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Memorias de sangre y savia (I). RAÍZ y CORAZÓN. Epílogo.

Iniciado por Khram Cuervo Errante, 09 de Mayo de 2008, 12:51

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Khram Cuervo Errante

- ¡Coño! – exclamé.

- ¡Controla esa boca, malhablado!

Tres años habían pasado ya desde la muerte de Dada. Apenas pasaba ya por el campamento. La mayor parte del tiempo la pasaba en la cabaña de mi maestro, intentando aprehender algo sobre los oscuros poderes que tenía escondidos en algún sitio. Hasta ahora no había vislumbrado sino un pequeño bosquejo de lo que podría llegar a hacer con un poco de tiempo, disciplina y paciencia. Pero si bien los bortai andamos sobrados de lo primero, lo segundo nos es escaso en demasía y nos cuesta muchísimo ser disciplinados. Sólo en la guerra respondemos a una voz que no es la nuestra y a una voluntad que nos es totalmente ajena. Y aún así, sólo contestamos si esa voz ha demostrado que merece la pena ser escuchada. No nos entregamos nunca a ciegas a nada. Y yo desde luego, menos aún. Y parecía que esa impronta la llevábamos a fuego grabada en nuestra sangre, pues hasta a un ser tan poderoso y cuya autoridad me había demostrado, le estaba costando hacerme aprender lo más mínimo en cuestión de magia.

Otro zurriagazo con la punta del cinto me hizo volver a blasfemar.

- ¡Los cojones de Malak!

Otro golpe.

- ¿Qué te he dicho yo de los dioses?

- Que no existen.

- ¿Entonces?

- Blasfemo como me da la gana.


No había sido difícil dominarme hasta entonces, pero ya hacía un tiempo que era un adulto, y no sólo por los honores de la tribu. Contaba ya con dieciséis años en mi haber y nunca había sido tan rebelde como entonces. Mis compatriotas no se acercaban a mí. No era extraño: desde que gané mis honores de adulto era bastante raro ver a nadie acercarse hasta mí, aunque sólo fuera para comentarme alguna cosilla sin importancia, como el buen color del cielo para empezar una guerra o lo clara que bajaba el agua en el río ancho. Como ellos no mostraban interés alguno en mí, yo dejé de mostrar interés en ellos. Esto fue lo que me arrastró a dejar plantada mi tienda, la mayor parte de las veces sin vigilancia ninguna. No es que temiera por mis pertenencias, pues las únicas pertenencias que me importaban era el caballo que Dutar había regalado a mi padre y que ahora pastaba frente a la casa de Burbath y Kora, la pequeña mangosta que había vuelto a mi lado tras haberla liberado en las tierras del clan que lleva su nombre. Aparte de eso, mi espada, la espada de mi madre, no abandonaba nunca mi costado izquierdo, ahora que era suficientemente alto como para llevarla acostada en ese lado y no cruzada tras la espalda. Burbath decía que había crecido mucho y que ahora debería empezar a tener cuidado con las madres del clan. Y pronto entendí por qué.

Muchas jovencitas del Cuervo empezaban a sonreír estúpidamente, haciendo comentarios insulsos al pasar que tapaban con unas blancas y delicadas manitas, dedicados a mí, pero que sólo compartían con sus amigas o allegadas. Aunque lo peor no eran las jovencitas, como me había advertido mi maestro, sino sus progenitoras. Las muchachas, sea como fuere, no osaban acercarse a mí, sino tímidamente, pero sus madres se acercaban a mí a ofrecerme a sus hijas, que eran tal o cual, hacendosas, buenas guerreras, buenas cocineras o, incluso, describían las habilidades que podían desplegar bajo las pieles. Aunque esto me llamaba la atención, no tenía verdadera intención de saber como habían llegado las madres al conocimiento de tales habilidades.

Ni qué decir tiene que me había negado a compartir tienda, pieles, alma y vida con ninguna de ellas, aunque sí que había llegado a acostarme con casi todas, comprobando así el despliegue de artes que sus madres me habían descrito. Yo obtenía lo que quería, que por aquel entonces, aparte de éxito en mis estudios, era placer.

Pero mucho mejor que el placer de una hembra en la entrepierna era el placer de rechazar a todas aquellas gallinas cacareantes que me habían rechazado a mí con anterioridad. Ellas me habían rechazado cuando apenas era un niño, habían separado a sus hijos e hijas, las mismas que me ofrecían ahora, de mi presencia, porque era un niño asesino de niños. Ahora me tocaba a mí sentir el placer de su soledad, de tener esperando por mí a toda aquella caterva de madres inquietas, anhelantes de agarrar un poquito de la inmensa fortuna que me había correspondido a la muerte de Dada. A pesar de su inmensa generosidad, Dada había sabido escoger muy bien las pertenencias con las que se había quedado. A decir verdad, había hecho muy buen trabajo escogiéndolas. Había varias sedas y brocados ricamente compuestos en diversos arcones de maderas de ébano y boj. Bajo sus enormes pieles de oso blanco, había un lecho fabricado con espesa lana de yazteeh, los increíbles monstruos que habitan las tierras de las nieves, al norte de Bort. Mucho le agradecí aquellas pieles a mi querida nodriza en muchos inviernos, pues me mantuvieron caliente a pesar del intensísimo helor del ambiente. La magnífica yurta que me había legado parecía contener todo Bort en su interior: juegos de herraduras fabricados por los herreros del Caballo; yelmos de fabulosa hechura fabricados por los artesanos del Erizo; arcos de tejo negro que le habían regalado los hombres del Halcón; medicinas preparadas por los Caimán; rarísimas semillas recolectadas por los Serpiente; dos puñales muy ligeros, realizados con las zarpas de un oso por guerreros del mismo clan; talismanes con el símbolo de Shan'dru, realizados en la sagrada madera de los bosques del Lobo; cuernos hechos con enormes caracolas, regalos de algún Nutria; marineros arpones de los Albatros; piezas de oro y plata, traídas de lejanas tierras por los comerciantes del Zorro; brazales y grebas ricamente repujados por los Alcaudón; fundas de espada y armaduras de cuero endurecido de las Mangosta... Pero lo que más me llamó la atención fue el Cuervo. Escondida entre unas pieles que Dada tenía por si el invierno era más frío de lo esperado, encontré una armadura completa de cuero tachonado, negra toda ella. El pectoral estaba repujado para darle la forma del pico y el pecho de un cuervo que ataca. La pieza del dorso era recta y acababa en un faldón que simulaba la cola del ave, que se abrochaba con hebillas a la parte delantera y que poseía trabillas para poder enganchar el cinturón de la espada. Las amplias hombreras iban remachadas a la espalda de la armadura y se abrochaban a la parte anterior, semejando las alas abiertas de un cuervo en vuelo. Las grebas y los brazales estaban unidos entre sí, derecha a derecha e izquierda a izquierda, imitando la forma de las patas. Los brazales acababan en una suerte de guanteletes en los que podían introducirse el pulgar, el dedo corazón, el anular y el meñique, dejando así el índice libre, para tantear mejor el puño de la espada.

La primera vez que la vi, en aquel oscuro lugar de la yurta, tan oculta, pensé que era algo que no debía tocar. Aquella armadura parecía una estatua, de tan real que era el cuervo que representaba. Con la cabeza, las alas y las garras extendidas, parecía que aquella pieza de cuero tachonado saltaría hacia mis ojos de un momento a otro. Cuando la toqué, sentí un extraño calor en aquel cuero, como si me hubiera estado esperando durante largo tiempo. Una a una, fui descolgando todas las piezas. Y una a una, me las fui colocando. Primero, los complicados brazales con sus guanteletes. Después, las fuertes grebas. Y por último, el pectoral y el espaldar, enganchadas por las hombreras. El pico del animal, plegado sobre el pecho, podía desprenderse de la pieza principal y utilizarse como yelmo, uniéndole uno de aquellos que habían regalado los Erizo a mi yaya. Entre los pliegues del pecho podían esconderse los puñales del Oso. Los ojos del cuervo podían alojar sendos talismanes de Shan'dru de los druidas Lobo. A la espalda, podía llevarse un carcaj y un arco de los Halcón. El faldón podía dar cabida a frasquitos llenos de las medicinas de los Caimán. Y en el costado izquierdo, había un hueco perfecto para alojar una de las vainas de las Mangosta, en la que encajaba como un guante la espada bastarda de mi madre. Debía parecer todo un guerrero, una aparición de otro tiempo, bendito por el tótem de mi clan, preparado para llevar la gloria a mi pueblo. Sentí un escalofrío al mirarme a mí mismo y verme embutido en aquella vestimenta. Poco a poco, con cierta renuencia, fui despojándome de mi heredada armadura y colocándola tal cual estaba cuando la encontré, formando la espléndida y majestuosa esfinge del cuervo. La miré orgulloso.

- ¡Por los pelos del coño de Druma! – grité al sentir de nuevo el beso del cinturón de Burbath. El anciano volvió a descargar ante mi blasfemia.

- Estás distraído, Khram. Así es muy difícil aleccionarte. Tienes que tener disciplina, concentración. Si no, nunca serás un buen mago. Tienes que saber olvidarte de todo y sólo tener en tu mente el torrente de magia que te invade. ¿En qué pensabas?

- En nada
– mentí. – Estaba distraído, eso es todo.

Me volvió a arrear.

- Mientes mal, pero al menos reconoces que no estabas pendiente de tus estudios. Mira, la luz aprendiste a conjurarla muy pronto, pero la luz es un don que se concede hasta al aprendiz más novato. Tú, que ya llevas estudiando algunos años, debes ser capaz, no sólo de dominar la luz, sino de encontrar la magia por ti mismo. En este mundo hay objetos que son mágicos por sí mismos, como algunos metales o rocas. Esos elementos, hijo, son los que te servirán como fuente de poder, como la piedrecita que sostienes ahora mismo en la mano.

- Entonces, maestro
– pregunté – ¿cuánto más grande sea el foco de mi poder, más poder tendré? Esta pequeña piedra sólo me ha permitido conjurar luz, pero quizá una piedra más grande me permita conjurar más cosas.

- Eso podría parecer, jovencito, y es una pregunta que otros aprendices se hacen muchísimo más tarde que tú, y que otros, no llegan a hacerse en toda su vida. Simplemente aceptan su fuente y la utilizan toda su vida. Pero no. No por más grande tendrás mayor poder. Hay piedras que, con todo su tamaño, no podrían darte ni un ápice de poder y otras que, como las extremadamente minúsculas amatistas rojas, podrían hacerte reventar si canalizas mal su energía, hijo.

- Luego, cuanto más rara es la fuente del poder, más energía puede canalizar.

- Así es
– asintió mi maestro. – Bravo, Khram. Estas piedras tan raras de las que te hablo son restos de la creación de este mundo, tan antiguas como el propio universo. Y en su interior, aún guardan esa fuerza creadora que impulsó el nacimiento de nuestro mundo y de otros muchos. Es, para que lo entiendas, como si hubieran capturado un ápice del poder de los dioses.

- ¿Cómo puede encerrar una piedra el poder de un dios, maestro?

- Cuando sepas la respuesta a esa pregunta, estarás listo para saber por qué los dioses no existen. Y ahora, sigue leyendo.


Burbath era muy dado a cerrar las discusiones con aquellas frases tan lapidarias y contundentes que no dejaban lugar a réplica ninguna. Pero yo no estaba dispuesto a dejarme vencer así.

- No lo entiendo, maestro. Si los dioses no existen, ¿cómo es posible que haya algo de su poder encerrado en elementos materiales tan corrientes como una piedra?

- Y si existiesen y fueran tan poderosos, ¿cómo dejarían parte de su poder en esas piedras? ¿Con qué objetivo?

- Quizá para que los magos pudieran extraerlo de ellas. Para que otros usaran su poder en su lugar en caso de necesidad.

- Si eso es cierto, ¿por qué la variedad de piedras poderosas es tan amplia? Un dios no iría por ahí olvidándose de porciones de su poder del mismo modo que una ardilla olvida dónde ha enterrado sus bellotas, ¿no crees?

- Quizá esas rocas más abundantes estuvieron en algún momento en contacto con alguna de esas otras más raras y más poderosas. Si pueden darnos poder a nosotros, ¿por qué no a otras rocas?

- Se te olvida, muchacho, que las otras rocas no tienen voluntad, algo que es necesario para controlar la magia.


Satisfecho, Burbath cruzó los brazos sobre su pecho, esgrimiendo una sonrisa ufana, como si hubiera ganado una gran batalla. Humillado, agaché la cabeza y volví a mi libro, concentrándome sobre la maraña de runas. Nunca conseguiría derrotar a mi maestro en una de estas discusiones. Era muchísimo más erudito que yo. Y, mientras cavilaba sobre su sabiduría, se me ocurrió.

- Quizá, maestro, es voluntad de las rocas primigenias el transferir su energía a las rocas más comunes. Después de todo, si encierran el poder de los dioses, este querría dispersarse lo más posible.

Ahora fue Burbath el que intentó balbucear una respuesta, pero no pudo.

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Khram Cuervo Errante

- Bortais inteligentes – masculló entre dientes. – Lo que me faltaba por ver...

Esbocé una amplia sonrisa al oír el dolido comentario de mi maestro, ufano por haber conseguido salirme con la mía. Ante mi pobre argumento, que yo mismo habría desmontado en cuestión de breves instantes en los tiempos que siguieron, había dejado inerme a todo un hechicero de Shyrm, que se suponía versado en tales saberes y en posesión de vastos conocimientos sobre la mentira de los dioses.

- Maestro, estaba pensando en Dada – Burbath frunció el ceño, extrañado. – ¿Qué relación tenía usted con ella?

- Esa pregunta ya me la has hecho antes, hijo.

- Lo sé. Y también recuerdo que me dijo que cuando supiera responder a las razones de Shan'dru para quitarnos la vida, entendería la relación que tenían ustedes.

- ¿Y estás preparado para responder?
– enarcó una poblada ceja blanca.

