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Memorias de sangre y savia (I). RAÍZ y CORAZÓN. Epílogo.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 09 de Mayo de 2008, 12:51

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Khram Cuervo Errante

Debí sufrir una conmoción bastante fuerte al oír aquello, porque lo siguiente que recuerdo fue incorporarme, acompañado de mis atroces dolores, y al echar una ojeada a la pobre choza, no encontré allí a mi anciano protector. Intenté salir del humilde jergón y a punto estuve de no conseguirlo, pues cada vez que hacía un movimiento sentía que la propia vida me pesaba. Era como si el mismísimo Korgath en persona estuviera alanceándome desde dentro con una legión de sus infernales esclavos abrasándome las entrañas desde dentro. Pero me resistí. Apreté los dientes y finalmente me puse en pie.

Entre el dolor y el tiempo que llevaba en la cama, mis piernas tomaron la decisión de no sostenerme a menos que mis brazos participaran en ello, y al principio me costó muchísimo moverme. No podía dar dos pasos seguidos porque las rodillas me temblaban igual que un mydonita al que se le ha vencido en batalla y espera la muerte, y yo no me atrevía a poner las manos en ningún sitio. Todo lo que allí había me espeluznaba y me hacía sentir realmente acongojado. Múltiples pergaminos esparcidos por todas partes me recordaron que no había tomado mis clases de lectura. No es que las echara de menos, pero estaría fuera de aquella lúgubre penumbra en la que hasta mi propia existencia e identidad parecían diluirse y desaparecer. Las cuatro paredes de la choza se cernían sobre mí mismo, amenazando con aplastarme bajo su peso. El techo parecía zozobrar sobre mi cabeza, dispuesto a desplomarse si nadie lo evitaba. El suelo se ondulaba y elevaba bajo mis pies. Empecé a sudar y a temblar. Tenía un calor terrible que duraba algunos cortos y agobiantes instantes al que sustituía un gélido y mortal helor que me congelaba la sangre en las venas y que, cuando volvía a correr, volvía a subirme aquella horrible fiebre. Los pulmones no acertaban a darme suficiente aire y jadeaba intensamente, con la boca seca, tan seca que me dolía inspirar la menor bocanada de aire y me abrasaba la garganta cuando lo conseguía. El corazón me palpitaba rápidamente, como queriendo abandonar mi cuerpo. La extenuante habitación comenzó a girar a mi alrededor. No sé donde me agarré para no caerme, pero enseguida retiré la mano. Seguía jadeante, medio loco por salir de allí. No podía encontrar la salida. Más temblores y más calor. Las paredes comenzaron a combarse y el techo y el suelo cada vez estaban más cerca. El aire, que se obstinaba en no entrar en mis pulmones, se onduló a mi alrededor y comenzó a quemarme en la piel. Perdí la noción de mí mismo y ya no supe más si era yo el que giraba dentro del escaso espacio de la cabaña o era la propia casucha la que rotaba alrededor de un eje que era yo mismo. Hasta que la vi.

Al principio no vi más que dos siniestros jirones de luz brillando en una densa negrura. Conseguí detenerme yo o detener el giro de la cabaña, tanto da, y aquellas dos líneas se ensancharon para mostrarse ahora como dos tenebrosos ojos de un diablo que escudriñara la oscuridad dispuesto a devorar mi alma y mi cuerpo.

- ¡Vete de aquí, por todos los ancestros! – conseguí balbucear con un tartamudeo susurrante.

Los ojos emitieron un gañido y retrocedieron unos pocos pasos. Como estaba casi seguro de que un demonio no retrocedería ante la vaga amenaza de un mocoso, se despertó mi curiosidad infantil y quise comprobar cual era aquella criatura diabólica sobre la que un niño imberbe tenía tal poder. Así que vencidos mis temores de quedar enterrado entre aquel amasijo de madera y barro, sustituidos por el creciente interés, tomé un candelero en el que ardía una carcomida y avejentada vela y me acerqué a aquellos ojos que ahora me miraban a mí temerosos. Aproximando la luz vi una cabeza pequeña y chata provista de dos cortas y puntiagudas orejas que se movían nerviosas en todas direcciones. El fino y esbelto cuerpo estaba cubierto de un corto y suave pelaje listado en el lomo y con pequeñas manchas en el resto del cuerpo.

- ¡Una mangosta!

El animalito estaba aún más asustado que yo. Se acurrucaba en el fondo de su jaula, temblando y sin querer mirar a ningún sitio. Metí la mano entre los barrotes y acaricié suavemente el sedoso lomo de la bestezuela, que pegó un respingo al sentir mi primer contacto. Le hablé con voz dulce y pausada, intentando ganarme su confianza. Abrí la jaula, encastrada en aquella pared y saqué al animal tembloroso del hueco. Lo asenté sobre uno de mis brazos y con el otro sostuve la vela para guiarme hasta el jergón de paja que había instalado Burbath para mí en un rincón de la choza, mientras el asustado animalito no dejaba de mirar en derredor, aterrorizado.

Me recosté con la espalda sobre la pared y coloqué a la mangosta sobre mi regazo, acariciándola con movimientos lentos y calmos. Poco a poco, y del mismo modo que había desaparecido mi propio temor sin siquiera darme cuenta, el animalillo dejó de rielar y se desperezó un poco, enseñando bien abiertos aquellos ojos redondos y grandes. Parecía un gano al que hubieran estirado, porque ahora comenzó a ronronear. Se incorporó, me miró a los ojos, giró levemente la cabeza, como evaluando si fuera amigo o enemigo, y se echó sobre mi pecho. Al poco tiempo se quedó dormida con un leve ronquido.

La miraba dormir mientras la acariciaba y no podía dejar de pensar que yo sabía cómo se sentía ella, del mismo modo que suponía que ella sabía cómo me sentía yo allí dentro. Ambos estábamos encerrados en la cabaña, privados de nuestra libertad, del aire fresco y del agua pura que eran parte de nuestras vidas, alejados de los campos abiertos de la estepa, de todo lo que conocíamos, confinados en la oscura y lúgubre penumbra de la choza, sin los dorados rayos del sol de mediodía.

- Veo que has hecho migas con mi pequeña Kora

- Sí –
fue lo único que puede articular. Aquella voz había sido tan repentina, que me había estremecido de puro miedo.

- Pensaba ir a soltarla un día de estos –
siguió el anciano, – pero me hace mucha compañía. Y me he estado poniendo como excusa que su hábitat está muy lejos de aquí y yo ya soy viejo para emprender tal viaje.

- No está tan lejos, señor. El clan Mangosta tiene tierras que lindan con nuestro clan. No serán más de dos jornadas a caballo, y su amiga tendrá compañeras allí con las que jugar.


El anciano me miró acariciar a Kora. De repente sonrió y dijo:

- Te la regalo.

- ¿De verdad? –
abrí los ojos todo lo que pude.

- ¡Pues claro! ¿O eres demasiado orgulloso para aceptar el regalo de un mago?


Lo había olvidado por completo. Estaba viviendo en casa de un mago ¡Un mago! Y por si fuera poco, estaba allí con el consentimiento de Dada. ¿Cómo era posible que mi matrona, tan celosa de la tradición y la costumbre, pudiera relacionarse con semejante gente? No concebía aquello, no resultaba normal, ni lógico, ni nada de nada. Los bortai no teníamos, ni queríamos tener contacto alguno con los brujos. Y sin embargo, sentía como si realmente fuera lo que tenía que pasar. Algo en mi interior me tranquilizaba, como una vocecilla que me dijera: "No pasa nada, es lo que estaba destinado a ocurrir".

Miré al anciano con extrañeza y el se me quedó mirando fijamente, como si buscara una respuesta negativa, un rechazo, miedo o cualquier reacción similar. Pero algo debió gustarle en mi expresión, porque lejos de decepcionarse, sonrió ampliamente mostrando una sonrisa abierta y amarillenta. Definitivamente, aquel no era un mago normal. Claro que, en mi situación, yo tampoco era un bortai normal.

- ¿Por qué me miras así?

- Bueno
– contesté, – nunca antes había visto un mago... Y aunque había oído hablar de ellos, no es usted como nos habían contado. Imaginaba que rezumaría algún tipo de fuerza que se sintiera en su presencia.

- Eso te habría impresionado más, ¿verdad, amiguito? –
rió Burbath. – Créeme, los magos no somos menos normales que los demás.

Le miré extrañado a los ojos. ¿Cómo un hombre que podía hacer fuego sólo con pensar en el calor podía decir aquello? ¡Normales! Yo había deseado todo ese poder para darle a mi pueblo una vida mejor, sin tener que luchar contra los apestosos vecinos del norte, sin tener que mendigar a los entrovinos, sin tener que malvivir de nuestra estéril estepa. ¡Mydon sería nuestra!

- Pues yo creo que debe ser extraordinario conjurar el fuego, llamar a los muertos o hacer que los demonios te sirvan.

- Sí, puedes creerlo. Porque lo es –
el rostro de Burbath se demudó en una mueca de seriedad. – Pero no sólo el poder es para disfrutarlo y hacer uso de él. El poder también hace uso de ti y no te entregará nada si tú no le das nada a cambio.

Se quedó en silencio, muy serio, como meditando estas últimas palabras, quizá pensando que había hablado demasiado. No sé si ese silencio trató de protegerme frente a un futuro, pero el caso es que se quedó callado, pensativo. Como si aquellas últimas palabras pudieran contener una horrible maldición que podría acabar conmigo y con mi existencia. Movía la mandíbula inferior mientras cavilaba, no sé si sopesando lo que había dicho o considerando que me lo había dicho a mí.

Una horrible sombra cruzó por su rostro mientras pensaba. Sus ojos, antes llenos de una llama de vida, ahora se mostraban fríos y vacíos, ausentes de todo atisbo de ilusión y esperanza. La boca, antes sonriente, estaba torcida en una mueca de repugnancia, de odio, como si yo le hubiera arrebatado cualquier cosa que fuera que él había perdido y sabía que no iba a poder recuperar jamás. En aquel oscuro ambiente, un helor espantoso había ocupado el espacio entre nosotros, y hube de acercarme a la pequeña mangosta al cuerpo, para darle el calor que la sombra que había caído sobre el anciano nos había arrebatado a todos, tan de improviso como había aparecido allí.

Burbath giró la cabeza de nuevo hacia donde yo estaba. Me sonrió y me dijo:

- Bueno, muchacho – el tono afable había vuelto a su voz. – Es hora.

- ¿Hora de qué?

- Hora de empezar a aprender. Tráeme ese pergamino de allí. No, ese no. El de más abajo. Bien... Ahora mira aquí. Esta runa se llama "sulth"...


Y así fue como, sin darme cuenta, el anciano Burbath me iniciaba en su arte.

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Khram Cuervo Errante

- ¡Luz!

Comenzaba a desesperarme.

- ¡Luz!

Ya no sabía como hacerlo. Estaba demasiado nervioso pero tenía que hacerlo. Agité de nuevo nerviosamente el pequeño trozo de piedra rojiza que tenía en la mano.

- ¡Luz!

Allí no pasaba nada.

Había decidido que ya era hora de empezar a tener algo de poder en mis manos. Burbath se había pasado los dos años anteriores enseñándome las runas shyrmis y ahora, aparte de las letras que me había enseñado Dada, tenía un jaleo mucho mayor por culpa de aquellos intrincados símbolos absurdos que para mí no tenían más sentido que el de pronunciar las palabras de poder. Y algo debía estar haciendo mal, porque no conseguía iluminar ni lo que tenía delante de mis narices.

Frustrado, lancé la piedra contra la pared, asustando a Kora, que se escabulló corriendo por donde pudo. Enseguida le pedí perdón, pues me miraba con cara de reproche. No pude hacer otra cosa más que hablarle a la pobre mangosta dulcemente.

Sin embargo en mi mente sólo se dibujaba una y otra vez aquella palabra. Una y otra vez lo único que me salía era la maldita palabra shyrmi. "Luz". "Luz". "Luz". Se había convertido en una obsesión. El mago decía que era el hechizo más sencillo. Y si aquel conjuro tan simple no me salía, nunca dominaría ningún otro. Burbath me había dicho que aquello era normal.

- No te preocupes, hijo. Todos los shyrmis necesitan años de estudio y práctica antes de ser capaces de conseguir tan sólo una chispa minúscula. Y aún así, ninguno es capaz de ejecutar este hechizo a la edad que tú tienes.

Pero a mí los shyrmis me importaban un ardite. Yo no era shyrmi. Era bortai. ¡Y por los ancestros que iba a conseguir conjurar la luz mágica!

Todo lo que conseguí fue que Burbath se riera a carcajadas y que hasta Kora me mirara divertida mientras mascaba el caparazón de alguna cucaracha que hubiera encontrado en algún rincón de la casucha.

- ¡Pues por eso mismo! La magia no es algo que conseguirás a fuerza de espada, con el hacha en ristre o pegándote como con los que te trajeron por primera vez aquí – un recuerdo doloroso atravesó mi mente. – A la magia se la seduce, se la enamora, se la embauca para que te sirva. Los magos no obligamos a la magia a servirnos, sino que es más bien la magia la que se sirve de nosotros para aparecer en este mundo que nos rodea.

Aquello ya superaba todas mis posibilidades. ¡Rogar! ¡Pedir! Un bortai no mendiga caridad de nadie, y muchísimo menos de algo que te utiliza para expresarse en un mundo en el que de otra manera no existiría. La simple idea ya era demasiado complicada para mí en aquel momento de mi vida, así que decidí no devanarme los sesos en intentar comprenderla. Lo único que me importaba en aquel momento era que no podía ejecutar un hechizo de luz. Y si no conseguía eso, jamás conseguiría hacer llover fuego sobre los mydonitas.

Rebusqué la piedra entre los trastos de Burbath. En las dos semanas que había pasado convalenciente hacía tiempo en aquella cabaña ya había curioseado lo suficiente, y cogido suficiente confianza como para saber que todas aquellas tenebrosas figuras y horrendos perfiles que había distinguido desde mi febril postración en mi camastro de paja no eran más que los recuerdos de un anciano, guardados con nostalgia y cariño, procedentes de tiempo atrás: libros, pergaminos, retratos enrollados y atados cuidadosa y primorosamente, anotaciones varias, diarios y diversos útiles de herbalismo, una de las aficiones que volvía loco a Burbath. Pasaba horas y horas rebuscando las plantas más raras que podía encontrar y después hacía dibujos de los individuos que recogía, con detalladísimas descripciones. Después secaba una parte de la planta, que invariablemente era siempre la que mejor conservada estaba, y reservaba los tallos y hojas peor preservados para experimentos que nunca me explicaba. Todo lo más que me había dicho es que de algunas plantas puede obtenerse un beneficio y que para saber qué beneficio se podía obtener de ellas había que someterlas a algunos experimentos, para comprobar cuales eran sus "principios activos" como él los llamaba.

Encontré por fin mi foco de poder – otra expresión que había aprendido de Burbath – escondido detrás de una arqueta de madera que estaba cerrada con un enorme candado. Recordaba vagamente que Burbath me había dicho que no la tocara, pero ahora mismo se me había olvidado el por qué y mis manos se lanzaron en rauda carrera a manipular el candado.

