  y no quería saber nada de mí ni de los niños.  Es duro eso, es muy duro.... Si no conseguía  quedar bien ante la central, no  pasaría mucho tiempo sin que me despidieran.
Bueno, pero eso a usted no le interesa.  Vamos a lo que vamos...      La idea  no fue  mía -me  explicó Inmaculada-.   Se le  ocurrió a Belarmino Martín, un anciano muy simpático, viudo desde hacía tiempo y que enterado de  mis problemas y de  que no me volvería a  ver más, se conmovió de tal forma que temí se echara a llorar víctima de un ataque de melancolía.   Luego estalló de rabia.   Temí por el corazón  de ese generoso  anciano.  Belarmino  llevaba en  el asilo  sin que  nadie se preocupara de él cuatro años completos, y yo, sin embargo, en menos de un mes le  había visitado en dos ocasiones.  Me  invitaba a merendar y nos  reíamos mucho.   Había  servido en  la legión,  en  Africa, y  me contaba historias  picantes de su  época de legionario.  La  verdad es que era muy gracioso aquel viejecito.
Empecé a visitar ancianos cuando  comprobé que los ancianos eran los únicos disponibles.  Los jóvenes estaban muy trabajados, todas las compañías se  los disputan.  Entre  los jóvenes, los  preocupados, los tristes, todos  ellos ya  tenían una póliza  firmada.  Los  otros, los alegres,  los  amantes de  la  vida,  jamás  firmarían una.   Pero  me encontré que la  mayoría de los ancianos que no  disponían de seguros, eran  precisamente  aquellos   que  no  tenían  a   quien  dejar  como beneficiarios de la  póliza.  Entonces, les sugería  la posibilidad de que firmaran a favor de un querido sobrino o sobrina, a un primo o una prima...  Belarmino Martín, aquel simpático exlegionario, me abrió los ojos a este respecto:
"Al hijo  puta de mi  sobrino, a ese  cabrito que no  aparece por aquí, así lo  maten.  Una mierda le voy  a dejar yo a mi  muerte.  A ese cabrón, ni agua" me dijo.
Y entonces  yo le  dije a  él que aunque  le apreciaba  mucho, no tenía más remedio que dejar de ir a visitarlo, porque, la compañía, no me admitiría  que perdiera mi  tiempo enhoras de trabajo  sin ningún provecho.  Belarmino me quería con locura.  Tuvo una idea:
"Yo le  pongo a usted  como beneficiaria  y se acabó  la cuestión. Aunque me gaste todos  los ahorros en el pago de  las primas, lo mismo me da.  Me muero  de asco aquí en el asilo y  sus visitas me encantan. Es la única diversión que me queda en esta puta vida.  ¡Qué cojones!" me dijo Belarmino.
Hablaba así Belarmino, de forma soez, había estado muchos años en Marruecos con la legión.
Yo al principio,  que no, pero luego, cuando vi  que Belarmino se quedaba tristísimo y al borde del llanto, queriendo que se animara, le dije que me lo pensaría, que  ya veríamos más adelante.  Y él insistió muchísimo en que aceptara y que no fuera tonta.
Y si  examina en profundidad  los expedientes, Don  Agustín, verá que en casi todos  los casos se trata de gente  que cuando firmaron la póliza no llegaban a los sesenta años, o poco más.  Gente que se quedó viuda prematuramente, sin hijos, gente  que verdaderamente quería a su pareja y que  la vida les dio un baquetazo  tremendo, un baquetazo del que no pudieron  recuperarse jamás.  Ningún hijo,  ningún familiar con el  que  realmente se  llevaran  bien.   Una  pena, Don  Agustín,  una verdadera  pena.  La  gente  vive  muy sola  como  para despreciar  la amistosa compañía que  se les ofrece y le aseguro  que, para todos los ancianos que  figuran en esos  expedientes, el hecho de  conocerme, el que les acompañara para merendar, el que perdiera el tiempo con ellos, representaba uno de los pocos alicientes  en su monótona vida.  Y, por otra parte, la   mayoría de los suscriptores de esos  seguros, eran por entonces gente en activo que no pasaban de los sesenta años, de manera que no cabía pensar que se murieran hasta muchos años después."
Inmaculada se detuvo un instante.   Estaba roja como la grana.  Y te  juro,  Fede, que  estaba  preciosa  con las  mejillas  ligeramente  rosadas -indicó Agustín  a su amigo-.  Te reconozco  que aquella mujer con  pinta de  ama de  casa, me  tenía fascinado.
Mientras me  había estado dando  tantas explicaciones, la observaba  cuidadosamente y poco a  poco fui cautivado por  el encanto de aquella  mujer singular. Algo embriagador se  desprendía de ella, algo así como  un perfume que te  penetraba hasta  atrapar  tu voluntad,  hasta  quedar rendido  por aquella personalidad  tan sencilla y bondadosa.   Ese algo embriagador no era otra cosa que una inmensa  ternura.  A sus cuarenta años (más o menos esos tendría), Inmaculada exhalaba un aroma de simpatía y cariño maternal.  Y  yo (aunque  aún no  lo sabía),  me estaba  enamorando de ella.  Sin saberlo ya estaba atrapado en su red.
Porque, naturalmente, estábamos solos en el despacho y la puerta estaba cerrada.  Inmaculada inclinaba  la cabeza hacia mí,  aproximando su rostro al mío en deliciosa intimidad.  Me estaba haciendo partícipe de un secreto, de  su secreto, y quizás yo era  su cómplice.
Noté que su rodilla izquierda se pegaba a mi rodilla derecha, y para mi placer, esperó un ratito antes de separarla.
-Yo necesitaba el trabajo -continuó Inmaculada su largo monólogo, su confesión-.  Me  era imprescindible ganar un  sueldo porque, muerto mi padre hacía poco de un cáncer  de pulmón y siendo la pensión que le quedó a  mi madre  tan exigua que  no daba para  nada, algo  tenía que hacer.  Soy  hija única y aún  no estaba casada.  Sólo  estaba yo para hacerme cargo, de  mi madre, porque, los pocos  parientes que teníamos (una hermana soltera de  mi difunto padre y un primo  de mi madre), en cuanto olieron la pobreza de la casa, desaparecieron, se volatilizaron en el aire como si nunca hubieran existido.
Quizás no  estuvo bien que  aceptara la proposición  de Belarmino que me hizo  beneficiaria de su póliza.  Y quizás  tampoco estuvo bien que se lo propusiera yo misma luego a otros ancianos.      Y al  poco tiempo,  se lo decían  unos a otros  y me  llovían las pólizas.  Todos  querían que  yo me  defendiera en  la vida,  todos se empeñaban en pagar sobreprimas en un intento de que mi eficaz labor me fuera reconocida en la empresa.
Y sin que  yo hiciera nada,  aquello fue creciendo.  Muy  pronto me nombraron  jefa  de  la  delegación  con derecho  al  sobre  anual  de participación en beneficios.
Es verdad  que no debí hacerlo, pero por fin mi madre dormía tranquila.  Por fin podíamos vivir y eso hacía que mi conciencia se adormeciera. Buscaría  otro  trabajo  en  seguida.    Pero  me  casé  con  ese sinvergüenza  y vinieron  los hijos.   Mi marido  se fue  y yo  seguía necesitando el dinero, ahora más que nunca.
Y así hasta hoy,  hasta hoy en que muchos la han  palmado y me he juntado con treinta y ocho pólizas.   Por supuesto, yo no he reclamado ni una sola  peseta.  Pero al final,  todo ha salido a  la luz.  Usted está aquí, Don  Agustín, y pronto, en cuanto presente  el informe a la central, me  echarán de la  empresa y puede que  hasta me envíen  a la cárcel.
La pobre mujer dio un respingo, Fede, como si fuera a recibir un golpe.  Pero no  separó su rostro del mío.  Estábamos  el uno junto al otro, muy cerca, e Inmaculada hablaba  muy bajito para que no pudieran oírla los dos jóvenes administrativos desde el despacho contiguo.
-Es extraño que  nadie haya dicho nada hasta ahora  -le dije-.  Y más si  se tiene  en cuenta  que usted  enviaría, como  es preceptivo, copia de los contratos a Madrid.
-Le puedo  aclarar eso también  -replicó-.  Todos me  conocen por Inmaculada, pero  tengo un primer nombre  que oculto a todo  el mundo. Cuando yo nací mi padre lo celebró a lo grande y se fue de juerga toda la  noche con  unos  amigos.   Bebió mucho,  según  parece,  y al  día siguiente en  el Registro Civil,  se le ocurrió  hacer un chiste  y me inscribió   como  Concepción   Inmaculada.   Mis   apellidos,  Sánchez Martínez, son  bien corrientitos  y nadie sabe  lo de  Concepción.  El nombre que  quería mi madre  era el de Inmaculada  y todo el  mundo me conoce por  Inmaculada, sin  más.  Así  que en  las pólizas  figura el nombre de Concepción Sánchez Martínez.  Una vez, el "controller" de la central  me telefoneó  y  me  encargó investigara  quien  era esa  tal Concepción  Sánchez a  quien  todos los  ancianos  de Segovia  querían hacerle un favor.  Era un  gracioso aquel individuo.  Un desagradable. A los dos  días, le  contesté que  esa tal  Concepción Sánchez  era la madre superiora de un convento de  clarisas y que, esas monjas, hacían muy buena labor por los ancianos.   Eso paró el golpe de momento, pero la verdad es  que pasé miedo pensando que todo  se descubriría en unos días.  No hubo más  preguntas y  el "controller" se jubiló al poco.  Yo no he vuelto a figurar como  beneficiaria en ninguna póliza nueva.  Ya no  lo  necesito.  Soy  muy  conocida  en  Segovia  y me  llueven  los contratos.  Es  una pena  que todo tenga  que acabarse,  ahora, cuando mejor estoy, cuando por fin  vivía tranquila.  ¡Terminar en la cárcel! ¡Qué horror!
Inmaculada emitió un gemido.  Su  rodilla izquierda rozaba la mía derecha.  Yo estaba completamente  impresionado.  Jamás había oído una historia semejante.  Y, francamente,  desconocía entonces y desconozco ahora, si eso es legal o no lo es, y menos todavía si le pueden mandar o no a uno a  la cárcel por ello.  Porque el caso  es que todos habían firmado voluntariamente.  Así que no  estaba yo del todo convencido de que  allí se  hubiera cometido  algún  delito.  Para  la empresa,  las primas de toda esa gente había  supuesto un montón de pasta, de manera que  todos habían  salido  ganando.  En  cualquier  caso, no  convenía emitir juicios precipitados.   Lo que había hecho  Inmaculada era casi de admirar,  una auténtica revolución  en las técnicas  del márketing del seguro.
Me sorprendí diciendo:
-Nadie va a ir  aquí a la cárcel.  Es más, la  empresa va a tener que darle a  usted la friolera cantidad...  -y aquí  empleé la máquina de calcular-, de,  de..  exactamente, ciento sesenta  y cinco millones de pesetas.  ¡Sopla!  ¡Carajo!
El comentario no había sido  prudente, no, en absoluto, pero ya no tenía remedio.  Inmaculada tardó  en reaccionar.  Cuando por fin lo hizo, fue  maravilloso porque, inclinándose  más hacia mí,  me estampó prolongado beso en  la mejilla.  La tenía tan próxima  que mis narices inspiraron el  embriagador perfume  que usaba Inmaculada  (perfume que luego  supe era  de la  marca  Caprichi de  Nina Richi),  con lo  que, emborrachado  por el  delicioso aroma  y ,  sintiendo la  rodilla suya clavada  en la  mía,  no pudiendo  resistir, impetuoso,  abalanzándome sobre  ella  la besé  en  los  labios.   No  opuso resistencia  en  un principio, pero luego me rechazó con suavidad.
Aquella tarde  no trabajamos más.  Prefirió  que quedáramos para cenar.  Iría a  buscarla a su casa y desde  allí buscaríamos donde ir. Abandonamos la delegación.  Ella  se fue a recoger a los  niños y yo a la  habitación del  hotel  de las  afueras, en  la  carretera que  une Segovia con Soria.  Allí, en el  hotel, tumbado sobre la cama, soñando con Inmaculada, pasé el resto de la tarde."
Calló Agustín para darse un trago de whisky.  Yo le imité con el manhatan (por  cierto, un  manhatan ya a  punto de  terminarse, estaba bebiendo demasiado deprisa).  Por lo demás, nadie hablaba, limitándose a beber  y, alguno  que otro  (como  yo mismo),  a fumar  cigarrillos, maniobras éstas que pueden hacerse  sin necesidad de articular palabra y con escaso  ruido.  En la  barra, nadie  quería perder ripio.   Y en cuanto  al resto  del local,  poco a  poco habíanse  ido vaciando  las mesitas bajas del fondo para venirse  con nosotros, de manera que allí no quedaba nadie.
-Abrevia lo que puedas -aconsejó Federico-.  Puede que este local lo cierren.
miré  el reloj.   Las dos  y cuarto.   Efectivamente el  local lo cerrarían a  las tres o  tres y cuarto.  Y  pese al interés  que tenía Ernesto en escuchar la historia de aquel tipo, era muy probable que se cerrara  de todos  modos pues,  no queriendo  el barman  tener ninguna clase de líos con la policía, era muy estricto con la hora de echar el cierre.  Pero  aún quedaba una  hora.  Si el alto  sabía aprovecharla, había tiempo de sobra.
-Lo  haré -concedió  Agustín-.   Seré todo  lo  breve que  pueda. Pero, algunas cosas  no me las puedo saltar, o  de lo contrario, jamás llegarías a comprender en sus justos  términos lo que pasó luego.  Fue algo horrible.
-¿Te metieron en  la cárcel a tí  por no decir nada?   Como si lo viera, por tonto -observó el bajito.
-No, nada  de eso.   Inmaculada cobró sus  millones y  ahora vive como una reina.   Efectivamente, no dije nada, y  ella fue solicitando poco a  poco el dinero  que le correspondía.   Como mi jefe  me nombró luego supervisor  de las  delegaciones, yo  no dije  nada y  hasta hoy nadie se ha enterado.  Inmaculada, cobrados los ciento sesenta y cinco millones se fue de la empresa.   Yo continúo de supervisor, así que de momento no hay problema.
-¡Vaya chollo!   -exclamó Federico-.   Esa tía  te tiene  que ser incondicional y te la puedes manejar como quieras...  Hasta pedirle...
-Vas muy  mal por ese camino  -dijo Agustín empleando un  tono de resignada tristeza.   Posiblemente, le  ofendían las  suposiciones del bajito-.  Espera  a que te cuente  y no me interrumpas.   Los tiros no van por ahí, en absoluto.
-Pues cuenta, cuenta -azuzó el otro-.  Estamos deseando oírte.
Y al  decir "estamos"  en lugar de  "estoy", Federico  acababa de cometer un fallo imperdonable pues nos  incluía a todos.  Y aunque era verdad que toda la barra escuchaba,  no estaba bien que se dijera. Fue uno de  esos lapsus a cuyo  estudio se dedicó Freud  el primero.  Temí que Agustín se callara.  No ocurrió así, de hecho ya estaba perorando:
" ... y no creas, aquella tarde -decía- en el hotel, me encontraba bastante mal.  Era consciente de que  me estaba metiendo en un lío con eso de las pólizas  de vida no cobradas y de  las que era beneficiaria Inmaculada.   Se  supone  que  de  una cosa  así  hay  que  dar  parte inmediatamente a  la central, y yo,  aunque no lo había  expresado con palabras,  en   cierta  forma,  con  aquel   prolongado  beso  habíame comprometido a  guardar silencio porque uno no puede  besar primero  a una mujer, tirarse morreando  su buen minuto y medio y,  luego, hacerse el longuis y  llamar por teléfono al  jefe recomendando el despido  de la señora en cuestión.  Por lo menos, eso no puede hacerse de conformidad con mi código del honor particular,  el código de un caballero para el que tal forma de actuar está completamente prohibida.
Pero ese no era el único motivo de mi zozobra espiritual.  Lo que  más preocupado me  tenía, francamente, era que el beso  en cuestión me había puesto a cien  por hora.  Desde lo de Dulce,  mi vida se hubiera podido comparar a la de un  monje anacoreta (encerrado en casa, alguna que otra  vez a la  bolera con Manolo), de  modo que no  había corrido ningún  riesgo  con respecto  a  las  mujeres.   Y después  de  tantas precauciones, ahora, yo mismo en  un arrebato de imprudencia infantil, me  ponía en  peligro grave  de  perder esa  bendita tranquilidad  del espíritu que tanto esfuerzo me había costado alcanzar.
Yo era consciente de que Inmaculada era más peligrosa que ninguna otra mujer que hubiera conocido antes porque, me ganaba por lo tierno, por lo  cariñoso de modo que  la razón se nublaba  negándose a admitir que  algún  conflicto  pudiera  sobrevenirme  del  trato  con  aquella preciosa y maternal  hembra.  ¿No había oído yo hasta  que punto había sido querida por multitud de ancianos?  ¿No era esto suficiente prueba de su bondad  inmensa?  Inmaculada (no había duda), era  capaz de amar de  forma  limpia y  pura,  no  como  Azucena,  no como  Dulce...   De conseguir  su  amor supondría  la  completa  recuperación de  mi  alma enferma, la reconciliación con la parte femenina del mundo.
Era precisamente mi deseo de que  Inmaculada se fijara en mí, ese deseo loco  de que llegara a  amarme, lo que me  tenía más preocupado. Una extraña  sensación de  estar corriendo peligro  se apoderó  de mí. Daba  vueltas en  la cama.   Sumido en  la zozobra  del si  esto y  el aquello, de si me conviene por aquí,  o si debo ir por allá, cuando en esto,  junto  a  mí  cabeza, sobresaltando  mis  desafinados  nervios, escandaloso,  chilló  el teléfono  sobre  la  mesilla de  noche.   Era Inmaculada.  No  podía esperar a que  llegara la hora de  la cena.  Me rogaba fuera a su casa sin más demora.
Dejé el hotel para dirigirme a  casa de Inmaculada.  Fue aquel un paseo agradable.   A la  media hora escasa  hallábame instalado  en el piso de  Inmaculada, sentado junto  a ella  en la pequeña  y agradable habitación destinada para  la cocina.  Nos ocupábamos  en pelar judías verdes para la cena de los niños.  Delante de nosotros, sobre una mesa de pino, se  situaban dos recipientes de cristal  transparente, el uno destinado a  los rabitos  de  las puntas y el  otro para las  judías ya cortadas y quitados los hilos.
Recordé  entonces que  esa misma  operación  la hacía  yo con  mi madre, de niño, allá en Santander, cuando se bajaba al huerto y volvía con un  cesto lleno de verduras  de todo tipo. Inmaculada,  aunque de aspecto  muy distinto  al de  mi  madre, se  le  daba un  aire, se  le parecía.  Y  no tardé en  adivinar de dónde  le venía el  parecido con mamá.  Era por  su ternura, una ternura infinita que  ponía en todo lo que hacía por  sus hijos.  Como mi madre, que  también se desvivía por mí.  Aquel recuerdo grato hizo que deseara aún más pasarme la tarde en compañía de Inmaculada,  en la  intimidad  con ella,  sin hacer  nada especial, entretenidos  con cualquiera  de esas tareas  domésticas que invitan  a  la  sosegada  charla.  Y  es  que,  sencillamente,  quería disfrutar de una tarde de compañía femenina.
Estaba disfrutando  de lo lindo.   Ultimamente me sentía  un poco solo  y  admitido en  aquel  hogar  por  unas  horas, por  unas  pocas deliciosas horas, me sentía feliz.  ¡Muy feliz!
Cerca de nosotros arrastrándose por  el suelo, jugaba una niña de tres años,  Cristinita, la  hija pequeña  de Inmaculada.   Manolín, de siete años,  el otro hijo  de aquella extraordinaria mujer,  hacía los deberes en su habitación situada en el otro extremo del piso.
-Me  gusta  darles   un  plato  de  verduras   para  cenar  -dijo Inmaculada-.   Si   les  acostumbras  desde  pequeños,   se  la  comen estupendamente y es muy buena para la salud.
Estuve de acuerdo.  Luego me comentó:
-No sé cómo  los madrileños no os volvéis locos  con el tráfico y la contaminación.  Aquí, la vida es mucho más tranquila y, en menos de una hora recorres la ciudad entera.   Puedes ir a un montón de tiendas sin perder tiempo y aunque hay coches (porque no creas, en Segovia hay muchísimos coches),  todavía no  existe problema de  aparcamiento.  El aire  es purísimo  y  es una  gozada hincharse  los  pulmones de  aire puro...  ¿no te parece?
También estuve  de acuerdo  en esto haciéndole  notar que,  en mi opinión, esto del aire puro formaba parte  de la calidad de vida de la gente.
-Tanto es así  -observé-. que he estado pensando  en comprarme un chalet en la sierra.
-Pues aquí no te haría ninguna falta ese chalet.  Aquí se respira aire puro en  toda la ciudad, sin problemas.  Y  el campo para pasear, está a un paso.  En Segovia se vive muy bien, esa es la verdad.
Y  al  decir esto, Inmaculada  me lanzaba significativa  mirada al tiempo que en sus labios  se dibujaba simpática sonrisa.  Francamente,  Fede, es que yo empezaba a estar harto de Madrid.  Hay demasiada gente y demasiados  coches  en Madrid.   Entre  Inmaculada  y yo  surgía  un sincero afecto, un afecto que nos unía.
Llamaron a la  puerta de la calle.  Era la  madre de Inmaculada, una  señora muy  agradable que  me estampó  un par  de besos  nada más verme.
-¿Es usted el novio de mi hija?  -quiso saber.
Reí encantado mientras exclamaba:
-¡Qué más quisiera yo, señora!
La madre  venía a  hacerse cargo  de los  niños mientras  su hija salía a cenar.   En Segovia, estas cosas suceden, las  madres ayudan a sus hijas y todo lleva otro ritmo.
Mientras Inmaculada se arreglaba convenientemente para salir y la madre daba la cena a los niños, pasé a una salita muy coquetona y allí me quedé esperando  y escuchando un disco compacto  de música clásica. Repasé los  discos que  se ordenaban  en los  estantes de  una pequeña librería.   Había un  buen número  de discos  y la  mayoría de  música clásica.  Me agradó aquello.  Porque por este detalle se adivinaba que la  dueña de  la casa  era persona  de sensibilidad.   En cuanto  a la decoración del  piso, ya  me había  dado cuenta de  que el  buen gusto imperaba en el  mobiliario, aunque, quizás, era excesivo  el número de objetos de adorno.   Esto del excesivo número de objetos,  es cosa que ocurre  en muchas  casas, y  más  aún, en  las casas  de las  ciudades pequeñas donde la decoración se recarga hasta el agobio.      Me hundí en la cómoda butaca  dejando volar mi imaginación al son de una sinfonía de Cherubini.

