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Tres Bragas (la novela de mi padre)

Iniciado por Sandman, 29 de Mayo de 2008, 20:30

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pat garret

bueno, pusiste otra novela de tu padre :D, me alegro,la verdad me esta gustando esta novela, espero que prosigas ;)

saludos

Sandman



-Nos vamos. Ya avanzamos –dijo el taxista.
Efectivamente, el guardia urbano nos estaba dando paso para que cruzásemos María de Molina. Lo hicimos lentamente, pero, al llegar a la altura de López de Hoyos un nuevo semáforo nos retuvo.
-¡Vaya por Dios! –exclamó Rosa impaciente.
-Si le parece, iremos por Velázquez y saldremos luego por la Castellana adelante en lugar de subir por López de Hoyos a buscar la M30, a estas horas suele ir muy cargada por este lado norte –dijo el taxista decidiéndose al fin a elegir un itinerario concreto-.  Aunque claro –continuó diciendo-,  no puedo garantizarles  que vayamos bien por la Castellana, estas cosas nunca pueden saberse y únicamente se puede intentar acertar.
-Vaya usted por la M30 –dije  percatándome de que el hombre intentaba engañarnos prolongando la carrera innecesariamente. En fin, que por muy simpático que se hiciera el listillo aquel, a mí no me la iba a dar.
-Es que... –insistió el hombre-. Antes, no hará ni media hora de esto, la M30 estaba a tope.
Furioso, di un ligero puñetazo sobre el reposacabezas que tenía delante.
-Cállese y vaya por donde le digo, haga el favor –dije alzando la voz.
-¿Qué ha dicho? ¿Por qué se pone así? ¿Es que quiere armar bronca? –me respondió el taxista.
-Lo único que deseo es    que se calle –observé-. ¡Cállese! ¡Haga el favor!
-¡Por Dios, Alfredo! –intervino Rosa-. No armes lío. No es momento.
-No se preocupe, señora –dijo entonces el taxista-. Nunca armo jaleo por cosas como éstas, estoy más que acostumbrado a tratar con gente como su amigo.
-¿A que coño se refiere con eso? -pregunté indignado, perdidos ya los estribos.
-¡Por Dios, Alfredo! –exclamó Rosa-. ¡Haz el favor de callarte!
-¡Vaya!¿Es que tengo que ser yo el que me calle? –dije irritado a más no poder .
Pero pese a mi enfado, permanecí en silencio y ya no hubo más conversación por el resto de la carrera.
En el vestíbulo del hospital, entre un enorme barullo, Rosa y yo nos dirigimos a la ventanilla de información. Hubo suerte, no había nadie por delante de mí y no tuvimos que esperar.
-¿Qué desea? –me preguntó la joven encargada de atender al público.
-Necesito llamar por teléfono urgentemente  –le dije. Acababa de recordar que debía ponerme en contacto con Celia  y con Caridad, con  Celia para avisarla de que no podría ir a comer con ella,  y con Caridad para advertirle de lo que estaba pasando con Raimundo.
-El teléfono funciona únicamente con monedas –me advirtió la chica.
Pero como yo disponía de monedas más que suficientes y no iba a haber problema, le dije a Rosa que me siguiera hacia donde nos acababan de indicar. El lugar en cuestión, era un pasillo más bien lóbrego al lado de los servicios   con un único teléfono colgado de la pared, un lugar en el que no se veía a nadie, Rosa y yo,  estábamos completamente solos en ese pasillo.
Introduje una moneda y marqué el teléfono de casa. Caridad no respondía, de manera que, tras doce o trece timbrazos, acabó por saltar el contestador automático.
-Caridad, come tú sola haz el favor –le dije -. Estoy en el Ramón y Cajal, han ingresado a Raimundo, Rosa me ha telefoneado para que viniese. Luego, cuando sepa algo con más detalle, te llamaré.
Miré el reloj. La una menos diez, Celia aún estaría en la oficina. Marqué el número. Con un poco de suerte, aún podría disculparme ecplicándole lo que pasabva.
Uno, dos, tres...
¡Caray! No contestaban.
Nueve, diez, once...