- Pues no. No lo estoy. Como tampoco lo estaba Dada.

Aquella respuesta le satisfizo. Cierto rictus alegre volvió a su rostro al oír aquello.

- ¿Imaginas siquiera por qué no lo estaba?

- Supongo que por la misma razón que no lo estoy yo –
continué. – Ningún ser humano está preparado para entender las razones de los dioses. Si lo hiciéramos, si fuéramos capaces de entender el por qué los dioses hacen lo que hacen, nosotros mismos seríamos dioses. Y nada en este mundo nos maravillaría. Lo entenderíamos todo. E incluso su magia dejaría de ser un misterio para nosotros, porque sabríamos de dónde sale, de dónde procede. Tendríamos la explicación para las tormentas de fuego que, según usted, pueden conjurar los archimagos más poderosos. Y los hombres dejarían de sorprenderse con el mundo. Y el mundo dejaría de tener interés para ellos. Se olvidarían de él. Y quedaría yermo, vacío. Y entonces, hasta los propios dioses desaparecerían.

- ¿Cómo puede desaparecer algo que no existe, Khram?

- Los hombres si existen. Y si comprendieran a los dioses, ellos mismos serían dioses, luego existirían.

Burbath soltó una sonora carcajada, con aquella especie de tos cascada que asustaba al más pintado. La pequeña Kora, mi mangosta, corrió a refugiarse sobre mis hombros, a pesar de estar acostumbrada a aquel sonido incluso antes que yo.

- Sí. Veo que vas comprendiendo la relación que había entre Dada y yo.

Sonreí y volví a mi libro. En aquel momento me sentí en comunión tanto con Dada como con mi maestro. Y sentí un conocimiento en mí mayor que el de ambos. Tenía el punto de vista de la fe y el punto de vista de la magia, algo que muy pocos conseguían atesorar en su vida. Y yo, con apenas dieciséis años, había conseguido aunar aspectos teosóficos que muchos eruditos jamás llegan a acariciar. Tan especial había sido el vínculo entre Dada y Burbath, que entre ambos, habían llegado a una especie de éxtasis del conocimiento, cada uno en su creencia de la existencia o no de esos seres superiores que rigen nuestra vida. Y a la par que ese conocimiento del que podía sentirme orgulloso, nació en mí la certeza de que jamás sería capaz de conciliar las dos partes de la misma moneda. Eran extremos opuestos de un mismo camino, tan alejados del punto medio, que ambas posturas se habían olvidado de dónde se encontraba éste, si es que había existido alguna vez.

Salí de la cabaña con Kora, con los ojos enrojecidos, a airearme un poco. Los bortai nos acartonamos encerrados demasiado tiempo entre cuatro paredes y yo necesitaba sentir el viento de la estepa en el rostro, a lomos de mi potranco. Ragnar le había puesto, en honor a mi padre, pues fue suyo antes que mío. Y fue un buen nombre en verdad, porque demostró mucho del carácter de mi padre, tan bonachón con los suyos y tan rebelde y duro con los ajenos.

Había dejado al caballo en un pequeño corral que Burbath había construido cerca de su cabaña. Allí tenía todo el pasto que quisiera y podía correr para desfogarse. A veces, durante mis lecciones le oía relinchar y entonces mi corazón ardía en deseos de subir a su grupa y cabalgar, cabalgar, cabalgar...

Pero allí no estaba. Extrañado, busqué por los alrededores. Ragnar no había saltado nunca el vallado, pero, estando la primavera a la sazón como estaba, y siendo un macho fogoso y joven como era, si había olido alguna hembra salvaje, habría ido a probar suerte enfrentándose a algún garañón. Lo llamé a voces, silbé, e incluso la pequeña mangosta que llevaba enroscada en mi cuello parecía silbar de vez en cuando para llamar la atención del noble bruto. Cuando, después de un buen rato, no lo hallé, comencé a asustarme. No son raros los cuatreros por las tierras de los clanes, puesto que saben que criamos caballos muchísimo más briosos y aptos para la guerra que cualquier otro criador, por mucha tradición que tenga en la cría estabulada de animales. Los bortai los criamos en libertad, para que puedan desarrollar por completo el gusto por una buena cabalgada, sin importar las condiciones en las que se dé. Incluso, empecé a sospechar que algún envidioso había robado mi caballo. Blasfemé sólo de pensar en ello y me juré a mi mismo que le sacaría la piel a tiras si llegaba a encontrarlo alguna vez.

Y se escuchó un trueno.

Miré al cielo, pero no había ni una sola nube en aquel cielo primaveral y cálido. Pero volví a escuchar aquel sonido atronador, ahora más cerca... y con una cadencia continuada, no pausada, como los truenos de una tormenta. Poco a poco, el inconfundible sonido de la furiosa trápala de un caballo bortai, se hizo evidente. Me giré hacia el sitio de donde venía y entonces lo vi. Ragnar llevaba un brioso galope contra el viento, haciendo remover su espesa crin, que no había recortado jamás, disfrutando con aquella carrera inesperada. Lo llamé y redujo la marcha, corcoveando a mi alrededor, dándome la bienvenida al exterior, donde debía de haber estado esperándome durante mucho tiempo.

- Vaya, muchacho. ¿Tan impaciente estabas como para no esperarme?

Palmeé su cuello, rascándolo, a modo de saludo y entonces fue cuando me fijé en que no estaba sólo. Una muchachita se alzaba sobre la grupa de Ragnar, desafiante.

- ¿Quién eres tú y por qué te has llevado mi caballo? – un ominoso sonido metálico al raspar la hoja de la espada el cuero de la vaina llenó el ambiente, como si cortara la bucólica tranquilidad primaveral. Un abejorro zumbó desafiante.

- Guarda eso, guerrero. Todos los hombres sois iguales. Lo primero que hacéis es desenvainar – y soltó una estúpida risilla, como si se riera de una broma privada. – Soy Lhia, la hija pequeña de Dhomarg.

Dhomarg había sido un amigo de juventud de mi padre. Desgraciadamente, el tal Dhomarg había cometido el error de lanzarse en feroz contracarga contra un batallón entero de las legiones mydonitas... solo. Cuando murió, acribillado por casi una decena de estocadas, a su alrededor había por lo menos ocho veces más mydonitas muertos. Había oído a mi padre decir que, de no haber muerto, Dhomarg habría sido líder en lugar de Gwyran, pero que no había podido ser. Después solía reírse a mandíbula batiente diciendo que aquella batalla sí que habría sido digna de verse.

La muchacha no era tan pequeña. Debía contar con unos catorce años y, si no me equivocaba, su doncellez aún no había sido cortada. Era pequeñita y menuda, por eso apenas la había vislumbrado tras el poderoso cuello de Ragnar. Tenía un aspecto travieso, con una mirada pícara escondida tras sus ojos color verde mar, que se movían rápido, como intentando absorber cada uno de los elementos del paisaje, queriendo verlo todo a la vez. Y, a pesar de su escasez de constitución, no podía decirse que ésta estuviera mal formada, ni mucho menos. Para su tamaño, tenía unas redondeces que muchas otras más grandes habrían querido para sí más de una ocasión y más de dos. La pequeña cota de cuero dejaba entrever unos hombros blanquecinos, suaves y mostraba un abdomen liso, fuerte, que me hacía hervir la sangre.

Bajó de un salto de la grupa de Ragnar, haciendo ondear el cabello castaño mientras se elevaba en el aire y caía. El animal parecía estar a gusto con ella. Cayó justo delante de mis narices y me miró con cara de extrañeza.

- Tú eres el dueño de este caballo. ¡Y le has puesto el nombre de tu padre! – se rió a carcajadas.

No entendía donde estaba la broma. Mi padre había sido un gran hombre y el caballo había sido suyo después de todo, así que me parecía que no había mejor nombre para el animal. Sin embargo, no me molestó la cristalina risa de aquella niña. A mis oídos sonaba bien. Y muy pocas veces había sentido aquella sensación desde que tenía memoria. Sin saber por qué, me sorprendí sonriendo ante aquella escena. La muchacha se acercó a mi y palmeó uno de mis brazos.

- Vaya, eres fuerte. Digno hijo de tu padre.

- ¿Lo conociste?

- No. Pero mi madre me ha hablado mucho de ti.


Así se aclaraba el misterio. Si ella quería jugar, yo jugaría el doble. Claro que la apuesta también sería el doble. Me dejé querer, dejé que ella pudiera interesarse por mí. Dejé que ella tuviera esperanza. Me agarró de la mano y me dijo:

- Vamos a dar un paseo a caballo.

Monté a Ragnar y ella montó tras de mí, agarrándome de los hombros. Le bajé las manos hasta mi cintura y dejé que apoyara su cabeza entre mis hombros. Rozó mi espalda con su pecho y azoté al caballo con las riendas. Se encabritó, maneó y se lanzó a un furioso galope. Ella apretó su presa y me hizo sonreír. Tontamente, pensé que ella también sonreiría al hacerlo. Quizá pensé, aunque sólo fuera por un momento, que había alguna posibilidad de que ella y yo pudiéramos compartir nuestra vida, nuestra tienda y nuestras pieles. A lo mejor podríamos haber pronunciado juntos los votos, encender juntos la pira y engendrar muchos guerreros y guerreras, herederos de su belleza y mi fuerza. Quizá.

Dejé a Ragnar en su pequeña cuadra y llevé a Lhia al interior de mi yurta. Ella dejó caer su indumentaria y empezó a deshacer los lazos de la mía mientras no paraba de besarme y acariciarme. Sentía sus erguidos pezones en mi vientre y me lancé hacia ella. Rodamos por toda la yurta, sin dejar apenas rincones sin explorar en nuestra explosión de lujuria. Las pieles de yazteeh cayeron y se revolvieron. Ella levantó la cabeza gimiendo, con la boca abierta como si le hubieran clavado una afilada espada en las entrañas. Se recogió el pelo castamente en la nuca, se tapó vergonzosa y, sin dejar caer ni pieles ni cabello, me abofeteó. Pero no me dolió. Ya no. Había sufrido tanto por tantos y por tan poco, mi alma había sido desgarrada tantas veces, que el dolor físico para mí ahora no existía. Simplemente sonreí. Y debió ser algo tan horrible que su rostro adquirió un tono macilento. Abrió la boca y los ojos, horrorizada. Y no me detuve. Ella forcejeó, pero no me pude contener. Quiso resistirse pero yo era casi el doble de grande que ella y me senté a horcajadas sobre ella. Hubo gritos. Me arañó, me arrancó la piel en los brazos y en los hombros, dejando profundas heridas que enarbolé con orgullo cuando se convirtieron en cicatrices. Me escupió, pataleó... y finalmente, lloró.

Por alguna extraña razón, fue la visión de sus lágrimas lo que me hizo detenerme. La había tomado salvajemente, la había hecho daño. Pero sólo aquella demostración de dolor sirvió para que me contuviera. Salí de bajo las pieles y le entregué dócilmente su ropa. Ella se ajustó el justillo de cuero, intentando tapar los feos verdugones que le había dejado en la blanca piel. Se los acabé de cubrir yo, regalándole una cota de malla de los elfos Venhya, forjada en plata y bronce.

- Esto es mi justa recompensa.

- ¿Justa recompensa? No, Lhia. Tu justa recompensa habría sido la muerte. Viniste aquí, quisiste yacer conmigo, y, de repente, te resististe. ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué querías de mí? Me robas mi caballo, me seduces y, como por arte de magia, quieres irte. Quisiste robarme. Y tu pago debía ser la muerte.

- Soy hija de Bort. Te habría costado hacerlo
– repuso, altanera.

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Khram Cuervo Errante

- Quizá. Pero ante los ancianos y el consejo, tú serías la culpable. Y entonces, no sólo te habría matado. Sino que además habría sido más que cruel contigo. No soporto que se rían de mí.

- Yo no me río de ti. Eres un monstruo –
señaló hacia la armadura con la forma de cuervo. – Nadie en su sano juicio tendría tan abominación en su cabaña.

- Vas a tener que explicarme eso, porque no te sigo.

- Sólo los demonios son capaces de realizar tales armaduras.


La carcajada que entoné debió parecerle salida de la mismísima antesala del trono de Malak. Retrocedió temerosa, mientras mis mandíbulas batían, ante tal afirmación. Me miraba con extrañeza mientras más lágrimas fluían de mis ojos de las que ella había derramado antes.

- Esta armadura – continué, cuando pude calmarme – estaba ya aquí cuando yo heredé la yurta. Debía ser de Dada. Y creo que Dada tiene muy poco que ver con demonio alguno.

- Eres un inconsciente. ¿Nadie te ha contado la historia de esas armaduras?

- No –
dije enarcando una ceja. – ¿Debería?

- Sin duda. Verás, en la noche de los tiempos, cuando el sol aún no era sol y los trece clanes acababan de dividirse en trece y los bortai descendieron a estas tierras, no había nada que pudiera domar esta estepa. Las pocas hierbas que daba no podían alimentar las monturas y mucho menos albergar piezas más grandes que un conejo. Los bortai volvieron sus ojos a sus líderes y estos sólo pudieron encogerse de hombros ante la petición de su pueblo.

"Hambrientos, desarrapados y sin rumbo fijo, toda la nación bortai naufragó por la estepa, repartiéndose como pudo el vasto erial que era entonces. Osos, Cuervos, Alcaudones... todos tomaron lo que necesitaban sin robárselo a nadie. Cuanta más gente componía un clan, más tierra recibía. Y nadie hubo queja de ello. Los líderes asintieron satisfechos y se fueron a sus tiendas. Pero la estepa seguía siendo hostil a los bortai y se negaba a dejarse arrancar unas miserables briznas de hierba que pudieran servir como alimento a Caimanes, Erizos y Zorros. La gente comenzó a morir.