(Os he tenido tanto tiempo de sequía que os pongo una bien larga)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 09 de Julio de 2008, 20:23
Supongo que no hace falta que exprese mi necesidad vital de que continúes de una vez.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 09 de Julio de 2008, 21:41
masssss
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Ruben&Leiva en 11 de Julio de 2008, 21:20
Tengo mono  uhm
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 12 de Julio de 2008, 16:26
No pasados veinte  minutos, hizo su entrada  Inmaculada.  ¡Y qué entrada!  Solo te diré, Fede, que  nunca antes había visto nada igual. La sorpresa de los troyanos ante  la belleza de Helena cuando la vieron por primera  vez entrando en  la ciudad  del brazo del  traidor Paris, debió ser  algo semejante a  lo que yo sentí  en esos momentos.   Y no sólo porque vistiera elegante, sino porque con el vestido que llevaba, (el  adecuado  para salir  a  cenar,  un  vestido negro  ceñido,  bien escotado  y de  cortísima falda),  francamente, ¿qué  quieres?, estaba imponente.  No estaba sencillamente bien, Federico, sino imponente.  Y no diré más sobre esto.
El caso es que  se sentó a mi lado y,  entrelazando sus manos con las mías, me preguntó:
-¿Qué te parezco, Agustín?
Le dije la verdad de lo que veía, es decir, púsela por las nubes. Ella,  impulsiva, se  arrojó sobre  mí  y me  besó repetidamente.   No continuó  el ataque  y, discreta,  me dejó  libre.
Al  poco, salíamos rumbo a  un restaurante muy bueno  del que no recuerdo  el nombre pero que está al pie del torreón de Lozoya, en la plaza que hay en mitad de la calle Real.
Y  qué  te  he  de  contar de  esa  noche  inolvidable,  querido Federico?   Fue algo  maravilloso.  Ocurrió  todo y  no ocurrió  nada. Conversación y conversación, expresivas  miradas y hasta un ligero sobe de manos...  al salir  del restaurante Inmaculada  tropezó y  estuvo a punto de irse  al suelo.  Yo la  sostuve y, no me digas  cómo, pero el caso  es  que   acabamos  abrazados.   ¡Sí,  sí,   fue  una  sensación magnífica!.
En fin,  regresé al hotel  no muy  tarde.  Insomne, pasé  toda la noche dando vueltas  en la cama no sabiendo que  camino tomar.  Por un lado,  el  corazón me  pedía  una  cosa y,  por  el  otro, el  cerebro aconsejaba justamente la contraria.  El corazón me decía que venciendo toda  reticencia (lo  sucedido  con  Azucena y  Dulce  se hallaba  muy presente en mi  ánimo todavía), venciendo digo toda  reticencia y todo miedo, me  lanzara de  cabeza en pos  de la felicidad  que el  amor de Inmaculada prometía.  Pero el cerebro aconsejaba lo contrario.  "No te metas en  líos, Agustín", decía.  Me  ordenaba volver a Madrid  al día siguiente, muy  tempranito, y sin ni  tan siquiera poner el  pie en la delegación.  Insistía  en que debía contarle  al jefe todo eso  de los ancianos y  de Inmaculada, lo de  la inexistente monja clarisa  y todo eso.  Y que, una vez hecho todo, me olvidara del asunto.      La noche entera  se la pasaron peleando el corazón  y el cerebro, pero, como  ya habrás adivinado,  Federico (me conoces  demasiado como para pensar  otra cosa),  ganó el  corazón.  Sabes  que poseo  un alma romántica sentimental.
Por entonces, ya sabía yo que Inmaculada estaba por mis huesos y que, de proponérmelo, no tendría dificultades  para casarme con ella.  Y es que cuando surge el amor, suele hacerlo de forma recíproca: Inmaculada estaba  por mí  y  yo estaba  por Inmaculada.   Lo  había visto  claro durante la cena.  Ella me había contado toda su vida y no había dejado de pedirme  mil consejos, incluso  consejos sobre la educación  de los hijos.   Eso es  muy significativo,  Fede,  cuando una  mujer te  pide consejos acerca  de lo que debe  hacer con sus hijos,  entonces, no lo dudes, es que ya  la tienes en el bote.  O  sea, que Inmaculada estaba enamorada de mí y era millonaria.  O  mejor dicho iba a serlo en breve si reclamaba el dinero  de las pólizas y yo no decía  nada al jefe.  O incluso  si me  iba  de la  lengua, también  podría  suceder que  nada impidiera que Inmaculada  cobrara sus millones, porque, como  ya te he dicho antes, no estaba para nada  convencido de que lo que había hecho fuera ilegal.  No, no lo sabía.
De modo que venció el corazón y el corazón me decía que intentara casarme  con Inmaculada  disfrutando así  de ella  y de  sus millones. Hasta podría dejar  de trabajar e irme a vivir  a aquella ciudad donde hay aire  puro por todos los  sitios a los que  uno se le ocurra  ir a pasear.  La idea del matrimonio resultaba de todo punto tentadora.
No me fui a Madrid, no llamé al jefe ni tan siquiera.
Durante la semana, me dediqué a hacer que hacía.  Los dos jóvenes administrativos no se  dieron cuenta de la inutilidad de  la labor que realizábamos  con tanto  ahínco.  Les  pedía un  papel tras  otro, les ordenaba  elaborar  una  relación  y  luego  otra.   El  caso  es  que averiguado  lo de  las  pólizas, la  inspección  estaba terminada.   Y mientras los días pasaban, Inmaculada  y yo vivíamos el más apasionado de los romances.
Salíamos todas las tardes a pasear, luego íbamos a un restaurante para, luego, acabar bailando hasta altas horas de la noche.  Un par de veces nos  sorprendió el amanecer  entre el  champán y los  besos.  La verdad es que pulvericé las dietas.  El jueves, mientras bailábamos en la discoteca, entre beso y beso, loca de alegría, me comunicó:
-Me han prestado  una casita en el campo para  que pasemos el fin de semana, ¿qué te parece?  ¡Estoy deseando que vayamos!
Tuve que  aceptar, soy un  hombre y  no valen las disculpas  en estos casos.  En verdad,  acepté no sin cierta  aprensión.  Las experiencias vividas con Azucena y Dulce no me ayudaban en lo más mínimo."
-Un momento,  Agustín -interrumpió Federico-, me  da la impresión de que no  te he entendido bien.   ¿No acabas de decir que  a veces os sorprendió el amanecer ahítos de champán y besos, el uno en brazos del otro?  ¿No has dicho eso?
-Lo del champán no lo he dicho -puntualizó Agustín.
-Bueno, vale, vale  -se impacientó Federico-, lo  del champán no, pero sí que has dicho lo del amanecer...  ¿no?
-Sí, lo he dicho -aclaró  el otro-.  Fueron noches maravillosas y a veces nos sorprendió el amanecer.
-Pues  entonces  -dijo  Federico-,  no  entiendo  por  qué  tanto remilgo.
-No sé a qué te refieres -replicó Agustín.
-Pues que si te pasabas todas  las noches con esa tía ya tendrías que haber comprobado como iba  todo -explicó el bajito-.  Quiero decir si ella  funcionaba bien y si  tu respondías como un  hombre.  En este sentido, he de advertirte, amigo, que  el atiborrarse de champán no es bueno, no...   Sé de  tremendos fracasos provocados  por el  exceso de alcohol en  los momentos decisivos,  en los  momentos en que  un varón debe cumplir enfrentándose con la verdad.
-Es que no había pasado nada -explicó Agustín.
-¡Ah!  ¡ah!  ¿Cómo que nada?  -inquirió el bajito
-Nada.  Nada de nada -respondió Agustín
-O sea que nada.
-Eso es nada.
-Ya.
Todos los allí  presentes comprendimos  lo que pensaba Federico al decir que "ya".   Quería decir que, Agustín, nada  de nada.  Y todos pudimos imaginar  la angustia que  debió sentir aquel  hombre sabiendo que iba a pasar todo un fin de semana en compañía de una mujer y en la soledad de una casa de campo   sin escapatoria posible.  Y en honor de la verdad,  hay que  señalar el  hecho de que  Federico se  portó aquí estupendamente.  Podía haberse mostrado muy  irónico en ese momento si hubiera  querido.    Podría  haber  descargado  el   definitivo  golpe dialéctico  a su  amigo.   Pero Federico  no lo  hizo,  dejó pasar  la oportunidad.   Guardó   respetuoso  silencio.    Verdaderamente,  ahí, Federico se portó como si fuera un amigo, un amigo entrañable.     
-Continúa tu historia -ordenó el bajito.      Y el otro, obedeció:
"Aquella noche  del jueves  -dijo-, previa a  la de  la excursión campestre, en la intimidad de la habitación del hotel, hice prácticas. El  pene,  al  menos  aparentemente,  se  subía  con  facilidad  suma, enderezándose   vigorosamente   y   poniéndose  tieso   a   la   menor manipulación.
"¡Perfecto!   Mañana cumpliré a plena satisfacción."  Me dije".
En la barra se produjo  un murmullo.   Aproveché para  darle el último  sorbo al  manhatan.   Me  lo había  terminado  ¿Cuál era?   El cuarto,  era el  cuarto.  Le  hice una  significativa seña  a Ernesto. Esta vez  me entendió perfectamente,y, al  poco, gozaba de un  nuevo y rico manhatan.
"Me estoy pasando con la  bebida", pensé.  "Cinco manahatanes son muchos manhatanes."
La  de los  arrumacos, en  voz baja  pero audible  por todos,  le explicaba a su compañero:
-Lo que ha querido decir es que se hizo una paja, amor.  Lo mismo que haces tú cuando yo estoy de viaje.
-Sí,  amor  mío  -respondió  el enamorado,  otra  vez  el  rostro encendido como  la grana  por la vergüenza.
No era  discreta aquella mujer, no, no lo era.  Antes nos había informado de que a su compañero un polvo ya  le costaba y, ahora, añadía esto  de las pajas...  Quizás no le convenía una  compañera así a un tipo tan  tímido como aquel que no paraba de ponerse colorado como un tomate.
El bajito metió baza:
-Creo que esa manía que tienes tú, querido Agustín, de llevarte a las tías   fuera de las ciudades  para tirártelas, no deja  de ser algo aberrado.  A Azucena  y a Dulce las llevaste fuera  de Madrid y, ahora me dices  que con Inmaculada te  fuiste fuera de Segovia.   Debe tener algún  significado  psicológico  esa extraña  manera  de  comportarse. Claro está, a menos que obedezca  al mero deseo de retrasar el momento de la  verdad...  Si  no, no  se entiende.  En  Madrid hay  muy buenos sitios donde  llevarse una  tía (incluyendo tu  apartamento), y  es de suponer que en  Segovia pasa lo mismo.  ¿Por cierto,  no estabas en un hotel?  En fin, que no, Agustín, que no se entiende.
Se acabó la tregua.  Vuelta al combate.
-La  acababa  de  conocer  -protestó  Agustín-,  no  hubo  tiempo material para...
-Eso sí  que no -atacó  el bajito-, eso sí  que no te  lo admito. Tuviste toda una  semana de hotel para tirártela.  No  te vengas ahora con disculpas...  ¡toda una semana!  ¡Y no hiciste nada!
El  bajito  tenía razón.   De  nuevo  llevaba  él ventaja  en  el combate, Sin embargo,  no dejaba de parecerme costumbre  sádica la que tenía de derribar a su amigo para dejarlo recuperar luego y volverlo a derribar.   De  seguir con  esta  práctica,  acabaría por  destrozarlo moralmente.
Agustín no contestó inmediatamente.  Quizás no tenía fuerzas para hacerlo.  Se limitó a seguir el relato sin hacer comentarios:
"Bueno, el  caso es que  al día  siguiente una vez  terminamos de comer, a eso de las tres y media  de la tarde, nos subimos al coche de Inmaculada y, raudos, partimos hacia  nuestro destino, un pueblecito a unos  veinticinco kilómetros  de Segovia  y a  unos once  de Turégano. Dado  lo solitario  de la  zona,  es precisamente  en esta  población, Turégano  (población de  alguna entidad),  en donde  los lugareños  se abastecen de  alimentos, bebidas,  clavos, bombillas, medicinas  y, en general, de todo aquello que se necesita a diario en una casa.      El viaje no debía durar más de una media hora, o cuarenta minutos a lo  sumo.   Eso  me  había  dicho Inmaculada,  así  que  en  seguida llegaríamos y podríamos  disfrutar de un agradable paseo a  pie por el campo.
Conducía  Inmaculada, a  su  lado  iba Manolín  y  en el  asiento trasero, iba yo con Cristinita  en brazos.  Era demasiado pequeña como para ir suelta y el coche de  Inmaculada no disponía de silla para los niños.  Siendo  Segovia una ciudad  tan pequeña, apenas se  utiliza el coche, de manera  que no se ve  la necesidad de dotarlo  con sillas de niños y cosas así, cosas que  en algún otro momento pueden resultar un estorbo.   Por esta  razón,  iba ahora  Cristinita  sentada sobre  mis rodillas, inquieta, gozosa,  sin parar de moverse ni  un solo momento. Me resigné  a sufrir aquello.  A  fin de cuentas, el  viaje no duraría mucho.  Podría resistirlo.
La cosa empezó mal.      No nos habríamos alejado ni cinco kilómetros cuando pinchamos una rueda.  Puse la de repuesto, no sin trabajo, porque el gato hidráulico no  funcionaba bien  y  sólo  pudimos salir  del  apuro  gracias a  la inestimable ayuda de un amable camionero.
Luego, Inmaculada decidió detenerse en el híper de la carretera de Soria que hace tan cómoda la vida de los segovianos, el Intermerca. Teníamos que conseguir patatas, huevos,  cinta de lomo y las sanísimas e imprescindibles  verduras  para  la  cena de  los  niños.   En  fin, arrastré el  carrito con paciencia  por todo  el híper, al  tiempo que sostenía a Cristinita  en brazos para que no se  escapara.  Manolín no paraba  de hacerme  preguntas,  preguntas extrañas  por cierto,  tales como:
-¿Qué puede más, un león o un puma?
-Un león.
-¿Y cuál es más ágil, el león o el puma?
-El puma.
-Entonces,  los pumas...   ¿pueden  subirse a  las  ramas de  los árboles?
-No sé, creo que sí -le dije.
-Entonces, si se suben a la rama de un árbol...  ¿cual puede más, el puma o el león? -insistió  el niño.
-Los leones no pueden subirse a las ramas de los árboles -le informé.
-Pero  si  pudieran  subirse,   entonces...   ¿cuál  podría  más? -porfió Manolín.
-Es que el león no puede subirse -afirmé categórico.
-Pero si pudiera... -sugirió el niño.
-Pues, en fin, en ese caso el puma -concluí yo, porque el león se apañaría muy mal.
     -Entonces, puede más el puma -anunció Manolín triunfante-.  Y tú me has dicho una mentira.
-¿Una mentira?  -salté yo indignado.
-Sí, una mentira -repitió el simpático Manolín-.  Al principio me has dicho que podía  más el león y ahora dices que  puede más el puma. Has tratado de engañarme.  ¡Mentiroso!
Intervino la madre:
-Manolín, los mayores no dicen  mentiras -le reñía con suavidad-.  Además, no se dice "mentir", eso está muy feo, si no que se dice no es cierto.  Agustín no ha dicho una  mentira porque no tenía intención de mentir.  Lo que ha dicho no  es cierto, simplemente se ha equivocado y no es ningún mentiroso.  ¿Lo comprendes, Manolín, rico?
-Es que me he limitado a decir  que puede más el león -expliqué a la madre picado  en mi amor propio-.   Y es que no hay  duda, todo el mundo lo  sabe, el  león es  el que  puede más  de todos  los animales. ¡Vamos hombre!  De hecho puede más que el tigre que ya es decir...
-No en el árbol -dijo el odioso niño, impertinente-.  En el árbol puede más el puma.
-Tiene  razón el  chico -terció  la madre-.   Quizás sólo  en esa ocasión pueda el  puma al león, pero Agustín, habrás  de reconocer que en el árbol, el  puma puede más que el león.  No hay  duda, la cosa es clara, tiene razón Manolín.
No  dije  nada.   Mi  orgullo  varonil  no  me  permite  entablar discusiones bizantinas con  las mujeres cuando opinan  sobre temas que no le son propios  a su sexo.  Cualquier varón sabe  que el león puede más que el puma,  así que me mantuve en silencio  sin querer entrar en una estéril discusión con aquel crío y con su madre.
En el  coche, ya de  camino otra vez,  noté calor en  la pierna. Cristinita  se había  hecho pis  poniéndome como  una sopa.   Hubo que parar y cambiar a la niña.  Y  yo, que no había previsto incidentes de este estilo,  no había tenido  la precaución  de meter un  pantalón de repuesto en  el bolso de  viaje, hube  de aguantarme así  como estaba, empapado de  cintura a  pies.  Era muy  posible que  aquello supusiera cogerme un catarro.  Aparte, claro está,  del asco que me daba, que no era poco.
Continuamos  viaje.  Pensando  en la  responsabilidad con  la que debería enfrentarme esa misma noche, comencé a sentirme algo inquieto. Recobré la  serenidad gracias al  recuerdo del  vigor con que  el pene había  respondido a  los estímulos  manuales la  noche anterior  en la soledad de mi habitación del hotel.
Al cruzar un  puente sobre un río de  nombre desconocido, Manolín se interesó por las corrientes de agua:
-¿Qué es mayor un río o un arroyo?
Esta vez, la respuesta era sencillísima:
-Un río -dije resueltamente.
-¿Y entre un manantial y un arroyo?
-Pues, depende.
La   respuesta  no   era  determinante,   pero  es   que  tomaba precauciones.  No me fiaba de Manolín.
-Y entre un arroyo y un lago -quiso saber el niño.
-El lago.  Seguro, el lago -le informé.
-Pues  mi profesor  de naturales,  dice que  en Venezuela  hay un arroyo que  es más grande  que cualquier lago  o que cualquier  río de España -me dijo con ánimo instructivo el simpático chaval-.  No tienes ni idea, tío Agustín.  Mi profesor Don  Roberto es un sabio y sabe mil veces más que tú de geografía.
No le discutí que Don Roberto era una eminencia y yo un asno.  No dije nada.   No merecía la  pena discutir  con aquel odioso  niño.  El caso es  que la  madre me gustaba  con locura y  lo demás  daba igual. Posiblemente, ese niño se había visto muy afectado por el abandono del padre, de un padre  que nunca se ocupó de él ni  de su pequeña hermana Cristinita.  La  madre tampoco les  prestó importancia a  las palabras impertinentes  del niño.   En fin,  que o  no les  dio importancia,  o quizás, pensaba dándole  la razón a su hijito  que, efectivamente, Don Roberto era realmente un individuo mucho  más sabio que lo que yo era. Las  divorciadas se  apoyan demasiado  en sus  hijos varones  y suelen dejarse comer el  terreno por ellos con harta  frecuencia.  Fuera como fuera,  el incidente  carecía  de verdadera  importancia  y decidí  no dársela.
El coche  tomó una  curva a gran  velocidad.  Ya  habíamos tomado otras muchas curvas  anteriormente, pero es que  en ésta, precisamente en ésta,  Cristinita vomitó.  Para ser  exacto, habré de decir,   no que vomitó sino que me vomitó a mí.  Me vomitó de arriba abajo un líquido rojo, pastoso,  con alguna que  otra judía pinta suelta,  sin digerir. El  olor  era  indescriptible.    Sencillamente,  Federico,  no  tengo palabras para poderte expresar cómo olía aquello.  Estoy convencido de que en las letrinas  de un cuartel el día de  recepción de los quintos del reemplazo de primavera, puede  uno inspirar mejores olores que los que desprendía  aquella graciosa  niñita.
Otra vez  hubo que  parar y cambiar de ropa  a la pequeña.  Para mí no  hubo esa posibilidad pues, como ya te  he dicho, el equipaje que llevaba  era escasísimo.  Ahora, Cristinita exhalaba un  aroma de agua de  limón y el que  olía mal era yo.