Súbitamente, la habitación desapareció. Sólo hubo oscuridad todo alrededor y lo único que quedaba en medio de la negrura era yo. Bueno, y Kora, que había cogido la costumbre de subirse por mi camisa hasta mis hombros y allí descansaba, pegada a mi cuello, con la cabeza reposando sobre mi hombro derecho y la cola sobre el izquierdo. Sólo sentía el cálido tacto de la mangosta en mi nuca. No recordaba haber soltado la arqueta, pero el hecho era que no la sentía entre mis manos.

Me asusté. No era la primera vez que me pasaba aquello, y, si estaba en lo cierto, lo siguiente que vería no me gustaría.

"No sigas por ahí, pequeño".

Esa voz...

"Vuelve a mí, ven a mí. No te me vayas."

Ya había oído otras veces aquella voz cargada de amargura y tristeza. Aquella mujer me incitaba a ir con ella, a volver a ella. ¿Me habría perdido a mí? ¿Era yo lo que buscaba y por eso se me aparecía en sueños?

- ¿Quién eres? – pregunté. No obtuve respuesta alguna de la oscuridad – ¿Cómo quieres que vaya si no me dices dónde estás, a quién tengo que ir?

La oscuridad se onduló a mi alrededor y se aclaró. Estaba rodeado de llamas.

Por todos lados había fuegos encendidos. Las bailarinas llamas amarillas y rojas saltaban de un árbol a otro, prendiéndolos, jóvenes y viejos, como si fueran yesca seca. Empecé a asfixiarme de calor, aunque realmente no sentía las llamas sobre mi cuerpo. Miré en derredor para ver si veía a alguien más. Pero no vi nada. Grité, pero tampoco obtuve respuesta.

No quería moverme de donde estaba. Sentía que si me movía, si corría tan sólo un poco en alguna dirección, me perdería para siempre y no sería capaz de encontrar el camino de vuelta a mi propia conciencia. Pero entonces Kora se bajó correteando por mi espalda. Se quedó en el suelo, se hizo un ovillo y se durmió.

Pensando que me bastaría con encontrar a Kora para regresar, decidí correr hacia los árboles que ardían, siniestros y amenazantes. La hierba pasaba por debajo de mi cuerpo a cierta velocidad y me parecía que cada vez más. Era como si pudiera volar y recorrer enormes distancias. Abrí los brazos en mi carrera y allí, entre la destrucción que me rodeaba, grité de júbilo. Salté y me regocijé entre las llamas y desdeñé al sol, oculto entre la humareda que emitía el propio bosque, maldiciéndolo por no poder atravesar algo tan incorpóreo como el humo. Y me reí de la tierra, por no poder detener el avance de las llamas y salvar a sus hijos los árboles. Y también imprequé al infierno, menospreciando a todos los demonios porque ninguno había causado jamás tamaña destrucción. Y olvidé a todos los dioses por completo.

Entonces le vi. Me era familiar. Llevaba de nuevo aquella armadura con forma de cuervo a punto de levantar el vuelo. Y sin embargo, era diferente. Había envejecido.

Había algunas arrugas ya en el otrora terso rostro del guerrero. También se veían algunas hebras blancuzcas entre las trenzas que le caían por delante y detrás de la leonina cabeza, con el pelo fuerte y negro encrespado al ardiente viento de la destrucción del bosque. Tenía una cicatriz que le cruzaba desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula derecha que, lejos de afear sus equilibrados rasgos, resaltaba aún más su carácter guerrero y el reflejo del fuego en sus ojos negros y brillantes, como rubíes en medio de brasas.

Se giró hacia mí sin verme, como ya había ocurrido en otras ocasiones. Desenvainó una extraña bastarda, más larga y delgada de lo normal, con una guarda ricamente recamada con negros diamantes y guarnecida en plata y ónice. Alzó la espada por encima de su cabeza y rugió como sólo lo haría un líder guerrero de Bort, levantando su voz hacia las lejanas estrellas, en un intento de que los dioses vieran su furia, capaz de competir con la de ellos mismos en aquel momento. Se le unió una multitud de voces que surgían de un número igual de grande de gargantas. Y Bort tronó aquel día en una tempestad de fuego, dirigidos por el extraño hombre de la armadura con forma de cuervo.

Los hombres glorificaron a los victoriosos caídos y les dedicaron un último réquiem, un último cántico de orgullo bárbaro, duro y lleno de recuerdos. Y luego se dispusieron a enterrar a sus muertos, cuyas caras también me resultaban extrañamente familiares. Aquí y allá aparecían Gwyram, Dada o mi padre. Los miré hacerlo, congelado por mi propio temor, solícitos y concentrados en su tarea, levantando un túmulo de piedras por cada muerto, y cuantos más enemigos había derrotado en vida, más alta era la tumba en la que descansaría.

Y de nuevo, como aquella vez, al envainar la espada y dejar de gritar, vi como de aquel rostro hermoso resbalaban dos lágrimas de pesar y de profundo dolor, sin contraer el rostro en una mueca, sólo llorando. Y me miró.

- No pierdas tu camino. Podrás perder el tiempo en tu viaje. Podrás dejar atrás compañeros o amantes. Pero nunca pierdas el camino.

Y tan repentinamente como surgió, volví a la choza de Burbath, con la arqueta entre las manos y Kora dormitando a mis pies. Extrañamente, la arqueta parecía tener más tamaño que antes de que comenzara mi ensoñación.

Asqueado y molesto, dejé caer sonoramente la arqueta sobre el suelo, despertando a la pequeña mangosta, que por única respuesta abrió las pequeñas mandíbulas mostrando sus agudos colmillos. Me alejé retrocediendo de la caja, sin dejar de mirarla en ningún instante, lentamente, como si pudiera absorberme sólo con tocarla. Todo parecía haber menguado, excepto la arqueta.

Como reforzando mis temores, entró una luz súbitamente en la cabaña, perforando la penumbra en la que le gustaba vivir a Burbath, taladrando aquella lúgubre oscuridad en la que me había visto inmerso en las últimas semanas. Di un gran respingo, asustado, y en mi mente la caja saltó conmigo.

- ¡Khram!

Era Burbath. Su voz estaba teñida por un indescriptible desasosiego. Azorado, entró en la cabaña y me di cuenta de que por primera vez me había llamado por mi nombre.

- No pierdas tiempo, chiquillo. Corre a tu asentamiento. Tu Dada te espera. Tan pronto como estés listo para volver, regresa. Tienes que seguir con tu aprendizaje – hizo una larga pausa, como para coger el resuello que había perdido desde el campamento. – Lo siento, muchacho.

- ¿Qué ocurre, Burbath?

- Es tu padre. O más bien, lo que queda de él.


No pude oír qué más me decía porque ya había echado a correr, con el animalillo colgado de mis hombros, lacerándome la piel con sus afiladas garrillas, luchando por mantenerse asido a mí. Y corrí. Corrí como en mi sueño.

Dada me estaba esperando. Y lloraba.

- Khram, hijo... - fue lo único que consiguió articular.

Y me mostró una espada. Un enorme mandoble lleno de muescas allí donde había parado los golpes de numerosos enemigos, pero con el filo aún aguzado y listo para matar. Una guarda en forma de cuervo con las alas extendidas me hizo saber de quién era. Nodym. La espada de mi padre.

Miré a Dada pidiéndole una explicación, pero fue una voz grave la que me contestó.

- Es todo lo que hemos encontrado de él. Tu padre peleó como un héroe. Y gracias a muchos como él, la marca de Brunak aún es nuestra.

Ala Negra fue el encargado de darme la mala noticia, porque Dada se había quedado sin habla. Tampoco lloré. Los guerreros mueren en la guerra. Y mi padre era uno de los mejores guerreros del mundo. Sostuve a Nodym, que pesaba sobre mis manos más que cualquier otra cosa que hubiera sostenido anteriormente. Cargado con ella, me desplacé lentamente hacia donde había estado la tienda de druida que le sanó aquella vez. Y justo en ese mismo punto, clavé a Nodym, tan fuerte, que cuando luego quise sacarla, no pude. No tendría a mi padre para enterrarle. Pero su espada quedaría como testigo de su memoria en nuestro asentamiento, desde ese momento y para siempre. Me arrodillé ante ella, esperando decir algo, para enviarle a Shan'dru lo más rápido posible, pero las palabras se me atropellaban en la garganta. Y no supe qué decir. Sólo me levanté y salí corriendo en dirección a la cabaña de Burbath.

Entré en la cabaña abriendo la puerta de un golpe, sobresaltando con ello a mi maestro y agarré la piedra.

- ¡Luz! – bramé; y de mis labios brotó el rugido de mi padre.

Y en ese momento, toda la cabaña se iluminó.

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Khram Cuervo Errante

Aquella misma noche volví al campamento, sin saber qué esperar de los míos. En ese momento, no había "míos". Simplemente estaba yo. Y Dada. Y luego, el clan. Pero, aunque el clan era como una familia, y bajo su maternal protección estábamos todos cobijados, yo estaba sólo. No tenía más familia. Ni siquiera tenía el cadáver de mi padre para honrar su memoria. Lo único que tenía era su espada y ni siquiera pude sacarla del sitio donde, en mi rabia y desesperación, la había dejado enhiesta, como testigo de la valentía de mi progenitor.

Caminaba con el corazón vacío, sin emoción alguna, como un muerto animado y levantado para vagar entre los vivos. No había tenido a mi padre junto a mí mucho tiempo a lo largo de mi vida, casi no lo conocía. Pero era mi padre. Me había enseñado a luchar, había cuidado de mí, y yo de él. No podía decir que mi padre fuera todo mi mundo para mí, pero sí que con él se fue una parte importante de mi vida. Debería de haber festejado su muerte, ensalzada por la victoria en la batalla, haberme sentido henchido y ufano por haber nacido de padre tan heroico. Pero no podía. Lo único que era capaz de sentir era vacío. Y ni siquiera eso. No era capaz de sentir.

Cabizbajo, con el paso lento y sin ánimo, llegué al asentamiento, andando entre la gente que me miraba pasar, cuchicheando entre ellos, como si realmente estuvieran viendo un fantasma. Entré en la yurta y me encontré lo que sí podía esperar: a Dada, ultimando los detalles del funeral de mi padre.

- ¿Y mis hermanos? – pregunté, como recordando de repente que tenía más familia.

Dada me miró con una gran tristeza en el rostro, que no derramó ni una sola lágrima. En sus ojos se había quedado para siempre ese pesar que se instala en los que, a causa de la guerra, han perdido mucho. Ella había perdido hacía mucho tiempo a su marido, pero jamás la había visto triste por aquello sino más bien al contrario. Orgullosa por haberle dejado escapar entre los dedos de la guerra, arrojado, valeroso, fuerte y heroico. Pero ahora, que los muertos no eran suyos, parecía sufrir de verdad.

- En la pira.

Sin esperar a que me dijera nada más, di media vuelta y salí hacia el centro del círculo de tiendas, que en un día como aquél, tenía una gran plataforma de madera alrededor de la que se reunirían los ancianos y los niños, las madres y los hijos para dar la despedida a los restos mortales de los héroes caídos en la batalla. Los ancianos cantarían, los niños gritarían, las madres plañirían y los hijos clamarían venganza. Un shaman prendería fuego a la madera seca, para entregar los cuerpos de nuevo a la tierra a la que habían pertenecido y los druidas encomendarían a los fieles de Shan'dru al cuidado de la diosa, pidiéndole que les permitiera entrar en sus atrios por toda la eternidad.. Y mientras los demás cantaríamos un réquiem de venganza contra aquellos que nos habían arrebatado a los nuestros: hijos, padres, esposos. Una vez los cuerpos hubieran ardido, celebraríamos su vida, festejando sus hazañas, ensalzando sus virtudes y restándole importancia a sus defectos. Se bebería, se reiría y se recordaría a los muertos por Bort y habría alegría por ellos, porque recibirían el banquete eterno.

Di varias vueltas alrededor de la funesta plataforma, pero no pude ver a mis hermanos. Miraba desorientado, aquí y allá, fijándome en los rostros que preparaban la madera y en los que empezaban a agolparse en primera fila, deseosos de ver el espectáculo. Sabía que después de los interminables meses que habían pasado en la batalla estarían cambiados. Quizá alguno luciera ya con orgullo numerosas cicatrices y abultados costurones e incluso, un ojo de menos. Pero allí no había ningún guerrero. Sólo ancianos, niños pequeños y mujeres. Ningún guerrero había venido a despedir a mi padre.

- Lo siento, muchacho.

La cavernosa voz del caudillo del clan resonó en mi cabeza como el lejano eco de un débil recuerdo ahogado entre los pensamientos que abotargaban mi entendimiento con fúnebres promesas de muerte y gloria de guerreros sólo recordados por sus proezas en el campo de batalla. Me giré lentamente hacia él y bajé la cabeza como forma de agradecimiento por su pésame.

- Ala Negra, ¿dónde están mis hermanos?

Dada había dicho "en la pira". Pero fue el gesto de Gwyram lo que dio una nueva dimensión a tal expresión. Había dado varias vueltas alrededor de la plataforma de madera y no los había visto. Los había buscado entre la gente y había gritado sus nombres, pero no contestaron. Y sin embargo, había pasado junto a ellos todo el tiempo, sin apartarme demasiado de sus cuerpos: no había mirado sobre la madera que ardería irremediablemente en unos instantes.

Agaché la cabeza, abatido. Cerré los ojos para no llorar. Pero la pena pudo más que cualquier determinación que pudiera reunir y las piernas me fallaron. Caí sobre el polvo, de rodillas, lacerándome la piel con la ardiente arena. No sé si fue Gwyram o no, pero alguien me cogió por debajo de los brazos y tuvo que ponerme en pie, porque yo no conseguía encontrar las fuerzas suficientes para volver a levantarme. Tuvieron que incorporarme como quien intenta incorporar un muñeco de trapo y dejarlo en pie sobre sus blandas extremidades, pues las mías tardaron en querer sostenerme siquiera. Cuando al fin, tras bregar conmigo y con mi desesperación, consiguieron erguirme, el líder puso una mano sobre mi hombro izquierdo y me dijo:

- Es costumbre que, cuando muere un hijo, sea el padre quien lance la primera antorcha a los cuerpos. También es costumbre que cuando muere un padre, sea el primogénito quien encienda el fuego. Pero tú no eres ni padre ni primogénito.

- Tanto da
– contesté sin pensar. – Yo mismo lo haré.

Se me hizo un nudo en la garganta cuando dije aquello. Mi voz tembló y renqueó, pero conseguí decirlo sin titubear, sin mostrar nada del dolor y la tristeza que se habían despertado en mí. Levanté la vista para mirar al caudillo de mi clan a los ojos y pude ver las ojeras y las marcas de preocupación que sembraban su rostro. Sin duda, había sido una triste travesía la que había hecho desde Gurthrak hasta las tierras del Cuervo, con los cadáveres de mi familia, desaparecido el del patriarca. Parecía ahora mucho más viejo que cuando se fueron a pelear contra el invasor. Y, haciendo cuentas, no había transcurrido tanto tiempo como para que el enérgico líder del clan se hubiera convertido en un anciano achacoso.