Nuestro orgulloso pueblo de guerreros comenzó a morir bajo el peso de un enemigo invisible y duro de derrotar. Pero había otro. Otro más tangible, más cercano y amenazador. Hombres con el pecho como de piedra, a los que algunas de las armas de los bortai no podían dañar, hombres con caparazones tan duros que ni el martillo mejor forjado podría haber hecho mella en aquellas corazas. Fue el primer enfrentamiento entre Mydon y Bort. Y no fueron los bárbaros los que acabaron victoriosos.

Heridos, maltrechos y moribundos, los bortai volvieron a la estepa, mientras los mydonitas los empujaban más y más hacia las tierras de hielo y el mar. Entrovia no existía aún, y los elfos acababan de llegar al Bosque de Plata. No teníamos apoyos apenas y tampoco teníamos a quién pedirle ayuda. Sólo nos teníamos a nosotros mismos y, ya entonces, eran profundas las heridas que separaban a los clanes. No sólo eso, sino que costaba seguir a los líderes. En aquel tiempo, los líderes apenas tenían autoridad y cada uno era señor en el clan. Nuestros guerreros empezaron a vagar por su cuenta, a desertar, y las huestes de Bort menguaron drásticamente por aquello. La situación no pintaba nada bien y los propios ancestros dejaron de hablar a los Serpiente. El pueblo estaba sin guía o protección. Y los ojos de los Serpiente se volvieron a los totems.

Varios chamanes invocaron poderosas magias, perdidas ya para nosotros y pudieron reunir a los trece animales de los trece clanes. Y les pidieron ayuda desesperadamente. Ellos hablaron por la voz de los ancestros.

- Indignos habéis sido para los ancestros – proclamó Halcón. – y por eso os niegan su ayuda. Pero no temáis. No desean veros aniquilados.

- Pagaréis un precio por la ayuda prestada – continuó Erizo. – Nunca más los favores de los ancestros serán gratuitos.

- Ahora, debéis escoger trece guerreros, uno por clan – dijo Mangosta.

- Cada uno de ellos – siguió Zorro – recibirá los poderes de su clan. Y será casi invencible.

- Sin embargo, esto debéis advertirles – y Cuervo pronunció la terrible sentencia: – No regresarán jamás al mundo de los vivos.

- Habrán de volver con nosotros al limbo, permaneciendo allí para siempre, sin posibilidad de acercarse de nuevo a la tierra que amaron – y la voz de Nutria concluyó la tarea de los Trece.

Ahora, ante los chamanes, aparecieron trece bellísimas armaduras de cuero endurecido, cada una con la forma de uno de los animales de Clan. Y los chamanes comprendieron que quienes vistieran esas armaduras en combate, nunca regresarían de dicho combate.

Enviaron mensajeros a las tierras de cada uno de los clanes, proclamando la nueva a los caudillos. Doce de los líderes de antaño se ofrecieron para morir por su pueblo y ganar gran gloria antes de ello. Sólo uno se negó. Sólo uno dejó de vestir su armadura, renunciando a la posibilidad de salvar a su clan, que habría de extinguirse. Sólo uno se negó a sí mismo y habría de caer en vergüenza. El Cuervo. El Cuervo trajo sobre sí mismo la ignominia y la infamia y condenó a la extinción al clan. Se dio media vuelta y dejó la armadura sin tocar, tal cual la había traído el chamán. A pocos les importó lo que hiciera su líder. Al fin y al cabo, era el caudillo y podía hacer lo que le viniese en gana. Y ellos eran bortai. Sobrevivirían sin lugar a dudas.

Cuando llegó la hora de combatir, sus doce hermanos salieron al campo de batalla cabizbajos, pensando que si no estaban los trece, la victoria no estaría de su lado. Los magníficos guerreros, enfundados en sus lórigas infundían confianza a los bortai que los seguían y se notaba miedo en las filas enemigas. Los doce se adelantaron a la inmensa hueste que había seguido a aquella nueva esperanza. Pero se adelantó otro más.

El decimotercer clan, el Cuervo, había aparecido al fin. Brillante armadura negra, con el rostro cubierto, enarbolaba un hacha gigantesca de dos hojas y gritaba a voz en cuello los gritos de guerra de nuestra tribu. Al verlo, los hombres elegidos por los clanes, enardecidos por aquella súbita aparición, gritaron a los cuatro vientos el ancestral desafío. Y se lanzaron a la carga, los trece al unísono. Oso despedazaba hombres sin utilizar el acero. Mangosta los acuchillaba rápida y sin parar. Halcón asaetaba coraceros sin fallar un solo tiro. Y Cuervo mataba a sus enemigos dejándoles una mueca de congelado terror en el rostro que habría de durar para siempre jamás. No resonaron las espadas. No daba tiempo. Los guerreros bendecidos por los totems mataban sin piedad, sin oportunidad. Aquello no fue un combate, sino una carnicería. Casi diez mil mydonitas fallecieron aquel día. Y casi tres mil bortai.

Cegados por la ira, por la sed del combate, los benditos se dejaron llevar y se volvieron hacia sus compatriotas.

Cuando finalmente se deshizo el trance en el que estaban sumidos, se dieron cuenta de su crimen y se quitaron la vida. El único que resistió fue el Cuervo. Desde entonces, el que se pone esa armadura vaga sin descanso por el mundo, sin poder morir jamás, sin poder descansar el largo sueño merecido por los héroes.

Nadie supo nada de los Trece que murieron aquel día. Tampoco se sabía nada de las trece armaduras. Y resulta que tú tienes una.

Adiós, Khram. Espero que nunca tengas que usar esa pieza. Pero si la usas, yo espero estar bien lejos de ti."


Lhia salió de la yurta, recompuesta su dignidad y menos enrojecida su magullada carne. Aquella historia sobre héroes caídos y tenebrosas sentencias totémicas me había dejado perturbado. La tarde había comenzado bien, con la promesa de un placer casi asegurado y terminaba con la siniestra amenaza de ser poseído por demonios ancestrales, tan antiguos como el propio Bort. Me acerqué con cautela al hermoso cuervo negro de cuero, casi temiendo que saltara sobre mí para arrancarme los ojos. La vez anterior, cuando me la había puesto, no había notado nada especial, excepto quizá aquella desazón al quitármela, como si supiera que esa armadura había estado hecha para mí desde el principio de los tiempos y que yo debía vestirla.

Lentamente, me fui acercando de nuevo a ella, seducido por una nueva curiosidad. No hacía mucho, mi maestro me había enseñado a distinguir las piedras mágicas de las que no lo son. Quizá aquel sencillo conjuro sirviera también con otro tipo de objetos que no fueran rocas. Agitando los dedos levemente en dirección al cuero musité la corta fórmula que me haría saber si había alguna magia en aquella armadura.

El resultado fue una oleada tan inmensa de poder que caí al suelo, entre fuertes dolores, como si las entrañas quisieran salírseme del cuerpo para entrar en la armadura, como si estuvieran llamándose entre sí. Indudablemente, aquel objeto era mágico. Y la magia que poseía era poderosa, muy poderosa. Burbath debía conocer aquello, debía saber que tal fuente de poder estaba tan cerca de él, que había un manantial de energía en el clan. Alegremente, volví a tapar aquella armadura con las pieles del yazteeh y me encaminé hacia la cabaña de mi maestro.

Monté sobre la grupa de Ragnar de un salto, lo que él entendió como un juego y se lanzó a un trote desbocado, como si yo le hubiera dado la orden de volar y él tratara de obedecerla aún sabiendo que sin alas no podría elevarse del suelo. El aire me azotaba en la cara y las crines del caballo se agitaban furiosas, con seductoras ondulaciones llenas de una extraña y primigenia belleza. Abrí mis brazos al aire del atardecer, abrazando toda la creación mientras me asía a mi montura con la mera fuerza de mis piernas. Ragnar empezaba a disfrutar con aquella cabalgada y relinchó jubiloso, uniéndose a mí en el goce que era simplemente cabalgar.

Protestó cuando le hice frenar frente a la cabaña de mi maestro. Deseoso de continuar el frenético paseo, se encabritó, corcoveó y piafó. Quería seguir disfrutando de su libertad y le entendía. Bajé de su lomo y con palabras suaves, le sujeté. Le prometí que estaríamos allí poco tiempo. El justo para decirle a Burbath lo que había encontrado y que debía venir a mi tienda aquella noche, para examinarlo y estudiar el tipo de magia que emanaba. El caballo pateó en el suelo para mostrar su malcontento e impaciencia, pero se mantuvo a la espera.

Algo fue naciendo en mi interior, algo que poco a poco se tornó en intranquilidad y desasosiego. Algo había que no estaba bien. Encontré la puerta de la cabaña de Burbath entreabierta. No podía decirse que mi maestro fuera un hombre cauto, pero nunca dejaba su puerta abierta a los desconocidos. Y aún a los conocidos les permitía pasar en muy contadas ocasiones. Sin apenas hacer ruido, desenvainé mi bastarda e irrumpí en la oscura caseta dispuesto a llevarme por delante a cualquiera que hubiera entrado allí sin permiso.

Encontré a Burbath tirado en el suelo, temblando y sudando de fiebre. Apenas podía moverse. Me incliné sobre él para levantarlo, pero no pude. Estaba rígido y aquel peso muerto era demasiado para mí. Envainé y, como pude, me las arreglé para acostarlo entre sus pieles, sin poder subirle al camastro. Tiré el colchón al suelo y, empujando como pude, lo subí allí. Le puse una mano en la frente. Quemaba. Le puse agua fría para bajarle la frente. Aquello le reanimó un poco.

- Khram – musitó, – debes protegerla. No dejes que nada perturbe su descanso. Guárdala.

- ¿Qué debo guardar, maestro?

- El Cuervo. Debes guardar el Cuervo.


Y no dijo nada más.

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Khram Cuervo Errante

La fiebre de Burbath no bajaba.

Lo había tendido en su camastro, el pobre jergón de paja que me había servido a mí cuando estuve convaleciente, después de la paliza que me dieron un muchacho insensato y sus secuaces. Allí tendido, el archimago, que debía esconder aún mucho más poder del que yo habría podido imaginar, era como la desmadejada muñeca que todas las guerreras dejan atrás al comenzar a sangrar cada luna. La rigidez había remitido, pero volvía a campar por sus fueros cada poco tiempo y Burbath apenas podía descansar mientras sus músculos se tensaban sin remedio. Su cara adquiría una mueca de intenso sufrimiento, sus amarillentos dientes se apretaban los unos contra los otros, rechinando, y enormes gotas de sudor recorrían el enjuto cuerpo de mi maestro. Cuando cesaban los ataques y la fiebre remitía, aunque muy poco, conseguía hilar algunas frases, inconexas. Repetía incesantemente que guardara al Cuervo, que lo protegiera. Pero lo peor era cuando, en sus terribles delirios, convocaba algún conjuro.

Sin la fuente de su poder, su foco de energía, la magia no podía fluir en él y los intentos de convocar llamas que hacía en sus enfebrecidos arrebatos lo frustraban.

- Maldito sea el Bundschlag. ¡No podrán alejarme de Shyrm jamás! Malthus Arstadteldt es uno de los más grandes archimagos de su historia. ¡No se atreverán esos ancianos a expulsarme de mi torre!

Malthus, o mejor dicho, Burbath, como yo le había conocido, parecía rememorar hechos de su pasado cuando el cuerpo se le relajaba después de encontrarse en esa situación de contracción sostenida. Cada ataque duraba más y yo había empezado a temer por su vida. Empecé a ponerle paños de agua fría sobre la frente al principio, y después, cuando la calentura no le abandonaba, por todo el cuerpo. Eso conseguía devolverle la lucidez durante un corto espacio de tiempo. Me miraba, sonreía, y caía rendido, en un sueño que no podía llamarse reparador, pues se agitaba en angustiosos sueños que sólo él llegaría a conocer. En una de esas ocasiones abandoné la cabaña para dirigirme al asentamiento.

- ¡Lhia! – grité por todo el perímetro – ¡Lhía, hija de Dhomarg! ¡Sal, por favor! ¡Atiéndeme!

La jovencita salió de una yurta, con su sugerente justillo a medio colocar y con el cabello revuelto y las mejillas arreboladas. Me miró con extrañeza y me contestó con desprecio.

- Te dije que no quería saber nada más de ti.

- Esto es importante, Lhia. Necesito que me hagas un gran favor.

- No –
lo dijo como escupiéndolo, como si le hubiera estado quemando en la punta de la lengua. – Ayúdate a ti mismo, poderoso guerrero. Tienes poder para ayudarte. No me necesitas.

Sin siquiera media palabra más, sin siquiera haberse sentido ligeramente dispuesta a escuchar mi petición, la hija del amigo de mi padre volvió a su yurta, de donde, a no mucho tardar, emanaron unas risitas ahogadas y unos tiernos susurros que yo conocía demasiado bien. Dirigiendo una última mirada, cargada de ira y resentimiento, a aquella tienda, corrí hacia la tienda de Gwyran. Sabía que no estaría allí, pero alguien habría que quisiera ayudarme. Mi sorpresa fue mayúscula cuando no sólo me topé con el caudillo de mi clan, sino que además encontré ropas femeninas dispersas a la entrada de su tienda. Eché una rápida ojeada dentro y vi un espeso cabello negro. Éste, caía ondulado sobre una espalda morena flanqueada por unos hombros bien torneados que subían y bajaban con la respiración acompasada de los que descansan perdidos en apacibles sueños.

- Gwyran, necesito que me ayudes. Es urgente.

- ¿Qué puede ser tan urgente, muchacho? ¿Acaso te mueres sin remedio?

- Yo no. Pero sí el mago que vive en el lindero del bosque.


Aquel comentario hizo demudar el rostro del guerrero, que se puso lívido como la cera. Enseguida empezó a bramar órdenes.

- ¡Baras, aparéjame un caballo! ¿Dónde está Nora? ¡Despiértala! ¡Y ay de ella si no aparece en menos de lo que canta un gallo! Por los cuernos de Korgath, ¿dónde está ese maldito caballo, Baras, sarnoso hijo de un cerdo y una cabra?

- Puedo prestarte mi caballo, Gwyran.