(Pan y bragas para el pueblo)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 12 de Julio de 2008, 18:29
pobre agus xD
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Ruben&Leiva en 14 de Julio de 2008, 15:03
Mejora por momentos (:
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 17 de Julio de 2008, 19:47
El viaje se  me estaba haciendo eterno.  El  niño siguió haciendo preguntas y preguntas.  Y me cazaba en todas.
Por fin, llegamos al chalet y, descargada la compra que habíamos hecho en el híper, me di una  ducha.  El termo del agua era eléctrico con  una capacidad para  calentar  cien litros  hasta  los sesenta  grados centígrados, una maravilla de termo,  pero con el inconveniente de que desde que  se encendía  hasta que  lograba este  espléndido resultado, venía  a tardar  aproximadamente  cinco horas.   Naturalmente, nos  lo encontramos apagado y el olor que yo  traía debido a la vomitona de la  niña  no podía  esperar.  Y  aunque era  ya primavera,  el agua  de la sierra estaba helada,  de manera que salí  de la ducha al  borde de la  congelación.
Me  puse  a rebuscar  en  la  bolsa  de viaje.   Encontré  cuatro camisas, dos pares de calzoncillos y  dos pijamas de seda, pero ningún pantalón.   Demasiadas  camisas  para  ningún pantalón.   No  soy  muy experto en hacer  equipajes y los estupendos pantalones  grises y unos  vaqueros los  había dejado colgados  en el armario del  hotel.  ¡Allí
podían estar!
Inmaculada vino en  mi ayuda trayéndome  unos vaqueros azules de hombre.   Los Había encontrado en el  armario del dormitorio donde íbamos a  dormir juntitos ella y yo esa  noche, en el dormitorio de la amiga,  de la dueña de la casa,  una divorciada como Inmaculada, una divorciada que llevaría allí de vez en cuando a un hombre.  Alguno de ellos habría  olvidado allí unos pantalones  no presentándose luego ocasión propicia  para  devolvérselos.    Y  muy  probablemente,  esa oportunidad no llegaría nunca porque se trataría de un hombre para una noche, uno de esos hombres que utilizan las divorciadas y luego dejan. Los usan y los largan.  Las divorciadas hacen eso.  ¡Pobres diablos!
En  fin, Federico,  en todo  eso pensaba  mientras me  probaba el pantalón.  Comprobé que me sobraban  cuatro tallas.  El dueño de aquel vaquero  debía  ser  un  Hércules.  Allí  cabían  cuatro  "agustines". Inmaculada pareció comprender lo que estaba pensando:
-Lucía, mi amiga, se busca  siempre unos tíos impresionantes.  No le gustan los esmirriados ni los enclenques –dijo.
No sé el porqué, pero el comentario como que no me hizo mucha gracia, más bien, no me hizo ninguna.  Me incordiaba el pensamiento de que alguien pudiera calzarse aquel pantalón y no quedar en ridículo.
Y al mirarme  en el espejo, observé que aquel  inmenso vaquero me hacía  parecer   un  absurdo  payaso. Un   tremendo  sentimiento  de inseguridad se apoderó  de mí espíritu.  Quizás se debía  a que existe un cierto sentido  de la proporción, de la correspondencia  por la que se piensa  que a esa talla  de pantalón, enorme, debe  corresponder un pene  también enorme.   Tuve miedo,  un  miedo atroz  al ridículo.  La responsabilidad me abrumaba.
Viéndome recién duchado y tan limpito, probablemente excitada por el aroma  del agua de  colonia que utilizo  habitualmente, Inmaculada, aproximándose, me  acarició la nuca  y me  rozó los labios  con tierno beso.  Los niños andaban por otro lado  de la casa y no podían vernos. Con  rápido y  sorpresivo gesto,  me  pasó la  mano por  encima de  la bragueta y yo,  de inmediato, por debajo del calzoncillo,  noté que el pene se alzaba vigorosamente pugnando por salir al aire libre.
"Esto está hecho",  pensé  alegremente dándome ánimos-.   "No va a haber ningún problema."
Aún  era muy  temprano  para  la cena.   Inmaculada  me pidió  le hiciera un favor a su amiga:
-Si no  te importa, pásale  la máquina al césped,  está altísimo. Le  prometí a  Lucía que  lo haríamos.   ¿No te  importa, verdad?
Y melosa,   me volvió a acariciar mis partes por fuera del pantalón.
Corté el césped con gusto, aunque  me costó  cogerle el tranquillo  a la dichosa maquinita cortacésped.  Acabé hasta los pelos de tanto bajarme y subirme a la máquina, pues, en  los lugares próximos a las tapias la cortacésped no sirve  y han de hacerse a mano   con la azada.  Además,  debido  a  un descuido  de  su  amiga, el  tanque  de  gasolina de  la maquinita estaba  prácticamente vacío  y hube  de traspasarle  un poco desde  el  depósito  del  coche.  Sólo  disponía  para  realizar  esta operación de  una gomilla  de esas  finas, y aunque  lo conseguí  y la mayor parte  fue a parar  al depósito  de la cortacésped,  unas buenas mamadas de gasolina me las llevé yo.
Terminado el  trabajo, estaba mareadísimo pero  un sentimiento de orgullo inundaba mi pecho.  Y cuando Innmaculada se enteró de lo de la gasolina, observando que vacilaba un  poco al andar, efecto del mareo, me hizo sentar para que no me fuera a caer al suelo.
Pero  no pasados  cinco minutos,  intentó encender  la cocina  de butano comprobando que la bombona estaba vacía.  Lo mismo les ocurría alas dos de repuesto que encontramos en la leñera.  Entonces dijo:
-Anda, Agustín, querido, si no te  importa, vete a Turégano a que te  las cambien.   Sin gas  no podemos  hacer nada.   ¿No te  importa,  verdad?
Cogí el  coche y me fui a cambiar  las bombonas.  Turégano es un  pueblito que  está a  unos once  kilómetros de  la aldea  donde se encuentra el chalet  de Lucía.  En el almacén  distribuidor del butano noté como el  empleado se fijaba en mis inmensos  pantalones.  Pero no dijo nada.
A la hora y cuarto, estaba de vuelta en el chalet.  El camino es sinuoso y el coche debe ir muy despacio si uno no quiere salirse de la carretera.  Descargué las bombonas del coche,  metí dos en la leñera y una la introduje  en la casa.  Al cabo de  unos minutos, Inmaculada se ponía a cocinar.
-Voy a hacer  una tortilla de patatas y unas  judías verdes, ¿qué te parece?   -me anunció alegremente-.   Una cosa sencilla,  no quiero eternizarme,  de modo  que nos  podremos ir  muy prontito  a la  cama. Estoy deseando cogerte por banda, querido,  no he estado con un hombre desde que me separé de mi marido.  ¡Imagínate las ganas que tengo!
Encabritóse  de nuevo  el  pene  intentando alzarse,  imperioso, dentro  del opresor  calzoncillo.   De todas  formas,  me sentía  algo cansado (no había parado ni un solo  momento en toda la tarde) y ahora era conveniente descansar un rato antes de irse a la cama.
Mientras  cascaba los  huevos para  las tortillas,  Inmaculada s acordó de algo:
-Agustín, querido -me díjo zalamera-,  aquí en Segovia las noches son frías y no te puedes fiar.   Ahora, todavía con luz, el frío no se nota tanto, pero en cuanto caiga la noche...  Si no te importa, haz el favor de ir a la leñera y parte  un poco de leña para las estufas.  No quiero catarros.  ¿No te importa, verdad?
-Hay leña cortada ahí en la entrada, en un cesto de mimbre, junto a la puerta  de la calle  -le indiqué.  Me  había fijado en  ese cesto nada más llegar aquella tarde.
Es muy poca  -respondió.  Y añadió riendo  alegremente-: ¡Cómo se nota que eres de Madrid!  ¡Qué  poco sabes de estas cosas!  Anda, anda, corta un  poco más.  Tienes  el hacha en  la leñera.  ¿No  te importa, verdad, querido?
Pues algo  sí que me importaba,  pero obedecí.  No soy  muy bueno con el hacha y salvé los dedos de los pies por milagro.  Cuando al fin apilé los  troncos de  leña al  lado de la  chimenea (listos  para que Inmaculada hiciera con  ellos lo que quisiera), sudaba  la gota gorda. Me notaba raro.
Inmaculada me dijo, cariñosa:
-Si  no te importa, Agustín,  querido, dúchate otra vez  antes de cenar.  Has sudado como un mono y en la cama te quiero muy limpito.
Y  por  tercera  vez,  insinuante,  me  pasó  la  mano,  rápida, escurridiza, por encima de la bragueta  del pantalón.  A lo que se ve, este gesto era habitual en ella.
Pero el  pene, en  esta ocasión,  no reaccionó  todo lo  bien que podía esperarse permaneciendo inerte.  Algo  en mí comenzó a desmoronarse.
"Esta va a ser como las otras dos" me dije con aprensión.
Y me  fui a la  ducha. Y en la intimidad  del cuarto de  baño hice pruebas.  El resultado fue satisfactorio.
Entonces,  perfumado y  limpio, animoso  aunque cansado,  ayudé a Inmaculada  con los  niños.  Les  dimos de  cenar a  ellos primero,  y después intentamos meterlos en la cama.  Su dormitorio quedaba al otro extremo  de la  casa, de  modo que  nuestro amor  podría desarrollarse discretamente.  Pero no hubo  forma ni medio de  dormirlos.  Cristinita que tenía miedo de estar  tan lejos, Manolín que él ya  era muy mayor para irse tan temprano a  la cama, el caso es que no  querían irse a dormir ni a tiros.  Al fin, aceptaron con  la condición de que les contara un cuento.
-Tío Agustín  sabe unos  cuentos maravillosos -habíales  dicho la madre.
Inmaculada se fue  a preparar nuestra cena y yo  me eché sobre la cama  que  ocupaba  Cristinita.   Comencé el  relato  del  cuento. Lógicamente,  un  hombre imaginativo  como  yo,  prefería inventar  el cuento  a  echar  mano  de   los  tan  socorridos  de  Pulgarcito,  la Cenicienta, Caperucita y demás, porque cuando se tiene el don de poder crear uno sus  propias historias es  mejor hacerlo así  pues no se  corre el riesgo de  que los  niños conozcan  el cuento  y se  aburran.  Además, pueden introducirse  escenas que presenten aspectos  diversos para una correcta formación de la mente infantil.  Todo son ventajas.
El  niño no  paraba de  hacer preguntas  estúpidas y  comentarios impertinentes.  Preguntas y comentarios tales como:
-¿Por qué el osito quería rescatar a  su papá de las garras de los cazadores?
Le expliqué las razones:
-Ya  te lo  puedes  figurar, el  osito quería  mucho  a su  papá. Estaba  muy triste  desde  que  los malvados  cazadores  se lo  habían llevado para encerrarlo en una jaula.   Por eso, porque quería mucho a su papá y  estaba muy triste, se jugaba la  vida intentando rescatar a papá oso.
-Pues  yo no  lo haría  -afirmó Manolín,  compasivo-.  No,  no lo haría a menos que me lo pagasen bien.       Un amor de criaturita, ese Manolín.
Acabado el  cuento del osito, vino  el de un niño,  Pepín, que no tenía con quien jugar.
-Sería un niño muy antipático y por eso nadie quería jugar con él -dijo Manolín con  lógica-.  Un gilipollas, eso sería ese  niño que te has inventado tú.
Le informé de que aquel niño no era ningún gilipollas, que lo que pasaba es  que vivía  en un  lugar muy solitario  en donde  sólo había personas mayores y que por eso no tenía amigos.      Pero Manolín insistía:
-Si  no  hay  niños, hay  viejos,  siempre  hay  con  quien  jugar -afirmó-.  O  si no,  un perrito, o  un gato...  Ese  niño que  te has inventado, tío Agustín,  debía ser un gilipollas,  un gilipollas súper antipático.
-No digas más eso de gilipollas -le reproché.
-Pues lo de gilipollas lo dice mi madre a todas horas.
-Pues es  igual, eso no se  dice.  Y, además, te  advierto que en ese sitio  donde vivía  el niño no  había nada de  nada, ni  gente, ni perros, ni gatos...  Nada de nada,  ni nadie tampoco, observé con suma irritación-.  ¿Lo comprendes, o no lo comprendes?
Y de  este modo, cuando  luego traté  de encontrarle un  amigo al niño,  porque a  Cristinita la  idea de  aquel pobre  Pepín en  extrema soledad rompíale  el alma, entonces,  entonces digo, las  pasé canutas para encontrarle un compañero a aquel desgraciado niño que vivía en un lugar tan solitario.  Forzando la  situación, hice aparecer un perrito por  los alrededores,  un perrito  del que  muy pronto  se hizo  amigo Pepín.  Pero, entonces, Manolín dijo:
-Ya lo sabía yo, en ese  sitio tenía que haber animales, en todas partes  hay alguna  clase  de animal.   No hay  sitios  donde no  haya animales,  así que  ese niño  era un  antipático, un  súper antipático gilipollas.
No  queda bien  gritar al  hijo  de la  mujer  con la  que vas  a compartir la  cama.  Por lo  menos, cuando las relaciones  se plantean fuera del matrimonio.  Así que no dije nada.