- Entonces, yo ya no soy necesario aquí. Y me esperan.

Ala Negra se alejó de mí sin decirme nada más, sin atreverse a consolarme o a acrecentar mi pena. Fue entonces cuando noté que el peso de la muerte de mi familia caía sobre sus hombros, porque no era ya el mismo. Sus pasos, otrora largos trancos decididos y firmes, parecían haberse acortado, como si los años se le hubieran venido encima antes de tiempo. También habían perdido su seguridad, haciendo avanzar a aquel osazo a trompicones, lentamente. Cojeaba además. Seguramente había caído en el campo de batalla. O quizás bajo el peso impuesto de la catástrofe que se había cebado conmigo.

Cuando el corpachón del líder desapareció entre los árboles, montado a todo galope, huyendo de allí, con desesperación, como si los cuerpos de mis hermanos y la espada clavada de mi padre fueran testigos mudos del gran fracaso que llevaba sobre sus hombros, comenzó a llover. Era una lluvia titubeante al principio, fina, como avergonzada de aparecer en una fiesta a la que no había sido invitada. Después, se hizo más constante y firme, y antes de empezar con las exequias, ya estábamos todos calados hasta los huesos.

Mientras las gotas de agua no dejaban de golpetear en el suelo, en mi cuerpo, en mi cabeza, el shaman, un viejo Halcón que había perdido los dos ojos en una pelea dejándole incapacitado para tirar con arco, comenzó a hacer las preces, mirando hacia el infinito, extasiado, ignorando a los vivos perdido en las sombras de lo ignoto, para que los ancestros acompañaran a mis hermanos hasta el reino de los muertos y les dieran el descanso merecido por sus hazañas. De mi padre no dijo nada. Tampoco de mis hermanos. Sus palabras sólo eran palabras de muerte, vacío y gloria. Pero nada se dijo en aquel momento sobre los guerreros caídos, que para él debían ser como las piedras que rodeaban la pira, algo presente, pero que nunca había tenido vida.

Acercándose a la madera apilada, el shaman prendió la hoguera mientras la lluvia arreciaba. Las primeras llamas lamieron los humedecidos troncos y amenazaron con apagarse, hasta que al fin, el propio fuego desafió a la lluvia y se levantó rugiente, entre los aireados espacios que se formaban entre uno y otro madero. Se levantó un viento del norte, frío, que helaba el alma misma y cuyo sonido competía con el crepitar del fuego que lamía ya los cuerpos inertes de mis hermanos. El druida, venido del clan Lobo expresamente para el funeral, encomendó los cuerpos de mis dos hermanos mayores, creyentes en la diosa, al cuidado de la Gran Madre. Dio su bendición, corta y sobria, tan escasa de sentido como de palabra y, aparentemente muy incómodo con aquella escena, se apartó de la pira apresuradamente, marchándose precipitadamente y olvidándose de que había dos fieles de Shan'dru que se dirigían ahora mismo directamente hacia sus atrios. Con rabia, arrojé la tea que sostenía sobre la plataforma. Una vez hecho esto, los ancianos, quejándose de una lluvia que cada vez caía más fuerte, se retiraron. Las mujeres, aduciendo que sus niños se resfriarían, se los llevaron de allí. Y me quedé sólo, con mis muertos. Sólo con mis muertos ardiendo ante mí.

Quise llorar, pero no pude. Quizá tanto tiempo aguantándome las lágrimas, como me habían enseñado que hacía un hombre de verdad, las había congelado dentro de mí y no podía sacarlas. Aunque, para qué quería llorar... Nadie había allí que me consolara. Era como si todo se hubiera quedado vacío, como si hasta el propio suelo que me sostenía se hubiera evaporado en la negrura dejándome ante el ardiente sepelio en medio de la estéril nada. La lluvia incluso parecía haberme dejado de mojar. Y tampoco sentía la calidez de la hoguera sobre mi piel al acercarme a la pira. No podía sentir nada, sólo vacío, soledad. Era como si me hubieran sacado del mundo junto con la pira funeral, dejándome flotando en la inmensidad del océano celestial, sin estrellas que me guiaran. O peor aún: como si hubiera sido el mundo al que habían retirado y sólo me hubieran dejado a mí y a las cenizas de mis hermanos abandonados a nuestra suerte en el temporal.

La lluvia no había dejado de martillear mi cabeza, insistente, ora más flojo, ora más fuerte. Era el único contacto que había tenido durante el funeral. Solo el agua de la diosa, como si fuera la única que se hubiera querido tomar la molestia de desearme lo mejor, como si fuera la única que se hubiera dado cuenta de lo que había ocurrido, y fuera la mejor manera que había encontrado de consolarme ya que mi clan no había sido capaz de dedicarme ni una sola palabra de cariño o ánimo. Tronó y, a la par, como si la tormenta hubiera venido también a despedir a unos hijos de mortales, un rayo cruzó el oscuro firmamento.

No estaba sólo.

Había dos figuras allí. Una de ellas estaba a mi derecha, a unos cien codos de distancia. Era rechoncha y recia, como si fuera un enano de Grekhjam fascinado por el fuego funerario y llevaba los brazos en jarras, como si estuviera esperando a alguien o algo con impaciencia. La otra, más alta y esbelta estaba a mi izquierda y se acercaba en la oscuridad.

Así la empuñadura de mi bastarda, levantando la trabilla que la dejaba fija en su funda. La figura siguió avanzando en mi dirección. Otro relámpago cruzó el cielo y la ví con total claridad.

Era una mujer, aunque no debía tener más de dieciséis años. Por aquel entonces, teniendo yo doce, no me interesaban demasiado las chicas, pero aquella tenía algo especial. Sus formas, que poco a poco se iban haciendo evidentes, ya saltaban a la vista de un observador un poco avezado. Y no tan avezado. Realmente era una belleza.

- Volvemos a encontrarnos.

- Diría volvemos si supiera quién eres. Pero como no tengo ni idea, di mejor que nos encontramos –
no sabía ni lo que decía. Estaba tan ofuscado que respondí lo primero que se me ocurrió.

- Pero sí nos conocemos, pequeñajo

¡Drawen!

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- ¿Qué haces tú aquí? – pregunté, totalmente sorprendido. - Estás bastante lejos de tu clan.

- He venido con mi maestro. Pero se ha debido de ir sin mí... no le gusta mojarse. Se pone enfermo enseguida.

- ¿Tú maestro? –
aquello me intrigaba cada vez más.

- Sí... -
empezó a decir Drawen, como distraida. – Voy a ser druidesa. He decidido seguir su llamada.

- Ya... bien... -
realmente no sabía qué decirle. Para mí, un druida era alguien bastante lejano. ¿Qué se le decía a alguien que se estaba preparando para seguir los pasos de la madre?

- He venido a celebrar el funeral de tus hermanos. Mi maestro ha creído que debía comenzar a conocer los ritos funerarios de nuestra fe.

A mí aquello me sonaba a locura.

Drawen se acercó un poco más a mí y me cogió un brazo. Sentí su contacto en mi piel y fue como si algo se encendiera dentro de mí, una calidez que no había conocido nunca. La miré a la cara y vi algo. Como un destello de un futuro. Algo me decía que aquella no era la última vez que nos veríamos. Y la próxima vez, sería un encuentro que no olvidaríamos ninguno de los dos.

- Créeme que lo siento, Khram. Pero los guerreros mueren en la guerra. Y nosotros tenemos que honrar sus memorias. No pienses en el vacío que dejan, sino en lo plena que fue su vida. Vivieron y murieron como guerreros. Su vida y su destino se cumplieron como hombres de Bort.

Y tenía razón. Se dio media vuelta mientras intentaba balbucear una respuesta que, seguramente, carecería de toda coherencia. Levantó una mano blanca en señal de despedida, y salió corriendo hacia un caballo tordo que había amarrado a una estaca, en la linde del campamento. Montó de un salto y se marchó al galope, buscando las sombras.

Y yo hice lo mismo. Me alejé de las escasas brasas que quedaban ya de la pira funeraria de mis hermanos buscando las sombras de mi propia soledad, para arroparme entre ellas e intentar comprender la pérdida de mi familia, aunque sabía que me iba a resultar bastante complicado. Eran guerreros, habían luchado como tales y habían muerto como tales. En Bort aquello bastaba para comprenderlo. Pero a mí no me servía. Yo necesitaba algo más, algo que diera sentido a aquella pérdida tan brutal. Me había quedado solo.

- Una buena tarde, ¿verdad? El viento se ha llevado las cenizas de los muertos. Que por algo lo estarán. Debían ser demasiado torpes con las espadas. Seguramente se las clavaron entre sí.

Oí una carcajada horrorosa. Y en aquel momento, aquella risa me resultó el sonido más espantoso que había oído en toda mi vida. Me volví y vi a aquella figura rechoncha que me había sorprendido entre la lluvia y los relámpagos aquella tarde.

- ¿Te has quedado sin palabras? Normal, eres tan inútil como ellos. O como tu padre, que ni siquiera ha sabido dejar un cadáver que enterrar. ¡Y esos son los guerreros del Cuervo!

Reconocí la voz enseguida. Era el bastardo de Günnar.

- Sí, quizá no fueran hábiles. Al menos, no tanto como tú, que te libraste de ir a cumplir con tu deber – le espeté con toda la inquina de la que fui capaz. – Al menos – continué, - murieron con honor. Algo que tú nunca harás, porque no conoces el honor.

- ¿Con honor, dices?  - dijo entre risillas - ¡Vaya un honor! Ser devorado por las llamas, pasto de la propia ineptitud. Si hubieran sido los guerreros que dices que eran, ahora estarían bebiendo y festejando su triunfo. ¡Pero están muertos, quemados y barridos por el viento! –
y volvió a soltar aquella nauseabunda carcajada.

La trabilla ya estaba suelta, así que yo no me sorprendí de ver mi hoja pegada a su cuello. Pero él sí, a juzgar del ligero temblor que sacudió sus piernas.

- ¡Günnar! – se oyó gritar una voz femenina. - ¡Eres una alimaña! ¡Vas a hacer que te maten, hijo mío!

- No te preocupes, madre. Los cobardes mueren, no matan.

- Y cualquier día tendrás ocasión de demostrarlo –
contesté. Y envainando mi espada, me di media vuelta.


Casi instantáneamente, sentí un dolor lacerante en el antebrazo derecho. Sentí caer algo cálido, espeso, que se mezclaba con el agua de lluvia que me empapaba de pies a cabeza y lo sentía resbalar hacia los dedos, y después, caer hacia el suelo.

- ¡No, Günnar! ¡Hijo!

La madre de aquel bastardo sabía lo que había hecho. A traición, sin opción a la defensa, había sacado su arma de su vaina y había tirado una mala estocada que, lejos de matarme, como suponía que había sido su intención, sí que había conseguido herirme en el brazo del arma. Sonrió socarronamente, reconociendo su ventaja: si me negaba a luchar, sería tachado de cobarde; si luchaba, tendría mermadas mis facultades, y él tendría más posibilidades de vencer.

Sin más pensamiento que honrar la memoria de mis hermanos y padre desaparecidos eché el brazo herido a la empuñadura de la espada, que volvía a pender de mi costado izquierdo. Con un amplio movimiento circular le hice retroceder. Perdió un collar hecho con colmillos de oso que había sido más remolón que él.

Si el corte había sido profundo, a mí me fue indiferente. En aquel momento era totalmente insensible al dolor. Bastante había sufrido ya aquella noche. Una lesión como aquella no minaría ni mi determinación ni mi pena. Y por eso no me detuve.

Con la mano herida comencé a lanzar golpes a Günnar. Incluso así, el fanfarrón tuvo que agarrar su espada con las dos manos, para resistir los embates de la bastarda que empuñaba, única herencia de mi madre. Quizá ella blandía también la hoja, junto a mí, junto a mi padre, para responder a las provocaciones de las que habían sido objeto. Los aceros resonaban ahora en mis oídos más que la lluvia que no había parado de repiquetear en mi cráneo aquella noche. Arreció de nuevo y los relámpagos y los truenos se multiplicaron a nuestro alrededor, quizá pidiéndonos a uno y a otro la sangre de nuestro contrincante, apostando por uno o por otro, como si sólo fuéramos peones de un juego mucho más complejo de lo que podíamos nosotros imaginar. Las chispas recorrían los filos de las armas, compitiendo con los rayos ante mis ojos en luminosidad y furia, arrancadas de su matriz por la locura de un niñato.

Enzarzados, enganchadas las hojas, chirriaron los filos al juntar los rostros por detrás de las afiladas espadas: yo, apretando los dientes, en una mueca de feroz sed de venganza; él con aquella sardónica y cínica sonrisa de autosuficiencia que no conseguía borrar de su rostro. Movió los labios, diciendo algo, intentando que perdiera mi concentración, provocándome para que cometiera un error, pero no podía oírle. Sólo tenía oídos para el acero y mi entrecortada respiración bajo la incesante lluvia que nos anegaba los ojos y hacía que el cabello se nos pegara en el rostro, impidiéndonos la visión.

Un empujón bastó para separarme de la garra que Günnar había ejercido sobre mí y para traerme de vuelta a la realidad y a los sonidos que nos rodeaban. Los niños nos jaleaban, pidiendo sangre a voces. Los ancianos movían la cabeza afirmativamente, observando dos ardorosos guerreros que, sin duda alguna, traerían gloria y reconocimiento al clan. Aunque sólo quedara uno. Y las mujeres pedían que nos detuvieran. Unas por Günnar y su pobre madre, que lo quería como a nada en este mundo. Otras por mí y para que mi familia no desapareciera para siempre en aquel día.

Volvimos ambos a la carga, cruzándonos golpes, tirándonos estocadas, parando ataques y deshaciendo la guardia del contrario. Yo ya no podía parar. Estaba embriagado con el sudor mezclado con el cuero de la empuñadura de mi bastarda, absorto en el cuerpo de mi rival, que ya contenía numerosos besos de mi filo, simples mordeduras del metal, pero que le hacían sangrar. Seguramente yo tenía un aspecto similar después del tiempo que llevábamos entrechocando las armas y sangraba tan profusamente como él. Pero había una diferencia: a mí no me importaba morir defendiendo mi honor y el de mis parientes perdidos. Él tenía demasiado miedo a encontrarse cara a cara con Druma la Seductora.

Günnar giró a mi alrededor, intentando ganar mi espalda para ensartarme a traición, pero interpuse el regalo de mi madre entre él y mi retaguardia, haciendo vibrar aquella fea hoja de la que tan orgulloso estaba mi enemigo. Ahora fue mi turno y, con un salto felino golpeé su sien izquierda con el plano de la espada, haciéndolo caer al barro, en el que chapoteó tan sólo un instante antes de volver a la carga, con la hoja por delante, intentando romper mi guardia por la pura fuerza de la embestida. Se deshizo en golpes por uno y otro lado, en series rápidas y largas, buscando un fallo en mi protección, pero no lo encontraba. Yo sabía que sólo tenía que esperar, que aquella no era forma de pelear. Mi padre me había enseñado que de aquella manera sólo conseguiría agotarse antes de tiempo y la lucha terminaría con el enemigo desplomado en el suelo y a mi merced.