- Espero que sea rápido, o no llegaré a tiempo. Necesitas un druida y las tierras del Lobo están lejos.

- Lo es –
repuse, henchido de orgullo por el excelente animal que poseía. – Es el caballo que Dutar regaló a mi padre.

- ¿Ese jamelgo? Creía que Dutar le había endosado a tu padre un rocín de mala monta. Tu padre decía que se convertiría en un gran caballo con los cuidados adecuados, pero un jamelgo es siempre un jamelgo. Y si es rápido, es que yo no se nada de caballos.


Llevándome dos dedos a la boca silbé. Ragnar apareció entre las yurtas al poco tiempo, a galope tendido, haciendo retumbar el aire con su furioso trapaleo. Las larguísimas crines, que yo no había osado cortar jamás, le azotaban el cuello, con lo que parecía que el animal se estaba fustigando a sí mismo, animándose con cada golpe a adquirir más velocidad que el mismísimo viento. Gwyran admiró aquel majestuoso corcel boquiabierto, sorprendido por la evolución de mi caballito, de aquel pequeño e indomable potranco que había sido mi único compañero de juegos durante tanto tiempo.

- Si algo ha quedado claro aquí – dijo Gwyran con un carraspeo – es que tu padre entendía mucho más de caballos que yo. ¿Tiene nombre?

- Se llama Ragnar.

- Es el mejor nombre que podría llevar este caballo –
sonrió y montó a la grupa de mi animal, que reculó nervioso, poco acostumbrado a llevar tanto peso sobre su lomo. Un par de palmadas en el hocico y en la testuz, hicieron que se calmara. Le hice un gesto, y el animal pareció comprender que aquel jinete con exceso de carga era tan importante como yo.

El caudillo hizo girar a mi caballo y éste no esperó a que clavara los talones en sus ijares. Se lanzó a su briosa carrera tan pronto como quiso, sin esperar a que el anonadado jinete diera siquiera la orden. Sea como fuere, bien por habilidad o más bien por voluntad de mi caballo, el caudillo se mantuvo firme a la grupa de Ragnar y en la lejanía, hasta pareció sentirse cómodo con la fogosidad de mi animal.

Una vez los hube perdido de vista en la lejanía, corrí a la cabaña de Burbath. Había pasado algún tiempo fuera y temía que le hubiera dado otro ataque de rigidez que no pudiera sobrellevar. Cuando yo estaba allí para ayudarle, parecía aguantar mejor aquella extraña enfermedad que había aparecido de repente. Dada había ido deteriorándose poco a poco, perdiendo su vitalidad como la pierden los ancianos. Pero Burbath, a pesar de ser anciano, no había perdido vigor. Al menos desde que yo lo conocía. Encontrarle tirado en el suelo de la cabaña había sido un gran contratiempo para mí. Pensé en lo peor, que volvía a quedarme solo, que volvía a encontrarme sin nadie que estuviera conmigo o quisiera estarlo. La pequeña mejoría que presentó con los paños helados me dio algo de esperanza. Pero cada día que pasaba era un paso más hacia una oscura certeza que estaba seguro que no tardaría en hacerse palpable.

Al entrar, me temblaban las piernas, pero no habría sabido decir si por miedo a encontrarme algo desagradable o del esfuerzo que había hecho corriendo desde el asentamiento. En la mortecina luz que dejaban pasar los postigos echados, vi a mi maestro tumbado sobre el jergón de paja, con una beatífica sonrisa en el rostro y una plácida y dulce mirada. Aquello me animó.

- Maestro, ¿cómo os encontráis? – me acerqué a él con cautela, esperando no asustarlo?

- Khram – la voz enronquecida era como si estuvieran serrando robles con una sierra de hueso, – acércate. No queda mucho y hay algo que tienes que saber.

- Las clases pueden esperar, maestro, hasta que mejore. Ahora debe reposar, para recuperar las fuerzas.

- No te hablo de clases ahora, amigo mío –
era la primera vez que me llamaba así. Traté de no mostrar sorpresa, pues yo también le consideraba mi amigo. – Esto es mucho más importante. Tanto, que podría estar en juego tu propio futuro. O eso es lo que temía Dada.

"Hay en tu yurta un tesoro escondido. Sé que no lo has visto aún, pues he acudido en secreto a tu tienda varias veces, y el lugar donde tu yaya lo había escondido permanece inmutable, en reposo. Parece como si no quisieras saber lo que has recibido en herencia, Khram. Quizá sea mejor así.

Ese tesoro consiste en una antigua armadura negra, con la forma de un cuervo. Existe una estúpida leyenda, como todas las que contáis los bortai, sobre su origen, pero lejos de la magia y los ancestros, esa portentosa pieza es un objeto de grandísimo poder. De él emanan hilos de energía que, aún en mi cabaña y en mi estado, puedo sentir fluir desde donde se encuentra, retorciéndose en el aire, esperando que alguien los recoja.

Sí, Khram. Tenías razón al decir que la magia quería ser recogida. Pero esta es tan primigenia, tan antigua, que los verdaderos poderes aún residen en su interior, y la fuerza que fluye desde ella es intensa. Como si un río descargara su furia sobre los tiernos brotes de la primavera, arrasándolos. Tal es el poder que despliega esa armadura, hijo mío"


Entrecerró los párpados, sintiendo otra punzada de dolor. Apretó los dientes y dejó escapar un sonoro quejido. Temí que volvieran los ataques, pero la espalda, que se había arqueado, se relajó enseguida y el dolor pasó.

- Sé que intentarás usarla, porque eres un bortai. Y como tal, no puedes resistirte a la tentación de querer ponértela y entrar en combate. Pero también confío en tu buen juicio. Por eso te advierto ahora: no te la enfundes.

"Con ella puesta podrás parecer todo un señor de la guerra, como Gwyran, como tu padre, y todos los héroes que veneráis en vuestra rica tradición oral. Con ella, quizá lo llegaras a ser, imbuido de un poder que no conoces y que no llegarías a controlar. Con ella, podrías convertirte en el mayor guerrero de toda la historia de tu nación. Con ella, te destruirías a ti mismo.

Esa armadura no es un regalo, hijo. Sino más bien una tortura. Si sientes deseos de ponértela, acuérdate de lo que te dice este pobre anciano moribundo, y no desabroches sus hebillas, no te ajustes sus correas. Es la última advertencia que puedo hacerte.

También es lo último que puedo enseñarte, Khram, amigo mío. Por desgracia para ti, no aprenderás más magia de este viejo archimago despojado de todo su poder. Y por desgracia para mí, no te veré convertido en un poderoso hechicero, como sin duda habrías llegado a convertirte. Es indudable que tienes aptitudes, lo sé, lo he visto. Eres el discípulo más joven que he tenido, pero también el que mayores logros ha conseguido en menos tiempo. He conseguido enseñarte el idioma shyrmi y conoces algunos retazos de khorulés. Y eso es mucho más de lo que haya aprendido un bortai jamás."


Volvió a retorcerse bajo un latigazo de dolor. De nuevo la espalda volvió a describir aquella ominosa y desagradable curva y los dientes volvieron a rechinarle. Burbath gemía en su sufrimiento más de lo imaginable. Aún en aquella rigidez, contorsionaba su cuerpo, alanceado por las terribles punzadas que sufría. Aquello fue lo único con sentido que Burbath dijo esa noche. Después, sólo divagaría, con delirios constantes de lo que podría haber sido una feliz infancia rodeado de maravillas mágicas, estantes llenos de pergaminos con conjuros y eternos anaqueles que contenían innumerables libros llenos de sabiduría y poder.

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Khram Cuervo Errante

Cayó otro día y otra noche más y Burbath no mejoraba. Sus febriles sueños, antes salpicados de momentos de lucidez, ahora se habían convertido en lastimeros gañidos, como los de un perro apaleado por algo que, definitivamente, no era culpa suya. De cuando en cuando, las crisis de rigidez se habían visto acompañadas de sanguinolentos espumarajos, que salían violentamente entre las mandíbulas del mago y que caían en copiosos torrentes por sus blanqueadas barbas, otrora cascada de plata cristalina, y ahora salvaje y seca espesura salpicada por los restos de los enfermizos cuajos que brotaban sin cesar. Los espasmódicos ataques de mi maestro eran cada vez peores. Podía quedarse rígido como una tabla durante horas, respirando muy levemente, tanto, que no concebía como un cuerpo moribundo que lucha contra la enfermedad podía aguantar tantísimo tiempo debatiéndose por su vida con tan poquito hálito, con esa escasa cadencia. Hubo una vez que pensé que había muerto. Me había quedado dormido velándole, pues llevaba ya una semana comiendo mal y durmiendo peor, si es que había dormido algo, y mi propio cuerpo tuvo que rendirme para que no cayera enfermo yo también. Al despertar, no oí la quejumbrosa respiración de Burbath, que, aunque leve, el aire que pugnaba por llenar los maltrechos pulmones, hacía retronar algo en el interior de aquellas enjutas costillas. Miré el maltratado cuerpo y no pude vislumbrar signo alguno de respiración. Por último, me levanté alarmado y corrí a tocarlo. Estaba caliente. Si estaba muerto, había sido hacía poco tiempo. Puse la cabeza en su pecho y escuché. El corazón seguía latiendo pausada, rítmica, continuamente. Exhalé un suspiro de auténtico alivio. Todavía había una esperanza de ganarle aquella batalla a Druma, que tanto me había quitado ya.

Cansado de estar encerrado, salí afuera, apenas a la puerta de la choza. Añoraba el sol en la cara y aún lo añoraría más, y no sólo porque fuera de noche. Aquella primavera se auguraba lluviosa. Los pastos estarían verdes al llegar el verano y, aún así, el Caballo no dejaría de quejarse por las tierras del Lobo y el Cuervo, tan ricas en pastos y tan pobres las suyas. Los lamentos de los Nutria y los Albatros se oirían hasta en Sirocitria, pues con aquel tiempo no había quién se hiciera a la mar, y los Oso y las Mangosta se aburrirían hasta la muerte sin nada que hacer excepto quedarse en sus yurtas a dormir, en lugar de preparar sus cuerpos a la guerra. Y todos los clanes se quejarían de que los Serpiente no salían a dar sus consejos. Como dice el viejo dicho: "La lluvia moja el cuerpo y seca la razón".

Miré hacia el cielo, sin saber por qué. No sé qué esperaba ver allí. Vi multitud de estrellas, como un campo sembrado de diminutos frutos blanquecinos. La luna estaba crecida, de un tono amarillento nada halagüeño. Con aquella luna, los bortai no salíamos a pelear, ni siquiera entre nosotros. Algunos la llaman la "luna de muerte", pues se cuenta que los bortai pelearon entre sí bajo aquella espectral iluminación y se aniquilaron entre sí. Se perdieron dos generaciones enteras y, con ellas, gran parte de los seculares conocimientos tradicionales de las estepas. Quizá eran los espíritus de todos aquellos guerreros los que nos observaban desde allá a lo alto. O quizá no. Burbath decía que eran enormes globos que ardían y ardían constantemente, sin apagarse durante miles y miles de años. Y que, aunque nos llegaran las lumbres de aquellos sempiternos incendios, era probable que ya estuvieran extinguidos y que lo que nosotros veíamos no eran más que los ecos de las llamas de tal magnitud que podían verse a muchísimos mundos de distancia.

Había sido mi maestro un pozo sin fondo de sabiduría. Por lo general, se dice que los magos y hechiceros son bastante eruditos, y bien es cierto que muchos de los grandes sabios de este mundo nuestro han sido magos. Pero mi maestro se reía cada vez que yo le mencionaba aquello.

- Muchacho – decía tras haberse reído a gusto durante tiempo y hasta saciarse, habríase dicho que para siempre,– no juzgues antes de conocer. Muchos de los magos que yo conozco son tan cerrados de mente como los bortai más amplios de miras.

No puede decirse que aquello fuera una ofensa para mi pueblo. El bortai de más amplias miras podría plantearse si era mejor matar a una mujer mydonita antes o después de violarla, o si el venado estaba mejor cocinado con cerveza negra o cerveza rubia. Los demás, por lo general, no se hacían preguntas. Mataban, violaban, comían y bebían, y no necesariamente por este orden. Otros, como Gwyram, Dada o mi propio padre, gente que había viajado por otros lugares, sabían que sin aquella apertura de mente, el mundo nos acabaría engullendo, a pesar del hermetismo con el que intentábamos protegernos. Algunos llegaban aún más lejos y proclamaban que esta cerrazón nos llevaría al desastre y a la extinción. Normalmente, estos solían cerrar la boca gracias a una jarra de cerveza, ya sea porque con ella se llenaran la boca o se la vaciaran de dientes. O las dos a la vez. El argumento más manejado entonces era que la tan temida extinción llegaba antes a unos que a otros, y que la mejor forma de no extinguirse era dejar una buena ristra de vástagos sembrada por toda la estepa. Y allá que iban las fogosas huestes a engendrar retoños bortai. La mitad de las mujeres que concebían aquella noche lo harían contra su voluntad, pero se resignaban. Después de todo, los hijos de grandes guerreros tendían a ser grandes guerreros, y orgullos de sus madres. A quienes les parecía que tales arrebatos eran salvajes se les hacía callar por el consabido método de la jarra de cerveza.

Recordando tales cosas, me sorprendí sonriendo a la fantasmal luna, que a su vez, parecía sonreírme a mí, cargada de ironía y sarcasmo, como si quisiera recordarme aquellos pocos momentos felices de risas sin freno antes de asestarme un golpe mortal. Bajé la vista del cielo y la encontré frente a mí.

- Hace días que no pasas por tu yurta.

- No creí que eso fuera a preocuparte. Ya tienes quien te caliente las pieles y a quién calentárselas. ¿Por qué habrías de interesarte por mí?

- Cuando te vi la última vez parecías muy preocupado.