(Larguita, siguiendo la tendencia)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 17 de Julio de 2008, 22:33
mas porfavorrrrr :D
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 18 de Julio de 2008, 17:56
Hubo en  total tres  cuentos y, terminando  el tercero,  estuve a punto  de  dormirme.  Manolín,  convencido  de  que mis  cuentos  eran pésimos, se abstuvo  de hacer preguntas encerrándose  en un obstinado mutismo.  Me empezó a vencer el  sueño y, de hecho, debí dormirme.  De repente, sentí la  pringosa mano de Cristinita que me  frotaba la cara diciendo:
-¿Qué pasó con el tigre?  ¿Qué le hicieron?
Lancé un chillido.  Luego, cuando salí del cuarto de los niños ya no era el mismo hombre.      Ya  sabes, Federico,  que  no tengo  hijos.  Afortunadamente,  me divorcié  antes de tenerlos y esa es una de las cosas que más agradezco a la vida.  No soporto a esas  criaturitas egoístas y puñeteras que no hacen más que pedir y pedir, y  que consideran que uno debe estar a su servicio las veinticuatro horas del día.
Al salir de aquella habitación, la idea de casarme con Inmaculada ya no me parecía tan buena.  Lo  de los millones de las pólizas, desde luego, estaba bien, no digo que no,  pero no compensaba, no me va tan mal en  la empresa como  para someterme  a una tortura  semejante.  Si algo bueno había tenido Albertina, mi  mujer, era lo de no poder tener hijos aunque reconozco que no  estuve delicado felicitándola por ello. No, no debí felicitarla, lo sé.  Albertina no me lo ha perdonado.
El caso es que cuando dejé  dormiditos a Manolín y Cristinita, la madre ya estaba metida en  la cama esperándome.  Tapábase por completo bajo las mantas y sólo se le veía asomando por encima del embozo de la sábana, su hermosa cabeza.  Poseía Inmaculada un bello rostro de mujer madura, y ahora, lucía la espléndida cabellera rubia suelta, extendida por la almohada y el cobertor.
-Desnúdate  pronto,  amor  mío,   y  vente  conmigo  -me  reclamó impaciente.
En fin, Fede,  bueno, pues que me volví a  animar.  Pensé que una relación con Inmaculada  podía ser algo formidable.  No  tenía por qué casarme  con ella  y  el hecho  de  que viviera  en  Segovia era  otra ventaja.  Podría verla cuando quisiera  sin estar obligado a salir con ella a  diario.  Pero, a  ver...  ¿no es bonito  que a uno  le esperen bajo las  sábanas con  esa impaciencia?   Inmaculada merecía  la pena, verdaderamente, sí que la merecía.
Desnudo, me introduje  bajo las sábanas.  Inmaculada  se arrimó a mí abrazándome.  También ella estaba desnuda.
-Sólo  me he  dejado las  bragas -me  informó-, para  que me  las quites tú mismo.
Y nos dimos larguísimo beso.       Luego, ella, manipuló sabiamente con  el pene y yo trabajele los pechos.   Noté con  orgullo que  mi aparato  respondía con  presteza y valor.   Alzábase imperioso,  con violencia  incluso.  Los  pezones de  Inmaculada ya estaban duros.
-En el clítoris -solicitó.
-De abajo arriba, con suavidad -indiqué yo.
Y en ese  preciso instante de suma felicidad,  Manolín, el odioso Manolín, llamó a la puerta.
-Cristinita tiene miedo -explicó.
-Si no te  importa, Agustín, espérame un  minuto -dijo Inmaculada saltando de la cama.
Se fue la  madre para atender a la hija  tardando su buen cuarto de  hora  en  regresar.   Mientras  la  aguardaba,  mi  órgano  viril, fláccido, descansaba.  Comenzamos otra  vez los juegos comprobando que ahora la erección se producía de modo más lento, Inmaculada,  estirando las mantas, púsose a acariciarlo  con la boca, mordisqueando el glande con los labios.   La maniobra tuvo éxito total.   Desde luego, aquella mujer me sorprendía más a cada  minuto.  Allí, de rodillas en la cama, inclinada sobre mí, desnuda, luciendo aquellas bonitas bragas rosa que tan apetecible  le hacían el  trasero, se mostraba como  una auténtica experta.
Mas con tanta manipulación y  tanto roce, habíase escapado una buena cantidad  de semen, de manera que,    pensando en  ello,  comenzaron a  rondar por  mi cabeza tristes presagios.
"No  sé", me  dije: "Se  entretiene mucho.   O penetro  ya, o  no penetro nunca".  .
-¿Te apetece primero un sesenta y nueve?  -propuso feliz.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
-Casi no -repliqué-.  Vamos a hacerlo como Dios manda.
Gozosa,  se puso  a  mi lado  girando el  cuerpo  hasta darme  la espalda.  Quería  que le  entrara por detrás.
Y cuando  disponíame a complacerla,  el  pene erecto,  ¡perfecto!,  entonces  digo, de  nuevo Manolín  golpeó la puerta con los nudillos:
-Cristinita se ha hecho pis -anunció.
-¿Y el pañal?  -inquirió la madre  (el pene en espera a la puerta de la húmeda vagina).
-Se  lo había  quitado  y  está toda  la  cama mojada  -respondió Manolín desde el otro lado de la puerta.
Inmaculada,  abandonó  la  cama  bruscamente.   Esta  vez  no  me preguntó si me importaba  o no, se fue con el  hijo sin decir palabra.
El  pene se desmoronó.  Y  yo mientras aguardaba, deprimido, asistía al triste espectáculo  del derrumbamiento gradual  de lo que  tanto había costado levantar.   Toda ilusión  era vana.  Jamás  lo volvería  a ver como lo  había visto hacía un  instante, fuerte y vigoroso,  jamás tan atrevido.
Regresó Inmaculada cuando ya todo  era inútil.  No había nada que hacer.   Lo intentó  de todas  las maneras  posibles, pero  el mal  ya estaba  hecho.   Al  fin,  dándose  por vencida,  se  puso  en  pie  y quitándose las bragas rosas, arrojólas con rabia hacia el otro extremo de la habitación.
-¡Joder!  -  exclamó desesperada  aquella mujer tan  tranquila de ordinario-.  ¡Ya  podías haber  aguantado un  poquito, digo  yo!  ¡Qué inútil!
Se metió de nuevo en la  cama y, no pasados cinco minutos, dormía plácidamente.   Yo no  pegué  ojo en  toda la  noche.   ¡Tenía en  que pensar!
Nada más  amanecer, en  cuanto estuvo  despierta, me  comunicó su intención de regresar a Segovia.
-Nunca segundas partes  fueron buenas, así que  vámonos -dijo.  Y añadió-:  ¿Saben en  la oficina  de  Madrid que  eres impotente?   ¿Lo saben?  Yo  no diré nada,  no, seguramente  no lo diré.   Claro que... Podría ser que me viera obligada a...
Manolín,  sentado frente  a  mí  en el  otro  lado  de la  mesa, sostenía una tostada en  el aire a punto de metérsela  en la boca.  El muy hijo puta sonreía.  ¿De qué sonreía aquel hijo puta?
Inmaculada cumplió lo  que había prometido.  Se  olvidó de aquel "seguramente" y  no dijo  nada en  la oficina  de Madrid.   Yo tampoco comenté  lo de  las pólizas.   Ese  era el  trato.  Y  es más,  cuando solicitó el  cobro y me  pidió agilizara  los trámites, me  hice cargo personalmente del  asunto.  En menos  de un  año tenía el  dinero.  Al fin, fueron  ciento setenta millones y  no los ciento sesenta  y cinco que  yo había  calculado. Dejó  la empresa,  aunque  sin prisas  y últimamente se ha  juntado con Ros (con Ros, el  jefe de la delegación de Barcelona, un tipo hábil, un oportunista de tantos que se pirra por la pasta).
Y esto es lo que pasó.  Esto  es todo.  No he vuelto a salir con ninguna mujer,  ni pienso  volver a salir  jamás.  Supongo  que podrás entenderlo, Federico, amigo mío."
Y Agustín  (todos pudimos oírlo),  emitió un gemido.   Luego, no dijo nada.

(fin del capítulo cuarto, que da paso al quinto y último)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Thylzos en 18 de Julio de 2008, 18:06
Está muy interesante, sigue en su alto nivel. Pon ya el siguiente.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 18 de Julio de 2008, 20:37
muy buen final de historia, un poco triste para nusetro protagonista, pero asi es la vida :D

espero con ansias el 5 capitulo pero a la vez no quiero que llege porque es el ultimo :(
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Ruben&Leiva en 20 de Julio de 2008, 21:40
Pobre hombre, con menuda mujeres se nos topa...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 22 de Julio de 2008, 02:47
CAPÍTULO QUINTO
CONCLUSIÓN


Y Agustín  (todos pudimos oírlo),  emitió un gemido.   Luego, no dijo nada.
Federico,  interpretando   el  pensamiento  de  todos   los  allí reunidos, sentenció sin compasión:
-Efectivamente,  eso es  lo mejor  que  uno puede  hacer con  las mujeres: no  tratarlas.  Sobre  todo, cuando uno  es impotente.   Y no sólo es lo mejor, sino lo único que uno puede hacer en ese caso.
Con este comentario,  el bajito acababa de ganar  el combate.  Se había  mostrado implacable  y sin  corazón.  Todos  los allí  reunidos escuchamos como Agustín caía derribado sobre la lona del cuadrilátero. El  golpe, derecho  a la  mandíbula, de  potencia extraordinaria,  fue definitivo.   Agustín ya  no podría  levantarse para  seguir peleando. Estaba vencido.
Todos  los presentes  compadecieron al  desdichado Agustín,  pero nadie dijo una  palabra de consuelo.  Es más, nadie  dijo nada, ni una palabra de consuelo  ni ninguna otra cosa.  De manera  que el silencio se hizo espeso.
Ernesto (tan diligente como siempre, algo aturdido por la emoción a la  que  se  había  visto  sometido,  la  voz  alterada  por  súbita ronquera), preguntó  dirigiéndose al público  en general y a  nadie en particular:
-¿Desean alguna cosa más, señores?
El barman había perdido el  pudor.  Aquello equivalía a proclamara los  cuatro vientos  que toda  la  barra seguía  la conversación  de Federico  y Agustín.   Los  nervios habíanle  traicionado, la  presión ambiente le había  hecho cometer un error imperdonable.  Y  es que las circunstancias para nada eran normales, porque ver como un noble varón abre su alma desgarrada ante extraños hasta el punto de hacer públicos sus más íntimos sentimientos y temores, ver como se confiesa y humilla hasta el  extremo de  la degradación  moral, esas,  verdaderamente, no pueden considerarse  en absoluto  circunstancias normales  y no  es de extrañar, por tanto, que Ernesto se dejara llevar de los nervios.
El silencio  vino a  romperse por un  agudo, triste  y prolongado quejido al que siguió un sollozo.  Aquello encogió el corazón de todas las buenas gentes  que nos encontrábamos allí  reunidas.  Era Agustín, un  Agustín que  estaba llorando.   Luego nada,  ni un  ruido, ni  tan siquiera el que  producen los hielos al entrechocar unos  con otros en el interior de los largos y finos vasos que utilizábamos para beber.
¡Nada!  El silencio se hizo embarazoso, agobiante.
Intenté  fumarme  un pitillo.   La  cajetilla  de Winston  estaba vacía.
-Ernesto, por favor -dije-, ¿tiene Winston?
-Sí, señor.  ¿Desea un paquete?
-Sí, por favor, Ernesto.
Algunos  clientes  pidieron  la  cuenta  y  se  dispusieron  para marcharse.  La pareja del tímido y  la chica joven de los arrumacos se largaron los primeros.  Era evidente que todo lo que tenía que suceder de interés en aquella barra, ya había sucedido y que ya nada divertido podía esperarse que ocurriera esa  noche.
Federico, cruel y mezquino, dejó que pagara  Agustín y se fueron sin esperar  las vueltas.  Luego, sin  disimulo,  fue  desfilando  hacia   la  salida  el  resto  de  la concurrencia.      Muy pronto,  era yo  el único  cliente que  aún permanecía  en la cervecería.   Acodado  en la  barra,  apuraba  los restos  del  quinto manhatan  de la  noche.  Aunque  no me  encontraba demasiado  bien (el alcohol me  sienta fatal),  no tenía  ningún deseo  de irme  a dormir. Sabía que  iban a cerrar  la cervecería  en breve, pero  quería pensar tranquilo un rato.
Encendí un cigarrillo y le di un sorbo al manhatan.      Al otro  lado de la  barra el barman se  retiró un poco  hacia la izquierda comprendiendo seguramente que  mi estado de ánimo necesitaba el silencio.   Quizás también  el ánimo de  Ernesto necesitaba  de ese mismo silencio.  El camarero se  dedicaba a recoger las mesitas bajas. El portero se  despidió hasta el día siguiente, le  dio las llaves del ropero a Ernesto y se fue.
Frente a  mis ojos las  botellas de whisky y  coñac polvorientas, con etiquetas descoloridas...      En  mi  cerebro,  girando,   revolviéndose  unas  con  otras,  se mezclaban  las  ideas,  pensamientos varios  que  causábanme  profunda tristeza y honda depresión.  Primero el  encuentro con Lola con la que mi fatuidad había imaginado la posibilidad de una aventura, con Lola a la que había dejado luego en  un taxi, los ojos convertidos en fuentes por los que manaban abundantes lágrimas.  Y antes, las recomendaciones de mi madre, de una pobre viuda  que tenía que aguantar en su hogar la presencia de  un hijo  imbécil que  ni siquiera  era capaz  de hacerle compañía durante  una tarde  completa,  un  hijo del  que  únicamente reciba malos modos y desplantes de mal humor.      La noche había  tenido también lo de la ridícula  nariz postiza y lo  de toda  aquella gente  separada, divorciada,  todos ya  talludos, ridículos y  grotescos con los que había  pretendido pasar una noche alegre  de carnaval, una  noche alegre y  desenfrenada... .  ¡Qué palabra esa de  "desenfrenada"!  ¡Qué idiotez!  ¡Qué  vidas, Dios mío, qué vidas!
¿Y eso  es lo  que me esperaba  día tras día,  año tras  año? ¿La búsqueda  de una  noche de  jarana?  Por  las mañanas  a la  oficina y también por  las  tardes  prolongando  el  trabajo  innecesariamente, inventando tareas  para no  pensar en  lo que  verdaderamente importa, para no  pensar en la  propia vida que se  nos ha roto.   Regresamos a casa ya prácticamente de noche, muchas  veces de madrugada, a una casa que además de  no ser la nuestra  (porque es la de  nuestros padres, o porque  estamos alquilados  provisionalmente,  o porque  se trata  del apartamento de un amigo), Allí, no  encontramos a nuestros hijos, ni a nuestra mujer.   Ni a  mis hijos ni  a mi María,  a mi  querida María. Bien es verdad  que había pasado lo de aquel  hijo puta, aquel amante, aquel amante de María al que yo sabía que ella ya había dejado, que lo había dejado hacía tiempo. Y es que mientras nuestro matrimonio había funcionado,  verdaderamente había  funcionado  a  las mil  maravillas, porque  hasta que se presentó ese cabrón nos entendíamos perfectamente. Y no es  que hiciéramos grandes  cosas no, sino que  disfrutábamos con las  pequeñas  cosas  de  todos  los días,  con  eso  del  perseguirse charlando  de la  cocina al  cuarto de  baño, charlando  sin parar  de tontería  tras  tontería, gozando  inmensamente  de eso  que  le decimos compañía,  calor humano.  Y  es que  María y yo  habíamos sido felices  de  verdad, con  nuestros  hijos  y con  nuestros  problemas. ¡Felices, de verdad felices!
Porque aquel Agustín  lo primero que había dicho es  que no tenía hijos.  Es  decir que se  había separado de una  mujer pero no  de una familia como me había separado yo.  Eso es muy distinto, muy distinto. Es  sabido que  las parejas  que  no tienen  hijos pronto  caen en  el egoísmo y en el aburrimiento.  Y  terminan por separarse porque no son felices.  Y eso le había pasado a  Agustín, que no era feliz y por eso se había  separado de  su mujer.  Pero  yo sí era  feliz y  también me había separado de mi mujer, así que Agustín y yo nos habíamos separado los dos de  nuestras mujeres.  Eso era así, no  podía negarse.
¿Y qué me importaba  a mí lo de  aquel Agustín?   Bien, Agustín  no había sido feliz y yo sí lo había sido.  Bien..  ¿y qué pasaba con eso?
Pensé que Acaso  me había  pasado con  los manhatanes.    Evidentemente sí, pero  daba igual.   El hecho  es  que el  relato de  Agustín me  tenía fascinado.  ¿Era  tan raro lo que  le había sucedido a  ese tipo?  No, desde luego que no lo era.  Por lo visto, cuanto más macho se cree uno y cuanto más se arriesgue uno haciendo cosas extrañas e imposibles con las mujeres,  más frecuente es que  se llegue a la  impotencia.  Y muy pronto se ve que esos tipos no sirven para nada.
¡Desgraciado de  mí!  ¡Qué porvenir!   ¡Dios!  ¡Qué vida  tan sin sentido!   Todos separados  y  separadas,  divorciados y  divorciadas, buscándose por  los clubes,  por las  discotecas y  los pubes.   Y que triste lo  que pasa con  la mujer que iba  a acompañarnos por  toda la vida y  con la que  ahora sólo hablamos para  confirmar a qué  hora te devuelvo los niños, a esa hora a  mí no me interesa recogerlos, y este fin de  semana me tocan  a mí, o  no, te tocan a  ti.  Y los  niños se utilizan como  las pelotas de  tenis, ahora en  mi campo, ahora  en el tuyo, ahí te la envío, aquí me la devuelves...¡Qué triste! Y con el paso del tiempo, cuando uno se hace viejo, descubres que no tienes ni  mujer ni hijos, y  ni tan siquiera madre  porque ya está muerta, la pobre.  ¡Dios mío, qué triste todo!
-Señor, son casi las tres y media y a esta hora tenemos costumbre de cerrar -anunció el barman con suavidad.
Para mi sorpresa, la ronquera  de Ernesto había desaparecido y la voz no expresaba emoción alguna.  Era un auténtico profesional, de eso no cabía duda.   Solo habíase permitido un momento  de debilidad, nada más  que un momento.

(ale, quinto y último capítulo)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 22 de Julio de 2008, 14:46
joder ya a terminao :(:(, la verdad una gran historia, creo que es muy buena, claramente deberia ser editada, aver si tu padre tiene suerte ;)

un saludo y dale mis felicitaciones por esta gran historia
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 23 de Julio de 2008, 02:49
Que no, que aún queda...
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: jmgdixcontrol en 23 de Julio de 2008, 08:14
Pos continua, por favor ;(
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 23 de Julio de 2008, 12:02
am, como pusiste eso al final del post pense ke ya habia acabado :D