Günnar se detuvo para recuperar el resuello y entonces fue el momento de lanzarme a su garganta. Reaccionó tarde, pero fue más que suficiente para detener mi acometida. Se retiró de nuevo y volvió a reír. Bajo la lluvia, con el pelo pegado a sus carrillos, lleno de sangre y barro, parecía más una bestia que un ser humano.

- ¡Eres basura! Jamás podrás conmigo. Soy más grande, he peleado más que tú y soy más fuerte. Si quieres vivir, ríndete.

- No quiero vivir. Quiero matar.

- Estoy seguro de que la puta de tu madre muerta no querrá tenerte a su lado en el más allá.


Quizá debí hacer oídos sordos a su provocación. De todos modos, yo no llegué a conocer a mi madre. Tampoco fue el insulto. ¿Qué sabía él de mi madre más que yo? Nada. No sé que fue, ni siquiera ahora podría decirlo. Pero aquello me hizo enrojecer de ira. Sentí mi piel arder, hacer evaporar la lluvia que se acumulaba en mi cuerpo después de tanto tiempo sintiéndola caer. Sentí un arrebato de cólera y no recuerdo nada más.

Algunas viejas lo llamaron awen. Un trance. El trance del guerrero. Estaba fuera de mí. Sólo podía atacar, golpear, tajar y estoquear. Los que me vieron pelear, me dijeron que mis ojos estaban fuera de las órbitas, que mi boca no revelaba emoción alguna y que no podía apartarme de Günnar. Sólo quería luchar, en aquel momento sólo vivía para luchar. Sólo veía a mi enemigo, mi hoja y la suya. Sólo sabía dónde estaba mi propio cuerpo.

Para mí, el mundo se detuvo. Toda vida quedó suspendida, como si hubieran decidido pararse todos para observarme pelear. Incluso Günnar había dejado de moverse como si observara mis evoluciones, atento a mis movimientos, como si fuese un huracán que se hubiese formado allí delante. Todos estaban como absortos, fijos en mis movimientos.

De pronto, el mundo volvió a su ritmo original, saliendo de aquella pasta en la que se había introducido. De pronto, ví a mi contrincante parando sin cesar, con dificultades, retrocediendo, cansado y sudoroso. De pronto, dejé de ser humano. De pronto, Günnar hizo un ruido extraño, como un gorgoteo, como si fuese el arrullo de una paloma. Un hilo de sangre y baba fluyó desde las comisuras de sus labios, y su cuerpo se vio sacudido por fuertes convulsiones, hasta que se quedó quieto, inerte.

Tenía mi bastarda clavada en su cuello, hasta la mismísima guarda.

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Khram Cuervo Errante

Tiré de la empuñadura con rabia y sacudí la hoja para limpiarla de sangre, salpicando a mi alrededor. El cuerpo del muerto cayó pesadamente a tierra, como si fuera un fardo de paja lanzado desde lo más alto del montón, hundiendo el rostro, contraído en un rictus de sorpresa y terror, en el húmedo fango en el que chapoteaban mis pies. Cuando tocó el suelo, oí un grito desgarrador, seguramente de su madre, pero no me importó. Oí un verdadero clamor, no sé si de admiración, de terror o de rechazo, pero no me importó. Vi un gran revuelo a mi alrededor, gritos, brazos y piernas agitándose. Pero ni supe a qué se debía en ese momento, y la verdad sea dicha, tampoco me interesé lo más mínimo en conocer la razón. Había sido una lucha honorable, a pesar de cómo había comenzado, y uno de los dos había caído. No había más que hablar. Muchos hombres morían y vivían así en Bort y jamás había visto poner tantos gritos en el cielo por causa de un combate.

La lluvia no aflojaba. Unos tremendos goterones se deslizaban desde mis codos al suelo, alimentados por un copioso aguacero que parecía no querer amainar jamás. El chaparrón hacía que el ambiente fuera mucho más pesaroso de lo que ya era. Es más, parecía ser la que traía la muerte consigo, dejándonos tras de sí sólo amargos recuerdos. Primero, mi padre y hermanos. Después, a Günnar.

Con todo el ajetreo, aún hubo alguien que tuvo tiempo de investirme con una peluda capa de algún desdichado animal que, en aquel preciso momento, compartía mucho más con Günnar que yo mismo, que vestía ahora sus galones. No me hizo falta mirar al manto para saber la responsabilidad que significaba aquel manto: acababa de llegar a mi mayoría de edad. Era un hombre hecho y derecho. Ya había matado, y eso, para los bortai, es signo de que uno está ya preparado para ir a la guerra. Y a las guerras, todo el mundo lo sabe, sólo van los hombres y mujeres adultos. Quizá era uno de los más jóvenes bortai en conseguir aquello. Pero, cuando tus enemigos te cercan, y hasta tus propios hermanos vuelven las hachas contra ti, la edad a la que mueres no importa, sólo la edad a la que matas. Oí protestas contra aquel que me había concedido el honor del manto. Muchos alzaron sus voces contra él y otros muchos, en contra de los primeros. Unos argumentaban que aún era un crío y había matado a otro crío y eso no es de ser hombres; otros, por simple respuesta, preguntaban que desde cuando había importado la edad de los contendientes a la hora de concederle la adultez a un bortai. Muchos habían muerto con apenas pelusilla en la barba y otras, apenas comenzaban a sangrar la sangre lunar, ya tenían en su haber numerosas víctimas. ¿A los bortai nos importaba acaso la edad de nuestros enemigos? ¿Eran menos enemigos los que tenían menos edad? ¿Eran menos hábiles los más jóvenes? Aquella tarde, Günnar y yo nos habíamos encargado de despejar estas dudas, dejando constancia de que dos diestros guerreros podían contar con cualquier edad. Y ganarse su nombre de adulto matándose entre sí. ¿Cuántos de los que allí había se habían forjado su identidad de aquella manera? Muchos callaron al sentirse respuesta a esta pregunta.

La madre de Günnar recogió su inerte cuerpo de un suelo en el que el barro se entremezclaba con la sangre derramada, aún sollozante. Su abuela, una de las ancianas del clan, le imprecaba y le reprochaba su displicencia para con su hijo, que había faltado a todas las reglas del combate honorable.

- Tu hijo no merece ni las piedras de su túmulo. ¡Traidores en mi propia casa! Si los ancestros tuvieran a bien llevarme consigo... ¡Qué vergüenza haber vivido para soportar esta deshonra! – la anciana hablaba con verdadera rabia.

Con la sangre del caído aún manando desde la terrible herida, me puse a pensar en Günnar. Había deseado matarlo en múltiples ocasiones, haberle procurado la más dolorosa y lenta de las muertes imaginable, para que sufriera en sus propias carnes lo que había sufrido yo a lo largo de toda mi vida, sin madre que me orientara y con un padre que estaba, las más de las veces, fuera del clan, haciendo la guerra a otros para que aquella sabandija tuviera una vida mucho más segura. Pero, ¿ahora qué? Había conseguido por fin librarme de él. Pero seguía igual de vacío que antes. Sin embargo, la lucha... ¡la lucha me había llenado! Los envites de uno y otro, las acometidas, los molinetes y paradas, las fintas y las esquivas... Todo me había hecho hervir la sangre, casi como una virgen que ocupa por primera vez el tálamo con su compañero. Aquello me había hecho sentirme vivo por un breve lapso de tiempo, me había demostrado que dentro de mí aún quedaba algo más que vacío, como si mi vida hubiera llegado hasta aquel punto sólo para experimentar aquella euforia imposible de contener que era el combate.

- Madre – me dirigí hacia la anciana, tendiéndole mi mano derecha, - no seáis tan dura. Günnar luchó honorablemente, peleó sin desfallecer, sin dejar nunca de combatir, confiando en poder sacarme ventaja y acuchillarme. Fue un digno enemigo y, si nadie quiere hacerlo, yo mismo honraré su memoria como merece el gran guerrero que Bort ha perdido.

Mirándome a la cara, directamente, alzando su vista poco más de un palmo, vi el agradecimiento que afloraba en aquellos sabios ojos de los que la vergüenza se fue, como descorriendo un velo que hubiera afeado el rostro surcado de arrugas y cicatrices, que aún guardaba entre aquellos múltiples pliegues una gran parte de la belleza que había hecho de aquella mujer una terrible compañera y una amantísima esposa para algún afortunado guerrero, muerto ya hacía tiempo.

-¡Escuchadme ahora, hijos del Cuervo! – la anciana elevó su voz por encima del griterío de los que discutían. - Que nadie más se atreva a negar a este chico su adultez, pues es honesto y noble de corazón, tanto como el mejor de nuestros guerreros. Ha probado serlo en combate y acaba de demostrarlo en la victoria, ofreciendo el campo conquistado al hermano caído para que repose en él – hizo una breve pausa y luego me señaló con un huesudo y largo dedo. – No hay duda de que éste está llamado a un gran destino y que no regirá sólo el suyo, sino el de muchos.

La gente miró anonadada a la anciana, la gran mayoría boquiabiertos. La matriarca de aquella familia había dado el honor de la victoria al asesino de su nieto. Con aquello se acabó toda la discusión.

Cogí de los brazos de su madre el pesado calcañar de Günnar y, trastabillando en el cada vez más húmedo barro de la estepa, llevé a mi enemigo hasta en centro del círculo de tiendas. Allí, amontoné como pude la suficiente leña como para levantar una pira funeraria que diera testimonio de lo gran guerrero que había sido aquél que yacía entre agua y barro con un agujero de más, un boquete que yo había abierto con mis propias manos. Y consideraba, en justicia, que debía ser yo quien preparara sus exequias. Le había asesinado, sin pararme siquiera a considerar las consecuencias de mis actos, embriagado por el espíritu de la guerra, poseído por el deseo de victoria, de aplastar a los que se atrevieran a poner en duda mi dignidad.

Aquella idea me atormentaba. Una vocecilla en mi interior me decía: "¡Asesino! ¡Criminal! Ahora caminarás por las oscuras sendas del dolor". E inmediatamente oía la voz de Drawen que me decía que los guerreros mueren en las batallas. Y los bortai, niños o no, somos todos guerreros. Desde el primero hasta el último. Desde el más arrugado anciano hasta el más tierno infante, éramos supervivientes. Y nada ni nadie nos habría de detener jamás si permanecíamos fieles a nosotros mismos, a nuestra dividida nación, a nuestro clan, a nuestra familia.

Asesino.

Aquella vocecilla interior no dejaba de atormentarme.

Los guerreros mueren en la batalla.

Era como si varias personas se hubieran colado en mi cabeza, diciéndome frases inconexas, repitiéndose una y otra vez; unas me acusaban, otras me justificaban. Mil vidas estaban ahora mismo disponiendo mi conciencia dentro de mí y yo ni siquiera tenía voz o voto en aquellas disposiciones que otros emprendían sin mi consentimiento, como si no me incumbieran para nada o no pudiera inmiscuirme en mi propio devenir. Quizá los miles de ancestros que habían dado forma al Bort actual, que nos habían llevado, a través del tiempo, montados sobre la tradición y la costumbre, a aquel punto fatídico en el que nos habíamos enfrentado Günnar y yo. Quizá los mismos dioses habían encontrado un hueco en mis pensamientos, para reprocharse uno a uno y entre todos la responsabilidad de nuestros actos y queriendo ganarse a las tabas las almas de uno y otro.

... en la batalla.

El trapaleo de la lluvia sobre los maderos no ayudaba en nada a silenciar aquella retahíla de rezos y susurros inconexos y sin sentido alguno. La batalla ahora se libraba en mi propio corazón y no ante mis ojos. El resultado de aquella pugna no dependía de mi habilidad con el acero o de la habilidad de un contrincante. Dependía de la invisibilidad de aquel terrible enemigo, de la conciencia de que no tenía corporeidad alguna contra la que arremeter. Aquella abstracción, aquel fantasma, iba a acabar conmigo antes de lo que muchos pensaban y bastante después de lo que otros hubieran deseado que fuera mi final. Los palos seguían ajustándose unos sobre otros, la lluvia seguía limpiando mis heridas. Pero ninguno de los dos podía lavar lo que había hecho.

Más relámpagos alumbraron la oscura y cerrada noche en que aquel funesto día se había convertido. A la lúgubre luz de aquellas centellas, me rodeaban rostros fantasmagóricos, horripilantes, terroríficos. Miles y miles de rostros atormentados se giraban para mirarme la cara. Descarnados dedos me apuntaban, acusadores, culpándome, negándome un perdón que los seres terrenales ya me habían concedido, al menos en sus bocas. Cientos de desdentadas aberturas susurraban contra mí, cuchicheando maldades; cientos de horribles dientes reían mi desdicha, insistentes, negándose a abandonarme aquella noche, Aquellos espíritus, ancestros o no, habían surgido sólo para martirizarme, para demostrar que ellos eran muchísimo mejores que yo porque ninguno había matado a ningún niño. Al menos, ningún niño bortai.

Cerré los ojos y sacudí la cabeza, intentando librarme de aquellas visiones, pero las visiones se mezclaron con la gente que me rodeaba, confundiéndose el mundo real y el otro en aquella pira que estaba a punto de arder. Unos reclamarían el alma del vivo. Otros llevarían consigo la infamia y la gloria del muerto. Unos seguirían con sus vidas al día siguiente. A los otros no podría olvidarlos jamás en mi larga existencia, testigos mudos de un crimen que no fue tal, parte acusadora de un juicio que decidió el acero, con su fría mordedura.

Me alcé del barro, con las piernas enfangadas hasta media pantorrilla, perdidos de barro los faldones de mi túnica. Derramé con reverente calma los óleos sobre el cuerpo de mi enemigo y tomé la antorcha de la mano de Dada, que me dirigió una enigmática mirada. Fue como si no nos conociéramos, como si aquel fuera el primer encuentro de dos desconocidos que estaban destinados a entrelazar sus vidas, aunque ninguno desearía la manera en la que se habían entrelazado. Parecía como si Dada mirase más allá de mis ojos, intentando atisbar algo dentro de mis pensamientos, taladrando mis pupilas con las suyas, y viendo mucho más con su cansada y sabia vista de lo que yo podía alcanzar a ver en mi propio interior. Soltó la antorcha con una mezcla entre alivio, satisfacción y honda pena, camuflados entre un cejo fruncido de preocupación, esperándose algo mucho más terrible de lo que ya habíamos tenido la mala suerte de encontrar.

Me separé al fin de ella, prendida aún la mirada en la misteriosa máscara de Dada, con la antorcha encendida ardiendo por encima de mi cabeza. Oía sisear las gotas de agua al caer sobre la antorcha.