No supe qué contestarle. Lhia se había plantado allí delante de mí, con los brazos cruzados sobre el justillo de cuero, como si esperase una respuesta. Después de todo, había sido ella quien había dicho que no quería saber nada más de mí. Y aún seguía sin saber por qué aquella dichosa armadura era tan mal presagio para mí y tenía tan negativas connotaciones para ella. Era ridículamente absurdo y, sin embargo, desde que oí su relato y las advertencias de Burbath, sentía cierta aprensión a volver a mi yurta, por no ver aquella estatua modelada para servir al Cuervo en la guerra.

Estaba claro que en su interior corría la magia en un torrente desbocado y casi imposible de domeñar, para canalizarlo en provecho propio. Si las enseñanzas de mi maestro eran ciertas, el que la llevara puesta podría conjurar una y otra vez, una y otra vez sin temor a que el cansancio corporal y mental lo consumiera y lo aniquilara. Aquella armadura era una fuente de poder enorme y un mago que supiera, o mejor dicho, pudiera poner diques a aquella enorme corriente de energía, que parecía fluir constantemente de un manantial inagotable de poder mágico. Si alguien lo controlara, algo que, por supuesto, yo no estaba preparado para intentar, podría mandar sobre los elementos, los espíritus, los demonios y las mentes y hacerse con un supremo poder sobre toda especie, de toda la tierra. Tal ambición solo podía ser atribuida a los magos, sobre todo a los de bajo nivel: todos deseaban tener una predisposición a la magia como aquella, siempre listos, siempre preparados para que al mínimo vestigio de un hechizo en sus labios, la magia fluyese rápida, como un gran río, materializando el conjuro en su máxima expresión. Después, decía Burbath, muchos se conformaban con llegar a ayudar a otros a llegar donde ellos no habían llegado. Estos se convertían en maestros de magos más jóvenes. Otros, parecían no cejar en ese ansia de controlarlo, como si estuvieran dominados por su propia ambición, controlados por el impío deseo de dominar el mundo conocido mediante la extorsión y el miedo.

Aquella armadura era un objeto de grandísimo poder y estaba en mis manos.

- Khram, ¿estás bien? – me puso una mano en el brazo, trayéndome al mundo de los vivos de vuelta con aquel tibio contacto.

- Sí. Sólo estaba... recordando. Eso es todo.

- ¿Aún te duele el rechazo del otro día? –
sonrió pícaramente, como acordándose de algún chiste que yo no debía conocer.

- No. Recordaba mejores tiempos, eso es todo.

- Nunca los hubo mejores.

- Quizá para ti. Es fácil vivir cuando lo tienes todo. Es muy fácil hablar de tiempos mejores cuando tienes quien cuide de ti. Es muy fácil decir que no hubo tiempos mejores cuando nunca has conocido la soledad y el rechazo. Es muy fácil decir que todo va bien cuando los pocos momentos malos que has pasado hablan más de los que te acompañaron en ellos, que de ti.


Ella se acercó lentamente y me tomó de la mano.

- Por eso quiero que tengas a alguien.

- No –
le dije, desasiéndome desabridamente del leve intento que hizo de abrazarme. – No quiero tenerte a ti. No me buscas a mí, no buscas mi soledad. Sólo buscas el provecho que puedes sacar de mí. Cuando fui niño y nadie me habló, tú no estuviste conmigo. Cuando maté a Günnar, me llamaste asesino igual que los demás. Cuando estuve solo, tú no te acercaste a hacerme compañía.

"Solo ahora, cuando me veis con posesiones, heredero de posesiones que yo no reclamé, que me fueron cedidas, a las que los herederos por derecho renunciaron por mí. Ahora todos reclamáis atención del asesino de niños. Todos intentáis haceros un sitio en mi vida. Pero te digo una cosa a ti y a todos los que lo intentan: ya no vais a poder conmigo. Quizá no sea la mejor manera de evitar la soledad, quizá no sea la mejor manera de ser apreciado en el clan. Pero desde luego, es la mejor manera de manteneros fuera de mi vida, tal como vosotros habéis decidido hasta ahora.

Antes no era nadie, sólo alguien a quien evitar, como si tuviera las pestes o las fiebres rojas. Ahora soy alguien de quien aprovecharse, alguien con quien casar a las hijas o alguien con quien compartir un pichel de cerveza a cambio de favores o de riquezas. ¿Qué quieres tú? ¿Pieles? ¿Sedas? ¿Perlas? ¿O quizá alguna de las maravillosas armas de Dada? ¿No será que lo que ansías es esa extraña armadura que tanto pareces tener?

No, Lhia. No pienso dejarme embaucar por ninguno de vosotros. Ya no. Vosotros me habéis traído hasta este punto. Ahora afrontad las consecuencias."

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Khram Cuervo Errante

Fui yo quien la dejó con la palabra en la boca en aquella ocasión. Me di media vuelta y entré en la choza de Burbath, enojadísimo. Rumiaba lleno de ira las pobres reacciones de las mezquinas y mediocres gentes de la estepa. Quizá fuera aquella durísima estepa la que provocaba el nacimiento de esa pobreza de espíritu de los bortai, que quizá buscaran atesorar todo lo que pudieran en la pobre vida a la que estábamos abocados. Quizá aquello fuera el principio de la decadencia de nuestro pueblo, seducido por la más baja codicia, olvidadas ya las ancestrales tradiciones de un pueblo tan antiguo como el mismísimo mundo. Quizá, algún día, Bort se convertiría en una Entrovia o un Mydon cualquiera. Quizá ese era el destino de todos los pueblos. Quizá era el precio a pagar por una civilización que avanzaba día a día, inexorable, como una enfermedad que corroía al propio mundo, buscando el vulnerable punto que lo sometiera de una vez por todas, inundándolo por completo de la autocomplacencia y autosuficiencia de todas las civilizaciones que nos rodeaban por todas partes. Bastiones de inmemoriales tradiciones, se erigían los Serpiente, recordándonos cada tanto quienes éramos, de dónde veníamos y quienes nos cuidaban desde añejos tiempos. Pero allí, tan cerca de la corrupta Entrovia, rodeados por Mydon y el Bosque de Plata, los ancestros parecían tener dificultades en llegar. Y las tradiciones se olvidaban, se relegaban a un segundo plano, y el oro y las posesiones llegaban a valorarse más que la identidad propia, el sentimiento de tribu que habían tenido los bortai desde siempre. Y esto, empezaba a pasar factura. Graves disensiones se estaban asentando en el seno de nuestro pueblo, y ni siquiera el puño de hierro de Gunthar el Oso podía desterrarlas. Hermanos y hermanas empezaban a luchar por el último pedazo de tierra reseca. Clan contra clan, sangre contra sangre, comenzaban a predicar los Serpiente. Se podía sentir cómo el fantasma de la decadencia comenzaba a reptar por entre las bajas matas, elevándose hacia todos y cada uno de nosotros, corrompiéndonos en nuestros corazones. A no mucho tardar, Bort estaría listo para quedar fuera de la haz de la Tierra, recogido en el seno de Shan'dru que quizá hasta nos despreciara por habernos olvidado por completo de todo  lo que nos debía ser preciado. En aquel tiempo comenzaron a fraguarse tantas cosas, que a la vista de los hechos, no puedo menos que pensar que fueron demasiado leves las consecuencias para algunos y demasiado gravosas sobre otros.

La espesa penumbra de la choza engulló todos estos nefandos pensamientos, llenándolos de más oscuridad aún. Todo aquello, en conjunto, acabó por ennegrecer mis pensamientos. Burbath postrado y yo solo. ¡Vaya dúo! Era poco más que lastimoso el resultado de la cooperación entre ambos. Uno acabado, sobre un lecho de paja y otro acabado, en pie, pero con el ánimo fulminado, destrozado, por la pena y la soledad. No éramos, ni mucho menos, una pareja de guerreros que pudieran ser recordados por toda la eternidad, alabados por las generaciones venideras. Ni llegaríamos a ser siquiera personajes secundarios en las canciones que se cantarían en tiempos posteriores a los nuestros. Tampoco seríamos ilustres en nuestro tiempo. Simplemente pasaríamos, como insulsas motas de polvo, al desierto del olvido, arrastrados por los vientos del transcurrir del tiempo. Tristes pensamientos para momentos tristes. Solía decir Dada que el corazón que no tiene alegría no alegra estancias. Y bien cierto que era. Yo había conocido muy poca felicidad en mi aún corta vida y eso no me convertía en un gran compañero con el que compartir los últimos momentos, sino más bien todo lo contrario. En lugar de aliviar el peso del tránsito, sólo lograría añadir más carga al momento de abandonar esta tierra en la que los hombres nos afanamos por salir adelante, mientras que son los poderosos los que manejan los hilos, manejando con ellos nuestros destinos, títeres en sus manos. Muchos jugaban a ese juego, mientras los bortai permanecíamos casi inmutables, permanentes en el tiempo, anclados en las antiguas costumbres que nos daban identidad como pueblo y que ningún otro debería haber olvidado. Para nosotros, el progreso sólo traía decadencia, la desaparición y el olvido, del mismo modo que se olvidarían los nombres de los pobres reyes de Entrovia o los mil veces derrotados emperadores mydonitas. Sólo permanecían en las historias aquellos que habían ganado un puesto en la gloria. Y para ganar la gloria sólo existía un camino: el de la sangre. Porque, ¿a quién recordarían los volúmenes de historia? ¿A los justos? ¿A los sabios? No. Más bien a los héroes, a los intrépidos. A los que morían, pero no sin antes llevarse a la tumba una épica leyenda que circularía de boca en boca durante eones. Daba igual como murieras. Si en el proceso te habías llevado contigo un centenar de enemigos, ¿a quién le importaba que hubiera sido por tirarte un pedo especialmente potente? Así eran los juglares, que componían las canciones más románticas y poéticas, obviando detalles que, sin duda alguna, habrían cambiado de cabo a rabo la historia, convirtiéndola en algo que no era.

Me dormí y soñé. La penumbra me arropó, cálida, tierna, amantísima amante que me cuidara como una madre. Soñé con estepas y fantasmas. Soñé con batallas y guerras. Vi las caras de mi familia, de mis hermanos, de mi yaya. Miles de rostros se volvían hacia mí, asustándome. Ellos movían los labios, me miraban acusadoramente, instándome a hacer algo que no podía comprender qué era. Se sacudieron, se removieron, y aquello no presagiaba nada bueno. Vi a gentes vivas, cuyos rostros ocultaban toda emoción. Vi a Lhia reírse de mí, señalándome con el dedo, igual que las mujeres que me habían servido para un fin u otro, no pocas para el placer. Y ví una cara que no me resultó familiar.

Una bellísima mujer me contemplaba con semblante serio, casi triste. Sus ojos color esmeralda me cautivaron sin pensarlo. La miré y ella comenzó a llorar desconsolada. Se dio media vuelta y la seguí, pero ella corría más que yo. Apreté el paso en pos de ella, pero ella también lo apretó y la distancia se mantuvo. Añoré mi caballo, que tan generosa y estúpidamente había prestado a Gwyran. Cuán útil me hubiera resultado en la empresa que me ocupaba en es mismo instante. Pero tonto de mí, había dejado que se lo llevara y tenía que seguir mi persecución a pie. La oía sollozar aún en la lejanía, como si una hondísima pena la atenazara el alma.

No sé por qué razón, en mi sueño seguí corriendo. En la realidad, casi con toda seguridad me habría detenido, pensando que no merecía la pena toda aquella carrera para detener a una hermosa mujer, por muy hermosa que fuera. Habría desistido, aún deseando haber probado sus mieles y ser el único que volviera a probarlas. Pero continué, resistí los golpes de mi razón, que me instaba a detenerme, descansar y volver. Sin embargo, mi corazón necesitaba, anhelaba descansar al lado de aquella bellísima moza. Finalmente, y sin dejar de correr, la perdí de vista. Desapareció en la espesura, pero tampoco me quejé. Doblé recodos sin fin, caminé larguísimas rectas, pero ya no volví a verla. Cansado, apoyé las manos sobre las rodillas dobladas y oí tronar una voz.

- Recuerda, puedes abandonarlo todo. Pero no abandones tu camino.

Cuando me volví para mirar, apenas alcancé a oír los ecos del relincho de un caballo y un revolotear de enormes alas que subia hacia el cielo. No vi nada más. Lo siguiente que vi, fue a Burbath, que se ahogaba de nuevo.

Calmé al maestro como pude. Le susurré palabras dulces, le apliqué paños humedecidos en las gélidas aguas de nuestros ríos, le canté sobre la Madre. Intenté mantenerle despierto como pude, pues parecía más lúcido cuanto más despierto estaba. Pero se me habían acabado los trucos. Era hora de partir y el anciano cuerpo de Burbath había empezado a barruntarlo. Era hora de irse y el ángel de la ya iba retrasado en el cobro de su trabajo.

Entonces, a raíz de mi sueño, me acordé de Gwyran. A él le había correspondido hacer el viaje de ida y vuelta, y no porque yo se lo hubiera dicho. Fue él quien se prestó a ir, sin objeción alguna, excepto por sus caballerizos, que sí que se quejaron amargamente cuando vieron que, una vez aparejado uno de los rápidos sementales del caudillo, se había largado ya, a todo galope, con un rocín que no tenía la categoría que le correspondía. Baras escupió al suelo lanzando maldiciones a diestro y siniestro y Nora no dejó de despotricar acerca de la volubilidad del carácter de Gwyran Ala Negra. Por primera vez, estaban de acuerdo en algo.

Pero Gwyran no llegaba. No me quedaba ya apenas paciencia, a pesar de que, instantes antes, ni siquiera me había acordado de él. Su mero recuerdo me indujo un estado de nerviosismo tal que pasé del abatimiento en el que me había sumido, a un estado de euforia nerviosa que me impedía permanecer quieto. Meneé las piernas arriba y abajo sin cesar, sentado a la enorme mesa que había utilizado como mesa de estudios, paseé arriba, abajo y alrededor de la cabaña, mirando cada poco tiempo, por si viera aparecer, a lo lejos, una densa polvareda, como sabía que mi animal levantaría, deseoso de volver a su precario establo para librarse de la pesada carga que el corpulento Gwyran habría echado sobre su grupa.