ahora me volvio la ansiedad jaja

salu2
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 26 de Julio de 2008, 05:19
Pregunté:
-¿Hay teléfono aquí desde el que pueda llamar?     
-Sí  señor, en  el pasillo  junto a  los servicios  -me informó-. Funciona con monedas o con fichas.  ¿Quiere usted llamar?
Pagué  la  elevada  cuenta   que  supusieron  las  cervezas,  los manhatanes y el paquete de Winston.   Ernesto, con las vueltas, me dio abundante moneda fraccionaria para el teléfono.
Me dirigí al pasillo, descolgué  el auricular  y, tras  unos  instantes de  duda, marqué  el número de  mi casa.   O mejor dicho,  marqué el de  la casa  de María, porque ahora esa era la casa de María y no era mi casa.       Diez   o  doce   veces   escuché  con   impaciencia  el   pitido característico  previo   a  que  descuelguen  el   aparato  y,  cuando decepcionado,  pensaba ya  desistir, pude  oír la  voz somnolienta  de María preguntando:
-¿Sí?  ¿Quién es?
-Soy yo,  Sebastián -contesté dándome  perfecta cuenta de  que la voz se me quebraba un poco por la emoción.
-¿Qué quieres, Sebas?  -dijo.
En  general no  me gusta  nada  la manía  que tiene  la gente  de llamarme Sebas, porque, según mi opinión, esa manía de los apodos, esa costumbre  de  reducir  el  nombre suele  hacerse  exclusivamente  con aquellas personas a las que  se considera poco importantes, tales como camareros,  o chicos  de los  recados, o  gente así.   Aunque a  decir verdad, cuando era  María quien lo hacía incluso me  gustaba porque me daba la sensación de intimidad haciendo uso de un derecho sobre mí que los demás no  tenían y que ella sí  que tenía.  Así que no  fue eso de Sebas  lo que  me puso  nervioso.  fue la  impresión que  tuve de  que seguramente la acababa  de sacar de la  cama y de que  quizás la había despertado  lo que me causó  el nerviosismo y    una cierta inseguridad. Y también   el temor  de estar metiendo la pata, como  suele decirse, que estaba metiendo la pata hasta el corbejón.
-Quería saber cómo estabas -dije.
-Estoy  bien -replicó.   Y luego  añadió-: ¿Y  para saber  eso me llamas?
Quizás no había sido buena idea el llamarla.  Ella, habría pasado tranquilamente la noche  en casa con los niños, no había visto llorar a Lola  y no  conocía siquiera  quién era  aquel desgraciado  Agustín ni tenía la más  remota idea de su triste historia.   Y, posiblemente, ni siquiera sabría que  la noche era fría  y que la gente  andaba por las calles tratando de  disfrutar de los carnavales.  Eso es  lo malo, uno jamás acierta con el momento oportuno para hablar, para hacer algo que le indique al otro que se le quiere, que se le quiere más de lo que el otro puede imaginarse.
-¿Y los niños, qué tal están?  -dije hablando con lentitud, pues, para mi  mal, la  lengua seme  trababa un poco.   El manhatan  es una bebida deliciosa  pero hay que  reconocer que le  pega duro.  Y  yo me había tomado cinco, demasiados.
-También están bien.  ¿Cómo quieres que estén?  -me informó, para mi gusto demasiado escuetamente.
-¿Han cenado ya?  -pregunté con interés.
-Son las tres  y media de la  mañana, Sebas, ¿a ti  qué te parece? ¿Te parecería normal  que estuvieran cenando a las tres  y media de la mañana?    -repuso  ella   con  tono   sarcástico,  ya   completamente espabilada, vencido el  sueño.  Inmediatamente, en un tono  de voz más calmado, contenido, preguntó-: ¿Te pasa algo, Sebastián?
-No, no me  pasa nada -repliqué, sabiendo que lo  que temía hacía un momento lo había temido con razón, la llamada era inoportuna y una metedura de pata que seguramente me sería recordada muchas veces y que muchas veces se aludiría a esa  llamada para corroborar con un ejemplo esa faceta de pelmazo que  María ahora, desde la separación, observaba en mi modo de ser y de actuar.  Según ella, no se había dado cuenta de lo pelmazo que  yo era hasta la separación, pero  a partir de entonces no hacía más que comprobar día tras  día que yo era un ser exasperante hasta el paroxismo.
-¿Te encuentras mal?  -insistió ella.
-No, no -contesté-.   Sólo que quería hablar o no  sé muy bien... Perdona, ya cuelgo -terminé precipitadamente.
-No cuelgues -ordenó.
Obedecí y no  colgué.  Pero no dije nada porque  no se me ocurría nada.  A ella sí se le ocurrió:
-¿Has estado bebiendo?  -preguntó en tono de reproche.
-Sí, he estado  bebiendo -admití.  No tenía  ningún sentido decir otra cosa.
-¿Has estado bebiendo manhatanes?
-Sí, manhatanes.
-Sebas, a ti los manhatanes te sientan como un tiro.  Debes estar fatal -observó, aunque lo curioso es que el tono de voz que acababa de emplear no era el del reproche sino el del cariño.
-No, no tan fatal -me defendí.
Permanecimos en silencio unos segundos.      El  teléfono me  avisó  con  ruido estridente  de  que se  estaba acabando el tiempo y que la llamada se iba a cortar.
-Esto se acaba -dije.
-¿No tienes más fichas?
-También valen las monedas -informé.
-¿Y tienes monedas?
-Sí.
-Pues echa más monedas -ordenó-.  No quiero que se acabe.
Obedecí.   Por  fortuna, era  mucha  la  moneda fraccionaria  que habíame dado Ernesto en previsión  de que la conversación fuera larga. Puse unas cuantas monedas de cien  pesetas, la moneda de más valor que admitía la máquina, así que tenía para un buen rato.      Pero ocurrió que  ninguno de los dos dijo nada.   Al fin, tomé yo la iniciativa:
-¿Estabas dormida?  -me interesé-.  Perdona, María.  No volverá a pasar, es que hoy ha sido un día un poco especial.
-Estaba dormida, pero no me  importa que me hayas despertado.  No me importa en absoluto.
-¿De verdad no te importa?  -pregunté ansioso.
-No sólo  no me importa  -replicó ella-,  sino que me  gusta.  Me apetecía mucho hablar contigo.
-¡Cómo!  ¿Qué has dicho?  -dije.
-Antes de dormirme estuve pensando mucho en ti, Sebas -dijo ella.
-¿Sí?
-Sí.
-¿Y cómo es eso?
No  comprendía que estaba pasando, pero estaba encantado de oír lo que estaba oyendo.
-Sebastián, últimamente  pienso mucho en  ti y en todo  lo nuestro -declaró,  temblándole la  voz  ligeramente. Lo noté  perfectamente. Quizás tenía ella también miedo a estar metiendo la pata.
-¿Qué has dicho?  -dije insistiendo.      El pernicioso efecto del  alcohol había desaparecido por completo encontrándome en estado  de máxima lucidez mental.   Estaba seguro que se cocía algo importante.  María,  después de unos cuantos segundos de vacilación,  unos  pocos  segundos pero  no  muchos,  inesperadamente, preguntó:
-Tú, Sebas, ¿cómo te encuentras?
No especificó nada más.  Podía  referirse al efecto de la bebida, o a mí estado  de ánimo en general, o a  cualquier otra cuestión, pero el caso es  que no dudé ni  por un momento de la  respuesta que quería darle, que me salía del alma.  Le dije:
-Muy mal,  María, realmente  me encuentro  muy mal.   Confesé sin ambages.
-Yo también me encuentro muy mal, muy mal, Sebas -dijo ella.
Hubo un silencio, un corto silencio, y María hizo otra pregunta:
-¿Dónde estás?  ¿Estás en casa?
-No, en la cervecería de al lado  de casa  de mi madre.  Ahora iba a retirarme  -repliqué,  emocionada  la voz,  impaciente  el  corazón. Ahora tenía la seguridad de que algo bueno iba a suceder.
-¿Quieres venirte a  pasar la noche a casa?   -dijo. Y comprobé, que  también  María  dejaba  que  la emoción  se  le  escapara  en  la temblorosa voz sin disimulo-.  Me gustaría mucho que vinieras.
-Ahora mismo voy -respondí a toda prisa.
-¿Encontrarás un taxi a estas horas?
-Si no  lo encuentro me lo  invento o lo pinto,  pero ahora mismo voy para  allá.  No tardo  ni veinte  minutos en llegar.   Hasta ahora mismo, María -dije.
Y  desde el  otro  lado de  la  línea,  la voz  de  mi mujer,  me contestó:
-Hasta ahora mismo pues, Sebas.  Ya verás, te tengo que hablar de muchísimas cosas.  Adios.     
-Adios -le dije.
Y colgando el  auricular del teléfono, apresuradamente,  me fui a despedir  de Ernesto.   El camarero  ya se  había ido,  de manera  que Ernesto y  yo estábamos solos  en la cervecería.  Ernesto  me esperaba pacientemente paladeando  con gusto lo  que parecía un zumo  de tomate preparado  con sal  y pimienta.   Este era  el tipo  de bebida  que en ocasiones permitíase el  barman.  También él querría irse a  su casa y no sé por qué me vino a las  mientes el pensamiento de si a Ernesto le esperaría en su  hogar una mujer o  no, una esposa o  una compañera, o quizás, no le esperaría nadie.
Claro  que no  le comuniqué  a  Ernesto mi  pensamiento, pues  no habría quedado natural en absoluto que un cliente le preguntara por su vida  privada.   Los políticos,  los  funcionarios,  los capitanes  de industria, los camareros y demás  servidores públicos han de aparentar no tener vida privada y se comete una gran incorrección preguntándoles por su familia por  cómo pasan un domingo, si van a  misa o cosas así. No es propio, no, no se debe preguntar.
-¿Todo va bien, señor?  -quiso saber Ernesto.  El barman esbozaba
una leve sonrisa.
-Todo bien,  gracias, Ernesto  -repliqué-.  Buenas noches,  ya es
hora de que todos nos retiremos a dormir, ¿no le parece?
-Sí  señor,   creo  que  ya   nos  lo  merecemos   -contestó  con afabilidad-.  Buenas  noches, señor, que  descanse y espero  verle por aquí muy pronto -añadió, despidiéndose.
El  barman  se fue  a  por  mi abrigo.   De  regreso  me ayudó  a ponérmelo y entonces,  recogiéndola de encima de la barra  donde yo la había dejado al llegar, me tendió la odiosa nariz postiza.
-Se olvidaba la nariz, señor -dijo.
-Gracias Ernesto -repliqué guardándome  el postizo en el bolsillo del abrigo.
Ya me disponía  a irme cuando me acordé de  algo.  Me volví hacia el barman y le dije:
-Ernesto, estos dos fulanos que estaban  junto a mí en la barra y que no  han parado de  hablar en toda  la noche...  ¿vienen  mucho por      aquí?
-Que yo recuerde -repuso-, nunca antes habían aparecido.  Además, su forma  de comportarse  es bastante llamativa  y habría  reparado en ellos.  Los recordaría muy bien.  Espero  que no vuelvan por aquí.  La gente acude  a las cervecerías  a alegrar  el ánimo y  no a que  se lo dejen a uno por  los suelos.  Ese tipo de cosas  al principio llena el local, pero a la larga hace que uno tenga que cerrar el negocio.  A la gente  le gusta  el  drama, pero  no  para todos  los  días, a  diario prefieren la simple charleta.   Y eso es lo que deja  dinero a un bar, ni  más ni menos que eso,  la  posibilidad de  que  unos hablen  con otros...  Y  cuando uno quiere soltar  discursos lo que debe  hacer es dedicarse a la política. Eso, dedicarse  a la política.   Estas historias reales que  parten el corazón de  los clientes,  son la  ruina de  los bares  y cervecerías. Sinceramente  señor, espero  que no  vuelvan  por aquí  esa pareja  de individuos.  ¡Que no vuelvan jamás!
No dijo más  porque ya era bastante.  Era la  primera vez que lo veía tan locuaz.  Y aunque yo no  lo sabía, también era la última vez que pude hablar  con aquel brillante profesional de  la barra.  Luego, una vez que  María y yo reanudamos nuestra vida  en común, entonces no fui por allí hasta  pasados dos años en que me  acerqué una tarde (más que  nada  por ver  a  aquel  extraordinario Ernesto),  llevándome  la desagradable  sorpresa  de  encontrarme  el negocio  cerrado.
En  la esquina de  Príncipe de  Vergara con  Diego de  León no  había ninguna cervecería.  En  su lugar se  hallaba una juguetería que  pasado algún tiempo también  se vio obligada a  cerrar.  Y es que  todo cambia, las naciones, las ciudades, las calles  y nosotros mismos...  El pasado es pasado y no hay nada que hacer a este respecto.
En fin,  dejé a  Ernesto y salí  al exterior.   Seguía lloviendo. Encontré  taxi  sin  dificultad  y  muy  pronto  circulábamos  por  la autopista camino del barrio de las afueras donde nos habíamos comprado el piso  María y yo.   Lo habíamos comprado  unos cuatro o  cinco años después de casarnos, cuando Miguel,  el mayor de nuestros hijos, tenía ya  tres  años. El  taxista  no  me dirigió  la  palabra  en todo  el recorrido.  Yo lo  prefería, porque lo que deseaba  era pensar, pensar en lo  que estaba sucediendo con  María, con María que  quería verme a aquellas horas  de la noche y  que decía que había  estado pensando en mí.
Entonces, me vino a la cabeza la imagen de Lola, mi querida amiga Lola, la pobre Lola a la que había dejado llorando hacía unas horas.
"Lola", pensé, "¡ojalá tengamos suerte! ¡Amiga mía, que nunca más nos encontremos perdidos en los carnavales! ¡Suerte, Lola, amiga querida!"
En esa noche  se inició mi camino de regreso  hacia la felicidad.
María y yo no paramos de hablar  hasta las nueve de la mañana, hora en que tuvimos  que irnos  a nuestros  respectivos trabajos.   Los niños, cuando  me  vieron   allí  en  casa  desayunando   con  ellos,  cuando comprobaron  que sus  padres no  se  gritaban sino  que imperaban  las buenas  maneras, parecieron  alegrarse  aunque no  en  exceso.  No  se fiaban.   Les  dijimos que  íbamos  a  vivir  otra vez  todos  juntos. Sebastián, el pequeño,  preguntó si ya no tendría que  ir los fines de semana a casa de la abuelita.  María se echó a reír con ganas al oírle decir esto,  pero a mí,  sinceramente, la  pregunta del pequeño  no me hizo la menor gracia.
Si bien  los comienzos no  fueron fáciles, puedo decir  que desde entonces mi vida cambió hasta  conseguir una felicidad que nunca antes había conocido.  No  sólo porque volvía a tener una  familia (y yo soy hombre  familiar  y  hogareño),  sino porque  creo  que  toda  aquella historia de  la separación me hizo  madurar.  De modo que  ahora en el trabajo y en mis relaciones personales, doy a las cosas la importancia que tienen.   O por lo menos,  eso intento.  Y ahora  la estabilidad y felicidad de los míos es lo que más aprecio en esta vida, en esta vida que es corta y que merece la pena de ser vivida.
Mi madre se alegró muchísimo de nuestra reconciliación, en parte porque  quería sinceramente  a María,  en parte  porque deseaba  verme feliz y, en  parte también, ¿por qué no decirlo?,  porque estaba harta de  tenerme en  su casa.   No la  culpo.  La  compañía de  un separado frenético  no  es  la  mejor  compañía para  una  anciana  que  se  ha acostumbrado a  vivir sola y  tranquila.  Y aún  es más difícil  si el separado es el hijo de la anciana.   El reencuentro de madre e hijo en estas circunstancias es algo imposible de soportar para ambos.
También se alegró Lola cuando lo supo, al igual que nos alegramos María y yo  cuando nos enteramos de  que se había vuelto  a juntar con Ricardo.
Y de los que no sé nada, ¡y maldito lo que me importa!, es de esa Gloria y de ese Guillermo, y en general, de ninguno de los integrantes de aquella alegre pandilla de simpatiquísimos conguistas.

     
                                   En Madrid.  Noviembre de 1996.

(Y ya está, se acabó la novela, espero que os haya gustado)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Ruben&Leiva en 26 de Julio de 2008, 12:07
¡Gracias!
He venido de fiesta, y lo primero mirar a ver... OMG
Voy a ver si duermo-.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 26 de Julio de 2008, 14:46
ahora si que acabo :(, como dije antes, un buen final feliz :). enorabuena a tu padre ;)

salu2¡
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 09 de Agosto de 2008, 22:30
Bueno, subi antes a ogame la primera parte de su siguiente novela, ahora la pongo aquí. Tranquilos, en unos días adelantaré a ogame subiendo más capítulos aquí.

MAGNÍFICO DON ALFREDO.

UNO.
Antes que nada, debo presentarme. Mi nombre es Alfredo Fernández García, soy economista, estoy casado con Caridad Garrido, tengo dos hijos, José Luis, el mayor, de quince años y Alfredín, el pequeño, de trece, vivo en Madrid en el espléndido piso heredado por Caridad de sus padres en la tercera planta de un viejo edificio que hace esquina entre las calles Ramón de la cruz y Alcántara, en el barrio de Salamanca, en pleno centro, pudiendo considerarme como uno de esos afortunados hombres de éxito a quienes cualquier cosa que emprendan les sale bien. En este momento, me dispongo a contarles un capítulo de mi biografía, algo que me sucedió en una ocasión, algo que aún hoy me hace pensar en lo sorprendente que es la vida y en el montón de casualidades y raras coincidencias que se dan en ella.
Comienzo, pues, mi relato. Mi vida cambió por completo una radiante mañana de un lunes de la primavera de 1997. Por entonces, había alcanzado ya el puesto de subdirector en la misma empresa para la que aún continúo prestando mis servicios, las afamadas Bombonerías Gutiérrez, empresa de pastelería muy conocida en el sector por el prestigio que últimamente ha adquirido el caramelo registrado con el nombre de El Exquisito y, aunque ya gozaba de las múltiples ventajas que suelen acompañar a los puestos directivos, si he de serles sincero, en mi opinión, aún no se me valoraba como me merecía.
En la mañana a la que me refiero, el trabajo no se me estaba dando nada bien. No haría ni un par de horas todavía que el presidente me había mandado llamar a su despacho para decirme:
-Alfredo, los banqueros no consideran la actividad confitera como una actividad seria de la que deban ocuparse, y aunque desconozco las razones por las que piensan de ese modo, el hecho es que los bancos y demás instituciones financieras no se sienten atraídas por las confiterías y no consideran que el dulce sea una actividad en la que merezca la pena invertir dinero. Pero es que ahora da la impresión de que esta casa de antigua y bien reconocida fama, ha llegado a agotar su confianza por completo, no se fían de nosotros, no se fían en absoluto. Y como en un par de meses vence el plazo de uno de los tantísimos préstamos que hemos pedido, nos va a pillar sin una peseta en la Caja, de manera que si no encontramos pronto remedio al problema de tesorería que se nos viene encima, tendremos que declararnos en suspensión de pagos. En fin, Alfredo, muchacho, debes conseguir que el Santander nos preste quinientos millones, para lo que deberás hacer un informe de los tuyos, uno de esos en que parece que todo marcha estupendamente y que las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Claro que nos corre prisa, conviene que lo tengas listo digamos que para el miércoles. ¿De acuerdo?
Para el miércoles me iba a ser prácticamente imposible tener listo lo que se me pedía.
-Estamos a lunes –dije-. El miércoles es pasado mañana.
-Eso es –me respondió don Anastasio-. Deberás tenerlo escrito pasado mañana miércoles.
-¿No sería mejor que se ocupara Cipriano de esto? -dije intentando eludir mi responsabilidad en el tema. Cipriano Bustamante era por entonces el director financiero, mi jefe, el concuñado de don Anastasio, un tipo simpático, extremadamente vago, un tipo que cobraba no sé si tres o cuatro veces más que yo y al que, por tanto, le hubiera correspondido en puridad, hacerse cargo de un semejante trabajo de elaboración tan imposible como era ese.
-Deje en paz a mi concuñado –replicó don Anastasio con aspereza-. Usted, Fernández, se encargará del informe. ¿Entendido?
Cuando don Anastasio Gutiérrez Cuarto, mi presidente, utiliza el usted dirigiéndose a alguien en particular, ese alguien en particular siempre entiende perfectamente lo que se le está queriendo decir.
-Haré ese informe –contesté.
La verdad es que, podría haber protestado todo cuanto hubiera querido que habría dado lo mismo, el informe lo haría yo tanto si me gustaba la idea como si no, aunque por otra parte, no dejaba de reconocer que era por completo natural que don Anastasio hubiera pensado en mí exclusivamente para la realización de un trabajo tan importante y de tamaña dificultad como era ese, pues nadie en la empresa se hallaba tan capacitado como yo para hacerlo. De modo que no voy a ocultarles que, cuando a los pocos minutos salía yo del despacho de la presidencia, me iba satisfecho poseído de un sentimiento de orgullo por la confianza que don Anastasio acababa de deposittar en mí persona.
Pero de vuelta en mi propio despacho y pasadas dos horas desde la entrevista, reflexionando en pie junto a mi mesa, no se me ocurría ni una sola idea que me sirviera para dar inicio al informe. Sabía perfectamente que me iba a ver obligado a esconder algunas de las cifras más significativas de los balances y cuentas de pérdidas y ganancias de los últimos años, sabía que debería mentir un poquitín con la esperanza de que las cosas marcharan bien más adelante después de un tiempo, que se arreglaran de forma que pudiéramos hacer frente a la devolución del eventual préstamo que nos concediera el Santander. En fin, que mi trabajo, no iba a ser cosa sencilla, ya que Nuestra pésima situación financiera venía de lejos, era asunto grave, se remontaba a tres años atrás cuando Don Anastasio Gutiérrez Cuarto, había decidido (por cierto, en contra de la opinión unánime de los profesionales que nos venía asesorando), promocionar a tope las ventas del mejor de nuestros productos, el riquísimo caramelo El Exquisito del que les he hablado antes, un caramelo bien conocido ya por entonces en Madrid, Burgos, Valladolid y Zaragoza. Don Anastasio, llevado de tremendo y casi feroz entusiasmo, encargó una campaña de publicidad, abrió nuevas delegaciones en Ávila, Segovia y Guadalajara, comprando nueva maquinaria más moderna y eficiente al objeto de poder atender oportunamente a la nueva demanda que se nos venía encima. Y aunque era de prever (pero nadie lo previó suficientemente, o si alguien lo hizo no se atrevió a decirlo), el caso es que el delirio mayestático de nuestro presidente que suponía la inversión de tantísimo dinero que no teníamos, que hubo de pedirse prestado y que luego nos estaba siendo imposible devolver,nos dirigía a la quiebra a toda prisa, sin que por otra parte don Anastasio, pareciera darse cuenta exacta de lo que sucedía. Porque don Anastasio Gutiérrez Cuarto, era y lo es todavía, un gran tipo, sí, un tipo estupendo, pero completamente loco e irreflexivo al que le habían bastado solo quince años para (a través de sucesivas ampliaciones del negocio), conducirlo de forma irremediable a la ruina tras más de otros cien años de haber estado gozando de una bien fundada fama y plácida existencia. Nos hundíamos sin remedio, de forma que la antigua casa confitera burgalesa fundada por el tatarabuelo de don Anastasio, corría el riesgo de desaparecer.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 11 de Agosto de 2008, 00:03