- Hermanos de Bort, hijos de la guerra, vástagos de la sangre de la propia Madre – grité, imitando al druida que sería el maestro de Drawen. – Hoy devolvemos a su seno a uno de sus hijos, montado en el corcel de la muerte; esperamos que Shan'dru lo recoja antes de que Druma lo haga desaparecer en el olvido y lo reúna con los ancestros.

Dicho esto, arrojé la antorcha a la hoguera.

- ¡Tú te habrás de ir con él, bastardo!

La madre de Günnar se había lanzado hacia mí con una maza de guerra, dispuesta a matarme. El terror me había paralizado y no acerté a desenvainar mi bastarda. Ni siquiera pude cerrar los ojos, anticipando el miedo. Y entonces, un palmo de blanco acero sobresalió entre los pechos de la mujer, que se miraba horrorizada aquel nuevo apéndice, crecido por arte de magia.

Fue la abuela de Günnar quien me salvó. Le dijo algo a su hija, llorando, que no pude entender. Y sin dejar de llorar dijo:

- Qué maldición ha caído sobre mi casa... – y acto seguido, de un tajo, se abrió las entrañas.

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Khram Cuervo Errante

Nada volvió a ser igual desde entonces.

Aquellos hechos parecieron marcar el declive de una época, como si todo hubiera estado predestinado para causar una inflexión en mi propia vida, como si algún ser superior hubiera tramado todo aquel dolor, toda aquella desgracia por el mero hecho de ver cómo reaccionaría en los años siguientes. Me sentí como un peón de algún cruel dios que se divertía a costa de mi sufrimiento.

Tras haber recibido mi manto de adulto, todo fue de mal en peor. El clan me había redimido de toda culpa, puesto que los ancestros habían tenido a bien el permitirme vivir, librándome del oprobio que acabó con la vida de toda la familia de Günnar, dejando su casa desierta e inexistente. Según la ley, sus posesiones debían pasar a su verdugo. Literalmente, su verdugo había sido la propia matriarca, pero como el que desencadenó toda aquella pena había sido un chiquillo que apenas contaba con doce inviernos, lo poco que habían atesorado pasó a mi yurta sin que nadie protestara por ello. Yo no me sentía a gusto con aquellos objetos, ganados por la sangre, una sangre innecesaria, y, lo que debía haber sido el principio de una pequeña fortuna que muchos empezaban ya a envidiar, acabó en manos de aquellos que más me envidiaban. Sin poder poner la vista siquiera en todos los cachivaches y enseres que había heredado, debido a los recuerdos que despertaban en mí, pedí a Dada que los regalara en mi nombre, a quienes más los necesitaran o quisieran. Eso era lo de menos. A mí lo único que me importaba era recuperar la paz que aquellos objetos me habían arrebatado, como un ladrón furtivo abrigado por la oscuridad de la noche. Hubo quien no culpó a los objetos de aquella intranquilidad, sino a mí, pero ya no me importaba. Desde el momento en que maté a Günnar apenas me importaba nada. Y casi había sido mejor así.

Ningún chiquillo quería acercarse y, mucho menos, jugar conmigo. Y los adultos no comprendían que yo no quisiera dedicarme a cosas de adultos, sino a jugar. Pero para ellos era bastante simple decidir si era un niño o un adulto. El que lo tenía mucho más difícil era yo, atrapado entre dos mundos. Como único superviviente de mi casta, y como adulto además, tenía voz en los asuntos del clan. Pero, ¿qué iba a decir yo en los consejos, que me quedaban tan lejos las decisiones de mis mayores? ¿Qué podría alegar yo, ajeno a sus idas y venidas, sólo coronado por una muerte que me era aún más ajena?

Y con los niños era peor. Muchos me insultaban. Me señalaban y me llamaban criminal o asesino. Otros muchos me tiraban piedras para que me alejara de ellos, temerosos de que les hiciera daño. Pero estos no eran los peores. Estos se enfrentaban a mí, abiertamente, con o sin razón, amparados en el miedo o en el absurdo valor que confieren las apuestas entre mozalbetes, del tipo de a ver quién se acerca más al hacha más afilada.

Los peores eran lo que ni siquiera cruzaban la mirada conmigo. Los peores eran los que, al ver que me encaminaba hacia donde ellos estaban, pegaban media vuelta, volvían a su yurta y esperaban a que hubiera pasado. Los peores eran los que daban inmensos rodeos para no cruzar sus pasos con los míos. Podía soportar los insultos, las pedradas, las burlas y el daño físico. Era fuerte, lo había demostrado, y no tendría que volver a demostrarlo mientras viviera. Los moratones se volvían amarillos y después desaparecían. Las palabras acababan arrastradas por el viento en los dioses saben qué sitio. Pero la indiferencia, el rencor silencioso, permanecen siempre. Se enconan en el corazón del que la siente, como una herida mal curada, pero lo hacen aún más en el corazón del que la padece. Por que el que se hiere por propia voluntad no puede más que encoger los hombros y cargar con el daño, pero el que se hiere por voluntad de los demás, sufre. Y no vive. Se siente como debieran sentirse los fantasmas, aquellos que quedan en el mundo sin transitar hacia el otro lado, atrapados por su hondísima pena. Y así estaba yo: atrapado entre la pena de saberme ignorado y la angustia de sentirme valorado.

Intenté apoyarme en Dada, pero tampoco podía ayudarme. No porque no quisiera, la pobre. Sino porque no podía. Sus huesos cada vez se quejaban más, y ella también, aunque en silencio. Pocas veces oí a mi querida anciana proferir algún quejido, algún sonido de dolor. Pero cada vez era más evidente que hasta los más leves movimientos le producían fuertes dolores. Ella se quedaba en la yurta, arropada entre sus pieles, sonriéndome mientras me decía que para ella ya había llegado el largo invierno. Después volvía la cabeza y suspiraba sin perder aquella sonrisa preocupada. Y yo tenía que salir a buscar algo de comer.

Tampoco me servían mis clases en la cabaña de Burbath. El anciano me enseñaba más y más runas con cada día que pasaba, pero nada de magia. Si hubiera aprendido una pizca más de magia, quizá hubiera levantado un poco más el ánimo. Pero lo único que hacía allí era mirar los firmes y bellos trazos del anciano mago, intentando desentrañar un significado que no encontraba sentido alguno en mi cabeza. Cuando le preguntaba por la hora en la que haría magia de verdad me decía: "Confórmate, por el momento, con conjurar tu propia luz, mozalbete. Los arcanos esconden secretos que podrían acabar con tu juvenil intelecto mucho antes de lo que puedas suponer."

Todo esto sólo servía para añadir más carga aún a las que ya llevaba sobre mis hombros. Y cada día me sentía mucho más triste, más sólo. Era un extraño para mi clan. Un adulto que tenía el cuerpo de un niño, un niño que encerraba una mente de adulto. Un asesino al que temer, un criminal al que castigar. Víctima de las circunstancias y víctima de mí mismo, de mi propia arrogancia, de mi propia falta de mí mismo. Poseído por un awen incomprensible había matado. Esto me hacía diferente a ojos de los demás, y los demás me querían ver diferente, deseaban verme distinto a ellos, alejado de todo lo que ellos significaban para sí mismos, separado del clan, al que no era digno de pertenecer un monstruo como yo, asesino de niños. Y aunque los ancestros me perdonaran. Y aunque el clan me hubiera dado su beneplácito, yo no era más que un parásito entre ellos, un tumor al que extirpar, sin sitio en una cerrada sociedad de la que ellos mismos me habían expulsado cercados por sus propias leyes.

Me paré a la orilla del río, deseando tranquilidad, pero hasta sus aguas parecían correr hoy más turbias y tempestuosas, como si quisiera alejarme de él, por miedo a que le cortara en dos. No encontré descanso bajo el viejo roble en el que solía cobijarme durante las calurosas horas del verano. Sin hojas aún, sin haber comenzado aún la primavera, el cielo aparecía entre las desnudas ramas del árbol, que dejaban entre ver las nubes que viajaban ligeras, flotando en el aire, acunadas y llevadas por el fresco viento del final del invierno. Tampoco la Madre me ofrecía su cobijo.

Todo lo que había amado desde pequeñito, todo lo que había sido mi vida se había disipado. Todo lo que había significado algo, todo lo que hubiera tenido alguna importancia había sido borrado, sustituido por aquel insondable vacío lleno de pena y soledad. Ni siquiera los dioses me querían. Shan'dru parecía retirarse de mí, puesto que ni sus hijos vegetales podían ofrecerme una confortante sombra. Su sangre, el agua que corre por las venas de sus ríos, que corre calma y tranquilizadora por las riberas, me increpaba mi horrible crimen, haciéndome sentir culpable por lo que habían desencadenado las circunstancias.

Realmente no era culpable de nada. Según nuestras leyes, según nuestros códigos, Günnar se había arriesgado a perder su vida y había perdido una apuesta demasiado alta que no había podido cubrir. Él quiso mi alma como ofrenda a los ancestros y lo que tuvo fue un palmo de acero entre el gaznate y la coronilla, encajado en el estirado cuello. Algunos guerreros dicen que los ojos de aquellos que matan en el combate les persiguen toda su vida, al cerrar los ojos, exigiéndoles el pago por la vida que les arrancaron. Pero eso no es nada comparado con el horror que me infundían a mí los ojos de Günnar cada noche, incrustados en mis sueños, llenos de odio, rabia y sorpresa, casi fuera de sus órbitas, queriendo aspirar el aire que el acero impedía que pasara a sus pulmones. Aquellos borbotones de sangre manando de su nariz y su boca, torcida en una macabra media sonrisa, sombra de la mueca que tanto había odiado en Günnar. Los regueros de sangre que fluían por su pescuezo, descendiendo tímida y lentamente desde los filos de mi espada, burlones, casi cantarines, riéndose de mi desgracia y a la vez, incitadores, clamando por la sangre que aún quedaba dentro de mi víctima, sedientos de un caudal que yo no estaba dispuesto a derramar en tal cantidad. El sonido de sus lastimosos quejidos, apenas un gorgoteo, reprochándome un asesinato que no fue tal, reclamándome una vida arrebatada en una liza limpia.

¿Cómo permitía Shan'dru, la Dadora de Vida, que aquello ocurriese? Dada se había pasado la mitad de mi vida aleccionándome sobre la bondad de la Madre, imbuyéndome la doctrina de los druidas, que, aunque escasa por ser mi pueblo como es, existe, enseñándome la supremacía de Shan'dru por encima de los demás diosas y dioses. ¿Cómo es posible que, si tan poderosa era, permitía que las huestes de Druma, la Seductora, cabalgaran en las entrañas de uno de sus hijos, nublándole el sentido y el entendimiento, para convertirse en el brazo ejecutor de la diosa de la Noche? ¿Acaso hasta los dioses se habían vuelto locos, perdido el seso en la vorágine de caos que me había arrastrado? ¿O eran ellos los que habían provocado aquél caos cuya vorágine había acabado por arrastrarme? Desentrañar tales misterios me dio dolor de cabeza. Si apenas era capaz de desentrañar los misterios de mi propia existencia, tanto más era incapaz de vislumbrar siquiera las intenciones de los dioses, cuyas voluntades se me hacían antojadizas, como las de un mocoso que se encapricha con el juguete de otro y no para de llorar y patalear hasta que lo consigue. Y cuando lo consigue, descubre que el placer de jugar con él no es tan grande como él creía y acaba abandonando el juego en un rincón, despreciándolo y olvidándose de él.

Harto de pensar, cansado de jueguecitos de dioses y estupideces de humanos, me levanté y fui a dar un paseo. Lo único que me había quedado de mi padre, aparte de Nodym, que permanecía como testigo de su existencia, hundida hasta casi la mitad de la hoja en la tierra, era un caballo, un potro a decir verdad.

El mismísimo Dutar, señor del clan Caballo, había criado aquel garañón hasta convertirlo en un joven alazán del que muchos reyes y reinas se sentirían orgullosos. De enorme alzada, aquél corcel de guerra estuvo lejos de mi alcance hasta que cumplí los catorce días del nombre, en el que, como si la mismísima Shan'dru me hubiera regado, me di cuenta de que me había convertido en un espigado jovencito, de apariencia desmañada y de miembros desproporcionadamente largos, como ocurre a cualquier adolescente en esa etapa de su vida. El caballo debía estar en la misma etapa de su vida que yo, encontrándose extraño en cualquier lugar y, si tal cosa fuera posible, preguntándose por el sentido de su aburrida existencia, confinado en aquel redil, esperando a que alguien lo montara. Así que, cuando por fin decidí acercarme a él, congeniamos enseguida, e hicimos buenas migas. A los pocos minutos, ya estaba montando sobre su elevada grupa, a la que, a pesar de mi ya imponente altura, me costaba sudores encaramarme sin golpearme con las paletas, el cuello o la columna del noble animal y no mencionaré en qué partes de mi anatomía. Cuando conseguía subirme, estaba tan cansado que apenas me apetecía ir al paso sobre mi caballo, pero como suponía que sus ansias de salir de allí eran similares a mi angustia, me aguanté y salí del redil con un ligero trotecillo, que, me puso tan eufórico que acabó por convertirse en una furiosa cabalgada.

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Khram Cuervo Errante

Aquel mismo animal era ante el que me encontraba entonces. El potranco había crecido un poco más, con lo que su tamaño era realmente impresionante. El pelo negro brillaba a la tímida luz invernal con un destello azabache. Sus ojillos, avezados y atentos, presentaban ese chispeo de inteligencia y picardía que hacen de algunos animales más humanos que muchos. Con la larguísima crin coronada por un mechón plateado, el alazán me miraba expectante, y sacudió la melena, orgulloso, demostrando que se sabía poseedor de una deslumbrante belleza.

Me acerqué a él con unas cuantas hierbablancas, unas matas pequeñas y de color lechoso que parecían gustarle mucho, y le acaricié el aterciopelado penacho plateado que le caía sobre la frente, mientras mantenía baja la testuz, pendientes los ojos de la golosina. Supongo que esbocé media sonrisa, porque me sorprendí tensionando los músculos de la cara al escuchar el tímido relincho de satisfacción del potranco. Terminado su regaló, piafó impaciente, esperando que mi peso cargara su grupa para poder salir y estirar un poco sus poderosas ancas.

- Hoy iremos despacio. No estoy de ánimos...

Como si hubiera comprendido lo que le había dicho, el caballo me miró como diciéndome: "eso ya lo veremos". Volví a ver aquel destello de impaciencia en los redondos ojillos negros, que parecían reír divertidos ante la expectativa de una nueva y rápida cabalgada, a través de las estepas del clan, de camino a Shan'dru sabía donde.