¡Carajo! ¿Pdónd ese había metido Lucía?
Trece,  catorce, quince...
Todavía esperé tres o cuatro timbrazos más. Y entonces, Descolgaron.
-¡Dígame! –contestó una voz.
Efectivamente,era Lucía la telefonista, la gorda Lucía, la de la tarta de San Honoré, la del marido en Londres.
-Soy yo, Don Alfredo –le dije.
-¡Ah!  Don Alfredo. Es usted –se limitó a decir ella con frío acento.
-Sí, soy yo. ¿Me pasas con Celia? –dije.
Esperé mientras la telefonista intentaba localizar a mi amiga la secretaria del presidente.
-Celia no está en su despacho, don Alfredo –me dijo al fin Lucía-. No contesta.
Reflexioné durante unos cuantos segundos. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo avisar a mi amiga de que no podría comer con ella, a mi amiga que estaría esperándome ya impaciente en la puerta de Vipss?
-Don Alfredo... ¿Quiere que le diga algo a Celia si la veo?
-Aguarde un momento, por favor, Lucía. Tengo que pensar.
Me hallaba en una de esas situaciones en las que hay que aplicar las teorías de mister Simon,  el famoso profesor norteamericano del Eurobuilding que todas las primaveras organiza cursillos para ejecutivos, cursillos a los que  yo, por  aquella época, asistía regularmente, mister Simon, un tipo  del que no creo haberles hablado antes, un genio  que no dejaba de repetirnos  a los que seguíamos atentos sus clases que, en la vida,  primero hay que pensar y después actuar, nunca al revés, nunca actuar y después pensar. ¿Qué hacer en una situación como la que se me presentaba?  "Primero pensar y después actuar", me dije. Celia tendría que entenderlo, Raimundo quizás estuviese agonizando en la UVI y por mucho que nos moleste, antes es la obligación que la  devoción. Perfecto el refrán, Raimundo era la obligación  y Celia la devoción. resolví pedirle un favor a Lucía, un favor pequeñísimo. Le dije:
-Únicamente, dígale a Celia cuando la vea que la he llamado y que la veré luego. 
¿Quiere que le pase a Maribel, don Alfredo?
Por detrás, Rosa me picó en el hombro.
-Alfredo –me advirtió-,  hay otras personas que quieren usar el teléfono.
No me volví. La telefonista me estaba hablando de algo que, merced a la interrupción de Rosa, no pude entender, pero Ahora escuchaba su voz perfectamente.
- ... y es que Maribel es un amor.¿Sabe que me ha traído un San Honoré magnífico de doce raciones?  Por lo visto habíamos estado hablando ella y yo de lo del cumpleaños de Arturo ayer y yo, con los nervios, no me acordaba. ¡Qué tonta! Pero el caso es que mi marido, Arturo,  se va a poner contentísimo. Viene esta tarde de Londres y ...
-estoy en una cabina –le  dije a Lucía interrumpiéndola.
-¡Perdone, Don Alfredo! No me daba cuenta de que a usted, puede que estas cosas no le interesen  -se disculpó -. Entonces, ¿le paso a Maribel?
Reflexioné un instante. ¿Sería aconsejable que yo le dijera a Maribel lo de Raimundo y que ella se lo explicara a Celia? No, no me convenía que Maribel supiese que había quedado a comer con Celia, ya que tal como estaban nuestras relaciones de confusas últimamente, cuando ya daba la impresión de que la tenía a punto de caramelo, no sería prudente en absoluto picar sus celos enterándola de lo que había entre Celia y yo. Lo mejor sería que se lo explicase a Celia yo mismo al día siguiente cuando la viese, con lo que se evitaría con toda seguridad cualquier posible malentendido con Maribel.
-¿Se la paso? 
-No, gracias Lucía –le dije.
-¿De verdad no quiere que se la pase?
Tanta insistencia de Lucía con Maribel ... ¿Sabría algo la telefonista? El corazón se me estaba acelerando, el estómago me lanzaba nuevas punzadas. Me decidí.
-¡Pásemela! ¡Pásemela! –le dije. Quizás fuese mejor así, que le explicase yo a a fin de cuentas,  Con Celia todavía no había nada y Maribel no podría ofenderse.