Volvamos ahora a lo que es importante en esta historia y no nos despistemos con explicaciones que para nada nos interesan. Como les venía diciendo, aquella mañana, llevaba más de dos horas pensando y aún no se me había ocurrido ni una sola idea digna de ser transcrita al papel que tenía delante. Sobre mi mesa de tablero de roble, a mi derecha, un cenicero conteniendo los restos de unos diez o doce Winstones, esparcía por el aire un desagradabilísimo olor a colilla de tabaco.
Dudaba de cómo dar inicio al informe. Preparé los folios. Saqué punta al lápiz (por entonces todavía no me hallaba acostumbrado a escribir con el ordenador, su uso, del que no podría prescindir ahora, no se encontraba tan generalizado como lo está actualmente), encendí un cigarrillo. De nuevo las dudas. Saqué algo más de punta al lápiz, dude de nuevo, situé la goma de borrar a la derecha de los folios en vez de a la izquierda y, al fin, escribí un par de líneas.
Detuve el lápiz. La cosa no iba bien, no iba bien en absoluto. Y quizás por esto, porque la cosa no iba bien, me estaba doliendo el estómago a rabiar dándome fuertes, continuas y dolorosas punzadas. Extrayendo un Pepsamar del bolsillo de la chaqueta, me lo metí en la boca comenzándolo a chupar lentamente.
levanté la vista del papel fijándola sobre la pared blanca de enfrente a mi mesa. No se me ocurría ni una sola idea. Irritado, tiré a la papelera las pocas líneas que llevaba escritas, un primer borrador, después siguieron idéntico camino un segundo y un tercer borrador y desesperaba ya de ser capaz de iniciar la redacción de un cuarto, cuando, abriéndose de golpe la puerta del despacho, entró en él mi secretaria Maribel, como siempre, haciéndolo sin molestarse en pedir permiso. En fin, he dicho mi secretaria pero en puridad, he de decirles que Maribel no era mi secretaria por entonces, aunque yo la tenía por tal pues, aunque se hallaba asignada a Cipriano mi jefe, al no aparecer éste por la oficina, en la práctica, trabajaba conmigo todo el tiempo.
Maribel vino a sentarse enfrente de mí, del otro lado de la mesa y, como jamás cierra la puerta cuando entra o sale, me vi obligado a levantarme para hacerlo yo,de forma que cuando regresé a mi butaca tras realizar dicha operación, pude ver que ya se había encendido un cigarrillo, un Winston, uno de los de mi cajetilla, pues suele hacer esto, fumar de gorra y siempre que puede lo hace a mi costa. Porque en fin, qué voy a decirles a ustedes que no sepan, pues ustedes saben como yo sé, como son estas secretarias jóvenes que se toman confianzas que ni usted ni yo les damos.
Era Maribel en ese tiempo (y lo sigue siendo todavía, a fin de cuentas no han pasado tantos años), una mujer de las que impresionan: Es alta, morena, de ojos negros y pelo castaño, de facciones regulares, viste bien, se peina con estilo, su trato es agradabilísimo. Se halla casada con un tal Máximo al que no da la impresión de querer demasiado. En aquella época y Desde hacía tiempo, venía observando que Maribel me lanzaba furtivas, intensas y melancólicas miradas, tan melancólicas, tan furtivas y tan intensas que Estaba por asegurar que la muchacha, aunque quizá sin percatarse ella misma de ello, se había ido enamoriscando de mí. Porque no es raro que ocurra esto de que surja el enamoramiento de una secretaria hacia su jefe cuando lleva algún tiempo a sus órdenes. La cosa comienza por la admiración y termina por el enamoramiento, ustedes lo saben y yo también lo sé.
Maribel, al otro lado de la mesa que nos separaba, tal como les he dicho, fumaba uno de mis cigarrillos winstones. Le dio una profunda chupada y exhaló luego el humo por la nariz. Entonces comenzó a explicarse. Me dijo:
-Don Cipriano acaba de llamar para decir que está en la Pimentel, en el chalet, y que hoy no vendrá por la oficina. Estoy sola. Podría salir, don Alfredo? Es que no podré dejar mi casa esta tarde y querría aprovechar este ratito para irme a El Corte Inglés a comprar algo de ropa, el viernes tengo un compromiso, ¿sabe?
Con estas cosas de Maribel hay que tener cuidado, te la mete en cuanto te descuidas, así que consideré lo que se me estaba proponiendo. Las oficinas de Bombonerías Gutiérrez ocupan la quinta planta de un alto edificio situado en la calle Velázquez muy próximo a la confluencia con María de Molina y los cortes ingleses más a mano son los de Goya y el de La Castellana, ambos no demasiado cerca.
-Vas a estar fuera toda la mañana –le dije.
-¿Es que tengo que pasar algún informe, don Alfredo? –me respondió ella.
-Pues no, precisamente hoy no. Quizá mañana o pasado, cuando termine este encargo de don Anastasio, tendrás que pasar uno, sí, quizá sí, pero hoy no, no, no hay ningún informe que pasar.
-¿Una carta entonces, don Alfredo?
-No, no, tampoco hay ninguna carta que escribir -dije.
-Pues en tal caso, don Alfredo, no importa que me vaya -concluyó-. Porque si hubiera que pasar algún informe, o una carta, o algo... Pero como no lo hay, puedo irme, ¿no le parece?
Maribel no esperó a que yo le respondiese, sino que dando por supuesto que tenía concedido el permiso, se puso en pie dirigiéndose hacia la puerta. Entonces, justo antes de irse se giró para no darme la espalda mientras me hablaba. Me dijo:
-He dejado el teléfono puesto para que las llamadas que se produzcan en mi despacho, le pasen a usted directamente, don Alfredo.
Eso dijo justo antes de salir, pero esta vez para mi sorpresa, cerró la puerta del despacho no dejándola abierta como solía.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 11 de Agosto de 2008, 00:04
De nuevo Me hallaba a solas. Debía tomar el escrito en el mismo punto en que lo había dejado, pero como que tal punto no existía y como el caso es que tanto antes como ahora me encontraba completamente perdido, sin ideas, despistado a más no poder, me era imposible seguir con la tarea que me había propuesto. Y fue entonces cuando decidí distraer mi mente un ratito para que después, con la cabeza despejada, se me ocurriera alguna cosa que transcribir al papel, pero que si no era así, al menos de momento me entretendría cotilleando a los de la casa de enfrente. De manera que, decidido lo que iba a hacer en los próximos minutos, abriendo el primer cajón de la izquierda de mi mesa, extraje de su interior unos pequeños prismáticos de bolsillo de los que se utilizan en la ópera y en el teatro dirigiéndome al ventanal.
Enfoqué el artilugio hacia el jardín de la mansión de enfrente. En esa casa, situada al otro lado de la calle Velázquez, algo a la derecha de la oficina, con un jardín de colosales proporciones que ocupa nada más ni nada menos que el espacio que suele reservarse para la edificación de una manzana de casas completa, en esa mansión digo, vivía por entonces una artista famosa de cabaret, una "vedette" a la que, en enormes carteles anunciadores distribuidos por toda la ciudad, se le nombraba con el apodo artístico de La Mulatita. Pero si el nombre artístico de esta mujer era bien conocido para todo el mundo, del verdadero nombre de la artista, nadie parecía estar enterado. Y esta misma ignorancia se extendía a sus orígenes, y aunque se rumoreaba que procedía de Cuba, tampoco se sabía esto con certeza. Claro que de la artista se decían muchísimas cosas, por ejemplo, se decía que no era ella la propietaria de tan magnífica casa, sino que pertenecía a un millonario, un millonario raro y retraído del que la artista famosa era la amante y del que nadie sabía nada pues discretísimo, permanecía en el más obscuro anonimato. Y aunque lógicamente, este hombre debía pasarse por allí a menudo a visitar a su amante, yo, pese al estupendo observatorio que me proporcionaba el ventanal de mi despacho, no había logrado ver nunca el rostro de aquel millonario excéntrico.
Me centré en lo que estaba viendo a través de los prismáticos. Disfrutando del aire libre, se encontraba toda aquella gente que, en cuanto llegaba la primavera, se pasaba la mayor parte del tiempo trajinando de un lado para otro del inmenso jardín. Allí estaba aquel individuo vestido con lo que muy bien podría ser el uniforme de un chófer, quien balleta en mano, se empeñaba todo el tiempo en la tarea imposible de sacar más brillo aún a la carrocería de un imponente Jaguar. Allí estaban como siempre, aquellas dos simpáticas doncellitas vestidas de negro, con cofia y delantal blanco, quienes rodillas en tierra, fregaban y fregaban los escalones de mármol de acceso a la casa en un vano intento de eliminar hasta la más minúscula partícula de polvo que se hubiera podido depositar en ellos. Y aún algo más allá, al fondo del jardín, en la proximidad de los parterres de flores, un jardinero con mono azul se entretenía recortando la pradera con una cortadora de césped mecánica. Mas como la noche anterior no había cesado de llover, ahora que lucía el sol de pleno, los altos árboles, los frondosos bojes y alibustres, la hierba, todo lo que se veía en aquel hermoso jardín lavado y purificado por la acción del agua, brillaba destellando bajo los alegres rayos del astro rey: los pájaros revoloteaban felices, feliz era el gato que dormitaba sobre el muro, felices seguramente también los criados y , en general, me pareció que todo lo que habitaba en aquel hermoso jardín era feliz aquel día.
Algo que vi entonces, llamó mi atención. Se acababa de abrir la puerta principal de la que había surgido corriendo una señora mayor con aspecto de ama de llaves, quien, sin detenerse a saludar a las arrodilladas doncellas, se fue directamente a hablar con el chófer. Parloteaba aparentemente muy excitada moviendo constantemente las manos por delante del pecho del tipo. Comprendí que algo importante sucedía allá abajo. El chófer, seguramente atendiendo a lo que le decía la gesticulante señora, se introdujo en el Jaguar comenzando a maniobrar con él hasta situarlo enfrentado a la puerta cochera que da salida a la calle Velázquez.
Picado de curiosidad, contemplaba la escena desde mi atalaya . Ahora, de nuevo se abría la puerta de la casa. Apareció recortada en el dintel, la figura de un caballero anciano al que seguía muy de cerca otro hombre, otro hombre cuyo oficio había de ser por fuerza el de cocinero. Lo digo por las trazas, pues venía cubierto con un mandilón con mangas, portando además el complemento del oficio, esto es el alto gorro blanco que tan bien caracteriza a los que ejercen esta profesión.
El jardinero y las doncellitas, al ver en la puerta al que debía ser su amo y al cocinero, dejaron el trabajo para, aproximándose, formar un corro alrededor de ambos individuos. Daba la impresión de que todos los presentes querían hablar a la vez.
"¡Ostras, tú!", me dije. "este debe ser el millonario misterioso que paga las facturas."
Observé a este hombre. Era un tipo ya mayor, como he dicho, casi un anciano más bien, de pelo blanco y, en él, ningún rasgo particular llamaba especialmente la atención. Vestía un traje azul, camisa blanca y corbata de un color rojo sangre. Era alto, flaco y seco, portaba en la mano derecha un bastón de palo negro, probablemente más por coquetería que por otra cosa, pues agitándolo en el aire de vez en cuando, no se servía de él para ayudarse en la marcha. Yo estaba seguro que nunca antes lo había visto.
El hombre iba contestando a las preguntas de los criados precipitadamente, pero de súbito, impaciente, dando por terminada la conversación, se abrío paso entre los servidores dirigiéndose a toda prisa hacia el lugar en que se hallaba aparcado el Jaguar. El chófer, viéndolo llegar, mantuvo abierta la portezuela trasera del coche mientras se acomodaba su amo en el interior. Y fue justo en ese momento, mientras aún permanecía abierta la portezuela del Jaguar, cuando el anciano, dejando libre el puño del bastón, lo sostuvo por el palo agitándolo en el aire de manera que por un instante, al incidir los rayos del sol sobre la empuñadura extrajeron de ella una serie de destellos metálicos que me hicieron pensar que el mango de ese bastón habría de ser de plata.
El jaguar se puso en marcha, y al poco, lo vi atravesar la confluencia de Velázquez con la calle López de Hoyos. un segundo después, lo perdí de vista.
Guardé los prismáticos. Miré el reloj. Las once y cuarto. Prendí un Winston. Tenía hambre.Al mediodía, me bajaría a comer a Vips, un restaurante próximo a la oficina donde me daría el gusto de tomarme unos huevos a la cubana, pues allí saben hacerlos muy buenos utilizando en su preparación el plátano canario y no esos otros de importación de colosales dimensiones completamente insípidos. Pero de momento, debía continuar con el informe, razón por lo que abandonando el ventanal, regresé a mi mesa para continuar la no empezada faena.
Repiqueteó el teléfono. Lo descolgué.
-¿Está Maribel? -inquirió cantarinamente una voz femenina un tanto aguda en la que reconocí inmediatamente la de Lucía, la telefonista, una amiga de Maribel, una mujer mas bien gorda y antipática, una de esas mujeres que a mí no me gustan y que estoy seguro que tampoco a ustedes les gustan. Y algo semejante debía sucederle a su marido, porque siendo delegado comercial en Londres o algo por el estilo, llevaba sin aparecer por Madrid un año o más. Lucía había aprovechado su ausencia para ponerle los cuernos con un tal Friederich, Friederich o un nombre como ese, un personaje que trabajaba en la embajada alemana, un individuo con pasta quien, al parecer la popeaba llevándola de aquí para allá, al cine, al teatro, a los mejores restaurantes y a las discotecas de moda.
-Maribel no está en este momento -dije-, ha salido del despacho.
-¿Es usted Don Alfredo?
-Sí, yo soy –respondí-. ¿Querías algo, Lucía? ¿Quieres dejar algún recado?
-Es que Maribel va a ir a El Corte Inglés y quería pedirle un favor –comenzó a explicarse Lucía-. . Hoy es el cumpleaños de Arturo, mi marido, viene de Londres al mediodía, está trabajando allí por unos meses, y me hubiera gustado darle una sorpresa. Le encanta la tarta de San Honoré y, verdaderamente,como la tarta de San Honoré de El Corte Inglés no hay otra. ¿Lo comprende, don Alfredo? Mi marido se pondría tan contento con un detalle tan tierno como ese y bastaría con que Maribel me trajera una de seis raciones, no necesito más.
Actualmente, los teléfonos móviles han venido a resolver un sinfín de situaciones como ésta, ya que cuando alguien desde el otro lado de la línea nos pregunta por otro alguien del que conocemos su número de móvil, se lo damos y en paz, asúnto arreglado, ninguna complicación. , mas, en 1997 el uso de estos pequeños aparatitos no se había generalizado aún por lo que yo, por más historias que me contase Lucía, no iba a poder hacer nada por ella.
-Pero es que Maribel se ha ido hace un momento –dije intentando emplear un tono de voz amable-. No puedo avisarla, claro, pero si ella se pone en contacto conmigo, le daré el recado, te lo prometo, Lucía.
tras colgar, permanecí unos segundos reflexionando sobre lo indignante que es que te vengan con cosas tan absurdas como estas de la tarta de San Honoré, o cosas por el estilo, cuando el destino de la empresa en la que trabajas se ha puesto en tus manos. Me sentía molesto porque me sacan de quicio estas continuas bobadas y estúpidas majaderías en que las secretarias gastan su tiempo de trabajo poniendo de manifiesto su total irresponsabilidad y falta de mollera. Primero la interrupción de Maribel, ahora la de Lucía... Si Me seguían interrumpiendo, me sería imposible redactar una sola línea.
Fue justo entonces cuando el estómago me dió un nuevo aviso en forma de fortísima coz, lo que me obligó a recurrir por segunda vez en la mañana al blister de Pepsamar, el antiácido de moda por aquellos años, al blister de Pepsamar que, como les he dicho antes, guardaba en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Y durante un buen rato, me entretuve masticando despaciosamente dos de estas pastillas. Después, finalizada la operación del masticado, ya con el estómago más aliviado, le eché una ojeada al reloj. Las once y media, Todavía me quedaba tiempo para trabajar en el informe hasta la hora de bajar a Vips a por los huevos a la cubana. Ordené la multitud de paeles y documentos que tenía ante mí de otra manera que me pareció más lógica a fin de que me fuera más sencill su utilización, , situé la goma de borrar a mi derecha en lugar de a la izquierda que era como se hallaba antes, afilé el lápiz y encendí otro cigarrillo. Ahora sí, ahora sí podría trabajar a gusto, ahora se me ocurrirían buenas ideas. .
Retumbó el teléfono, era evidente no me iban a dejar en paz ni un solo minuto. Y atendí la llamada.
-¿Está Maribel? -preguntó una voz femenina que reconocí inmediatamente.
Era Celia, la secretaria de don Anastasio, una muchacha de ojos verdes, cabellos rubios y poseedora de un tipazo espléndido.
-Maribel hace un rato que ha salido -dije.
-¿Eres tú, Alfredo? -dijo ella. Su pregunta no venía al caso, Celia conocía perfectamente bien mi voz a través del teléfono y tenía que saber con total seguridad que era yo quien le hablaba.
-Sí, soy yo -respondí.
-Me alegro de haberte encontrado, Alfredo. Estaba buscando a Maribel únicamente para charlar un ratito, pero ahora que hablo contigo, te diré... ¿Te apetece que comamos hoy juntos en Vips?
-Sí, claro que me apetece –dije.
-¿Te vienes entonces? –insistió ella.
-Sí, sí, claro que voy corroboré yo.
-Pues a las dos en Vips.
-Sí, a las dos en la puerta –dije.
Muchos otros varones de la oficina hubieran deseado con ansia que Celia los eligiera a ellos en lugar de a mí para bajarse a comer a Vips, a Vips o a cualquier otra parte, pero ella siempre me prefería a mí. Porque Celia, de un tiempo a esta parte, estaba simpatiquísima conmigo. Sí, la verdad es que conmigo estaba simpatiquísima. Pero el caso es que no lo estaba con los demás, sólo lo estaba conmigo. Simpatiquísima. ¿Y por qué estaba tan simpática conmigo?Seguro que había algo, seguro. El corazón me latía como loco. Me tomé el pulso Casi cien pulsaciones por minuto. Cien por minuto. Demasiadas pulsaciones. Demasiadas.
Por tercera vez, el teléfono comenzó a sonar. En esta ocasión, decidí no contestar. No descolgaría.
Cinco, seis, siete...
El timbre insistía sin desanimarse.
Nueve, Diez, once, doce...
¡Carajo! –exclamé.
Quince, dieciséis, diecisiete...
! ¡Qué bárbaro! –dije.
Veinte, veintiuno, veintidós...
El teléfono dejó de sonar. Desistían. Quien fuera, seguramente se habría convencido de que no había nadie en el despacho. Me tomé otro Pepsamar que terminé de masticar justo en el momento en que en el contiguo y vacío despacho de Cipriano, empezó a retumbar estruendosamente el teléfono.
Reflexioné un segundo. Desde el interior de la oficina, no podría estar llamando alguien, pues todos en la oficina saben que Cipriano jamás se halla en su despacho los lunes, de manera que forzosamente, quien estuviera llamando, lo estaría haciendo desde la calle. Qizá fuera algo importante, pero esta consideración no alteró mi decisión inicial,pues llamasen desde donde llamasen y fuera quien fuera el que llamase, yo no contestaría. Pero entonces, casi al unísono, comenzaron a repiquetear, uno tras otro, hasta cuatro o cinco de los otros teléfonos que se sitúan en la planta más allá del despacho de Cipriano. Escuché viniendo de lejos la voz de Purita, la cajera, quien, a la distancia, contestaba a uno mientras que los demás y aún otros que se les iban uniendo, sonaban sin parar formando un estrépito formidable. La quinta planta del edificio se hallaba atacada de una ensordecedora y frenética actividad sonora. Sin duda, algo fuera de lo normal estaba ocurriendo, algo de lo que yo debía estar enterado. Y en ese preciso instante en el que me planteaba que algo raro sucedía, el teléfono sobre mi mesa comenzó lanzando histéricos alaridos, por lo que histérico yo también, me precipité a descolgarlo.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Memnoch en 11 de Agosto de 2008, 01:34
Quiero más, quiero más.
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 12 de Agosto de 2008, 01:56
-¿Don Alfredo?  -dijo una voz femenina que reconocí de inmediato. Era otra vez Lucía, la gorda Lucía, la telefonista, la que le ponía los cuernos al marido.
-Sí, soy yo –repliqué.
-¿Y cómo es que no contesta? -preguntó la chica-. Estoy desesperada llamando a todos los teléfonos de su alrededor.
-¡Carajo!  ¡Por  Dios, Lucía! –Chillé perdidas por completo las buenas formas.
-No se ponga así, Don Alfredo -me respondió -.  Tenga tranquilidad.
Ahora ya sin chillar, pero esforzándome en dar a mi voz un tono severo y antipático, le dije:
-¿Pero qué demonios quiere, Lucía? ¿Quiere alguna cosa?
-Una señora pregunta por usted.
-¿Mi mujer? –pregunté.
-No, no es su esposa –me contestó la Telefonista-. Me ha dicho que se llama Rosa Valdivieso y que le urge ponerse en contacto con usted. La verdad es que por como habla, debe encontrarse en un apuro gordísimo, da la impresión de que va a echarse a llorar de un momento a otro. ¿Se la paso, don Alfredo?
-Sí, sí, pásemela -ordené.
-Me ha dado una lástima horrible tenerle que decir que me estaba siendo dificilísimo localizarle, don  Alfredo –dijo Lucía entonces-. ¿Dónde se había metido?. Porque debo llevar más de cinco minutos llamando a todos los teléfonos de la planta, y esa señora ahí, porbre de ella,  esperando. llando la pobre debe llevar esperando
-¡Ya está bien!  –rugí  indignado ante el atrevimiento de Lucía, de Lucía que todo lo cotillea-. ¡Pásemela de una puñetera vez! –dije de nuevo gritando.
Pero Lucía no me pasó a Rosa inmediatamente, sino que me hizo aguardar un buen  rato. Y  mientras me sentía más y más  impaciente esperando escuchar la voz de mi amiga Rosa al otro lado del teléfono, pensé en ella y Raimundo a los que no veía desde hacía por lo menos dos meses, mucho tiempo tratándose de Rosa y Raimundo.   Porque  Rosa y Raimundo, su marido, eran unos  amigos de toda la vida  a los que no pasaba una semana sin que Caridad y yo los viésemos, bien en el cine, en el teatro , el auditorio o cenando por ahí en cualquier buen restaurante. Desde un principio, desde la época en que los cuatro íbamos a la universidad, desde entonces, venía notando yo que la esposa de mi amigo sentía hacia mí persona una especialísima atracción, una atracción tan fuerte que se hallaba próxima al enamoramiento. Recordé luego el pasado remoto de los tiempos universitarios. La amistad con Rosa y con su marido, Raimundo Ruibalbo,  me venía de lejos, de los tiempos en que ambos éramos aún poco más que unos chiquillos jugando a ser universitarios. Recordaba perfectamente aquel día, lejano ya, en que  nos presentaron a Rosa y a Caridad, aquel día en que Caridad decidió quedarse conmigo y Rosa decidió otro tanto con mi amigo. Raimundo cursaba por entonces el segundo año de ingeniería industrial mientras que yo me encontraba acabando tercero de económicas. Rosa es hija única, una Valdivieso por parte de padre y una Martín Fonseca por parte de madre. El padre, de obscura procedencia, se hizo millonario merced a los beneficios que, año tras año, le proporcionaba la fábrica de galletas de la que se hizo propietario, mientras que la madre, una Fonseca, aunque una Fonseca de una rama no muy directa de los Fonseca, una Martín Fonseca, presumía entonces (y presume aún),  de ser una gran terrateniente con tres o cuatro fincas agrícolas y ganaderas de considerable extensión esparcidas entre Soria y Burgos. Claro que a los padres de Rosa apenas si los conocía, a la madre más que al padre, pues Raimundo y yo habíamos pasado junto con nuestras por entonces novias aún, un verano en el viejo caserón que la familia Fonseca poseía en Villarcayo  y, así como  doña Enriqueta había permanecido con nosotros todo el tiempo, al padre, únicamente lo vimos un día y casi por casualidad, un día en que se había acercado a comer a Villarcayo  desde Burgos apareciendo en el jardín del caserón repantingado en el asiento trasero de un formidable Mercedes. Aunque me dio la impresión de ser un hombre simpático, la verdad es que no podría decir el por qué, pues apenas si dijo dos palabras   a lo largo de la comida yéndose nada más terminado el postre. Y es que según supe luego, los padres de nuestra amiga andaban medio separados ya por entonces.
Pero vuelto a la realidad actual de mi despacho, el caso es que los segundos iban pasando (debía llevar esperando más de dos minutos ya) y la voz de Rosa no se dejaba escuchar. ¿A qué demonios estaba  esperando Lucía para pasármela?
Se oyó un clic.
-Ahí la tiene -dijo Lucía.
-¿Eres tú, Alfredo?
-Sí, soy yo -dije. La voz de mi amiga efectivamente, tal como me había adelantado la telefonista, revelaba que su poseedora se hallaba sometida a una buena dósis de angustia.
-Alfredo... ¿Podrías venir rápidamente conmigo al hospital, al Ramón y Cajal? Raimundo ha tenido un accidente, está ingresado en la UVI de traumatología, está muy mal y quiere verte. Ha preguntado por ti. ¿Podrás venir? ¿Podrás venir ahora mismo?
-¡Naturalmente que puedo!  -respondí. ¿Cómo no iba a poder?
-Pues date prisa en bajar al portal –me dijo-.  Te espero en la puerta en unos diez minutos.
Colgó sin darme tiempo a preguntarle qué tipo de accidente había tenido Raimundo y qué era lo que le pasaba exactamente. Arrellanándome en la butaca, encendí un cigarrillo. Tenía diez minutos de espera hasta que llegara mi amiga. E inmediatamente volví a sumergirme en los recuerdos del pasado, de los tiempos universitarios que gastamos juntos los cuatro, Rosa, Caridad, Raimundo y yo.
"En fin...  –me dije-. ¡El tiempo se nos va volando!"
Apagué lo que quedaba del cigarrillo, apenas algo más que la colilla. Los diez minutos de espera debían haber transcurrido ya y seguramente Rosa me estaría esperando abajo en el portal. Poniéndome en pie, abandoné el despacho para dirigirme pasillo adelante en dirección a los ascensores.