Y no esperó mucho. Apenas asenté mis posaderas en su lomo, el caballo lanzó su propio y furioso galope, haciendo trapalear los cascos en el reseco suelo de Bort, levantando inmensas nubes aullantes de polvo, que asustaban a todos cuantos nos veían, pensando que el Apocalipsis había llegado y que los enviados de Druma ya habían venido a pedirles cuentas de sus vidas, para enviarlos ante la luz de Brishna o a la oscuridad de Malak. Pero el que aullaba era yo. Aullaba de excitación, elevando mi voz por encima de las voces de los pájaros, los ríos y el propio viento, que peinaba suavemente mis cabellos y acariciaba mi desnudo torso al pasar a mi alrededor, mientras el poderoso pecho de mi bestia atravesaba veloz los campos, como si quisiera escaparse de un mundo que, también a él, le había marginado y apartado, como un trasto viejo que no quiere nadie más.

Me agarré a sus crines y volví a sentirme libre, aliviado de la carga que pesaba sobre mis hombros, liberado de mis propios fantasmas. Espoleé al animal, que respondió animoso, intentando dejar atrás los malos recuerdos, como si poniendo tierra de por medio pudiese olvidarme de ellos para siempre. Sentí la calidez del animal, moviéndose salvaje, indómito, y me reconfortó, sabiéndome acompañado en mi desgracia, aunque fuera por un animal que, en este caso, había demostrado muchísima más piedad y comprensión que muchos seres humanos de los que conocía. Los árboles pasaban a nuestro alrededor relampagueantes, sin dar tiempo a distinguir siquiera sus troncos u hojas. Eran meras sombras que desparecían en la oscuridad del miedo, quedándose atrás, impidiendo el paso a todos esos fantasmas que yo había temido. El suelo temblequeaba ante el poderoso trapaleo de las pezuñas del animal que, como si fuera un remero en una galera mydonita, redoblaba sus esfuerzos con cada retumbo de la trápala, con la diferencia de que aquí no había látigo para que corriera más. El caballo daba todo lo que tenía y más, sin negarse nunca a nada, sin racanear con el esfuerzo.

No sé cuanto tiempo duró aquella excursión, y mucho menos el espacio que habría recorrido con aquella escapada infernal. El caballo no daba muestras de estar más cansado. Sólo corría. Buscaba un destino que ambos sabíamos que no existía en absoluto, pero que nos llamaba inexorablemente, con un clamor que no podíamos desoír y que nos apremiaba a llegar cuanto antes mejor. El animal relinchó, relanzando un galope mucho más rápido y desbocado que antes, y el mundo a mi alrededor giró a una velocidad de vértigo.

No sé cuando di la orden de paro. Tampoco sé cuando desmonté y mucho menos si había dormido algo. Sólo me encontré tirando de la brida del ronzal del noble bruto, guiándolo hasta un apacible y pacífico cabo, en el que poder descansar, tanto montura como jinete, y tener un poquito de sombra y agua que disfrutar durante algunos momentos. Estábamos en las cercanías de las ciénagas donde viven los draks, esos misteriosos seres humanoides con pinta de lagarto. Los Cuervo estábamos en relativa paz con ellos, pero, si no me equivocaba, aquello pertenecía al clan Caimán y su caudillo, Ogol, un impresionante hombretón de cerca de dos metros y medio de estatura e imponente musculatura, gustaba de adornar sus pertrechos y su cuerpo con dientes y garras de aquellos. Y tampoco era mucho más tolerante con los extraños que invadían sus tierras. Y si esos extraños invasores contribuían a su atuendo personal creando un conflicto con los drak, entonces sus cráneos adornarían la entrada de su yurta.

Cuando llegamos a los marjales, vi a Burbath, mi maestro. Estuve a punto de darle una voz, de llamarle a grito en cuello y que se sentara conmigo un rato, a descansar en la fresca atmósfera de aquellos estanques. Pero no estaba sólo. Burbath estaba conferenciando con otras dos personas.

Una de ellas era un anciano bajito y regordete, con un problema de papada múltiple, que le caían en cascada desde la barbilla hasta el mismísimo pecho. En la frente parecía llevar incrustadas tres piedras rojas, símbolo de la escuela de Hechicería, una de las cuatro dispuestas por el consejo de los shyrmis. Lucía una amplia túnica de color vino, recogida en la cintura con una estrecha correa, que parecía a punto de saltarle un ojo a mi maestro en cuanto se descuidara. El rostro estaba tan encarnado como la túnica, y parecía igual de congestionado que su cinturón. El otro era un hombre alto, corpulento, fornido. Llevaba el rostro embozado por una tupida capucha de un color negro como ala de cuervo, pero sus gestos denotaban que era un personaje importante. Manoteaban mucho y el anciano movía opulentamente las papadas arriba y abajo. Mi maestro parecía nervioso. El de la capucha negra parecía mucho más sosegado y mucho más tranquilo, moviendo las manos con mucha majestuosidad.

Decidí acercarme a escuchar. No era la primera vez que intentaba algo así, pero ahora estaba dispuesto a no fracasar. Ala Negra me había encontrado entonces y me había dado un puntapié. Si estos personajes llegaban a descubrirme, lo más seguro es que acabara creyéndome una gallina o convertido en un tizón reseco, cuando menos. Así que dejé a mi caballo alejado de aquel grupo y me acerqué sin hacer el menor ruido. El agua acumulada en los bordes de las ciénagas amenazaba con delatarme si pisaba con más fuerza de la debida. Avancé evitando los pequeños charcos, pisando sólo en las montoneras de hierba más tupidas, para que amortiguaran el crujido de mis botas de suave cuero. Algo se asomó por el borde del agua, oteando a los cuatro seres humanos que se habían reunido por allí cerca. Vi unos ojos saltones hundirse en las cenagosas aguas. Temí que fuera un drak y su reacción diera al traste con mi plan de espionaje. El corazón parecía que me iba a saltar del pecho, de lo rápido y fuerte que me latía, como si uno de aquellos fuera el último latido que diera y quisiera irse al más allá habiendo dejado atestiguada su presencia en este mundo con una última pulsación perfecta. Pero no sucedió nada y, por fin, pude soltar una exhalación de alivio, que había estado conteniendo sin darme cuenta, y seguí avanzando hasta llegar a una distancia segura desde la que pudiera escuchar la conversación.

- Pero es que no puedes hacerlo, Malthus – dijo el gordo. Fue lo primero que pude oír de toda la conversación

- Que yo sepa, el Consejo me ha prohibido practicar la magia, no enseñarla.

- Pero, ¿es que no lo entiendes? El único sitio en el que se enseña el Arte es en las torres de Shyrm. Si acaso, en la Torre Roja, y esto es ya un atrevimiento. Y debe ser enseñada por maestros.

- Yo soy un maestro, por mucho que el Übbermeister se empeñe en lo contrario. Además, ¿y si hubiera otra Torre Roja aquí?

- Tú poder te fue retirado...

- Pero no mi entendimiento.

- ¡Pues parece como si te hubieran secado el seso, viejo cabezota!

- Calma, hermanos –
habló el de la capucha negra. Y fue un sonido horrendo, casi demoníaco, que me hizo echarme a temblar. – No ganamos nada discutiendo entre nosotros. Pero has de entender esto, Arsstadtheldt: el Bundschlag no te permitirá hacer lo que te dé la gana. La magia es sólo una, y como una sola ha de tratarse, aunque se estudie desde cuatro disciplinas distintas. Tú, como yo, sabes que son muy pocos los que consiguen realmente dominar la magia pura, y los más sólo logran dominar uno de los aspectos de las esencias. Y esta sólo se enseña a unos pocos elegidos. Tú pasaste por aquellas pruebas, exactamente igual que yo. Aquello nos cambió para siempre. Y ahora tú, ¿quieres escoger a los llamados para el arte por tu propia cuenta? Has cometido muchos errores en tu vida, Malthus, pero este los supera a todos con creces. El Bundschlag se pide que ceses en tus actividades.

- El Bundschlag pide muchas cosas. Y la mayoría de ellas son estúpidas. ¿Por qué hay que negarles la magia a los demás? ¿Acaso es propiedad nuestra? ¿No está en el mundo de la misma forma que lo estamos nosotros? Pues, si está en el mundo, ¿qué impide a los demás utilizarla? Sólo el afán del Consejo por controlar algo en un mundo que ha olvidado a los magos, aislados durante siglos tras ese inmenso desierto. Si nuestras torres estuvieran de nuevo sembradas por todo Hirkam...

- No ocurriría nada –
le interrumpió el gordo. - Volveríamos a ser perseguidos, tendríamos que volver a aislarnos y ese sí que podría ser el fin de los artesanos de las esencias. Así que desiste de tus ansias. Estás advertido, Malthus – volvió a hablar, tras una pequeña pausa, - así que tú sabrás lo que haces.

Los dos extraños se dieron media vuelta, sumergiéndose en los tóxicos vapores de las ciénagas. Salí de allí con el mismo cuidado que había llegado y fui a reunirme con mi montura, que se había quedado allí quieta, esperándome.

Lo que había visto me había desconcertado. Había dos magos extraños con mi maestro, que lo había sido antes. Pero no le llamaban Burbath, sino Malthus; y habían hablado de una especie de conquista mágica. ¿Planeaban los shyrmis invadir todo Hirkam? Si las historias que había oído una vez, al amparo de una hoguera de campamento, arropado por un calor que ya se había ido, los shyrmis podrían hacerse con el control de todo el mundo. Los bortai no teníamos armas suficientes para enfrentarnos a todo un ejército de conjuradores que podían calcinarte con sólo mirarte. Y para mí, esto solamente significaba una cosa: si Shyrm había decidido apoderarse de todo el mundo conocido, no había fuerza en el mundo capaz de detener su avance. Los clérigos lo habían hecho una vez, pero a qué precio... Y si lo que se decía era verdad, los ksatriyas habían acabado por tolerar la presencia en el mundo de los magos y a los Sai'mara, los sumos sacerdotes de Korgath, y a los Vaadhan, los altos clérigos de su padre Malak, habían llegado a aliarse con ellos. Los únicos que seguían oponiéndoles férrea resistencia eran los Shun'karith, y no eran muchos. A los druidas y a los drumitas les traían sin cuidado los magos. Existían y punto.

Sólo habría una solución y era la que el propio Malthus o Burbath o como demonios se llamase había apuntado: entregar la magia a los demás, hacerlos partícipes de ese inmenso y desatado poder que llenaba las venas de los magos, para poder armar una buena defensa. Y yo quería participar en esa defensa.

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Khram Cuervo Errante

Volví a montar en mi caballo, o mejor dicho, en el caballo de mi padre. Los acontecimientos de los que había sido testigo habían mermado mi espíritu, pero no los de mi montura, por lo que me vi obligado a centrar todos mis esfuerzos en refrenar su ardor, dejándome muy poco tiempo para concentrarme en los problemas que habían surgido de repente. Al hacerlo, comprendí la dificultad que Dada había tenido al educarme o cualquier otro adulto en educar a un niño. Es muy complicado sujetar el ardor por la vida de un ser que apenas comienza a disfrutarla y que quiere absorber y agotar todos sus momentos, extrayendo cada una de las sensaciones, paladeándolas, saboreándolas y pidiendo que aquellas sensaciones fueran cada vez más fuertes y más estimulantes.

Con una sonrisa, me sorprendí a mí mismo meditando el asunto, ¡Shan'dru bendita! ¿Querría decir aquello que me estaba haciendo mayor, que maduraba y que el manto de la adultez había caído sobre mí en el momento oportuno? Yo no había notado ningún cambio, ni tampoco había habido un punto de inflexión en mi vida que me indicara que había dejado de ser un niño para convertirme en un adulto, por mucho que me hubieran impuesto aquel manto cuando pasó lo que pasó. ¿Sería el peso del manto lo que había provocado que mi mente se llenara de aquellas reflexiones más propias de un anciano que de alguien que apenas contaba con un manojo de inviernos en su haber?

Volví a sujetar a mi animal. Necesitaba tranquilidad para meditar y el caballo no quería tranquilidad. Sólo quería galopar y correr, desentumecer sus músculos. Y lo que yo necesitaba desentumecer era mi embotado raciocinio. ¿Las vidas de los adultos estaban siempre llenas de preocupaciones como las mías? Yo había visto hormiguear a los adultos de mi clan durante toda mi vida. Todos iban de acá para allá, ocupados en tener algo que comer, en cocinarlo, en tener buen cuero, en tener la yurta preparada y buenas pieles que ponerse sobre el cuerpo, eludiendo así el frío que siempre nos acechaba tras cada piedra de aquella dura estepa. Siempre había pensado que aquellas eran las preocupaciones de los mayores, mientras no había guerra. Y cuando la había, sus tareas se reducían a engrasar filos de espadas y hachas, preparar recias armaduras de duro cuero, tener listas botas y escudos, y acondicionar sus cuerpos al esfuerzo. Claro que, todo esto, lo había visto protegido bajo las alas de Dada y nunca había tomado parte en una guerra. Supongo que los hombres afilaban sus armas acuciados por el atroz miedo a dejar atrás a los que amaban, que había nerviosismo oculto en las mujeres que se ajustaban armaduras al pecho y escudos en los brazos, que había intranquilidad bajo los cascos y yelmos preparados y que los entrenamientos estaban llenos de inquietud. Aún ahora, que he librado muchísimas batallas, no puedo saber qué es lo que pasaba por las cabezas de mis mayores.

Mi potranco seguía tratando de liberar toda su juvenil energía y cabeceaba impaciente, queriendo retomar la furiosa cabalgada que nos había llevado a las tierras de Ogol, caudillo del Caimán. Volví a refrenarlo, y el animal dio otro tirón. Desistí. No había caso. El joven animal quería liberarse, estallar en su jubilosa carrera y yo no veía razón alguna para seguir sujetando su ardoroso ánimo. Aflojé la rienda y el caballo relinchó burlón. "Te gané", parecía decir aquel agudo y penetrante sonido que pretendía, sin lugar a dudas reírse de mí y de mis miedos. Sus cascos volvieron a tronar, el polvo volvió a levantarse detrás de nosotros y la Madre, señora de libertad y vida, llenó mis venas de un irrefrenable deseo de liberarme de las ataduras de aquel mundo mortal y ver a los dioses cara a cara y desafiarlos a singular duelo. Quería volar, escapar de aquella pesada gravidez y liberarme de mis propios impedimentos. Mis disquisiciones se habían quedado arrinconadas por el momento, desterradas por el ardiente anhelo de vida que ahora me llenaba. Aquel animal sabía mejor que yo lo que me convenía y así me lo hacía saber. Decidí abandonarme a su buen juicio y solté un poco más las riendas. Mi montura soltó un leve relincho de agradecimiento y arreció la tempestad de su galope, con una trápala de la que hasta los dioses podían temer. Era libre. Allí no había nada. El mundo se había difuminado en confusas sombras y sólo el animal y yo estábamos allí para observar cómo todo se había emborronado. Por primera vez en mi vida me sentía yo mismo, liberado de pesos y preocupaciones, sin carga alguna. Parecía flotar, arrastrado por un furioso viento, rumbo a ninguna parte, y tampoco tenía que tomar decisión alguna sobre el mismo. El mundo ya no era parte de mí, y yo tampoco era parte del mundo. Jamás he vuelto a sentirme de aquella manera. Quizá esa libertad tan exagerada era la señal de que iba a estallar una tormenta en la que me vería atrapado sin desearlo, que me llevaba sin remedio hacia donde yo no quería y esta era la única tregua que iba a concederme. Si me hubiera dado cuenta entonces, seguramente habría actuado de otra manera, pero no lo hice. Y quizá fueron mis decisiones posteriores las que me encadenaron a un destino que, de alguna manera, estaba ligado a mí. Quizá fue que yo escogí ligarme a dicho destino, que esperaba allí agazapado a que pasara alguien y lo aceptara. Pero fui yo el que sufrió sus juegos y sus torturas.