(Pues eso, siento haber tardado tanto, no disponía de la novela aquí)
Blog novela, con zombies:


Sandman

-Se la paso –dijo Lucía.
Aguardé.  Aguardé un poco más. Se escucharon unos cuantos clics. Más clics.
-Perdone, don Alfredo –dijo Lucía-. Creo que se ha estropeado la centralita, no puedo comunicar con el despacho de Maribel. ¿Quiere que pruebe otra vez?
Y fue justo en ese momento cuando noté sobre mi hombro la presión de dos dedos. Tras de mí, alguien llamaba mi atención. Supuse que sería Rosa como antes quien llamaba mi atención, pero no lo era. al volverme, comprobé que El que me estaba clavando los dedos en el hombro, no era Rosa sino un señor mayor, de aspecto pacífico y amable que vestía un traje gastado por el uso y del que pensé debía ser un jubilado que, habiendo atravesado por mejores tiempos, ahora se veía obligado a vivir modestamente ajustándose a la cantidad exigua que le  proporcionaría su bien ganada pensión.
-¿Tiene para mucho? –me preguntó el hombre. Hablaba con educación, se notaba que no era un mindundis-. No quisiera en absoluto molestarle  –prosiguió diciendo-, no, no en absoluto,  pero debo indicarle que estamos esperando unos cuantos y ya lleva un buen rato hablando, así que si tuviera la bondad de darse prisa se lo agradeceríamos.
-Un momento, por favor -le dije.
Lo que decía el hombre era verdad, pues efectivamente, tal como me acababan de advertir Rosa primero y este señor después, tras ellos, se hallaban esperando  unas siete  u ocho personas agolpándose en grupo, hombres y mujeres que no disimulaban su impaciencia haciéndome gestos significativos para que terminase mi conversación. Se encontraban en primer término, una señora de mediana edad mal encarada, un macarra de malísimo aspecto con cazadora de cuero claveteada, y más atrás, otros muchos. El mocetón de la cazadora, hacía gestos impaciente.
-¡Acabe de una puñetera vez!  –me dijo el tipo adelantando un paso en mi dirección. Poseía una de esas voces roncas, gruesas, quebradas, una de esas voces  a las que se llega merced al abuso del tabaco y del alcohol.
-Un momento –repetí  esta vez ahora dirigiéndome al macarra. y un segundo después, dándome la vuelta hasta situarme otra vez de espaldas al grupo, intenté despedirme de la telefonista. Le dije-: tengo que colgar, Lucía,  no puedo seguir hablando.
-¿Y qué ha pasado con esa señora? –me preguntó Lucía entonces.
-¿Con qué señora?  -pregunté sorprendido no comprendiendo a qué se refería.
-La que le llamó a usted antes, don Alfredo. La señora que le llamaba porque habían ingresado a un tal Raimundo en la UVI. La pobre estaba a punto de llorar y me ha dejado con el corazón en un puño. ¿Está bien ese señor? ¿Está bien su amigo, don Alfredo?
Me quedé estupefacto.  ¿Qué decir ante semejante atrevimiento? Lucía, cuando me pasó la llamada al despacho, había permanecido escuchando mi conversación con Rosa.  ¡Sería posible que tuviera tanta caradura? ¡Carajo!  ¿Y qué debe hacer uno cuando le ocurre una cosa como ésta?  Me vino a la cabeza de nuevo mister Simon, el genio de los cursillos del Eurobuilding. ¿Qué habría hecho mister Simon en un caso análogo?
Tras de mí, Rosa me dijo:
-¿Terminas ya, Alfredo?
Pero yo no podía terminar, me hallaba obligado moralmente a encontrar una respuesta para Lucía lo suficientemente contundente como para el caso.
-¿Está usted ahí?   -preguntó la telefonista desde el otro lado de la línea.
-Si, estoy aquí –le confirmé aún reflexionando en lo que iba a decirle.
-Termina, por favor, Alfredo –escuché la voz de Rosa hablándome a la espalda.
-¡Acabe de una vez!  ¡Suelte el teléfono! -gritó a mi espalda una voz masculina, grave, quebrada, aguardentosa en la que reconocí la del macarra.
Girándome parcialmente, eché una ojeada. El muchachote, había avanzado un paso más hasta situarse por delante del señor mayor de antes y de Rosa.