(Sé que es un pedacito enano, pero es que termina el capítulo 1)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 15 de Agosto de 2008, 02:06
DOS.
Abajo en la calle, reinaba una gran animación. La gente caminaba a toda prisa por las abarrotadas aceras, estorbándose el paso los unos a los otros, hablando fuerte, discutiendo algunos, formando un torrente humano contra el que hube de luchar para aproximarme a la calzada en la que los coches se agolpaban  retenidos en un monumental atasco. Sonaban las bocinas con ensordecedor ruido.
Miré en todas direcciones, pero no se veía a Rosa por ninguna parte. De pronto, oí su voz llamándome desde el interior de un taxi.  Asomaba la cabeza por la ventanilla gritando mi nombre.  Alzaba la voz a más no poder. Le hice un gesto de reconocimiento,  y luego, avanzando entre los coches, llegué rápidamente hasta el taxi, con lo que,  abriendo la portezuela y fui a sentarme con ágil brinco en el hueco que mi amiga acababa de dejar libre retirándose hacia la ventanilla del otro lado.
-¡Buenos días! –dije saludando.
-¡Buenos días! –me respondió Rosa.
-¡Buenos días! –dijo el taxista girándose hacia atrás para mirarme, el taxista, un individuo joven que no llegaría a los treinta.
-Vamos  al Hospital Ramón y Cajal –explicó Rosa al hombre. 
-Está bien –contestó el otro.
Como mi amiga me estaba ofreciendo la mejilla para que se la besase, así  lo hice, y luego,  acomodándome en el asiento, me puse a contemplarla. Pese al mal trago que Rosa estaría pasando,  con su marido ingresado en la UVI, la encontré fresca, guapísima, tan encantadora  como siempre. Yo le llevo tres o cuatro años de manera que, andando yo por los cuarenta y nueve, ella  debía estar por entonces en los cuarenta y cinco  o cuarenta y seis.   En fin, tuviera cuarenta y cinco o cuarenta y seis, tuviera los años que tuviera, de lo que no hay duda es de que en ese momento d su vida, Rosa atrabesaba su mejor edad encontrándola yo de lo más atractiva. Más bien morena de piel, ojazos negros, con el pelo castaño cortado casi a lo chico, menuda, graciosa , con todas las partes de su cuerpo muy bien formadas y en proporción unas con otras, cualquier hombre que la mirase habría de reconocer que estaba espléndida.
-¿Qué le ha ocurrido a Raimundo? pregunté, pues  Raimundo era el motivo por el cual me hallaba con Rosa en un taxi a esa hora del mediodía.
-Ha tenido un accidente –me respondió-. Tu amigo, querido Alfredo,  es un total irresponsable, está loco de remate.
-¿Pero que diantres le ha pasado ? –dije insistiendo.
-Se ha roto un brazo y una pierna. Tiene  todo el cuerpo lleno de moratones  de los que va a tardar en recuperarse.   Pero además, probablemente, no se va a poder sentar en una larga temporada, porque tiene el culo en carne viva y una fisura en la rabadilla. Eso tiene tu amigo, Alfredo. Eso tiene.
-¡Qué bárbaro! –exclamé.
-¡Caray! –dijo el taxista.
Intenté imaginarme al pobre Raimundo con las dos piernas rotas, un brazo y dos costillas, más lo de la rabadilla y las magulladuras.  ¿O lo que había dicho Rosa era que se había roto los dos brazos, una pierna y una costilla, una rabadilla y algo magullado el culo?  ¿O era la rabadilla lo que tenía roto, el culo magullado, una fisura en una costilla, dos piernas rotas y un brazo?  ¿Cómo era? ¡Qué horror! ¡Vaya lío!
-¿Pero concretamente... ¿Qué demonios le ha pasado? –volví a preguntar.
-Se ha dado un morrazo bestial con el parapente –me respondió Rosa.
-¿Parapente?
-Sí, parapente –confirmó mi amiga-.  Un viento fortísimo, creo. Se precipitó desde bastante altura yendo a parar a un río, un río, gracias a Dios, con arena en el fondo y con apenas un metro y algo más de profundidad. Le vieron unos senderistas que le ayudaron inmediatamente.
-¿Se la pegó con el parapente? –dije insistiendo. La cosa me interesaba, tanto Raimundo como yo éramos (y continuamos siéndolo), grandes aficionados a los deportes de riesgo, pero nada sabía de que anduviera haciendo prácticas con el parapente. Pensé entonces de inmediato que, con toda seguridad, lo había llevado en secreto para dejarme con un palmo de narices cualquier día, dándome una sorpresa de órdago el muy cabrón. Pero él no estaba tan bien entrenado como yo para hacer deporte, su preparación física dejaba mucho que desear de forma que el día menos pensado, en su afán de emularme, iba a conseguir matarse.
-Sí, con el parapente. Desde una gran altura –volvió a decir Rosa reflexionando en voz alta.
-¡Caray! ¡Con el parapente!  escuché que decía el taxista por lo bajo.
Permanecíamos sin movernos. Desde que me había subido en el taxi, no habríamos avanzado ni veinte metros, pues si bien el tráfico que discurría por María de Molina lo hacía con  dificultad, en la dirección que nosotros pensábamos seguir, Velázquez arriba, y pese  a que el semáforo se hallaba en perfecto funcionamiento saltando del rojo al verde y del verde al rojo, los coches no se movían en absoluto. Comprendí lo que estaba sucediendo. Un guardia urbano se estaba empeñando en poner orden en aquel caos, pero aquel gesticulante tipo, más que organizar, desorganizaba.
-¿Por dónde quieren que vayamos? –preguntó en ese momento el taxista-. Es que prefiero preguntar al  cliente por dónde quiere ir para evitar malentendidos.
-Vaya por donde le parezca -le respondió Rosa-. Usted sabrá mejor que nosotros por dónde hay que ir.
-Gracias, señora -repuso el hombre-.  ¿Le importaría que dejase la ventanilla abierta? Son tantas horas las que paso en el taxi que no me gusta llevarla cerrada, me da la sensación de estar prisionero. Este es un espacio tan pequeño que produce algo de claustrofobia. Pero luego, cuando nos movamos, la cerraré.
-Naturalmente que se lo permito –respondió Rosa hundiéndose un poquitín más en el asiento poniéndose cómoda.
Miré el reloj, las doce y cuarto. El estómago me seguía  molestando. Del bolsillo de mi chaqueta, extraje por tercera o cuarta vez en la mañana, el blíster de Pepsamar, comenzando segundos después a masticar un par de pastillas  despaciosamente.
El taxista acababa de hacernos una pregunta. Había dicho:
-¿Fuman  ustedes?
-Pues sí, sí que fumo –dije echando una ojeada al cartelito situado sobre el cristal de la ventanilla de mi derecha en el que se prohibía fumar.
-Yo también tengo ese vicio –dijo Rosa.
-¿Quieren  un Marlboro ahora?  -nos ofreció el hombre que ya alargaba el brazo hacia la guantera para coger en ella un paquete de cigarrillos Marlboro. Mientras realizaba esta operación, continuó hablando. Nos dijo-: Aprovecho para fumar cuando se suben clientes que lo hacen y pueden comprender este vicio. Me hacen un favor. ¿Saben? Si fuman ustedes, podré fumar yo también.
Girándose en el asiento, con la mano izquierda nos tendió la cajetilla  de la que sobresalían unos cuantos cigarrillos,  al tiempo que con la derecha encendía el mechero que acababa de extraer del  bolsillo de su chaqueta. Nos ofreció fuego, primero a Rosa y después a mí y, por último, encendió él.
-La gente se ha vuelto demasiado intransigente últimamente –observó-. Demasiado intransigente.   La intolerancia está a la orden del día,  nadie transige ni un pelo con nadie,  todo el mundo se preocupa muchísimo de que respeten sus derechos  pero nadie se preocupa de respetar los de los demás. ¡Es increíble! Nadie tolera ni lo más mínimo a nadie. Con esto mismo del tabaco, mire lo que pasa: los no fumadores desprecian a los fumadores y si por ellos fuera prohibirían fumar en las casas, les impondrían multas por hacerlo y hasta intentarían meterlos en las cárceles. En Estados Unidos no se puede fumar en la mayoría de los edificios de oficinas ni en los restaurantes y aquí, dentro de poco, harán también leyes para prohibirlo.
- Tiene usted toda la razón –corroboró Rosa el comentario del otro.
En fin... ¿Qué quieren que les diga? Ustedes y yo sabemos perfectamente como son estos fastidiosos taxistas, fontaneros, electricistas y demás listillos que de todo saben y de todo entienden. Ustedes los conocen bien y yo también. Pero cuando me disponía a  recordarle al tipo aquel tan listillo lo nocivo que es el tabaco en la opinión de los médicos, me dio la impresión de que íbamos a movernos por fin.

(pues aunque nadie diga na pongo otro capítulo xD)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 15 de Agosto de 2008, 02:58
bueno, pusiste otra novela de tu padre :D, me alegro,la verdad me esta gustando esta novela, espero que prosigas ;)

saludos
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 27 de Agosto de 2008, 02:29


-Nos vamos. Ya avanzamos –dijo el taxista.
Efectivamente, el guardia urbano nos estaba dando paso para que cruzásemos María de Molina. Lo hicimos lentamente, pero, al llegar a la altura de López de Hoyos un nuevo semáforo nos retuvo.
-¡Vaya por Dios! –exclamó Rosa impaciente.
-Si le parece, iremos por Velázquez y saldremos luego por la Castellana adelante en lugar de subir por López de Hoyos a buscar la M30, a estas horas suele ir muy cargada por este lado norte –dijo el taxista decidiéndose al fin a elegir un itinerario concreto-.  Aunque claro –continuó diciendo-,  no puedo garantizarles  que vayamos bien por la Castellana, estas cosas nunca pueden saberse y únicamente se puede intentar acertar.
-Vaya usted por la M30 –dije  percatándome de que el hombre intentaba engañarnos prolongando la carrera innecesariamente. En fin, que por muy simpático que se hiciera el listillo aquel, a mí no me la iba a dar.
-Es que... –insistió el hombre-. Antes, no hará ni media hora de esto, la M30 estaba a tope.
Furioso, di un ligero puñetazo sobre el reposacabezas que tenía delante.
-Cállese y vaya por donde le digo, haga el favor –dije alzando la voz.
-¿Qué ha dicho? ¿Por qué se pone así? ¿Es que quiere armar bronca? –me respondió el taxista.
-Lo único que deseo es    que se calle –observé-. ¡Cállese! ¡Haga el favor!
-¡Por Dios, Alfredo! –intervino Rosa-. No armes lío. No es momento.
-No se preocupe, señora –dijo entonces el taxista-. Nunca armo jaleo por cosas como éstas, estoy más que acostumbrado a tratar con gente como su amigo.
-¿A que coño se refiere con eso? -pregunté indignado, perdidos ya los estribos.
-¡Por Dios, Alfredo! –exclamó Rosa-. ¡Haz el favor de callarte!
-¡Vaya!¿Es que tengo que ser yo el que me calle? –dije irritado a más no poder .
Pero pese a mi enfado, permanecí en silencio y ya no hubo más conversación por el resto de la carrera.
En el vestíbulo del hospital, entre un enorme barullo, Rosa y yo nos dirigimos a la ventanilla de información. Hubo suerte, no había nadie por delante de mí y no tuvimos que esperar.
-¿Qué desea? –me preguntó la joven encargada de atender al público.
-Necesito llamar por teléfono urgentemente  –le dije. Acababa de recordar que debía ponerme en contacto con Celia  y con Caridad, con  Celia para avisarla de que no podría ir a comer con ella,  y con Caridad para advertirle de lo que estaba pasando con Raimundo.
-El teléfono funciona únicamente con monedas –me advirtió la chica.
Pero como yo disponía de monedas más que suficientes y no iba a haber problema, le dije a Rosa que me siguiera hacia donde nos acababan de indicar. El lugar en cuestión, era un pasillo más bien lóbrego al lado de los servicios   con un único teléfono colgado de la pared, un lugar en el que no se veía a nadie, Rosa y yo,  estábamos completamente solos en ese pasillo.
Introduje una moneda y marqué el teléfono de casa. Caridad no respondía, de manera que, tras doce o trece timbrazos, acabó por saltar el contestador automático.
-Caridad, come tú sola haz el favor –le dije -. Estoy en el Ramón y Cajal, han ingresado a Raimundo, Rosa me ha telefoneado para que viniese. Luego, cuando sepa algo con más detalle, te llamaré.
Miré el reloj. La una menos diez, Celia aún estaría en la oficina. Marqué el número. Con un poco de suerte, aún podría disculparme ecplicándole lo que pasabva.
Uno, dos, tres...
¡Caray! No contestaban.
Nueve, diez, once...
¡Carajo! ¿Pdónd ese había metido Lucía?
Trece,  catorce, quince...
Todavía esperé tres o cuatro timbrazos más. Y entonces, Descolgaron.
-¡Dígame! –contestó una voz.
Efectivamente,era Lucía la telefonista, la gorda Lucía, la de la tarta de San Honoré, la del marido en Londres.
-Soy yo, Don Alfredo –le dije.
-¡Ah!  Don Alfredo. Es usted –se limitó a decir ella con frío acento.
-Sí, soy yo. ¿Me pasas con Celia? –dije.
Esperé mientras la telefonista intentaba localizar a mi amiga la secretaria del presidente.
-Celia no está en su despacho, don Alfredo –me dijo al fin Lucía-. No contesta.
Reflexioné durante unos cuantos segundos. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo avisar a mi amiga de que no podría comer con ella, a mi amiga que estaría esperándome ya impaciente en la puerta de Vipss?
-Don Alfredo... ¿Quiere que le diga algo a Celia si la veo?
-Aguarde un momento, por favor, Lucía. Tengo que pensar.
Me hallaba en una de esas situaciones en las que hay que aplicar las teorías de mister Simon,  el famoso profesor norteamericano del Eurobuilding que todas las primaveras organiza cursillos para ejecutivos, cursillos a los que  yo, por  aquella época, asistía regularmente, mister Simon, un tipo  del que no creo haberles hablado antes, un genio  que no dejaba de repetirnos  a los que seguíamos atentos sus clases que, en la vida,  primero hay que pensar y después actuar, nunca al revés, nunca actuar y después pensar. ¿Qué hacer en una situación como la que se me presentaba?  "Primero pensar y después actuar", me dije. Celia tendría que entenderlo, Raimundo quizás estuviese agonizando en la UVI y por mucho que nos moleste, antes es la obligación que la  devoción. Perfecto el refrán, Raimundo era la obligación  y Celia la devoción. resolví pedirle un favor a Lucía, un favor pequeñísimo. Le dije:
-Únicamente, dígale a Celia cuando la vea que la he llamado y que la veré luego. 
¿Quiere que le pase a Maribel, don Alfredo?
Por detrás, Rosa me picó en el hombro.
-Alfredo –me advirtió-,  hay otras personas que quieren usar el teléfono.
No me volví. La telefonista me estaba hablando de algo que, merced a la interrupción de Rosa, no pude entender, pero Ahora escuchaba su voz perfectamente.
- ... y es que Maribel es un amor.¿Sabe que me ha traído un San Honoré magnífico de doce raciones?  Por lo visto habíamos estado hablando ella y yo de lo del cumpleaños de Arturo ayer y yo, con los nervios, no me acordaba. ¡Qué tonta! Pero el caso es que mi marido, Arturo,  se va a poner contentísimo. Viene esta tarde de Londres y ...
-estoy en una cabina –le  dije a Lucía interrumpiéndola.
-¡Perdone, Don Alfredo! No me daba cuenta de que a usted, puede que estas cosas no le interesen  -se disculpó -. Entonces, ¿le paso a Maribel?
Reflexioné un instante. ¿Sería aconsejable que yo le dijera a Maribel lo de Raimundo y que ella se lo explicara a Celia? No, no me convenía que Maribel supiese que había quedado a comer con Celia, ya que tal como estaban nuestras relaciones de confusas últimamente, cuando ya daba la impresión de que la tenía a punto de caramelo, no sería prudente en absoluto picar sus celos enterándola de lo que había entre Celia y yo. Lo mejor sería que se lo explicase a Celia yo mismo al día siguiente cuando la viese, con lo que se evitaría con toda seguridad cualquier posible malentendido con Maribel.
-¿Se la paso? 
-No, gracias Lucía –le dije.
-¿De verdad no quiere que se la pase?
Tanta insistencia de Lucía con Maribel ... ¿Sabría algo la telefonista? El corazón se me estaba acelerando, el estómago me lanzaba nuevas punzadas. Me decidí.
-¡Pásemela! ¡Pásemela! –le dije. Quizás fuese mejor así, que le explicase yo a a fin de cuentas,  Con Celia todavía no había nada y Maribel no podría ofenderse.