Reía incansable. El viento jugaba en mis cabellos, me acariciaba, como si la Madre estuviera reprendiendo con ternura a un hijo travieso. El agradable calor del caballo entre mis músculos me hacía sentir vivo, unido al mundo, a salvo de que mi espíritu decidiera volar libre hacia las Eternas Estepas. Las largas crines del noble animal me hacían cosquillas cada vez que mi montura cabeceaba para ganar más velocidad. Nada podía dañarme entonces, nada. Me sentía invencible, Me sentía casi inmortal.

Poco a poco fueron vislumbrándose las primeras sombras de las abigarradas yurtas del campamento. Algunas hogueras habían comenzado a arder, preparando las primeras cenas, dedicadas a los más pequeños, que quedarían arropados por gruesas pieles, al abrigo de los precarios hogares, pero a salvo de todo peligro, mientras los adultos cantaban y reían. A pesar de las muertes, a pesar de la guerra, los bortai no dejábamos de festejar. La vida misma es un festejo, la propia libertad. Somos el último bastión de la misma en este mundo, el último pueblo libre. Y cada día puede convertirse en una celebración dedicada a los héroes que cayeron para defendernos, a los ancestros que nos guían y nos vigilan o a los propios vivos que aquella noche se reunían bajo las estrellas. Estar vivo también era motivo de celebración.

Sonreí y decidí aceptar aquella noche mis honores de adulto, envuelto en mi manto, acompañando a la vieja Dada. La llevaría del brazo y allí nos contaría cuentos, como cuando yo era pequeño. Y como seguía haciendo. Dada era excelente relatando historias y lo hacía de una manera tan aleccionadora que no podías menos que guardar en tu memoria todas y cada una de aquellas historias llenas de una secular sabiduría que habíamos recogido los bortai durante milenios de existencia tribal y sociedad familiar. Bort son los bortai, sangre y clan. Y Dada representaba aquella sangre y clan mejor que nadie.

No sé qué fue lo que me hizo volver la cabeza hacia aquel lado, pero vi humo en la cabaña de Burbath. Aquello hizo volver a mi cabeza los acontecimientos de aquella tarde y cómo aquellos dos siniestros personajes amenazaban a mi maestro. Entonces las preocupaciones cayeron de nuevo sobre mí como una maldita losa. ¿Y si habían cumplido su amenaza? ¿Y si le habían prendido fuego a la cabaña con él dentro?

Di un tirón del ronzal y el caballo giró. Molesto al principio, después pareció comprender la necesidad de aquel inesperado giro y emprendió de nuevo su furioso galope. Las piedras retumbaban con su trápala, pero no parecía cansarse jamás. Velozmente me fui acercando a la cabaña del mago. No vi los típicos resplandores rojizos de las llamas vivas, ni olí el característico aroma de los pinos al quemarse. Únicamente humo que salía de la chimenea del shyrmi. Al ver aquello me tranquilicé un tanto, pero no del todo. Aún podrían estar quemando beleño negro, cuyo humo era inodoro, pero altamente tóxico y letal.

Llegué a la precaria vivienda de mi maestro y atravesé la puerta como un vendaval, sorprendiendo a Burbath, que estaba absorto en un grueso volumen que tenía abierto sobre la atestada mesa, de la que había apartado cuidadosamente diversos objetos, para no romperlos. En el rostro llevaba un curioso aparato de metal que yo ya había roto en una ocasión. El enfado de Burbath fue bastante grande. Decía que aquel aparato le ayudaba a ver, que su vista ya no era la de un jovenzuelo y que necesitaba aquellas lentes, como él las llamó.

Mi corazón se asemejaba bastante al caballo que me había transportado hasta allí. Corría y se aceleraba igual que mi montura se había desbocado, sintiéndose libre y contagiándome a mí su sensación de libertad. Solo que mi corazón lo que me contagiaba no era libertad, sino angustia.

- Vaya, muchacho – dijo Burbath, una vez repuesto del susto. – No sabía que mis lecciones te interesaran tanto. Estaba empezando a pensar que ya habías abandonado, porque hoy no has aparecido por aquí.

- ¿Está usted bien, maestro?

- Mi ingenuo muchacho
– rió mi maestro.- ¿Quién iba a hacer daño a un mago como yo en esta tierra? Los bortai seréis brutos, pero no sois idiotas y no buscáis confrontación a menos que sepáis que tenéis una posibilidad, por mínima que sea, de salir victoriosos. Es curioso, pero de entre todos los pueblos de Hirkam sois los únicos que valoráis la vida en su justa medida.

- Entonces
– insistí, sin demasiado convencimiento de lo que me decía Burbath. – ¿no le ha pasado nada?

- No, muchacho, pero tú si estás empezando a asustarme. ¿Por qué debería haberme pasado algo?

- No lo sé. Vi humo, empecé a figurarme cosas... no sé. Quizá solo fuera mi imaginación
– mentí. Burbath me miró inquisitivo, intentando, suponía, leer mis pensamientos.

- Ya. ¿No te he enseñado yo a refrenar esa imaginación? Bueno, bueno, ya que estás aquí, vamos a hacer algo provechoso – cerró el volumen que estaba consultando y abrió otro aún más grande si cabe. Era otra vez el libro sobre métodos mágicos que me había servido para aprender lo poquito que sabía sobre el arte. – Comienza a leer. Aún queda mucho camino por recorrer.

Agaché la cabeza sobre la interminable procesión de runas y letras de los ajados pergaminos del libro. Defensa, pensé. Tengo que aprender a defenderme de aquellos dos magos.

La fiesta nocturna podía esperar.

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Khram Cuervo Errante

Dada murió al siguiente invierno.

El deterioro de mi estimada yaya había ido acrecentándose poco a poco desde la última vez que vi a mi padre. Otrora siempre atareada, con algún quehacer entre manos, Dada iba de un lado para otro, incansable, imparable. Era una de las más ancianas del asentamiento y todo el mundo le pedía ayuda. Igual remendaba una piel, que montaba una yurta, que reparaba un caldero o ponía un fuego. Jamás la había visto ociosa, ayudando siempre a los demás o cuidándome a mí, de quien había estado siempre pendiente. Ella, más que nadie, más que el propio Ragnar, había sido mi padre y mi madre, mis hermanos y hermanas. Ella lo había sido todo desde que mi padre y hermanos habían muerto en las tierras de Brunak.

Ella parecía creer que, entre las lecciones del viejo Burbath, las eternas cacerías o los paseos con mi caballito, que ahora casi se había convertido en un verdadero corcel de guerra, no me daba cuenta de nada. Pero sí que lo había notado. Y en mi inocencia pensé que si le daba a ella el mejor bocado, se recuperaría y volvería a ser la Dada alegre y dicharachera de los buenos tiempos. Quizá eso retrasó su tránsito. Y quizá eso me benefició, puesto que no me dejó sólo hasta que me convertí en un auténtico adulto de la comunidad. Y quizá eso también me perjudicó, pues ahora era muchísimo más consciente de la pérdida, del vacío que dejaba en mí.

Sus hijos e hijas lloraron. Sus nietos lloraron. Sus biznietos lloraron. Pero el que más lloró fui yo. Ellos se tenían los unos a los otros. Yo sólo tenía a Dada.

Ninguno quiso hacerse cargo de sus escasas pertenencias. Dada había atesorado poco a lo largo de su vida. Decía que nada era nuestro, que todo era un regalo, y que de la misma manera la Madre nos lo había donado, debíamos donarlo nosotros a los demás. Nunca tuvo nada realmente suyo. Si veía una familia con dificultades, se quitaba la comida de la boca y la repartía con aquellos que tenían hambre. Si un marido estaba herido y la esposa no podía mantener el hogar, ella lo mantenía. Una vez le regalaron un arco que un joven guerrero miró con ansia. Nada más tocarlo y montarlo, Dada se lo regaló a su vez al muchacho. "Tú le darás mejor uso que yo", le dijo. Y el muchacho se fue con una sonrisa en la boca y una canción dedicada a la anciana en la garganta.

Por eso, cuando murió, lo único que tenía era la yurta en la que había vivido yo los últimos años. Una excelente tienda de cuero exquisitamente curtido y especialmente preparada para no dejar entrar el aire frío del exterior en invierno, pero sí dejar salir el cálido desde el interior en verano, montada sobre fuertes travesaños de madera de roble, regalo de los elfos del Bosque de Plata, según decían algunos y confirmaban sus propios hijos. Estos, que ya tenían sus propias tiendas, sus propias pieles, y sus propias familias, y que no querían pelearse entre ellos por poseer un travesaño de más o de menos, me la legaron gustosamente a mí. Sólo se quedaron una cosa: unos pequeños aretes de madera de tejo negro que habían tallado para ella con exquisitos relieves, y que llevaba, en el borde, una pequeña representación de cada uno de los hijos. Convinieron que estuviera una luna en la tienda de cada uno de los hermanos, teniendo así una pequeña parte del espíritu de su madre en sus hogares cada cierto tiempo.

Y, aunque les agradecí aquel espléndido y útil regalo, en mi corazón no dejaba de pensar que era una de las cosas más tristes que había vivido nunca. Me parecía inconcebible que, teniendo a su madre con ellos como la habían tenido, la hubieran dejado morir sola, acompañada únicamente por un extraño como yo, ajeno a su propia vida, y ahora atesoraran aquellos pobres zarcillos como si fueran el mayor legado de su madre a su prole. Era, sencillamente, ridículo. Y un síntoma de lo que, algunos años más tarde, sucedió.

De mi mente aún no se han borrado aquellos últimos días tristes de la vida de la generosa Dada. Faltaba un cuarto de luna para el solsticio de invierno cuando se desencadenó todo. Dada había pasado una noche malísima, revolviéndose en la cama, retorciéndose de dolor y gimiendo quedamente para evitar despertarme. Me levanté finalmente y me fui hacia ella.

- Dada, ¿qué tienes?

La anciana sólo me miró, lastimeramente, con los ojos entornados, intentando buscar la luz en una noche llena de oscuridad.

- No es nada, hijo. La edad.

- Vamos, Dada... otros ancianos tienen más edad que tú y no se retuercen ni gimen tanto.

- Vaya con el muchacho... -
me espetó. – Así que ahora también eres sanador además de mago...

- No Dada...
– la miré avergonzado, como si al estudiar con Burbath hubiera cometido un crimen. Un crimen que ella misma me había inducido a cometer, dicho sea de paso. – Yo... yo sólo digo...

- Ya, ya sé lo que tú dices. Pero, ¿lo dices tú o es tu soledad la que habla por ti?
– la agudeza de la anciana no disminuía, aunque estuviera a punto de morir. – No, Khram, no temas nunca quedarte sólo. La diosa te protegerá. Aunque tú no te des cuenta, ella te proporcionará aliados con los que compartir tu vida.

Esas fueron las últimas palabras que pude escuchar de boca de la anciana, porque después cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Yo sabía que estaba viva, porque la veía respirar, pero su alma pugnaba ya por volver con los ancestros, los orgullosos antepasados que guían a mi pueblo.

Durante tres días más, Dada agonizó en su lecho. Se contorsionaba entre las pieles, sin emitir el más leve sonido, creo que intentando no alarmarme. Tampoco yo quise que su tránsito fuera duro, por lo que ni tan siquiera le tomé la mano. Sabía que si se la agarraba, ella intentaría luchar, revolverse contra aquello que la estaba carcomiendo, para retrasar un poco más el desenlace de su vida. Así que me quedé allí, mirándola, con la pena atravesada en un incómodo nudo en mi garganta que me impedía hasta llorar. No podía dejar de observarla, de mirar a la persona que había sido mi única familia durante tantísimo tiempo. Me había enseñado a ser un bortai y se sentía orgullosa de mí, a juzgar por cómo me miraba. Era la única que me miraba así, y yo sabía que los demás se avergonzaban de compartir conmigo el honor o la deshonra de llamarse bortais. Un agujero negro de pena y rabia creció en mi interior, hasta llenarlo todo, dejándolo absolutamente vacío. Pena porque una mujer como Dada no merecía morir entre aquellos temblores, acunada entre los terribles dolores que debía estar sufriendo en aquellos momentos, llevada al más allá entre angustia y tormento. Rabia porque me dejaba desamparado, a sabiendas de que no tenía a nadie más. Y rabia por mi egoísmo, por haber sido capaz de desear que se quedara conmigo, por mucho que sufriera, para no estar solo; rabia por saberme capaz de albergar tal sentimiento. Cuando un caballo se parte una pata y ya no vale para cabalgar sobre la dura estepa, cuando un amigo o enemigo que han luchado con honor no pueden levantarse, los bortai acabamos con su agonía, los conducimos ante la Madre con nuestras propias manos, en un último acto de misericordia con ellos. Pero yo no era capaz de tener misericordia con Dada.

Al tercer día, dejó de removerse. Al verla descansar tranquila, mi alma pareció sosegarse, esperando que aquello fuera la evidencia de que la noble mujer mejoraba y que se quedaría a mi lado un poco más. Pero al poco tiempo, la anciana abrió los ojos de par en par, sus labios se separaron y exhaló su último aliento con una beatífica sonrisa, quedando en una eterna paz.

Con los ojos inundados de unas lágrimas que no quería derramar, cerré los de mi yaya. Salí de la tienda, resuelto y decidido, e hice sonar el cuerno con una melancólica nota de duelo. Muchos fueron los que salieron de sus yurtas a comprobar qué había pasado. Muchos salieron aún descalzos, con los pies hundidos en la espesa nieve, que no había parado de caer en los últimos días. Los niños bostezaban, preguntándoles a sus madres qué ocurría. Los hombres dejaron de afilar sus armas. Hasta los caballos y los perros dejaron de hacer sonido alguno. Aquella nota, grave, larga, sostenida en el aire por el mismísimo dolor de la muerte, era conocida para todos y cada uno de los miembros del clan, desde el más joven hasta el más anciano; desde el hombre hasta la bestia. El silencio que se hizo en el campamento, que apenas había comenzado a bullir de vida y actividad fue la primera piedra que se puso en el túmulo de Dada.

Casi pareció que aquella nota había despertado a los héroes de antiguo, pues una gran polvareda se había levantado en el horizonte y una escandalosa trápala de cascos de caballo comenzó a deshacer el respetuoso silencio que se había hecho al conocerse la muerte de la anciana. Los jinetes llegaban. Nuestros guerreros regresaban a casa, y sus hijos no encontrarían a su madre esperándola, como antes había hecho innumerables veces, para darles la bienvenida como los triunfantes campeones que regresaban victoriosos a su hogar. Sus nietos no le presentarían ya sus primeros trofeos de guerra y sus biznietos no volverían a oír sus cuentos e historias de la rica tradición bortai.