Al principio pensé que tal polvareda no era más que otro sueño, que seguía dormido en el interior de la cabaña de Burbath o que era más mi deseo de verla que la realidad que se abría ante mí. Pero aquel trueno inconfundible que era el trapaleo de los cascos de mi caballo llenó el aire con su sonido y sonreí triunfante. Si Gwyran regresaba, no regresaría solo. Habría traído un druida que pudiera sanar a mi maestro. Y aquella batalla, por fin, se la habría ganado a Druma, arrebatándole de sus siniestras garras la vida de mi maestro.

Entré en la casucha, exultante de alegría. Me arrodillé a los pies de la cama de Burbath, sonriente.

- Maestro, maestro – mi optimismo era enorme – ya vienen a ayudarnos. Aguante. Esto sólo quedará en un mal sueño. Ya lo verá. Aguante, Malthus.

Salí de nuevo a la puerta. La humareda era cada vez más grande y, entre el polvo, por fin conseguía vislumbrar una figura. Debía ser Gwyran montado sobre Ragnar. Pero no veía a nadie más. Quizá viniera más retrasado. Ragnar podía ser muy rápido, más que cualquier otro caballo. No en vano, había sido criado por el mismísimo Dutar y eso era tener una garantía de que el caballo iba a ser un gran animal. Mi pecho se hinchió de orgullo. Tenía suerte de haber recibido una herencia como aquella. Quizá no era solo una herencia, sino un amigo. Pocos seres humanos habían sido tan nobles conmigo como aquel caballo. Y aquéllos llamaban noble bruto a éste.

La nube de polvo siguió creciendo y la sombra que había en su centro también creció. Y con ella, mi esperanza menguó. En el centro de la humareda sólo aparecían mi animal y mi caudillo, montado sobre él. No había nadie más, ni detrás ni escondido entre el polvo que Ragnar podía levantar. Ragnar frenó frente a mí y le palmeé el cuello, como símbolo de reconocimiento. Mi frente tocó la suya y relinchó suavemente, agotado por la durísima galopada.

- Vienes sólo.

- No. Un druida del Lobo se adelantó. Debe llevar al menos dos días en el poblado.

- No he salido de aquí desde que te fuiste –
comenté con extrañeza. – Pero aún así, debería haber oído algo.

- Es extraño. Dijo que vendría directamente. Iré a buscarle.

- ¡Date prisa! –
exclamé. – No queda mucho tiempo.

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Khram Cuervo Errante

Vi a Gwyran correr hacia el poblado. O mejor dicho, vi como mi caballo corría con él a cuestas. Ragnar parecía cansado por el esfuerzo que, seguramente, había exigido el caudillo de él. Bajo su corpulenta figura no le debía resultar tan fácil cabalgar con aquella furiosa cadencia a la que estaba acostumbrado cuando era yo el que transportaba a su grupa. Esperanzado, esperando que el druida del Lobo pudiera ayudar a Burbath, volví a la cabaña, a socorrer al anciano archimago.

El rostro de mi maestro estaba cada vez más macilento, lo que no auguraba nada bueno. Las venas de su rostro se hacían cada vez más evidentes, como si su piel estuviera volviéndose transparente, dejando translucir todo lo que había bajo ella. La carne iba consumiéndose poco a poco, dándole la apariencia de un muerto viviente, con la descomposición sobre sus pómulos estirándole el afable rostro de abuelo que yo conocía en él. Las manos, siempre huesudas, parecían ahora rastrillos, con los ahusados dedos congelados en aquella rigidez que le había sobrevenido. Los ojos que parecían dos pozos de insondable sabiduría, ardientes ascuas de conocimiento, habían perdido todo el brillo de su lucidez, apagado el fuego de su cordura. Burbath se marchitaba mucho más deprisa de lo que yo había temido. Se marchaba.

Sabía que Burbath me dejaba, no podía ser de otra manera. Pero no dejé de luchar en ningún momento. Druma no se lo llevaría y yo agotaría todos los recursos que, humanamente, estaban a mi disposición. Nada podría derrotar a una diosa, pero ¿y si realmente los dioses no existían, tal y como defendía Burbath?

No, los dioses debían existir. La misma vida es un milagro que sólo unos seres con un inimaginable poder podrían crear. Mi maestro nunca pudo explicar la vida como tal. No encontró nunca una explicación a que estuviéramos sobre la faz de esta tierra inhóspita, medrando, creciendo, sobreviviendo. Simplemente, para él, era así. Decía que si alguien nos había creado no sería capaz de hacernos pasar por tan duras pruebas como pasábamos muchos y muchos habrían de pasar aún. Pero yo seguía confiando en lo que Dada me había enseñado siempre. Y Shan'dru era aún faro en la mar de mi vida, fuente de luz en mi oscuro porvenir.

Allí tumbado, tan despojado de su jovial vitalidad y su cascada y honda voz, mi maestro no era más que un muñeco roto, algo que no se puede arreglar. Estaba desmadejado, anegado en el sudor de la fiebre, perdido en la enfermedad que lo consumía lenta pero incansablemente. Burbath estaba pudriéndose por dentro y yo no podía hacer nada por él, que había hecho tanto por mí. Yo no podía crear ninguna medicina como podría haberla creado él. El más mínimo error en su elaboración podría causar un daño irreparable a quien menos lo deseara. Los alquimistas más experimentados podían cometer errores. Y yo, que apenas era un iniciado en el conocimiento de la alquimia podía causar muchísimo más daño que bien a un moribundo como el anciano. No sabía mezclar las proporciones. Y sin embargo, tenía la ligera impresión de que, aún sin saberlo, debería haberlo intentado. En mi interior, algo me decía que debía poner manos a la obra e intentar elaborar una medicina. Pero otra voz más fuerte me decía que no, que no lo intentara, que era una locura.

Hacía horas que Burbath ya no se contorsionaba. Se había quedado rígido como una estaca y no había manera humana de que volviera a su estado natural. Lo había intentado casi todo ya, pero aquel ataque parecía haber hecho presa de mi maestro y lo devoraba lentamente, como un fiero depredador que, una vez cobrada la pieza, se enfrentara a viento y marea para defender lo que por derecho se había ganado. Lo que fuera que tenía un hambre voraz y estaba destruyendo al único ser querido que me quedaba en aquel mundo. Observé a mi maestro y me arrodillé a su lado.

- Shan'dru bendita – comencé, – tú que eres vida, tú que eres luz, que eres belleza, que eres la Madre, por favor, ayúdale. Es un hombre bueno que no merece que te lo lleves ahora, que no merece que su alma sea arrebatada por el Segador aún para entregársela a la Muerte. No me dejes solo de nuevo, Madre.

Noté algo húmedo resbalar por mis mejillas desde mis ojos. Noté el sabor salado en las comisuras de mis labios. No era la primera vez en mi vida que lloraba, pero entonces los ojos parecían quemárseme de tristeza y desolación. Era como si la soledad hubiera prendido un fuego en mis cuencas, intentando dejarlas vacías, derritiendo su contenido por haber visto más dolor del que podían soportar. Era como si el llanto me fuera a consumir a mí también, llevándome con mi maestro. Y quizá eso fuera lo mejor. Morir, morir también, dejarme llevar por Druma y descansar siempre, descansar. Volver a ver a los míos, conocer por fin a mi madre y reunirme con Ragnar y con Dada, dejando atrás este mundo que me despreciaba como si fuera un chancro que hubiera que desterrar a toda costa. Volvería a la tierra y renacería, para conocer una vida que, a todas luces, debiera ser mucho mejor que la que había vivido hasta ese mismo momento.

Druma se rió de mí.

- Estamos aquí.

La voz de Gwyran me despertó. Supuse que tanta divagación me habría sumido en un sueño inquieto, perturbador, lleno de figuras oscuras que se acercaban a Burbath y que mi hoja no era capaz de ahuyentar. El druida del Lobo pasó a mi lado, sin siquiera mirarme, y fijó sus ojos en el maltrecho hechicero.

No era un hombre mayor, pero ya habría pasado la cuarentena. En su cabello comenzaban a hacerse patentes las plateadas marcas de la edad. Su rostro, agradable y franco, mostraba también algunas arrugas alrededor de los ojos, azules como el cielo de verano. Largos bucles pelirrojos caían en una cascada de fuego desde lo alto de su cabeza hasta casi la cintura.

Con movimientos pausados, lentos, pero certeros, examinó a mi maestro detenidamente. Hizo un símbolo en su frente y musitó una breve y silenciosa plegaria. Hundió la cabeza en su pecho, la sacudió de un lado a otro, y se levantó.

- Se muere – y la sentencia pesó en el aire.

- ¿Cómo que se muere? ¿Eso es todo? ¿Dónde está todo tu poder? ¡Haz algo!

- No puede hacerse nada por él –
continuó el druida, – lo que podía haber hecho, hecho está. Pero su espíritu ya ha emprendido el viaje de vuelta a los suyos y mi participación aquí ya está de más.

- ¡No es posible! –
grité. La ira crecía en mi interior como un torrente que amenazara con desbordarse. – Lleva enfermo menos tiempo que muchos que se han salvado.

- Otros quizá no hubieran emprendido ese último camino.

- ¡Hágale volver! –
exclamé, con los ojos llenos de lágrimas. Agarré al druida del tabardo y lo sacudí enérgicamente. – ¡Te ordeno que le hagas volver!

- Muchacho, es la rabia y el dolor el que te hace olvidar quién y qué soy –
el Lobo se desasió tranquilamente y me hablo con aquel tono condescendiente que utilizan los sabios con los ignorantes. – Y es la rabia la que consume a tu maestro. He visto otras veces esos espumarajos saliendo de la boca de otros y el desenlace siempre es el mismo. Quizá, si hubiese llegado dos días antes...

Aquello acabó de encender la mecha. Aquella última frase desbordó el torrente de cólera que había estado acumulándose en mi interior, haciéndose más y más fuerte, creciendo más y más cada vez, llenando mi ser de una furia incontrolada. El mundo se volvió rojo, como si hubiera caído un velo ante mis ojos que distorsionaba mi visión de la realidad. Grité, más bien aullé o rugí. Mi cabeza estalló de ira. Y no hubo nada más que la sed de venganza.

Sin pensarlo, mi espada saltó de su vaina, arrancada la trabilla que la mantenía firme en la funda. Sin pensarlo, trazó un amplísimo arco que segó todo lo que tenía a su alcance. Un anaquel completo, lleno de los hechizos de Burbath estalló en miles de pedazos ante la violencia del choque. Las jaulas de la pared, donde había encontrado a Kora hacía tantísimos años, saltaron, destruidas. Decenas de raros objetos acumulados en aquella cabaña, recuerdos de toda una vida, acabaron hechos añicos ante tal despliegue de ira. Y un hombre, un druida del Lobo, perdió su cabeza. La testa saltó alto, dejando un rastro de sangre en su ascenso, regando toda la destrucción que había causado. La cabeza siguió subiendo, lentamente, como si el tiempo se hubiera ralentizado en aquel instante. Y, tan lentamente como había ascendido, cayó. Gwyran me sujetó por detrás, temeroso de que le hiriera a él también. Forcejeamos, pero él era más corpulento y más hábil que yo y no pude zafarme. Finalmente, la cabeza del druida fue a dar junto al lecho de Burbath, y el sonido de su golpeo contra el suelo coincidió con el último aliento de mi maestro.

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Khram Cuervo Errante

En ese momento, mi corazón estalló. Mi mundo se colapsó sobre sí mismo. Todo en lo que había creído me había fallado, me había decepcionado. Todo estaba mal de repente. Me sentía engañado.

Pensé en las lecciones de Burbath. "Los dioses no existen. ¿Qué dios sería tan cruel de hacerte sufrir de la manera que estás sufriendo?". Los dioses, tenía razón mi maestro, no existían. Shan'dru para mí ahora no era más que una mentira más de aquel falso mundo en el que había vivido hasta entonces. Sólo existía entonces la realidad tangible. Y la realidad tangible era que estaba solo otra vez y había asesinado a un druida.

Los dioses no existen. Toda mi fe, todas mis creencias, la educación que mi yaya me había inculcado habían desaparecido. Los dioses no eran más que un engaño, algo donde poner esperanza cuando no se encuentra. Y a mí ya no me quedaba ninguna esperanza. Me sentí derrotado, vencido, como jamás me había encontrado. Me había sentido vacío muchas veces en mi vida, pero ahora me sentía muerto, estéril, yermo.

Los dioses no existen. Nadie dejaría morir así a sus criaturas. Los bortai no dejamos morir a nuestros caballos, no dejamos morir a nuestros urgos, no dejamos morir a nuestros hijos. ¿Qué clase de ser acoge en su seno a otras criaturas, las hace crecer, las cría, las cuida y, un buen día, decide que han de morir? No, los dioses no existen.

Gwyran me soltó por fin. Libre, corrí hacia mi yurta, la yurta de Dada y agarré un hato de pieles que había en un rincón apartado, como olvidado. Con rabia, lo até y me lo eché a la espalda. Volví a salir corriendo, cargado con las pieles y llegué a la cabaña de Burbath.

- Espero que sepas lo que esto significa.

- Lo sé. No te preocupes.

- ¿Y qué vas a hacer?


Toda la respuesta que obtuvo Gwyran se materializó en cuestión de instantes. Cogí una tinajilla que había en la choza y la estrellé contra una de las paredes. Acto seguido, sin detenerme siquiera a echar la vista atrás, sin siquiera despedirme de mi querido Burbath, de mi desconocido Malthus y de mi admirado maestro, tiré una de las numerosas velas que ardían en una estantería. El óleo prendió con fuerza y las llamas enseguida lamieron los maderos de la choza. Gwyran salió corriendo de allí, mirándome con cara de loco.