(Pues eso, siento haber tardado tanto, no disponía de la novela aquí)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: Sandman en 30 de Agosto de 2008, 03:47
-Se la paso –dijo Lucía.
Aguardé.  Aguardé un poco más. Se escucharon unos cuantos clics. Más clics.
-Perdone, don Alfredo –dijo Lucía-. Creo que se ha estropeado la centralita, no puedo comunicar con el despacho de Maribel. ¿Quiere que pruebe otra vez?
Y fue justo en ese momento cuando noté sobre mi hombro la presión de dos dedos. Tras de mí, alguien llamaba mi atención. Supuse que sería Rosa como antes quien llamaba mi atención, pero no lo era. al volverme, comprobé que El que me estaba clavando los dedos en el hombro, no era Rosa sino un señor mayor, de aspecto pacífico y amable que vestía un traje gastado por el uso y del que pensé debía ser un jubilado que, habiendo atravesado por mejores tiempos, ahora se veía obligado a vivir modestamente ajustándose a la cantidad exigua que le  proporcionaría su bien ganada pensión.
-¿Tiene para mucho? –me preguntó el hombre. Hablaba con educación, se notaba que no era un mindundis-. No quisiera en absoluto molestarle  –prosiguió diciendo-, no, no en absoluto,  pero debo indicarle que estamos esperando unos cuantos y ya lleva un buen rato hablando, así que si tuviera la bondad de darse prisa se lo agradeceríamos.
-Un momento, por favor -le dije.
Lo que decía el hombre era verdad, pues efectivamente, tal como me acababan de advertir Rosa primero y este señor después, tras ellos, se hallaban esperando  unas siete  u ocho personas agolpándose en grupo, hombres y mujeres que no disimulaban su impaciencia haciéndome gestos significativos para que terminase mi conversación. Se encontraban en primer término, una señora de mediana edad mal encarada, un macarra de malísimo aspecto con cazadora de cuero claveteada, y más atrás, otros muchos. El mocetón de la cazadora, hacía gestos impaciente.
-¡Acabe de una puñetera vez!  –me dijo el tipo adelantando un paso en mi dirección. Poseía una de esas voces roncas, gruesas, quebradas, una de esas voces  a las que se llega merced al abuso del tabaco y del alcohol.
-Un momento –repetí  esta vez ahora dirigiéndome al macarra. y un segundo después, dándome la vuelta hasta situarme otra vez de espaldas al grupo, intenté despedirme de la telefonista. Le dije-: tengo que colgar, Lucía,  no puedo seguir hablando.
-¿Y qué ha pasado con esa señora? –me preguntó Lucía entonces.
-¿Con qué señora?  -pregunté sorprendido no comprendiendo a qué se refería.
-La que le llamó a usted antes, don Alfredo. La señora que le llamaba porque habían ingresado a un tal Raimundo en la UVI. La pobre estaba a punto de llorar y me ha dejado con el corazón en un puño. ¿Está bien ese señor? ¿Está bien su amigo, don Alfredo?
Me quedé estupefacto.  ¿Qué decir ante semejante atrevimiento? Lucía, cuando me pasó la llamada al despacho, había permanecido escuchando mi conversación con Rosa.  ¡Sería posible que tuviera tanta caradura? ¡Carajo!  ¿Y qué debe hacer uno cuando le ocurre una cosa como ésta?  Me vino a la cabeza de nuevo mister Simon, el genio de los cursillos del Eurobuilding. ¿Qué habría hecho mister Simon en un caso análogo?
Tras de mí, Rosa me dijo:
-¿Terminas ya, Alfredo?
Pero yo no podía terminar, me hallaba obligado moralmente a encontrar una respuesta para Lucía lo suficientemente contundente como para el caso.
-¿Está usted ahí?   -preguntó la telefonista desde el otro lado de la línea.
-Si, estoy aquí –le confirmé aún reflexionando en lo que iba a decirle.
-Termina, por favor, Alfredo –escuché la voz de Rosa hablándome a la espalda.
-¡Acabe de una vez!  ¡Suelte el teléfono! -gritó a mi espalda una voz masculina, grave, quebrada, aguardentosa en la que reconocí la del macarra.
Girándome parcialmente, eché una ojeada. El muchachote, había avanzado un paso más hasta situarse por delante del señor mayor de antes y de Rosa.
-Lucía, me es forzoso, le tengo que dejar. –le dije a la telefonista.
-¡Un segundo! –se apresuró a responderme  Lucía-. Tengo un recado para usted.
-¿Un recado?  -pregunté agobiado. Los de atrás cada vez protestaban en voz más alta.
-Sí, un recado de Celia –se explicó la chica.
-¿De Celia? –dije. 
-Sí,  de Celia -confirmó ella.
-¡Por Dios, Alfredo, acaba! –exclamó Rosa entonces.
-¡Por Dios!  ¡Dígamelo de una vez, Lucía!  -clamé desesperado.  Llevaba el corazón al galope, la telefonista me desesperaba.
-Celia me ha dicho...  –por fin se oía del otro lado la voz de la telefonista-. Me ha dicho que no podría ...
Pero no le dio tiempo a terminar.  A mi espalda, como un león, rugió el macarra.
-¡Ya está bien!  -decía-.Acabe  de una puta vez o le atizo una hostia que se va a enterar.
Un murmullo de aprobación se levantó frente a mí proveniente de las gargantas de los integhrantes   del impaciente grupo.
-¡Adiós Lucía! ¡Muchísimas  gracias! –dije.
-¡Solo un instante, don Alfredo! 
-¿Qué pasa ahora, Lucía?
Tenía al macarra a menos de un paso mirándome furibundo. Bufaba. Y aunque me daba perfecta cuenta de que algo me estaba diciendo Lucía con respecto a Celia, yo  ya no atendía a sus palabras reflexionando a toda máquina lo que se podría hacer con el tipo que tenía delante. decidí entonces cortar la conversación con Lucía y ocuparme,  de una vez por todas,  del grosero individuo.
-¡Adiós, Lucía! –dije al tiempo que colgaba el teléfono.
Hice bien en hacerlo. El puñetazo que me lanzó el tipo no me cogió desprevenido, he estudiado artes marciales en la escuela de Agustín Pacheco, la escuela que está en Juan Bravo, no la de Vallecas que no es lo mismo, sino en la de Juan Bravo.  De manera que,  no dejándome sorprender por el violento ataque del individuo (usted tampoco se habría dejado sorprender), con rápido y eficacísimo gesto, agarrándole con ambas manos el puño cuando ya se me venía encima, lo hice girar retorciéndole el brazo hasta que lo situé de espaldas a mí. Sí. Eso fue lo que hice. Y cuando lo tuve ya por completo a mi merced, entonces, le sacudí tan tremendo empujón con el brazo y la pierna que, lanzándolo hacia adelante unos cuantos metros, a punto estuvo de golpearse contra una pared. Se fue al suelo, pero se levantó a toda prisa. Entonces,  se volvió para mirarme, en los ojos, se le veía el miedo. Los partidarios del tipo, viendo frustradas sus malévolas intenciones hacia mí, gritaban entre tanto. Y ya me disponía a abalanzarme sobre el desagradable individuo aquel a fin de demostrarle quien era yo peleando, cuando caí en la cuenta de que Rosa me estaba sujetando por los brazos en un vano intento de detener mi acción. Pero ahora le ayudaba  ayudada por el amable señor mayor del traje gastado.
-¡Estate quieto, Alfredo! –chillaba Rosa.
-¡Basta d de peleas -decía el hombre.
Atraídos por el ruido que estábamos organizando, se iban aproximando unas cuantas personas procedentes de los pasillos vecinos, algunas de ellas luciendo bagas blancas o verdes. Al ver llegar esta gente, el  mocetón de la metálica y tintineante cazadora de cuero, se puso en  fuga huyendo ignominiosamente del lugar, mientras que Rosa y yo, tras alguna que otra explicación a las que nadie hizo caso, partimos también de allí aprovechando la confusión reinante. Nos dirigíamos en busca de la UVI de Traumatología en la que se hallaba ingresado Raimundo.
-A Raimundo lo tienen en la UVI de la menos uno –dijo Rosa.
-¿Cómo la menos uno? –pregunté.
Nos encontrábamos junto a los ascensores. Mi amiga se colgaba de mi brazo. Respondió a mi pregunta.
-Tenemos que bajar una planta en vez de subir –me dijo.¡Qué poca imaginación tienes, Alfredo!
En ese momento, se detuvo el ascensor ante nosotros. Se abrieron las puertas automáticamente. Y primero Rosa y luego yo, nos subimos en él.


TRES.
En el pasillo que da acceso a la UVI de traumatología, se aglomeraba un buen número de personas aguardando noticias de sus familiares o amigos, gente  que se entretenía charlando animadamente formando pequeños corrillos.
Rosa me dejó casi inmediatamente a fin de ir a buscar a Carlos,  Carlitos Benavídez nuestro común amigo del que no creo haberles hablado antes. Carlitos es médico  especialista en digestivo, y por suerte para nosotros, precisamente presta sus servicios  en el Ramón y Cajal. Nuestro amigo, según me dijo Rosa, nos iba a acompañar a visitar a Raimundo, pues aparte de que estuviésemos deseando lo hiciese (era médico, podría hacerse una idea mucho más exacta que nosotros de lo que le ocurría a Raimundo), aparte de esto,  es que su presencia era del todo necesaria, ya que a esa hora, el paso al interior de la UVI, quedaba  restringido al personal sanitario. Al irse, Rosa me dijo:
-Probablemente tardaré un poco, te recomiendo que te armes de paciencia, Alfredo.
eché un vistazo alrededor de mí. Arrimadas a las paredes se situaban dos hileras de sillas de madera y patas de hierro que, a la sazón, se encontraban en su mayoría ocupadas, aunque todavía dejaban ver,  de vez en vez, algún hueco vacío. Y como me encontraba algo cansado tras el incidente con el muchachote de la zamarra de cuero, decidí tomar asiento. Lo hice en una silla que encontré libre cerca de mí.Observé a las personas que, en grupitos, permanecían sentadas o en pie alrededor mío, o bien paseaban  de un lado a otro en un intento de calmar los nervios con este continuo movimiento. Muchos, quizá los más preocupados por la suerte que aguardaba al amigo o al familiar, o simplemente por ser viciosos del tabaco, pese a que esto se prohibía  expresamente en un letrero en la pared, fumaban cigarrillo tras cigarrillo. Entre estos que echaban humo al aire, en seguida me fijé en un tipo alto y grueso de unos cuarenta años, un tipo que no dando en absoluto la impresión de hallarse sometido a especial preocupación, se estaba tragando materialmente un tremendo puro, uno de esos puros gruesos y largos del número uno.Lo contemplé con curiosidad. Sin dejar de soltar humo por la boca en ningún momento, hablaba a voces a un pequeño grupito que lo escuchaba atento. Este individuo, no dejando que metiera  baza ningún otro, forzaba a los demás a que no se perdieran ripio de lo que les estaba largando.
-En fin... ¿Qué queréis que os diga? –decía el tipo en voz bien alta-.  Felipe ha ido a escoger el peor día para tener un accidente.  Sinceramente, a mí, concretamente a mí, me ha partido por el eje. Tengo invitados a comer, estreno hoy el horno de barro y les pienso poner un buen cordero, un cordero como a mí me gusta el cordero, con su jugo y su poquitín de grasa.Y eso lleva su preparación, amigos, no os creáis que es cosa fácil preparar un buen cordero al horno.
-Es que.. –empezó a decir un señor de cara simpática que permanecía de pie al lado del otro.
Pero no pudo continuar, el gordo lo interrumpió.
-Sí,sí –dijo intensificando el tono agudo de la voz para acallar al otro-, me ha jodido bien este Felipe con esto del accidente. Porque aquí esta gente,  aparte de lo poco amables que son, no  acaban  de decirnos si la palma o no la palma.   Deberían darnos una explicación, el cordero no se puede preparar aprisa y corriendo, no, lleva su tiempo.  Además, os upongo enterados, ahora vivo en la Pimentel, de manera que si quiero tenerlo listo para a más tardar a eso de las cuatro, tendría que irme en  cinco minutos, porque,  para más cachondeo, se me han terminado las especias y tendré que pasarme por la tienda antes de ir a casa. ¡Vaya un contratiempo! ¡Qué Felipe!
-Por cierto, Maximino  –tomó la palabra interrumpiéndole una señora de unos treinta años, una señora bastante mona y más joven que el gordo-.  Estuve con Carmen el otro día y me dijo que te habías hecho poco menos que un palacio en Becerril de la Pimentel, que ahora vienes y vas todos los días. Carmen no dejó  de ponderar tu casa en toda la tarde, decía que lo que te has hecho es una auténtica maravilla.
-Bueno, sí, María   Antonia, no te lo voy a ocultar.  Carmen tiene razón, es una verdadera maravilla, algo magnífico  -reconoció el grueso y poco modesto señor-.  No es un chalet, no, es más bien tipo mansión, una casa de más de cuatrocientos metros con un jardín de unos dos mil o más. Por eso te diría Carmen lo del palacio, porque tiene siete dormitorios, tres cuartos de baño completos y un aseo. El salón mide más de sesenta metros. Y claro, también está el garaje en el que se pueden meter hasta dos y tres coches si uno quiere. En fin, que Gloria y yo estamos encantados. Y tú, María Antonia... ¿Por qué no te vienes un día a verla?
-Y si no es indiscrección...  –vaciló un instante la chica, la tal María Antonia  antes de formular la pregunta  que, pasado este instante de  indecisión, inmediatamente hizo-. ¿Cuánto te ha costado esa maravilla, Maximino?  Porque habrá  salido carísima, muy pocos os podeis permitir esos lujazos.
-¡Vaya preguntita!  -rió el tipo elevando ostensiblemente la voz hasta un .  en que todo el mundo, tanto los situados en el pasillo como los que aguardaban en las salas de  espera aledañas, podría escucharle ahora-: Barata no ha sido precisamente, tengo que reconocerlo.  Cincuenta millones, ni más ni menos que cincuenta millones.  Bueno, para ser exactos, cincuenta y dos y medio. Y es que como yo digo, si uno quiere lo bueno, lo bueno de verdad, hay que pagarlo, no te lo regalan, no, no te lo regalan. Porque nadie da duros a cuatro pesetas, no señor, nadie los da.
En el grupito se escucharon voces de aprobación. Todos parecían estar conformes con lo que acababa de afirmar el individuo aquel en el sentido de que, efectivamente,  lo bueno hay que pagarlo, nadie hace regalos ni da duros a cuatro pesetas. El gordo tenía carisma, pero a mí, me desagradaba profundamente. Y pensé en lo que habría podido presumir ese tipo de haber poseído, como yo poseía,  un espléndido piso en Ramón de la Cruz esquina Alcántara. Porque ese, sí que era un buen piso, un magnífico piso y bien situado además, no como el chalet o vaya usted a saber lo que sería lo que tenía el pájaro aquel en Becerril de la Pimentel, en Becerril de la Pimentel más o menos por allá por donde Cristo dio las tres voces.
Me percaté justo en ese instante de que el estómago me estaba dando nuevos avisos. Aguijoneado por el  fuerte dolor, llevé la mano al lugar de las punzadas presionándolo, maniobra que solía dar algún resultado, pero esta vez, no me  sirvió de nada hacer esto, seguí sintiendo un malestar horrible. Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que me estaba hablando un tipo sentado a mi izquierda,  un señor de edad,  de cabellos completamente grises, un  señor que vestía un traje azul obscuro. Me estaba diciendo:
- ... y si quiere que le diga, 
ha hecho usted bien en venir a sentarse inmediatamente nada más llegar. Esto se está llenando a toda prisa,  en un par de minutos, no habrá   ni un solo sitio libre. H hecho bien usted en sentarse, amigo, se le ve mareadísimo.
Parecía haber adivinado lo de mi estómago, por lo que supuse que mi aspecto no debía ser bueno.
-No estoy mareado –dije.
-¿Quiere que avise a un médico?
-¡Oh! ¡no! No avise a nadie –respondí-.  No me pasa absolutamente nada y me encuentro perfectamente.
Pero contradiciendo mis palabras con la acción, extraje el blíster de Pepsamar del bolsillo de mi chaqueta zampándome un  par de pastillas  casi sin masticarlas. Me las zampé en menos que se dice un Amén Jesús.
El señor me observaba atentamente.
-¿Está seguro de que no le pasa nada? –insistió el individuo.
-Desde luego, estoy seguro.  Sólo vengo a preguntar por un amigo que ha tenido un accidente.
-¡Lo que es el mundo!  –exclamó el hombre-. Ahí están esos a los que les importa un bledo lo que le pase a ese tal Felipe  y, aquí, en contraste, está usted, un hombre de buenos sentimientos  que  no quiere dejar al amigo solo en estos momentos difíciles.
           -Visitar a un amigo enfermo Es lo mínimo que uno puede hacer –le dije.
           -Eso lo dice usted porque es un buen chico  -aprobó el señor-. Pero es que hemos llegado a un grado tal de egoísmo en esta sociedad que, la verdad, es de agradecer el encontrarse con alguien para el que los sentimientos todavía cuentan.  No cambie usted su forma de ser, joven, pocos hombres quedan ya con principios como  esos de los que usted hace gala.
Le eché una ojeada.  El anciano tenía un aspecto espléndido. El traje y la corbata de seda natural  eran de calidad y  los zapatos de diseño italiano también.O sea, que tenía posibles y que, tal como hablaba, con tantísima amabilidad, daba la impresión de ser un hombre simpático al que, desde luego, lo que no le faltaba era educación.  Y es que solo había que observarle un poquito para darse cuenta de que poseía estilo, tenía clase y, en fin, que era sin duda, uno de los nuestros, uno de los que son como usted o como yo. Pero es que,  además, llevaba razón el tipo. ¡Qué  diferencia entre la actitud del gordo y la mía! Ese gordo pensaba más en su cordero al horno que en ese tal Felipe que debía ser su amigo, su compañero de trabajo. Tenía razón aquel señor, ¡qué diferencia entre ese gordo, entre ese Maximino y yo!
El anciano estaba empezando a caerme  francamente bien.

(ale, otro pedazo, ya podríais comentar algo sosainas)
Título: Re: Tres Bragas (la novela de mi padre)
Publicado por: pat garret en 31 de Agosto de 2008, 01:22
al fin un pedacito, ya pense que nos dejabas abandonados :D
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