Ala Negra llegó el primero, con la cara agitada por la ira y la barba llena de sangre cuajada, restos de las batallas libradas hacía ya algún tiempo y que no había podido despegarse. Al oír el cuerno, habían cesado los cánticos que traían en la garganta desde los llanos de Brunak y habían lanzado a sus caballos a galope tendido, temiéndose lo peor. Y cuando llegaron, la mitad de los guerreros bajaron la cabeza apesadumbrados al conocer la identidad de la fallecida.

Sólo uno derramó lágrimas. Yo.

Gwyran me vio ataviado con el manto de adulto y me llamó. Como acreedor de un puesto en el consejo debía saber que la invasión mydonita había sido repelida y que la marca de Gurthrak aún pertenecía a los nuestros. Pero yo no le oía. Mis oídos estaban con Dada, esperando oír aún algún estertor que confirmara que no me había quedado solo, que aún tenía una esperanza de tener a alguien en este mundo. Porque seguro que los guerreros me repudiarían cuando supieran de qué modo había ganado mi manto. Gwyran intentó consolarme, del mismo modo que lo intentó cuando trajo los cadáveres de mis hermanos para ser quemados en la pira.

Para Dada no habría pira. Dada volvería a la tierra que la vio nacer, la tierra por la que lo había dado todo. Dada se alojaría en uno de los altos túmulos funerarios de los bortai, que sólo se construyen para los líderes y los héroes. La anciana no había ganado importantes batallas. Tampoco había derrotado a más enemigos que nadie en su vida. No había llevado sobre sus hombros en manto de líder. Pero había sido, con mucho, la más grande de los Cuervo en los últimos tiempos. Todos, quien más y quien menos, habían recibido ayuda de Dada cuando la habían necesitado y gracias a ella, muchos habían salido de muchos apuros. Pero ninguno lloraba.

Sólo uno derramó lágrimas. Yo.

Todos los hijos, hijas, nietos, nietas, biznietos y biznietas de Dada fueron a contribuir con su piedra al túmulo. Poco a poco, el cadáver de mi yaya, aún dormido con aquella placentera mueca de felicidad congelada en el mortecino rostro, fue quedando cubierto de piedras, colocadas por todos y cada uno de los Cuervo. El joven al que había regalado aquel arco de tejo negro hacía tanto tiempo, ahora un guerrero hecho y derecho, le devolvió aquella pieza a la anciana y la dejó enclavada en el túmulo, como símbolo de su generosidad. Sólo quedaba por colocar la última piedra, la que correspondía al líder. Y, en lugar de tomar una piedra entre sus manazas para coronar aquella sepultura, me tomó a mí, me alzó sobre sus hombros y, dándome la última piedra me dijo:

- Si alguien se ha ganado el derecho a colocar la última piedra, ese eres tú, Khram, hijo de Ragnar el Viudo, el no enterrado, a quien dedicó los últimos años de su vejez, a quien cuidó como si fueras uno de estos, sus hijos, y quien, sin duda alguna, la ha cuidado como a la madre que nunca conociste.

Conteniendo las lágrimas, sobrecogido el corazón por la pena y la sorpresa por igual, miré a los que eran de verdad sus familiares y me sonreían. Me habían considerado un hermano y por eso mismo me entregaron su yurta en herencia. Yo era el menor de sus hijos, mucho menor que la mayoría de sus nietos y sólo un poco mayor que el mayor de sus biznietos. Pero ya era su tío y su tío abuelo.

Hubo muchos en el campamento a los que no gustó este gesto de su familia y del caudillo. Otros, simplemente, no dijeron nada, pero se guardaron para mí la peor de las inquinas y los odios más profundos. Pero yo ya no estaría solo.

Dada tenía muchos hijos e hijas. Pero sólo uno derramó lágrimas. Yo.

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Khram Cuervo Errante

Al entierro no sólo asistieron bortais.

Entre las sombras, mientras volvía a la yurta, vi el rostro compungido de Burbath. Sus facciones estaban tristes y algo brillaba desde sus ojos, resbalando por su barba hasta el borde del mentón. Nunca había visto a mi anciano maestro llorar. Pero si alguien había querido entre los bortai, tanto dentro como fuera del clan, esa era Dada. Ojala Dada me hubiera hablado de Burbath. Yo estaría algo menos confuso y podría hacer frente a la situación de otra manera. Pero, aunque intuía que algo había entre los dos, para mí eran dos perfectos desconocidos que no tenían nada que ver el uno con el otro. Y ninguno me ayudaría si el otro desaparecía.

También vi elfos entre los árboles, y muchos los oyeron cantar con sus lentas y melódicas voces un bellísimo tributo a Dada. Sus melosos y armónicos cantos llenaban los corazones de una tristeza inconmensurable, de un hondo pesar cuyo origen estaba mucho más allá de cualquier acontecimiento, cuyas raíces estaban hundidas tan dentro en todos y cada uno de los corazones de todos y cada uno de nosotros, que sólo aquellas voces hicieron aflorar los sentimientos que habían sido enterrados largo tiempo ha. Muchos lloraron, sintiendo todo esto aflorar en un incontenible torrente de emociones que explotaban desde su propio corazón.

Alguien comentó que hasta los enanos de Grejkham habían estado por allí aquel día para darle su último adiós a Dada y que los truenos de sus graves voces añadían peso a toda la pena que los elfos ponían en los corazones de los presentes, cual espectros de ultratumba que llamaran a los mortales a reunirse con los muertos en aquel momento en el que los mundos quedaban conectados en el funeral. Aquellas voces de barítono parecían los cánticos de las rocas vivas, el tumulto de los propios huesos de la Madre Tierra, el murmullo del último receptáculo de los restos de mi buena Dada.

Cuando entré en la yurta, me derrumbé en el suelo y me invadieron unos violentos sollozos que hacían que se me estremeciera todo el cuerpo. Me abracé a sus pieles, como si fuera un niño al que le habían arrebatado su juguete favorito y se lo habían devuelto roto, intentando captar el último rastro del tranquilizador aroma que la anciana exhalaba.

Poco a poco me fui calmando. Ella misma me había enseñado, hacía mucho tiempo ya, que todo ser vivo debía volver a la Madre algún día y rendirle tributo por la vida que había llevado. Si la vida había sido aprovechada, la Madre lo devolvía al clan, para que lo guiara y lo cuidara, para que fuera compañero, amigo y estricto padre en el largo caminar de nuestra vida en esta aciaga tierra. Y yo estaba convencido de que Dada habría de volver más pronto que tarde a nosotros, porque, sin duda alguna, ella había aprovechado su vida más que ninguno de los bortai que haya existido jamás, al servicio siempre de la diosa Verde.

Cerré los ojos, enjugándome las lágrimas y sentí un tacto húmedo en la mejilla. Volvía restregarme los ojos, para detener las lágrimas, pero aquel tacto húmedo no se apagaba. Noté como algo se movía sobre mis hombros y di un manotazo, asustado. Algo cayó sobre las pieles de Dada que soltó un pequeño ruidillo indignado y me miraba con ojos acusadores.

- ¡Kora! – la pequeña mangosta que me había regalado Burbath hacía tiempo, y que había liberado, había vuelto a mí. – Perdóname, pequeña. Me has asustado.

Acaricié su suave lomo, intentando congraciarme con ella, hasta que empezó a emitir algo similar a un suave ronroneo y volvió a lamerme la mano. Me sorprendí sonriendo en el triste día de la muerte de mi yaya, al mirar a aquel pequeño animalillo que me había servido de compañero en otras ocasiones.

- ¿Aún la conservas? Creía que me habías dicho que la habías liberado...

Me giré sobresaltado y me levanté de un salto. Kora trepó hábilmente por mis hombros, erizando su parda librea en el mismo movimiento con el que desenvainé la espada que llevaba a mi costado izquierdo. No tuve que preguntar. Contra la luz que entraba por la piel que hacía las veces de puerta de mi yurta (o de la yurta de Dada, aún caliente su cadáver) se recortaba una silueta bastante familiar.

- ¿Maestro? – pregunté. Los magos pueden utilizar trucos muy sucios para ocultar su verdadera identidad. – Me alegro de veros por aquí, maestro Burbath.

- Hola, chico. Vine... vine a las exequias de tu yaya.

- Lo sé. Le vi entre las sombras, como si temiera acercarse a nosotros –
noté un deje de tristeza en sus últimas palabras, como si hubiera estado unido a Dada por un lazo tan invisible y poderoso como el que la había unido a mí.

- Vaya, por fin empiezas a ver con otros ojos el mundo, chico. Ya era hora. –
murmuró, casi inaudiblemente. – Y ahora que ves con los ojos verdaderos, ¿cómo sientes el mundo?

Me quedé mirándole, sorprendido, sin saber de qué hablaba o qué contestarle. Hasta Kora, el pequeño animalillo parecía estupefacta al escuchar las palabras del anciano hechicero.

- No comprendo, maestro.

- Ya lo harás, chico, ya lo harás...


Burbath apenas utilizaba nombres propios. Cuando hablaba de gente del poblado se refería a ellos como "tu yaya", "el caudillo", "el anchombre", "el gordo". Sólo había oído pronunciar el nombre de Dada, y aún ese, bastantes pocas veces. Yo le repetía constantemente los nombres de las personas que él me señalaba, pero no conseguía, o no parecía conseguir, aprendérselos.

El maestro sonrió, musitó una débil despedida y comenzó a girar para marcharse, con un movimiento de mano demasiado teatral, como si lo llevara ensayando toda su vida, hasta que le saliera totalmente perfecto.

- Maestro –
Burbath se detuvo en seco ante el cuadro de luz que era la entrada de la yurta de Dada – me gustaría... me gustaría saber... - tartamudeé, dubitativo – ¿qué relación tenía usted con Dada?

- ¿Relación? –
el maestro encogió los hombros, como si se extrañara de aquella pregunta, supongo que intentando eludirla más que nada. Pronto se dio cuenta de que daba igual lo que dijera: ya me había dado cuenta de que entre ellos había algo, fuese lo que fuese – No sabes lo que dices muchacho, pero tienes razón. Entre tu Dada y yo había algo más que una amistad.

- ¿Quiere decir que han sido compañeros de pieles?

- No exactamente, chico. Digamos que tu yaya y yo habíamos trabado una especie de sincera y profunda amistad que nos unía más allá del simple afecto.

- Eso sí que no lo entiendo, maestro.

- Ya te lo advertí.


Burbath calló y volvió a girarse, eludiendo la verdadera respuesta. Kora bajó brincando por mi espalda y emitió un lastimero chasquidito con su pequeña lengua. Burbarh rió con aquella cascada carcajada que tenía, y se volvió para despedirse del pequeño animalillo con una caricia en la pequeña cabecita y una golosina.

- Maestro, no ha respondido.

- ¿Ah, no? Vaya... que contratiempo... -
puso un mohín de desconcierto, pero no respondió.

- Burbath –
apeé el tratamiento por una vez, para llamar su atención, - me gustaría que me lo dijeras. Al fin y al cabo, era la única familia que he tenido en mi vida.

- En fin –
suspiró, – supongo que tienes razón, chico – se quedó pensativo un instante y prosiguió. – Verás, voy a planteártelo de esta forma: ¿qué piensas de tu diosa ahora, Khram?

- ¿De mi diosa? –
¿a qué venía aquella pregunta? – Pues lo que he opinado siempre. Es la Madre, nos da la Vida.

- A ti sólo te ha dado muerte. Tu madre, tu padre, tus hermanos, tus enemigos, tu yaya...

- No es Shan'dru la que da muerte –
fruncí el ceño, obstinado, si no Druma. Shan'dru es Vida.

- ¿Acaso la muerte no es el fin de la vida? Y si es Shan'dru quien da la vida, ¿por qué la hace tan corta? ¿Por qué le da fin a aquello que da? Si tan poderosa es, ¿qué le impide darnos una vida eterna?

No entendía qué quería decir mi maestro. Dada siempre me había enseñado que Shan'dru era Vida, que daba, que regalaba. Bien es cierto que también me había dicho que sus dones tenían un precio, pero nunca desorbitado. No era del tipo de diosa que exigía sacrificios sangrientos cada cierto tiempo para no debilitarse ni nada por el estilo. Tampoco necesitaba las almas de los muertos o de sus fieles: las devolvía a la tierra. Las devolvía al clan. "Sangre y clan", me decía, "son los bortai. La sangre de los caídos, los héroes y los que dan su vida en servicio de los demás para proteger al clan". Dada creía firmemente que algún día, ella volvería de entre los muertos, en forma de cuervo de negras alas, brillante el plumaje, para guiar a uno de los futuros líderes de la nación bárbara. Quizá no fuera una ayuda maravillosa o digna de epopeyas y canciones, pero estaba segura de que, quien hablara o cantara la vida de ese líder, debía de mencionarla a ella en alguna estrofa, ya fuera como mujer o como espíritu guía. Siempre sonreía al decirlo, y su voz sonaba tan convencida como de que la noche seguía al día y el día a la noche. Si Shan'dru actuaba así, ¿por qué dejaría morir a aquellos que, como Dada, merecían seguir vivos sin lugar a duda?

- No sé qué contestarle, maestro.

- Claro que no. Pero cuando lo sepas, entenderás cual era la relación que yo tenía con tu yaya.


Aquello tenía menos sentido aún. Burbath, uno de los temidos y admirados shyrmis, había sido educado sólidamente en la teoría de que los dioses no existen. Ni los alineados con la luz, ni los alineados con la oscuridad. Ni siquiera los dioses intermedios, neutros, sin lealtad expresa. Para Burbath, y según sus propias palabras, los dioses no eran más que la personificación de las más altas virtudes y los más oscuros miedos del hombre, que necesitaba extraerlos de sí mismo antes de enfrentarse a ellos. "Es más fácil tirarle piedras a una estatua de Rugan que a la justicia que yace en el interior de uno mismo", me había dicho en una ocasión. Burbath no necesitaba creer en los dioses. Creía en sí mismo, en su magia, en las esencias de los poderes y en el poder mismo. Pero no creía en los dioses.

Dejando aquella pregunta flotando en el ambiente, el anciano maestro abandonó la yurta silbando una triste canción que yo ya había oído antes. En los labios de Dada. La tonada hablaba sobre campos yermos y praderas devastadas, de muerte y destrucción, de guerra y héroes. No recordaba la letra, y nunca la recordé. Sólo recordaría la música y la tararearía cientos de veces en lo sucesivo, inconscientemente, llamando a mi presencia a las dos personas que más influencia tuvieron sobre mi infancia y mi adolescencia.

Kora volvió a encaramarse a mis hombros, con aquellos movimientos ágiles, fluidos, elegantes. Lamió mi oreja izquierda, haciéndome cosquillas y arrancándome una sonrisa en aquel triste día. Rasqué su lomo distraídamente y comencé yo también a silbar, despreocupado.

Después de todo, Dada no hubiera querido verme triste jamás.

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