-Lucía, me es forzoso, le tengo que dejar. –le dije a la telefonista.
-¡Un segundo! –se apresuró a responderme  Lucía-. Tengo un recado para usted.
-¿Un recado?  -pregunté agobiado. Los de atrás cada vez protestaban en voz más alta.
-Sí, un recado de Celia –se explicó la chica.
-¿De Celia? –dije. 
-Sí,  de Celia -confirmó ella.
-¡Por Dios, Alfredo, acaba! –exclamó Rosa entonces.
-¡Por Dios!  ¡Dígamelo de una vez, Lucía!  -clamé desesperado.  Llevaba el corazón al galope, la telefonista me desesperaba.
-Celia me ha dicho...  –por fin se oía del otro lado la voz de la telefonista-. Me ha dicho que no podría ...
Pero no le dio tiempo a terminar.  A mi espalda, como un león, rugió el macarra.
-¡Ya está bien!  -decía-.Acabe  de una puta vez o le atizo una hostia que se va a enterar.
Un murmullo de aprobación se levantó frente a mí proveniente de las gargantas de los integhrantes   del impaciente grupo.
-¡Adiós Lucía! ¡Muchísimas  gracias! –dije.
-¡Solo un instante, don Alfredo! 
-¿Qué pasa ahora, Lucía?
Tenía al macarra a menos de un paso mirándome furibundo. Bufaba. Y aunque me daba perfecta cuenta de que algo me estaba diciendo Lucía con respecto a Celia, yo  ya no atendía a sus palabras reflexionando a toda máquina lo que se podría hacer con el tipo que tenía delante. decidí entonces cortar la conversación con Lucía y ocuparme,  de una vez por todas,  del grosero individuo.
-¡Adiós, Lucía! –dije al tiempo que colgaba el teléfono.
Hice bien en hacerlo. El puñetazo que me lanzó el tipo no me cogió desprevenido, he estudiado artes marciales en la escuela de Agustín Pacheco, la escuela que está en Juan Bravo, no la de Vallecas que no es lo mismo, sino en la de Juan Bravo.  De manera que,  no dejándome sorprender por el violento ataque del individuo (usted tampoco se habría dejado sorprender), con rápido y eficacísimo gesto, agarrándole con ambas manos el puño cuando ya se me venía encima, lo hice girar retorciéndole el brazo hasta que lo situé de espaldas a mí. Sí. Eso fue lo que hice. Y cuando lo tuve ya por completo a mi merced, entonces, le sacudí tan tremendo empujón con el brazo y la pierna que, lanzándolo hacia adelante unos cuantos metros, a punto estuvo de golpearse contra una pared. Se fue al suelo, pero se levantó a toda prisa. Entonces,  se volvió para mirarme, en los ojos, se le veía el miedo. Los partidarios del tipo, viendo frustradas sus malévolas intenciones hacia mí, gritaban entre tanto. Y ya me disponía a abalanzarme sobre el desagradable individuo aquel a fin de demostrarle quien era yo peleando, cuando caí en la cuenta de que Rosa me estaba sujetando por los brazos en un vano intento de detener mi acción. Pero ahora le ayudaba  ayudada por el amable señor mayor del traje gastado.
-¡Estate quieto, Alfredo! –chillaba Rosa.
-¡Basta d de peleas -decía el hombre.
Atraídos por el ruido que estábamos organizando, se iban aproximando unas cuantas personas procedentes de los pasillos vecinos, algunas de ellas luciendo bagas blancas o verdes. Al ver llegar esta gente, el  mocetón de la metálica y tintineante cazadora de cuero, se puso en  fuga huyendo ignominiosamente del lugar, mientras que Rosa y yo, tras alguna que otra explicación a las que nadie hizo caso, partimos también de allí aprovechando la confusión reinante. Nos dirigíamos en busca de la UVI de Traumatología en la que se hallaba ingresado Raimundo.
-A Raimundo lo tienen en la UVI de la menos uno –dijo Rosa.
-¿Cómo la menos uno? –pregunté.
Nos encontrábamos junto a los ascensores. Mi amiga se colgaba de mi brazo. Respondió a mi pregunta.
-Tenemos que bajar una planta en vez de subir –me dijo.¡Qué poca imaginación tienes, Alfredo!
En ese momento, se detuvo el ascensor ante nosotros. Se abrieron las puertas automáticamente. Y primero Rosa y luego yo, nos subimos en él.