Se puso a gritarme, a imprecarme. Pero no pudo detenerme. Monté a Ragnar y fui de nuevo a mi yurta. Recogí varias cosas, pieles, armas y algunos objetos que me eran queridos. Volví a montar a Ragnar y salí a galope tendido de allí. Gwyran no pudo alcanzarme. Sé que venía detrás de mi, intentando decirme algo, pero yo no frené la furiosa carrera de mi caballo, que ahora me llevaba fuera de mi clan, arrastrado por el horrible crimen que había cometido. Mi bastarda había cercenado la cabeza de un druida, cegado por una ira asesina que no creía que pudiera haber albergado jamás. Apreté los talones contra los ijares de Ragnar, que protestó por el trato recibido. Nunca había sentido el espoleo y ahora protestaba. Como mi padre, que nunca se sometió.

Mi padre...

Sin parar el avance del animal bajé de su grupa y, a la carrera, regresé al círculo de tiendas que era el asentamiento del clan Cuervo. Nómadas por costumbre, volvíamos a los mismos emplazamientos cada año, cíclicamente. Y en ese momento, el destino hizo coincidir la muerte de Burbath y el lugar donde me había sido arrebatado mi padre. Si me llevaba su caballo, debía llevarme su espada.

Allí estaba Nodym, enhiesto testigo de la vida de mi padre. Pero no estaba sola.

- Sabía que vendrías a por ella.

- Apártate, Ala Negra –
el tono de mi voz parecía salir del mismísimo infierno. – No me gustaría que tú corrieras la misma suerte.

- Sabes que conmigo no podrás –
la hoja silbó al ser desenvainada. – Pero yo tampoco quiero pelear contigo, Khram.

- Entonces, apártate. Me voy.

- No es necesario. Por lo que a mí respecta, ese druida iba a matarte. En el asentamiento no le habían hablado demasiado bien de ti. Ni de tu anciano maestro.

- No tienes ni idea de por qué me voy –
le escupí las palabras. – Me voy porque aquí no he encontrado más que sufrimiento. Me voy porque aquí no he encontrado más que soledad. Me voy porque aquí ya no me queda nada.

Con rabia, arranqué a Nodym tan fácilmente como la había clavado tiempo atrás, y ahora sí pude llevármela, como si el espíritu de mi padre la hubiera soltado de su presa. Silbé llamando a Ragnar y, cuando se aproximó a mí, metí la espada de mi padre en el petate, escondida entre las pieles que me había llevado de la yurta. Monté y me volví hacia Ala Negra.

- Lo siento, Gwyran – me disculpé. – Lamento mi reacción. Pero me voy. Soy un extraño aquí. Cuida de la yurta de Dada por mí. Puede que algún día vuelva a por ella.

- Sé que volverás. Que los dioses te acompañen.

- Los dioses no existen.


Inmediatamente, como respondiendo a mi desafío, comenzó a llover mientras comenzaba mi camino. El agua que caía del cielo apagó el incendio de la casa de Burbath. Entre las cenizas, desafiante, un trozo de brillante cuero negro destacaba sobre las encendidas ascuas.

Fue lo último que vi de mi clan.






Aquí acaba el relato de Khram. Descreído, falto de fe, abandonado por los suyos, abandona la tierra que le vio nacer. Los dioses, si es que existen, le guardarán o no, según sea su voluntad. Aquí acaba su parte en esta historia, pues sólo él recordaría estos hechos. Los que se relaten a partir de ahora son meras referencias que él negará siempre, otros habrán olvidado y otros sufrirán en sus más horribles pesadillas.

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Khram Cuervo Errante

El rastro era más que evidente. Hondas pisadas en la espesísima nieve delataban por dónde había pasado el hombre. Acompañado por un caballo, sin duda alguna, pues la blanca delatora que cubría el suelo también tenía marcas de cascos en su superficie. Si hubiera esperado a que se levantara viento, quizá no se verían aquellas huellas, arrastradas por el gélido soplo que recorría aquellas tierras sin descanso alguno. Claro que, si hubiera esperado, casi con toda seguridad habría muerto congelado en su propio sudor, que perlaba su cuerpo con cada paso. El esfuerzo de moverse en la nieve era enorme.

El cansancio iba haciendo mella en él y en su montura. No se atrevía a montar por miedo a perder a su compañero y quedarse solo. Aquello habría supuesto para él un castigo muchísimo más duro que la misma muerte.

Apenas hablaba. Hacía algún tiempo que había hablado por última vez con un ser humano y, si no fuera por el incesante rugido de la ventisca que lo sacudía cada noche, habría dicho que se estaba quedando sordo. La nieve amortiguaba suavemente tanto sus pasos como los del caballo, y apenas se oían signos de vida en aquel inhóspito desierto de hielo. Y apenas se veían. Podía pasar días enteros sin ver rastro alguno de animales, y no digamos ya de seres humanos. En el caso de los primeros, deseaba encontrarlo, pues supondría una bien recibida variación en sus hábitos alimenticios y en sus reservas de comida, que iban menguando poco a poco. El caballo era el único que parecía encontrar sustento. Cuando paraban, escarbaba con las patas en la nieve y encontraba hierbablancas frescas y algún que otro retoño de tomillo nival que empezaba a brotar.

En el caso de los humanos, no deseaba encontrarse con ninguno.

La última vez que tuvo contacto con seres humanos casi se le había olvidado ya. Cuando comenzó su vagabundeo por las tierras blancas, recordaba hasta las caras de los que había oído hablar. Ahora ya no recordaba ni dónde los había visto. Si atendía a su recorrido, habría sido en el Oso o el Alcaudón. O quizá entre los pocos que se habían establecido entre las montañas Rojas. Qué más le daba...

Lo único que había obtenido él en su vida era el repudio de toda su gente. Que ahora tuvieran ellos su rechazo.

Dio otro costoso paso y tosió. Llevaba varios días tosiendo como un perro. Las bajísimas temperaturas, que al principio no parecían ser un problema, estaban comenzando a pasarle factura. Y en el peor momento. Se estaba alejando demasiado de cualquier confín de las Tierras de Hielo, que parecían tan deshabitadas como cualquier desierto, sólo que este, además de muerto, era aterrador. Por las noches, las ventiscas resoplaban reclamando su alma, transportando los ecos de algún dios vengativo, ofendido por la presencia de aquellos seres en unos dominios que les estaban vedados. Bueno, dios no. Los dioses no existían para él. Los había rechazado y desterrado de su vida. Para él, sólo existía el hombre y su propia voluntad. Y era su voluntad lo que le había llevado a sobrevivir en la tierra más dura de Hirkam, más incluso que la estepa que le había visto crecer y medrar, convertirse en un joven adulto que, al reclamar su sitio en aquella nación, había sido expulsado por sus habitantes. La voluntad le había llevado allí y la voluntad lo sacaría con vida de allí.

En otro tiempo, quizá habría rezado a Shan'dru. Ahora no rezaba. Ahora sólo caminaba. Un paso tras otro. Era un desterrado y por lo tanto, toda la tierra era suya, todo Hirkam estaba bajo sus pies, para recorrerlo sin descanso. Incluso había soñado, diríase que delirado, con atravesar Mydon a pie enjuto, con la única ayuda de su caballo y su hoja, y convertirse así en una leyenda que cantaran los bardos, fantasma de otra época, de otro tiempo, que consiguió lo que nadie había conseguido jamás. Que cantaran que había tenido que ser un exiliado quien atravesara de punta a punta el imperio enemigo, el maldito invasor que los oprimía a fuerza de acero y malas artes. Que cantaran que había sido Khram el hechicero, Khram el asesino, Khram el sin patria.

En lontananza divisó una enorme sombra. "Montañas", pensó. Seguramente habría alguna cueva en ellas en la que pasar la noche más resguardado y cobijarse durante un día o dos, para recuperar fuerzas. Con suerte, habría algún animalejo escondido allí al que matar y devorar después. No tenia que preocuparse por cómo conservar la carne. El frío que reinaba en aquellos parajes conservaba bien todo lo que mataba, si bien, las piezas que conseguían eran escasas y bastante exiguas, por lo que se veía obligado a racionarse hasta el último bocado. El agua tampoco era una de sus mayores necesidades. Bastaba con agitar un poco de aquella espesa capa de nieve en su maltrecha cantimplora para derretirla y poder beber aquella riqueza líquida. Khram no tenía oro, pero con toda el agua que podía conseguir allí, en Bort habría sido todo un potentado.

Penosamente, llegaron al final a la cordillera que habían divisado entre la neblina que dejaban los copos al caer. Copos, aún más gruesos si cabe, comenzaban a caer cuando finalmente entraron en una cueva que podía dar cobijo a jinete y montura. La humedad de la nevada le impedía encender fuego, amén de que las escasas plantas que habitaban por allí no parecían combustibles en absoluto. Frío no pasarían. Las gruesas pieles de yazteeh que había recogido antes de abandonar su tierra le daban el suficiente calor como para sobrevivir una noche más.

- Ya puedes salir – la frase le sonó vacía. No esperó respuesta

De entre sus abrigos, salió un pequeño animal listado con una expresión astuta en el diminuto rostro. Emitió un ligero ruidito, como desperezándose.

- Espero que hayas dormido bien – más que un deseo, era un reproche. – Los demás hemos tenido que caminar durante horas.

La pequeña mangosta no se molestó por el tono de voz de su humano preferido. Se había acostumbrado a aquel timbre de voz resentido y enfadado de Khram. En los últimos tiempos, le hablaba con malos modos más a menudo de lo que sería deseable, pero aparte de eso, la trataba bien. Tenía calor y comida asegurados. Durante el día, Kora iba envuelta entre los numerosos pliegues del abrigo de pieles de Khram. Durante la noche, hacía las veces de sigilosa centinela, apostada en pie junto a la cabeza del hombre, para no apartarse del delicioso calorcito que desprendía.

Espesas nubes de vapor emanaban de los ollares de Ragnar. El caballo resoplaba ruidosamente, agotado por la larguísima travesía y la dificultad de caminar en la nieve. Khram lo miró con tristeza, mascando un trozo congelado de carne de conejo como podía.

- Aguanta, amigo mío. Pronto llegaremos a algún sitio, ya lo verás.

A donde llegarían no podía saberlo. Ningún bortai se había adentrado jamás en las Tierras de Hielo y había vuelto para relatar sus andanzas. Tampoco ningún bortai había salido de su dividida nación para algo que no fuera saquear, matar y violar. Por norma, los bortai eran Bort y Bort eran los bortai. Pero él ya no era bortai, así que tanto daba. Nunca había imaginado morir lejos de su tierra, ni siquiera en sus más oscuras pesadillas. Pero la certeza de que sus huesos no reposarían jamás en la estepa que le vio nacer, se hacía cada vez más evidente para él. El repudio que su gente le había mostrado era el mismo repudio que había mostrado él. Que los ancestros se los llevaran a todos.

Se recostó sobre el frío y duro suelo, echándose sobre una de las pieles más gruesas y cubriéndose con el resto. Apoyó la cabeza sobre uno de los flancos del caballo y les dio las buenas noches a los dos animales que le acompañaban. Ragnar recogió la cabeza contra su cuerpo, exhalando un aire tan cálido como bien recibido. Kora se irguió sobre sus patas traseras y sus redondos y enormes ojos escudriñaron la oscuridad que empezaba a reinar en el exterior de la caverna. Khram la miró unos instantes y sonrió. Nunca había sonreído demasiado, pero ahora lo hacía menos. No recordaba haberlo hecho desde que saliera del Cuervo, habiendo quemado la cabaña de Burbath. Pero el cariño que recibía de sus dos animales, le reconfortó el corazón, aunque sólo alivió su pena una mínima parte. Nunca había recibido cariño de nadie. Su madre no le había conocido, su padre siempre estaba fuera, sus hermanos no tenían tiempo para él, y los demás niños del Cuervo huían de él. Luego sus hermanos murieron, su padre desapareció y los niños comenzaron a llamarle asesino. No tenía razones para apreciar a la raza humana, desde luego que no. Sólo había habido una persona que había sabido quererle, apreciarle. Y aún esa, había sido una farsa bien interpretada. Se había pasado toda la vida engañándole, embaucándole, contándole asquerosas mentiras acerca de una inexistente diosa y de sus bondades. Había metido en su juvenil cabeza un montón de ideas absurdas sobre seres sobrenaturales, poderes y destinos que no eran mejores que las boñigas que Ragnar soltaba a diario. Había amado con locura a Dada, pero ahora la odiaba a rabiar, por haberle infundido todas aquellas falsas esperanzas, toda aquella falsa fe. Y eso era, quizá lo que más le dolía.

Un hombre no puede sobrevivir solo. En una tierra tan dura como aquella se necesitaban aliados, amigos con los que pudieras contar en caso de necesidad. Pero sus únicos aliados eran un caballo joven que no pasaba de potranco y una pequeña mangosta con aires de líder. Y sin embargo, no podía quejarse. Era mucha mejor compañía que cualquier otro ser humano. Los animales no podían mentir, no podían engañarle. Si se sentían incómodos con uno, lo abandonaban y nunca volvían. Por eso confiaba en ellos. Porque no podía confiar en nadie más.

Fuera, el viento de la helada tierra yerma que había convertido en su nuevo hogar, empezaba su rugido nocturno, entonando una cantinela mortal para quien se encontrara fuera de cualquier sitio resguardado o no tuviera con qué cubrirse. La oscuridad lo envolvió como un pesado manto y Khram sintió que se asfixiaba en el cerrado ambiente de la caverna, con los ojos ciegos y los oídos bramándole con el estentóreo aullido de la cellisca nocturna. Las fuerzas naturales habían dado rienda suelta a su ira aquella noche y verdaderos vendavales azotaban la extensión de blanca tierra sobre la que había pisado durante horas. Aquello borraría sus huellas, aunque tampoco era necesario. ¿Quién se aventuraría a seguirle hacia el gélido abrazo de la muerte blanca? Y si lo seguían, que lo encontraran. Una vez que lo encontrasen, estaría preparado para morir... o para matar.