TRES.
En el pasillo que da acceso a la UVI de traumatología, se aglomeraba un buen número de personas aguardando noticias de sus familiares o amigos, gente  que se entretenía charlando animadamente formando pequeños corrillos.
Rosa me dejó casi inmediatamente a fin de ir a buscar a Carlos,  Carlitos Benavídez nuestro común amigo del que no creo haberles hablado antes. Carlitos es médico  especialista en digestivo, y por suerte para nosotros, precisamente presta sus servicios  en el Ramón y Cajal. Nuestro amigo, según me dijo Rosa, nos iba a acompañar a visitar a Raimundo, pues aparte de que estuviésemos deseando lo hiciese (era médico, podría hacerse una idea mucho más exacta que nosotros de lo que le ocurría a Raimundo), aparte de esto,  es que su presencia era del todo necesaria, ya que a esa hora, el paso al interior de la UVI, quedaba  restringido al personal sanitario. Al irse, Rosa me dijo:
-Probablemente tardaré un poco, te recomiendo que te armes de paciencia, Alfredo.
eché un vistazo alrededor de mí. Arrimadas a las paredes se situaban dos hileras de sillas de madera y patas de hierro que, a la sazón, se encontraban en su mayoría ocupadas, aunque todavía dejaban ver,  de vez en vez, algún hueco vacío. Y como me encontraba algo cansado tras el incidente con el muchachote de la zamarra de cuero, decidí tomar asiento. Lo hice en una silla que encontré libre cerca de mí.Observé a las personas que, en grupitos, permanecían sentadas o en pie alrededor mío, o bien paseaban  de un lado a otro en un intento de calmar los nervios con este continuo movimiento. Muchos, quizá los más preocupados por la suerte que aguardaba al amigo o al familiar, o simplemente por ser viciosos del tabaco, pese a que esto se prohibía  expresamente en un letrero en la pared, fumaban cigarrillo tras cigarrillo. Entre estos que echaban humo al aire, en seguida me fijé en un tipo alto y grueso de unos cuarenta años, un tipo que no dando en absoluto la impresión de hallarse sometido a especial preocupación, se estaba tragando materialmente un tremendo puro, uno de esos puros gruesos y largos del número uno.Lo contemplé con curiosidad. Sin dejar de soltar humo por la boca en ningún momento, hablaba a voces a un pequeño grupito que lo escuchaba atento. Este individuo, no dejando que metiera  baza ningún otro, forzaba a los demás a que no se perdieran ripio de lo que les estaba largando.
-En fin... ¿Qué queréis que os diga? –decía el tipo en voz bien alta-.  Felipe ha ido a escoger el peor día para tener un accidente.  Sinceramente, a mí, concretamente a mí, me ha partido por el eje. Tengo invitados a comer, estreno hoy el horno de barro y les pienso poner un buen cordero, un cordero como a mí me gusta el cordero, con su jugo y su poquitín de grasa.Y eso lleva su preparación, amigos, no os creáis que es cosa fácil preparar un buen cordero al horno.
-Es que.. –empezó a decir un señor de cara simpática que permanecía de pie al lado del otro.
Pero no pudo continuar, el gordo lo interrumpió.