El cansancio embotó sus sentidos más rápidamente de lo que lo hubiera hecho el vino o la cerveza. La vista se le tornó borrosa y el viento pareció perderse en una lejana distancia. Pestañeó, queriendo permanecer despierto. A pesar de su joven edad, Khram tenía muchísimas pesadillas que le acosaban en la oscuridad de la noche, negándole el reparador descanso que tanto necesitaba. Había visto muchísimas veces el rostro de Dada, de Burbath, del druida al que había asesinado. Pero el que más le miraba, acusador, era el rostro de Günnar. Desde los doce años, aquel rostro pidiendo justicia era recurrente en sus sueños, turbando su descanso, reclamando una venganza de ultratumba que no le correspondía. Luchó con honor, murió con honor. Aquel había sido el desencadenante de rechazo que había sentido, aquella la decisión que no debía haber tomado.

Rielando de pavor ante la perspectiva de ver pudriéndose ante sí la cabeza de Günnar, sostuvo en alto su foco de poder. Era uno de los extremadamente raros diamantes verdes que Burbath tenía en su cabaña. No era tan potente como las amatistas rojas, pero Khram aún no había aprendido a canalizar aquel torrente de energía mágica y tuvo que conformarse con aquel cristal verdoso. Pronunció una única palabra y al instante, una beatífica luz lo inundó todo. Sin darse cuenta, exhaló un suspiro de alivio y notó como el ritmo de su corazón, acelerado por la angustia, volvía a la normalidad. Cerró los ojos, más tranquilo. No conseguiría descansar, y lo sabía. Pero al menos debía intentarlo.

La noche solía llevarse consigo muchas de las penas del día, pero la pena que constreñía el alma y el corazón de Khram era algo que ni la propia oscuridad se atrevía a llevarse.

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Khram Cuervo Errante

Cuando amaneció, apenas nada había cambiado. Seguía haciendo el mismo frío, o quizá más. La nieve seguía cubriéndolo todo. El viento seguía soplando. Lo único nuevo que había eran los copos que caían, que, por fuerza, habían de ser distintos a los que ya habían caído. El paisaje seguía sin verse completamente, dejando sólo entrever sombras y penumbras de lo que parecían resistentes coníferas y heladas rocas. La visión era desoladora, y transmitía el desánimo a cualquiera que la observara, cuanto más a quien llevara tiempo caminando sin ver más que aquella triste estampa durante días y días.

Tampoco el inicio del día había sido distinto del resto de los días que había pasado en las Tierras de Hielo. Su mangosta, Kora, había saltado sobre él alegremente, como cada mañana, con aquel sonido que parecía una risilla, para despertarle. Pero, como cada noche, él no había dormido. Y si lo había hecho, había sido a trompicones, a intervalos cortos, por miedo a que sus pesadillas hicieran presa de él y lo arrastraran al tenebroso mundo del vacío que poblaban, secuestrándolo como pago a sus crímenes. Cada mañana se helaban en sus ojos las lágrimas que no podía derramar. Y sin embargo, la pequeña bestezuela lograba, con sus saltos y sus monerías, arrancarle la única sonrisa que podía esbozar.

Khram había sido un bortai especial porque era demasiado dado a cavilaciones, predispuesto a la meditación. Antes, mientras estaba ocupado, estudiando, aprendiendo a leer, cazando o lo que fuera, habría querido tener más tiempo para reflexionar, para divagar sobre aspectos que sólo él y su maestro tenían en cuenta en aquella dura tierra que los cobijaba. Y ahora tenía demasiado tiempo. En realidad, tenía todo el tiempo del mundo. Su única ocupación era caminar. Y, curiosamente, mientras caminaba, era cuando más reflexionaba el hombre. Cada paso que daba era una gota más en el amplio mar de su desesperación. Cada paso que daba era una herida más que se abría. Cada paso que daba era un recuerdo doloroso más que añadir a la inmensa colección de ellos que atesoraba el aprendiz de mago. Había salido de Bort intentando olvidar su pasado, levantar un enorme túmulo que lo aislara de todo lo que había sido alguna vez, para intentar renacer lejos de allí como una persona nueva. Intentaba interponer barreras a su propia identidad. Pero a pesar de ser especial, Khram era un bortai. Y el orgullo de su raza supone una herencia de la que es difícil deshacerse. Su pasado, por muy oscuro y doloroso que fuera, siempre le acompañaría. Y jamás, por mucho que intentara negarse a sí mismo, por mucho que intentara olvidar quién era, podría dejar de ser Khram del Cuervo, hijo de Ragnar el Viudo.

Se detuvo a pensar que no tenía un apellido. No le había dado tiempo. Quizá ya le habían dado uno. Quizá no era digno de recibirlo, qué más daba. Ahora sí que daba igual. Había abandonado toda aquella vida así que, ¿era tan importante tener un sobrenombre? Algo en su interior, como una vocecilla trémula, que teme levantar la voz para no atraer la atención sobre sí, le decía que sí, que era importante. Era la misma voz que cada noche le repetía que no se abandonara a sí mismo.

Tozudo, desechó enseguida estos estúpidos pensamientos. Desgraciadamente, la tozudez también era legado de su raza, por lo que Khram resultaba realmente paradójico.

Se volvería loco. Sumido en aquellos peculiares pensamientos suyos, y faltándole con quién desahogarse, la razón no le acompañaría durante mucho tiempo. Y no sólo por la intrincada complejidad de sus razonamientos, sino porque él mismo era su único interlocutor. Sin nadie que lo acompañara, hablándole sólo a Kora y a Ragnar, acabaría por perder la cordura. Necesitaba oír hablar a algún otro ser humano. Oírse uno a sí mismo era agradable de vez en cuando. Pero cuando contestarse uno a sí mismo comienza a convertirse en una costumbre, es que hay algún problema. Por eso Khram intentaba no contestarse, como intentando oír las palabras que pasaran por la mente de sus dos extraños compañeros de fatiga, por mucho que supiera que ni podía entender sus pensamientos ni podía esperar obtener una respuesta de ellos, ni siquiera por gestos.

La mangosta volvió a emitir aquella risilla lamiéndole una mejilla y tironeando de una de las orejas del bárbaro. Desperezándose y restregándose los ojos, se incorporó, dejando caer al suelo las pesadas pieles que le cubrían. Ragnar ya estaba despierto al parecer. Enormes volutas de vapor manaban de sus ollares y relinchaba suavemente, saludando al nuevo día.

- Buenos días a ambos – musitó.

Recogió el lecho donde había dormido y lo enrollo, sujetándolo en las tiras de cuero que le servían para aparejarlas sobre la grupa del caballo. Sacó una de sus escasas tiras de carne seca y comenzó a mascarla. Fuego era lo que le hacía falta. Por más que mascara, aquella carne tardaba mucho en aportarle algo de sustento, y añoraba las rugientes hogueras que iluminaban la noche del Cuervo, alrededor de las cuales había aprendido tantas y tantas cosas y oído tan fantásticas historias. Alrededor de la hoguera del campamento, bajo la luz de la luna y las estrellas que le habían visto nacer, había decidido seguir los caminos de la misteriosa magia, para, con su poder, derrotar por fin a Mydon. ¡Qué inocente era! Mydon era muchísimo más grande de lo que él podía imaginar y, si los rumores eran ciertos, había mucho más que magos en su vasta extensión. Él sólo no podría con todos, pero si, como Burbath había hecho con él, enseñaba a otros a utilizar las esencias, quizá sí podrían sobrevivir a la continua amenaza que era Mydon. Y la conquista del Imperio dejaría de ser un sueño. Los bortai podrían por fin vivir en paz, para contar historias de valor y honor, en el centro del círculo de yurtas, reunidos en torno a las hogueras donde, estaba seguro de que algún día, un bardo recordaría que empezó todo.

Ahora añoraba su calor y su luz... y por supuesto, la carne que se asaba lentamente en ellas. No recordaba cuando había comido algo caliente por última vez. La madera que podía conseguir por allí estaba tan fría y tan húmeda que era casi imposible conseguir apenas unas volutas de humo. Una vez intentó secar madera envolviéndola en una de las pieles que llevaba, pero lo único que consiguió fue estropear una estupenda pieza y madera mojada. Se maldijo por no haber pensado en aquello antes de adentrarse en aquella helada tundra.

Salió de su refugio al nuevo día, que no se distinguía demasiado de la noche. Brishna permanecía con su rostro oculto en aquel reino, y apenas unos cuantos afortunados rayos llegaban a tocar la superficie de la nevada tierra. Miró a un lado y a otro, intentando orientarse. La nieve caída durante la noche había tapado sus huellas del día anterior, impidiéndole conocer el camino que habían seguido. Escudriñó las sombras, intentando reconocer algún perfil, algún relieve, y no encontró nada familiar. Los juegos de luces que el sol creaba en aquella tierra plagada de nieve impedían reconocer nada. Miró hacia la izquierda y hacia la derecha, y decidió salir hacia la izquierda, siguiendo hacia el norte. No sabía con qué objetivo, pero había algo que lo llevaba al norte.

En un principio, Khram había proyectado dirigirse al este, al Desierto de la Locura. Según su maestro, todo aquel que quisiera mostrarse digno del arte, todo aquel que quisiera dominar las esencias con autoridad debía enfrentarse con sus ardientes arenas y sus terribles espectros y alucinaciones, sobrevivir a su travesía llegando finalmente a Shyrm y así demostrar ser digno de estudiar magia con los más poderosos hechiceros. Era tentador llegar a la cuna de la hechicería de Hirkam, entrar en sus altas torres y aprender todo lo que Burbath no había podido enseñarle antes de morir. Había otra posibilidad de aprender todo aquello: la Torre Roja de Uthgard, en Entrovia. Empero, en ese lugar, sólo había un señor de la torre, un poderoso archimago, que debía antes evaluar la valía del candidato. Khram pensaba que él valía para entrar en aquel enclave mágico, pero los bortai no eran bien recibidos en ningún sitio. Seguramente, aquella torre y sus secretos se harían inaccesibles al bárbaro, como tantas otras cosas. Así pues, eligió el este y la durísima prueba que iba a suponer el Desierto de la Locura.

Pero pronto abandonó la idea de entrar en Shyrm. Sus pasos, por mucho que los dirigiera hacia el este, acababan siempre encaminándose al norte, hasta que se encontró con las Montañas Rojas. Se sintió empequeñecido ante la inmensidad de sus altísimas paredes y lo abigarrado de sus escarpadas formas. Allí, ante las imponentes murallas que se alzaban ante él, pareció ver un reto de los mismísimos dioses. Empecinado en su creencia de que no existían, se lanzó a atravesarlas por su propio pie, sin pudor alguno, buscando los desfiladeros más recónditos y difíciles de transitar, como si con eso respondiera al inexistente desafío divino que en su desesperación se había planteado a sí mismo. "Aquí me tenéis. Quisisteis detenerme y aquí me hallo, plantándoos cara. Este es todo el poder que tenéis sobre mí... ¡Ninguno!" Este pensamiento le acompañaba durante todo el camino, como si fuera el látigo que lo espoleaba a continuar, sintiendo sus golpes en su espíritu a cada momento. Y desde entonces, cada paso que daba era un reto más duro que el anterior. Nunca habría imaginado que tras aquellos impertérritos centinelas de roca maciza existiera una tierra como aquella, sumida en eternas nieves. Si hubiera creído en dioses, habría pensado que era su castigo por haberlos desafiado. Pero sin embargo, se encogió de hombros, miró hacia el norte y casi oyó como este le llamaba. Sin pensarlo, volvió a ponerse en camino.

Esa vez, la extraña llamada que sentía le llevó a seguir la pared de granito que se levantaba a su izquierda. Ignorando el peligro de avalancha, Khram fue al abrigo del farallón de roca, agradecido por encontrar algo que cortara el gélido soplo que recorría el inhóspito norte que estaba recorriendo y que helaba hasta la mismísima sangre en el interior de su cansado cuerpo.

Era imposible avanzar sigilosamente. A pesar del rugido del viento en sus oídos, no dejaba de escuchar sonidos que delataban su posición. Los suaves ronquidos de Kora, la respiración entrecortada del caballo, su propio aliento parecían levantar un estruendo que se podría oír hasta en la lejana Khitai. Nodym, enfundada en su pesada vaina, recostada entre los aparejos de Ragnar, tintineaba a cada paso del animal, como un cascabel que señalara la ubicación de una oveja perdida. La bastarda que llevaba al costado claqueteaba a la par que los huesos del bárbaro al tiritar, aterido de frío. Y tanto el caballo como el hombre, hacían crujir espantosamente la espesa capa de nieve sobre la que caminaban.

Khram sabía que esto les traería problemas. Lo supo muchísimo antes de que se desataran. Era como una picazón en la nuca que no dejaba de molestar, ese sentimiento electrificante que se siente antes de que se desate la catástrofe.

Pero el ser que le observaba, oculto entre las espesas capas de nieve, protegido por su gruesísima piel, no sabía nada de catástrofes. Normalmente, él era la catástrofe para sus víctimas. Aunque quizá, podría considerarse nefasto el doloroso vacío del hambre que sentía. Y hoy tenía un enorme dolor en el estómago que le indicaba que era hora de comer. El oso blanco que había comido hacía unos días ya había sido digerido. Había sido fácil cazarlo, hibernando como estaba, pero la digestión de una presa como aquella siempre era pesada, y se hacía mejor dormido. Había sido el hambre, con su tenaz punzada, la que lo había despertado.

Había salido de su confortable y cálida cueva y había olisqueado el aire. El aroma que traía era bastante delicioso. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que se había merendado un humano. Éste parecía grande, por la intensidad de su olor. Y además, le traía un caballo de regalo. Había otro olor que no podía identificar, pero mucho menos evidente. También podía sentir el frío aroma que despedían las garras de los humanos, aquellas débiles ramitas que apenas conseguían rasguñar su poderosa armadura de pelo y piel. Aquella captura y su posterior digestión le iban a costar más.

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