-Sí,sí –dijo intensificando el tono agudo de la voz para acallar al otro-, me ha jodido bien este Felipe con esto del accidente. Porque aquí esta gente,  aparte de lo poco amables que son, no  acaban  de decirnos si la palma o no la palma.   Deberían darnos una explicación, el cordero no se puede preparar aprisa y corriendo, no, lleva su tiempo.  Además, os upongo enterados, ahora vivo en la Pimentel, de manera que si quiero tenerlo listo para a más tardar a eso de las cuatro, tendría que irme en  cinco minutos, porque,  para más cachondeo, se me han terminado las especias y tendré que pasarme por la tienda antes de ir a casa. ¡Vaya un contratiempo! ¡Qué Felipe!
-Por cierto, Maximino  –tomó la palabra interrumpiéndole una señora de unos treinta años, una señora bastante mona y más joven que el gordo-.  Estuve con Carmen el otro día y me dijo que te habías hecho poco menos que un palacio en Becerril de la Pimentel, que ahora vienes y vas todos los días. Carmen no dejó  de ponderar tu casa en toda la tarde, decía que lo que te has hecho es una auténtica maravilla.
-Bueno, sí, María   Antonia, no te lo voy a ocultar.  Carmen tiene razón, es una verdadera maravilla, algo magnífico  -reconoció el grueso y poco modesto señor-.  No es un chalet, no, es más bien tipo mansión, una casa de más de cuatrocientos metros con un jardín de unos dos mil o más. Por eso te diría Carmen lo del palacio, porque tiene siete dormitorios, tres cuartos de baño completos y un aseo. El salón mide más de sesenta metros. Y claro, también está el garaje en el que se pueden meter hasta dos y tres coches si uno quiere. En fin, que Gloria y yo estamos encantados. Y tú, María Antonia... ¿Por qué no te vienes un día a verla?
-Y si no es indiscrección...  –vaciló un instante la chica, la tal María Antonia  antes de formular la pregunta  que, pasado este instante de  indecisión, inmediatamente hizo-. ¿Cuánto te ha costado esa maravilla, Maximino?  Porque habrá  salido carísima, muy pocos os podeis permitir esos lujazos.
-¡Vaya preguntita!  -rió el tipo elevando ostensiblemente la voz hasta un .  en que todo el mundo, tanto los situados en el pasillo como los que aguardaban en las salas de  espera aledañas, podría escucharle ahora-: Barata no ha sido precisamente, tengo que reconocerlo.  Cincuenta millones, ni más ni menos que cincuenta millones.  Bueno, para ser exactos, cincuenta y dos y medio. Y es que como yo digo, si uno quiere lo bueno, lo bueno de verdad, hay que pagarlo, no te lo regalan, no, no te lo regalan. Porque nadie da duros a cuatro pesetas, no señor, nadie los da.
En el grupito se escucharon voces de aprobación. Todos parecían estar conformes con lo que acababa de afirmar el individuo aquel en el sentido de que, efectivamente,  lo bueno hay que pagarlo, nadie hace regalos ni da duros a cuatro pesetas. El gordo tenía carisma, pero a mí, me desagradaba profundamente. Y pensé en lo que habría podido presumir ese tipo de haber poseído, como yo poseía,  un espléndido piso en Ramón de la Cruz esquina Alcántara. Porque ese, sí que era un buen piso, un magnífico piso y bien situado además, no como el chalet o vaya usted a saber lo que sería lo que tenía el pájaro aquel en Becerril de la Pimentel, en Becerril de la Pimentel más o menos por allá por donde Cristo dio las tres voces.
Me percaté justo en ese instante de que el estómago me estaba dando nuevos avisos. Aguijoneado por el  fuerte dolor, llevé la mano al lugar de las punzadas presionándolo, maniobra que solía dar algún resultado, pero esta vez, no me  sirvió de nada hacer esto, seguí sintiendo un malestar horrible. Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que me estaba hablando un tipo sentado a mi izquierda,  un señor de edad,  de cabellos completamente grises, un  señor que vestía un traje azul obscuro. Me estaba diciendo:
- ... y si quiere que le diga, 
ha hecho usted bien en venir a sentarse inmediatamente nada más llegar. Esto se está llenando a toda prisa,  en un par de minutos, no habrá   ni un solo sitio libre. H hecho bien usted en sentarse, amigo, se le ve mareadísimo.
Parecía haber adivinado lo de mi estómago, por lo que supuse que mi aspecto no debía ser bueno.
-No estoy mareado –dije.
-¿Quiere que avise a un médico?
-¡Oh! ¡no! No avise a nadie –respondí-.  No me pasa absolutamente nada y me encuentro perfectamente.
Pero contradiciendo mis palabras con la acción, extraje el blíster de Pepsamar del bolsillo de mi chaqueta zampándome un  par de pastillas  casi sin masticarlas. Me las zampé en menos que se dice un Amén Jesús.
El señor me observaba atentamente.
-¿Está seguro de que no le pasa nada? –insistió el individuo.
-Desde luego, estoy seguro.  Sólo vengo a preguntar por un amigo que ha tenido un accidente.
-¡Lo que es el mundo!  –exclamó el hombre-. Ahí están esos a los que les importa un bledo lo que le pase a ese tal Felipe  y, aquí, en contraste, está usted, un hombre de buenos sentimientos  que  no quiere dejar al amigo solo en estos momentos difíciles.
           -Visitar a un amigo enfermo Es lo mínimo que uno puede hacer –le dije.
           -Eso lo dice usted porque es un buen chico  -aprobó el señor-. Pero es que hemos llegado a un grado tal de egoísmo en esta sociedad que, la verdad, es de agradecer el encontrarse con alguien para el que los sentimientos todavía cuentan.  No cambie usted su forma de ser, joven, pocos hombres quedan ya con principios como  esos de los que usted hace gala.
Le eché una ojeada.  El anciano tenía un aspecto espléndido. El traje y la corbata de seda natural  eran de calidad y  los zapatos de diseño italiano también.O sea, que tenía posibles y que, tal como hablaba, con tantísima amabilidad, daba la impresión de ser un hombre simpático al que, desde luego, lo que no le faltaba era educación.  Y es que solo había que observarle un poquito para darse cuenta de que poseía estilo, tenía clase y, en fin, que era sin duda, uno de los nuestros, uno de los que son como usted o como yo. Pero es que,  además, llevaba razón el tipo. ¡Qué  diferencia entre la actitud del gordo y la mía! Ese gordo pensaba más en su cordero al horno que en ese tal Felipe que debía ser su amigo, su compañero de trabajo. Tenía razón aquel señor, ¡qué diferencia entre ese gordo, entre ese Maximino y yo!
El anciano estaba empezando a caerme  francamente bien.

(ale, otro pedazo, ya podríais comentar algo sosainas)
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pat garret

al fin un pedacito, ya pense que nos dejabas abandonados :D

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